Biblioteca de Cultura Socialista Editions Ruedo Ibérico, París 1968-1976

Colección de libros en español publicada en París entre 1968 y 1976 por Editions Ruedo Ibérico, dirigida por Jorge Semprún, al servicio de la agitprop socialdemócrata anticomunista. Publicó doce obras en 17 tomos, 11 de ellos dedicados a León Trotski. No confundir con la bonaerense Biblioteca de Cultura Socialista de Editorial Claridad, otro momento del curso de la “cultura socialista”.
La editorial Ruedo Ibérico, fundada en París en 1961 bajo control del anarquista José Martínez Guerricabeitia (1921-1986), incorpora en diciembre de 1964 a los revisionistas Fernando Claudín y Jorge Semprún, recien expulsados del Partido Comunista de España (ver el Documento-plataforma fraccional de Fernando Claudín acompañado de las “notas críticas” de la redacción de Nuestra bandera, publicado en enero de 1965 por la revista teórica y política del PCE), y recibe una importante aportación económica que le permite iniciar la publicación de Cuadernos de Ruedo ibérico en junio-julio de 1965.
En abril de 1968 la Biblioteca de Cultura Socialista, impulsada por Jorge Semprún Maura (1923-2011), sólo estaba falta de dinero para publicar los varios originales que ya tenía dispuestos. Por ejemplo, Carlos Semprún Maura (1926-2009) fecha el 14 de abril de 1966 el prólogo a la traducción española de la Carta abierta dirigida en 1964 al Partido Obrero Unificado Polaco por los disidentes Karol Modzelewski (1937) y Jacek Kuron (1934-2004), que firmado con el alias “Lorenzo Torres” presenta ese primer título de la colección.
«Quien no se desanimaba era Jorge Semprún, que tenía en proyecto viajar a España el mismo mes de abril [1968] para, según prometía al escéptico José Martínez, formar un nuevo consejo de redacción en la Península y traer de vuelta 100.000 pesetas para la revista y 500.000 para la editorial. Con ello se conseguiría al menos desbloquear la nueva colección encaminada a difundir los clásicos marxistas, denominada Cultura Socialista, que el mismo Semprún dirigía.» (Albert Forment, José Martínez: la epopeya de Ruedo ibérico, Anagrama, Barcelona 2000, pág. 337.)
Tras el éxito de Mayo de 1968 convenía dotar de municiones ideológicas a tantos emergentes lectores izquierdistas, para intentar debilitar el marxismo-leninismo prosoviético y las posiciones comunistas, con la Guerra Fría de fondo y la voluntad de intervenir e ir orientando la “oposición a la dictadura”. «En diciembre de 1968, José Martínez se había entrevistado con su viejo amigo José Vidal Beneyto, y éste le había prometido realizar gestiones con conocidos suyos para reunir una buena suma y salvar Ruedo ibérico. Al principio parecía que era una posibilidad sin ninguna concreción, pero poco a poco los esfuerzos de Vidal Beneyto fueron dando resultados positivos» (Forment, op. cit., pág. 363).
«También en abril [1969] Ruedo ibérico publicó el libro, en dos volúmenes, Literatura y revolución: Otros escritos sobre la literatura y el arte, de León Trotski. Con ello se iniciaba un proyecto ambicioso, la edición de las obras completas en español del revolucionario ruso. En 1969 era corriente para la izquierda revolucionaria exaltar a Trotski como el verdadero revolucionario soviético frente al totalitarismo estalinista, y la misma capital francesa estaba llena de partidos de obediencia trotskista. La selección de textos había corrido por cuenta del mismo José Martínez y de Juan Andrade, el antiguo poumista dueño de Éditions hispano-americaines, y había sido traducido por un equipo de cinco personas, de las cuales las más conocidas eran Fernando Claudín y José Álvarez Junco. Para José Martínez, Trotski representaba al gran disidente, al gran marxista heterodoxo, al culto intelectual judío capaz de aunar excelentes críticas literarias y gran sensibilidad artística con la capacidad organizativa y las dotes estratégicas y de mando del mejor político revolucionario. Por lo demás, frente al ñoño y vulgar realismo socialista implantado de modo autoritario, Trotski, que había sido amigo de André Breton y de Diego Rivera, propugnaba, y así se resaltaba en la misma cubierta del libro, “libertad total de autodeterminación en el terreno artístico”.» (Forment, op. cit., pág. 364).
Esta Biblioteca de Cultura Socialista incorpora textos de cuatro autores muertos treinta años antes: el poumista Andrés Nin, el renegado Kautsky, el fusilado Bujarin y sobre todo Trotski, a quien buscaban convertir en referencia inmarcesible. Aparte los dos disidentes polacos ya mencionados, se concede protagonismo principal al revisionista Fernando Claudín, otrora funcionario de la revolución, asistente al XX Congreso del PCUS y miembro del Comité Central del PCE, que historia minuciosamente la crisis del movimiento comunista (en una primera y única entrega, “de la Komintern a la Kominform”). Y Juan Martínez Alier, junto con su esposa la alemana Verena Stolche (renombrada entonces Verena Martínez Alier), firman en 1972 Cuba: economía y sociedad.
La última entrega de esta colección, los dos tomos de Escritos militares de Trotski, se publicaron ya en España, tras la muerte de Franco, tres años después de los anteriores títulos parisinos, como residual y confusa añoranza libertaria, al parecer, en coedición:
«El director de Ruedo ibérico se había empeñado en publicar Diario de la revolución cubana por motivos políticos estrictamente revolucionarios, pese a que como él muy bien sabía, su edición le acarrearía en el mundo bipolar de la guerra fría, que no recordaba otra revolución que la comunista, la acusación de contrarrevolucionario derechista. “Pero la reflexión, la reflexión escrita, estimo que puede servir para que el luchador callejero, si triunfa, no se convierta a su vez en opresor, aureolado por el del heroísmo. (...) Nuestro talante es más bien reacción contra el eclesiastismo doctrinal y contra el activismo encubridor de fuertes apetitos de poder y de gran pobreza intelectual. A mí me preocupan mucho los procesos degenerativos de las revoluciones 'triunfantes'.” Por similares motivos políticos a finales de octubre [1976] Ruedo ibérico publicó en España los dos volúmenes de la obra de Trotski, Escritos militares, también en coedición con Rufino Torres, ya que según José Martínez “en ambos libros se ve claramente el desarrollo del cáncer que mata necesariamente todas las revoluciones: el brazo militar, la potencia represiva que impone la lucha contra el enemigo exterior, pero sobre la que se asienta el poder que se ejercerá después sobre los propios revolucionarios” (73. Carta de José Martínez a Roberto Mesa del 30 de octubre de 1976).» (Forment, op. cit., pág. 497).
En la relación de títulos de la Biblioteca de Cultura Socialista que figura en el libro de Fernando Claudín (primer trimestre de 1970), aparece Capitalismo moderno y revolución de Paul Cardan (que publicó Ruedo Ibérico ese mismo año, pero en su colección “El viejo topo”). También se anuncian otras dos obras de Trotski que no llegaría a publicar Ruedo Ibérico: La revolución desfigurada (traducida por Julián Gorkin había sido publicada por Editorial Cenit, Madrid 1929; reeditada entonces por Juan Pablos Editor, México 1972; Ediciones Efecé, Buenos Aires 1973; Júcar, Madrid 1979) y El gran forjador de derrotas (se supone que Stalin). En la relación que ofrece el nº 26-27 de Cuadernos de ruedo ibérico (agosto-noviembre 1970), se anuncian esas dos obras de Trotski como “de inmediata publicación”, así como el tomo II de Claudín, La crisis del movimiento comunista. II. Del XX Congreso a la invasión de Checoslovaquia: ninguna de las tres llegaron a publicarse.
El rótulo “Biblioteca de Cultura Socialista” adoptado por Ruedo Ibérico para esta colección no era original, y quienes decidieron utilizarlo sabían perfectamente de la existencia, décadas antes, de la Biblioteca de Cultura Socialista que venía publicando en Buenos Aires la filocomunista Editorial Claridad. La “cultura socialista” parisina trotskista quería ser contradistinta de la “cultura socialista” bonaerense.
Estudio aparte merecería la curiosa utilización del rótulo “Biblioteca de Cultura Socialista” para sorprendentes nuevas ediciones de obra tan veterana como La cuestión agraria, del renegado Kautsky, posteriores a la parisina de 1970, en Lima y México: • Karl Kautsky, La cuestión agraria: estudio de las tendencias de la agricultura moderna y de la política agraria de la socialdemocracia, UNMSM [Universidad Nacional Mayor de San Marcos] (Biblioteca de Cultura Socialista), Lima 1972, 330 págs. • Karl Kautsky, La cuestión agraria: estudio de las tendencias de la agricultura moderna y de la política agraria de la socialdemocracia, Ediciones de Cultura Popular (Biblioteca de Cultura Socialista), México 1974, 501 págs.
Las columnas de esta tabla se pueden reordenar en sentido directo e inverso. Dos jóvenes comunistas polacos, Karol Modzelewski y Jacek Kuron, actualmente encarcelados en su propio país, han escrito el presente ensayo. Como ellos mismos señalan al comienzo de esta “carta abierta”, los autores elaboraron en 1964 un informe sobre la situación en Polonia, que contenía un proyecto de programa revolucionario. Dicho texto fue incautado por la policía política y sus autores expulsados del POUP (Partido Obrero Unificado Polaco). Kuron y Modzelewski escribieron entonces su “carta abierta”, en la que recogen las principales tesis de su texto anterior. Las autoridades polacas no han podido soportar tamaña “obcecación” en la defensa y la difusión de ideas revolucionarias en estos jóvenes universitarios y los han juzgado y encarcelado, junto con otros compañeros, culpables de haberse solidarizado –parcial o totalmente– con las ideas de los autores; o, más sencillamente, por haber defendido la libertad de expresión. Karol Modzelewski es hijo de Zygmunt, viejo militante comunista, miembro desde 1945 del Comité Central del POUP y ministro de Asuntos Exteriores de la República Popular Polaca hasta su muerte; Jacek Kuron, como su compañero, fue uno de los organizadores de las actuales Juventudes Socialistas polacas. Su proceso se desarrolló a puerta cerrada. Pero en estos casos, la ley polaca prevé “hombres de confianza”, nombrados por los acusados que pueden asistir al proceso en calidad de testigos. Modzelewski eligió al conocido filósofo Leszek Kolakowski y Kuron al escritor Kasimiers Brandys. Es curioso comprobar que a fines de 1966 el propio Kolakowski fue expulsado del partido obrero polaco, debido a una conferencia pronunciada ante 500 estudiantes en el mes de octubre de ese mismo año. Esta expulsión provocó una verdadera oleada de protestas, así como una quincena de dimisiones de conocidos intelectuales del partido, entre las cuales la del novelista Kasimiers Brandys. El régimen polaco o, para emplear el concepto de Kuron y Modzelewski, la burocracia política central, parece tropezar con muchas dificultades para amordazar a sus intelectuales. La “carta abierta” de Kuron y Modzelewski constituye, a mi entender, la primera crítica global revolucionaria del sistema político-económico mal llamado “socialista” que nos llega de dicho campo(1). No tiene solamente un valor de testimonio, ya que no son indocumentados “agentes del imperialismo” de París o Nueva York, quienes escriben estas páginas, sino jóvenes polacos, militantes, miembros hasta hace poco del partido obrero polaco, quienes, reuniendo reflexión y experiencia, han iniciado una de las críticas más consecuentes y radicales de uno de los grandes mitos del siglo XX. No me olvido de que en la URSS, y esto desde los primeros años del poder soviético, se desarrollaron toda serie de críticas contra los fenómenos negativos del sistema, fenómenos que con el triunfo de lo que viene llamándose “estalinismo” –para eludir el problema–, terminaron por aplastar la revolución y, al propio tiempo, toda posibilidad de crítica. Recordemos, de paso, los manifiestos del Soviet de Cronstadt, la plataforma de la “oposición obrera” encabezada por Kollontai y, posteriormente, las tesis de la “oposición de izquierda” trotskista, para citar tan sólo algunas de las críticas de izquierda al sistema. Sin embargo, por interesantes que fueran dichas críticas –¡y lo son!–, considero personalmente que el texto de Modzeleswki y Kuron va mucho más lejos en el análisis del sistema y en su explicación histórica. Esto es perfectamente lógico desde un punto de vista científico. Independientemente del valor intelectual de unos y otros, resulta fácilmente comprensible que desde 1921 –Cronstadt– hasta 1964, la suma de experiencias y de análisis, permite una explicación más profunda y rigurosa del fenómeno. Lo que ya resulta mucho menos comprensible, desde el punto de vista tanto científico como revolucionario –o si se prefiere marxista–, es no tener en cuenta dicha experiencia y contentarse con repetir los viejos tópicos oficiales de la burocracia –con sus vaivenes–, o las viejas críticas de la “oposición de izquierda”. Tomemos un ejemplo. Era difícil a los revolucionarios sinceros del decenio del 20 al 30, en Rusia, definir a la burocracia como una clase explotadora, propietaria colectiva de los medios de producción, como así lo hacen de manera argumentada y convincente Kuron y Modezelewski, porque esta “nueva clase”, si bien existía en germen a partir de la toma del poder, ha ido desarrollándose y cobrando sus rasgos definitivos poco a poco, en medio de toda serie de luchas y de dificultades interiores y exteriores. Sin hablar ya de la carga sentimental, del hecho de que esa burocracia denunciada por un Rakovski, por ejemplo, en su famoso texto sobre Los peligros profesionales del poder, se personalizaba muchas veces en bolcheviques que no hacía mucho habían tenido que soportar la prueba del fuego, de la cárcel, de la tortura, del exilio y los peligros de la actividad clandestina revolucionaria. Pero no es la primera vez en la historia que los ideales revolucionarios de justicia e igualdad contribuyen a abrir paso a un nuevo sistema de explotación. Saint-Just no era consciente de que la revolución francesa preparaba la explotación de los trabajadores por los Boussac y demás Dassault. Fuera de la URSS, pero en el seno del movimiento obrero, también se han desarrollado y siguen desarrollándose toda una serie de polémicas y críticas en torno al grave problema de la naturaleza de los Estados llamados socialistas. Es interesante, en este sentido, recordar como Rosa Luxemburgo, desde una cárcel alemana, en 1918, escribió su folleto La revolución rusa, en el que, solidarizándose con los bolcheviques, se “permitió”, sin embargo, criticar duramente toda serie de aspectos de la misma, y particularmente la supresión de las libertades democráticas. Creo que se puede afirmar que durante todo un periodo histórico el eje fundamental de la crítica marxista a la URSS lo constituían las obras de Trotski, cuya influencia –aún hoy– supera con mucho el marco de los diversos grupos trostskistas que existen por el mundo. Sin embargo, en toda serie de aspectos fundamentales, las tesis de Kuron y Modzelewski son radicalmente diferentes de las de Trotski, pese a que ciertos trotskistas hayan pretendido lo contrario(2). Comenzando por las de Trotski, vamos a intentar resumir brevemente las principales tesis críticas sobre el sistema político-económico mal llamado socialista que han cristalizado en el movimiento obrero, limitándonos, sin embargo, a las críticas que para simplificar calificaremos de marxistas, sin mencionar las anarquistas, no porque no tengan interés, sino para no alargar este prólogo. Para Trotski, la URSS es un régimen de transición hacia el socialismo (aunque no niegue el peligro de una restauración del capitalismo). El Estado soviético es un Estado obrero, a veces calificado de degenerado. «Los medios de producción pertenecen al Estado. El Estado “pertenece” en cierto modo, a la burocracia. Si estas relaciones, aún recientes, se estabilizaran, se legalizaran, se hicieran normales, sin resistencia o contra la resistencia de los trabajadores, concluirían por liquidar completamente las conquistas de la revolución proletaria. Pero esta hipótesis es prematura. El proletariado aún no ha dicho su última palabra. La burocracia no ha creado una base social a su dominación, bajo la forma de condiciones particulares de propiedad. Está obligada a defender la propiedad del Estado, fuente de su poder y de sus rentas. Desde este punto de vista sigue siendo el instrumento de la dictadura del proletariado.»