Filosofía en español 
Filosofía en español

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Nuestra raza es española
(ni latina ni ibera)

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La Exposición Hispanoamericana de Sevilla
y El Porvenir de la Raza

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Artículos de doña Blanca de los Ríos de Lampérez, de don Adolfo Bonilla y San Martín, del profesor norteamericano don A. M. Espinosa, y de don Juan C. Cebrián.
 
Reproducidos de la revista Raza Española y de otras.

MADRID, 1926

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Juan C. Cebrián, La Exposición Hispanoamericana de Sevilla y El Porvenir de la Raza, 5
Blanca de los Ríos de Lampérez, Hispanismo, 14
A. M. Espinosa, El término «América latina» es erróneo, 18
Adolfo Bonilla y San Martín, América Española, 34
Juan C. Cebrián, El apelativo «Iberoamericano», 45




I
La Exposición Hispanoamericana de Sevilla y El Porvenir de la Raza

Todos reconocen hoy día que el porvenir de España está en América. El HISPANOAMERICANISMO es el factor más potente para el progreso de España y de sus hermanas americanas, para encumbrar la raza española al puesto honroso que le pertenece ante el mundo.

El hispanoamericanismo va desarrollándose en progresión ascendente como lo prueba la explosión de entusiasmo producida en la América española por el glorioso vuelo del Plus Ultra. Porque no ha sido solamente en la Argentina, punto de llegada del histórico vuelo, sino en toda la América hispana, hasta los más remotos límites en el Norte, donde se ha expansionado el espíritu hispano, donde ha vibrado la fibra racial al unísono de Buenos Aires y de Madrid. En Méjico, la bandera española se multiplicó por todos sus ámbitos durante aquellos memorables días; en Méjico, las autoridades rivalizaron con la población para revestir los edificios con los colores gualdo y rojo y los monumentos se iluminaron con los mismos colores de la bandera española, cual si se hubieran resucitado los tiempos gloriosos del Virreinato de la Nueva España. Esto hizo exclamar al testigo visual, el ex Ministro de la República Dominicana, Sr. Deschamps: «Las fronteras entre España y sus hermanas americanas se están borrando o han desaparecido ya.»

Pues bien, el hispanoamericanismo, por nadie tan bien sentido como por S. M. el Rey Don Alfonso XIII, que por muchos años lo ha alentado con su prestigiosa protección, tendrá su consagración internacional en la futura Exposición Hispanoamericana de Sevilla. Por esta razón, con atinado criterio fue bautizada desde su inicio con su verdadero nombre HISPANOAMERICANA. Pero por causas inexplicables, en un momento de descuido y obcecación el año pasado se cambió el nombre, adoptando el de «iberoamericana»; se borró el apellido secular, épico, glorioso, HISPANO; se cometió inconscientemente el crimen de lesa patria. Afortunadamente es error que puede rectificarse, anularse por completo. España está clamando que la libren de tal ignominia, que le devuelvan su propio nombre: es indispensable reponer el nombre HISPANO a la futura gran Exposición de Sevilla.

Se ha dicho que el cambio obedeció a la entrada de Portugal y del Brasil en la Exposición{1}. Eso se explica solamente por una confusión de ideas; porque la palabra «ibero» para la masa general del público internacional no lleva consigo la idea de Portugal ni la de España. Es palabra que por su remotísimo origen carece de significación en este siglo XX, en que hasta la culta Francia ha coartado los estudios greco-latinos en su plan de enseñanza pública y en ciertos momentos los ha suprimido oficialmente. Fuera de los llamados intelectuales peninsulares y de un puñado de arqueólogos internacionales, nadie sabe el significado de «ibero»; y hay que notar que la Exposición de Sevilla no se hace para uso de ese reducido número de intelectuales y arqueólogos, sino para uso del mundo entero.

Por otra parte, recordemos que los primitivos iberos apenas hollaron el suelo lusitano. Dos son las teorías históricas acerca de ellos: una es que partiendo de su hogar primitivo la Iberia en el Cáucaso –la moderna Georgia al Norte de Armenia–, se extendieron al Oeste por el Sur de Europa hasta Francia, y de allí penetraron en nuestra Península estableciéndose en el NE., dando nombre al río Ebro, al mar Ibérico en la costa y a los montes ibéricos en Aragón, todo muy distante de Portugal. La otra es que los iberos provenían de África, y penetrando en la Península por el SE., subieron hacia el NE., llegando hasta el Ródano, en Francia, y se extendieron hasta la Iberia del Cáucaso. El nombre ibero aparece en la historia griega en el siglo VI a. J. C. como pueblo que ocupaba solamente el Oriente de la Península, mientras que el Sur y el Occidente (Andalucía y Portugal) estaban ocupados por tartesios, celtas, lusitanos. Más tarde, en el siglo III, los griegos llamaron Iberia a toda la Península, pero muy pronto fue sustituido este nombre para siempre por los romanos con el nombre de HISPANIA.

De todos modos, la palabra «íbero» es más aplicable a España que a Portugal, aunque la realidad es tan remota que casi se confunde con las nebulosidades de la Prehistoria.

Nótese, por lo tanto, que la supresión de esa palabra no indica animadversión a Portugal; debe suprimirse por ser inapropiada e inexpresiva; debe suprimirse porque es un contrasentido que la entidad creada con objeto de consolidar y consagrar el HISPANOAMERICANISMO no lleve en su nombre el calificativo primordial que le dio el ser. Si Portugal y el Brasil creen que hoy día los vocablos «hispano» e «hispánico» no incluyen lo portugués (en contra de autorizadísimas opiniones portuguesas){2}, añádase otra palabra más definida que «ibero» y que recuerde a Lusitania; adóptese, por ejemplo, el nombre Exposición Hispano-Luso-Americana de Sevilla, en el cual España y Portugal aparecen unidos.{3}


Después de haber expuesto objetivamente la cuestión del nombre de la Exposición de Sevilla, conviene considerar ampliamente el nombre iberoamericano en su relación con España.

Recordemos para empezar que España ha sufrido por tres siglos el suplicio de la Leyenda Negra. Desde el siglo XVI varias naciones se propusieron difamar a España, y mediante eficacísima propaganda –entonces no estaba de moda esa palabra– lo consiguieron; porque  España no se defendió. Que esto no es exageración está probado por el hecho de que aun cuando la fatal Leyenda no se ha destruido en su totalidad, lo más importante de ella ha sido reconocido últimamente como erróneo o calumnioso por los historiadores modernos, extranjeros y nacionales, y en algunos casos anticipándose los extranjeros a los mismos españoles.

De un modo análogo, desde el último tercio del pasado siglo, y como derivación de la Leyenda Negra cuando ésta empezaba a deshacerse, se inició otra propaganda adversa para desespañolizar a las repúblicas americanas hispano parlantes; proponiéndose primero achicar el nombre español, para luego borrarlo por completo en el Continente americano. Después de haber preparado el terreno, empezaron por dar el nombre de «América latina» a lo que por espacio de más de tres siglos se había llamado con toda propiedad AMÉRICA ESPAÑOLA; la eficacísima propaganda extendió ese apodo de un modo prodigioso, hasta que los interesados se percataron, aunque algo tarde; las autorizadas voces de Mariano de Cavia, de Menéndez Pidal, de José Enrique Rodó y otros demostraron lo erróneo de ese apelativo, y entonces los citados propagandistas, sin abandonar su preferido «latinismo americano»{4}, empezaron a enarbolar el calificativo «iberoamericano», que satisface sus propósitos, precisamente por la poca significación que la palabra «ibero» tiene fuera de nuestra península: para su objeto «latinoamericano» e «iberoamericano» son casi lo mismo, puesto que ambos suprimen el nombre HISPANO, ambos borran el nombre de España.

Claro es que dichos propagandistas no han inventado esos calificativos: han tomado en el ambiente idóneo para el caso aquello que más cuadraba con su intento. En España, durante el siglo pasado, entre otras ideas más o menos poéticas y utópicas, existió la de cierta unión política entre España y Portugal, y viviendo en pleno romanticismo, al buscar un nombre atractivo, poético (poco práctico), se escogió el vocablo «ibérico». Varias sociedades políticas y comerciales adoptaron entonces con calor ese calificativo. Más tarde, en 1885, se fundó en Madrid la Unión Ibero-Americana, con un programa inmejorable para la comunión espiritual y material entre la península y sus hermanas americanas. Pero, dicho sea con todo el respeto y admiración que sus ilustres fundadores merecen, el nombre de la asociación, en aquel entonces inocente, no resulta ahora acertado: no podía preverse entonces el uso nefasto y antagónico que los citados propagandistas harían más tarde con ese vocablo.

