Juan Guillermo Draper 1811-1882Historia de los conflictos entre la religión y la ciencia, Madrid 1876

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Capítulo XI

La ciencia en relación con la civilización moderna

Ejemplos de la influencia general de la ciencia, tomados de la historia de América. – Introducción de la ciencia en Europa. – Se transmite, de los moros de España a la Italia superior, y fue favorecida por la residencia de los papas en Aviñón. – Efectos de la imprenta, de la aventuras marítimas y de la Reforma. – Establecimiento de las sociedades científicas italianas. – Influjo intelectual de la ciencia. – Cambio que en el modo y dirección del pensamiento causa en Europa. – Las memorias de la Real Sociedad de Londres y de otras sociedades científicas suministran pruebas de ello. – El influjo económico de la ciencia se prueba por los numerosos inventos físicos y mecánicos hechos, desde el siglo decimocuarto. – Su influencia en la salud y la vida doméstica y en las artes de la paz y la guerra. – Contestación a la pregunta: ¿qué ha hecho la ciencia por la humanidad?

La Europa en la época de la Reforma, nos da un ejemplo del resultado de las influencias romanas en cuanto a promover la civilización. La América, examinada del mismo modo en la época actual, nos presenta un ejemplo de la influencia de la ciencia.

En el curso del siglo XVII, se establecieron los europeos esparcidos por las costas occidentales del Atlántico. [298] Atraídos por la pesca del bacalao occidental en Terra-Nova, tenían los franceses una pequeña colonia al Norte del San Lorenzo; los ingleses, los holandeses y los suecos ocupaban la costa de Nueva Inglaterra y los estados del centro; algunos hugonotes vivían en las Carolinas; los españoles fueron a la Florida, atraídos por el rumor de que había allí una fuente de eterna juventud. Detrás de la zona de aldeas que habían edificado estos aventureros, había un vasto y desconocido país habitado por indios errantes, cuyo número desde el golfo de Méjico hasta el San Lorenzo, no excedía de ciento ochenta mil. Por ellos, habían sabido los europeos que en aquellas regiones solitarias había mares de agua dulce y un gran río que llamaban el Mississippi; algunos decían que corría por la Virginia al Atlántico, otros que por la Florida, aquellos que desembocaba en el Pacífico, éstos que en golfo de Méjico. Separados estos emigrados de la madre patria por el tempestuoso Atlántico, en cuya travesía se empleaban varios meses, parecían perdidos para el mundo.

Pero, antes de concluir el siglo XIX, los descendientes de aquel débil pueblo han llegado a ser uno de los mayores poderes de la tierra. Establecieron una república, cuyo dominio se extendía del Atlántico al Pacífico; con un ejército de más de un millón de hombres, no en el papel, sino en el campo, han derrotado a un enemigo doméstico; han tenido en el mar una escuadra de cerca de setecientos barcos, con cinco mil cañones, algunos de ellos los más pesados del mundo. Las toneladas de estos buques subían a medio millón. En defensa de su vida nacional han gastado en menos de cinco años algo más de cuatro mil millones de duros. El censo tomado periódicamente demostró que la población se duplicaba cada [299] veinte y cinco años, lo que justifica la esperanza de que al fin de este siglo contará cerca de cien millones de almas.

Un continente silencioso se había transformado en una escena de industria, que ensordecía el aire con el ruido de la maquinaria y la actividad de los hombres. Donde había un bosque virgen, hubo cientos de ciudades y pueblos. El comercio encontró alimento con el algodón, el tabaco y los productos alimenticios; las minas contenían inmensas cantidades de oro, hierro y carbón; iglesias sin cuento, colegios y escuelas públicas, atestiguaban que una influencia moral vivificaba esta actividad material; la locomoción ocupaba un lugar preferente: sus ferro-carriles excedían en longitud a todos los de Europa reunidos. En 1873, los ferro-carriles de Europa tenían una longitud de sesenta y tres mil trescientas sesenta millas; y los de América, setenta mil seiscientas cincuenta. Uno de ellos cruza el continente, reuniendo el Atlántico y el Pacífico.

Pero no sólo estos resultados materiales los dignos de mencionarse; otros de interés moral y social nos obligan a fijar nuestra atención. Cuatro millones de negros esclavos han sido emancipados, y si la legislación se inclinaba hacia algún partido, era al partido del pobre; su intento era sacarlo de la pobreza y mejorar su suerte; una carrera se abría al talento, y esto sin restricción alguna: todo era posible para la inteligencia y la aplicación; muchos de los oficios públicos más importantes estaban ocupados por hombres que habían salido de las clases más humildes de la sociedad. Si no había igualdad social, como tiene que suceder en todo el país rico y próspero, había igualdad civil, rigorosamente mantenida.

Puede decirse tal vez que mucha parte de esta prosperidad [300] material nace de condiciones especiales, como nunca se han presentado antes a ningún otro pueblo. Había un vasto y abierto teatro de acción, un continente entero, dispuesto para el que quisiera tomar posesión de él; nada más que valor y actividad se necesitaba para apoderarse de la naturaleza y coger los abundantes tesoros con que brindaba.

Pero ¿no deben estar animados de un gran principio los hombres que sucesivamente transforman las primitivas soledades en centros de civilización, que no desmayan ante las sombrías florestas, o los ríos, o las montañas, o los temibles desiertos, que siguen adelante su conquista por un continente en el transcurso de un siglo y llegan a dominarlo? Pongamos encontraste los resultados de la invasión de Méjico y el Perú por los españoles, quienes derribaron una asombrosa civilización, en muchos conceptos superior a la suya, civilización que se había efectuado sin hierro ni pólvora, civilización basada en una agricultura sin caballos, ni bueyes, ni arados. Los españoles tenían una amplia base de donde partir y ningún obstáculo en su progreso; arruinaron todo cuanto habían creado los hijos aborígenes de América; millares de estos infortunados fueron destrozados por su crueldad, y naciones que por muchos siglos habían vivido en el contento y la prosperidad, bajo instituciones que su historia demuestra que les eran apropiadas, fueron entregadas a la anarquía; el pueblo cayó en una vergonzosa superstición, y una gran parte de sus tierras y propiedades vino a ser patrimonio de la Iglesia romana.

He escogido los ejemplos anteriores sacados de la historia de América, con preferencia a otros muchos que hubiera podido tomar de la Europa, porque suministran una prueba del poder del principio activo sin estar [301] perjudicado por condiciones extrañas. Los progresos políticos europeos son más complejos que los americanos.

Antes de considerar su manera de obrar y sus resultados, relataré brevemente cómo se introdujo en Europa el principio científico.

Introducción de la ciencia en Europa.

No sólo habían llevado las Cruzadas por muchos años vastas sumas a Roma, arrancadas al temor o a la piedad de las naciones cristianas: también habían aumentado el poder papal hasta un extremo peligroso. En el gobierno dualista que prevalecía en toda Europa, había correspondido la supremacía al espiritual, siendo el temporal poco más que su servidor.

De todas partes y bajo toda clase de pretextos, ríos de oro corrían rápidamente hacia Italia; los príncipes temporales observaron que tan sólo les habían dejado escasos y pobres recursos. Felipe el Hermoso, rey de Francia (año 1300) determinó, no sólo evitar esta sangría en sus dominios, prohibiendo la exportación de oro y plata sin su licencia, sino que también acordó que los predios eclesiásticos y del clero le pagasen tributo; lo que produjo una violenta contienda con el Papa. El Rey fue excomulgado, y en represalias, éste acusó al papa Bonifacio VIII de ateísmo, pidiendo que fuese juzgado por un concilio general. En vio a Italia algunas personas de confianza, que se apoderaron de Bonifacio en su palacio de Anagni, tratándolo con tanta dureza que murió en pocos días; su sucesor, el pontífice Benedicto XI, fue envenenado.

El rey de Francia estaba decidido a que el papado se [302] purificase y se reformara; a que no fuera por más tiempo propiedad de unas cuantas familias italianas que diestramente cambiaban por dinero la credulidad de Europa, y a que predominase la influencia francesa. Vino por lo tanto a un arreglo con los cardenales; un arzobispo francés fue elevado al pontificado y tomó el nombre de Clemente V. La corte papal fue trasladada a Aviñón, en Francia, y Roma fue abandonada como metrópoli de la cristiandad.

