Juan Guillermo Draper 1811-1882Historia de los conflictos entre la religión y la ciencia, Madrid 1876

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Capítulo VI

Conflicto relativo a la naturaleza del mundo

Ideas de la escritura sobre el mundo: la Tierra es una superficie plana; lugares en que se hallan el cielo y el infierno. – Ideas científicas: la Tierra es un globo; determinación de su tamaño; su posición y relaciones en el sistema solar. – Los tres grandes viajes. – Colón, Gama y Magallanes. – Circunnavegación de la Tierra. – Determinación de su curvatura por la medida de un grado y por péndulo. – Descubrimientos de Copérnico. – Invención del anteojo. – Galileo ante la inquisición. – Su castigo. – Victoria sobre la Iglesia. – Tentativas para averiguar las dimensiones del sistema solar. – Determinación de la paralaje del Sol por el paso de Venus. – Pequeñez de la Tierra y del Hombre. – Ideas respecto a las dimensiones del universo. – Paralaje de las estrellas. – La pluralidad de los mundos, afirmada por Bruno. – Es preso y muerto por la Inquisición.

Tengo ahora que presentar las discusiones que se suscitaron respecto del tercer gran problema filosófico: la naturaleza del mundo.

La observación superficial del aspecto de la naturaleza nos induce a creer que la Tierra es una extensa superficie plana que sustenta el domo del cielo, dividiendo un firmamento las aguas superiores de las inferiores; que los cuerpos celestes, el Sol, la Luna y las estrellas, siguen su marcha de Este a Oeste, y que su pequeñez y movimiento alrededor de la Tierra inmóvil, acusan su inferioridad. [158] De las varias formas orgánicas que rodean al hombre, ninguna le iguala en dignidad, y de aquí parece justo deducir que todo ha sido criado para su uso; el Sol, con objeto de darle luz durante el día, y la Luna y las estrellas por la noche.

La teología comparada nos enseña que este concepto de la naturaleza ha sido universalmente aceptado en las primeras fases de la vida intelectual. Es la creencia de todas las naciones en todas partes del mundo, al principio de su civilización: geocéntrica, porque hace de la Tierra el centro del universo; antropocéntrica, porque hace del hombre el objeto central de la Tierra. Y no es ésta únicamente la conclusión espontánea que se obtiene de ojeadas inconsideradas sobre el mundo, es también la base filosófica de varias revelaciones religiosas concedidas al hombre de cuando en cuando. Estas revelaciones, por otra parte, le declaran que sobre el domo cristalino del firmamento hay una región de eterna luz y felicidad, el cielo, mansión de Dios y de los ángeles, y quizás también su propia morada después de la muerte; y bajo la Tierra hay una región de eterna oscuridad y miseria, morada de los malos; hay, pues, en el mundo visible una pintura del invisible.

Basados en esta opinión de la estructura del mundo, se han fundado grandes sistemas religiosos, y de aquí que considerables intereses materiales hayan venido en su apoyo. Estos han resistido, a veces de un modo sangriento, a las tentativas hechas para corregir sus incontestables errores, y esta resistencia se fundaba en la sospecha de que afectaban a la localización del cielo y del infierno y al supremo valor del hombre en el universo.

Que estas tentativas se hicieran era inevitable. Tan pronto como el hombre empezó a razonar sobre este asunto [159], tuvo que desconfiar de la afirmación de que la Tierra era un plano indefinido; nadie puede poner en duda que el Sol que vemos hoy es el mismo que vimos ayer; su reaparición todas las mañanas irresistiblemente sugiere que ha pasado por el lado inferior de la Tierra; pero esto es incompatible con el reinado de la noche en aquellas regiones y presenta con más o menos distinción la idea de la forma globular de la Tierra.

La Tierra no puede extenderse indefinidamente hacia abajo, puesto que el Sol no puede en su camino ni perforarla, ni pasar por alguna caverna, ya que sale y se pone por distintos lugares en las diversas estaciones del año; las estrellas también pasan bajo ella en sus movimientos sin fin; debe de haber por lo tanto un espacio libre debajo.

Para conciliar la revelación con estos hechos nuevos, se inventaron sin duda algunos sistemas tales como el presentado por Cosme Indicopleusta en su Topografía cristiana; ya tendremos ocasión de volver a tratar de ésta en las siguientes páginas. Asegura que en la parte setentrional de la Tierra plana hay una montaña inmensa, tras de la cual pasa el Sol, produciéndose así la noche.

En un período histórico muy remoto se había descubierto el mecanismo de los eclipses; los de Luna habían demostrado que la sombra de la Tierra es siempre circular. La forma de la Tierra debe ser globular por lo tanto, puesto que el cuerpo que presenta un sombra circular en todas direcciones ha de ser precisamente una esfera. Otras consideraciones, con las que hoy día está familiarizado todo el mundo, no pudieron dejar de establecer que ésta es en verdad su figura.

Pero la determinación de la estructura de la Tierra no la destronaba de su posición de superioridad; mucho más [160] grande en apariencia que todas las demás cosas, se convino en que debía considerarse, no sólo como el centro del mundo, sino como el mundo mismo; los demás objetos que la acompañan carecen absolutamente de importancia comparados con ella.

Aunque las consecuencias que se desprendían de admitir la forma globular de la tierra afectaban muy profundamente a las ideas teológicas reinantes, eran, sin embargo, de mucha menos importancia que las que dependían de la determinación de su tamaño. No era necesario poseer sino un conocimiento elemental de la geometría para comprender que podían obtenerse ideas correctas sobre este punto midiendo un grado en su superficie; probablemente se intentó hacer esto alguna vez en tiempos remotos y acaso se han perdido los resultados. Eratóstenes lo ejecutó al fin en Egipto, entre Siena y Alejandría, suponiendo que aquella se encontraba exactamente bajo el trópico de Cáncer; los dos lugares no están, sin embargo, en un mismo meridiano y la distancia que hay entre ellos no fue medida, sino estimada. Dos siglos más tarde hizo Posidonio otra tentativa entre Alejandría y Rodas; la brillante estrella Canopo rasaba el horizonte de este último lugar, alcanzando en Alejandría una altura de 7 ½ º. En este caso también, por la dirección tomada al cruzar el mar se estimó la distancia, pero no se midió. Finalmente, como ya hemos referido, el califa Al-Mamun hizo dos series de mediciones; una en las costas del mar Rojo y la otra cerca de Cufa en Mesopotamia. El resultado general de estas diversas observaciones dio como diámetro de la Tierra de siete a ocho mil millas.