Dos incidentes que ayudan a comprender la situación actual han surgido recientemente en la vida de Madrid. El primero en la recepción del Sr. López Otero en la Real Academia de San Fernando el 9 de mayo, cuando el ilustre Director de la Academia de España en Roma, D. Miguel Blay, en su contestación al discurso del recipiendario, anunció que en el siglo pasado las tres cuartas partes de los objetos de bellas artes suministrados a las Américas Españolas procedían de España, y  la otra cuarta parte de varias naciones; pero el año pasado menos de la cuarta parte de dichos objetos ha sido contribuida por España, y las otras tres cuartas partes han llegado de Francia, Italia y otras naciones. Eso no es debido a la depreciación de la calidad artística de España; al contrario, el Arte español ha mejorado desde entonces como se ha reconocido en el extranjero en sus Exposiciones internacionales y en publicaciones de arte de todas las naciones. La causa de esa pérdida para España es la eficacia de los citados propagandistas contra España, ayudados desgraciadamente por el descuido de los españoles en reaccionar contra dicha propaganda, o bien por no haberla conocido, o porque no están acostumbrados al anuncio de sí mismos.

El otro incidente se encuentra en el diario ABC en un artículo de Gómez Carrillo, quien por residir en el extranjero percibe y observa mucho de lo que no se percatan los residentes en España. Dice el articulista que ahora no se encuentran vinos de Jerez en los mejores hoteles de París, y al pedirlos se oye la contestación que no los tienen porque el público no los pide, no los conoce; siendo así que años atrás eran reconocidos universalmente como de los mejores vinos generosos. Y no es que la calidad del vino de Jerez haya empeorado, no; esto es otro caso de propaganda extranjera, de falta de combatirla y de carencia del anuncio español.

Ahí está palpablemente demostrada la necesidad de contrarrestar toda clase de propagandas adversas a España por medio del anuncio. La vida moderna es esencialmente comercial: todos los productos de la actividad humana, así materiales como espirituales, son artículos de comercio; un descubrimiento o libro de Cajal, lo  mismo que una estatua de Benlliure, o un bordado de la más modesta y anónima mallorquina, o una lata de Trevijano, o un autogiro de La Cierva son artículos de comercio que debemos anunciar, y, para ello, hay que anunciar a ESPAÑA. Deber por lo tanto es para todos los hijos de España el oponerse a cuanto tienda a borrar el nombre de España de los fastos internacionales de nuestros días, porque de ese modo se borra el anunció español. Puesto que el vocablo «iberoamericano» sirve para borrarlo, es indispensable que todos los españoles traten de suprimir dicho vocablo del uso corriente, así hablado como escrito.

De ahora en adelante el nombre de la Exposición de Sevilla será citado e impreso millones y millones de veces en todas las naciones civilizadas: si el nombre lleva el vocablo «hispano», millones y millones de veces al leerlo y pronunciarlo se pensará en España; pero si ese nombre lleva en su lugar el vocablo «ibero», España perderá millones y millones de anuncios.

Ahí se ve cómo en el primitivo (y muy legítimo) nombre Exposición Hispanoamericana de Sevilla hay encerrada no sólo una cuestión de etimología y de JUSTICIA HISTORICA (como dijo muy bien Mariano de Cavia), sino también de anuncio legítimo, de legítima ganancia comercial en beneficio de España y los españoles{5}.

No hay que olvidar que América fue descubierta y poblada por españoles y portugueses (que se consideraban a sí mismos españoles y escribían en ambos idiomas); es decir, que ha sido poblada por HISPANOS, no por latinos, y mucho menos por incivilizados iberos, incapaces de semejantes empresas. No hay que olvidar que España es la nación que adoptó para su escudo el PLUS ULTRA, el Siempre adelante, el Más allá, el Más arriba. España, con su vitalidad moderna, llena de nobles anhelos y elevadas aspiraciones, quiere volar como Franco y Gallarza, quiere erguirse como Colón, como Cajal, aspira a inventar como Fray Ponce de León y como Torres Quevedo; España quiere vivir en el presente y para el porvenir, no en el pasado; y desecha la idea de asociarse a aquellos remotísimos, incivilizados iberos, incapaces de comprender las complicaciones de la vida moderna.

Abajo, pues, con el «Iberoamericanismo», y ¡Viva España y el HISPANOAMERICANISMO!

Juan C. Cebrián.

Madrid, mayo de 1926.


En apoyo de la tesis precedente se insertan a continuación cuatro artículos favorables a ella, extractados de la Revista Raza Española y de otras.




II
Hispanismo

Entre todos los pueblos de la tierra sólo España tiene derecho a compartir con su descendencia magnífica un sentimiento único en la Historia, como única fue la obra de España: el nacionalismo de raza, el patriotismo étnico que alienta como un alma colectiva en los cien millones de hermanos que hablan nuestra lengua, porque sólo España realizó el milagro, sin par en los fastos del mundo, de crear una raza. Los demás pueblos vivieron encerrados en sus fronteras, invadieron con ímpetus de conquista a otras naciones, como la Francia de Napoleón, fundaron colonias para explotarlas, o se establecieron en algún país remoto después de extirpar concienzudamente a los aborígenes.

Descubrir a costa de la más sublime proeza un Continente; prolongar la patria nativa por todo aquel orbe nuevo; crear en él, no colonias explotables, sino provincias de esa patria; mezclar la sangre propia con la indígena; transmitir a los naturales del mundo descubierto la religión, la lengua, las leyes, el arte, la cultura, toda la vida, toda el alma nacional; desposarse, en suma, con los pueblos trasatlánticos, darles a comer de nuestra carne y a beber de nuestra sangre en sublime comunión humana, sin sombra de odios étnicos, sin la desalmada codicia exterminadora de que tan espantosos ejemplos dan los pueblos que pretenden superarnos en cultura y humanitarismo; realizar la empresa incomparable de crear en la fraternidad de Cristo una nueva familia humana, esto sólo España lo ha hecho. Y fruto natural de tal obra es esa confraternidad de nuestra gran familia de pueblos, ese magno amor que ha de ser cohesión, fuerza, solidaridad, unidad grandiosa y porvenir insuperable de la raza. Ese amor tiene un nombre y necesita tenerlo y cifrarse en él como en la concreción broncínea de un símbolo, porque los grandes amores sin nombre son como fuerzas difusas propensas a la dispersión; ese amor de raza que es el reflorecer y el fructificar de nuestra soberana obra en América, se llama HISPANISMO. Y no puede llamarse de otro modo porque adoptar otro nombre será renegar de nuestra estirpe, abdicar a la gloria de ser hijos de la gran Madre educadora y cristianizadora de América, y fraccionar en agrupaciones atomísticas lo que junto en un nombre, en un habla y en un espíritu es y debe ser la familia humana más gloriosa de la Historia.

Sí, la América nuestra de la que España y Portugal, los dos pueblos de la península Hispania, hicimos otra Hispania trasatlántica, no quiere renegar de sí misma y de nosotros, de la fe católica y de las dos lenguas hispánicas, ramas de un mismo tronco, que significan y ponen sello augusto a aquellas naciones, «sangre de Hispania fecunda» –como dijo Rubén Darío–, sustente por dignidad y gloria de nuestra gran familia el nombre de  AMÉRICA ESPAÑOLA o de AMÉRICA HISPANA, que procede de la península originaria y en nada amengua la absoluta autonomía y excelsa significación histórica de Portugal y del Brasil.

Dentro del nombre de la Península descubridora, HISPANIA, cabrían las dos Patrias Madres y su doble descendencia, sin menoscabo de la autonomía ni de la excelsa significación histórica de ninguna de las dos naciones peninsulares; y realizada quedaría así, mediante la fuerza anímica de la palabra, con la sintética brevedad sonora de un nombre gloriosísimo, la ansiada unión espiritual de la raza: no pretendemos medir por la extensión ni el número de los descubrimientos, ni por la magnitud de la civilización creada, la mayor o menor suma de inmortalidad que alcanzaría a cada una de las naciones progenitoras: a partes iguales queremos compartir con Portugal y su descendencia, y con los pueblos por nosotros engendrados, y a quienes como hijos toca legítimamente la herencia, todas nuestras glorias históricas. Agrupémonos, fusionémonos como si nos animara un alma sola, juntémonos en la indivisible unidad de un nombre, que siendo común a las dos naciones que completaron la tierra y engendraron una nueva familia humana y a los pueblos jóvenes que constituyen esta magna familia y contienen el porvenir del mundo, cifraría con las magníficas promesas del mañana las excelsitudes del más grandioso pasado. Y si todos los pueblos hispanos estamos deseosos de unirnos dentro de un apelativo común, porque late en nuestras almas el sentimiento colectivo que busca e impone ese nombre unificador, ¿por qué unirnos dentro de un nombre inexacto y caducado, y no dentro del propio y verdadero?

