Juan Guillermo Draper 1811-1882Historia de los conflictos entre la religión y la ciencia, Madrid 1876

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Capítulo IV

Renacimiento de la ciencia en el mediodía

Influencia de los nestorianos y los judíos, se dedican los árabes al cultivo de la ciencia. – Modifican sus ideas sobre el destino del hombre y obtienen un verdadero concepto de la estructura del mundo. – Averiguan el tamaño de la tierra y determinan su forma. – Sus califas forman grandes bibliotecas, protegen la ciencia en todos sus ramos y la literatura, y fundan observatorios astronómicos. – Desarrollan las ciencias matemáticas, inventan el álgebra, y perfeccionan la geometría y la trigonometría. – Coleccionan y traducen las antiguas obras griegas de matemáticas y astronomía y adoptan el método inductivo de Aristóteles. – Establecen varios colegios, y con auxilio de los nestorianos, organizan un sistema de escuelas públicas. – Introducen los números arábigos y la aritmética, y catalogan y dan nombre a las estrellas. – Ponen los cimientos de la astronomía moderna, de la química y de la física e introducen grandes mejoras en la agricultura y en la industria.

«En el curso de mi larga vida, dice el califa Alí, he observado con frecuencia que los hombres se parecen más que a sus padres, a los tiempos en que viven.» Esta observación profundamente filosófica del hijo político de Mahoma es por extremo cierta; pues aunque las facciones y las formas del cuerpo de un hombre puedan indicar su origen, la constitución de su espíritu, y por tanto la dirección de sus pensamientos, se determina por el medio en que vive. [106]

Cuando Amrú, el lugarteniente del califa Omar, conquistó el Egipto y lo anexionó al imperio sarraceno, encontró en Alejandría a un gramático griego llamado Juan y apellidado Filópono o amante del trabajo. Valiéndose de la amistad que se había formado entre ellos, solicitó el griego que le fuesen regalados los restos de la gran biblioteca, que se habían salvado de las injurias de la guerra, del tiempo y del fanatismo. Amrú, por lo tanto, escribió al califa pidiéndole autorización; éste contestó: «Si los libros están conformes con el Corán, que es la palabra de Dios, son inútiles; si sucede lo contrario son perniciosos. Detrúyanse pues.» En su consecuencia se distribuyeron entre los baños de Alejandría, y se dice que fueron necesarios más de seis meses para que el fuego los consumiera.

Aunque el hecho se ha negado, no cabe duda de que esta orden fue dada por Omar. El califa era un hombre inculto y estaba además rodeado de gente fanática e ignorante. La acción de Omar es una prueba de la observación de Alí.

Pero no debe suponerse que los libros ambicionados por Juan, el Amante del trabajo, eran los que constituían la gran biblioteca de los Ptolemeos y de Eumenes, rey de Pérgamo. Cerca de mil años habían transcurrido desde que Filadelfo empezó su colección; Julio César había quemado más de la mitad; los patriarcas de Alejandría habían, no sólo permitido, sino inspeccionado la dispersión de casi todo el resto. Orosio dice y afirma que vio vacíos los estantes de la biblioteca veinte años después que Teófilo, tío de San Cirilo solicitó del emperador Teodosio el edicto para destruirla. Y aunque esta noble colección no hubiese sufrido jamás tales actos de vandalismo, el simple uso, y quizás puedo agregar, los robos cometidos [107] durante diez siglos, la habrían empobrecido grandemente. Si bien a Juan, como su apodo nos indica, hubiera causado gran placer el excesivo trabajo que el cuidado de una biblioteca de medio millón de libros tenía que ocasionar, no es menos cierto que habría sido superior a sus bien medidas fuerzas, y que el costo de su entretenimiento y conservación exigía los amplios recursos de los Ptolemeos y los Césares y no los limitados y escasos de su modestísimo gramático. No es indicio bastante para calcular la magnitud de la colección el tiempo que se necesitó para quemarla: el pergamino es quizá el peor de los combustibles; el papel y el papiro arden perfectamente, y podemos estar seguros de que los bañeros de Alejandría no emplearían el pergamino mientras tuviesen un combustible mejor, y la mayor parte de los libros estaban escritos en pergamino.