Esta determinación aproximada del tamaño de la Tierra tendía a destronarla de su posición dominadora y daba [161] origen a resultados teológicos de mucha transcendencia; ayudaron poderosamente a este fin las antiguas investigaciones de Aristarco de Samos, de la escuela de Alejandría (280 años antes de J.C.). En su tratado de las magnitudes y distancias del Sol y de la Luna, desarrolla el ingenioso, aunque imperfecto método que había aplicado a la resolución de este problema. Muchos años antes había transportado Pitágoras a Europa desde la India una especulación en la que se presentaba al Sol como centro del sistema; a su alrededor, giraban los planetas en órbitas circulares, por este orden de posición: Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter y Saturno; se suponía que cada uno de ellos giraba sobre su eje, al mismo tiempo que se movía alrededor del Sol. Según Cicerón, Nicetas sugirió que admitiendo que la Tierra giraba sobre su eje, se evitaba la dificultad presentada por la inconcebible velocidad de los cielos.

Hay razones para creer que las obras de Aristarco que había en la biblioteca alejandrina fueron quemadas cuando el incendio de César. El único tratado suyo que ha llegado hasta nosotros es el que hemos mencionado más arriba sobre las magnitudes y distancias del Sol y de la Luna.

Aristarco adoptó el sistema de Pitágoras, por ser el que representaba los hechos presentes; esto resultaba del conocimiento adquirido de la asombrosa distancia del Sol, y por lo tanto de su enorme tamaño; el sistema heliocéntrico, que consideraba al Sol como centro del orbe, rebajaba la Tierra hasta un rango subordinado, haciéndola simplemente un individuo del grupo de los seis cuerpos giratorios.

Pero no es esto lo único con que contribuyó Aristarco al adelanto de la astronomía: pues considerando [162] que el movimiento de la Tierra no afecta de un modo sensible a la posición aparente de las estrellas, infirió que éstas se hallan incomparablemente más distantes de nosotros que el Sol. Fue, por lo tanto, de todos los antiguos, como hace notar Laplace, el que tuvo ideas más exactas sobre la magnitud del universo. Vio que la Tierra es de un tamaño absolutamente insignificante, cuando se la compara con las distancias estelares; vio también que sobre nosotros sólo se extienden el espacio y las estrellas.

Pero las opiniones de Aristarco respecto a la colocación de los cuerpos planetarios no fueron aceptadas por la antigüedad; el sistema propuesto por Ptolemeo e incorporado en su Sintaxis se prefirió universalmente. La filosofía física de aquellos tiempos era muy imperfecta; una de las objeciones de Ptolemeo al sistema de Pitágoras era que si la Tierra estaba en movimiento, dejaría al aire y los cuerpos ligeros tras de sí. Por lo tanto colocaba la Tierra en posición central, y por su orden giraban alrededor de ella la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno; más allá de la órbita de Saturno estaba el firmamento de las estrellas fijas; en cuanto a las esferas cristalinas sólidas, que se movían una de Este a oeste y de Norte a Sur la otra, fantasías eran de Eudoxio a las que no alude Ptolemeo.

Es por lo tanto el sistema ptolemaico esencialmente geocéntrico; deja a la Tierra en su posición de superioridad, y de aquí que no arroje la menor sombra sobre las opiniones religiosas cristianas o mahometanas. La inmensa reputación de su autor, la señalada habilidad de su grande obra sobre el mecanismo de los cielos, lo sostuvo por casi mil cuatrocientos años, esto es, desde el segundo siglo hasta el XVI.

La cristiandad empleó la mayor parte de este largo [163] período en disputas repecho a la naturaleza de Dios y en luchas por el poder eclesiástico. La autoridad de los Padres y la creencia predominante de que las Escrituras contenían la suma de todo saber, hacían que no hubiera estímulo para investigar la naturaleza. Si por acaso hubo algún interés pasajero en ciertas cuestiones astronómicas, se cortaba en seguida, haciendo referencia a la autoridad de los escritos de Agustín o de Lactancio, y no apelando a los fenómenos celestes. Tan grande era la preferencia que se daba al saber sagrado sobre el profano, que durante mil quinientos años no produjo la cristiandad ni un solo astrónomo.

Mucho más útil y beneficiosa fue la conducta de los pueblos mahometanos; en ellos, el cultivo de las ciencias data de la toma de Alejandría (638), ocurrida a los seis años de la muerte del profeta. En menos de dos siglos, no sólo se habían familiarizado con los escritos científicos de los griegos, sino que se habían apropiado de sus conocimientos. Como ya hemos mencionado, obtuvo el califa Al-Mamun, debido a su tratado con Miguel III, una copia de la Sintaxis de Ptolemeo, la cual hizo traducir al árabe inmediatamente y vino a ser la gran autoridad de los astrónomos sarracenos; siendo ésta la base de que partieron para resolver algunos de los más importantes problemas científicos. Habían averiguado las dimensiones de la Tierra; registrado y catalogado todas las estrellas visibles en su horizonte, dándoles a las de superior magnitud los nombres que aún llevan en nuestros globos y planisferios; determinaron la verdadera duración del año, descubrieron la refracción astronómica, inventaron el reloj de péndola, perfeccionaron la fotometría de las estrellas, averiguaron la marcha curvilínea de un rayo de luz a través de la atmósfera; explicaron la aparición de la Luna y del Sol [164] sobre el horizonte y por qué vemos estos astros antes del orto y después del ocaso; midieron la altura de la atmósfera, asignándole cincuenta y ocho millas; dieron las verdaderas teorías del crepúsculo y del centelleo de las estrellas, y edificaron el primer observatorio de Europa. Tan minuciosos eran en sus observaciones, que los más hábiles matemáticos modernos han podido hacer uso de ellas. Así Laplace, en su Sistema del mundo, aduce a las observaciones de Albatenio como pruebas incontestables de la disminución de la excentricidad de la órbita terrestre, y emplea las de Ibn-Junis en su discusión sobre la oblicuidad de la eclíptica, así como al tratar de los problemas de las grandes desigualdades de Júpiter y Saturno.

Esto no representa sino una parte, y por cierto la más pequeña, de los servicios prestados por los astrónomos árabes en la solución del problema de la naturaleza del mundo. Mientras tanto, eran tales las tinieblas de la cristiandad y tal su deplorable ignorancia, que no se cuidaba absolutamente del asunto. Su atención estaba concentrada en el culto de las imágenes, la transustanciación, el mérito de los santos, los milagros y las curaciones en los santuarios.