¿Puede afirmarse sin grave ofensa de la Historia que fueron los iberos o los latinos los que descubrieron a América y le dieron su lengua, su sangre y su espíritu?

¿Será lícito anular o sustituir el nombre de España, creadora de América, justamente cuando ha llegado para nuestra Patria la hora de justicia, la hora de España?

Como un solo hombre debemos rechazar cuantos nacimos o descendemos de la Península Hispania el manso despojo que perpetran, mediante las falsas denominaciones de latinos o de iberos, los que insidiosamente pretenden anular con el nombre el espíritu de España, que arde en la lengua y en la fe que son nexo inmortal de nuestra raza.

Y como la más victoriosa refutación de ambos falsos apelativos, léanse los tres artículos que siguen:

El término América latina es erróneo, por A. M. Espinosa. (Revista Hispania, septiembre 1918.)

América española, por el insigne D. Adolfo Bonilla y San Martín (Raza Española, noviembre 1919).

El apelativo «Iberoamericano», por D. Juan C. Cebrián, publicado por la Comisaría Regia del Turismo, octubre 1919.

Estos artículos, apoyados en razones y en autoridades irrebatibles, concluyentemente rechazan la denominación falsa y tendenciosa de latina y el impropio arcaísmo de ibera y vinculan con el nombre de América española los imprescindibles derechos y la gloria inmarchitable de la Madre Patria.

Blanca de los Ríos de Lampérez.

Madrid, diciembre de 1925.





III
El término «América latina» es erróneo

Durante los diez años últimos algunos escritores de Francia, los Estados Unidos y la América española, y, aunque raramente, también de otros países, han comenzado a usar los nombres América latina, latinoamericano, en vez de los antiguos y más propios Hispano-América, hispanoamericano. Un tercer nombre, Ibero-América, iberoamericano, se usa también por recientes escritores. ¿Cuáles son los más propios? ¿Cuáles debemos usar? En el siguiente artículo me permito discutir el asunto brevemente.

En los últimos cuatro siglos, es decir, desde el descubrimiento del Nuevo Mundo hasta fines del siglo XIX, ningún escritor, historiador o filólogo de importancia usó los nombres América latina, latinoamericano. Los franceses han usado por cuatro siglos el nombre Amerique espagnole, los ingleses y norteamericanos el nombre Spanish America, los italianos el nombre America spagnuola, &c. Nosotros hemos dicho siempre, y todavía decimos, The Spanish Peninsula. El nombre América latina, por consiguiente, es un nombre nuevo, un intruso, y debe probar su derecho a existir. La facilidad con que lo han adoptado algunos distinguidos escritores de nuestros días es sorprendente. El nuevo nombre es no solo vago, insignificante e injusto, sino, lo que es peor, anticientífico. Algunos han argüido que el nombre América latina se introducía por razón del Brasil. Es una falacia; porque el Brasil es portugués por origen, por cultura y por lenguaje, y proviene de Portugal, una parte integrante de la península española, Hispania, España; por consiguiente, la América española incluye el Brasil lo mismo que la Argentina y los demás países sudamericanos. Todos los chicos de la escuela saben que la América del Sur fue descubierta, colonizada y desarrollada por España, incluyendo Portugal, del mismo modo que la región conocida ahora por los Estados Unidos fue, en su mayor parte, descubierta, colonizada y civilizada por Inglaterra o gentes procedentes de Inglaterra, incluyendo Escocia y Gales. Los nombres que se han usado en los últimos cuatro siglos, América española, hispanoamericano, son, por lo tanto, correctos. ¿Qué necesidad hay de adoptar nombre nuevos e incorrectos?

En una nota al excelente artículo de Menéndez Pidal sobre este asunto (Inter-America, Abril, 1918, página 193), el editor dice: «– el autor (Menéndez Pidal) trata de mostrar que (el nuevo nombre) es no sólo impropio sino inadmisible; y ofrece ciertos sustitutos que considera irreprochables.» El editor de Inter-America se equivoca al considerar los nombres América española, hispanoamericano, que han usado todos los hombres ilustrados durante cuatro siglos, como meros sustitutos. Aun ahora, cuando los valedores del nuevo nombre usan las palabras América latina, latino-americano, en muchas estimables publicaciones los nombres más antiguos y propios se usan con mayor frecuencia. Menéndez Pidal, por consiguiente, no ofrecía sustitutos; defendía los nombres acreditados, tradicionales y científicamente correctos. El nombre América latina es, en realidad, el sustituto que recientemente se ha introducido.

Según mis noticias, el primero en protestar contra los nuevos e impropios nombres fue el distinguido hispanista de San Francisco Sr. J. C. Cebrián. En una carta impresa en Las Novedades (Nueva York, 2 de Marzo de 1916), el Sr. Cebrián se expresó tan clara y categóricamente sobre el asunto, y mostró de tan concluyente manera el absurdo del uso de los nuevos nombres América latina y latinoamericano, que no podemos dejar de reproducirla, aun en fecha tan tardía, casi en su totalidad:

«Al recorrer las paginas de Las Novedades noto con placer el espíritu de españolismo que las anima; y esto me inspira confianza para someter a la consideración de ustedes una cuestión vitalísima para nuestra España, y es el nuevo nombre, o apodo, que algunos están usando ahora con nuestros pueblos hermanos, con las repúblicas hispano-americanas, que ahora quieren bautizar “la América Latina.” ¿Y con qué razón? Con ninguna: porque América Latina significa un producto o derivado latino; y latino hoy día significa lo francés, italiano, español y portugués. Ahora bien, esos países son hijos legítimos de España, sin intervención de Francia ni de Italia: España, sola, derramó su sangre, perdió sus hijos e hijas, gastó sus caudales e inteligencia, empleó sus métodos propios (y a menudo vituperados, sin razón sea dicho), para conquistar, civilizar, y crear esos paises: Espana, sola, los amamantó, los crió, los guió maternalmente, sin ayuda de Francia ni de Italia (más bien censurada por estas dos latinas), y los protegió contra otras naciones envidiosas: España, sola, los dotó con su idioma, sus leyes, usos y costumbres, vicios y virtudes: España transplantó a esos países su civilización propia, completa, sin ayuda alguna. Una vez criados, y habiendo llegado a su mayoría, esos países hispanos siguieron el ejemplo de los Estados Unidos, y se separaron de su Madre España, pero conservando naturalmente su idioma, sus leyes, usos y costumbres, como antes; imitando en esto también a los Estados Unidos que conservaron su idioma patrio inglés, su ‘Common Law,’ sus leyes, usos y costumbres ingleses, a pesar de la diversidad y gran número de inmigrantes que han estado admitiendo. Así vemos que después de haber sido colonias españolas, todo el mundo ha continuado llamando aquellos países por su propio apellido, que es: español; y hasta hace cinco años han sido conocidos como países HISPANOAMERICANOS, REPÚBLICAS HISPANOAMERICANAS, América española o hispana; “Spanish America” han dicho siempre los yanquis; y cuando un hispano-americano de cualquier zona anda por los Estados Unidos todo el mundo, doctos e indoctos, grandes o chicos, los han llamado y llaman Spanish; jamas se les ocurre decir: he or she is Latin. Véanse los escritos e impresos de los Estados Unidos anteriores a 1910, y siempre se hallarán los apelativos Spanish, Spanish American, Spanish America, the Spanish Republics: y lo mismo en Francia, antes de 1910, en todos los periódicos y libros han impreso les pays hispano-américains, les hispano-américains, l’Amérique espagnole.

