Filosofía en español 
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Apertura solemne del Congreso


Iluminación de la Ciudad, en la víspera

Roma había llegado a nuestras puertas en la tarde del 10. No era un imperio del mundo. Era la portadora del divino Reino. ¿Habíanse acaso descubierto para otra cosa estas tierras? La llegada de Colón plantando en ellas la cruz se unía a este otro arribo, echando por sobre cinco siglos, un puente de luz semejante a un arco-iris de paz. Y empezábamos ya a vivir las glorias del Apocalipsis que profetiza así:

“En aquellos días vi a la Ciudad Santa, la Nueva Jerusalén que bajaba del Cielo, por la mano de Dios, compuesta como una novia, engalanada para su Esposo. Y oí una voz grande que venía del trono y decía: Ved aquí el Tabernáculo de Dios entre los hombres y el Señor morará con ellos. Y ellos serán su pueblo, y el mismo Dios, habitando en medio de ellos, será su Dios. Y dijo el que estaba en el solio: He aquí que yo renuevo todas las cosas.”

Así había salido Buenos Aires al encuentro del Legado de Su Santidad, representante de Cristo, adornada con sus banderas, aclamándolo con sus campanas, con sus Gobernantes, con su Clero, con su pueblo entusiasta, con su lluvia de flores y con su infancia en flor. El Río era su cinturón de plata, el celeste del cielo su tocado en el que brillaba la diadema de su sol.

Toda la tarde se sintió el júbilo de las almas vibrando como campanas; y las campanas fueron el alma de la ciudad, cantante y jubilosa. Si antes se vieron multitudes por las calles, nunca fue como esta vez por motivos puramente espirituales y espiritualmente puros. Por esto la alegría fue sin aleación alguna. Pueblo en busca de un divino ideal, compromiso al mismo tiempo para él de todas las virtudes. Júbilo de Dios: “Vosotros seréis mi pueblo…”

La Bendición casi Pontificia iba por las calles… Con esa particularidad, esa extraña virtud en el gesto y en la mirada de Monseñor Pacelli, que a tantos espectadores hizo decir: “Me ha mirado, me ha bendecido a mi directamente.”

Esta ciudad cuyo primer nombre fue el de la Santísima Trinidad era verdaderamente ahora la ciudad de Dios. ¡Claridad del cielo y de las almas! Esa tarde misma –¿efectos ya de la bendición cardenalicia?– comenzaron a desaparecer, a no existir en Buenos Aires las pequeñas preocupaciones diarias y habituales. No hubo ya rencores ni hubo alarmas. No hubo crisis. Bastaba mirar las caras de las gentes para saber que vivíamos en una ciudad feliz donde el amor fraternal era de rigor.

Cuando, al caer la tarde, el triunfal desfile hubo terminado, una leve tormenta duró lo justo para impedir y barrer hasta sus últimos rastros, un meeting anteriormente proyectado por el elemento hostil. Este desapareció como por encanto y definitivamente.

Y brilló en la noche la ciudad iluminada. ¡Parecía un sueño! ¡Buenos Aires –que pudo ser Babilonia– iluminada para Él! La inmensa cruz de Palermo recogía en su blancura todos resplandores, repitiéndonos: In hoc signo vinces. Y junto a la Plaza San Martín, una cruz luminosa, colocada sobre el edificio más alto de la ciudad, mostrábase a los ojos, como la de Constantino, en pleno cielo.

Buenos Aires era, pues, la Virgen Sabia en cuya lámpara no faltaba el aceite, ni se consumiría durante la noche. Allí estaban su Catedral y su Casa de Gobierno, su Plaza de Mayo y su Plaza del Congreso, y sus Avenidas, con la iluminación magnífica; los chorros coloreados de sus fuentes que esta vez prometían el “agua viva”. Los grandes escudos eucarísticos en luces de colores. Hacia el Norte, las palabras de fuego: Christus vincit. Y adecuadamente formadas de luz, la tiara y las llaves de Pedro que en esos días abrirían para Buenos Aires las divinas regiones: Attollite portas, principes, vestras, et elevamini portæ æternales: et introibit Rex Gloriæ.