Setenta años transcurrieron antes que el papado volviese a la Ciudad Eterna (año 1376). La disminución de su influencia en la Península, por esta causa, dio ocasión al memorable movimiento intelectual que pronto se manifestó en las grandes ciudades comerciales de la Italia superior; hubo también al mismo tiempo otros sucesos propicios. El éxito de las Cruzadas había quebrantado la fe de toda la cristiandad. En una época en que la prueba por las ordalías del combate se aceptaba universalmente, habían concluido aquellas guerras dejando la Tierra Santa en poder de los sarracenos; los muchos miles de guerreros cristianos que habían vuelto de ellas, no vacilaban en declarar que habían encontrado a sus antagonistas, no como los había pintado la Iglesia, sino valientes, corteses y justos. Por las alegres ciudades del Sur de Francia se desarrolló el gusto a la literatura romántica; los errantes trovadores cantaban sus composiciones, que no eran sólo de amores y guerras; con frecuencia sus trovas referían las atrocidades que se habían perpetrado por la autoridad papal, las matanzas religiosas del Languedoc y los ilícitos amores de los clérigos. De los moros de España habían venido las ideas caballerescas de la gentileza y el valor, y con ellas el noble sentimiento del «honor personal», destinado [303] en el transcurso del tiempo a dar sus leyes a Europa.

La vuelta del Pontífice a Roma distó mucho de restablecer sus influencia en la Península italiana. Más de dos generaciones habían pasado desde su partida, y aunque hubiera vuelto con su fuerza original, no habría podido resistir los progresos intelectuales verificados durante su ausencia. El papado volvió, sin embargo, no para dominar, sino para ser dividido y hallarse con el gran cisma. De sus disensiones, salieron dos papas rivales; luego, tres; todos pretendían imponerse, todos maldecían a sus antagonistas. Pronto se desarrolló un sentimiento de indignación en toda Europa y un deseo de que concluyeran escenas tan vergonzosas. ¿Cómo podía el dogma del vicario de Dios en la tierra, el dogma de un Papa infalible, ser sustentado en presencia de tales escándalos? Aquí está la razón que tuvieron los eclesiásticos ilustrados de aquellos tiempos (y que para desgracia de Europa no se llevó a cabo) para pedir que un concilio general fuese el parlamento religioso permanente de todo el continente, con el Papa como su primer jefe ejecutivo.

Si este intento se hubiese llevado a efecto, no existiría hoy conflicto entre la ciencia y la religión; se habrían evitado las convulsiones de la Reforma y no hubieran nacido las luchas de las sectas protestantes. Pero los concilios de Constanza y Basilea fracasaron en quebrantar el yugo italiano, fracasaron en conseguir este noble resultado.

El catolicismo se debilitaba de esta suerte, y a medida que se sacudía el manto de plomo que cubría al mundo, se desarrollaba la inteligencia del hombre. Los sarracenos habían inventado el método de hacer papel de trapos de hilo y algodón; los venecianos habían importado de [304] China a Europa el arte de imprimir. La primera de estas invenciones era esencial a la segunda; desde este momento y sin que fuera posible oponerse, hubo comunicación intelectual entre todos los hombres.

La invención de la imprenta fue un rudo golpe para el catolicismo, que había gozado previamente de la inapreciable ventaja el monopolio de la comunicación. Desde su solio central, podían diseminarse órdenes a todos los rangos eclesiásticos, fulminándose luego desde el púlpito; este monopolio y el asombroso poder que confería fue destruido por la prensa; en los tiempos modernos la influencia del púlpito ha llegado a ser insignificante y ha sido suplantada completamente por los periódicos.

Sin embargo, no cedió el catolicismo, sin luchar, sus antiguas ventajas; tan pronto como se percibió la tendencia inevitable el nuevo arte, una cortapisa bajo forma de censura fue establecida; era necesario para imprimir un libro obtener licencia, lo cual exigía que el libro fuese leído, examinado y aprobado por el clero, que extendía un certificado de que la obra era ortodoxa. Una bula de excomunión se publicó en 1501 por Alejandro VI contra los impresores que diesen a luz doctrinas perniciosas. En 1515, el concilio lateranense mandó que no se imprimieran libros que no hubiesen sido inspeccionados por los censores eclesiásticos, bajo pena de excomunión y multa; advirtiéndose a los censores «que tomasen el mayor cuidado en que no se imprimiese nada contrario a la fe ortodoxa.» Se tenía miedo a la discusión religiosa y aterraba la idea de que apareciese la verdad.

Pero esta lucha insensata del poder de la ignorancia no tuvo éxito; la comunicación intelectual entre los hombres estaba asegurada. Culminó en los modernos periódicos, [305] que diariamente dan noticias de todas las partes del mundo y la lectura vino a ser una ocupación común. En la antigua sociedad, muy pocas personas comparativamente poseían este arte; la sociedad moderna debe a este cambio su carácter más notable.

Tal fue el resultado de imprtar en Europa la fabricación del papel y la imprenta; del mismo modo, la introducción de la aguja de marear fue seguida de imponentes efectos morales y materiales: fueron estos el descubrimiento de América, a consecuencia de rivalidades entre venecianos y genoveses por el comercio de la India; la vuelta al África por Gama y la circunnavegación de la tierra por Magallanes. Respecto de esta última, la más grande de todas las empresas humanas, debe recordarse que el catolicismo había adoptado irrevocablemente la doctrina del dogma de la tierra plana, con un firmamento como piso del cielo y infierno bajo el mundo. Algunos padres cuya autoridad era inatacable, como hemos dicho ya antes, habían presentado argumentos filosóficos y religiosos contra la teoría globular de la tierra. La controversia fue cortada súbitamente y la Iglesia sorprendida en un yerro.

La corrección de este error geográfico no fue la única consecuencia importante que se obtuvo de los tres grandes viajes. El espíritu de Colón, de Gama y Magallanes se difundió entre todos los hombres emprendedores de la Europa occidental. La sociedad había vivido hasta aquí bajo el dogma de «lealtad al rey, obediencia a la Iglesia»; había vivido, pues, para los otros y no para sí misma; el efecto político de ese dogma había culminado en las cruzadas; millares sin cuento habían perecido en guerras que no les proporcionaban ninguna recompensa y cuyo resultado había sido una completa derrota. La [306] experiencia había revelado el hecho de que los únicos que ganaban eran los pontífices, los cardenales y otros eclesiásticos de Roma, y los armadores de Venecia. Pero cuando se supo que las riquezas de Méjico, el Perú y las Indias podían alcanzarse por todo el que tuviera valor e intrepidez, los móviles que habían animado a las activas poblaciones de Europa cambiaron repentinamente. Las historias de Cortés y de Pizarro encontraron lectores entusiastas en todas partes, y las aventuras marítimas sustituyeron al entusiasmo religioso.

Si tratamos de aislar el principio que hay en el fondo del maravilloso cambio social que tuvo lugar entonces, podemos reconocerlo con gran facilidad: hasta aquí todo hombre había dedicado sus servicios a su superior feudal o eclesiástico; y ahora había resuelto apropiarse el fruto de su trabajo, él mismo. El individualismo iba haciéndose predominante y la lealtad iba descendiendo a sentimiento; ahora veremos qué ocurría respecto a la Iglesia.

El individualismo descansa en el principio de que el hombre debe ser dueño de sí mismo, tener libertad para formular sus opiniones e independencia para llevar a cabo sus resoluciones. Está por lo tanto siempre en lucha con sus semejantes y su vida en la exhibición de su energía.

Apartar de la vida de Europa el estancamiento de tantos siglos, vivificar súbitamente lo que hasta entonces había sido una masa inerte, enseñar el individualismo, era ponerla en conflicto con las influencias que la habían oprimido. Durante los siglos XIV y XV, luchas sin descanso demostraron lo que iba a suceder. En los principios del XVI (1517) se libró la batalla. El individualismo se personificó en un testarudo monje alemán, y por lo tanto, quizás necesariamente, adoptó una forma teológica. [307] Hubo algunas escaramuzas preliminares sobre indulgencias y otras materias de menor importancia; pero muy pronto la verdadera causa de la disputa se hizo claramente visible. Martín Lutero rehusó creer del modo que le había mandado por sus superiores eclesiásticos de Roma que lo hiciera, y afirmó que tenía el derecho inalienable de interpretar la Biblia por sí solo.

A primera vista no percibió Roma en Martín Lutero sino un monje vulgar, insubordinado, pendenciero; si la Inquisición hubiera podido echarle el guante, pronto hubiese dado fin al asunto; pero al propagarse el conflicto, se descubrió que Martín no estaba solo; muchos miles de hombres, tan resueltos como él, vinieron en su ayuda, y mientras él combatía con los libros y la pluma, los otros fortalecían sus proposiciones con la espada.