No puede dudarse, pues, que fue Omar el que mandó destruir esta biblioteca bajo la impresión de su inutilidad o de su tendencia irreligiosa; pero tampoco puede ponerse en duda que los cruzados quemaron la de Trípoli, de la que fantásticamente se dice que contenía tres millones de volúmenes. Vieron que la primera sala donde entraron sólo contenía el Corán, y suponiendo que en las demás estarían los otros libros del impostor árabe, entregaron todo a las llamas. La historia de ambos casos encierra alguna verdad y mucha exageración. El fanatismo, sin embargo, se ha distinguido frecuentemente por tales hazañas. Los españoles quemaron en Méjico vastas pilas de pinturas jeroglíficas americanas cuya pérdida ha sido irreparable; el cardenal Jiménez entregó al fuego en la plaza de Granada ochenta mil manuscritos árabes, siendo muchos de ellos traducciones de los autores clásicos.

Hemos visto cómo el talento mecánico, estimulado por [108] la campaña persa de Alejandro, dio origen al maravilloso desarrollo de la ciencia pura bajo el gobierno de los Ptolemeos; un efecto semejante se observa como resultado de las operaciones militares de los sarracenos.

La amistad contraída por el conquistador de Egipto, Amrú, y Juan el Gramático, indica cuan dispuesto estaba el espíritu de los árabes para las ideas liberales. El paso dado de la idolatría de la Caaba al monoteísmo de Mahoma lo puso en condiciones de estudiar la literatura y la filosofía. Había dos influencias a las que estaba siempre expuesto y que conspiraban por trazarle su camino: 1º, la de los nestorianos en la Siria; 2º, la de los judíos en Egipto.

En el último capítulo he relatado brevemente la persecución de Nestorio y de sus discípulos; soportaron en testimonio de la unidad de Dios infinitos sufrimientos y martirios, y rechazaron por completo un Olimpo poblado de dioses y de diosas. «Lejos de nosotros una reina del cielo», decían.

Siendo éstas las opiniones particulares de los nestorianos, no tuvieron dificultad en afiliarse a los conquistadores sarracenos, que no sólo los trataron con el mayor respeto, sino que les confiaron algunos de los puestos más importantes del estado. Mahoma prohibió del modo más enérgico a sus secuaces que cometiesen la menor injusticia contra ellos. Jesuiabbas, su pontífice, concertó tratados con el profeta y con Omar, y más tarde el califa Harun al Raschid colocó todas las escuelas públicas bajo la superintendencia del nestoriano Juan Masue.

A la influencia de los nestorianos se agregó la de los judíos. Cuando el cristianismo mostró tendencias de unirse al paganismo, disminuyó la conversión de los judíos, [109] cesando completamente al introducirse las ideas trinitarias. Las ciudades de Siria y de Egipto estaban pobladas de judíos; sólo en Alejandría había, cuando la tomó Amrú, cuarenta mil que pagaban tributo; siglos de desgracias y persecuciones solamente habían servido para afirmarlos en su monoteísmo y fortificarlos en el odio implacable que desde la cautividad de Babilonia profesaban a la idolatría. Asociados a los nestorianos, tradujeron al siriaco muchas obras filosóficas griegas y latinas, que después nuevamente tradujeron al árabe; y mientras que los nestorianos se ocupaban de educar a los hijos de las principales familias mahometanas, hallaron los judíos medios de darse a conocer como médicos inteligentes.

Estas influencias dominaron el feroz fanatismo de los sarracenos, haciendo más dulces sus costumbres y elevando sus pensamientos. Recorrieron los dominios de la filosofía y de la ciencia tan rápidamente como habían recorrido las provincias del imperio romano, y abandonaron los errores del mahometismo vulgar, aceptando en su lugar verdades científicas.

En un mundo consagrado a la idolatría, la espada sarracena había vengado la majestad de Dios; la doctrina del fatalismo inculcada por el Corán contribuyó poderosamente a este resultado. «El hombre no puede anticipar o posponer su fin decretado; la muerte nos alcanzará en las torres más altas; desde el principio ha establecido Dios el lugar en que cada hombre debe morir.» En su lenguaje figurado dice el árabe: «Ningún hombre puede libertarse de su suerte por la fuga, el destino conduce sus caballos por la noche... Y dormido en tu lecho o en el fragor de la batalla, te hallará el ángel de la muerte.» «Estoy convencido», dice Alí, a cuya sabiduría [110] ya hemos hecho referencia, «estoy convencido de que los negocios del hombre son gobernados por decretos divinos y no por nuestra administración.» Los musulmanes se someten resignados a la voluntad de Dios. Concilian el libre albedrío y la predestinación diciendo: «Se nos da el contorno de la vida y nosotros lo iluminamos como queremos.» Dicen también que si queremos sobreponernos a las leyes de la naturaleza, no podremos resistirlas; debemos, pues, equilibrarlas unas con otras.