En el desembarco del Legado se vislumbró ya la aurora del Reino, y fueron tales sus promesas que todo el pueblo vivió esa noche el deseo de verlo, en la siguiente mañana, establecido entre nosotros plenamente. Buenos Aires había preparado el escenario lo mejor que pudo. Era el momento en que Dios, único dueño de los corazones, comenzaría a actuar. La Virgen Sabia había encendido su lámpara. Él haría lo demás. Y no había de ser el menos generoso.


Miércoles, 10 de octubre de 1934


En marcha hacia Palermo

Buenos Aires tiene en este día un despertar inusitado. Abrense al alba millares de puertas y ventanas, desde donde los ojos interrogan el horizonte. Se había sentido en mitad de la noche el tamborilleo de alarma de una ligera lluvia. Pero ella había despejado el cielo, y soplaba ahora un viento frío, promisor de buen tiempo.

A las seis de la mañana estaban ya en la calle los forasteros venidos de campo adentro y que nada querían perder de esta jornada. Veíaseles salir de los hoteles y casas de pensión del centro de la ciudad; y salían también las gentes alojadas en los barcos amarrados en el Puerto. En las estaciones tranviarias y en las plazas, aprestábase ya todo un ejército de ómnibus, tranvías, colectivos, camiones, coches y taxis.

Entre los más madrugadores estaban los animosos jóvenes de la Policía Auxiliar, y del Cuerpo Sanitario –toda nuestra dorada juventud– cuyos servicios voluntarios fueron tan afables y eficaces en la admirable organización.

Y madrugaron igualmente los periodistas. Desde días atrás, la prensa de Buenos Aires habíase ennoblecido. Ilustraciones y palabras: todo reproducía lo más noble y puro que haya podido alcanzar la humanidad. “He aquí que Yo hago nuevas todas las cosas”… La palabra apocalíptica seguía siendo maravillosamente aplicable: una de las cosas renovadas era la prensa. Aquellas crónicas del Congreso están, en nuestros diarios, tan impregnadas del asombro, de la maravilla, del milagro de la hora, que no se pueden releer sin estremecimiento. Así las que describen el aspecto de la ciudad en esta mañana del 10.

Hacia las 8 son ya innumerables las personas de toda edad y condición –conmueve ver a los ancianos– que salen de todas las casas, pobres o suntuosas. El velo, blanco o negro, reemplaza en las cabezas femeninas el habitual sombrero, dándoles un aire más sencillo y más cordial. En las puertas de las iglesias y establecimientos religiosos hay gran animación: muchísimos son los que quieren recibir el Pan de Vida antes de encaminarse a la ceremonia inaugural.

Quienes, desde un lugar alto y estratégico, contemplaron este despertar de Buenos Aires y esta conjunta marcha hacia los altares de Palermo, atestiguan que a las 9 el espectáculo era ya grandioso. La peregrinación iniciada en los barrios distantes, y parcialmente en pueblos lejanos, se iba ya concentrando. Hasta donde los ojos alcanzan, se ha ido viendo salir a los congresales, de todos los caminos. Y se ve ahora a las gentes sumarse a las gentes, los vehículos a los vehículos. En las calles que desembocan en Plaza Italia, fórmanse ya nutridas columnas. El conjunto humano es cada vez más denso y son cada vez más numerosos y van más juntos los vehículos de toda especie. Todo esto, en masa compacta y heterogénea, se dirige hacia un mismo punto: la Cruz.

Desespéranse los cronistas, como el de un gran diario lo dice, por “recoger con ávida mirada y registrar en temblorosas hojas de papel, todo aquel mundo en marcha, toda aquella honda emoción colectiva, todo aquel cuadro de cielo de ciudad, de muchedumbre”… “¡Qué tarea imposible –exclama– pero cuán gratísima e inolvidable!”