Los ultrajes que se prodigaron a Lutero fueron tan crueles como ridículos. Se declaró que su padre no era el marido de su madre, sino un incubo prolífico que se había seducido a ésta; que después de diez años de lucha con su conciencia, se había vuelto ateo; que negaba la inmortalidad del alma; que había compuesto himnos en honor de la embriaguez, vicio que le dominaba; que blasfemaba de las Sagradas Escrituras y particularmente de Moisés; que no creía una sola palabra de cuanto predicaba; que llamaba a la epístola de Santiago una cosa de paja, y sobre todo, que la reforma no era su obra, sino que se debía en realidad a cierta posición astrológica de las estrellas; era un dicho vulgar entre los eclesiásticos romanos que Erasmo había puesto el huevo de la Reforma y que Lutero lo había empollado.

Roma cometió al principio el error de creer que aquello no era más que una sublevación casual, y no conoció que era en efecto la culminación de un movimiento interno [308] que durante dos siglos había ido labrando en Europa y engrosando en fuerzas por momentos; sólo la existencia de tres papas y tres obediencias, hubieran forzado ya a los hombres a pensar, a deliberar y a fallar por sí mismos. Los concilios de Constanza y Basilea les enseñaron que había un poder más alto que el de los papas. Las largas y sangrientas guerras que siguieron fueron terminadas por la paz de Westfalia; y entonces se vio que la Europa central y septentrional se habían libertado de la tiranía intelectual de Roma, que el individualismo había conseguido se designio y establecido el derecho que todo hombre tiene de pensar por sí propio.

Pero era imposible que, establecido este derecho del libre examen, se limitase a rechazar el catolicismo. Al principio del movimiento, algunos de sus hombres más distinguidos, como Erasmo, que se contaba entre sus primeros promovedores, lo abandonaron. Se apercibieron de que muchos de los reformadores sentían por la instrucción profundo desdén, y les atemorizó la idea de caer bajo el dominio de los caprichos devotos. Habiendo fundado así su existencia el partido protestante, por disentimiento y separación, debió a su vez someterse a la ación de los mismos principios: era inevitable una descomposición de muchas de las sectas subordinadas, y éstas, que ya nada tenían que temer de su gran adversario italiano, empezaron a atacarse unas a otras. Como en los diversos países, ya una secta, ya otra, alcanzaron el poder, se mancharon por las crueldades que ejercieron en sus contrarios. Las represalias mortales que siguieron, cuando, por las vicisitudes del tiempo, el partido oprimido vino a ser opresor, convencieron a sus contendientes de que debían conceder a sus competidores lo que pedían para ellos mismos, y así por sus disensiones [309] y crímenes, se obtuvo el gran principio de la tolerancia. Pero la tolerancia es solo un estado intermedio; y a medida que la descomposición intelectual del protestantismo avance, este estado transitorio conducirá a una condición más noble y elevada, esperanza de la filosofía en todas las edades pasadas del mundo: a un estado social en que haya completa libertad de pensamiento. La tolerancia, excepto cuando se impone por el terror, puede tan sólo venir de los que son capaces de comprender y respetar otras opiniones que las suyas; por lo tanto, sólo puede venir de la filosofía. La historia nos enseña con demasiada elocuencia, que el fanatismo es estimulado por la religión y neutralizado o extirpado por la filosofía.

El verdadero objeto de la reforma era desterrar del catolicismo las ideas y el rito pagano que le habían impuesto Constantino y sus sucesores en su tentativa de reconciliarlo con el imperio romano. Los protestantes deseaban volverle a su primitiva pureza: y de aquí que, mientras restablecían las antiguas doctrinas, desterraron las prácticas de la adoración de la Virgen María y la invocación de los santos. La Virgen, según nos aseguran los evangelistas, había aceptado los deberes de la vida matrimonial y dio a su marido varios hijos; en la idolatría dominante había dejado de ser considerada como la mujer del carpintero, alcanzando el puesto de reina del cielo y de madre de Dios.

La ciencia de los árabes siguió la ruta invasora de su literatura, que había penetrado en la cristiandad por dos vías: el Mediodía de Francia y la Sicilia. Favorecida por el destierro de los papas a Aviñón y por el Gran Cisma, hizo buen camino en la Italia superior. La filosofía inductiva o aristotélica, vertida del sarraceno por Averroes, [310] hizo muchos adeptos secretos y no pocos amigos públicos; halló muchos espíritus dispuestos a recibirla y en aptitud de apreciarla. Entre éstos se hallaba Leonardo de Vinci, que proclamó el principio fundamental de que el experimento y la observación son los únicos fundamentos del raciocinio científico; que el experimento es el solo intérprete veraz de la naturaleza y esencial para la averiguación de sus leyes. Demostró que la acción de dos fuerzas perpendiculares sobre un punto es igual a la diagonal de un rectángulo cuyos lados representan aquéllas, pasar de esto a la proposición de las fuerzas oblicuas era muy fácil; esta proposición fue vuelta a descubrir por Stevin un siglo más tarde y aplicada por él a la explicación de las fuerzas mecánicas. Vinci presentó una exposición clara de al teoría de las fuerzas aplicadas oblicuamente a la palanca, descubrió las leyes del rozamiento, demostradas más tarde por Amontons, y comprendió el principio de las velocidades virtuales. Trató de las condiciones de la caída de los cuerpos en plano inclinado y en arcos circulares, inventó la cámara oscura, discutió exactamente algunos problemas fisiológicos y entrevió algunas de las grandes conclusiones de la geología moderna, como la naturaleza de los restos fósiles y la elevación de los continentes. Explicó el fenómeno de la luz cenicienta; con prodigiosa variedad de genio, descolló como escultor, arquitecto e ingeniero; estaba completamente versado en la astronomía, la anatomía y la química de su tiempo; en pintura, fue rival de Miguel Ángel y en competencia con él se el consideró como su superior. Su Última Cena en el muro del refectorio del convento dominico de Santa María delle Grazie, es bien conocido por los numerosos grabados y copias que se han sacado de ella. [311]

Establecida firmemente de una vez en el Norte de Italia, pronto se extendió la Ciencia por toda la península. El número creciente de sus adeptos, lo indica la multiplicación y aumento de las sociedades científicas. Eran éstas imitación de las moriscas que habían existido antes en Córdoba y Granada. Como monumento para señalar el paso por donde ha venido la influencia civilizadora, existe todavía la Academia de Tolosa, fundada en 1345. Representaba, sin embargo, la literatura gaya del Sur de Francia y era conocida bajo el título caprichoso de Academia de Juegos florales. La primera sociedad para promover el estudio de la ciencia fue la Academia Secretorum Naturae, fundada en Nápoles por Bautista Porta, y disuelta, como cuenta Tiraboschi, por las autoridades eclesiásticas. La Linceana fue fundada por el príncipe Federico Cesi en Roma, y su divisa claramente indica su objeto; un lince, con los ojos vueltos al cielo, desgarra con sus uñas un cerbero de tres cabezas. La Academia del Cimento, establecida en Florencia en 1657, celebraba sus sesiones en el palacio ducal. Duró diez años, siendo suprimida a instancias del gobierno papal, y nombrado cardenal, en compensación, el hermano del gran Duque. Contaba entre sus socios a muchos hombres eminentes, como Torricelli y Castelli; las condiciones que se exigían para ser admitido en ella eran abjurar toda fe y dedicarse a la investigación de la verdad. Estas sociedades sacaron a los amantes de la ciencia del aislamiento en que hasta entonces habían vivido, y promoviendo su comunicación y relaciones, fortificaron la energía y actividad de todos ellos. [312]

Influjo intelectual de la ciencia.

Volviendo ahora de esta digresión, de este bosquejo histórico de las circunstancias bajo las cuales fue introducida la ciencia en Europa, paso a considerar su manera de obrar y sus resultados.

El influjo de la ciencia en la civilización moderna se ha manifestado de dos modos: 1º, intelectualmente; 2º, económicamente. Bajo estos títulos podemos considerarla con provecho.

Intelectualmente, derribó la autoridad de la tradición, rehusó aceptar, a menos de venir acompañada de pruebas, la decisión de ningún maestro, por honorable o eminente que fuera su nombre. Las condiciones para la admisión en la Academia italiana del Cimento y el mote adoptado por la Real Sociedad de Londres, prueban la actitud que tomó en este punto.