(3) Toda la ambigüedad de la posición de Trotski se pone de manifiesto en estas líneas. Para él las relaciones de propiedad son socialistas porque son estatales, la burocracia es a la vez una casta privilegiada y un instrumento de la dictadura del proletariado, pero en ningún caso una clase; es un tumor en el cuerpo sano del socialismo; la situación es eminentemente inestable, transitoria: o bien los trabajadores hacen una “revolución política”, puesto que ya que la estructura socioeconómica del país es socialista, de lo que se trata es de liquidar la dominación política de la burocracia y sus privilegios; o bien la normalización de las relaciones liquidaría las “conquistas de octubre”, o sea que se restablecería el capitalismo. Me parece importante recordar que Trotski murió asesinado por un agente soviético en 1940 y que, por lo tanto, no conoció ni analizó más que el sistema burocrático de la URSS. Es difícil –e inútil– prever cuáles hubieran sido sus reacciones ante la gigantesca extensión del sistema, de China a Yugoslavia, sin que nada fundamental haya cambiado en la URSS, habiéndose en cambio repetido los rasgos esenciales del sistema en todos y cada uno de los países del llamado “campo socialista”, con matices a veces importantes, debido a toda serie de condiciones históricas, nacionales, políticas y económicas. Lo que es evidente es que la historia ha anulado la argumentación fundamental de Trotski. La ambigüedad, la fragilidad del sistema que obligaría a éste a retroceder hacia el capitalismo, o a avanzar hacia el socialismo, no se ha verificado. Muy al contrario, el sistema burocrático se ha extendido muchísimo, demostrando así su coherencia interna, sus posibilidades de desarrollo y no se han dado pasos ni hacia el socialismo, ni hacia el capitalismo, tal y como lo preveía Trotski. De paso, esta extensión del sistema burocrático liquida asimismo otra de las tesis esenciales de Trotski. En efecto, Trotski, con razón, señaló reiteradamente la imposibilidad de la construcción del socialismo en un sólo país; para él, pues, «la extensión fuera de las fronteras de la URSS de la “revolución” tendría consecuencias incalculables. En cambio un aislamiento indefinido [de la URSS, L.T.] traería inevitablemente consigo, no el establecimiento de un comunismo nacional, sino la restauración del capitalismo» (Op. cit., p. 635). Ya sería hora de enfrentarse con el problema que plantea el simple hecho de que revoluciones auténticas (China, Yugoslavia) y “revoluciones” logradas con la ayuda del Ejército Rojo (Polonia, Hungría, Rumania, &c.) hayan dado frutos semejantes, idénticos sistemas burocráticos. Porque pese a las diferencias y a las crisis políticas con Moscú, en lo esencial, Yugoslavia y China tienen las mismas relaciones de propiedad y de producción que la URSS o Polonia. Con diferencias y matices, las tesis de Trotski sobre la URSS (muy esquemáticamente resumidas aquí), siguen siendo válidas no sólo para los trotskistas, sino para una fracción importante del ala izquierda del movimiento obrero y para ciertos intelectuales marxistas (Isaac Deutscher, por ejemplo). En la izquierda socialista (ciertos elementos del PSIUP en Italia, del PSU en Francia, &c.), como en ciertos sectores minoritarios de los partidos comunistas, se sigue considerando a la URSS y a los demás países del mal llamado campo socialista, como regímenes de transición; a la burocracia como una capa privilegiada y demasiado autoritaria aún (pero históricamente necesaria en los países poco desarrollados, según algunos); se admite y se critica la falta de democracia, pero se niega airadamente la explotación de la clase obrera (como también la negaba Trotski). Casi se puede decir que hay muchos “trotskistas moderados” que se ignoran... Las tesis de Kuron y Modzelewski rompen tajantemente con esta ambigüedad que ni ha explicado, ni puede aportar una explicación global y científica a los problemas fundamentales, y que constituye más bien una manera elegante de eludirlos. Para Kuron y Modzelewski, confundir propiedad social y propiedad estatal constituye un error garrafal; yo añadiría un error voluntario. «La noción de propiedad estatal puede disimular contenidos diferentes, según sea el carácter de clase del Estado», escriben. Para los autores el Estado polaco, como los demás Estados mal llamados socialistas, no es un Estado obrero, ni siquiera degenerado, sino que constituye un instrumento en manos de una clase: la burocracia política central (concepto que considero aún impreciso, aunque lo sea mucho menos que burocracia a secas). La burocracia política central constituye, pues, una clase propietaria colectiva y no privada, de los medios de producción, y el sistema en su conjunto constituye un nuevo sistema de explotación de la clase obrera. Pero más vale que remita al lector al texto de Modzelewski y Kuron, mucho más interesante de lo que pueda ser mi resumen de sus tesis. No es la primera vez que se considera a la burocracia como una clase explotadora. En realidad, fue la Oposición Obrera quien formuló por primera vez esta tesis en 1921. Bordiga, uno de los fundadores del Partido Comunista Italiano, mantiene desde hace más de treinta años que el régimen que existe en Rusia y posteriormente en otros países, no es sino un régimen de capitalismo de Estado y de manera perseverante intenta demostrar que todas las categorías esenciales del capitalismo se encuentran en Rusia, salvo la propiedad privada de los medios de producción. La opinión de que Rusia y demás países del “campo socialista” no son, en realidad, más que países de capitalismo de Estado, está bastante difundida en una serie de grupos comúnmente llamados “ultraizquierdistas”. Por los años 1938-1939, una serie de trotskistas o de extrotskistas comenzaron a poner en duda las tesis de Trotski, y, entre otras cosas, comenzaron a preguntarse si tenía razón Trotski al negar que la burocracia fuera una clase. Un poco antes de la declaración de guerra, un antiguo trotskista italiano, Bruno Rizzi respondió afirmativamente a esta pregunta –si la burocracia constituye una clase–, en un libro que publicó en París y que pasó casi desapercibido, pese a su influencia, La burocratización del mundo. Rizzi fue el autor original de la concepción de una revolución directorial que Burnham, Schachtman, Djilas y numerosos otros debían más tarde exponer en términos mucho más esquemáticos y someros. Se apoyaba en parte, en la argumentación de Trotski, tal como éste la había expresado en la Revolución traicionada, con el fin de rechazar el conjunto de su argumentación. En dicha obra mantenía que la revolución rusa, como la revolución francesa, que pretendía abolir la desigualdad, no había hecho más que sustituir un modo de explotación económica y de opresión política por otro. Y Trotski, con la obsesión de una restauración capitalista en la URSS no había sabido percatarse de que el colectivismo burocrático se había establecido allí en tanto que nueva forma de dominación de clase. Se negaba a calificar la burocracia como nueva clase, porque no poseía los medios de producción y no acumulaba beneficios. Pero, contestaba Rizzi, «la burocracia posee efectivamente los medios de producción y realiza efectivamente, beneficios»(4). Y Bruno Rizzi –citado por Deutscher– escribe: «En la sociedad soviética, los explotadores no se apropian la plusvalía directamente, como así hace el capitalista cuando embolsa los dividendos en su empresa. Lo hacen indirectamente, por mediación del Estado, que cobra la suma global de la plusvalía nacional y la distribuye luego entre sus funcionarios». Y más adelante: «En la medida en que el colectivismo burocrático ha organizado la sociedad y su economía de manera más eficaz y productiva que el capitalismo lo ha hecho y podía hacerlo, su triunfo ha marcado un progreso histórico. Por consiguiente, era inevitable que sustituyera al capitalismo. El control del Estado y la planificación predomina no sólo en el régimen estalinista, sino también bajo Hitler, Mussolini y hasta Roosevelt» [Hace alusión al New Deal, L.T.]... «El colectivismo burocrático es la última forma de la dominación del hombre por el hombre, tan próxima de la sociedad sin clases que la burocracia, última clase explotadora, se niega a reconocerse como clase poseedora». No se trata, claro, de juzgar un libro por referencias o breves citas, sin embargo, me parece que desde 1939 –fecha de su publicación– hasta nuestros días, el capitalismo se ha desarrollado y ha evolucionado considerablemente, y resulta hoy por lo menos discutible la afirmación de Rizzi sobre la “superioridad del colectivismo burocrático” en la organización de la economía y de la sociedad. Lo que parece cierto es que en estos países –que todos ellos eran subdesarrollados o semidesarrollados–, el sistema burocrático ha permitido una acumulación primitiva relativamente rápida e importante. Se puede decir en este sentido que, por ahora, el desarrollo económico y social es superior en China que en la India, por ejemplo. Pero tras la acumulación rápida y la industrialización, dichos países conocen un proceso de estancamiento y hasta de crisis, de cuyos efectos puede uno percatarse precisamente en estos momentos, tanto en la URSS como en las democracias populares. Lo cual no quiere decir que se trate aquí de una ley absoluta y que los países subdesarrollados o semidesarrollados no puedan realizar su “revolución industrial” más que por la vía del “colectivismo burocrático”. Esto equivaldría a condenarles de antemano a seguir en la miseria o a adoptar el modelo dictatorial ruso o chino. Personalmente y, aunque así haya ocurrido hasta la fecha, me es difícil contentarme con semejante fatalismo; ahora bien, creo que en definitiva, en este problema como en otros, la correlación de fuerzas a escala internacional desempeñará un papel primordial. En una palabra: que si no existen hoy regímenes de transición hacia el socialismo, ello no quiere decir que no vayan a existir nunca. Pero sólo será posible en la medida en que una verdadera revolución socialista instaure una verdadera democracia obrera en países industriales (capitalistas o burocráticos), con los cuales los regímenes de transición puedan establecer lazos políticos y económicos de nuevo tipo, inexistentes hoy en el seno del mal llamado campo socialista, como las actuales crisis lo ponen de manifiesto. Sería asimismo absurdo considerar de antemano imposible una industrialización por vía capitalista, aunque diferente de la del siglo XIX, de países subdesarrollados. Esta imposibilidad del capitalismo para industrializar “países pobres”, no se ha verificado, en todo caso, ni en Japón a fines del siglo XIX, ni en España a mediados del XX... Entre las opiniones críticas sobre el seudosocialismo de los países burocráticos, existe una corriente que la revista (hoy desaparecida) Socialisme ou Barbarie de París, ha representado durante cerca de 20 años (de 1949 a 1966, si no me equivoco) de manera original y coherente. El grupo que publicaba Socialisme ou Barbarie, rechazaba categóricamente la versión según la cual los países del este sean “regímenes de transición hacia el socialismo” y se distinguía –aun cuando existan puntos de coincidencia– tanto de la asimilación del régimen de la URSS y demás países burocráticos con el capitalismo de Estado, como de la opinión según la cual el colectivismo burocrático constituye una etapa superior y posterior al capitalismo, la última etapa antes del socialismo (Rizzi, por ejemplo). No es que Socialisme ou Barbarie niegue los rasgos de capitalismo de Estado que existen en la URSS y demás países que califican de capitalistas burocráticos (sin duda para distinguirse); como tampoco niega, sino todo lo contrario, la extensión a escala mundial del fenómeno burocrático. Dicho grupo pone en duda que la URSS de hoy sea igual al capitalismo de ayer, como asimismo que el “capitalismo burocrático” sea superior al capitalismo. Su visión es más bien dinámica en el sentido que ve una evolución paralela en los países industriales tanto del este como del oeste, que les hará encontrarse, no en el infinito, sino en un futuro relativamente próximo, a menos que una revolución verdaderamente proletaria –de la que se declaran, huelga decirlo, partidarios– no instaure el socialismo. «Una vez desembarazados de la óptica trotskista(5), es fácil ver, al utilizar las categorías marxistas fundamentales, que la sociedad rusa es una sociedad dividida en clases, entre las cuales, las dos fundamentales son la burocracia y el proletariado. La burocracia desempeña el papel de clase dominante y explotadora en el pleno sentido de la palabra. No se trata únicamente de que sea una clase privilegiada y de que su consumo improductivo absorba una parte del producto social comparable (probablemente superior) a la que absorbe el consumo improductivo de la burguesía en los países de capitalismo privado. Se trata de que manda soberanamente sobre la utilización del producto social total, primero al determinar el reparto en salarios y plusvalía (al mismo tiempo que trata de imponer a los obreros los más bajos salarios posibles y de sacarles la mayor cantidad de trabajo posible), segundo, al determinar el reparto de esa plusvalía entre su propio consumo improductivo y las nuevas inversiones, en fin, al determinar el reparto de esas inversiones entre los diversos sectores de producción.» [...] «Puede constatarse que la esencia, el fundamento de la dominación de la burocracia sobre la sociedad rusa, lo constituye su dominación en el seno de las relaciones de producción; al mismo tiempo, puede constatarse que esta misma función ha sido siempre la base de la dominación de una clase sobre la sociedad. Dicho de otra manera, la esencia actual de las relaciones de clase en el seno de la producción, la constituye la división antagónica de los participantes en la producción en dos categorías fijas y estables: dirigentes y ejecutantes. El resto concierne a los mecanismos sociológicos y jurídicos que garantizan la estabilidad de la capa dirigente; así ocurre, por ejemplo, con la propiedad feudal de la tierra, con la propiedad privada capitalista o con esta extraña forma de propiedad privada no personal que caracteriza al capitalismo actual; así ocurre en Rusia con la dictadura totalitaria del organismo que expresa los intereses generales de la burocracia, el partido “comunista”, y con el hecho de que el reclutamiento de los miembros de la clase dominante se realiza por una cooptación extendida a escala de la sociedad global.»