Esta sombría doctrina preparaba a sus devotos para el cumplimiento de grandes cosas, y tales fueron las que ejecutaron los sarracenos. Convertía el desaliento en resignación y enseñaba al hombre a desdeñar la esperanza, siendo entre ellas un proverbio que «la esperanza es una esclava, la desesperación un hombre libre.»

Pero en muchos de los incidentes de la guerra se demostró de un modo palpable que las medicinas pueden calmar el dolor, que el arte puede cerrar las heridas y que los que parecían moribundos pueden cerrar librarse de la fosa; los médicos judíos vinieron a ser una protesta viva y aceptada contra el fatalismo del Corán. Gradualmente se mitigó el rigorismo de la predestinación y se admitió que en la vida individual hay algo debido al libre albedrío; que por sus acciones voluntarias puede el hombre determinar su senda dentro de ciertos límites; mas en cuanto a las naciones, no teniendo que dar cuenta a Dios personalmente, se hallan bajo el imperio de leyes inmutables.

En este concepto, era muy notable el contraste entre las naciones cristiana y musulmana. Los cristianos estaban convencidos de la existencia de una incesante intervención providencial; no creían que pudiera haber leyes [111] en el gobierno del mundo. Con oraciones y súplicas esperaban conseguir de Dios un cambio en el curso de los sucesos, y si esto no bastaba, se dirigían a Cristo o a la Virgen María, o pedían a los santos su intercesión, o acudían a la influencia de huesos o reliquias. Si sus propias súplicas eran insuficientes, podían obtener sus deseos por la intervención del sacerdote, o por la de los hombres santos de la Iglesia, y especialmente si a ésta se agregaban oblaciones y ofrendas en dinero, creían que podían cambiar el curso de los sucesos influyendo con los seres superiores. El islamismo esperaba con piadosa resignación en la inmutable voluntad de Dios. La oración del cristiano era principalmente una fervorosa petición de los bienes deseados; la del sarraceno una devota expresión de gratitud por el pasado; en ambas religiones, sustituyó a la estática meditación de la India. Para el cristiano, eran los progresos del mundo una serie de impulsos sin conexión y de sorpresas sucesivas. Para el mahometano, este progreso presentaba un aspecto muy diferente: todo movimiento de un cuerpo era debido a otro movimiento anterior; todo pensamiento venía de otro; todo suceso histórico era originado por otro precedente, toda acción humana era resultado de otra ejecutada antes. En los extensos anales de nuestra especie, nada se ha introducido jamás bruscamente, sino que hay una continuación ordenada e inevitable de uno a otro suceso; el destino es una cadena de hierro cuyos eslabones son los hechos, y cada uno ocupa su lugar preordinado, sin que hayan sido jamás ni evitados ni sustituidos; el hombre viene al mundo sin saberlo y se va de él tal vez contra sus propios deseos; sólo tenemos, pues, que cruzarnos de brazos y aguardar el desenlace del destino.

Coincidió con este cambio de opinión en cuanto al [112] gobierno de la vida individual, otro relativo a la construcción mecánica del mundo. Según el Corán, la tierra es una llanura cuadrada, rodeada de enormes montañas, que tienen el doble objeto de equilibrarla en su asiento y de sustentar el domo del cielo. Debemos admirar devotamente el poder y la sabiduría de Dios, contemplando el espectáculo de esta vasta extensión cristalina y brillante, que ha sido colocada en su sitio, sin peligro de rotura u otro accidente. Sobre el firmamento y descansando en él, está el cielo, edificado con siete pisos, siendo el superior la habitación de Dios, que bajo la forma de un gigante está sentado en un trono, teniendo a cada lado toros alados como los de los palacios de los antiguos reyes asirios.