Como los Reyes Magos y sus caravanas guiadas por la estrella, muévese todo este mundo atraído por los cuatro rayos de la Cruz, nuevo astro que hace lucir en Palermo una aurora nunca vista. Todo va hacia allí, como impulsado por una fuerza misteriosa: todo y todos. No hay un retroceso; nadie va contra la corriente. Las olas de gentes van a explayarse al pie de la Cruz con un ritmo de mar en calma. Porque esto es lo admirable: hay en la actitud de todos y de cada uno, un anhelo grande por llegar, hay prisa, pero es una prisa serena. Como quien sabe adónde va y que su puesto no le será quitado. No hay paradas ni esperas; no hay atropellos. Impresiona a los periodistas este orden y silencio y lo comentan en los diarios del día diciendo que, para quienes conocen las multitudes, esto es un hecho insólito.

La Cruz de Palermo se ha convertido ya en el eje espiritual de la ciudad, del país y del mundo que va hacia ella, personalmente o con el pensamiento. Los jardines de Palermo son hoy como una Tierra prometida hacia la cual lleva a todos la Esperanza; un Paraíso que la humanidad espera recuperar y ve resurgir de entre el tumulto de las naciones.

 
Alrededor del monumento

El público se halla ya perfectamente ubicado a lo largo de los caminos que, como los vibrantes rayos de aquella estrella caída en Palermo, parten desde su centro que es la Cruz, abriéndose en todas direcciones. Y desde todos ellos, se percibe, en lo alto del monumento, el templete de cristales donde se celebrará la Misa y dónde hablarán los oradores.

La Avenida Alvear desborda de concurrencia hasta el fondo en que se alzan los rascacielos de la Recoleta. Y se ven igualmente llenos los balcones, las azoteas y hasta los árboles. Por la Avenida Sarmiento, desde la Cruz hasta los terrenos próximos al Río, y como custodiadas por la doble fila de tradicionales palmeras, están las 18.000 Hijas de María, algunos grupos de vestido y velo negro; pero la masa mayor todas de blanco como una catarata de nieve.

En los jardines, hacia la derecha, surgen de entre la arboleda los grandes palcos oficiales, llenos de señores y de señoras tocadas con negras mantillas españolas. Aquí y allá conmueven los grandes grupos de Religiosas que, habiéndose privado de todas las fiestas del mundo, son como dueñas de casa en esta magna fiesta. Cada grupo con su hábito particular, blanco, negro, azul, pardo: Educacionistas, Hermanas de Caridad, Misioneras, Enfermeras. Y llenando todos los huecos y por todos lados, un público variado y compacto que ahora se calcula ser, en total, de 400.000 personas.

Nos lo han dicho así los altoparlantes. La radio –la maravilla científica del momento– ha hallado hoy su más alta aplicación. Comprendemos hoy el porqué de su existencia. Dios, que habla a la vez a todas las conciencias, quiso que tuviéramos una imagen de este poder suyo en tan admirable invento. Por él, casi todo el mundo cristiano puede participar de las maravillas que estamos presenciando. Por él, podemos todos, en Palermo, ver, oír, cantar unísonamente.

* * *

Son las 9 y 45. Han llegado los Cardenales, Arzobispos, Obispos extranjeros y los Prelados del Clero metropolitano, con sus respectivos asistentes. Se han reunido a 50 metros de la Cruz y se forma allí el cortejo presidido por los príncipes de la Iglesia. Figuran en él los seis Caballeros de la Orden del Santo Sepulcro, dejando ver, bajo sus ondulantes capas de paño blanco, los elegantes uniformes negros recamados de oro y escarlata.

–“El momento es solemne ya”… dice el altoparlante, y sigue detallando lo que parte de la concurrencia, situada del lado opuesto, no alcanza todavía a ver: Escoltado por los muchachos de la Policía auxiliar, por la Avenida Alvear avanza aquél desfile. La multitud abre paso y aclama. Los Prelados sonríen y bendicen… Y luego ascienden las gradas de la Cruz que en este momento es magnífica: brilla sobre ella el sol que hace resplandecer su blancura, al mismo tiempo que las nobles vestiduras carmesíes, violetas, negras y blancas, al alcance ya de todos los ojos.