Esta indiferencia continuó hasta fines del siglo XV, y aún entonces no había la menor inclinación hacia la ciencia; los motivos que la hicieron revivir fueron de índole muy distinta y se debieron a rivalidades comerciales; la cuestión de la forma de la Tierra fue definitivamente establecida por tres marinos: Colón, Gama y sobre todos, Magallanes.

El comercio del Asia oriental había sido siempre un manantial de inmensa riqueza para las naciones occidentales que sucesivamente lo habían obtenido. En la Edad [165] media estaba concentrado en la Italia superior y era conducido por dos líneas, una septentrional, por los mares Negro y Caspio (y luego con caravanas de camellos), cuyo cuartel general era Génova, y otra meridional, por los puertos de Siria y Egipto y el mar de Arabia, y cuyo cuartel general era Venecia. Los negociantes que se ocupaban de este último tráfico habían obtenido también grandes ganancias con el servicio de transportes, en las Cruzadas.

Los venecianos habían procurado conservar relaciones amistosas con los poderes mahometanos de Siria y Egipto; les fue permitido instalar consulados en Alejandría y en Damasco, y a pesar de las conmociones militares de que fueron teatro aquellos países, el comercio se mantuvo siempre en un estado hasta cierto punto floreciente. Pero la línea del Norte o de Génova fue cortada por completo por las irrupciones de los tártaros y de los turcos y por los disturbios militares de los países que atravesaba; el comercio oriental de Génova estaba, no sólo en una condición precaria, sino a pique de perderse.

El horizonte visible circular y su depresión en el mar, la aparición y desaparición gradual de los barcos en lontananza, no podían dejar de inclinar el ánimo de los marinos inteligentes a la creencia en la forma globular de la tierra; los escritos de los astrónomos y filósofos mahometanos habían extendido esta doctrina por todo el occidente de Europa; pero, como puede suponerse, fue recibida desfavorablemente por los teólogos. Cuando Génova estaba al borde de su ruina, ocurrióse a algunos de sus marinos que si esta opinión era exacta, podía restablecer sus negocios; un buque que navegase hacia el oeste, pasara el Estrecho de Gibraltar y siguiera por el Océano en la misma dirección, no dejaría de llegar a las [166] Indias Orientales; había además otras grandes ventajas en apariencia; podían transportarse cargamentos pesados sin tanto costo como por la vía terrestre y sin necesidad de fraccionar la mercancía.

Entre los marinos genoveses que sustentaban esta idea se hallaba Cristobal Colón.

Nos cuenta que lo que llamó su atención sobre este asunto fueron los escritos de Averroes; pero entre sus amigos nombra a Toscanelli, florentino, el cual se había dedicado a la astronomía y hecho gran defensor de la forma globular. Encontró Colón en Génova poca protección; invirtió entonces muchos años tratando de interesar a diferentes príncipes en su empresa; su tendencia irreligiosa fue señalada por los eclesiásticos españoles y condenada por el concilio de Salamanca; su ortodoxia fue refutada por el Pentateuco, los Salmos, las Profecías, los Evangelios, las Epístolas y los escritos de los padres San Crisóstomo, San Agustín, San Jerónimo, San Gregorio, San Basilio y San Ambrosio.

Al cabo, sin embargo, sostenido por la reina de España Isabel y ayudado materialmente por la rica familia de los Pinzones, navegantes de Palos, alguno de los cuales le acompañó, zarpó del puerto de palos el 3 de Agosto de 1492, con tres pequeñas carabelas, llevando consigo un despacho del rey Fernando al Gran Khan de Tartaria, y una carta y un mapa construidos sobre la base de los de Toscanelli. Poco antes de media noche, el 11 de octubre de 1492, vio desde el castillo de proa de su barco una luz que se movía a lo lejos, dos horas después, un cañonazo de señal disparado desde otro de los buques le anunció que habían descubierto tierra. Al salir el sol, puso Colón el pie en el Nuevo Mundo.

A su vuelta a Europa se supuso generalmente que [167] había llegado a la parte oriental del Asia, y que por lo tanto su viaje había sido teóricamente afortunado; el mismo Colón murió en esta creencia. Pero los numerosos viajes que pronto se emprendieron, hicieron conocer el contorno general de la costa de América, y el descubrimiento por Balboa del gran mar del Sur, reveló al fin la verdad del caso y el error en que habían caído Toscanelli y Colón; éstos suponían que en un viaje al Oeste no sería mayor la distancia de Europa a Asia que la que hay de Italia al Golfo de Guinea, viaje que Colón había hecho repetidas veces.

En su primer viaje, a la caída de la tarde, el 13 de Septiembre de 1492, hallándose a dos grados y medio al este de Corvo, una de las Azores, observó Colón que las brújulas de los barcos no se dirigían ligeramente hacia el Este del Norte, sino hacia el Oeste; esta variación fue haciéndose más sensible a medida que avanzaba la expedición; sin duda que antes que él notaron otros la declinación de la aguja, pero él fue incontestablemente el primero en descubrir la línea de invariabilidad. En el viaje de retorno se observó lo contrario; la declinación occidental disminuyó hasta cortar el meridiano en cuestión, en el que las agujas marcaron Norte verdadero y luego, al irse aproximando a las costas de Europa la declinación cambió al Este. Colón, por lo tanto, dedujo que la línea de invariabilidad era una línea geográfica fija o límite entre el hemisferio oriental y el occidental. En la bula de Mayo de 1493, el papa Alejandro VI adoptó en consecuencia esta línea, como límite perpetuo entre las posesiones de España y las de Portugal, al decidir sobre las disputas de estas dos naciones; más tarde, sin embargo, se descubrió que la línea se movía hacia el Este, llegando a coincidir con el meridiano de Londres en 1662. [168]

Por la bula del Papa, las posesiones portuguesas quedaron reducidas a las que se hallaban al Este de la línea de invariabilidad; llegó a oídos de aquel Gobierno, por informes obtenidos de ciertos judíos egipcios, que era posible navegar alrededor de África, pues a su extremidad meridional se encuentra un cabo que podía doblarse fácilmente. Una expedición de tres barcos, al mando de Vasco de Gama, se dio a la vela el 9 de Julio de 1497, dobló el cabo el 20 de Noviembre y llegó a Calicut, en la costa de India, el 19 de mayo de 1498. Según la bula mencionada, este viaje al Este daba a los portugueses el derecho al comercio de la India.