»Además de las 18 repúblicas españolas, tenemos el Brasil, creado por Portugal, en donde se habla portugués, y se rige por leyes, usos y costumbres portugueses. Pero hay que notar que ese país es también hispano, porque HISPANIA, como Iberia, comprendía, Portugal y España, y nada más. De suerte que el apelativo HISPANOAMERICANO comprende todo lo que proviene de Portugal y de España. Y ahí va un ejemplo: los yanquis que tienen fama de inteligentes, logicos, justicieros, fundaron en Nueva York una Sociedad para el estudio de la Historia Americana relacionada con España y Portugal, y escogieron por nombre The Hispanic Society of America: no eligieron el título Latin Society of America, porque hubiera sido un equívoco, una falsedad, un error craso, como lo es querer aplicar el apelativo latino a nuestras naciones hispanicas, hispanas o españolas (que no descienden ni de Francia ni de Italia). El poderío de Francia en América nunca tuvo lugar en los países hispanos; se ejerció solamente en terrenos que hoy pertenecen a los Estados Unidos o al Canadá: que trate de introducir el apelativo latino en esas regiones.

»Examinemos francamente la cuestión: hasta hace poco los países hispano-americanos eran el hazme reír de Europa: el teatro francés del siglo XIX está lleno de chascarrillos desagradables contra les hispano-américains: entonces encontraban natural llamarlos por su apellido verdadero: español. Pero últimamente se ha notado que esos países han crecido, se han enriquecido, han cobrado fuerzas, y prometen ser factores importantes en la historia futura; y en estas circunstancias ya les duele llamarlos españoles; y para evitar o borrar ese nombre apelan al adjetivo latino. Cada vez que se dice o se imprime América Española, o hispanoamericano, o Spanish American, o Spanish America, &c., &c., se anuncia el nombre de España; y nótese que es un anuncio legítimo, justo, verdadero. Cada vez que se dice o se imprime América Latina, Latin America, &c., se deja de anunciar el nombre de España, y en cambio se anuncia el nombre Latino, que equivale a Francia, Italia, &c.; de modo que se anuncian dos nombres –Francia e Italia– ilegítima, errónea e injustamente, puesto que ni Francia, ni Italia han producido aquellas naciones; y al mismo tiempo se mata el anuncio legítimo de ESPAÑA.

»España es el país menos comercial de Europa, y siempre ha desconocido el valor y el método del anuncio: las naciones comerciales conocen su valor inmenso, y no lo desaprecian; y también saben cuánto importa opacar o matar el anuncio de sus competidores.

»Otro punto todavía: si quieren llamar latinas a las naciones españolas, latinas debieran llamar a las colonias de Francia y de Italia: Argelia, el Congo francés, Senegal, Madagascar, Tonkín, &c., debieran llamarse colonias latinas: a lo que Francia se opondría con justa razón. Y si llamamos latinas a estas naciones por su abolengo lingüístico, tendremos que llamar teutónicos a los Estados Unidos y al Canada, por su origen lingüístico y por estar poblados por gente de raza teutónica. De suerte que tendremos dos Américas la latina y la teutónica. Pero no; lo justo, lo lógico es la denominación universal hasta ahora: América inglesa y América hispánica (o hispana), y no hay más; porque las manchitas francesas, holandesas y dinamarquesas en el mapa de América son matematicamente despreciables.»


Poco podemos añadir al anterior examen. Latino significa hoy francés, italiano, provenzal, rumano, sardo, español, portugués. Pero, como el Sr. Cebrián clarísimamente señala, la América española es española y portuguesa (española, hispánica), y no francesa, italiana, rumana, sarda. La civilización española es el elemento civilizador de la América española. España conquistó, colonizó, civilizó los países de Sudamérica. Francia, Italia y Rumania no tuvieron parte en esta gran labor. Hoy estos florecientes países hispánicos están desarrollando una civilización que tiene por base lo mejor de la sangre y del cerebro de la antigua España. Los elementos de la tradición india no han dado frutos apreciables. Los españoles trajeron el Cristianismo a Sudamérica, civilizaron a los indios, fundaron ciudades, iglesias, escuelas, desarrollaron la agricultura. Cerca de cincuenta millones de personas hablan hoy español en la América española; unos veinte millones hablan portugués. Estos son pueblos hispánicos, o españoles, puesto que hasta el erudito portugués Almeida Garrett cree que el nombre de español puede muy propiamente usarse para incluir a los portugueses. Como el Sr. Cebrián admirablemente indica, no podemos llamar América teutónica a la América inglesa. Esto sería, sin embargo, un exacto equivalente de América latina. Hay en los Estados Unidos más alemanes, suecos, noruegos y holandeses que franceses, italianos y rumanos en la América española. Más propio sería, por lo tanto, el llamar a los Estados Unidos América teutónica y a los habitantes de este país teutones o teutónicoamericanos, o germanoamericanos, que el llamar a nuestros vecinos meridionales latinoamericanos y a su tierra América latina. Pero ninguno de los dos casos estaría justificado. Los Estados Unidos representan un desarrollo de la civilización anglo-sajona y hablan el idioma inglés, y los países de Sudamérica representan un desarrollo de la civilización española y hablan español y portugués. No hay, por consiguiente, justificación ninguna para el nuevo nombre América latina y sus derivados. Por razones históricas la justicia pide que los nuevos nombres sean relegados. Si España merece la gloria de haber civilizado y desarrollado esas comarcas meridionales, ¿qué diremos de las poderosas naciones que quieren privarla de esta gloria? ¿No sería uno de los crímenes de la Historia llamar en adelante a los países de habla inglesa de Norteamérica, Canadá y los Estados Unidos, América teutónica o germánica? ¿No es, por lo tanto, un crimen histórico llamar a los países de habla española y portuguesa de Sudamérica, América latina? Dad al César lo que es del César.

Inspirado por el excelente artículo del Sr. Cebrián, el distinguido filólogo español D. Ramón Menéndez Pidal, cuyo artículo La lengua española se imprimió en el número de Febrero de Hispania, envió una carta al diario de Madrid El Sol, protestando contra los nuevos e inadmisibles nombres. La carta del Sr. Menéndez Pidal fue publicada en el periódico antes citado en 4 de Enero de este año, y la traducción inglesa apareció en el número de Abril de este año de Inter-America, como ya se ha dicho. La carta del Sr. Menéndez Pidal, que contiene la mayor parte de los argumentos antes citados, convenció a los editores de El Sol. En cuanto a la pretensión de que Portugal y Brasil no pueden incluirse bajo el nombre de español, el Sr. Menéndez Pidal dice: «Si para los naturales y los extranjeros el nombre de ESPAÑA representa, en su amplio sentido, esta antigua unidad cuadripartita (gallegos, portugueses, catalanes, castellanos), que errores de pensamiento y de política no han sabido mantener en la cohesión debida, yo no veo obstáculo para comprender bajo el nombre de América española, al lado de las dieciocho repúblicas nacidas en los territorios colonizados por Castilla, la república que surgió en la tierra de la colonización portuguesa». En cuanto a los argumentos lingüísticos Menéndez Pidal demuestra claramente que latino significa tomado y derivado del Lacio. El francés, el español, el portugués en América no representan al Lacio. Las nuevas naciones americanas no heredaron el latín como Francia, España, Italia, &c.: heredaron las lenguas españolas o hispánicas, esto es, español y portugués. Menéndez Pidal demuestra también que, racialmente, el nombre latino es inadmisible cuando se aplica a los hispano-americanos. Es inadmisible aun aplicado a los españoles. Racialmente los habitantes de España son celtas, iberos, latinos, godos, vascos, &c. El hispano-americano hereda estos elementos raciales y añade el indio, aunque despreciable en algunas comarcas. Es, por consiguiente, un hispanoamericano.

La carta del Sr. Menéndez Pidal fue seguida por otra del académico D. Mariano de Cavia, publicada en El Sol de 5 de Enero, en la que el autor conviene completamente con las opiniones expuestas por el Sr. Menéndez Pidal. Desde esta fecha El Sol desterró de sus columnas el nombre de América latina.