(6) Al resumir de esta forma las opiniones de unos y otros sobre problemas tan complejos, resulta imposible reflejar los diferentes matices y divergencias, así como las conclusiones políticas y teóricas, a veces muy opuestas, que unos y otros sacan de sus tesis. Volviendo a Modzelewski y Kuron, creo que se distinguen en una serie de aspectos fundamentales de las tesis a las que hemos aludido, aun cuando haya evidentes puntos de coincidencia. Pese a que su “carta abierta” esté incompleta, ya que como ellos mismos señalan, falta un capítulo, y que no han tenido tiempo de revisar la parte dedicada al examen de la situación económica en Polonia, mi impresión personal es que sus tesis reflejan más justamente la realidad que las diversas opiniones a las que he aludido anteriormente. Esto no quiere decir ni que esté de acuerdo con todas sus afirmaciones, ni que intente presentar esta “carta abierta” como un nuevo evangelio, o librito rojo. Es algo, por otra parte, mucho más importante que eso: se trata del inicio y continuación, a la vez, de una necesaria, indispensable, labor crítica para liquidar los mitos que tanto daño han hecho y siguen haciendo al movimiento obrero, para disolver la cortina de humo que se interpone entre la clase obrera y sus objetivos. Lo que se desprende fundamentalmente de la lectura de esta “carta abierta” –y que viene a confirmar valiosamente nuestras precedentes hipótesis– es que los sistemas burocráticos constituyen en realidad, formaciones sociales nuevas. No son ni capitalistas, ni socialistas. Aunque Modzelewski y Kuron no traten de la evolución del capitalismo, de paso, en toda una serie de cuestiones socioeconómicas señalan, como podrán verlo nuestros lectores, importantes diferencias entre el sistema burocrático y el sistema capitalista. Esto no quiere decir que no se puedan encontrar rasgos de tipo capitalista en las sociedades burocráticas, aunque sólo sea la explotación del trabajo asalariado. El hecho de que nos encontremos con formaciones sociales nuevas, con su propia lógica de desarrollo y su relativa coherencia en la organización de la sociedad –basada en la explotación de los trabajadores–, parece no caber en la mente de muchas personas de buena voluntad. Como Marx no ha hablado más que de capitalismo y de socialismo, estos regímenes deben obligatoriamente ser o capitalistas o socialistas, o regímenes pendulares oscilando entre ambos polos y calificados de “transitorios”. De ahí todos los retorcimientos de la realidad que unos y otros hacen en defensa de esta postura preconcebida. Sin embargo, creo que no se ahondará en la explicación de este fenómeno más que a partir de un estudio objetivo de la realidad, como han realizado, a mi entender, los autores de esta “carta abierta”. Es importante señalar asimismo que los regímenes burocráticos (para llamarlos de alguna manera), se han impuesto, tras una revolución o con la ayuda del Ejército Rojo, esencialmente en países subdesarrollados (con la única excepción de Checoslovaquia). En cierto sentido, puede decirse que los partidos comunistas han sido el instrumento que ha permitido realizar una “revolución industrial” necesaria, pero que las viejas clases dirigentes fueron incapaces de realizar por vía capitalista. Evidentemente, éste no era el propósito de los revolucionarios rusos en 1917, por ejemplo, pero sí es el resultado de la evolución de los regímenes nacidos de las diversas revoluciones, y ello debido a una serie de factores históricos, políticos y económicos que sería demasiado largo analizar aquí –pero que se analizan en el caso de Polonia en el texto que hoy nos ocupa. En cambio, este tipo de revolución no ha triunfado, ni triunfará probablemente, en los países industriales, porque dicho esquemáticamente, representaría el triunfo de un “modelo social” inferior, desde el punto de vista del desarrollo de las fuerzas productivas, al capitalismo moderno. La falta de comprensión de la naturaleza de clase del Estado soviético y demás Estados del llamado campo socialista, se explica en parte, y paradójicamente, por la falta de comprensión de la evolución del capitalismo. Se es, en efecto, muy indulgente con las taras y crímenes en los Estados burocráticos porque se concibe al capitalismo en una situación de crisis general (lo cual es falso y constituye otro de los tópicos que habría que examinar de nuevo). De ahí el siguiente razonamiento: Por muy defectuosos que sean los sistemas “socialistas”, son anticapitalistas, y por su sola existencia aceleran la crisis general del capitalismo; debemos pues, apoyarles decididamente (incondicionalmente, decía Trotski en relación con la URSS). Sin embargo, sin negar los conflictos presentes y pasados entre los “dos campos”, ni el hecho evidente de que ciertas revoluciones han lesionado los intereses de ciertos sectores capitalistas, la conclusión más arriba resumida es, por lo menos, aventurada. En efecto, no tiene en cuenta la tendencia profunda y cada vez más evidente a un entendimiento entre países capitalistas y países “socialistas”. La coexistencia pacífica y los acuerdos de todo tipo entre la URSS, las democracias populares y los países capitalistas, empezando por los Estados Unidos, se basan en algo mucho más profundo –en intereses económicos– que en una simple táctica diplomática. La posición de China es hoy diferente, pero probablemente no lo será mañana. Teniendo personalmente mis dudas sobre la evolución paralela de los países industriales de los dos campos que les conduciría a un régimen socioeconómico semejante, resulta, sin embargo, evidente, ya hoy, que la existencia de la URSS no pone en absoluto en peligro al capitalismo en su conjunto y que cierto tipo de integración, ya iniciada, irá desarrollándose y probablemente cobrando aspectos imprevistos. ¿Quiere decir esto que no habrá conflictos entre países de ambos campos? ¡Claro que no! Puede haber conflictos y guerras entre países de ambos campos, como entre países exclusivamente capitalistas, y también entre la URSS y... China. Si no he hablado de las implicaciones políticas de las tesis de Kuron y Modzelewski, es porque me parecía más importante insistir en la cuestión de la naturaleza de clase de los Estados mal llamados socialistas. Este es, en efecto, el tema fundamental y siempre –o casi siempre– eludido. Es relativamente frecuente encontrar a gentes que critican la política exterior de la URSS –o las exageraciones de la llamada “revolución cultural” en China–, pero ni unos, ni otros, hablan del carácter de clase de dichos Estados. Sin embargo, la política “moderada” de la URSS en relación con la agresión yanqui en Viet-Nam –por ejemplo– se explica, en fin de cuentas, por sus relaciones de producción y no al revés. Pero, como se verá, los problemas políticos, polacos e internacionales, no están ausentes de esta “carta abierta”, que concluye con un proyecto de programa de la revolución socialista en los países burocráticos. La actitud política de Kuron y Modzelewski podrá pecar de optimista, pero no se embaraza de las habituales ambigüedades del “izquierdismo” europeo. Clara y tajantemente llaman a la lucha en dos frentes, considerando con plena razón, a mi entender, que existe una profunda unidad dialéctica de la lucha revolucionaria contra el capitalismo y la burocracia, o sea, una unidad de la lucha mundial contra las clases explotadoras y por el triunfo de la verdadera democracia obrera. Responden así, de antemano e indirectamente, a un chantaje al que estamos demasiado habituados y que consiste en identificar toda critica de la burocracia con una defensa del capitalismo. Lorenzo Torres (1) La nueva clase de Djilas me parece incomparablemente más superficial y anecdótica.
(2) Véase en este sentido el prólogo de Pierre Frank (secretario del PCI, ‘sección francesa de la IV Internacional”), a la edición mimeografiada de esta “carta abierta”. (3) L. Trotsky, La révolution trahie, 1936 in De la Révolution, Editions de Minuit, París, p. 602-603. (4) Isaac Deutscher, Trotski, Tomo III. El profeta fuera de la ley, p. 615-616. Cito a Deutscher y no al propio Rizzi, porque pese a haber leído numerosas referencias sobre su obra (en Trotski, por ejemplo), aún no he logrado procurarme el libro en cuestión. (5) Los miembros del grupo Socialisme ou Barbarie rompieron en 1949 con la IV Internacional trotskista. (6) Pierre Chaulieu, Socialisme ou Barbarie, nº 17 p. 6 y 7. [Prólogo de “Lorenzo Torres” a ¿Socialismo o burocracia?, París 1968.] La importancia y la actualidad del tema tratado por N. Bujarin no tienen necesidad de ser puestas de relieve. La cuestión del imperialismo es, no sólo una de las más esenciales, sino puede decirse que es la más esencial, en el dominio de la ciencia económica que estudia las transformaciones contemporáneas del capitalismo. El conocimiento de los hechos de esta clase, que el autor ha recopilado tan copiosamente según los materiales más recientes, es indudablemente necesario para todo aquel que se preocupe, no solamente de economía, sino de toda otra cuestión que se refiera a la vida social de nuestra época. No podría emitirse, indudablemente, un juicio histórico concreto sobre la guerra actual, sino sobre la base de una completa dilucidación de la naturaleza del imperialismo, tanto desde el punto de vista económico como político. De otro modo, no se podría comprender la situación económica y diplomática tal como se ha producido desde hace varias decenas de años, y sería, por consiguiente, ridículo pretender juzgar la guerra de manera precisa. Desde el punto de vista del marxismo, que pone de relieve en esta cuestión las exigencias de la ciencia moderna en general, no cabe más que sonreírse ante los pretendidos procedimientos “científicos” consistentes en dar una apreciación histórica concreta de la guerra mediante una elección arbitraria de pequeños hechos, agradables o cómodos, a las clases dirigentes de un país, por medio de una elección de “documentos” diplomáticos recogidos de entre los acontecimientes políticos del día, &c. Plejanov, por ejemplo, ha tenido que hacer tabla rasa del marxismo para sustituir por consideraciones sobre dos o tres pequeños hechos, agradables tanto a los Purichkevit como a los Miliukov, el análisis del carácter y de las tendencias esenciales del imperialismo, que es un conjunto de relaciones económicas en el capitalismo, completamente maduro y altamente evolucionado de hoy día. Pero aún hay más; de la noción científica del imperialismo no queda para él más que una injuria de la que puede servirse frente a concurrentes, rivales y adversarios de los dos imperialistas que acabo de citar, manteniéndose unos y otros en un terreno de clase absolutamente idéntico. En una época como la nuestra, en que se olvida tan fácilmente lo que se había declarado anteriormente, en que se alteran cómodamente sus propios principios, en que se hace sin dificultad tabla rasa de la filosofía que se había profesado, en que se reniega de las resoluciones y promesas más solemnes, esto no tiene nada de extraño. El valor científico de la obra de Bujarin consiste principalmente en que examina los hechos esenciales de la economía mundial, concernientes al imperialismo, considerando a éste como un conjunto, como una etapa determinada del capitalismo en su más elevado grado de evolución. Ha habido una época de capitalismo relativamente “pacífico”, cuando el feudalismo acababa de ser completamente vencido, en los países más avanzados de Europa; el capitalismo podía entonces desarrollarse de una manera relativamente mucho más tranquila y regular, por una expansión “pacífica”, sobre inmensos territorios aún desocupados y en países que no habían sido arrastrados todavía de manera definitiva en su torbellino. Es cierto que en esta misma época, aproximadamente delimitada entre los años 1871 y 1914, el capitalismo “pacífico” creaba condiciones de vida muy distantes, extremadamente alejadas de una verdadera “paz”: guerra en el exterior y lucha de clases. Para las nueve décimas partes de la población de los países avanzados, para centenas de millones de hombres en los países retrasados y en las colonias, dicha época no ha sido de paz, sino de opresión, de torturas y horrores, tanto más espantosos cuanto que no podía preverse su fin. Este periodo ha terminado para no volver. La época que le ha sucedido es la de las violencias relativamente más bruscas, que se manifiestan por sacudidas; es una época de catástrofes y de conflictos, y lo que se vuelve típico para las masas no es tanto “el terror sin fin”, sino un “fin en el terror”. Es muy importante precisar aquí que este cambio es debido únicamente al desarrollo inmediato, a la extensión, al prolongamiento de las tendencias más profundas y esenciales del capitalismo y de la producción mercantil en general. Los cambios crecen, la gran producción aumenta. He aquí las tendencias bien marcadas que se han observado, en el curso de los siglos, en el mundo entero. Ahora bien, en cierto grado del desarrollo de los cambios, del crecimiento de la gran producción, que fue alcanzado, más o menos, en los albores del siglo XX, el movimiento comercial ha determinado una internacionalización del capital, la gran producción ha tomado tales proporciones que ha sustituido la libre concurrencia por los monopolios. Lo que resulta típico en este tiempo no es el hecho de la “libre” concurrencia de varias industrias en el interior de cada país o entre diferentes países, sino el de sindicatos de fabricantes, de trusts propietarios de monopolios. El “soberano” actual es el capital financiero, particularmente móvil y elástico, cuyos hilos se extienden por cada país y sobre el plano internacional, de carácter y sin relaciones directas con la producción que se concentra con notable facilidad y que está ya extremadamente concentrado, puesto que son algunas centenas de multimillonarios y millonarios quienes tienen positivamente entre sus manos la suerte actual del mundo