Rechazó las pruebas sobrenaturales y milagrosas en las discusiones físicas. Abandonó las señales divinas de los judíos de los antiguos tiempos, y negó que pudiera demostrarse un hecho por ningún medio ajeno al asunto, rompiendo así con la lógica que había prevalecido por muchos siglos.

En investigaciones físicas, era su modo de proceder apreciar el valor de cualquier hipótesis propuesta, ejecutando cálculos en cada caso especial, sobre la base o principio de aquella hipótesis, y luego, practicando algún experimento o verificando alguna observación, averiguar si su resultado concordaba con el del cálculo, y si no, se rechazaba la hipótesis.

Podemos ahora presentar dos o tres ejemplos de este modo de proceder. [313]

Sospechando Newton que la influencia de la atracción terrestre, la gravedad, pudiera llegar hasta la Luna, y ser la fuerza que la obliga a girar en su órbita alrededor de la Tierra, calculó que, por su movimiento en su órbita era desviada de la tangente trece pies cada minuto; pero averiguando el espacio que recorren en un minuto los cuerpos que caen en la superficie de la Tierra, y suponiéndolo disminuido en razón inversa de los cuadrados, resultaba que la atracción en la órbita lunar hubiera sido para un cuerpo colocado en ella, de quince pies por minuto; por lo tanto, consideró su hipótesis como insostenible por aquel entonces. Pero ocurrió que Picard poco después llevó a cabo con más exactitud una nueva medición de un grado; esto cambió el tamaño calculado de la Tierra, y la distancia de la Luna que estaba medida en semidiámetros terrestres. Newton reanudó de nuevo sus cálculos, y como ya hemos relatado en páginas anteriores, cuando iba llegando al fin, previendo que la concordancia era muy posible, fue tal su agitación, que se vio obligado a pedir a un amigo que los concluyera. La hipótesis era fundada.

Un segundo ejemplo ilustrará suficientemente el método que estamos considerando. Lo encontramos en la teoría química del flogisto. Stahl, autor de ella, aseguraba que hay un principio inflamable, al que daba el nombre de flogisto, que tenía la propiedad de unirse a los cuerpos; así pues, cuando lo que llamamos ahora un óxido metálico estaba unido a él, se producía un metal; y si se le separaba el flogisto volvía el metal a su anterior condición térrea u oxidada. Por este principio, pues, los metales eran cuerpos compuestos, tierras combinadas con flogisto.

Pero durante el siglo XVIII se introdujo la balanza como [314] instrumento en las investigaciones químicas; ahora bien, si la hipótesis del flogisto era verdadera, sucedería que un metal sería más pesado, y su óxido más ligero, puesto que el primero contenía alguna cosa, el flogisto, que se le había agregado al último. Pero pesando una cantidad de cualquier metal y luego el óxido producido por él, se demostraba que el último era más pesado, y en consecuencia, la falsedad de la teoría del flogisto. Más adelante, continuando las investigaciones, se pudo demostrar que los óxidos o cales, como se solían llamar, se hacían más pesados combinándose con uno de los ingredientes del aire.

Se atribuye generalmente a Lavoisier este experimento capital; pero el hecho de que el peso de un metal aumenta por la calcinación, era conocido de los primeros experimentadores de Europa, y desde luego de los químicos árabes. Lavoisier, sin embargo, fue el primero en reconocer su gran importancia, y en sus manos produjo una revolución en la química.

El abandono de la teoría del flogisto es una prueba de la prontitud con que se derriban las hipótesis científicas cuando les falta concordancia con los hechos; la autoridad y la tradición pasan desatendidas y todo se establece haciendo un llamamiento a la naturaleza; se sabe que las contestaciones que ésta da a las interrogaciones prácticas son siempre verdaderas.

Comparando ahora los principios filosóficos sobre los que funciona la ciencia, con los principios sobre los que descansa la Iglesia, vemos que mientras la primera repudia la tradición, es ésta el principal apoyo de la última; mientras la primera insiste en la conformidad del cálculo y la observación o la correspondencia entre el raciocinio y el hecho, la última se inclina a los misterios; mientras [315] la primera rechaza sumariamente sus propias teorías si ve que no pueden coordinarse con la naturaleza, la última encuentra mérito en una fe que ciegamente acepta lo inexplicable, en una contemplación satisfactoria «de las cosas superiores a la razón.» Su antagonismo creció cada día más; por parte de la una, había un sentimiento de desdén; por el de la otra, de odio. Los testigos imparciales percibían que por todos lados iba la ciencia minando a la Iglesia.

Las matemáticas habían venido a ser el gran instrumento de investigación y de razonamiento científico. En cierto modo, puede decirse que reduce las operaciones del espíritu a un proceso mecánico, pues sus símbolos a veces evitan el trabajo de pensar. El hábito de la exactitud mental que estimularon se extendió a todos los ramos del pensamiento, produciendo una revolución intelectual; no era posible por más tiempo satisfacerse con la prueba milagrosa ni con la lógica que se había aceptado en la Edad Media, y no sólo influyó este hábito en la manera de pensar, sino que cambió la dirección del pensamiento; podemos convencernos de esta verdad comparando los asuntos discutidos en las memorias de las distintas sociedades científicas, con las elucubraciones que habían ocupado la atención de la Edad Media.

Pero el uso de las matemáticas no estaba limitado a la comprobación de las teorías; como se ha indicado antes, suministró también medios de predecir lo que hasta entonces había pasado desatendido, contraponiéndose así a las profecías eclesiásticas. El descubrimiento de Neptuno es un ejemplo de esta clase que nos presta la astronomía, y el de la refracción cónica, nos lo facilita la teoría óptica de las ondulaciones.

Pero mientras este gran instrumento conducía a tan [316] maravilloso desarrollo de la ciencia natural, sufría el mismo mejoras importantes. Hagamos observar en pocas líneas sus progresos.

El germen del álgebra puede descubrirse en las obras de Diofanto de Alejandría, que se supone vivió en el siglo II de nuestra era. En aquella escuela egipcia, había obtenido Euclides, primeramente, las grandes verdades geométricas, ordenándolas luego lógicamente. Arquímedes en Siracusa había intentado la resolución de más grandes problemas, por el método de exhaución. Tal era la tendencia de las cosas, que si hubiese seguido el patrocinio de la ciencia se habría inventado el álgebra inevitablemente.

A los árabes debemos nuestro saber de los rudimentos del álgebra y el nombre que lleva esta rama de las ciencias matemáticas; habían agregado cuidadosamente a los restos de la escuela alejandrina los progresos obtenidos en la India, comunicando al asunto cierta forma y consistencia. El conocimiento del álgebra tal cual lo poseían, fue trasmitido a Italia hacia principios del siglo XIII, y atrajo tan poca atención que casi pasaron trescientos años antes de que apareciese ninguna obra europea sobre el asunto. En 1496 Paccioli publicó su libro titulado: Arte Maggiore o Alghebra. En 1501 Cardano de Milán dio un método para las soluciones de las ecuaciones cúbicas; otras mejoras fueron añadidas por Escipión Ferreo en 1508, por Tartalea y por Vieta. Los alemanes se apoderaron entonces del asunto, y debe notarse que en aquel tiempo la numeración se hallaba en un estado imperfecto.

La geometría de Descartes, publicada en 1637, contiene la aplicación del álgebra a la definición e investigación de las líneas curvas, y constituye época en la historia [317] de las ciencias matemáticas. Dos años antes había aparecido la obra de Cavalieri sobre los indivisibles; este método fue mejorado por Torricelli y otros. Ya estaba el camino abierto para el desarrollo del cálculo infinitesimal, del método de las fluxiones de Newton y del cálculo diferencial e integral de Leibnitz. Aunque en su poder muchos años antes, nada publicó Newton sobre las fluxiones hasta 1704: la notación imperfecta que empleó, hizo que se retardase mucho la aplicación de su método. Mientras tanto, en el continente, gracias a la brillante solución de algunos de los más elevados problemas verificada por los Bernouillis, era aceptado universalmente el cálculo de Leibnitz, perfeccionándolo muchos matemáticos. Un desarrollo extraordinario de la ciencia tuvo lugar entonces y continuó todo el siglo. Al teorema del binomio, previamente descubierto por Newton, agregó Taylor en su Método de incrementos el célebre teorema que lleva su nombre, en 1715. El cálculo de las diferencias parciales fue introducido por Euler en 1734, extendido por D’Alembert y seguido del de variaciones por Euler y Lagrange, y del método de las funciones derivativas por Lagrange, en 1772.