Hasta doblar el cabo, el rumbo de los barcos de Gama fue en general hacia el Sur. Muy pronto se notó que la elevación de la estrella polar sobre el horizonte iba disminuyendo, e inmediatamente después de pasar el Ecuador dejó de ser visible; al mismo tiempo otras estrellas, algunas de las cuales formaban magnificas constelaciones, se presentaron a la vista, eran las del hemisferio austral, todo esto estaba en armonía con las esperanzas teóricas fundadas en la aceptación de la forma globular de la tierra.

Las consecuencias políticas que surgieron en seguida colocaron al Gobierno papal en una posición muy embarazosa. Sus tradiciones y su política le impedían admitir ninguna otra forma de la Tierra, sino la aplanada que revelan las escrituras. Ocultar los hechos era tan imposible, como inútil sofisticarlos. La prosperidad comercial abandonó ahora a Génova lo mismo que a Venecia; el frente de Europa había cambiado, el poder marítimo se había trasladado de los países del Mediterráneo a las costas del Atlántico.

Pero el Gobierno español no se avino fácilmente a la [169] ventaja que le había ganado su rival comercial; escuchó con interés el mensaje de un Fernando Magallanes, en el que decía que a la India y a las islas de las especies podía llegarse navegando hacia el Oeste, si tan sólo pudiera encontrarse un estrecho o paso a través de lo que ya se reconocía como «continente americano», y si esto se verificase, España, según la bula del Papa, tendría tanto derecho como Portugal al comercio de la India. Una expedición de cinco buques al mando de Magallanes, con doscientos treinta y siete hombres, zarpó de Sevilla el 10 de Agosto de 1519.

Magallanes, con el mayor ardor, hizo rumbo desde luego hacia la América meridional, con la esperanza de hallar algún paso a través del continente, por el cual pudiera penetrar en el gran mar del Sur. Durante setenta días sufrió las calmas de la línea; sus marineros se aterraron creyendo haber llegado a una región en donde jamás soplaban los vientos y de la que les era imposible huir; calmas, tempestades, sublevaciones, deserciones, nada pudo quebrantar su resolución. Más de un año había transcurrido cuando descubrió el estrecho que lleva su nombre, y según cuenta el italiano Pigafetti que le acompañaba, derramó lágrimas de alegría cuando vio que Dios había querido al fin traerlo adonde pudiera luchar con los desconocidos peligros del mar del Sur, del «Gran Océano Pacífico.»

Reducidos por la necesidad a comer tiras de cuero del aparejo y a beber agua corrompida, morían sus marineros de hambre y escorbuto, mientras que este hombre, firme en su creencia de la forma globular de la tierra, hizo rumbo prestamente al noroeste, y durante cuatro meses no vio tierra alguna habitada. Estimó que había navegado por el Pacífico a lo menos doce mil millas; [170] cruzó el Ecuador, vio otra vez la estrella polar y al cabo pisó tierra en las Ladronas. Allí encontró aventureros de Sumatra; y en una de estas islas fue muerto, o por los salvajes o por sus mismos tripulantes. Su teniente, Sebastián Elcano, tomó entonces el mando del barco, que dirigió al cabo de Buena Esperanza sufriendo espantosas miserias; dobló el cabo finalmente y cruzó por cuarta vez la equinoccial. El 7 de septiembre de 1522, después de un viaje de más de tres años, condujo su barco, el Santa Victoria, a fondear en el puerto de Sanlúcar, cerca de Sevilla. Había ejecutado la más grande empresa que registra la historia de la especie humana. Había dado la vuelta al mundo.

El Santa Victoria, navegando hacia el Oeste, había vuelto a su punto de partida, y las doctrinas teológicas del aplanamiento de la Tierra fueron derribadas por completo.

Cinco años después de efectuado el viaje de Magallanes, se intentó por primera vez en la cristiandad averiguar el tamaño de la Tierra. Fernel, médico francés, que había observado la altura del polo en París, se dirigió hacia el Norte, hasta encontrar un lugar donde ésta tuviese un grado más que en aquella ciudad. Midió la distancia entre las dos estaciones por el número de revoluciones de una de las ruedas de su carruaje, a la cual había adaptado un indicador apropiado, y dedujo que la circunferencia de la Tierra es de cerca de veinticuatro mil cuatrocientas ochenta millas italianas.

Otras mediciones más exactas se llevaron a cabo en varios países; por Snell, en Holanda; por Nerwood, entre Londres y York, y por Picard, bajo los auspicios de la Academia de Ciencias, en Francia. El plan de Picard era unir dos puntos por una serie de triángulos, averiguar [171] así la dimensión de un arco de meridiano comprendido entre ellos, y compararlo con la diferencia de latitud obtenida por observaciones astronómicas. Las estaciones fueron Malvoisine, próxima a París, y Sourdon cerca de Amiens. La diferencia de latitud se determinó observando las distancias zenitales de d Cassiopeae. Hay dos puntos importantes relacionados con la operación de Picard: uno, haber empleado por primera vez instrumentos provistos de anteojos, y otro, que sus resultados confirmaron, como pronto veremos, la teoría de Newton de la gravitación universal.

En este tiempo había llegado a ser patente, merced a consideraciones mecánicas, y en particular a las deducidas por Newton, que puesto que la Tierra es un cuerpo giratorio, su forma no puede ser la de una esfera perfecta, sino la de una esferoide aplanada por los polos, de lo cual se desprende que la longitud de un grado debe ser mayor cerca de aquellos que en el Ecuador.

La Academia Francesa resolvió ampliar la operación de Picard, prolongando las medidas en ambas direcciones, y que el resultado fuese la base de un mapa de Francia más exacto. Algunas dilaciones acontecieron, sin embargo, y hasta 1718 no se completaron las mediciones desde Dunquerque a la extremidad meridional de Francia; surgió una discusión en cuanto a la interpretación de estas medidas, por afirmar unos que indicaban una esferoide prolongada y otros una esferoide aplastada; la primera forma puede representarse groseramente por un limón, y por una naranja la segunda. Para decidir la cuestión, el gobierno francés, apoyado por la Academia, envió dos expediciones a medir un grado de meridiano, una al Ecuador y la otra tan al Norte como fuera posible; la primera fue al Perú y la segunda a [172] la Laponia sueca; ambas expediciones lucharon con grandísimas dificultades, la comisión de Laponia, no obstante, completó sus operaciones mucho antes que la del Perú, que invirtió nada menos que nueve años. Los resultados de las mediciones así obtenidas, confirmaron la esperanza teórica de la forma aplastada. Desde aquel tiempo se han efectuado repetidas veces muchas y muy exactas operaciones de esta clase, entre las que deben mencionarse las de los ingleses, en Inglaterra y en la India, y particularmente la de los franceses cuando la introducción del sistema métrico de pesos y medidas. Se empezó esta última por Delambre y Mechain partiendo de Dunquerque a Barcelona, y de aquí fue extendida por Biot y Arago hasta la isla de Formentera, cerca de Menorca. Su longitud era de cerca de doce grados y medio.