Estas ideas, que por cierto no son peculiares del mahometismo, pues las profesan como revelaciones religiosas todos los hombres en cierto momento de su desarrollo intelectual, fueron bien pronto abandonadas por los mahometanos instruidos, que aceptaron otras científicamente exactas. Sin embargo, como en los países cristianos, no se progresó sin que hubiese resistencia por parte de los defensores de la verdad revelada. Así, pues, cuando Al-Mamun adquirió la certidumbre de la forma globular de la tierra, dio orden a sus matemáticos y astrónomos para que midiesen sobre su superficie un grado de círculo máximo; pero Takyuddin, uno de los doctores religiosos más afamados de aquel tiempo, denunció al malvado califa, declarando que Dios le castigaría de seguro, por interrumpir presuntuosamente la devoción de los fieles, estimulando y difundiendo entre ellos una filosofía falsa y atea; Al-Mamun persistió, no obstante, en su designio. En las costas del mar Rojo, en las llanuras de Shinar, por medio de un astrolabio, se determinó [113] la altura del polo sobre el horizonte, en dos estaciones de un mismo meridiano que distaban entre sí un grado; la distancia entre las dos estaciones fue medida luego y se vio que era igual a doscientos mil codos hashemitas; esto daba para la circunferencia completa de la tierra cerca de veinte y cuatro mil millas de las muestras, determinación no muy apartada de la verdad. Mas como la forma esférica no podía ser determinada positivamente por una sola medición, mandó el califa ejecutar otra cerca de Cufa, en Mesopotamia. Sus astrónomos se dividieron en dos secciones, y partiendo de un punto dado, cada sección midió un arco de un grado, los unos hacia el Norte y hacia el Sur los otros; el resultado se expresó en codos, y si estos fueron como el conocido codo real, la longitud de un grado se obtuvo con una aproximación de un tercio de milla de su verdadero valor. De estas mediciones dedujo el califa que la forma globular quedaba establecida.

Es de notar que pronto se trasformó el feroz fanatismo de los musulmanes en una pasión por las investigaciones científicas, pues al principio fue el Corán un obstáculo para la literatura y la ciencia. Mahoma lo había ensalzado como la más grande de todas las composiciones, y había presentado su inabordable excelencia como una prueba de su misión divina. Pero unos veinte años después de su muerte, la experiencia adquirida en la Siria, en la Persia, en el Asia menor, y en el Egipto, había producido un notable efecto; y Alí, que era entonces el califa reinante, protegió abiertamente toda clase de investigaciones literarias. Moawyah, fundador de la dinastía de los Omniadas, ocupó el califato en el año 661 y causó una revolución en el gobierno, cambiándolo de electivo en hereditario. Trasladó su residencia en Medina [114] a las más céntrica ciudad de Damasco, e introdujo en su corte el lujo y la magnificencia. Rompió los lazos de un fanatismo rigoroso y se constituyó en patrono y protector de las letras. Treinta años habían producido grandes cambios. Un sátrapa persa que en una ocasión tuvo que tributar homenaje a Omar, segundo califa, lo halló durmiendo entre los mendigos sobre los escalones de la mezquita de Medina; pero los emisarios extranjeros enviados para solicitar la gracia de Moawyah, sexto califa, fueron presentados a él en un magnífico palacio, decorado con arabescos exquisitos y adornado con fuentes y jardines.

Antes de cumplirse un siglo de la muerte de Mahoma, se hicieron traducciones al árabe de los principales autores filosóficos griegos; poemas como La Iliada y La Odisea, que se consideraban de tendencia irreligiosa por sus alusiones mitológicas, fueron traducidos al siriaco, para satisfacer la curiosidad de las personas ilustradas. Almanzor, durante su califato (de 753 a 775), trasladó la residencia del gobierno a Bagdad, que convirtió en una espléndida metrópoli; dedicó mucho tiempo al estudio y progreso de la astronomía; y fundó escuelas de medicina y de jurisprudencia. Su nieto Harun al Raschid (786) siguió su ejemplo, y mandó que a cada mezquita de su reino se agregase una escuela; fue empero la edad augusta del saber asiático la de los tiempos del califa Al-Mamun (813 a 839). Hizo de Bagdad el centro de la ciencia, reunió grandes bibliotecas y se rodeó de sabios.