Anunciase entretanto la llegada del Presidente de la República, el cual es aplaudido a su vez. Y se han visto también grupos de personalidades oficiales que se dirigen hacia las tribunas que les están destinadas: ministros, legisladores, militares y funcionarios acompañados por sus familias.

En todo Palermo resuenan las armonías del Himno Eucarístico: ¡Dios de los corazones…! ¡Señor Jesucristo…!

 
La Misa

El representante del Sumo Pontífice y Secretario de Estado del Vaticano, Cardenal Pacelli, ha llegado por fin a Palermo. La asamblea, ya en pleno, le recibe con fragorosas aclamaciones. Desde la Cruz, el Cardenal bendice a la multitud y su gesto revela una gran emoción. El espectáculo que le ofrece la enorme masa humana aclamando entusiastamente a Jesucristo y al Papa, es imponente. Acompañado de sus edecanes naval y militar, el Legado sube al templete de cristales adonde otras personalidades le esperan, y ocupa allí el trono que se le había preparado. Escúchase entonces el himno Tu es Petrus

En el mismo templete, ante un sencillo altar en el que sólo se ve un crucifijo de bronce y seis candeleros con cirios encendidos, el Excmo. Señor Arzobispo de Buenos Aires, Monseñor Copello, se reviste para celebrar la Misa.

El público aprecia ya el espectáculo de los 200 Prelados y del Clero en general, instalados en las plataformas, alrededor de la Cruz. Goza de la vista de esta Corte de Dios que completan los Ángeles blancos en los ángulos del monumento, y a cuyos pies se ve un grupo también escultórico que representa la familia amparada bajo el manto de Cristo. De un lado de Jesús, la mujer y el niño; del otro, el hombre.

Hacia la izquierda, sobre el portón del Jardín Zoológico, es asimismo de un bello efecto la tribuna escalonada de la Schola Cantorum: 560 seminaristas de roquete blanco sobre sotana negra.

El tiempo parecía haberse mostrado algo desapacible al amanecer tan sólo para poner de relieve el ánimo de los que, por vivir lejos de Palermo o por querer comulgar en las iglesias antes de llegar allí, debieron madrugar excesivamente. Pero ahora, una atmósfera diáfana y azul y un tibio sol lo envuelven todo. No ha cesado el viento. Un suave pampero –promesa de bellísimos días subsiguientes– hace de ésta una mañana típicamente argentina. Sopla lo justo para añadir animación al cuadro. Hace ondular las banderas de la ciudad, presta nueva vida y color a los mantos episcopales y trae su decorado de nubes cuyo precioso efecto nadie deja de admirar: nubes que en un momento dado sirven de fondo y forman como “una gloria” en la que se destacan la Cruz, y los Ángeles blancos, y el grupo coloreado de los Prelados y del Clero en general.

Es ésta pues, una fiesta de colores, de luz, de música, de ramas agitadas, como banderas de la tierra, de flores que exhalan su aroma, de voces que se escapan al cielo, de cantos de pajarillos asombrados cruzando el espacio en rápido vuelo, y de pájaros metálicos que roncan por el aire en un saludo amplio y lento.

A las 10 en punto –como se había anunciado– comienza la Misa. Y se oyen los cantos de la Schola: voces combinadas de adolescentes y de adultos a las que se une, a veces, toda la multitud. Acompañan los coros la banda de la policía compuesta de sesenta instrumentos, y en el órgano, el gran instrumentista Perceval. Cántase el Christus vincit –¿dónde sonaría mejor?– y el Oremus pro Pontífice nostro, de Perosi.