Además de este método de medición directo, puede emplearse para determinar la figura de la tierra el de la observación del número de oscilaciones de un péndulo de igual longitud, en diferentes latitudes. Esto, aunque confirma los resultados anteriores, da una elipticidad algo mayor a la Tierra que la hallada por la medición de grados. El péndulo oscila con más lentitud, a medida que se aproxima al Ecuador; se deduce por lo tanto que este paraje se encuentra más distante del centro de la Tierra.

Según las mediciones de más confianza que se han ejecutado, las dimensiones de la Tierra puede decirse que son:

Diámetro mayor o ecuatorial   . . . . . 7.925 millas.
Diámetro menor o polar   . . . . . . . . 7.899 millas.
Diferencia o aplanamiento polar   . . . . . 26 millas.

Tal fue el resultado de la discusión respecto a la figura y tamaño de la tierra; y cuando estaba todavía sin [173] determinar, surgió otra controversia preñada de consecuencias más graves aún. Fue el conflicto relativo a la posición de la Tierra con relación al Sol y los planetas.

Copérnico, prusiano, hacia el año 1507, concluyó un libro Sobre las revoluciones de los cuerpos celestes. Había viajado por Italia en su juventud y dedicándose a la astronomía, estudiando en Roma las matemáticas. Un estudio profundo de los sistemas ptolemaico y pitagórico le había convencido de la verdad de este último, y apoyarlo era el objeto de su libro; comprendió que sus doctrinas eran totalmente opuestas a la verdad revelada, y previendo que podría acarrearse el castigo de la Iglesia, se expresó con prudencia y de un modo apologético, diciendo que había tomado la libertad únicamente de ensayar si, en el supuesto del movimiento giratorio de la Tierra, era posible hallar una explicación mejor que la antigua de las revoluciones de los mundos celestes; y que al obrar así había usado del privilegio concedido a otros de fingir las hipótesis que querían; el prefacio estaba dirigido al papa Paulo III.

Lleno de aprensiones en cuanto al resultado, se abstuvo de publicar su libro durante treinta y seis años, pensando que «tal vez sería mejor seguir el ejemplo de los pitagóricos y otros, transmitiendo sus doctrinas sólo por tradición y a sus amigos.» A instancias del cardenal Schomberg los publicó al fin en 1543; un ejemplar le fue presentado ya en su lecho de muerte. Su suerte fue la que él había temido; la Inquisición lo condenó como herético, y en el decreto de la Congregación del Índice se prohibía y denunciaba su sistema como «falsa doctrina pitagórica en todo contraria a las Sagradas Escrituras.»

Los astrónomos afirman con razón que el libro de Copérnico [174] De Revolutionibus cambió la faz de su ciencia; estableció de una manera incontestable la teoría heliocéntrica; demostró que la distancia de las estrellas fijas es infinitamente grande, y que la Tierra es un simple punto en el cielo. Adelantándose a Newton, atribuyó Copérnico la atracción al Sol, a la Luna y a los cuerpos celestes; pero se equivocó sosteniendo que los movimientos de los astros debían ser circulares. Las observaciones de la órbita de Marte y sus diferentes diámetros en distintas épocas habían sugerido a Copérnico esta teoría.

Al denunciar, pues, las autoridades eclesiásticas el sistema de Copérnico como contrario a la revelación, obraron sin duda por las consideraciones que de él se desprendían. Destronar a la Tierra de su posición central dominante, para darle muchos rivales y no pocos superiores, parecía que era rebajarla en sus pretensiones a las miradas divinas. Si cada una de las innumerables estrellas es un Sol rodeado de globos giratorios poblados de seres responsables como nosotros; si hemos pecado tan fácilmente y hemos sido redimidos a un precio tan fabuloso como el de la muerte del hijo de Dios, ¿qué era de todos esos seres? ¿No había pecado ninguno de ellos, o no debían pecar como nosotros? ¿Dónde, pues, encontrarían un Salvador?

Durante el año de 1608, Lippershey, holandés, descubrió que, mirando a través de dos lentes combinados de cierto modo, se aumentaba el tamaño de los objetos lejanos, viéndose con gran distinción. Había inventado el anteojo. Al año siguiente, Galileo, florentino, de gran renombre por sus escritos científicos y matemáticos, oyendo el caso, pero sin conocer los detalles de la construcción, inventó una especie de instrumento semejante [175] para su propio uso; mejorándolo progresivamente, consiguió hacer uno que amplificaba treinta veces. Examinando la Luna vio que tenía valles como los de la Tierra y montañas que daban sombras. Se había dicho por los antiguos que en las Pleyadas había habido primeramente siete estrellas; pero la leyenda refería que una había desaparecido misteriosamente. Volviendo su anteojo hacia ellas, vio Galileo que podía contar no menos de cuarenta, y en cualquier dirección que miraba descubría estrellas que eran por completo invisibles a la simple vista.

En la noche del 7 de Enero de 1610 distinguió tres pequeñas estrellas en línea recta, adyacentes al planeta Júpiter; descubrió una cuarta pocas noches después; notó que giraban en órbitas alrededor del cuerpo del planeta, y con alegría reconoció que representaban en miniatura el sistema de Copérnico.

El anuncio de estas maravillas atrajo en seguida la atención universal. Las autoridades espirituales no tardaron en adivinar sus tendencias, como perjudiciales para la doctrina de que el universo estaba hecho para el hombre. En la creación de millares de estrellas, hasta entonces invisibles, seguramente debería de haber otros motivos que el de servir para iluminar sus noches.

Se había objetado a la teoría de Copérnico que si los planetas Mercurio y Venus se movían alrededor del Sol en órbitas interiores a la de la Tierra, deberían presentar fases semejantes a las de la Luna; y que tratándose de Venus, que tan brillante y notable es, estas fases debían ser muy marcadas. El mismo Copérnico había aceptado la fuerza de la objeción e intentado en vano hallar una explicación satisfactoria. Galileo, dirigiendo su anteojo al planeta, descubrió que las esperadas fases [176] existían en efecto; se presentaba un octante, luego un cuarto, luego una elipse y, por fin, un pleno. Antes de Copérnico se había supuesto que los planetas brillaban con luz propia, pero las fases de Venus y de Marte probaron que su luz era reflejada. La noción aristotélica de que los cuerpos celestes difieren de los terrestres por su incorruptibilidad, recibió una ruda sacudida con el descubrimiento de galileo de que hay montañas y valles en la Luna como los de la Tierra, de que el Sol no es puro, sino que tiene manchas en su superficie y gira sobre su eje en lugar de conservarse en su majestuoso reposo. La aparición de estrellas nuevas había arrojado ya serias dudas sobre la teoría de la incorruptibilidad.