Estos elevados sentimientos así cultivados, continuaron aún después que las disensiones intestinas causaron la división en tres partes del imperio sarraceno. La dinastía de los Abasidas en Asia, la de los Fatimitas en [115] Egipto y la de los Omniadas en España, llegaron a ser rivales, no sólo en la política, sino también en las letras y en las ciencias.

En las letras, abrazaron los sarracenos todos los asuntos que pueden recrear o instruir el ánimo. En tiempos posteriores era su orgullo haber producido más poetas que todas las naciones juntas. En las ciencias, su gran mérito consistía en haberlas cultivado según el método de los griegos alejandrinos y no el de los griegos europeos. Conocieron que jamás progresarían por la mera especulación y que los únicos adelantos sólidos se obtienen por la interrogación práctica de la naturaleza: los caracteres esenciales de su método eran el experimento y la observación; consideraron la geometría y las ciencias matemáticas como instrumentos de razonamiento. Se nota con interés que en sus numerosos escritos sobre mecánica, hidrostática y óptica, la solución de un problema se obtiene siempre ejecutando un experimento o una observación instrumental. Esto fue lo que les hizo inventar la química y los condujo a descubrir aparatos de todas clases para la destilación, la sublimación, la fusión, la filtración, &c.; lo que en astronomía les obligó a acudir a los instrumentos graduados, como cuadrantes y astrolabios; lo que en la química les hizo emplear la balanza, con cuya teoría estaban perfectamente familiarizados; construyeron tablas de pesos específicos, y de astronomía, como las de España, Bagdad y Samarvanda; esto ocasionó sus grandes adelantos en la geometría y trigonometría, su invención del álgebra y la adopción de los números indios en la aritmética. Tales fueron los resultados de la preferencia que dieron al método inductivo de Aristóteles, desechando los sueños de Platón.

Para establecer y extender las bibliotecas públicas, se [116] reunieron libros con el mayor esmero; se dice que el califa Al-Mamun llevó a Bagdad centenares de camellos cargados de manuscritos. En un tratado que celebró con el emperador griego Miguel III estipuló que una de las bibliotecas de Constantinopla le sería cedida. Entre los tesoros que así adquirió estaba el tratado de Ptolemeo sobre la construcción matemática de los cielos, y lo hizo traducir en seguida al árabe bajo el título de Almagesto. Las colecciones adquiridas por tales medios llegaron a ser muy considerables; así, pues, la biblioteca Fatimita del Cairo contenía cien mil volúmenes elegantemente traducidos y encuadernados. Entre éstos había seis mil y quinientos manuscritos sólo sobre medicina y astronomía; el reglamento de esta biblioteca permitía prestar los libros a los estudiantes que residían en el Cairo. Contenía también dos esferas, una de plata maciza y otra de bronce, y se dice que esta última había sido construida por Ptolemeo, y que la primera había costado tres mil coronas de oro. La gran biblioteca de los califas de España llegó a contener seiscientos mil volúmenes, y sólo el catálogo constaba de cuarenta y cuatro. Había, además de esta, en Andalucía, setenta bibliotecas públicas y las colecciones particulares eran a veces muy extensas: un doctor afamado rehusó la invitación del sultán de Bokhara, de trasladarse a su corte, porque para transportar sus libros hubiera necesitado cuatrocientos camellos.

En toda gran biblioteca había un departamento para copiar y traducir los manuscritos, siendo a veces esta industria ejercida por empresas particulares. Honian, médico nestoriano, tenía un establecimiento de esta clase en Bagdad el año 850; publicaba versiones de Aristóteles, Platón, Hipócrates, Galeno, &c. En cuanto a obras originales, tenían costumbre los directores de los [117] colegios de obligar a los profesores a escribir tratados sobre asuntos determinados. Todos los califas tenían un historiador; libros de novelas y cuentos como Las Mil y una noches dan testimonio de la creadora fantasía de los sarracenos; y poseían, además, obras sobre toda clase de asuntos, historia, jurisprudencia, política, filosofía, biografías, no sólo de hombres ilustres, sino de caballos y camellos célebres. Se publicaban sin sujeción a censura ni restricción alguna, aunque en tiempos posteriores se necesitó licencia para publicar las obras de teología. Abundaban los libros de referencia sobre geografía, estadística, medicina, historia, &c.; tenían diccionarios y también epítomes y compendios de ellos, como el Diccionario enciclopédico de todas las ciencias, por Mahomet-Abu-Abdallah. Se cuidaban con orgullo de la blancura y pureza del papel, de la hábil combinación de las tintas de colores, y de los adornos y dorados de los títulos y epígrafes.