 
La multitud

La multitud, como sorprendida de sí misma: de hallarse así, tan inmensa y al mismo tiempo tan serena y espiritualmente tan homogénea. Se había temido fuera difícil el acceso a Palermo. Se habían temido aglomeraciones, algún desorden. Mas como por arte de encantamiento, cada uno se halló en su sitio. Sin altercados por una primacía; sin apretones. Nada. Aquella concentración era perfecta. Como si se tratara de un ejército sometido a largas disciplinas. ¡Esto, entre nosotros que, no sin causa, nos teníamos por el pueblo más indisciplinado del mundo! ¿Quién pudo armonizarnos así? Los organizadores del Congreso merecían, es verdad, todas las alabanzas. Pero aunque las disposiciones de los directores fueran excelentes, podía el pueblo no responder. Y aún involuntariamente, causar desorden o desconcierto. Una sola voz altisonante hubiera sido allí como una chispa de fuego en una parva de paja. ¿Quién contuvo toda palabra, todo gesto hostil? Sólo Aquél que apaciguó la tormenta que amedrentara a sus discípulos. “¿Quién es éste, preguntaron ellos, que así manda a las olas y a los vientos?” El mismo, podemos responder ahora, que ordena las multitudes, tan difíciles de contener como los vientos o las aguas.

Mas no se contentó el Señor con disciplinar a las muchedumbres. Hizo más: conmovió a los corazones, y al pueblo que le invocaba, dio su espíritu de alegría y de paz.

* * *

Momentos antes no se sabía cómo iban a ser las cosas. No podía presumirse si las turbas se mostrarían comprensivas o incomprensivas, amigas u hostiles (escuela laica, izquierdismo creciente). Jamás se había puesto al pueblo a una prueba semejante. Mas a medida que la ceremonia avanzaba, la multitud iba comprendiendo; su grandeza iba ganando los espíritus, y el texto del Apocalipsis volvía a la mente: “He aquí que Yo hago nuevas todas las cosas”. Era como si creara el Señor una luz nueva que iba plasmando los sentimientos del pueblo. Si Colón descubrió estas tierras, la embajada de Roma efectuaba ante nuestros propios ojos el descubrimiento del alma argentina, como alguien lo dijo: alma antes desconocida hasta de sí misma. Descubríasela invenciblemente atraída hacia el Bien y la Belleza, vale decir hacia Quien se llamó a sí mismo el Camino, la Verdad y la Vida. Y recordábase el texto que dice: “en su luz veremos la Luz”…

Apareció así la ciudad transfigurada. Porque en medio de ella había el Señor plantado su tienda: “Ved aquí el Tabernáculo de Dios entre los hombres”. No ya en la penumbra de una iglesia y al abrigo de las profanaciones, sino a toda luz, bajo nuestro cielo, audazmente, al alcance de todos, para el ataque o para la adoración. Y el pueblo se decidía por la adoración. Al Tabernáculo preparado, las palabras consagratorias traerían al mismo Dios: “Y ellos serían su pueblo, y el mismo Dios, habitando en medio de ellos, sería su Dios”. Y se oyó en seguida de la Consagración, el Adoro te devote, coreado por la multitud.

Estábamos ya en la primera esplanada de ese cielo que iríamos ascendiendo día por día, hora por hora, hasta la final apoteosis del Congreso. Dios había hecho visible esa nueva luz espiritual y nadie puede no haberla visto. Abrió los ojos de muchos que estaban ciegos y se impuso a otros muchos que no querían verla, a semejanza de lo que, según se predijo, sucederá al final de los tiempos, cuando Jesús aparezca “como un rayo” que ha de verse “desde Oriente hasta Occidente”. Y ojalá que la segunda venida del Salvador nos halle en las disposiciones en que el Congreso nos halló. (Ni aún los tristes que con anticipación huyeron de la ciudad y hasta de la radio podrían del todo escapar a estas maravillas, pues al volver a Buenos Aires, ésta no era ya la que dejaron).