Pero no era solamente en Italia, Alemania, Inglaterra y Francia donde se verificaba este gran movimiento en las matemáticas; Escocia, con el gran invento de los logaritmos por Napier de Merchiston, había agregado un nuevo diamante a la diadema intelectual que ceñía su frente. Es imposible formarse idea adecuada de la importancia de este invento incomparable. Los físicos y astrónomos modernos estarán muy conformes con las exclamación de Briggs, profesor de matemáticas del colegio de Gresham: «¡Jamás vi un libro que más me agradase, ni que me causara más asombro!» No sin razón el [318] inmortal Keplero consideraba a Napier «como el más grande hombre de su siglo en la ciencia a que se había consagrado.» Napier murió en 1617; no es exagerado decir que este invento, simplificando los trabajos, duplica la vida del astrónomo.

Pero debo detenerme aquí; debo recordar que no es ahora mi objeto hacer la historia de las matemáticas, sino considerar lo que la ciencia ha hecho por el adelanto de la civilización del mundo; y en seguida se presenta la pregunta: ¿Cómo es que la Iglesia no ha producido un geómetra en su autocrático reinado de mil doscientos años?

Respecto a las matemáticas puras puede hacerse esta observación: su cultivo no exige medios que no se hallen al alcance de muchos individuos; la astronomía necesita su observatorio, la química su laboratorio, pero las matemáticas sólo piden disposición personal y algunos libros; no requiere grandes gastos ni el auxilio de ayudantes. Pudiera creerse que nada podría ser más a propósito, nada más delicioso aún para el retiro de la vida monástica.

¿Responderemos con Eusebio: «Por el desprecio con que miramos esos inútiles trabajos, no nos ocupamos de ellos; volvemos nuestras almas al ejercicio de cosas mejores?» ¡Cosas mejores! ¿Qué puede ser mejor que la verdad absoluta? ¿Son mejores los misterios, los milagros y las imposturas? ¡Estas eran las que había sembradas en la senda!

La autoridad eclesiástica había reconocido desde el principio de la invasión científica que las ideas que ésta iba diseminando eran absolutamente inconciliables con la teología corriente; luchó contra ella directa e indirectamente; tan grande fue su odio a la ciencia experimental, que creyó alcanzar una gran victoria con la supresión [319] de la Academia del Cimento. No estaba, empero, este sentimiento vinculado en el catolicismo. Cuando se fundó la Real Sociedad de Londres se dirigió contra ella el odio teológico con tal saña, que sin duda hubiese sido extinguida, si el Rey Carlos II no le hubiera prestado su franco y leal apoyo. Se la acusaba de intentar «destruir la religión establecida, ofender las universidades y derribar el antiguo y sólido saber».

Sólo tenemos que recorrer las páginas de sus Memorias, para comprender cuanto ha hecho esta Sociedad por los progresos de la humanidad. Fue organizada en 1662, y se ha interesado en todo el gran movimiento científico y en todos los descubrimientos que se han hecho desde entonces. Publicó los Principios de Newton; promovió el viaje de Halley, primera expedición científica emprendida por un gobierno; hizo experimentos sobre la transfusión de la sangre, y aceptó el descubrimiento de Harvey de la circulación. El estímulo que dio a la inoculación hizo que la reina Carolina cediese seis condenados a muerte para ensayarla, y que luego prestase para la operación sus propios hijos. Debido a su protección, realizó Bradley sus grandes descubrimientos de la aberración de las estrellas y de la nutación del eje de la Tierra; a estos dos descubrimientos, dice Delambre, debemos la exactitud de la astronomía moderna. Promovió la perfección del termómetro, medida de la temperatura, y del reloj de Harrison, el cronómetro, medida del tiempo. Por ella se introdujo el calendario gregoriano en Inglaterra en 1752, contra una violenta oposición religiosa. Algunos de sus miembros fueron perseguidos por las calles por una plebe ignorante y furiosa, que creía que le habían robado once días de su vida y fue necesario ocultar el nombre del padre Walmesley, jesuita instruido, [320] que había mostrado gran interés en el asunto; ¡se dijo que Bradley, que murió durante el tumulto, había sufrido el castigo que el cielo le había impuesto por su crimen!

Si intentara hacer justicia a los méritos de esta gran sociedad, tendría que dedicar muchas páginas a asuntos semejantes, al anteojo acromático de Dollond, a la máquina divisoria de Ramsden, que dio precisión por primera vez a las observaciones astronómicas, a la medición de un grado en la superficie de la Tierra por Mason y Dixon; las expediciones de Cook en la relación con el paso de Venus; su viaje de circunnavegación; su demostración de que el escorbuto, ese azote de los viajes largos, puede evitarse con el uso de sustancias vegetales; las expediciones polares; la determinación de la densidad de la Tierra por los experimentos de Maskelyne en Schehallion, y por los de Cavendish; el descubrimiento del planeta Urano por Herschel; la composición del agua por Cavendish y Watt; la determinación de la diferencia de longitud entre Londres y París; el invento de la pila voltaica; el catastro de los cielos por los dos Herschel; el desarrollo del principio de las interferencias por Young y establecimiento de la teoría ondulatoria de la luz; la ventilación de las prisiones y otros edificios; la introducción del gas en el alumbrado público; la determinación de la longitud del péndulo de segundos, la medición de la variación de la gravedad en distintas latitudes; las operaciones para averiguar la curvatura de la Tierra; la expedición polar de Ross; el invento de la lámpara de seguridad por Davy y su descomposición de los álcalis y tierras; los descubrimientos electro-magnéticos de Oersted y Faraday; las máquinas calculadoras de Babbage; las disposiciones tomadas a instancias de Humboldt para la fundación [321] de observatorios magnéticos, el estudio de las perturbaciones magnéticas actuales en la superficie de la Tierra. Pero es imposible en el limitado espacio de que dispongo presentar ni aun el catálogo de su Memorias. Su espíritu era idéntico al que animaba a la Academia del Cimento y su divisa «Nullius in verba.» Proscribía la superstición, y sólo permitía el cálculo, la observación y el experimento.

No debe suponerse, ni por un momento, que en estas grandes tentativas, en estas grandes empresas, estuviese sola la Real Sociedad. En todas las capitales de Europa había Academias, Institutos o Sociedades tan distinguidas y tan afortunadas en promover el saber humano y la civilización moderna.

Influjo económico de la ciencia.

El estudio científico de la naturaleza tiende, no sólo a corregir y ennoblecer las concepciones intelectuales del hombre, sino que sirve también para mejorar su condición física, sugiriéndole perpetuamente la idea de hacer aplicación de sus descubrimientos a las necesidades de la vida.

La investigación de los principios es rápidamente seguida por los inventos prácticos; ésta es ciertamente la fisionomía característica de nuestra época y ha producido una gran revolución en la política nacional.

En los tiempos primitivos, se hacía la guerra para procurarse esclavos. Un conquistador transportaba poblaciones enteras y les imponía trabajos forzados, pues solamente con el trabajo humano era como podían los hombres ayudarse. Pero cuando se descubrió que los agentes físicos y las combinaciones mecánicas podían emplearse [322] con incomparable ventaja, sufrió un cambio la política pública; cuando se reconoció que la aplicación de un nuevo principio o el invento de una máquina era mejor que la adquisición de un esclavo más, la paz vino a ser preferible a la guerra; y no solo eso, sino que naciones que poseían gran cantidad de esclavos o siervos, como América y Rusia, viendo que a las consideraciones de humanidad se unían las de interés, dieron libertad a sus siervos.

Así, pues, vivimos un periodo en que es característico sustituir con máquinas el trabajo humano o animal; las invenciones mecánicas han causado una revolución social; acudimos a lo natural, no a los sobrenatural, para realizar nuestros propósitos. Con esta civilización moderna que así se presenta, es con la que no quiere reconciliarse el catolicismo. El papado proclama en alta voz su inflexible oposición a semejante estado de cosas, e insiste en que se restablezcan tal cual se hallaban en la Edad Media.

Que un pedazo de ámbar, cuando se le frota, atrae y repele los cuerpos ligeros, era un hecho conocido seiscientos años antes de Cristo, y permaneció aislado y sin estudiar, como un mero pasatiempo, hasta mil y seiscientos años después de la era cristiana; sometido luego a los métodos científicos de la discusión matemática, al experimento y a las aplicaciones prácticas de sus resultados, ha permitido a los hombres comunicarse instantáneamente a través de los continentes y bajo los mares. Ha centralizado el mundo, permitiendo a la autoridad soberana trasmitir sus órdenes sin mirar la distancia ni el tiempo, ha hecho una revolución en la política y ha condensado su poder.