El imperio sarraceno estaba cubierto de colegios; los había en Mongolia, Tartaria, Persia, Mesopotamia, Siria, Egipto, Norte de África, Marruecos, Fez y España. En uno de los extremos de estos vastos dominios, que tenían una extensión geográfica superior a la del imperio romano, se hallaban el colegio y el observatorio astronómico de Samarcanda; en el otro, la Giralda, en España. Refiriéndose Gibbon a esta protección dispensada al saber, dice: «Los emires independientes de las provincias quisieron tener la misma prerrogativa real, y su emulación difundió el gusto por la ciencia desde Samarcanda y Bokhara hasta Fez y Córdoba. El visir de un sultán consagró una suma de doscientas mil monedas de oro a la fundación de un colegio en Bagdad, al que dotó con una renta anual de quince mil dineros. Los [118] frutos de la instrucción se comunicaron quizás, en distintos tiempos, a seis mil discípulos de todas clases, desde el hijo del noble al del industrial; se destinaba una cantidad bastante para atender a los gastos de los escolares indigentes, y el mérito y los trabajos de los profesores se remuneraban con estipendios proporcionados. En todas las ciudades eran copiadas y coleccionadas las producciones de la literatura arábiga, por la curiosidad de los estudiosos y por la vanidad de los ricos.» La superintendencia de estas escuelas estaba confiada con noble liberalidad, ora a los nestorianos, ora a los judíos. No se inquietaban por saber dónde había nacido un hombre, ni cuáles eran sus opiniones religiosas; el nivel de su talento era lo único que se consideraba. El gran califa Al-Mamun había declarado que «son los elegidos de Dios, sus mejores y más útiles servidores, aquellos cuyas vidas están consagradas al adelanto de sus facultades racionales: que los preceptores de la sabiduría son los verdaderos luminares y legisladores de este mundo, que sin su apoyo se sumergiría de nuevo en la ignorancia y la barbarie.»

A ejemplo del colegio de medicina del Cairo, impusieron a sus alumnos exámenes rigorosos de salida otros colegios también de medicina, y después de aprobado, recibía el candidato autorización para entrar en la práctica de su profesión. El primer colegio de medicina establecido en Europa lo fue por los sarracenos en Salerno, en Italia, y el primer observatorio astronómico el que erigieron en Sevilla, en España.

Sería salir de los límites de este libro presentar un estado minucioso de los resultados de este imponente movimiento científico; las antiguas ciencias se extendieron considerablemente, dando nacimiento a otras nuevas. Se [119] introdujo el método aritmético de los indios, hermosa invención que expresa todos los números con diez caracteres, dándoles un valor absoluto y otro de lugar, y permitiendo el empleo de reglas sencillas para la fácil ejecución de toda clase de cálculos. El álgebra o aritmética universal, método de calcular cantidades indeterminadas o de investigar las relaciones que existen entre todas las clases de cantidades, sean aritméticas o geométricas, fue desarrollado del germen que había dejado Diofanto. Mahomet Ben Musa presentó la solución de las ecuaciones del cuadrado; Omar Ben Ibrahim la de las ecuaciones cúbicas. Las sarracenos dieron también a la trigonometría su forma moderna, sustituyendo los senos a las cuerdas que hasta entonces se habían usado, y haciendo de ella una ciencia separada. Musa, ya nombrado, fue autor de un Tratado de trigonometría esférica. Al-Baghdali dejó otro sobre geodesia, tan bueno, que algunos han declarado que era una copia de la última obra de Euclides sobre esta materia.