entero. Si se razona en abstracto, teóricamente, puede adoptarse la conclusión a la que ha llegado Kautski –por una vía un tanto diferente, pero renegando del marxismo–, de que no está lejano el tiempo en que una asociación mundial de estos magnates del capital, constituyendo un trust único, ponga fin a las rivalidades y a las luchas de los capitales financieros particularizados en los distintos Estados, creando así un capital financiero unificado en el plano internacional. Tal conclusión es, sin embargo, tan arbitraria, simplista y falsa como aquella a que habían llegado nuestros “struvistas” y “economistas” a fines del último siglo. Estos consideraban que la progresión del capital era inevitable, que existía una ineluctable necesidad del capitalismo, y estimando que éste debía vencer definitivamente en Rusia, llegaban a conclusiones que eran ya una apología (se inclinaban delante del capitalismo, se reconciliaban con él, se le glorificaba, en lugar de combatirle), ya una renunciación a la política (se la negaba, se negaba la importancia de ella, la probabilidad de grandes transformaciones políticas, &c. –error particular a los “economistas”–), ya, en fin, una pura teoría de la huelga (la “huelga general”, como apoteosis de los movimientos de huelga parcial, teoría llevada hasta el olvido o la ignorancia deliberada de los otros medios de lucha y que preconiza “un salto” directo del capitalismo a la victoria sobre el capital, por la huelga y únicamente por ella). Algunos índices demuestran que el carácter incontestablemente progresista del capitalismo, comparativamente al “paraíso” pequeño-burgués de la libre concurrencia, y la necesidad fatal del imperialismo y de su victoria definitiva en los países avanzados sobre el capitalismo “pacífico”, pueden determinar errores numerosos y variados, bien sean conclusiones de orden político o teorías apolíticas. Por lo que se refiere a Kautski, su ruptura con el marxismo se ha traducido, no por una negación u olvido de la política, ni por “un salto” por encima de los conflictos políticos, trastornos y transformaciones particularmente numerosas y variadas en esta época del imperialismo, ni tampoco por una apología del imperialismo, sino por el sueño de un capitalismo “pacífico”. Este ha sido reemplazado por un imperialismo, no pacífico, sino belicoso, catastrófico, y Kautski se ve obligado a declararlo, puesto que lo reconocía ya en 1909 en una obra especialmente consagrada a esta cuestión(1); en ella hablaba por última vez en marxista, capaz de deducir inteligentemente las consecuencias de sus principios. Pero si no se puede soñar ingenuamente, con simplismo un poco grosero, en un retorno hacia atrás del imperialismo hacia el capitalismo “pacífico”, ¿no puede darse acaso a estos sueños, que son los de un pequeño burgués, la forma de una meditación inocente sobre un “superimperialismo pacífico”? Si se llama “superimperialismo” a la asociación internacional de los imperialismos nacionales (o más precisamente de los imperialismos particularizados en los Estados), si se piensa que este superimperialismo “podría” eliminar ciertos conflictos particularmente desagradables, tales como guerras, conmociones políticas, &c., ¿por qué no sustraerse a las realidades actuales de esta época de imperialismo, que ha traído los más graves conflictos y catástrofes, para soñar inocentemente en un “superimperialismo” relativamente pacífico, y más o menos exento de conflictos y catástrofes? ¿Por qué no eliminar estos problemas tan graves que plantea “brutalmente” y ha planteado ya la época del imperialismo sobrevenida en Europa, soñando que tal vez esta época pasará muy pronto y que quizá sea permitido concebir una época de “superimperialismo” relativamente pacífico y que no emplee una táctica “brutal”? Es así precisamente como habla Kautski. Según él, “esta nueva faz (superimperialismo) del capitalismo es en todo caso teóricamente concebible”; pero, “si ella es realizable, no tenemos todavía premisas suficientes para resolver la cuestión”.(2). No hay ni sombra de marxismo en semejante tendencia, en tal voluntad de ignorar el imperialismo existente y de retirarse hacia un sueño de iluso sobre las posibilidades de “superimperialismo”. El marxismo, en un sistema semejante, no puede servir más que para la “nueva fase de capitalismo”, cuyo inventor no garantiza las posibilidades de realización, en tanto que para la actual fase nos ofrece, en lugar de marxismo, una tendencia pequeño-burguesa y profundamente reaccionaria, que no tendría otro objeto que limar los antagonismos. Kautski ha prometido ser marxista en la época de los graves conflictos y de las catástrofes, que él se ha visto forzado a prever y a definir muy netamente, cuando, en 1909, escribía su obra sobre este tema. Ahora que está absolutamente fuera de duda que dicha época ha llegado, Kautski se limita a seguir prometiendo ser marxista en una época futura, que no llegará quizá nunca, la del superimperialismo. En una palabra, él prometerá siempre ser marxista, tanto como se quiera, pero en otra época, no al presente, en las condiciones actuales, en la época en que vivimos. Esto es marxismo a crédito, marxismo en promesas, marxismo para mañana, una teoría pequeño-burguesa y oportunista –¡y no solamente una teoría!– que tiene por objeto suavizar los antagonismos del presente. Alguna cosa del género del internacionalismo de exportación tan extendido en la actualidad. Son muy conocidos estos ardientes –¡oh, pero muy ardientes!– internacionalistas y marxistas que saludan toda manifestación de internacionalismo en el campo enemigo, eliminado, sin embargo, por todas partes en sus países respectivos y entre sus aliados; son muy conocidos aquéllos que saludan la democracia... cuando ello no es sino una promesa de los “aliados”, aquéllos que preconizan, con la mejor voluntad, la “libertad de las naciones a disponer de ellas mismas”, excepto para aquéllas que dependen del poder al cual el simpatizante, tan liberal, tiene el honor de pertenecer... En una palabra, tenemos allí uno de los mil aspectos de la hipocresía corriente. ¿Se puede, sin embargo, negar que una nueva faz del capitalismo después del imperialismo, a saber, una fase de superimperialismo, sea en abstracto concebible? No. Teóricamente puede imaginarse una faz semejante. Pero quien se atuviera en la práctica a tal concepción sería un oportunista que pretende ignorar los más graves problemas de la actualidad para soñar con problemas menos graves que se plantearían en el porvenir. En teoría, ello significa que en lugar de apoyarse en la evolución, tal como se presenta actualmente, se separa deliberadamente de ella para soñar. Está fuera de duda que la evolución tiende a la creación de un trust único, mundial, comprendiendo a todas las industrias y a todos los Estados, sin excepción. Pero la evolución se cumple en circunstancias tales, a un ritmo tal y a través de tales antagonismos, conflictos y trastornos –no solamente económicos, sino políticos, nacionales, &c.– que antes de llegar a la creación de un trust único mundial, antes de la fusión “superimperialista” universal de los capitales, el imperialismo deberá fatalmente quebrantarse y el capitalismo se transformará en su contrario. V. Iline [N. Lenin] * Este prefacio de Lenin, que Bujarin había creído perdido, ha sido encontrado entre los papeles de Lenin en forma de copia manuscrita y publicado en la Pravda del 21 de enero de 1927. (1) Se trata del folleto de Kautski: Weg zur Macht [El camino del poder]. (2) Lenin cita aquí pasajes del artículo de Kautski: Zwei Schriften zum Umlernen [Dos estudios por profundizar], aparecido en el número 5 de la Neue Zeit el 30 de abril de 1915. [Prólogo de Lenin a La economía mundial y el imperialismo, París 1969.] Aquí nos encontramos, sin duda, con un libro importante. O mucho me equivoco –o me equivoca y confunde la amistad, la coincidencia de opiniones en cuanto a lo esencial y el interés mismo por el tema– o La crisis del movimiento comunista de Fernando Claudín, cuyo primer tomo lanzamos ahora, con Ruedo ibérico, a la luz pública, será por muchos años una obra de consulta, de referencia, indispensable, y para muchos, ejemplar, en cuanto a su método y a la elaboración del material histórico conseguida. Libro importante, pues, pero no sólo desde el punto de vista de la mera erudición, de la racionalización de una experiencia social y política de medio siglo, sino también desde otro, más práctico y urgente: el de la elaboración de una nueva estrategia de lucha por el socialismo. Tres razones principales confluyen para darle a este libro la importancia que no tardará en reconocérsele. En primer lugar, el tema mismo. La investigación crítica de la historia del movimiento comunista no es, en efecto, problema de poca monta. En realidad, sin una clara comprensión de las razones o sinrazones históricas que han llevado a la involución, primero, y a la descomposición burocrática, muy poco después, del proyecto revolucionario mundial fundado en octubre de 1917, no es ni siquiera posible plantearse un esquema estratégico de intervención en los procesos reales de la actual crisis social del capitalismo europeo. Tal vez se nos diga que dicho objeto del ensayo de Claudín no es excepcional. Y no lo es, ciertamente. Sobre la historia de la Internacional Comunista, ya sea en su conjunto, ya en relación con aspectos parciales de la misma, podrían citarse decenas de títulos. Pero lo que es excepcional en el trabajo de Claudín es el método puesto en práctica, y que actúa no sólo a nivel de la estructura formal de la obra, sino que informa asimismo la visión estratégica subyacente, transformando así la investigación del pasado en esclarecimiento crítico de los caminos posibles del porvenir. Lo excepcional del método de Claudín –y estoy enunciando, sin duda, una paradójica verdad de Perogrullo– es que es marxista. Aquí, a lo largo de varios centenares de apretadas páginas, siguiendo los vericuetos de un análisis complejo, porque la realidad también lo era, lo que recobra frescor, eficacia, brillantez, fuerza de convicción: vigencia, en una palabra, es el método marxista de análisis histórico. Aquí, lo que se ha puesto en marcha, paciente, tercamente, con fuerza demoledora, es el “viejo topo” de Marx, el “viejo topo” de la implacable crítica de la historia misma, cuando se transforma de mera objetividad en conciencia revolucionaria. Demostración esta de la vigencia del método marxista de análisis histórico que cobra aún mayor fuerza porque el objeto de la investigación –la historia del movimiento comunista– es el producto –todo lo aberrante que se quiera, pero producto, en fin de cuentas– de la acción misma del marxismo, o, para ser más preciso, de la corriente hegemónica –rusa– del marxismo oficial e institucionalizado. Ahora bien, que el marxismo comience a aplicar, como en este ensayo de Claudín, a los resultados imprevistos de su propia acción, las armas de la crítica –en espera de la tal vez inevitable crítica de las armas, de la violencia revolucionaria de las masas– constituye un hecho eminentemente positivo. Pero, a estas alturas, más de un lector se habrá propuesto ya intervenir airadamente en este prólogo, poniendo el grito en el cielo. ¿Cómo es posible afirmar que lo excepcional del ensayo de Claudín sea su método marxista? ¿No ha habido otros trabajos críticos sobre la historia del movimiento comunista, inspirados en las fuentes del pensamiento marxista? Sin ir más lejos, ¿no tenemos ya en la obra de Trotski, desde 1924-1926, un conjunto coherente, macizo, de análisis críticos de la realidad rusa, del estalinismo, de los errores de la Internacional Comunista? Sin duda, lo tenemos. No es casual que en este primer tomo del ensayo de Claudín haya tantas referencias al pensamiento crítico-teórico de Trotski. Y es que no es posible plantearse la reconstrucción teórica, el análisis interno, del itinerario de la Internacional Comunista y del Estado ruso, en el periodo estaliniano, sin recurrir a los aportes y elaboraciones de Trotski. Pero no es menos cierto que dicho recurso, si pretende ser fecundo, si se propone rebasar la fase arqueológica (reconstrucción teórica de la verdad del pasado) para desembocar en una visión estratégica (organización de los instrumentos teórico-prácticos de transformación de la realidad actual), tiene que poner de manifiesto las limitaciones intrínsecas de la obra de Trotski. Entre esas limitaciones, y para el caso que nos ocupa concretamente, conviene destacar una fundamental. Se deriva esa limitación de lo que no hay más remedio que llamar idealismo subjetivo y voluntarista de Trotski (de sus epígonos, mejor no hablar, por respeto a la obra de Lev Davidovitch; y no es tampoco casual que el pensamiento político de Trotski no tenga herederos; no es casual que lo único válido que se haya producido, inspirándose en los trabajos del gran revolucionario ruso, sea la obra histórico-biográfica de Isaac Deutscher, en algunos aspectos magistral, pero que no rebasa, ni puede proponérselo, los marcos de la arqueología). De hecho, todos los análisis críticos de Trotski, a menudo certeros, a veces proféticos, en relación con los errores de la Internacional Comunista estaliniana en China, en Alemania, en España, en la Francia del frente popular, acaban esterilizándose, convirtiéndose en planteamientos que flotan en los limbos de la abstracción y del irrealismo, porque Trotski nunca somete a la crítica los fundamentos mismos de la estrategia denunciada por él. Taxativamente, en más de una ocasión, Trotski afirma que la crisis de la Internacional Comunista, del partido ruso, es una crisis de dirección: bastaría con desalojar de los puestos que han usurpado a los “malos pastores”, a Stalin y su grupo, para que esa misma Internacional, ese mismo partido ruso, volvieran por sus fueros internacionalistas y revolucionarios, para que volviesen a desplegarse las triunfantes banderas de la revolución mundial. Subjetivismo típico, sin duda, que pone entre paréntesis, fuera del alcance de los militantes, la reflexión más necesaria y urgente, ya en aquellos tiempos: la reflexión sobre las verdaderas raíces de clase del reformismo burocrático estalinista, sobre el reflujo de la revolución en Europa, sobre los cambios profundos producidos en el seno mismo del capitalismo mundial, &c. En suma, el marxismo no le sirve a Trotski para indagar el contenido concreto de la nueva realidad, sino para buscar en ésta los elementos que confirmen una visión apriorística. Con lo cual se confirma que no sólo la Iglesia es ortodoxa, sino que también pueden ser ortodoxas las sectas y las capillas. El marxismo de Fernando Claudín rompe resueltamente con toda ortodoxia y al hacer así no es flaco servicio el que nos presta. Es un marxismo laico ¡enhorabuena! No se proyecta sobre la realidad histórica del movimiento comunista para encontrar en ella la confirmación de intuiciones, rencores o anatemas personales. Se proyecta sobre la realidad