Hay en la América española unos cuantos distinguidos señores, algunos de reputación nacional e internacional, que todavía derrochan noble elocuencia contra los españoles y las cosas hispánicas. Estos corazones sensibles pueden compararse a los antibritánicos yanquis, de los cuales tenemos por fortuna muy pocos actualmente en los Estados Unidos. Todo americano (yanqui) culto y todo británico ilustrado considera la separación de las colonias americanas de Inglaterra como una riña de familia. Esta separación no significa que los americanos sean de raza diferente, tengan otra civilización, hablen otro lenguaje, &c. Nosotros pretendemos haber conservado los mejores frutos de la civilización anglosajona, pero nada más. El elemento antibritánico entre nosotros nunca llegó al punto de querer proscribir la palabra inglés y decir que los americanos somos teutones. En as América española la enemiga tradicional contra España vive todavía; algunos han perdido la cabeza hasta el extremo de sostener que, en efecto, el lenguaje de la América española es diferente del de España. Recalcan las pequeñas diferencias; pero diferencias en el lenguaje existen en todas partes; y diferencias menores no constituyen lenguajes diferentes. El lenguaje de toda la América española, excepto el Brasil, es el español, buen español, castellano. Existen dialectos entre los ignorantes, como también existen en España. La cultura de la América española es fundamentalmente española. El idioma español, las leyes españolas, las escuelas españolas, las universidades españolas, la religión española (catolicismo), las costumbres españolas y las instituciones de todos los órdenes viven hoy en la América española. Hay, es cierto, nuevos y más activos desenvolvimientos, pero todo ello es y será civilización española, y no francesa, italiana, inglesa, azteca, araucana, &c. Por grande que sea el deseo de algunos HISPANOAMERICANOS de ser latinoamericanos, no lo son, salvo en un vaguísimo y general sentido, que está completamente fuera de la discusión. Si nos remontáramos suficiente podíamos hasta combinar todas las Américas y llamarnos Arioamericanos.

En la carta de Mariano de Cavia antes citada hallamos un interesante extracto del famoso libro Ariel, por el distinguido escritor uruguayo José Enrique Rodó. Rodó es un hispano-americano que no está dominado por la pasión del prejuicio y ve la verdad. En el pasaje de Rodó hallamos también que cita al famoso escritor portugués Almeida Garrett, quien cree también que los portugueses (y los brasileños, por tanto) pueden llamarse con toda propiedad españoles. Las palabras de Rodó en Ariel son las siguientes:


«No necesitamos los sudamericanos, cuando se trate de abonar esta unidad de raza, hablar de una América latina; no necesitamos llamarnos latinoamericanos para levantarnos a un nombre general que nos comprenda a todos, porque podemos llamarnos algo que signifique una unidad mucho más íntima y concreta: podemos llamarnos iberoamericanos, nietos de la heroica y civilizadora raza que sólo políticamante se ha fragmentado en dos naciones europeas; y aun podríamos ir más allá y decir que el mismo nombre de HISPANOAMERICANOS conviene también a los nativos del Brasil; y yo lo confirmo con la autoridad del autor y político portugués moderno Almeida Garret (1799-1854); porque siendo el nombre de España, en su sentido original y propio, un nombre geográfico, un nombre de región, y no un nombre político o de nacionalidad, el Portugal de hoy tiene, en rigor, tan cumplido derecho a participar de ese nombre geográfico de España como las partes de la península que constituyen la actual nacionalidad española; por lo cual Almeida Garret, el poeta por excelencia del sentimiento nacional lusitano, afirmaba que los portugueses podían, sin menoscabo de su ser independiente, llamarse también, y con entera propiedad españoles.»{6}

He presentado este problema a los lectores de Hispania a fin de llamar su atención hacia los nuevos, impropios y anticientíficos nombres de América latina y sus derivados. Los artículos y cartas citados dan los argumentos esenciales en favor de la conservación de los nombres tradicionales y correctos. Se ha demostrado también que literatos hispano-americanos y portugueses de la fama y renombre de los internacionales de Rodó y Almeida Garrett se oponen a los nuevos y falsos términos. ¿No debemos, pues, nosotros, miembros de The American Association of Teachers of Spanish, insistir para que los términos nuevos y falsos, recientemente introducidos, se destierren de nuestro vocabulario? ¿No debemos, por consiguiente, insistir nosotros como maestros y hombres de estudio en las verdades de la historia y enseñar a nuestros estudiantes la fraseología más propia? Yo, por mi parte, insistiré en ello. Como editor de Hispania ruego lo más encarecidamente a todos los colaboradores y anunciantes que usen siempre los antiguos, tradicionales y correctos nombres América española, hispanoamericano. ¿Qué objeciones podría hacer nadie contra esta conducta?

Pero hay algunos que, aunque convencidos, sienten la necesidad de diferenciar las repúblicas hispano-americanas que hablan español de la que habla portugués. Comprendo enteramente su punto de vista, pero no veo por qué razón para resolver esta dificultad debamos usar terminologías que son totalmente falsas, y yo propondría que diferenciemos, cuando haga falta, usando el nombre Hispanic American en un sentido general para incluir el Brasil, y el nombre Spanish American bien para el conjunto de todos estos países o para los de habla española exclusivamente.

Los norteamericanos son muy amantes de la verdad y la justicia. El uso de los nombres Hispanic American y Spanish American, con los significados indicados anteriormente, se ha adoptado de hecho en nuestro país en varios casos. Tenemos The Hispanic Society of America que, como dice Menéndez Pidal, se dedica al estudio de las instituciones españolas, portuguesas y catalanas{7}. La casa de Sanborn y Compañía ha comenzado a publicar una serie formidable de libros de texto españoles y portugueses, para uso de nuestras escuelas y colegios, bajo la dirección del profesor Fitz-Gerald, de la Universidad de Illinois, la cual se llama, con mucha propiedad. The Hispanic Series. La Compañía Macmillan ha comenzado también a publicar, bajo la dirección del profesor Luquiens, de la Universidad de Yale, una importante serie de libros de texto, y aunque en gran parte está dedicada a la América española, se llama, propiamente, The Macmillan Spanish Series. Y posteriormente se ha fundado una nueva revista histórica, de la que ya han aparecido dos números en este año, dedicada al estudio de la historia de la América española, incluso el Brasil, y redactada por los principales historiadores norteamericanos del ramo, y con toda propiedad se llama The Hispanic American Historical Review{8}.

A. M. Espinosa, Ph. D.

Stanford, septiembre de 1918.





IV
América Española

Harto sabido es que el nombre de «América» se debe a una verdadera mistificación. El florentino Amérigo Vespucci (1454-1512) formó parte de una expedición española mandada por Alonso de Ojeda, y en la cual iba como piloto mayor el gran cosmógrafo Juan de la Cosa, recorriendo los expedicionarios, en 1499, entre otros lugares, la costa de Venezuela, y publicando después Vespucci una relación merced a la cual lleva su nombre (que por primera vez aparece en la Cosmografía de Martín Waltzemüller, impresa en 1507) el Nuevo Continente, descubierto en 1492 por su amigo Colón y por los españoles. Y sabido es asimismo que Colón no pretendió descubrir un Continente nuevo, sino ir por desusado camino a «las partidas de India», por lo cual escribe, en la carta-prólogo de la relación de su primer viaje (compendiada por el P. Las Casas), que los Reyes Católicos «ordenaron que yo no fuese por tierra al Oriente, por donde se costumbra de andar, salvo por el camino de Occidente, por donde hasta hoy no sabemos por cierta fe que haya pasado nadie».

Por tal motivo, a pesar de la ocurrencia de Waltzemüller, la denominación que prevaleció para designar el Nuevo Mundo durante los siglos XVI, XVII y XVIII fue la de «Indias Occidentales». En rigor, sin embargo, el nombre que debió dársele, teniendo en cuenta que el casual descubrimiento de Colón fue realizado por mandato de españoles y por medio de éstos, es el de «Nueva España», que llevó, como es sabido, el territorio mejicano.

Acumulados contra España, por obra y gracia de sus rivales políticos, todos los odios imaginables, a partir del siglo XVII, no eran propicios los momentos para reconocer la justicia de una denominación hispánica indicadora del Nuevo Continente, que los españoles descubrieron y colonizaron, llevando allí su lengua, su religión, su cultura, su civilización y un sistema legislativo, inspirado en bases de admirable justicia. En efecto, como escribe el norteamericano Charles F. Lummis{9}, «no hay palabras con qué expresar la enorme preponderancia de España sobre todas las demás naciones en la exploración del Nuevo Mundo. Españoles fueron los primeros que vieron y sondearon el mayor de los golfos; españoles los que descubrieron los dos ríos más caudalosos; españoles los que por vez primera vieron el Océano Pacífico; españoles los primeros que supieron que había dos Continentes en América; españoles los primeros que dieron la vuelta al mundo. Eran españoles los que se abrieron camino hasta las interiores lejanas reconditeces de nuestro propio país y de las tierras que   más al Sur se hallaban, y los que fundaron sus ciudades miles de millas tierra adentro mucho antes que el primer anglosajón desembarcase en nuestro suelo... El asombroso cuidado maternal de España por las almas y los cuerpos de los salvajes, que por tanto tiempo disputaron su entrada en el Nuevo Mundo, empezó temprano y nunca disminuyó. Ninguna otra nación trazó ni llevó a cabo un “régimen de las Indias” tan noble como el que há mantenido España en sus posesiones occidentales por espacio de cuatro siglos».