 
Los ausentes

Sin embargo… 400.000 personas no eran “todo Buenos Aires”. Aunque esta Apertura fuera ya magnífica, quedaban todavía gentes en sus casas. ¡No había actuado aún, con toda su eficacia, aquella omnipresencia de la voz de Palermo! Mas desde esta mañana del 10, ella comenzaba a desparramarse… no sólo para la muchedumbre que tomaba parte en las ceremonias, no sólo tampoco para los otros Continentes, o para que, en el interior del país, y aquí mismo la oyesen los “Congresistas de deseo” imposibilitados de trasladarse hasta Palermo. La voz hablaba también para los que, aunque a una distancia material muy corta, hallábanse quizá, infinitamente alejados de aquellos acontecimientos. Para la gente fría o indecisa, o tardía en comprender, o con prejuicios contrarios, para los que se habían quedado en sus casas, o que andaban vagando por las calles que debieron parecerles un desierto. La voz de Monseñor Napal, admirable locutor –la voz de Dios– acortó todas las distancias físicas o morales; ella fue tendiendo sus redes por las calles, por las plazas adentro de los hogares, adonde a veces el fervor, y otras la curiosidad, le dieron paso. Y fue su atracción tan poderosa, estaba de tal modo impregnada de las emociones de Palermo, eran tan elocuentes los datos que daba aquella voz, que el acudir de las gentes fue creciendo incesantemente, hasta llegar, en el último día a los dos millones de corazones conquistados, a los dos millones de almas postradas ante el Señor que había puesto su Tabernáculo en medio de este pueblo para hacerlo suyo. Hay que consignar el hecho desde este comienzo; pues el acrecentamiento posterior del público es la prueba más elocuente de la magnificencia de esta Apertura y de su acción eficaz.

 
Visión de universalidad

Día del Papa. Afirmación, pues, de la unidad, universalidad y autoridad de la Iglesia. El canto con que se recibió al Legado: Tu es Petrus fue ya la aceptación gozosa de la primacía de Roma por la magna asamblea compuesta de gentes venidas de todas partes del mundo. Ahora, prosigue la Misa, Han pasado el Kyrie, la Epístola, el Evangelio. Ha llegado el Credo, que fue coreado por la multitud… “Et in Unam, Sanctam, Catholicam et Apostolicam Ecclesiam”. No necesita el pueblo creerlo sólo por fe. Lo está viendo, lo está viviendo.

La universalidad, la unidad de la Iglesia nunca fueron tan sólo una creencia teórica sino también un hecho, y un hecho milagroso. Y he aquí que este hecho milagroso se nos convertía en espectáculo, en escenas grandiosas y vivientes. Esa universalidad y esa unidad se nos entraban por los ojos, en el aspecto de esta reunión de católicos de todos los países: los Prelados de Occidente y los de Oriente con sus barbas y decoraciones exóticas, los Religiosos de todos los hábitos, las Congregaciones, el Sacerdocio secular, el pueblo. (Era “el manto inconsútil y multicolor de la Iglesia” de que habló ya, hacia el año 1130, Pedro el Venerable). Y por los oídos, entrábasenos aquella universalidad en las palabras que, en todos los idiomas decían una misma cosa, y que para mejor entenderse empleaban al fin una sola lengua: el latín. Sabíamos que la profesión de fe del más humilde de los asistentes coincidía con la del propio Secretario de Estado de Su Santidad Pío XI, felizmente reinante en la Ciudad del Vaticano.

Presenciábamos, pues, la realización de esta promesa de Nuestro Señor: “Las puertas del Infierno no prevalecerán”. Después de casi dos mil años de persecuciones: por la sangre, por las ideas y por las costumbres –tres Puertas del Infierno que nada habían podido contra ella– deslumbrábanos ahora, en Palermo, la Iglesia, con su vida y esplendor.