para que ésta se proyecte ante nosotros, en su objetividad significativa, en su despliegue dialéctico. De ahí la estructura formal del libro que el lector tiene en sus manos. Estructura original, porque viene impuesta por ese desplegarse de la realidad histórica misma. Así, comentando por el análisis de un hecho concreto –la significación real de la disolución de la Komintern, en 1943– y una vez establecida rigurosamente dicha significación, el primer núcleo racional de conclusiones provisionales se proyecta hacia el pasado de la Internacional Comunista, con fines de verificación teórica. De esa inmersión en el pasado, el núcleo original de tesis histórico-políticas sale. confirmado, precisado, refinado, con lo cual podemos abordar la segunda fase del análisis, dotados de instrumentos críticos suficientes para comprender la época del apogeo del estalinismo y de la política del Estado ruso después de la segunda guerra mundial. Estructura original –he estado a punto de decir: novelesca– que rompe con los marcos estrechos del orden cronológico, para restablecer un orden dialéctico, a dos niveles complementarios y contradictorios: el nivel de la reconstrucción lógica indispensable y el nivel diacrónico-sincrónico de la historia misma. Pero, ¿no es precisamente ése el rasgo esencial de la metodología de Marx, en sus grandes obras teóricas? Tres razones principales, habíase dicho, concurren para dar a La crisis del movimiento comunista de Fernando Claudín toda la importancia que se merece. A las dos primeras acabamos de aludir, someramente: la gravedad del tema mismo y el acierto metodológico de su tratamiento, de su estructuración. No pienso sorprender a nadie afirmando que la tercera razón se deriva de la personalidad misma del autor. Dirigente de la Juventud Comunista en Madrid, estudiante de Arquitectura, Fernando Claudín abandona hacia 1933 toda vocación individual, todo proyecto personal, para convertirse en un funcionario de la revolución. Su vida, hasta su expulsión del Partido Comunista de España, en febrero de 1965, se confunde desde entonces con la vida del movimiento comunista, con la historia de la revolución española. Los años de la república, la guerra civil, la derrota y la emigración, la clandestinidad: episodios vividos muy pronto desde los más altos cargos de dirección política. Del Madrid de la junta de Casado a la América del exilio –La Habana y Nueva York, México y Buenos Aires–, de la Tolosa de Francia y de la liberación al Moscú de los años siniestros del apogeo del estalinismo, Fernando Claudín habrá estado en todos los lugares, en todos los puestos de trabajo, cualesquiera que fuesen los riesgos y las dificultades, a los cuales le haya destinado el Partido (así, con mayúscula, naturalmente: el Partido, cuyas decisiones nunca se discuten, porque “encarna la marcha de la Historia”, porque “fuera del Partido no hay salvación”, porque “más vale equivocarse dentro del Partido que tener razón fuera de él”). Todo lector atento del libro de Claudín podrá ver, en filigrana soterrada del análisis histórico a que se procede, la sistemática, doloroso y alegre destrucción de esa vivencia religiosa –alienante ¿cómo no decirlo?– de los valores comunistas que ha constituido la trama de treinta años de nuestra vida. Los azares de esa vida me han permitido seguir, a veces muy de cerca: día por día, casi hora por hora; a veces con mayor distanciación temporal o geográfica, la evolución sicológica, moral y política de Fernando Claudín, desde los momentos del XX Congreso del PCUS, en 1956. Momentos en los que comenzó a ponerse en marcha –mediante la subversión progresiva, pero radical, de todos los valores y principios petrificados, dogmatizados por el estalinismo– el “viejo topo” marxista del espíritu crítico, de la investigación histórica. Quede para otra ocasión más propicia la reconstitución pormenorizada de esa evolución política, que no fue sólo personal de Fernando Claudín, que constituyó un fenómeno de relativa envergadura –sobre todo entre los cuadros más jóvenes, intelectuales y obreros, de las organizaciones del partido comunista en el país mismo– y cuyos frutos o resultados están todavía por recoger, puesto que aún no ha cristalizado una corriente orgánica de la izquierda marxista española. Baste por ahora destacar el momento final de dicha evolución. A finales de 1963 comienza en el Comité Ejecutivo del Partido Comunista de España una discusión (de alguna forma hay que calificar el estéril y repetitivo afrontarse de un doble monólogo, de un doble discurso, que las estructuras mismas del “centralismo democrático” producidas por treinta años de práctica estalinista condenaban irremediablemente a la alternativa, igualmente inoperante, aunque por razones diversas, de la sumisión mecánica de la minoría a la mayoría o del fraccionismo). Discusión que se prolonga hasta la primavera de 1964 y que se termina con la expulsión, primero de dicho Comité Ejecutivo y muy poco después del partido mismo, de Fernando Claudín y Federico Sánchez. Los temas esenciales de esa discusión habían ido madurando a lo largo de los años, desde 1956; podían haber hecho crisis un poco antes o un poco después. Sin embargo, no son casuales las fechas que determinan y enmarcan el comienzo y la conclusión de este proceso. 1956 no es sólo el año del XX Congreso, del “informe secreto” de Jruschev; es el año también en que estallan en el bloque de países sometidos a la hegemonía rusa todas las tendencias centrífugas: las unas de carácter nacionalista, esencialmente negativas, pero inevitables, puesto que son –y éste es uno de los problemas históricos luminosamente desentrañados por el análisis de Claudín– el precio a pagar por tantos años de bárbaro sometimiento de los intereses revolucionarios nacionales a la exclusiva razón de Estado rusa. (Supongo que a estas alturas el lector ya se habrá percatado de la negativa del autor de este prefacio a seguir calificando de “soviéticas” las razones de Estado del nacionalismo ruso de gran potencia.) Pero las otras tendencias centrífugas son de carácter social; eminentemente positivas, puesto que, a lo largo de los años, de Polonia a Hungría y de Hungría a Checoslovaquia, y pese a su derrota sucesiva a manos de la intervención militar del Estado ruso, lo que plantean dichas tendencias –a menudo confusamente, ya que las fuerzas políticosociales que las protagonizan emergen de decenios de opacidad histórica, de destrucción burocrática de toda iniciativa de las masas, de despolitización y desmoralización colectivas, que sólo dejan abiertos los cauces de la “solución” individual de las contradicciones sociales: carrerismo, cinismo tecnocrático, religiosidad, &c.– lo que plantean, decíamos, es la necesidad de nuevos instrumentos de la democracia socialista. La necesidad de la revolución, en suma. Por otra parte, 1956 fue también en España un año crucial. Un año de grandes luchas de masas, obreras y estudiantiles, en el curso de las cuales comienza a perfilarse una nueva correlación de las fuerzas de clase, parcialmente despojada de los oropeles de la guerra civil. Un año en el curso del cual comienza a hacer crisis el sistema de dirección heredado de la época de autarquía –y la entrada de los primeros ministros tecnócratas del Opus Dei en el gobierno es el reflejo político de una exigencia objetiva–, en que se modifican los objetivos mismos de la economía capitalista española, que necesita pasar de la fase de la acumulación extensiva a la del aumento de la productividad del trabajo, de la competitividad en el mercado mundial. Con otras palabras: el objetivo de la economía capitalista española no podía ser ya la obtención de plusvalía absoluta sino la producción de plusvalía relativa. Signo evidente de que el capitalismo español abordaba la etapa de su “modernidad”. Ahora bien, en 1963-1964, cuando la crisis que ha ido lentamente madurando en la dirección del Partido Comunista de España alcanza su punto de ruptura, ninguno de los problemas objetivamente planteados al movimiento comunista, por una parte, y a la estrategia de la lucha en España, por otra, ninguno de dichos problemas ha sido resuelto. Más bien al contrario: la brecha abierta entre una visión ideológica, subjetivista, triunfalista, de la realidad y la realidad misma no ha cesado de profundizarse. Es un periodo de involución, a todos los niveles. En la URSS, la “desestalinización” no ha rebasado los límites de un ajuste de cuentas entre grupos dirigentes de la burocracia política central; de una redistribución de papeles dentro de un sistema que permanece intacto, en cuanto a lo esencial. Lo único que han progresado en el llamado campo socialista son las fuerzas centrífugas. Lo único que se ha profundizado es la crisis del movimiento comunista neoestaliniano o subestaliniano, su bancarrota teórica, política y moral. Simultáneamente, en España, la amplitud misma de las luchas obreras del año 1962 ha venido a demostrar el fracaso definitivo de la estrategia de la “huelga nacional pacífica”; ha venido a plantear con urgencia la necesidad de una elaboración radicalmente nueva de los problemas de la revolución en España: su carácter, sus objetivos inmediatos y lejanos, sus alianzas de clase. A esa elaboración, que se hizo imposible en el seno mismo del Partido Comunista de España, al cerrarse mediante medidas burocráticas de expulsión la discusión esbozada, Fernando Claudín aportó en aquellos años dos trabajos fundamentales: Las divergencias en el Partido, folleto sin pie de imprenta ni fecha, que circuló a partir del verano de 1965, y el ensayo publicado en Horizonte español 1966 (suplemento de Cuadernos de Ruedo ibérico, tomo 2) con el título Dos concepciones de la vía española al socialismo. Desde entonces, no habíamos tenido la oportunidad de leer ningún trabajo de Claudín. Pero es que, superando la tentación de las polémicas parciales, evitando las trampas y los cepos de la amargura, del “ya veis que yo tenía razón”, sorteando los escollos de la justificación personal, Fernando Claudín había acometido una empresa de largo alcance y de alto vuelo: el análisis crítico del pasado del movimiento comunista en que nos hemos formado y deformado; que nos ha hecho vivir y en el cual nos hemos desvivido; que ha sido nuestro instrumento de acción sobre la realidad y la raíz de nuestra alienación de esa realidad. Análisis lúcido, a veces despiadado, pero nunca desmovilizador. En fin de cuentas, no se trata de mesarse el cabello ni de rasgarse las vestiduras; se trata de plantear las bases de una nueva lucha por el socialismo. O sea, como se decía para empezar: aquí nos encontramos con un libro importante. Jorge Semprún [Prefacio de Jorge Semprún a La crisis del movimiento comunista, París 1970, págs. IX-XV.] Sólo después de bastantes años de ocurridos los hechos, comienza a escribirse verdaderamente la historia de la guerra civil y de la revolución españolas, y obras de más o menos valor informativo y documental tratan de exponer el desarrollo de aquellos acontecimientos, que influyeron tan sensiblemente en las opiniones de las generaciones socialistas del periodo preliminar a la última contienda mundial. El carácter profundo que tuvieron las discrepancias en circunstancias críticas, el afrontamiento e incluso las luchas sangrientas que se sucedieron entre los defensores de distintas ideologías de los partidos obreros españoles, no son siempre bien esclarecidas, a pesar de que en los últimos años la crisis del movimiento comunista internacional aporta suficientes elementos para poderlos interpretar políticamente. Con esta compilación de los textos de Andrés Nin, no se pretende dar un estudio completo de los sucesos que se presentaron: es sólo la información y explicación de las posiciones teóricas y tácticas mantenidas por el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), que fue el partido que constituyó el centro de las polémicas y luchas, y en torno al cual se manifestaron principalmente las divergencias y discusiones sobre la guerra de España en el movimiento obrero internacional. Por otra parte, este prefacio intenta únicamente situar los problemas globalmente y de manera sucinta en la época y dar de ellos un análisis resumido, que responde a la opinión de un militante que intervino activamente en los acontecimientos y que asumió funciones dirigentes en el POUM, contribuyendo así a definir su política y actuación. La guerra civil y la revolución españolas ofrecieron al mundo características que no se han presentado en los movimientos políticos que se desarrollaron luego en Europa y que culminaron después en regímenes socialistas en Europa del este, China, Corea, Vietnam y Cuba: la presencia de dos corrientes obreras revolucionarias, considerables e independientes de los dos partidos tradicionales, o sea del socialdemócrata y el comunista. Estos dos movimientos fueron la Confederación Nacional del Trabajo-Federación Anarquista Ibérica (CNT-FAI) y el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), la primera anarcosindicalista y el segundo marxista-leninista. La diversidad constituía quizá la debilidad de la situación española para afrontar los problemas de la guerra y de la economía, sobre todo el del poder; pero era posiblemente más un valor y una garantía inicial contra la implantación definitiva de un régimen de partido único, totalitario. Esta existencia de fuerzas dispares en el desenvolvimiento de la revolución española, y la hostilidad intransigente del Partido Comunista (PC) hacia todo sistema de convivencia democrática con las otras fracciones obreras, originaron la pugna entre los partidos y las organizaciones sindicales, las luchas sangrientas, y finalmente el predominio oficial de los comunistas, mediante la maniobra, la persecución, el terror, y el apoyo de una fuerza exterior. La CNT-FAI representaba en España a masas de trabajadores de una importancia por lo menos igual a la de todos los partidos marxistas y la otra central sindical juntos; era también una organización de un extraordinario dinamismo militante, y en Cataluña tenía la hegemonía entre los trabajadores En la historia de las luchas sociales españolas, los más grandes combates de clase figuran en el activo de la organización confederal. Pero habiendo hecho del “apoliticismo” su principio básico, su táctica se contradecía constantemente, porque la fuerza de los acontecimientos la obligaba, por vía indirecta, a adoptar posiciones y hasta compromisos políticos. Su poder de resistencia a todas las represiones había sido único, y de todas volvía a resurgir, no debilitada sino hasta fortalecida. Al proclamarse la República en 1931 y restablecerse, más o menos, las libertades democráticas, la CNT-FAI amplió extraordinariamente su campo e influencia, que se manifestó a veces por acciones desconcertadas, que incluso creaban una situación de hostilidad muy violenta entre los mismos trabajadores. Embriagados por su extraordinario desarrollo, los faístas llegaron incluso a