Estos y otros muchos hermosos descubrimientos telescópicos tendían al establecimiento de la verdad de la teoría de Copérnico y alarmaron ilimitadamente a la Iglesia; fueron denunciados como fraudes y mentiras por el clero bajo e ignorante; algunos sacerdotes afirmaban que el anteojo podía dar indicaciones de los objetos terrestres, pero que en cuanto a los celestes era distinto; otros declaraban que esta invención era una simple consecuencia de la observación de Aristóteles de que pueden verse las estrellas en pleno día desde el fondo de un pozo profundo. Galileo fue acusado de impostura, herejía, blasfemia y ateísmo. Con idea de defenderse dirigió una carta al abate Castelli, insinuándole que las Escrituras nunca se consideraron como autoridad científica sino sólo como una guía moral; esto empeoró el asunto. Fue citado ante la Santa Inquisición, bajo la acusación de haber enseñado que la Tierra gira alrededor del Sol, doctrina «abiertamente contraria a las Escrituras». Se le ordenó que renunciase a esta herejía, so pena de ser encarcelado; se le obligó a que no enseñase ni defendiese la teoría de [177] Copérnico y a comprometerse a no publicarla ni extenderla en adelante. Sabiendo bien que la verdad no necesita mártires, se conformó con lo que se le exigía y dio la promesa exigida.

Descansó la Iglesia durante dieciséis años; pero en 1632 se atrevió Galileo a publicar su obra titulada Sistema del mundo, siendo su objeto la defensa del sistema de Copérnico. Fue citado de nuevo ante la Inquisición de Roma y acusado de haber asegurado que la Tierra se movía alrededor del Sol; se declaró que había incurrido en la pena de herejía, y de rodillas, con la mano sobre la Biblia, fue obligado a abjurar y detestar la doctrina del movimiento de la Tierra. ¡Qué espectáculo! Este hombre venerable, el más ilustre de su tiempo, forzado por temor a la muerte a negar hechos que sus jueces, lo mismo que él, sabían que eran verdaderos! Fue luego enviado a una prisión, tratado con cruel severidad durante los diez años restantes de su vida, y se le negó sepultura en lugar sagrado. ¿No debía ser falso lo que necesita como apoyo tanta impostura, tanta barbarie? Las opiniones defendidas de este modo por la Inquisición son ahora motivo de burla para todo el mundo civilizado.

Uno de los más grandes matemáticos modernos, refiriéndose a este asunto, dice que el punto que aquí se disputaba era del mayor interés para la humanidad, por el rango que se asignaba al globo que habitamos. Si la Tierra estaba inmóvil en medio del Universo, el hombre tenía derecho a considerarse como el principal objeto de la atención de la naturaleza; pero si la Tierra es tan sólo uno de los planetas que giran alrededor del Sol, un cuerpo insignificante del sistema solar, desaparece por completo en la inmensidad de los cielos, en la cual este sistema [178], tan vasto como aparece a nuestros ojos, es un punto insensible.

El establecimiento triunfante de la doctrina de Copérnico data de la invención del anteojo. Pronto no se encontró en toda Europa un astrónomo que no hubiera aceptado la teoría heliocéntrica con su postulado esencial, el doble movimiento de la Tierra: movimiento de rotación sobre su eje y de revolución alrededor del Sol; si hubieran hecho falta pruebas adicionales del último, las hubiese suministrado el gran descubrimiento de Bradley de la aberración de las estrellas fijas, aberración que depende en parte de la propagación progresiva de la luz, y en parte del movimiento de revolución de la Tierra. El descubrimiento de Bradley se iguala en importancia al de la precesión de los equinoccios. El de Roemer del movimiento progresivo de la luz, aunque denunciado por Fontenelle como un error seductor y no admitido por Cassini, al cabo se abrió camino y fue aceptado por todo el mundo.

Fue luego necesario obtener ideas exactas de las dimensiones del sistema solar, o colocando el problema bajo formas más limitadas, determinar la distancia de la Tierra al Sol.

En tiempo de Copérnico se suponía que la distancia del Sol no excedía de cinco millones de millas, y por cierto había muchos que pensaban que este cálculo era muy exagerado. Del examen de las observaciones de Tycho-Brahe dedujo Keplero, no obstante, que el error existía, pero en opuesto sentido, y que el cálculo debía de aumentarse, lo menos, a trece millones. En 1670 Cassini demostró que estos números eran igualmente discordantes con los hechos, y dio como distancia ochenta y cinco millones. [179]

El paso de Venus por el disco del Sol, el 3 de Junio de 1769, se había pronosticado y se apreciaba su gran valor en la solución de este problema fundamental de la astronomía. Con laudable interés contribuyeron varios gobiernos para el éxito de las observaciones, así que en Europa hubo cincuenta estaciones, en Asia seis, y diecisiete en América. Con este objeto envió el gobierno inglés al capitán Cook a su primer célebre viaje a Otahiti, donde observó con éxito completo. Salió el Sol sin una nube y el cielo continuó despejado durante todo el día; el paso en la estación de Cook duró aproximadamente desde las nueve y media de la mañana hasta las tres y media de la tarde, y todas las observaciones se efectuaron de un modo satisfactorio.

Pero al discutir las observaciones hechas en distintas estaciones, se vio que no había la conformidad que se hubiera deseado, puesto que los resultados variaban desde ochenta y ocho millones a ciento nueve. El célebre matemático Encke, por lo tanto, las revisó de 1822 a 1824 y sacó en conclusión que la paralaje horizontal del Sol, esto es, el ángulo bajo el cual se ve desde el Sol el semidiámetro de la Tierra, es 8576/1000 segundos: esto da por distancia 95.274.000 millas. Más tarde Hansen revisó otra vez las observaciones, y obtuvo por resultado 91.659.000 millas. Últimamente, Le Verrier dedujo 91.759.000. Airy y Stone, por otro método, obtuvieron 91.400.000, y Stone solo, revisando una vez más las antiguas observaciones, 91.730.000; por último, Foucault y Fizeau, por experimentos físicos, determinaron la velocidad de la luz, observación por lo tanto que difería en esencia de los pasos, y obtuvieron 91.400.000. Hasta que los resultados del paso del año próximo (1874) sean conocidos, es necesario, pues, admitir que la distancia [180] de la Tierra al Sol es algo menor de noventa y dos millones de millas.