De esta suerte, las denominaciones que suelen encontrarse en las obras geográficas más usuales de la primera mitad del siglo XIX para designar las anticuadas «Indias Occidentales», son las de «América del Norte», «América Central» y «América del Sur». Así se expresa Malte-Brun en su compendio de Geografía universal (traducción castellana; Madrid, 1850, ts. V y VI). Así A. Guibert en su conocido Dictionnaire géographique et statistique (París, 1855). Así D. A. P. D. en su raro Compendio de la Historia de América o Nuevo Mundo (Madrid, E. Aguado, 1832). Análoga clasificación hizo ya en 1629 Juan de Laet en su curiosísimo libro Hispania, sive de regis Hispaniae regnis et opibus Commentarius (Lugduni Batavorurn; ex officina Elzeveriana, página 189), donde se lee este párrafo: America sive India Occidentalis, quae et Novus Orbis appellatur, ingentibus terrarum spatiis inter Austrum atque arctum proiecta, commode in tres partes dividi potest: in Insulas, continentemque Septentrionalem, atque Meridionalem. Pero entonces hubiera sido innecesario distinguir los Continentes americanos mediante una denominación diferente de la fundada en su respectiva situación geográfica. Inútil  habría sido en el siglo XVI o en el XVII decir «América española» o «América hispánica», porque se entendía que toda América merecía ese calificativo: lo mismo la del Norte que la del Sur. El propio Juan de Laet, en el librillo citado, inserta, bajo el título de «Hispaniae Descriptio», la del Brasil y la de la parte más septentrional del Continente Norte, reconociendo, empero, que las regiones situadas al Norte de la Florida, aut Galli, aut Angli, aut denique nostri Belgae possident. Y aun como se ve por nuestros clásicos, el nombre de América no era usual entre nosotros. Sebastián de Covarrubias, que en 1611 publicó su Tesoro de la lengua castellana o española, habla en él de «Indias Orientales» y de «Indias Occidentales», pero no de «América». Más aún: el nombre de América estuvo sujeto a singulares interpretaciones, de las cuales nos da cuenta el maestro Alejo Venegas en un muy curioso pasaje de su Primera parte de las diferencias de libros que hay en el Universo (Toledo, 1539; edición de Toledo, 1546, fol. 58), donde dice: «Los antiguos partieron la tierra en tres partes: Asia, África y Europa. Ahora, en nuestros tiempos, se ha hallado la cuarta, que al principio se dijo América, del nombre de Vespucio Américo, que la descubrió{10}, y ahora, con todo lo demás, se dice Tierra Firme o Indias Occidentales. La primera parte de esta Tierra Firme, que se dijo América, se dice ahora la costa del Brasil, y es del rey de Portugal, porque cae desde cabo del meridiano de la repartición. Después de la América, se halló la provincia de Paria, y la provincia de Venezuela, y la provincia de Sancta Marta, y la de Cartagena hasta el Nombre de Dios. Todas aquestas se dicen costa de Tierra Firme.» Es decir, que, para el maestro Venegas, el nombre de América sólo procede aplicarlo propiamente a la costa brasileña.

El concepto de América española, a principios del siglo XIX, parece haber tenido una significación restrictiva, dependiente de la supremacía política, entendiéndose por tal la parte del territorio americano sometida a la gobernación de España. Así se interpretan esos términos en numerosos documentos de la época de la independencia; por ejemplo, en el tratado entre Perú y Colombia, lo mismo que en el que se concertó entre Colombia y Chile (gracias ambos a los esfuerzos de Mosquera, plenipotenciario de Bolívar, cuyo proyecto de una «Sociedad de Naciones hermanas» es bien conocido), se lee lo siguiente: «Ambas partes se obligan a interponer sus buenos oficios con los Gobiernos de los demás Estados de la América antes española para entrar en este pacto de unión, liga y confederación perpetua»{11}.

No tardó en comprenderse, sin embargo, que semejantes restricciones eran arbitrarias, porque español no es solamente «el nacido en España», ni «el sujeto a la dominación política de España», sino todo «lo perteneciente a España», por cualquier concepto que sea (lengua, caracteres étnicos, costumbres, &c.); de tal suerte que, aun cuando no existiera España como Estado político, podría y debería aplicarse el calificativo de «español» a todo lo que de ella procede; y ¿qué duda cabe de que, por su lengua, por su población y por su historia, son españoles los territorios de la América Central y Meridional y alguna parte de los de América del Norte?

No obsta a esto la circunstancia de que españoles y portugueses colaborasen en la ingente obra del descubrimiento y colonización del Nuevo Mundo, siendo Portugal y España dos naciones independientes cuyo conjunto constituye la Península Ibérica, porque en los tiempos del descubrimiento, y aun hasta el siglo XIX, el nombre de «España», en un sentido amplio, ha comprendido y comprende ambos territorios. «Españoles –decía Menéndez y Pelayo en 1881{12}– llamó siempre a los portugueses Camoens, y aun en nuestros días, Almeida Garret, en las notas de su poema Camoens, afirmó que españoles somos y que de españoles nos debemos preciar todos los que habitamos la Península Ibérica.»

Si, en virtud de un instinto suicida (que obedecería a aquel espíritu innato de división y fraccionamiento que el geógrafo Estrabón, en el siglo I de Jesucristo, echaba en cara a los hispanos), la España actual se despedazase en varios Estados políticamente independientes, como lo es Portugal respecto de España, ¿es que el nombre de España habría de desaparecer? ¿Qué otra denominación, históricamente más propia, podría encontrarse para designar el conjunto geográfico de tales Estados? Ni ¿qué importaría que los catalanes hablasen catalán, y los vascongados vascuence, y los gallegos gallego, para dejar de llamar España a la reunión de sus respectivos territorios? ¿No sería justo decir de todos ellos, como ahora de los portugueses, lo que Claudiano de Honorio

Hispania patrem
auriferis eduxit aquis...?

Resulta, por tanto, que antes y después de la independencia de las naciones americanas, América fue y se tuvo por «española», y que tal apelativo debe emplearse, por lo menos, para designar a todos los territorios americanos que directamente sufrieron la influencia de la cultura hispánica.

Pero, como dijo Quevedo{13}: «¿Qué cosa nació en España buena a ojos de otras naciones, ni qué crió Dios en ella que a ellas les pareciese obra de sus manos?» No satisfechos con la denominación de América española, han dado algunos en emplear los términos de «América latina», y han pensado otros en que lo HISPANOAMERICANO podría llamarse mejor «iberoamericano».

Ambas denominaciones son injustificadas, y evidentemente inferiores en propiedad a la de AMÉRICA ESPAÑOLA o HISPANOAMÉRICA. España es término que ha servido desde la época romana para indicar el conjunto de las regiones que constituyen la Península; pero los latinos eran un pueblo itálico que habitaba el valle inferior del Tíber y los montes Albanos, entre el mar Tirreno y el Apenino. Ni siquiera eran romanos, contra los cuales lucharon repetidas veces. Y si su nombre se emplea en un sentido filológico, notorio es que el habla de los pueblos hispanoamericanos no procede directamente del latín, sino del español o del portugués, idiomas que no emanan exclusivamente del latín vulgar. Aparte de lo cual, el término «latino» borra injustamente el recuerdo especial de España, a quien se debe el descubrimiento y colonización de aquellas regiones.

Pero todavía es más impropio el término «ibero», porque, según es sabido, se trata de un vocablo cuya significación histórica no está bien determinada. Sólo parece claro que los griegos llamaron especialmente iberos a los pobladores de la costa oriental de España y que tales pobladores, hacia el siglo V a. J. C., se extendieron más allá de los Pirineos, ocupando una parte de la Galia meridional. De donde resulta que el vocablo Iberia es, por una parte, menos comprensivo, y, por otra, más que el término HISPANIA{14}.