organizar movimientos aislados para establecer el “comunismo libertario”, que concentraron contra ellos el descrédito, pero que realmente no mermaron su fuerza. Cuando estalló la sublevación militar-fascista, los anarquistas mantenían en distintas regiones del país huelgas de gran duración y enorme repercusión, principalmente la de los obreros de la construcción de Madrid, que había impulsado el establecimiento de la CNT en la capital, donde hasta entonces sus efectivos no habían sido abundantes. El gobierno republicano-socialista había llevado a cabo una fuerte represión contra ella, y miles de sus militantes en toda España se encontraban en las prisiones republicanas el 18 de julio de 1936, al estallar la guerra civil. La intervención anarcosindicalista contra los sublevados fue fundamental y decisiva en toda Cataluña. Sin autoridad ni eco el poder republicano, la espontaneidad de los trabajadores afrontó, en las primeras semanas de la lucha, al margen de él, todos los problemas de la guerra civil y de la organización de la estructura del nuevo Estado, aunque sin gran cohesión y parcelado. Pero los elementos burgueses y los reformistas y comunistas, se recuperaron rápidamente, y amparados en Largo Caballero, cuya aureola revolucionaria prestigiaba sus propósitos, aunque no sabía muy bien políticamente lo que quería y a dónde iba, se formó un gobierno nacional que fue el de la liquidación del poder obrero. Y una vez más los anarcosindicalistas demostraron la contradicción de su conducta: “apolíticos” por sistema, iban a realizar la peor de las actuaciones políticas, con cuatro ministros en el gobierno democrático burgués. En realidad, el anarcosindicalismo se encontró perdido en España en una revolución que había predicado durante años, pero para la que no se había preparado ideológicamente, que había creído en el fondo muy lejana, y para cuyos problemas no bastaban los simples folletos de propaganda que habían constituido siempre su alimento cultural. Por la gran importancia de sus efectivos y por su propio activismo, los anarcosindicalistas se hallaron del día a la mañana asumiendo un papel fundamental, para el que los partidos obreros y republicanos pequeño-burgueses les reclamaban, con el fin de comprometerles y de contar con su fuerza, y que ellos a su vez también reivindicaban basados en su potencia numérica y activa. Por el propio desarrollo de los acontecimientos y la correlación de fuerzas, aceptaron las responsabilidades gubernamentales y liquidaron prácticamente las conquistas logradas en su acción inicial; interpretaron su intervención en el gobierno del Frente Popular como un triunfo y un reconocimiento de su “personalidad”. Sin ninguna concepción de conjunto de la situación española y del mundo en que se producía, sin plantearse de manera consecuente e inteligente el problema del poder, al mismo tiempo que colaboraban en el gobierno republicano-socialista, de Frente Popular, adoptaron al margen de él una táctica de improvisaciones experimentales, en las que alternaban los más oportunistas compromisos políticos y los disparates utópicos más infantiles. Sus ministros, directores generales de la Administración, coroneles o tenientes coroneles y jefes de policía, aceptaban y aplicaban una política contra el propio alcance de la revolución anunciada, política destinada en un plazo más o menos corto a la liquidación de su influencia; se consagraron más al cumplimiento “objetivo” en el desempeño de sus cargos gubernamentales, que a servir las concepciones que les habían elevado a ellos. Por otra parte, sus grupos de militantes actuaban autónomamente en la mayoría de los casos, sin ningún espíritu de disciplina orgánica y utilizando la violencia sin discriminación alguna; la experimentación de las colectivizaciones, enormemente individualizadas, con criterios económicos y administrativos establecidos elementalmente, creaban el caos en una economía ya de por sí bastante quebrantada por las contingencias de la guerra y el boicot del capitalismo internacional. Esta dispar actuación se expresó en dos resultados fundamentales y de consecuencias históricas nefastas: en primer lugar, la intervención oficial gubernamental de la CNT-FAI amparó toda la degeneración de la revolución, llegando incluso en su política a formar parte del gobierno estalinizante y represivo de Negrín, que tenía como una de sus principales finalidades liquidar toda corriente obrera no comunista, y principalmente la cenetista, después de la represión contra el POUM; en segundo lugar, facilitó un terreno fácilmente accesible al estalinismo, por lo que también históricamente aparece como responsable, en gran parte, de que éste llegara en España a lograr su hegemonía. Contra esta supremacía quisieron reaccionar algunos sectores de la CNT-FAI, pero ya muy larde, en condiciones de gran inferioridad, cuando se encontraban totalmente sitiados, atenazados, y sin saber oponer una política que correspondiera a la situación. Habiendo podido determinar por completo todo el desenvolvimiento de la revolución, principalmente en Cataluña, por falta de una concepción real y viva de los problemas y por ausencia de capacidad dirigente, fueron cediendo terreno, “en aras de la unidad antifascista”, de “renunciar a todo menos a la victoria militar”, hasta encontrarse finalmente al borde del abismo, por no haber acertado a comprender e interpretar el curso de la revolución y el papel durante ella del estalinismo Bastará decir que la represión contra el POUM fue considerada al comienzo por los órganos confederales como una mera “lucha de influencia entre marxistas autoritarios”. Se demostró una vez más, y trágicamente, que la CNT-FAI era un gigante con pies de barro, que no es bastante con alardear de una suficiencia vacía para dominar los acontecimientos y que la máxima intransigencia verbal de los anarquistas va siempre acompañada de una gran propensión al compromiso, como muestra Andrés Nin en algunos de los trabajos que siguen. Cuatro capitulaciones fundamentales de la CNT-FAI facilitaron la consolidación en el poder del Partido Comunista: l) su aceptación de la disolución del Comité de Milicias en Cataluña, que supuso la reaparición como mayoría de los partidos pequeño-burgueses republicanos, que con el 18 de julio habían desaparecido de la escena política como influencia efectiva; 2) el reconocimiento de la insignificante fuerza sindical influida en la región catalana por los estalinistas, en lugar de establecer el pacto de unidad sindical con la FOUS, organización sindical afecta al POUM, mucho más importante y de mayor raigambre entre la clase trabajadora catalana; 3) haber cedido a la presión de los estalinistas para que el POUM fuera eliminado del gobierno de la Generalidad, lo que desde el punto de vista táctico incluso privaba a la CNT-FAI del sector más afín a ella en muchas cuestiones; 4) haber entregado desarmados y sin garantía a los trabajadores de Barcelona después de “las jornadas de mayo de 1937”, precisamente cuando éstos habían demostrado su fuerza y la debilidad del poder contrarrevolucionario de la Generalidad. A fines de 1937, la CNT-FAI había perdido ya todo peso en la determinación del desarrollo de la revolución; los dirigentes anarcosindicalistas que ocupaban cargos políticos o militares en el sistema creado por los comunistas estaban integrados en él; las “prisiones antifascistas” alojaban entonces casi tantos militantes anarcosindicalistas como había después de octubre de 1934. Era la comprobación del fracaso del anarquismo como doctrina ante la realidad de los hechos revolucionarios. La guerra civil española evidenció que, si bien los anarquistas en los periodos de paz exponen su desesperación ultralibertaria, cuando se convierten en movimiento de masas tienden siempre al oportunismo y el compromiso ante situaciones concretas sobre las que hay que decidir. Y se demostró igualmente que un partido marxista consecuente, como era el POUM, es más capaz y más intransigente para defender no sólo la libertad de todos los trabajadores, sino también todas las libertades humanas, como fue el caso en España. El POUM se fundó en septiembre de 1935, después de la revolución asturiana de 1934, y como consecuencia de una gran corriente de unidad que se expresaba con carácter general en toda la clase obrera española, consciente de su fuerza con la unión y porque se preparaba para afrontar tareas superiores que veía llegar. El POUM, fue el resultado de la fusión del Bloque Obrero y Campesino (BOC) y de la Izquierda Comunista Española (ICE). La ICE procedía primitivamente de una escisión del Partido Comunista oficial y había formado parte de la organización trotsquista internacional, de la que se había separado después de una larga polémica con Trotski. precisamente por discrepancias derivadas de la táctica a seguir en la situación concreta de España. Su revista teórica. Comunismo, tenía bastante eco político y gozaba de autoridad teórica incluso entre los comunistas oficiales, pero esto no se manifestaba muy tangiblemente en el dominio orgánico. En el fondo, la única conducta que dictaba Trotski a los marxistas revolucionarios españoles, y que nosotros secundábamos, era la de seguir exponiendo rígidamente los principios y la de denunciar duramente todas las debilidades políticas de los demás. La táctica de la ICE había sido ésta desde su fundación hasta su separación de la organización trotsquista internacional. Y precisamente porque a pesar de la autoridad teórica de que gozaba la ICE, no se desarrollaba mucho la organización ni su influencia sobre las masas obreras, cuando Trotski impuso su táctica de “entrismo” en los partidos socialistas para influenciarlos, la casi totalidad de la organización trotsquista española decidió realizar una política más amplia, de más elasticidad táctica, para la aplicación final de los mismos principios. La determinación adoptada estuvo también impuesta por dos consideraciones, profundamente analizadas: 1) la mayoría de los militantes obreros trotsquistas deseaban romper el aislamiento a que la actuación en círculo sectario les condenaba, y su estado de espíritu propendía a incorporarse a otra organización donde tuvieran la posibilidad de aplicar más eficazmente su actividad; 2) el avance de la reacción era rápido, el peso de la opinión de “izquierda” y “derecha” casi se equilibraba, y por un reflejo natural de defensa y combate el sentimiento de unidad era arrollador entre los trabajadores; se trataba para nosotros, no de someternos a un estado pasional demasiado genérico en sus fines, sino de saber cómo afrontarlo con provecho, con la máxima eficacia revolucionaria en los resultados. Y principalmente, España vivía un periodo intensamente revolucionario, y no era para nosotros, pues, de acuerdo con nuestras convicciones y temperamento, una táctica el reducirnos a ser meramente críticos contemplativos inexorables. Aspirábamos a intervenir en los acontecimientos, a integrarnos en ellos, o por lo menos a influenciar prácticamente su desarrollo en un sentido positivo, para lo cual era necesario ensanchar las bases y los medios de acción en el clima de unidad obrera que entonces se manifestaba en toda España; pero también queríamos llegar a una verdadera conjunción con criterio independiente, y no a la disolución (ingreso individual en el Partido Socialista) como Trotski preconizaba como consigna terminante; creíamos igualmente, que nuestra unión debía realizarse con los más próximos, naturalmente, es decir con los más influenciables a nuestras concepciones, para llegar a crear el verdadero partido marxista revolucionario de la clase trabajadora española. Estas fueron las razones que nos condujeron a crear el POUM. El BOC, principalmente su jefe de hecho, buscaba también una táctica que le procurase la realización de los mismos propósitos de una mayor audiencia nacional entre la clase obrera y le permitiera transformarse en un partido nacional, ibérico, y no solamente catalán como lo había sido hasta entonces. A pesar de que había tenido casi el mismo origen que nosotros, o sea que procedía de una escisión con el Partido Comunista, había bastante que nos separaba de él por nuestra formación, educación teórica y concepción táctica diferentes, y sobre todo en pensamiento político, como se había manifestado a través de una dura polémica y del que uno de los artículos de Nin que se insertan es expresión; considerábamos al BOC como una especie de federación de grupos de amigos, que tenía como norte de orientación política únicamente las “genialidades” de su jefe. El BOC sufría una grave crisis interna, algunos dirigentes y militantes obreros lo abandonaban para ingresar en el PC y someterse al estalinismo, por lo que estimamos que para garantizar la existencia de una fuerza independiente de la socialdemocracia y del comunismo oficial, con voz y voto ante la situación, la fusión entre las dos organizaciones se imponía. Considerábamos que aunque se resentía el BOC de un cierto espíritu de frivolidad y de culto al jefe, y que padecía de muchos resabios de nacionalismo catalán, lo que nos era completamente ajeno, un nuevo partido de carácter nacional surgido de la fusión, con perspectivas de extensión a todas las regiones y sin que la mentalidad catalanista del BOC hiciera gran peso, terminaría por imponerse como la necesaria organización revolucionaria española, y haría prevalecer finalmente la claridad política que faltase al comienzo. Y esto tanto más cuanto que la mayoría de los militantes bloquistas estaba formada por trabajadores de gran espíritu de clase, aunque influidos en general por el oportunismo de sus dirigentes, por haber aceptado con demasiado retraso los principios marxistas. Desgraciadamente, la guerra civil estalló antes de que se hubiera establecido la soldadura interna en la concepción de los problemas de las dos organizaciones fusionadas. Joaquín Maurín, secretario general del partido, que contaba con la adhesión casi incondicional de la gran mayoría de afiliados, no se encontraba al frente del POUM cuando estalló la guerra civil. Habiendo partido dos días antes de comenzar ésta para un mitin en Galicia, fue detenido y estuvo preso en las prisiones franquistas durante toda la guerra e incluso algunos años después de terminada; salvó la vida porque no fue identificado por su verdadero nombre. Por otra parte, casi la totalidad de las secciones más importantes procedentes de la antigua ICE correspondían a provincias donde había triunfado la sublevación militar desde el principio, o desde poco después, sus militantes más conocidos fueron fusilados y los demás se dispersaron sin posibilidad de comunicación; por lo cual, sólo la organización de Cataluña era la determinante, con una oposición sin fuerza de la sección de Madrid, que fue contra la primera que se desencadenó la represión estalinista. Pero por su autoridad moral, su talento, su prestigio y las necesidades de la realidad, Andrés Nin se impuso a todos en aquellas