Determinada una vez esta distancia, pueden averiguarse las dimensiones del sistema solar con facilidad y precisión. Es bastante mencionar que la distancia de Neptuno al Sol, el más remoto de los planetas conocidos hasta hoy, es próximamente treinta veces la de la Tierra.

Con auxilio de estos números podemos empezar a obtener una justa apreciación de la doctrina del destino humano del Universo y de la doctrina de que todo fue hecho para el hombre. Vista desde el Sol, aparece la Tierra como una simple mancha, un tenue grano de polvo alumbrado por sus rayos. Si el lector desea una evaluación más exacta, aparte este libro de su cara unos dos pies y considere uno de los puntos o comas: ¡este punto es varias centenas de veces mayor en superficie que la Tierra vista desde el Sol!

¿De qué importancia puede ser, pues, una partícula casi imperceptible? Ora fuese transportada, ora aniquilada, nada, sin embargo, se echaría de menos. ¿Qué importancia tiene una de esta mónadas humanas, de las cuales pululan en la superficie de este grano de polvo mil millones, si ni un millón de ellas dejaría rastro de su existencia? ¿De qué importancia son el hombre, sus goces, sus dolores?

Entre los argumentos presentados contra el sistema de Copérnico en la época de su publicación, había uno del gran astrónomo dinamarqués Tycho-Brahe, anteriormente aducido por Aristarco contra el sistema de Pitágoras, y que consistía en que si la Tierra, como se afirmaba, giraba alrededor del Sol, debía de haber algún cambio en la dirección en que aparecían las estrellas fijas. En cierto momento nos encontramos más próximos [181] a una región particular del cielo, en una distancia igual a todo el diámetro de la órbita terrestre, que aquel en que estábamos seis meses antes, y de aquí que debiera de haber un cambio en la posición relativa de las estrellas; debían aparecer más separadas al irnos aproximando a ellas y más unidas al irnos alejando, o para usar la expresión astronómica, estas estrellas habían de tener una paralaje anua.

La paralaje de una estrella es el ángulo formado por dos líneas que, partiendo de ella, se terminen una en el Sol y la otra en la Tierra.

En aquel tiempo la distancia de la Tierra al Sol apenas se conocía y se suponía demasiado pequeña; en otro caso, como acontece ahora, que se sabe que esta distancia pasa de noventa millones de millas, o que el diámetro de la órbita terrestre es mayor de ciento ochenta millones, este argumento hubiera sido indudablemente de gran peso.

En contestación a Tycho se dijo que, puesto que la paralelaje de un cuerpo disminuye a medida que aumenta su distancia, una estrella puede hallarse tan distante que su paralelaje sea imperceptible; esta respuesta era exacta, y la determinación de la paralelaje de las estrellas ha dependido de la perfección de los instrumentos para medir ángulos.

La paralaje de a Centauri, hermosa estrella doble del hemisferio austral, que se considera actualmente como la más cercana a nosotros, se determinó por vez primera por Henderson y Maclear en el cabo de Buena Esperanza, en 1832 y 1833. Es aproximadamente de nueve décimos de segundo. De aquí que esta estrella está casi doscientas treinta mil veces más lejos de nosotros que el Sol. Si el Sol fuese bastante grande para llenar la [182] órbita terrestre, o, lo que es lo mismo, que tuviese ciento ochenta millones de millas de diámetro, se vería desde ella como un punto geométrico. Con su compañera gira alrededor de su centro común de gravitación en ochenta y un años, y de esto se desprende que la suma de su masa es menor que la del Sol.

La estrella 61 Cygni es de sexta magnitud; su paralelaje se determinó primero por Bessel en 1838, y es próximamente de un tercio de segundo. Su distancia de nosotros es, por lo tanto, mucho mayor de quinientas mil veces la del Sol; con su compañera gira alrededor de su centro común de gravitación en quinientos veinte años; la suma de sus pesos es igual a un tercio del peso del Sol.

Hay razones para creer que la gran estrella Sirio, la más brillante del cielo, dista de nosotros seis veces más que a Centauri; su diámetro probable es de doce millones de millas, y la luz que emite, doscientas veces más brillante que la del Sol, y sin embargo, ni aún con el auxilio del telescopio presenta diámetro mensurable; parece sólo como una brillante chispa.

Las estrellas, pues, difieren no sólo en magnitud visible, sino también en tamaño real; como el espectroscopio revela, se diferencian grandemente en su composición química y en su constitución física. Este instrumento nos dice también la duración de la vida de una estrella por los cambios de refrangibilidad de la luz que emite. Aunque, como hemos visto, la estrella más próxima a nosotros se halla a una distancia enorme y del todo inconmensurable, éste no es sino el primer paso, pues hay otras cuyos rayos han necesitado miles, quizá millones de años para llegar a nosotros. Los límites de nuestro sistema son inaccesibles para nuestros más poderosos [183] telescopios: ¿qué podemos, pues, decir de los demás sistemas que hay tras él? ¡Los mundos están esparcidos como polvo en los abismos del espacio!

¿Tienen estos cuerpos gigantescos, colocados millares de ellos a tan vasta distancia que nuestra vista no puede distinguirlos sin auxilio; tienen, repito, por solo objeto, como afirman los teólogos, enviarnos su luz? ¿No demuestran sus enormes tamaños, que siendo centros de fuerza, deben ser centros de movimiento, soles de otros sistemas de mundos?

Cuando estos hechos eran aún imperfectamente conocidos (eran, en efecto, más bien teorías que hechos), Jordan Bruno, italiano, que nació siete años después de la muerte de Copérnico, publicó una obra sobre Infinitud del Universo y de los mundos; fue también el autor de Conversaciones de la tarde sobre el miércoles de ceniza, apología del sistema de Copérnico, y de La causa única de todas las cosas; a estas debe agregarse una alegoría publicada en 1584, La expulsión de la bestia triunfante. Había coleccionado también, para uso de los astrónomos futuros, todas las observaciones que pudo hallar respecto a la nueva estrella que apareció de repente en Cassiopea en el año 1572, y aumentó de brillo hasta sobrepujar a todas las demás del cielo, pudiéndose ver fácilmente en pleno día. De pronto, el 11 de Noviembre, alcanzó tanto esplendor como Venus en su época más favorable, y en marzo siguiente decreció hasta hacerse de primera magnitud, mostrando varios colores en pocos meses y desapareciendo en marzo de 1574.