* * *

Un ilustre español, D. Juan C. Cebrián, de cuyos méritos hemos hablado en el número 1.º de esta Revista, fue el primero en protestar, razonadamente, contra la impropiedad de la denominación «América latina», que desde fines del siglo XIX han querido introducir algunos escritores. Hízolo en cierta interesantísima carta publicada en Las Novedades, de Nueva York (2 de marzo de 1916){15}. Allí advierte que: «Latino, hoy día, significa lo francés, italiano, español y portugués», mientras que los países hispanoamericanos «son hijos legítimos de España, sin intervención de Francia ni de Italia; España sola derramó su sangre, perdió sus hijos e hijas, gastó sus caudales e inteligencia, empleó sus métodos propios (y a menudo vituperados, sin razón) para conquistar, civilizar y crear esos países; España sola los amamantó, los crió, los guió maternalmente sin ayuda de Francia ni de Italia (más bien censurada por estas dos latinas), y los protegió contra otras naciones envidiosas; España sola los dotó con su idioma, sus leyes, usos y costumbres, vicios y virtudes; España trasplantó a esos países su civilización propia, completa, sin ayuda alguna». Allí también hace notar el Sr. Cebrián que no empece a la denominación de «América española» el hecho de existir el Brasil, donde se habla portugués, además de las dieciocho repúblicas hispánicas; porque Hispania «comprendía Portugal y España, y nada más»; y dice, por último, que de aceptarse el término latina, habría que calificar igualmente a las colonias de Francia y de Italia (Argelia, el Congo francés, Senegal, Madagascar, Tonkín, &c.), y habría de llamarse teutónicos a los Estados Unidos y al Canadá «por su origen lingüístico y por estar poblados por gente de raza teutónica».

La tesis mantenida por el Sr. Cebrián ha sido también defendida en España, entre otros, por el docto filólogo D. Ramón Menéndez Pidal y por el eminente periodista D. Mariano de Cavia, el cual cita, en apoyo de la denominación de Hispano-América, un precioso texto del Ariel del insigne uruguayo José Enrique Rodó, donde éste sostiene que «el mismo nombre de hispano-americanos conviene también a los nativos del Brasil». Y más recientemente, en la revista norteamericana Hispania, órgano de The American Association of Teachers of Spanish, el distinguido profesor de la Universidad de Leland Stanford, Dr. Aurelio M. Espinosa, ha  publicado un artículo (septiembre de 1918) donde recogiendo los precedentes argumentos insiste en que el término «América latina» es erróneo. Advierte allí que latino significa hoy francés, italiano, provenzal, rumano, sardo, español, portugués (y pudiéramos añadir dalmático y retorromano); pero que España fué quien conquistó, colonizó y civilizó los países de Suramérica. «Los Estados Unidos –dice– representan un desarrollo de la civilización anglosajona y hablan el idioma inglés, y los países de Suramérica representan un desarrollo de la civilización española y hablan español y portugués.»

El artículo del Sr. Espinosa ha sido traducido al castellano, con interesantes adiciones, por D. Felipe M. de Setién, de Leland Stanford, e impreso en Madrid en el corriente año (un folleto de 22 páginas en 4.º), con un importante Apéndice del Sr. Cebrián, donde combate con excelentes razones el uso del apelativo iberoamericano y prueba que las naciones fundadas y formadas por españoles y portugueses no son iberoamericanas, sino real y propiamente HISPANOAMERICANAS.

No dudamos de que los lectores de Raza Española gustarán de conocer este nuevo trabajo del Sr. Cebrián, y en tal concepto lo insertamos a continuación íntegramente, para desengaño de los que aun piensen que puede haber un término preferible al de «América española» como apelativo de pueblos a quienes España comunicó su vida, sacándolos con heroicos esfuerzos a la luz de la Historia.

Adolfo Bonilla y San Martín.

Madrid, octubre de 1919.





V
El apelativo «Iberoamericano»{16}

El artículo del Profesor A. M. Espinosa (→ III), al impugnar la apelación América latina y sus derivados, aboga por el apelativo genuino HISPANOAMERICANO. Hay, sin embargo, aficionados al apelativo iberoamericano, que a primera vista parece tan apropiado como el verdadero, pero no lo es.

El nombre ibero es demasiado remoto: es recuerdo del nombre griego de una raza coetánea con los qalos, y aun anterior a ellos. Los iberos, no sólo se habían establecido en la parte orientar de la Península, sino que se extendieron también en las Galias y por el Sur de Europa hasta el Cáucaso, extendiendo su nombre fuera de la Península. Pero los iberos dejaron de existir como entidad activa unos ocho siglos antes que los galos, y de un modo más completo: la Península fue disputada por varias razas: celtas, iberos, fenicios, cartagineses, semitas, griegos, romanos; por fin estos últimos, los grandes civilizadores de Europa, sometieron la Península entera, la unificaron, y adoptaron el nombre HISPANIA, que ha perdurado por más de veinte siglos, aplicado a la Península únicamente. Los iberos, muy diluidos, perdieron su entidad entre aquellas razas que, después de romanizarse por espacio de más de cuatro siglos, se mezclaron con los bárbaros, principalmente con los godos: desde entonces se formó el poderoso reino visigótico, que suplantó el régimen anterior, así como los francos suplantaron el régimen galo-romano en Francia. De este modo se constituyó la nueva y definitiva raza de la península HISPANIA, conocida por ese nombre en todo el mundo; y luego, por espacio de diez siglos, esa raza hispana estuvo evolucionando, desarrollándose y forjando, dentro de la cultura europea, su propia civilización característica, distribuida en varios reinos o naciones, hispanas todas, que gradualmente fueron reduciéndose a dos, España y Portugal, que comprendían toda la península Hispania. Por lo tanto, los descubridores y civilizadores de nuestra América no eran iberos, ni celtas, ni fenicios, ni griegos, ni romanos, ni tampoco godos: eran (y somos nosotros) la suma étnica de esas razas y el producto de aquellos diez siglos de evolución de dichas naciones hispánicas, reducidas a dos solamente al finalizar el siglo XV; eran (y somos) propiamente hispanos, españoles, y no otra cosa, así llamados y conocidos en todo el mundo; sin exceptuar a los mismos portugueses, según consta en las obras de Almeida Garret, Francisco de Holanda, Maniel de Faria y sousa, Oliveira Martín y otros. (Véase nota 6.)

Por consiguiente, las naciones fundadas y formadas por aquellos descubridores y civilizadores no son iberoamericanas, sino real y propiamente HISPANOAMERICANAS. Llamarlas iberoamericanas es como llamáramos colonias galas o gálicas a Madagascar y otras colonias francesas (y, sin embargo, hay mayor proporción de sangre gala en Francia que sangre ibera en España); es también como si quisiéramos llamar pictoamericanos a los angloamericanos o norteamericanos, porque los ingleses son descendientes de los pictos, coetáneos de aquellos remotísimos iberos. Pero no: los ingleses y el mundo entero han rechazado los apelativos picto, caledonio, &c., conservando únicamente el anglo, anglosajón o inglés, porque la civilización ánglica acabó con las anteriores y se enseñoreó para siempre del país; del mismo modo y con igual razón, los franceses rechazaron, con todo el mundo, el calificativo galo, y han conservado los adjetivos franco, francés, porque la civilización de los francos apagó la antigua de los galos y se enseñoreó para siempre de Francia. Por idénticos motivos, y con la misma lógica, los hispanos, que sustituyeron con la suya la civilización de los iberos, fenicios y demás razas que habían residido en la Península, desecharon todos esos calificativos y conservaron únicamente el nombre hispano, o español, admitido y adoptado por todo el mundo.

Los calificativos picto, galo e ibero pueden muy bien usarse hoy día, y se emplean en sentido retórico, poético, simbólico, anecdótico e histórico; pero de ningún modo se avienen a las condiciones del progreso moderno; y nunca diremos que las sedas de Lyon son artefactos galos, ni que los paños de Tarrasa son artefactos iberos, ni mucho menos que la vacuna de Jenner es un descubrimiento picto, ni que el suero de Pasteur es una invención gala, ni que los descubrimientos de Cajal son ciencia ibera: pictos, galos e iberos eran incapaces de imaginar las invenciones francesas, españolas e inglesas de nuestros tiempos. Preciso es dejar iberismos más o menos ilusorios en su limitada esfera literaria, y atenerse a la realidad del hispanismo en las múltiples actividades del progreso moderno; preciso es recordar que no existen artículos de comercio ibéricos, pero sí los hay procedentes de España que necesitan ser anunciados; para lo cual no hay que olvidar, ni borrar ante el público, el nombre de origen: Español, Hispano o hispánico.

Juan C. Cebrián.

San Francisco de California, agosto de 1918.