circunstancias como secretario político (no general), aunque con muy escaso poder de determinación verdadera. La ausencia de su jefe Maurín, había creado entre los antiguos bloquistas un reflejo de defensa preventiva contra los dirigentes del partido procedentes de la ICE, en los que suponían la intención de “apoderarse del POUM” y de “imponer el trotsquismo”. Por esta situación, Andrés Nin fue un secretario político disminuido en sus funciones, lo que le afectó dolorosamente durante el año de guerra civil que vivió, y contra cuyo estado de cosas yo estimaba que no quería ni acertaba a reaccionar resueltamente. También por la precipitación de los sucesos en seguida de su constitución, el POUM orgánica y políticamente no estaba suficientemente armado para las grandes tareas que tuvo que afrontar, a que la historia le destinaba y que sólo afrontó en parte. Independientemente de sus defectos de origen, era tal la acumulación propagandística llevada a cabo por los comunistas, que su proyección alcanzaba bastante a los propios medios exbloquistas del POUM. De hecho, a manera de concesión ofrecida al PC, éstos se esforzaban por disminuir la influencia en el interior de la organización de los militantes que procedían del trotsquismo, y en primer lugar de Andrés Nin, el más representativo, cuya menor opinión era recibida con recelo y desconfianza. Es decir, aparte de la lucha contra el estalinismo, el POUM vivió desde el comienzo de la revolución en constante y oculta crisis interna. Sin embargo, en realidad, el alcance de la influencia que tuvo el partido nacional e internacionalmente, se basó en posiciones políticas y actitudes tácticas que, en el interior de los círculos dirigentes exbloquistas más influyentes, pocas veces se aceptaban voluntariamente, porque la mayoría de la dirección frenaba más que alentaba, y que terminaban aceptando porque la brutalidad represiva no facilitaba el menor respiro a la componenda que se hubiera deseado, y porque no tenían otra táctica a ofrecer. Andrés Nin fue, pues, el exponente público más caracterizado de la política del POUM, aunque su autoridad y criterio, como hemos dicho, no eran siempre decisivos para los comités de Cataluña, para los “notables” maurinistas de las comarcas, que eran finalmente los que decidían con sus votos. La fracción minoritaria identificada con Nin, sabía bien lo que se jugaba en la contienda, pero quiso cumplir con fidelidad hasta el fin lo que entendía por su misión, y se esforzó por servir la causa del socialismo español e internacional, aprovechando el único aparato de que disponía, convencida también de la madurez política que se operaba en el seno de la base del partido, como consecuencia de la experiencia estalinista; sabía muy bien que se corría el riesgo de que el partido fuera aniquilado por la inmensidad de los elementos desencadenados contra él, y tenía conciencia de que el asesinato acechaba a sus militantes. El propio Andrés Nin fue asesinado en condiciones que no han sido esclarecidas totalmente. Excelentes camaradas fueron asesinados en el frente o la retaguardia. Y algunos de los que salimos con vida de la represión, lo debemos sólo a la rápida campaña internacional que se despertó a nuestro favor, una vez conocida la suerte de Nin, y que les obligó a los estalinistas a detener algunos crímenes, por lo menos los más visibles. Desde su constitución, a pesar de sus debilidades, el POUM prosiguió la tarea que había llevado a cabo hasta entonces la Izquierda Comunista, y en parte también el Bloque Obrero y Campesino, aunque éste desde un punto de vista oportunista y muy frecuentemente variable, de interpretar el proceso revolucionario iniciado desde 1930 a la caída del general Primo de Rivera, de preparar al proletariado para intervenir acertadamente en su desarrollo mediante un frente único de la clase trabajadora, y garantizar la libertad de pensamiento y un régimen de decisiones democráticas en el interior de los organismos proletarios de unidad. La política del POUM era definida a través de sus propias resoluciones y de la crítica teórica y táctica que exponía de las otras corrientes obreras, pero que se concentraba principalmente contra la estalinista, que en nombre del “marxismo-leninismo” se expresaba por una cadena ininterrumpida de errores, que comprendía desde el aventurerismo más irresponsable al democratismo más vulgar. Sin sólidas bases entre el proletariado y sin grandes posibilidades de proselitismo a costa de los otros movimientos, los estalinistas no acertaban a oponer una respuesta política fundada, y como única reacción seguían la línea de Moscú de aquel periodo de descalificaciones y calumnias, métodos que no prendían en los otros sectores obreros. Las Alianzas Obreras de 1934 se habían constituido con la participación de la Izquierda Comunista y del Bloque Obrero y Campesino; del Bloque Electoral Popular de febrero de 1936 formaba parte el POUM. Era demasiado para el Partido Comunista, que sólo acepta los pactos de frente único o de unidad que puede dominar totalmente, el peligro de tener que confrontar su eclecticismo y sus métodos con una verdadera corriente marxista-leninista que defendía las posiciones revolucionarias que él abandonaba; era para la Internacional estalinista un precedente inadmisible. La importancia de la situación y la trascendencia de los hechos rebasaban el marco político español. La guerra civil española se produjo en plena prepotencia de Stalin, cuando su criminalidad estaba en su punto culminante, pero al mismo tiempo también cuando el movimiento obrero mundial, e incluso numerosos militantes, comunistas, manifestaban su sorpresa o su horror por sus métodos y sus crímenes, principalmente ante los procesos de Moscú, que nuestro órgano La Batalladenunciaba con pasión. La revolución española reavivó en el mundo el interés y el entusiasmo de los trabajadores más conscientes y de los intelectuales más avanzados de todo el mundo. En semejantes condiciones históricas, el POUM, a pesar de sus lagunas internas (su dirección nacional no era homogénea y su mayoría no estaba preparada políticamente), se ofrecía al proletariado mundial con una orientación y una táctica inspiradas en las mejores tradiciones de la revolución rusa y de los primeros tiempos de la Internacional Comunista, de acuerdo también con las aspiraciones revolucionarias que sacudían al mundo de aquellos tiempos. Demostraba así con su presencia que había otro camino hacia el socialismo que no era el de la colaboración socialdemócrata, y sobre todo que no debía seguirse el de la adhesión a la autocracia estalinista. La propia importancia internacional de la guerra civil española daba un valor mundial a las concepciones, más o menos bien representadas e interpretadas por nuestro partido. Es decir la actuación y la influencia del POUM minaba las fuerzas del estalinismo no sólo en España sino en el movimiento obrero mundial, daba esperanzas internacionalmente a las tendencias revolucionarias antiestalinistas, y fomentaba la creación y desarrollo de nuevas corrientes de revalorización del pensamiento marxista después de la práctica rusa. El POUM sometía a una prueba internacional, en el combate y las realizaciones, a la Internacional Comunista y la Unión Soviética, que hubiera podido cambiar la mentalidad y la estructura de los partidos comunistas de algunos países. La burocracia estalinista e internacional tuvo rápidamente conciencia de este peligro. Movilizó todas sus fuerzas y todos sus medios. Jamás se había desencadenado hasta entonces, aparte de en la Unión Soviética, una campana mayor de infamias y calumnias, nunca tampoco se habían puesto en servicio tantos medios materiales para acabar con un partido obrero, a sangre y fuego. Una gran parte de la alta burocracia del mundo estalinista de entonces, desde Tito a Togliatti, de Marty a Kadar, de Geroe a Luigi Longo, además de generales y coroneles rusos con nombres españoles, se establecieron inmediatamente en España para cumplir los designios de Stalin y reducir el alcance de la revolución española estrictamente a las conveniencias de la política exterior rusa de entonces. Dos consignas engañosas que tuvieron gran eficacia propagandística entre las masas obreras, inspiraron la acción estalinista en España y dieron resultados positivos al PC desde el principio y durante todo el curso de la guerra civil: el Frente Popular (la conjunción de todos los partidos y personalidades genéricamente antifascistas) y la unidad orgánica (unidad de socialistas y comunistas primeramente, porque la unidad sindical se dejaba para una segunda etapa, que era casi inaccesible; se trataba primero de estalinizar a la Unión General de Trabajadores, lo que casi llegaron a lograr). Era una política cuya ejecución suponía la actividad por un programa, que en modo alguno era el del marxismo-leninista, sino el de la coincidencia circunstancial de la pequeña burguesía y del reformismo socialdemócrata, y que además era la táctica dictada desde Moscú. Pero también era el medio que facilitaba el lograr que los más oportunistas de estos diversos elementos pequeño-burgueses realizasen la política del PC, que se convirtió igualmente en el polo de atracción de todos los arribistas que aspiraban a prosperar en aquella coyuntura. Esta gran maniobra táctica no era posible llevarla a cabo si no se intentaba eliminar, en primer lugar, todo sector revolucionario crítico de semejantes propósitos. Durante las primeras semanas de la guerra civil, los comunistas no pudieron representar el papel político principal, ni disponer de una decisión determinante en los organismos republicanos que se habían conservado, como tampoco en los que se organizaban como consecuencia de la revolución y de nuevas necesidades. Los socialistas dominaban en Madrid y los anarcosindicalistas en Barcelona, y entre ambos se repartían la verdadera influencia en el resto de España, pero prevaleciendo los primeros. Es evidente, pues, que el poderío alcanzado por los comunistas a los pocos meses de comenzada la guerra, fue debido fundamentalmente al apoyo material soviético, y que en regiones como la asturiana y la vasca, donde el aparato y la ayuda aportados por Rusia no fueron considerables, se conservó hasta su caída en poder de los facciosos la misma relación de las fuerzas obreras de julio de 1936, y los comunistas en manera alguna fueron el factor decisivo ni llegaron a imponerse. También es forzoso reconocer que contribuyeron otras circunstancias que ayudaron a los comunistas a lograr su influencia sobre la opinión general. No fue la menor la beligerancia total, incluso en plano de igualdad con su propio partido, que a partir de 1936 comenzó a concederles Largo Caballero. El Partido Socialista, ya desde antes de la revolución de Asturias de 1934 y bajo la dirección del propio Largo Caballero, se había hecho el intérprete de un revolucionarismo verbal muy genérico, que encontraba un gran eco entre todas las masas obreras y campesinas del país. El PC aparecía casi como un mero satélite, como una especie de pariente pobre de la socialdemocracia española radicalizada, que en palabras iba mucho más lejos que los estalinistas. Las Juventudes Socialistas, que se aprovechaban de esta orientación de su partido para darle una expresión aún más jacobina, llegaron incluso a proponer que el PC ingresase en el socialista, puesto que, según ellos, sus aspiraciones revolucionarias de clase no tenían ya razón de ser para un partido aparte, dado que eran las mismas de la socialdemocracia hispánica renovada. (Poco tiempo después las cosas cambiaron rápidamente: el PC iba a plantear el mismo problema, pero en sentido inverso, es decir la formación de un partido obrero único, pero dominado por él). Largo Caballero, en su gran ambición desproporcionada de convertirse en el jefe supremo de todos los trabajadores españoles, dio una beligerancia al PC de que hasta entonces no había gozado nunca; pero éste, a su vez, correspondió poniendo en juego su gran maniobra táctica, aconsejada por los delegados de la Internacional Comunista, al parecer por Palmiro Togliatti, proclamando a Largo Caballero el “Lenin español”. El Bloque Electoral de las elecciones legislativas de febrero de 1936, se saldó para los comunistas con una minoría de 16 diputados, que no habrían conseguido, en manera alguna, sin las concesiones que les hizo Largo Caballero. Al surgir la rebelión militar-fascista el 18 de julio de 1936, las dos fuerzas más importantes de combatientes fueron el PSOE-UGT en Madrid, Asturias y el resto de España, y la CNT-FAI en Cataluña y algunas provincias de Andalucía. Las primeras columnas de milicianos que partieron de Madrid para los distintos frentes fueron organizadas por los sindicatos ugetistas y llevaban sus propios nombres: Milicias de Artes Blancas de la Construcción, de Artes Gráficas, de los Metalúrgicos, &c. Superados realmente por los acontecimientos, los comunistas recurrieron, según su costumbre, al bluff y a la publicidad escandalosa de reclamo. El reconocimiento de la Unión Soviética por el gobierno del Frente Popular proporcionó la introducción en todo lo que quedaba del aparato republicano de Madrid de los agentes soviéticos y de los delegados comunistas de distintos países, que pronto se vieron reforzados por la presencia de las Brigadas Internacionales, acreditadas como la fuerza más eficaz aportada a la guerra civil española, en el momento en que Madrid, principalmente, se encontraba amenazado de los mayores peligros y con una gran desorganización y hasta indisciplina en los combatientes españoles. El PC logró recoger desde el principio de la guerra, y se hizo el intérprete, a la opinión más conservadora de la zona republicana del país, ante la que se presentaba y se ofrecía como el único partido que deseaba garantizar el “orden”, con un sentido de la disciplina y de la organización, que combatía y contrarrestaba los “excesos”, las posiciones socialistas, que luchaba contra el “caos anarcosindicalista”: era el partido del orden republicano burgués contra las aspiraciones revolucionarias socialistas, como ahora, más de treinta años después, es el partido de la “Reconciliación Nacional” frente al espíritu radical de las nuevas generaciones. Todos los elementos más reaccionarios e incluso fascistas desamparados se incorporaban al PC porque encontraban en él una garantía de salvaguarda. Dado que poseían “una instrucción”, llegaban los fascistas emboscados a obtener empleos burocráticos importantes, desde donde servían mejor al gobierno militar de Burgos. Su poder gubernamental y administrativo comenzó a sentirse más, llegando a ser omnímodo, al encontrarse la España antifascista aislada internacionalmente, pudiendo contar sólo con la ayuda material de la URSS, y cuando militantes extranjeros más experimentados que los españoles, obedeciendo disciplinadamente las órdenes de Moscú, lograron orientar su acción hacia la colonización estalinista de todo el territorio republicano. Alternando