Mientras los políticos del mundo, a pesar de todos los tratados, no lograban entenderse ni imponer la paz a los pueblos los católicos estábamos viendo cómo cuanto dijeran o sintieran los representantes de la Iglesia, en cualquier latitud y tiempo en que se hallaren reunidos, (ya vinieren del Japón o de Grecia, del Brasil o de Inglaterra), sería perfecta su concordancia doctrinal. Nunca fue esto –repitámoslo– una teoría sino un hecho; pero esta vez el hecho se sintetizaba, maravillosamente visible, en esta Apertura de nuestro Congreso Eucarístico Internacional. Y proyectábase su verdad hacia el futuro. Pues, si la asamblea de hoy hallábase al mismo tiempo de acuerdo con las de los primeros tiempos –¿por qué no había de cumplirse la profecía hasta el fin?– sabíamos que lo estaría igualmente con todas las asambleas católicas a efectuarse hasta el fin del mundo. “Cujus regnum non erit finis…”

Estas impresiones se concretaron en el espíritu de los asistentes al oírse la lectura en latín de la Bula Pontificia.

 
La Bula pontificia y los discursos

Terminada la Misa, diose comienzo a la segunda parte de la ceremonia, en la cual se declararía ampliamente el significado del Congreso Eucarístico. Con el canto del Veni Creator invocóse al Espíritu Santo para que inspirara a los oradores y enardeciera el corazón de los fieles. Y se anunció la lectura del Mensaje de Su Santidad.

Sobre la multitud, lentas y solemnes como toques de campana, comenzaron entonces a caer las palabras en latín de la Bula Pontificia, claramente articuladas por el Prelado alemán, Monseñor Ludovico Kaas. Impresión absolutamente nueva en Buenos Aires: “Argentinan Rempublicam in triumpho divina Eucharistiæ nulli profecto nationi velle esse secundan periucunde intelleximus”… Este Mensaje iba como imprimiéndose en el aire, pues se le sentía ya histórico. Parecía sernos transmitido por los altoparlantes, no desde el templete de cristales, sino desde más allá de las distancias, desde más allá de los tiempos, sin dejar de ser simultáneamente la expresión vigorosa del lugar y momento. Era de una irradiante actualidad, a la que se sumaban las actualidades del pasado, dándonos así el sabor de lo inmutable, de lo eterno.

Aunque no entendiéramos las palabras, en el broncíneo acento de la lengua madre, entendíamos cosas admirables y profundas: la fuerza de la Iglesia y de su Doctrina que no podría desfigurar la diversidad de los idiomas. Lengua ésta de la Iglesia que, por no servir ya para las cosas vulgares, era la del espíritu, la de más noble sonoridad sobre la tierra.

Léese luego la misma Bula en español. Y las frases que ya comprendemos nos enlazan con el Santo Padre, a quien sentimos lleno de amor por este pueblo, el cual cordialmente le responde. Revivíamos en Buenos Aires las épocas en que los primeros cristianos se agrupaban para recibir, con la emoción que puede presumirse, las Epístolas de San Pedro y de San Pablo. (Y teníamos algo más. Pues la impresión se ahondaba al saber unidos a nosotros, escuchando las palabras de Palermo, a los católicos de Norte América, de Gran Bretaña, de España, de Bélgica, lo mismo que de algunas naciones de nuestro vasto Continente: Brasil, Chile, Colombia, Perú). Los vítores y aplausos que se oyen al terminar la lectura no dejan duda sobre la adhesión argentina a la Roma espiritual.

* * *

El señor Arzobispo de Buenos Aires va a pronunciar ahora su discurso inaugural. Y he aquí que conmueve a la concurrencia al comenzar con las palabras de “el Bendito”, la oración primera que desde larga tradición, enseñan en este país los padres a sus hijos. Luego agradece Monseñor Copello el honor que Su Santidad nos hizo al enviarnos a su Secretario de Estado, y da la Bienvenida al mismo Cardenal Pacelli y a todos los Prelados extranjeros que nos honran con su presencia. Su discurso, en el que calurosamente habla de la Eucaristía, es bello hasta el fin. Señala el Pastor el panorama espiritual del momento, en medio del cual es nuestra ciudad la Custodia en donde Su Divina Majestad se expone a la adoración universal. “¿Qué menos podríamos hacer, dice, que levantar este trono, que convertir nuestra ciudad y nuestro país en una inmensa Custodia, que congregar nuestras más altas autoridades y nuestro pueblo, que invitaros a vosotros, de todas las razas y naciones del orbe?”… “para que todos, fraternalmente unidos, postrados ante la Hostia Santa, repitamos: Ave verum corpus…” Y con el Bendito, como había empezado, terminó el Señor Arzobispo.