{1} Lo que equivaldría, como muy acertadamente dijo el ilustre Ministro uruguayo en Madrid, a consentir el cambiarse de apellido con objeto de granjearse un puñado de amigos.

{2} Véanse páginas 29 y 30. [→ nota 7.]

{3} Véanse páginas 46 y 47. [→ parte V.]

{4} La prueba se ve en las numerosas y variadas fases del movimiento en pro de «l’Amérique Latine» en París por medio de diarios, revistas, conferencias, asociaciones, &c., en francés, en español y en inglés.

{5} No se tiene idea en España de lo mucho que ella debe a la marca «Hispano-Suiza»; dondequiera que se conocen automóviles y motores, se conoce esa marca; y todas las innumerables veces que se pronuncia, se piensa en algo de mucho valor que proviene de España; es un anuncio perenne de ESPAÑA.

{6} No tiene menos valor el testimonio del ilustre polígrafo portugués Oliveira Martins, en su divulgadísimo libro Historia de la civilización ibérica, de 1789. Oliveira estudia, como es natural, el desarrollo político peninsular en su dualidad histórica; y sin embargo, emplea constantemente en todo el libro, salvo el título, el nombre España y sus derivados siempre que quiere significar no ya la unidad geográfica peninsular, sino la unidad, no menos permanente a través de las vicisitudes históricas, del genio y la civilización peninsulares. Entre los incontables ejemplos que se pueden sacar de este libro elijo los siguientes, que son bien significativos:

«Los portugueses dieron al mundo el mayor poema moderno escribiendo un libro que es el testamento de España. A Portugal cupo una vez la honra de ser el intérprete de la civilización peninsular ante todas las naciones. Ese libro, conjunto de la historia de toda España y acta imperecedera de la existencia nacional portuguesa, es el poema de Camoens Os Lusiadas

«En la vida de Europa, después de los griegos –iniciadores de nuestra civilización– figuramos nosotros, italianos y españoles

«El extranjero podrá amarnos u odiarnos: no podemos serle indiferentes. España provocó entusiasmos o rencores, jamás fue mirada con desprecio y burla.»

No sería difícil multiplicar las muestras de esta convicción portuguesa recurriendo a los escritores del periodo clásico. Las dos que siguen ofrecen la particularidad de pertenecer a escritores de dos épocas de gran exaltación del espíritu nacionalista portugués.

Francisco de Holanda, iluminador portugués, protegido durante toda su larga vida por los reyes de Portugal, desde don Juan III hasta nuestro Felipe II, en el primero de sus «Cuatro diálogos de la pintura antigua», terminados en 1548, pone en boca de la famosa Vitoria Colonna estas palabras: «Decidle que yo y Messer Lactancio estamos aquí… Pero no le digáis que está aquí Francisco de Holanda, el español

El prolijo comentarista portugués Manuel de Faria y Sonsa publicó en Madrid en 1639, durante la anexión de Portugal a España, nada menos que cuatro volúmenes bajo el siguiente título: «Lusíadas, de Luis de Camoens, príncipe de los poetas de España.» Y años más tarde, en 1685 y 89, es decir, después de consumada la separación de ambos reinos, publicó en Lisboa otros cuatro tomos con este epígrafe: «Rimas varias de Luis de Camoens, príncipe de los poetas heroicos y líricos de España».– N. del T.

{7} El Dr. J. L. Suárez ha expresado públicamente la opinión que el Dr. Espinosa y Cebrián han confundido la «hispanofilia» de la Hispanic Society of America con el hispanismo; en lo que hay un error de información perjudicial a dicha Sociedad. Porque la Sociedad fundada por Mr. Archer M. Huntington en 1904 no es únicamente artístico-literaria o estética, como dice el Dr. Suárez; su objeto es el estudio profundo de las lenguas, literaturas e Historia de España y Portugal y el estudio profundo de los países en donde se hablan o se han hablado las lenguas española o portuguesa; esto es, el estudio de la influencia de dichas naciones en la Historia de América y de los Estados Unidos. Así lo ha probado dicha Sociedad por sus publicaciones, que son casi doscientas. La Hispanic Society no se limita a discutir las exquisiteces poéticas de un Lope de Vega o las estrofas de un Camoens; quiere estudiar la historia a la moderna, la historia de las ideas de un P. Las Casas, de las Leyes de Indias, de un Suárez, de un Vitoria, de un Mutis, &c., &c. ¿Cómo es posible enlazar ideas tan elevadas con la idea de «ibérico»? Al ibero le serían ininteligibles todas las cuestiones que nos preocupan al presente a europeos y americanos, y con justicia y debida reflexión descartó la Hispanic Society of America el apelativo «iberic».

Releguemos la palabra «ibero» con sus congéneres «picto», «galo», «hibernés», «caledonio», &c., al relato de la Historia antiquísima, casi prehistoria, y al lenguaje retórico, poético, anecdótico. Atengámonos a las realidades del presente.

Por cierto que el Dr. Suárez también cita el pronóstico del eminente jurisconsulto, político e historiador inglés James Bryce, de la posibilidad que la hegemonía de las lenguas en el mundo vacilará entre el inglés y el español. Si esto ocurre será debido a la importancia de nuestras hermanas hispanoamericanas. ¿Sería lógico, natural, justo que entonces dichas naciones americanas hubiesen perdido el nombre de su propio idioma HISPANO? (Nota de J. C. Cebrián, Mayo, 1926.)

{8} Este interesante artículo, original del distinguido hispanista norteamericano y prolífico escritor, notable folklorista, profesor de la Universidad de Leland Stanford, apareció en el número 3 de la revista Hispania, órgano de The American Association of Teachers of Spanish.– (Traducción de Felipe M. de Setién, Stanford University, California.)

{9} Los exploradores españoles del siglo XVI (págs. 61 y 77), traducido por A. Cuyás. Barcelona, 1916.

{10} No quiere esto decir que Venegas desconociese la empresa de Colón, sino que no le atribuía la significación que hoy se le atribuye, porque en el fol. 62 vuelto de la misma obra, escribe: «Destas dos auctoridades de Aristóteles, es manifiesto que las islas que descubrió don Cristóbal Colón y Vespucio Américo, ya habían sido halladas más ha de dos mil años.»

{11} F. Larrazabal: Vida del libertador Simón Bolívar (edición Blanco-Fombona. Madrid, 1918, t. II, pág. 387).– En el Manual Diplomático del barón Carlos de Martens (traducción de D. Mariano José Sicilia, París, 1826, t. II, pág. 311), se emplea el término «América española», pero distinguiendo de ella el Brasil.

{12} Adolfo Bonilla y San Martín: Marcelino Menéndez Pelayo. Madrid, 1914, pág. 208.

Una demostración gráfica del «sentido amplio» a que aludimos en el texto la ofrece el Atlas geográfico de Tomás López, publicado en el siglo XVIII (Madrid, sin año, en 16.º). El primer mapa, titulado «España», comprende, sin más distinción gráfica que la de regiones, Cataluña, Valencia, Murcia, Granada, Andalucía, Extremadura, Castilla la Nueva, Aragón, Navarra, Vizcaya, Castilla la Vieja, Asturias, León, Galicia y Portugal.

En la Comedia do Cioso, del Dr. Antonio Ferreira (1528-1569), aludiendo a un joven portugués, se le describe como mancebo desposto, lustroso, gentil-homem, espanhol, e creo ainda que portuguez (acto I, escena V).

{13} España defendida (ed. R. Selden Rose. Madrid, 1916, páginas 22-23). Véase también, sobre la leyenda colonial antiespañola, a Julián Juderías: La Leyenda Negra. (Estudios acerca del concepto de España en el extranjero), 2.ª edición, Madrid 1917, página 300 y siguientes.

{14} Comp. M. Besnier: Lexique de Géographie ancienne (Paris, 1914), voces Hispania e Iberes.– Véase también, sobre esta materia, la utilísima tesis latina de H. Faure: De maritima velerum Hispania a Sacro Promontorio ad Pyrenaeos usque montes (Molinis, 1870, págs. 6 y 105), sobre los nombres de Iberia, Hesperia e Hispania aplicados a la Península española.

{15} En El Mercurio, de Nueva Orleans, se publicó también otro importante trabajo del Sr. Cebrián (interviú con M. de Zárraga) sobre estas materias.

{16} Publicado por la Comisaría Regia del Turismo y Cultura Artística en 1919.


[ Edición íntegra del texto contenido en un opúsculo de 48 páginas, más cubiertas, impreso sobre papel en Madrid 1926. Se han renumerado las notas. ]