En astronomía hicieron, no tan sólo catálogos, sino mapas de las estrellas visibles sobre su horizonte, dándoles a las de mayor magnitud los nombres arábigos que aún conservamos en nuestros globos celestes. Averiguaron, como ya hemos visto, el tamaño de la tierra, midiendo un grado de su superficie; determinaron la oblicuidad de la eclíptica; publicaron tablas correctas del sol y de la luna; fijaron la duración del año y comprobaron la precisión de los equinoccios. El tratado de Albatenio sobre La ciencia de las estrellas, es citado con respeto por Laplace, quien llama también la atención sobre un fragmento importante de Ibn-Junis, astrónomo de Hakem, califa de Egipto en el año 1000, por contener una larga serie de observaciones desde el tiempo de Almanzor, [120] de eclipses, equinoccios, solsticios, conjunciones de planetas y ocultaciones de estrellas, las cuales han dado mucha luz sobre las grandes variaciones del sistema del mundo. Los astrónomos árabes también se dedicaron a la construcción y perfeccionamiento de los instrumentos astronómicos y a la medida del tiempo por el empleo de relojes de varias clases, clepsidras y cuadrantes solares, y fueron los primeros en aplicar con este objeto el péndulo.

En las ciencias experimentales dieron origen a la química; descubrieron algunos de sus reactivos más importantes, el ácido sulfúrico, al ácido nítrico, el alcohol; aplicaron esta ciencia a la práctica médica, siendo los primeros en publicar farmacopeas y dispensarios, en los que se incluían preparaciones minerales. En mecánica determinaron las leyes de la caída de los cuerpos y llegaron a tener alguna idea de la naturaleza de la gravedad; estaban familiarizados con las teorías de la dinámica. En hidrostática formaron las primeras tablas de gravedades específicas, y escribieron tratados sobre la flotación y la inmersión de los cuerpos en el agua. En óptica corrigieron los errores de los griegos, de que los rayos parten del ojo y tocan el objeto que se ve, introduciendo la hipótesis de que los rayos van del objeto al ojo; comprendieron el fenómeno de la reflexión y refracción de la luz; a Alhazen se debe el gran descubrimiento de la marcha curvilínea de un rayo de luz a través de la atmósfera, y la prueba de que vemos el sol y la luna antes de salir y después de puestos.

Los efectos de esta actividad científica se perciben claramente en las grandes mejoras que experimentaron muchas de las artes industriales. La agricultura lo demuestra por su mejor sistema de riegos, por el hábil empleo [121] de los abonos, por la cría del ganado, por la promulgación de sabias leyes rurales y por la introducción del cultivo del arroz, del azúcar y del café. Vemos en la fabricación el gran desarrollo de las industrias de sedería, de algodón y de lana, y de las del cordoban, del tafilete y del papel; en la minería, fundición y artes metalúrgicas basta recordar la fábrica de armas de Toledo.

Amantes apasionados de la música y de la poesía, dedicaban gran parte de sus ocios a estos elegantes pasatiempos; enseñaron a los europeos el juego del ajedrez y les comunicaron su afición a los romances y novelas; cultivaban con deleite el más grave reino de la literatura; tenían composiciones admirables sobre asuntos tales como la inestabilidad de las grandezas humanas, las consecuencias de la irreligión, los reveses de la fortuna, el origen, duración y fin del mundo. Algunas veces, no sin sorpresa, encontramos en ellos ideas que creemos de nuestro siglo y de las cuales nos envanecemos; así, pues, nuestras doctrinas modernas sobre la evolución y el desarrollo se enseñaban en sus escuelas, y a la verdad, las llevaban más lejos de lo que nosotros nos atrevemos a hacer hoy día, extendiéndolas hasta las cosas inorgánicas o minerales. El principio fundamental de la alquimia era el proceso natural del desarrollo de los cuerpos metálicos. «Cuando el vulgo, dice Al-Khazini, que escribió en el siglo XII, oye decir a los filósofos que el oro es un cuerpo que ha alcanzado el complemento de la madurez, la meta de la perfección, cree firmemente que es alguna cosa que por grados ha ido obteniéndola, pasando sucesivamente por las formas de todos los demás cuerpos metálicos; así que el oro de ellos fue primero plomo, luego estaño, luego bronce, luego plata y finalmente [122] alcanzó el desarrollo del oro; no sabiendo que lo que quieren significar los filósofos con esto es tan sólo algo semejante a lo que dicen cuando hablan del hombre y le atribuyen perfección y equilibrio en su naturaleza y constitución, sin que entiendan que el hombre fue primero toro, se cambió luego en asno, luego en caballo, luego en mono y finalmente se hizo hombre.»


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Draper
Historia de los conflictos
BFE · FGB
 Oviedo 2001
Madrid 1876
páginas 105-122