Habló luego en español el Obispo belga de Namur Presidente de los Congresos Eucarísticos Internacionales. Alabó los  preparativos que, desde dos años atrás, hiciéronse en este país: “Nos ha sido dado seguir –dijo– con admiración y edificación, el amor y diligencia con que ha sido preparado este Congreso, desde todos los puntos de vista; pero sobre todo, desde el punto de vista espiritual.” Y habló luego de Cristo Rey, trazando un magnífico cuadro de su reinado, tal cual debería ser sobre la tierra.

* * *

Y ha llegado el momento de mayor expectativa: Va a hablar el Legado Pontificio. Su palabra va a ser oída en Palermo, y transmitida a toda la ciudad, a todo el país, y allende los mares. Aclamaciones, y luego un gran silencio… Esta expectativa no es sólo debida a la importancia de su investidura, sino al interés que despierta la propia personalidad del Cardenal Legado, y su fama de orador fogoso y comunicativo, como lo es ya el aspecto imponente de su persona, como lo son su gesto y su mirada.

El público admira desde el comienzo la sonoridad de su voz y el extraordinario dominio del idioma español. Es la voz de Roma. Pero es también ahora toda la emoción y la poesía que esta asamblea puede significar. Es, además, la armonía del verbo. Su discurso está lleno, no únicamente de fuego y de verdad, sino también de belleza literaria. La palabra del Cardenal Pacelli llega a lo íntimo de las almas. Y le ayudan las reminiscencias de las armonías místicas de San Juan de la Cruz… ¡Cómo suenan en Palermo aquellos versos… “y ese no sé qué que quedan balbuciendo…”!

A los que le ven de cerca, les impresiona también la elocuencia de las manos “unas veces suaves para dibujar vuelos serenos en el aire, otras veces rígidas y enérgicas como imponiendo una afirmación o arrancando una imagen poética del Cielo” como comenta uno de nuestros diarios.

Cuando el orador dijo que este Congreso era “una primavera terrenal hecha símbolo de otra primavera espiritual”, todos sentimos que no se trataba de una mera imagen literaria, pues ya todas las almas habían comenzado a florecer. Y no fue tampoco una figura de retórica el decir que se sentían “aleteos de almas”; pues jamás estuvo en una multitud el alma más visible y más alada.

Imposible terminar mejor esta crónica –pobrísimo reflejo de una realidad deslumbradora e indescriptible– que con las palabras del mismo Cardenal Pacelli. A quien no haya presenciado estas fiestas, le parecerá quizá contradictorio hablar de “música callada” y de “soledad sonora”, en una reunión de gente tan inmensa y tan desbordante de aclamaciones y de cánticos. Y sin embargo sentimos allí todos que estas expresiones del místico español definen con exactitud los sentimientos, los cuales parecen tomar una forma visible en ciertos silencios de la multitud.

Dijo el orador eximio:

“Cómo se escapa del alma la música callada de la gratitud, del asombro y de la gloria divina, en la soledad sonora de la naturaleza adormecida, al contemplar los levantes de la aurora de este Congreso, es también admiración de lo que vemos, hacimiento de gracias al Señor y a vosotros, y esperanza cierta de que Dios querrá coronar las misericordias de hoy con nuevas y siempre crecientes misericordias”… Esta esperanza cierta de “crecientes misericordias” comenzó a ser realidad desde ese momento mismo, en las subsiguientes ceremonias del Congreso, cada vez más fecundas de gracias derramadas y recibidas…