En el Museo de Alejandría había una máquina inventada [323] por Heron, el matemático, unos cien años antes del nacimiento de Cristo; giraba por medio del vapor y tenía la forma de lo que llamamos ahora un eolipilo. Esto, que era el germen de uno de los mayores inventos hechos en el mundo, fue considerado como un objeto curioso durante mil y setecientos años.

El azar no entra como elemento alguno en la invención de las modernas máquinas de vapor; han sido producto de la meditación y el experimento. A mediados del siglo XVII, varios ingenieros mecánicos intentaron utilizar las propiedades del vapor, y sus trabajos recibieron un gran perfeccionamiento por Watt a mediados del siglos XVIII.

La máquina de vapor vino a ser pronto el obrero de la civilización, ejecutando el trabajo de muchos millones de hombres; dio ocasión para superiores cosas a todos los que se hubieran visto condenados a una vida de trabajo mecánico. El que en otro tiempo era fuerza motriz, podía ahora pensar.

Las primeras aplicaciones que se le dieron fueron a las bombas, donde sólo se necesitaba fuerza. Pronto, sin embargo, dio pruebas de su delicadeza de tacto en las artes industriales del hilado y tejido. Creó grandes establecimientos fabriles y surtió de telas al mundo, cambió la industria de las naciones.

En sus aplicaciones, primero a la navegación fluvial y luego a la marítima, cuadruplicó la velocidad que se había obtenido hasta entonces. En vez de cuarenta días, que se invertían en cruzar el Atlántico, se tardan hoy ocho. Pero en el transporte terrestre se mostró su poder de un modo más sorprendente. El admirable invento de la locomotora permitió al hombre viajar más, en menos de una hora, que antes en más de un día. [324]

La locomotora no sólo ha ensanchado el campo de actividad del hombre, sino que, disminuyendo las distancias, ha aumentado la capacidad de la vida humana; y por el transporte rápido de los productos fabriles y agrícolas, ha venido a ser el incentivo más eficaz de la industria.

La navegación oceánica por el vapor fue grandemente mejorada por el invento del cronómetro, que hace posible saber con exactitud la situación de un buque en el mar. El gran obstáculo para el adelanto de la ciencia en la Escuela de Alejandría fue la falta de instrumentos para medir el tiempo y la temperatura: del cronómetro y el termómetro; la invención del último es ciertamente esencial para la del primero. Las clepsidras o relojes de agua se habían ensayado, pero carecían de exactitud. De una de ellas, adornada con los signos del zodiaco y destruida por algunos primitivos cristianos, hace notar San Policarpo de un modo significativo: «En todos estos monstruosos demonios se ve un arte enemigo de Dios.» Hasta cerca de 1680, no empezó el cronómetro a aproximarse a la exactitud; Hooke, contemporáneo de Newton, le agregó el volante con muelle en espiral, y distintos escapes se idearon sucesivamente, como el de áncora, el de punto muerto, el dúplex y el remontoir. Se tomaron precauciones para corregir las variaciones producidas por la temperatura, y más tarde alcanzó su perfección por Harrison y Arnold, llegando a ser en sus manos una exacta medida de la marcha del tiempo. A la invención del cronómetro, debe agregarse la del sextante de reflexión de Godfrey, que permitía hacer observaciones astronómicas a pesar del movimiento del buque.

Los adelantos de la navegación oceánica han ejercido un poderoso influjo en la distribución de la humanidad, [325] aumentando la entidad y alterando el carácter de la colonización.

Pero no son sólo estos grandes descubrimientos e invenciones, producto de la investigación científica, los que cambian la suerte de la raza humana; otros muy pequeños, quizá insignificantes individualmente considerados, han llevado a cabo por su combinación efectos sorprendentes. El naciente estudio de la ciencia en el siglo XIV dio estímulo maravilloso al talento inventivo, dirigido sobre todo a resultados prácticos útiles; esto fue más tarde grandemente reforzado con el sistema de los privilegios, que asegura al inventor una porción razonable de los beneficios de su ingenio. Basta referir a la ligera algunos de estos adelantos, y en seguida apreciaremos lo mucho que nos han servido. La introducción de las sierras mecánicas proporcionó pavimentos de madera para las casa, desterrando los de yeso, ladrillo o piedra; los adelantos que abarataron la fabricación del vidrio nos dieron las ventanas de cristales, haciendo posible el caldeo de las viviendas. Sin embargo, hasta el siglo XVI no se pudo usar el cristal cómodamente, pues entonces se introdujo el diamante para cortarlo. La adición de las chimeneas purificó la atmósfera de las habitaciones, ahumadas y ennegrecidas como las chozas de los salvajes, procurando este indescriptible bien de los países septentrionales, un hogar alegre. Hasta entonces, un agujero en el techo para dar salida al humo, una excavación en medio del piso para el combustible y una tapadera para cubrirlo, cuando sonaba la campana sobrevenía la noche, eran los tristes e insuficientes medios de calefacción.

Aunque no sin cruda resistencia por parte del clero, empezaron los hombres a pensar que las pestes no [326] eran castigos que Dios imponía a la sociedad por sus pecados religiosos, sino consecuencias físicas del desaseo y la miseria; que el verdadero medio de evitarlas no es invocar a los santos, sino procurar la limpieza personal y municipal. En el siglo XII, se hizo necesario embaldosar las calles de París que estaban convertidas en cloacas, y al momento disminuyeron las disenterías y las fiebres palúdicas, consiguiéndose un estado sanitario semejante al de las ciudades moriscas de España que habían sido embaldosadas siglos atrás. En esta hoy día hermosa metrópoli, se prohibió criar cerdos, ordenanza que lastimó a los monjes de la abadía de San Antonio, los que pidieron que a los cochinos de este santo se les permitiera ir adonde quisiesen; el gobierno transigió la cuestión, mandando que les colgasen campanillas al cuello. El rey Felipe, hijo de Luis el Gordo, murió a consecuencia de la caída de su caballo, que tropezó con una marrana. Se publicaron órdenes prohibiendo verter las aguas sucias por las ventanas. En 1879, un testigo presencial, el autor de este libro, a la conclusión del poder pontifical en Roma, vio que, paseando por las asquerosas calles de esta ciudad, era más necesario ocuparse del suelo que observar el cielo para conservar la limpieza personal. Hasta principios del siglo XVII, no fueron barridas las calles de Berlín; había una ley que mandaba que todo campesino que viniese al mercado con su carro había de llevárselo cargado de basura.

El embaldosado fue seguido de tentativas, a veces imperfectas, de construcción de arroyos y alcantarillas; se había hecho patente a todos los hombres reflexivos que esto era necesario para la conservación de la salud, no sólo en las ciudades sino en las casas aisladas. Luego siguió el alumbrado público; al principio, los habitantes, [327] de las casa con fachada a la calle estuvieron obligados a poner velas o lámparas en ellas; más tarde, se intentó el sistema que se había seguido con tanta ventaja en Córdoba o Granada, de tener lámparas públicas, pero esto no llegó a su perfección hasta el siglo actual, cuando se inventó el alumbrado de gas; y al mismo tiempo que el alumbrado público, se organizaron los serenos y la policía.

En el siglo XVI, los inventos mecánicos y los adelantos fabriles ejercieron notable influencia en la vida social y doméstica. Había espejos y relojes en los muros, y campanas sobre las chimeneas; aunque en muchas partes el fuego de la cocina se alimentaba siempre con turba, el uso del carbón empezó a propagarse. La mesa del comedor ofreció nuevas delicadezas: el comercio le traía productos extranjeros; las ásperas bebidas del Norte fueron sustituidas por los delicados vinos del Mediodía; se construyeron neveras; el cerner la harina, costumbre introducida en los molinos de viento, había dado un pan más blanco y fino. Por grados, las cosas raras se hicieron comunes, como el maíz, la patata, el pavo, y, notable entre todas, el tabaco. Los tenedores, invención italiana, desterraron el sucio empleo de los dedos; puede decirse que la alimentación del hombre civilizado sufrió un cambio radical. El té vino de la China; el café, de Arabia; el uso del azúcar, de la India, y éste, en grado no insignificante, sustituyó a los licores fermentados. Las alfombras ocuparon el lugar de las tongas de paja; en las habitaciones aparecieron camas mejores, y en los armarios ropa más limpia, que se mudaba con más frecuencia. En muchas ciudades, fueron sustituidos los acueductos por fuentes públicas y bocas de riego; los cielos rasos, que en otros tiempos hubieran estado cubiertos de hollín [328] y polvo, se decoraban ahora con frescos ornamentales. Los baños se usaron con frecuencia y era menos necesario acudir a los perfumes para ocultar los propios olores. Un gusto creciente por los inocentes placeres de la horticultura se manifestó en la introducción de muchas flores exóticas en los jardines; el jacinto oriental, la aurícula, la corona imperial, la azucena de Persia, el ranúnculo, la caléndula africana; en las calles, aparecieron las literas, las carrozas, y sobre todo, los coches de alquiler.