La estrella que apareció súbitamente en la constelación de Serpentario, en tiempo de Keplero (1604), fue al principio más brillante que Venus; duró más de un [184] año; pasó por varios tonos de púrpura, amarillo y rojo, y al cabo se extinguió.

En un principio estuvo Bruno dedicado a la Iglesia como religioso dominico; pero empezó a tener dudas por sus meditaciones sobre la transustanciación y la Inmaculada Concepción. No se cuidaba de ocultar sus opiniones y cayó pronto bajo la censura de las autoridades espirituales, viéndose obligado a refugiarse sucesivamente en Suiza, Francia, Inglaterra y Alemania. Los finos sabuesos del Santo Oficio siguieron su pista sin compasión, y al fin le acosaron hacia Italia; fue preso en Venecia y encerrado en «los plomos» por seis años, sin libros, sin papel, sin amigos.

En Inglaterra había dado conferencias sobre la pluralidad de los mundos, y en este país escribió en su idioma nativo sus obras más importantes. Se aumentó y no poco la exasperación contra él, porque continuamente estaba declamando contra las falsedades e imposturas de sus perseguidores, diciendo que donde quiera que iba hallaba escepticismo barnizado y oculto por la hipocresía, y que no batallaba contra la creencia de los hombres, sino contra la pretendida creencia, puesto que luchaba contra una ortodoxia que no tenía ni moralidad ni fe.

En sus Conversaciones de la tarde decía que las Escrituras nunca habían pretendido enseñar ciencia, sino moral, y que no podían aceptarse como autoridad sobre asuntos astronómicos o físicos; especialmente debemos desechar la opinión que nos revelan sobre la constitución del mundo, de que la Tierra es una superficie plana, sostenida por columnas, y de que el cielo es un firmamento, el suelo del paraíso; al contrario, debemos creer que el Universo es infinito y que está lleno de [185] mundos opacos y luminosos por sí, muchos de ellos habitados, y que nada hay a nuestro alrededor sino espacio y estrellas. Sus meditaciones sobre estos asuntos le habían hecho venir a la conclusión de que las opiniones de Averroes no estaban lejos de la verdad; que hay una Inteligencia que anima al Universo, y de esta Inteligencia es el mundo visible sólo emanación o manifestación originada y sostenida por fuerza derivada de ella misma, y que si se suprimiese esta fuerza, todo desaparecería. Esta perenne Inteligencia que todo lo llena es Dios, que vive en todas las cosas, aún en las inanimadas; que todo está dispuesto para ser organizado, para entrar en la vida. Dios es, por tanto, la causa única de las cosas, el Todo en Todo.

Puede por esta causa ser considerado Bruno entre los escritores filosóficos como intermediario entre Averroes y Espinosa, el último sostenía que Dios y el Universo son lo mismo, que todos los sucesos ocurren por una ley inmutable de la naturaleza, por una necesidad invencible; que Dios es el Universo, produciendo una serie de movimientos necesarios o acciones, a consecuencia de una fuerza intrínseca, inmutable e irresistible.

Por orden de las autoridades eclesiásticas, fue trasladado Bruno de Venecia a Roma y confinado en las prisiones de la Inquisición, acusado, no sólo de ser hereje, sino también heresiarca que había escrito de un modo indecoroso respecto a la religión, el cargo especial que había contra él era que había enseñado la pluralidad de los mundos, doctrina contraria a todo el tenor de la Escritura y enemiga de la religión revelada, especialmente en lo relativo al plan de la salvación. Después de una prisión de dos años, fue presentado ante sus jueces, declarado culpable de los hechos alegados, excomulgado, y, [186] por su noble negativa a retractarse, entregado al brazo secular para ser castigado «tan misericordiosamente como fuera posible y sin derramar su sangre»; fórmula horrible que indicaba que el preso fuese quemado vivo. Sabiendo bien que aunque sus verdugos podían destrozar su cuerpo, su pensamiento viviría entre los hombres, dijo a sus jueces: «Quizás teméis más dictar mi sentencia que yo escucharla.» Esta se llevó a efecto y fue quemado en Roma el 16 de Febrero de 1600.

Nadie puede recordar sin sentimientos de piedad los sufrimientos de aquellos mártires innumerables, que ora por una idea, ora por otra, fueron conducidos al suplicio a causa de sus opiniones religiosas; pero cada uno de ellos tuvo en su momento supremo un apoyo poderoso e infalible: el tránsito de esta vida a la otra, aunque a través de una dura prueba, era el tránsito de una miseria efímera a la eterna felicidad; era huir de la crueldad de la tierra a la caridad del cielo. En su camino por el valle sombrío, creía el mártir que una mano invisible le conducía, que un amigo le guiaría dulcemente a pesar del terror de las llamas. Bruno no pudo tener este consuelo; las opiniones filosóficas en cuyo holocausto entregaba su vida, no le prestaban esperanza alguna. Debía librar solo la última batalla. ¿No hay halago grandioso en la actitud de este hombre solitario, algo que la naturaleza humana no puede dejar de admirar, al contemplarle allá en la lóbrega sala, en presencia de sus inexorables jueces? Sin acusador, sin testigos, sin abogado, sólo los enlutados familiares del Santo Oficio se deslizan furtivamente a su alrededor. Los verdugos y los útiles del tormento están abajo en el sótano; se le dice sencillamente que se ha atraído vehementes sospechas de herejía, puesto que ha dicho que hay otros mundos además del nuestro. Se le [187] pregunta si se retracta y abjura de su error. Bruno no puede ni quiere negar lo que sabe que es cierto, y tal vez (puesto que lo había hecho otras veces) dice a sus jueces que ellos también en sus corazones tienen la misma creencia. ¡Qué contraste entre esta escena de honor varonil, de firmeza inquebrantable, de apego inflexible a la verdad, y aquella otra que tuvo lugar más de quince siglos antes en el atrio de Caifás, el príncipe de los sacerdotes, cuando cantó el gallo. «¡Y volviéndose el Señor, miró a Pedro!» (San Lucas, XXII, 61). Y sin embargo, sobre Pedro ha fundado la Iglesia su derecho para obrar así con Bruno.

Pero tal vez se aproxima el día en que la posteridad ofrecerá una expiación por este gran crimen eclesiástico, y una estatua de Bruno se descubrirá bajo la cúpula de San Pedro en Roma.


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Draper
Historia de los conflictos
BFE · FGB
 Oviedo 2001
Madrid 1876
páginas 157-187