Entre los rudos campesinos se abrieron paso los adelantos mecánicos, y gradualmente alcanzaron los útiles para arar, sembrar, trillar, segar y aventar, la perfección de nuestra época.

Empezó a reconocerse, a despecho de las predicaciones de las órdenes mendicantes, que la pobreza es la fuente del crimen y el obstáculo para el saber; que conseguir las riquezas por el comercio es mucho mejor que adquirir el poder por la guerra. Pues, aunque puede ser cierto, como dice Montesquieu, que mientras el comercio une a las naciones, indispone a los individuos y trafica con su moralidad, sólo él puede dar unidad al mundo: su sueño, su esperanza, es la paz universal.

Aunque, en vez de algunas páginas, harían falta volúmenes para relatar debidamente las mejoras que han tenido lugar en la vida social y doméstica desde que la ciencia empezó a ejercer su benéfico influjo y el talento inventivo vino en auxilio de la industria, hay algunas cosas que no pueden pasarse en silencio. En el puerto de Barcelona habían sostenido los califas un importantísimo comercio, y secundados por los negociantes judíos, habían adoptado o mejorado muchos inventos comerciales, que, con otros conocimientos de ciencia pura, trasmitieron al comercio europeo. La teneduría de libros [329] por partida doble se introdujo de esta suerte en la Italia superior; distintas clases de seguros fueron adoptadas, aunque fuertemente combatidos por el clero, que veía en los seguros marítimos y de incendios un atentado contra la Providencia. El seguro de la vida era considerado como una injerencia en la voluntad de Dios. Las casas de préstamos con interés, esto es, los bancos y Montes de piedad, fueron cruelmente condenados, y en especial se excitó la indignación contra los que cobraban crecidos intereses, que eran anatemizados como usura, sentimiento que existe aún en el día de hoy en ciertas naciones atrasadas. Se adoptaron las letras de cambio en su forma y redacción actuales, fundándose el oficio de notario público y protesto de los documentos no pagados. Ciertamente puede decirse, con poca exageración, que entonces se introdujo el mecanismo comercial que hoy se usa. Ya he hecho notar que, a consecuencia del descubrimiento de América, había cambiado la faz de Europa. Muchos ricos negociantes italianos y muchos judíos emprendedores se habían establecido en Holanda, Inglaterra y Francia, llevando a esos países los hábitos comerciales. Los judíos, que no se cuidaban de las maldiciones del Papa, se enriquecían, gracias al decreto pontifical, prestando dinero a interés crecido; pero Pío II, conociendo el yerro que se había cometido, retiró la prohibición. Los Montes de piedad fueron al fin autorizados por León X, que amenazó con excomulgar a los que se escribiesen contra ellos. A su vez, los protestantes mostraron desagrado contra estos establecimientos autorizados por Roma. Como el dogma teológico de que la peste y los temblores de tierra eran castigos inevitables de Dios por los pecados de los hombres, empezaba a no ser creído, se intentó contener sus progresos, estableciendo las [330] cuarentenas. Cuando el descubrimiento mahometano de la inoculación fue traído de Constantinopla en 1721 por Lady María Wortey Montagu, fue tan vigorosamente combatido por el clero, que se hizo necesario que lo adoptase la familia real de Inglaterra para que se extendiese. Una resistencia análoga se presentó cuando Jenner introdujo su gran mejora de la vacuna; sin embargo, hace un siglo era raro ver una cara que no estuviese marcada por las viruelas; hoy día la excepción es ver una desfigurada. Del mismo modo, cuando el gran descubrimiento americano de los anestésicos se aplicó a los casos de obstetricia, fue atacado, no por razones fisiológicas, sino bajo el pretexto de que era un atentado impío huir de la maldición lanzada contra la mujer en el Génesis, III, 16.

El genio inventivo no se limitó a producir creaciones útiles, y agregó otras agradables. Poco después de la introducción de la ciencia en Italia, las casas de los aficionados empezaron a contener sorprendentes curiosidades mecánicas de todas clases, o, como se decía, efectos mágicos; entre ellos figura en primer término la linterna mágica. No sin motivo detestaban los eclesiásticos la filosofía experimental, por una razón de no escasa importancia: el juglar se convertía en rival afortunado del hacedor de milagros. Los fraudes piadosos, usuales en las iglesias, perdieron su encanto al ponerse en competencia con los juegos del mago de la plaza pública; éste tragaba llamas, andaba sobre carbones encendidos, mordía un hierro candente, sacaba de su boca cestos de huevos y hacía maravillas con muñecos. No obstante, la antigua idea de lo sobrenatural se destruía con dificultad. Un caballo, a quien su dueño había enseñado varias habilidades, fue juzgado en Lisboa en 1601, [331] convicto de hallarse poseído por el demonio, y quemado. Todavía después de esa época subieron muchas brujas a la hoguera.

Una vez introducidos con decisión, no han cesado de progresar a paso redoblado los inventos de todo género: uno provoca a otro y continuamente minan lo sobrenatural. De Dominis empezó, completándola Newton, la explicación del arco iris; demostraron que no era un arma de guerra de Dios, sino un efecto de los rayos luminosos en las gotas de agua. De Dominis fue atraído a Roma por la promesa de un arzobispado y la esperanza de un capelo cardenalicio; alojado en una hermosa residencia, pero atentamente espiado, se le acusó de haber sugerido un pacto entre Roma e Inglaterra; fue preso en el castillo de Sant Angelo y allí murió; lleváronlo en su féretro ante un tribunal eclesiástico, que le juzgó como hereje y arrojaron su cuerpo con un montón de libros heréticos a las llamas. Franklin, demostrando la identidad del rayo y la electricidad, privó a Júpiter de sus celestiales armas. Las maravillas de la superstición fueron sustituidas por los prodigios de la verdad. Los dos telescopios, el reflector y el acromático, inventos del pasado siglo, permitieron al hombre penetrar en la infinita grandeza del universo, reconocer, en cuanto es posible, sus espacios ilimitados, sus tiempos sin medida; y un poco más tarde el microscopio acromático puso ante sus ojos el mundo de lo infinitamente pequeño. El globo le arrastró sobre las nubes, la campana de buzo le llevó al fondo de los mares; el termómetro le dio la verdadera medida de las variaciones de calor, el barómetro de la presión del aire; la introducción de la balanza dio exactitud a la química y probó la indestructibilidad de la materia. El descubrimiento del oxígeno, el hidrógeno y [332] otros muchos gases; el aislamiento del aluminio, el calcio y otros metales demostraron que no la tierra, ni el aire, ni el agua son elementos. Una empresa que nunca será bastante elogiada, la del paso de Venus, dio motivo para enviar expediciones a diferentes regiones, y se determinó la distancia de la Tierra al Sol. El camino recorrido por la inteligencia humana entre 1456 y 1759 se demuestra por el cometa de Halley; cuando apareció en el primero de estos años fue considerado como mensajero de la venganza de Dios y anuncio de horrorosas calamidades, con guerras, hambres y pestes. Por orden del Papa, todas las campanas de la cristiandad repicaron para ahuyentarlo, teniendo los fieles que duplicar sus rezos; y como estas oraciones habían tenido buen éxito en los eclipses, sequías y grandes lluvias, también se declaró en esta ocasión que el Papa había alcanzado una victoria sobre el cometa. Pero al mismo tiempo Halley, guiado por las revelaciones de Keplero y Newton, había descubierto que sus movimientos, lejos de ser regidos por las súplicas de la cristiandad, eran guiados en una órbita elíptica por el destino, y sabiendo que la naturaleza le había negado la oportunidad de presenciar el cumplimiento de su atrevida profecía, suplicó a los astrónomos venideros que vigilasen su reaparición en 1759, en cuyo año se verificó precisamente.

Quien quiera que con su espíritu imparcial examine lo que ha hecho el catolicismo por el progreso intelectual y material de Europa durante su largo reinado, y lo que ha hecho la ciencia durante su breve periodo de acción, puede, estoy persuadido de ello, venir a concluir en que, al formular una comparación, ha establecido un contraste. Y sin embargo, ¡cuán imperfecto, cuán impropio es el catálogo de hechos que he presentado en las [333] páginas anteriores! Nada he dicho del desarrollo de la instrucción por la difusión de las artes, de la escritura y lectura, por las escuelas públicas y la creación, en consecuencia, de una sociedad que lee; del modo que se forma la opinión pública por los periódicos y revistas; el poder del periodismo; la difusión de las noticias públicas y privadas por el correo y los transportes económicos; las ventajas individuales y sociales de los anuncios en los periódicos; nada he dicho del establecimiento de los hospitales cuyo primer ejemplar es el Hotel de los Inválidos de París; nada, de la mejora de las prisiones, de las casas de corrección, establecimientos penitenciarios y asilos, y del tratamiento de los locos, pobres y criminales; nada, de la construcción de canales, de las medidas de salubridad pública, de los censos y estadísticas; nada, de la invención de la estereotipia, del blanqueo por el cloro, de los prodigios de la industria algodonera, que nos ha proporcionado ropa barata, asegurando, por lo tanto, la limpieza, la salud y el bienestar; nada, de los grandes adelantos de la medicina y la cirugía o de los descubrimientos fisiológicos, del cultivo de las bellas artes, de los progresos de la agricultura y de la economía rural, de la introducción de los abonos químicos y de la maquinaria de campo; no he hecho referencia de la fabricación del hierro y sus numerosas industrias afines, de las fábricas de tejidos, de las colecciones o museos de historia natural, antigüedades y curiosidades. No he hecho mención de los grandes inventos de la misma maquinaria, como los cepillos, planas, &c., y otros muchos mecanismos que permiten construir aparatos de una precisión casi matemática; nada he dicho acerca de los ferrocarriles, ni del telégrafo eléctrico, ni del cálculo, la litografía, la máquina neumática o la batería voltaica, del [334] descubrimiento de Urano y Neptuno y de más de cien asteroides; de la relación de los enjambres meteóricos con los cometas; nada, de las expediciones de mar y tierra, que han enviado varios gobiernos para la averiguación de importantes fenómenos astronómicos o geográficos; nada, de los costosos y delicados experimentos que ha sido preciso hacer para averiguar los principios fundamentales de la física. He sido tan injusto con nuestro siglo, que no he hecho alusión a algunos de sus mayores triunfos científicos: sus grandes concepciones en historia natural, sus descubrimientos sobre el magnetismo y la electricidad, su invento del hermoso arte de la fotografía, sus aplicaciones del análisis espectral, sus tentativas para sujetar la química a las tres leyes de Avogadro, de Boyle y Mariotte y de Charles; su producción artificial de sustancias orgánicas con cuerpos inorgánicos, que trae consecuencias filosóficas de la mayor importancia; su reconstrucción de la fisiología, introduciendo en ella la química; sus progresos y adelantos en el levantamiento de planos y la exacta representación de la superficie de la Tierra. No he dicho nada de los cañones rayados, ni de los barcos acorazados, ni de la revolución que se ha operado en el arte de la guerra; nada, de este dote de la mujer: la máquina de costura; nada, en fin de las nobles contiendas de las artes de la paz, celebradas triunfalmente en la Exposiciones universales.

¡Qué catálogo no tenemos aquí, y, sin embargo, cuán imperfecto es! Es una rápida ojeada a una conmoción intelectual, sin cesar creciente, una mera lista de las cosas que se presentan al acaso a nuestra vista. ¡Qué contraste tan notable entre esta actividad científica y literaria y el estancamiento de la Edad Media!

El resplandor intelectual que rodea a esta actividad ha [335] repartido innumerables beneficios a la raza humana: en Rusia, ha emancipado una vasta servidumbre; en América, ha hecho libres a cuatro millones de negros esclavos. En vez de la triste sopa a la puerta de los conventos, ha organizado la caridad y dirigido la legislación hacia el pobre. Ha enseñado a la medicina sus verdaderas funciones: prevenir, más bien que curar las enfermedades. En política, ha introducido los métodos científicos, sustituyendo, a la fortuita y empírica legislación, una averiguación laboriosa de los hechos sociales anteriores, para aplicarles remedios legales. Tan notable, tan imponente es la elevación a que el hombre ha llegado, que las atrasadas naciones del Asia desean participar de sus favores. No olvidemos que nuestra acción sobre ellas debe seguirse de su reacción sobre nosotros. Si la destrucción del paganismo se completó cuando todos los dioses fueron llevados a Roma y confrontados; ahora, cuando, por nuestra maravillosa facilidad de locomoción, naciones extranjeras y religiones antagonistas se encuentren frente a frente, los mahometanos, los budistas, los sectarios del brahmanismo, deben ocurrir modificaciones en todos ellos. En este conflicto, sólo la ciencia descansará tranquila, pues nos ha dado ideas más grandes del Universo y más imponentes de Dios.

El espíritu que ha dado vida a este movimiento, que ha animado estos descubrimientos e invenciones, es el individualismo; en algunas almas la esperanza del lucro, en otras más nobles, el deseo de distinguirse; no hay que asombrarse, pues, de que este principio tomara una forma política y que durante el pasado siglo, en dos ocasiones, fuera origen de convulsiones sociales: la revolución americana y la francesa. La primera ha conseguido dedicar todo un continente al individualismo; en [336] él, bajo formas republicanas, antes de concluir el siglo actual, cien millones de individuos sin más restricción que la que reclame su seguridad común, proseguirán su libre carrera. La segunda, aunque ha modificado el aspecto político de Europa y se ha distinguido por operaciones militares sorprendentes, no ha conseguido aún su objeto; una y otra vez ha traído sobre Francia terribles desastres. Su forma de gobierno dualista, su sumisión a dos soberanos, el temporal y el espiritual, la ha hecho sucesivamente jefe y antagonista del progreso moderno. Con una mano entronizó la razón, con la otra restableció y apoyó al Papa. No cesará esta anomalía de su conducta hasta que dé una verdadera educación a todos sus hijos, aún a los del más rústico y humilde campesino.

El ataque intelectual hecho a las opiniones reinantes por la revolución francesa, no fue científico, sino de carácter literario, crítico y agresivo, pero la ciencia nunca ha sido agresora; ha estado siempre a la defensiva, dejando a su antagonista el cuidado de atacar. Además, el disentimiento literario no tiene la fuerza del científico, puesto que la literatura es por esencia local y la ciencia cosmopolita.

Si preguntamos ahora: ¿Qué ha hecho la ciencia por la civilización moderna, por la felicidad y el bienestar de la sociedad? Hallaremos la respuesta del mismo modo que encontramos lo que hizo el cristianismo latino. El lector de los párrafos anteriores deducirá indudablemente que ha habido una mejora en la suerte de nuestra raza; pero cuando apliquemos la piedra de toque de la estadística, la deducción se convertirá en certidumbre. Los sistemas filosóficos y las formas religiosas encuentran la medida de su influencia en los censos de la humanidad. [337] El cristianismo latino, en mi años, no pudo duplicar la población de Europa y no aumentó de un modo sensible la duración de la vida humana. Pero, como ha demostrado el Dr. Jarvis en su Memoria al Tribunal de Sanidad de Massachusetts, en tiempo de la Reforma, «la duración media de la vida en Ginebra era 21,21 años; entre 1814 y 1833 era de 40,68; hoy día, hay más personas que cuenten setenta años, que hace trescientos las había que contasen cuarenta. En 1693, el Gobierno británico tomó dinero prestado, vendiendo anualidades desde la infancia, sobre la base de la duración media. El trato era ventajoso. Noventa y siete años más tarde, otra escala de anualidades se formo bajo las mismas bases que la del siglo anterior; pero estos asegurados vivieron mucho más que sus predecesores, lo que hizo que el empréstito fuera muy oneroso para el Gobierno. Se vio que antes en la primera operación morían diez mil de cada sexo antes de los veintiocho años; y sólo cinco mil setecientos setenta y dos varones y seis mil cuatrocientas diez y seis hembras murieron a la misma edad cien años después.

Hemos ido comparando lo espiritual con lo práctico, lo imaginario con lo real. Las máximas seguidas en ambos periodos han producido sus inevitables resultados. En el primero, la máxima era: «La ignorancia es la madre de la piedad»; y en el segundo: «Saber es poder.»


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Draper
Historia de los conflictos
BFE · FGB
 Oviedo 2001
Madrid 1876
páginas 297-337