su penetración en los restos del aparato del Estado burgués, a través de arribistas que hacían su política, con consignas de organización que respondían en abstracto a las necesidades reales para la eficacia de la guerra, pero que prácticamente tenían otro propósito, llegaron a abolir todo régimen de democracia interna de las organizaciones obreras y de expresión libre de la opinión, para establecer únicamente, y por primera vez, esas especies de concentraciones plebiscitarias de masas perfectamente orientadas en la línea del partido, que se hacían pasar por la “opinión emanante y directa de la totalidad del pueblo español”. Bajo el lema de la unidad se llevaban a cabo “acciones de masas”, para imponer desde el exterior, incluso a “su gobierno”, en el que eran nominalmente minoritarios, la política de Stalin y coaccionar a socialistas y anarcosindicalistas, que frente a ellos no tenían ninguna reacción defensiva, ninguna política definida, ni ninguna comprensión del proceso revolucionario. La corrupción y el engaño desempeñaban un gran papel en su táctica. Por ejemplo, ante las observaciones y las críticas que les hacían sus propios camaradas, los dirigentes anarcosindicalistas justificaban en privado sus concesiones de los “pactos de unidad” con los comunistas, que fueron la base de la implantación de éstos en Cataluña, en las promesas que habían recibido de los rusos de que les facilitarían armas para emprender la ofensiva en los frentes de Aragón y el apoyo de la aviación soviética. Para los comunistas, la principal preocupación en la organización del nuevo poder estribaba ante todo en montar “el aparato”, en establecer un sistema jerarquizado de mandos militares, económicos y administrativos, o sea su burocracia, que no estuviera articulada en una democracia socialista determinada por los nuevos órganos salidos de la propia revolución, sino inspirada únicamente en servir las maniobras tácticas del partido, o mejor dicho la estrategia exterior soviética del momento. Su política oportunista, de combinaciones constantes, de total eclecticismo en los métodos, sólo podía llevarse a cabo mediante la creación de una potente burocracia, con intereses creados, no sometida a la opinión obrera, sino meramente al aparato del partido. Llegando a una acumulación de intereses particulares de los nuevos investidos de poderes o de cargos, se lograba identificar a éstos, no con la clase obrera, de la que procedían en la mayoría de los casos, sino con la ya nueva clase que se iba formando y que dependía exclusivamente de las determinaciones de los delegados de la Internacional Comunista. Sustraídos a las prácticas democráticas de su organización sindical política, muchos socialistas aceptaban su burocratización, su dependencia absoluta “de arriba” para conservar su nueva situación y dejaban de tener la menor voluntad de independencia. El PC se asimiló a la mayor parte de los militares profesionales republicanos. Para éstos sólo se ofrecían dos caminos: servir al partido y obtener ascensos, o no hacerlo y quedar rezagados a pesar de todos los méritos, e incluso algo más grave, el ser denunciados como agentes de los fascistas y perder la vida. En esta perspectiva, el sometimiento de los elementos intelectuales pequeño-burgueses no ofrecía gran dificultad, puesto que se llegaba provisionalmente a compensarles. Desde el poeta exquisito y católico José Bergamín que había permanecido toda su vida en el Olimpo, y que entonces descendía de él para firmar una petición de pena de muerte contra “los fascistas del POUM” hasta el más minúsculo y venal periodista, todos los intelectuales se dejaban seducir por “la eficacia de la política comunista”, la aceptaban y justificaban, y eran remunerados. El desarrollo de esta situación política era evidente sobre todo para la minoría del POUM, que habiendo formado parte del PC en el pasado, lo había abandonado precisamente porque no aceptaba esta negación de los principios básicos del socialismo y esta imposibilidad de convivencia. Estábamos bastante sensibilizados políticamente, habíamos denunciado constantemente este comportamiento y los fines que perseguía, para no adivinar el objetivo final de cada medida, que aunque a veces era justa en sí estaba destinada a otra aplicación que la que se confesaba públicamente. Por ejemplo, la ayuda militar internacional en combatientes, era sólo canalizada por los comunistas, e incluso los socialistas europeos se sometían a su dirección, en casi todos los casos. Las Brigadas Internacionales aportaban la fuerza combatiente más importante, activa y eficaz de colaboración al antifascismo español, los militantes más heroicos del movimiento obrero de todos los países, pero encuadrados, comunistas o no comunistas, únicamente por mandos estalinistas. Sin embargo, ¿cómo era posible perder de vista que se les utilizaba igualmente como fuerza de invasión de la política estalinista en España, de lo que incluso ellos eran inconscientes? ¿Y cómo se podía disminuir el valor de su aportación ante el pueblo español señalando también todo lo que podían suponer de peligro para el futuro? Porque al mismo tiempo, el sentido de la responsabilidad y la necesidad imperiosa de ganar la guerra, nos obligaba a contribuir a todo esfuerzo en la lucha contra el fascismo, y con ello a fortalecer los organismos que la decidían y que organizaban la retaguardia. De lo cual se derivaban las posiciones poumistas, que aunque parecían a veces contradictorias, tenían un sentido socialista justo y un encadenamiento político lógico para defender el carácter socialista democrático de la revolución, sin debilitar ninguna posibilidad de victoria militar. Se trataba para nosotros de que los militantes socialistas y anarcosindicalistas se recuperasen de su complejo de impotencia ante el PC, a consecuencia de la ayuda rusa, que comprendiesen la trampa estalinista de su propaganda de “unidad”, y el lograr un acuerdo de acción común, un frente único para el establecimiento de la democracia obrera, esperanza y fin de toda aspiración verdaderamente socialista. La única garantía para el desarrollo político de la revolución era el vincular todos los derechos de decisión directamente en los trabajadores, y la confrontación en la discusión de sus verdaderos intereses, para que pudieran reconocer sus aspiraciones socialistas y sus auténticos defensores, para que finalmente cesase también el reino de lo arbitrario establecido por los estalinistas. Terreno del que precisamente siempre rehuyen los comunistas oficiales, conscientes de su propia debilidad en la polémica y de que ésta puede descubrir su juego. Las llamadas “jornadas de mayo” de 1937 de Barcelona y la posición adoptada por el POUM en la ocasión, fue un ejemplo de esa posición nuestra que podría a simple vista calificarse de equívoca. En dicha fecha, las telecomunicaciones de Barcelona estaban aún “sindicalizadas”, es decir no pertenecían al Estado ni a la colectividad obrera en su conjunto, sino al Sindicato de Teléfonos de la CNT, que se había reservado todos los derechos de propiedad, que determinaba el curso a dar a los mensajes e incluso ejercía la censura de manera caprichosa. Semejante estado de cosas era intolerable, porque era arbitrario, unilateral y nocivo ese propósito de querer edificar y tener la propiedad en terreno ajeno. Era necesario regularizar la “sindicalización de las telecomunicaciones”; pero la contrarrevolución estalinista vio en esta situación un motivo para comenzar la represión contra el poder hegemónico de los sindicatos de la CNT en Cataluña, que le permitiera sondear el terreno para ataques de mayor envergadura. Con varios camiones de guardias pertenecientes al PC, sin ordenes ni incluso autorización expresa del gobierno de la Generalidad, el comisario estalinista de Orden Público, que anteriormente había sido miembro del BOC, se presentó en la Central Telefónica para incautarse del edificio. Los cenetistas del Sindicato de Telecomunicaciones hicieron frente a tiro limpio, se entabló una batalla violenta, la noticia se difundió inmediatamente por la ciudad, se declaró la huelga general por solidaridad, se levantaron barricadas por todos sitios. Las fuerzas obreras no comunistas fueron realmente dueñas de Barcelona y de casi toda Cataluña durante cinco días, que tuvieron como resultado mas de quinientos muertos y millares de heridos. Habiendo demostrado su fuerza superior la clase obrera no estalinista de Barcelona, habiendo podido cambiar el curso de los acontecimientos, las “jornadas de mayo” se convirtieron al final en una victoria para la contrarrevolución estalinista a consecuencia del conformismo y la deserción de los jefes máximos de la CNT-FAI. El POUM se solidarizó con el movimiento, sus militantes se batieron con bravura y conscientemente, y el POUM fue en resumidas cuentas el que pagó las consecuencias de la politiquería de los dirigentes anarcosindicalistas. A pesar de que no aceptábamos, de que comprendíamos y criticábamos los errores de la “economía confederal”, estábamos obligados a solidarizarnos con ellos ante la agresión estalinista. Esta fue una de las varias contradicciones de conducta con que nos encontrábamos enfrentados frecuentemente. El principal de los problemas en que se manifestaba más toda la pugna política entre el partido estalinista español y el POUM se resumía sobre todo en la organización del nuevo poder, del nuevo tipo de Estado. El proceso de la revolución estaba determinado para los comunistas, no para llegar a su culminación en una democracia socialista de la que debían establecerse las bases, pero en la que habrían estado en minoría frente a las otras organizaciones obreras, sino por la conservación de la “legalidad republicana” mediante un compromiso con los republicanos pequeño-burgueses que habían desaparecido como factor político desde el 18 de julio, pero que el PC valorizaba para utilizarlos como tapadera para desarrollar las conveniencias de la política exterior rusa. Esta orientación estaba expresada sin ambages en la célebre carta confidencial dirigida personalmente por Stalin a Largo Caballero, entonces jefe del gobierno de Frente Popular, el 21 de diciembre de 1936: “No hay que rechazar a los jefes del partido republicano, sino por el contrario hay que atraerlos al gobierno, hacer que participen en la responsabilidad común de la obra del gobierno. Sobre todo es necesario asegurar al gobierno el apoyo de Azaña y de su grupo, haciendo todo lo posible para vencer sus titubeos. Esto es indispensable para impedir que los enemigos de España la consideren como una república comunista, que es lo que constituye el peligro mayor para la España republicana. Se podría encontrar ocasión para declarar en la prensa que el gobierno de España no tolerará que nadie atente contra la propiedad y los legítimos intereses de los extranjeros establecidos en España, ciudadanos de los países que no sostienen a los rebeldes”. Para la España obrera, el problema central durante la contienda era derrotar a las fuerzas militares y reaccionarias y ganar la guerra entablada. En esta suprema empresa no podía admitirse ningún desfallecimiento, por ser vital para todos. Sin embargo, este propósito de victoria debía ser para algo más que la restauración del pasado, puesto que se trataba sobre todo de garantizar el porvenir. Propugnar, definir y organizar el nuevo régimen y las estructuras económicas de la nueva España no sólo no mermaba el esfuerzo de guerra sino que reforzaba y daba también el aliento de un futuro mucho mejor a los combatientes obreros y campesinos, haciéndoles intervenir directamente ya en sus propios destinos. No debía de tratarse sólo de pedir sacrificios para un fin exclusivamente guerrero de derrotar al adversario; no se trataba únicamente de tener en cuenta todos los grandes aspectos positivos de la revolución rusa, sino igualmente todo su desarrollo negativo posterior, y que entonces el mundo conocía en toda su degeneración; no se trataba, finalmente, de ofrecer un ejemplo de conservadurismo y “sensatez” al mundo capitalista para neutralizarlo y facilitar la política rusa en España y la implantación del partido comunista en el nuevo Estado, sino de tener en cuenta, evidentemente, todas las experiencias rusas, para obtener las ventajas de unas y evitar los males de las otras. Esta era una discrepancia profunda que enfrentaba al POUM contra el PC, incluso por encima de las cuestiones básicas teóricas, que a veces exponíamos demasiado dogmáticamente, obligados a ello para contrarrestar el pragmatismo oportunista de los estalinistas. Porque si bien tu táctica se basaba en un equívoco bien cultivado, el de la unidad en abstracto, que podía confundir y engañar a los republicanos pequeño-burgueses y a los trabajadores de menos educación política, no podía equivocar a los que sabían interpretar los acontecimientos y conocían el resultado práctico que tendría el desarrollo del estalinismo en España. La explicación de la táctica a seguir era un modelo de maquiavelismo estalinista, pero era igualmente la que mejor servía los intereses exteriores soviéticos en aquella situación europea y la misma que orientaba toda la estrategia de los Frentes Populares. Se trataba también de intentar preparar la coartada, esforzándose por probar al capitalismo internacional que el dominio ruso no se exteriorizaba en España, y que únicamente los nativos eran dueños de sus propios destinos. Lo que, además, no resolvía nada en verdad porque los gobiernos fascistas y capitalistas en general sabían muy bien a qué atenerse. En cambio, esta intervención del estalinismo y sus métodos restaban aportaciones o daba lugar a reticencias de la opinión obrera y democrática ante la revolución española en el terreno internacional, porque al mismo tiempo se llevaba a cabo el terrorismo en la URSS contra los viejos bolcheviques. No era precisamente el carácter radical de las transformaciones operadas en el terreno económico en España, sino el sentido de la organización que políticamente se desarrollaba y los métodos que la acompañaban, lo que ponía en guardia a la parte más sana de la opinión socialista mundial. E hizo más daño a su crédito en esos medios la represión “técnica” de las checas comunistas españolas que los desafueros, indudables, cometidos en las primeras semanas de la guerra civil. España fue, pues, el primer campo de maniobras donde un partido comunista, en plena decadencia estalinista, aplicó los métodos que después de la segunda guerra mundial habían de dar, a otros partidos comunistas de Europa, el éxito que obtuvieron para la imposición de las actuales “democracias populares”. Aunque sin gran tradición en el movimiento, sin gran fuerza numérica, sin dirigentes que gozaran de autoridad, amparado únicamente en el prestigio de la revolución rusa, el PC español disponía ya, sin embargo, del tipo de organización jerarquizada que les permite a todos realizar los cambios más fundamentales de orientación y táctica, sin el menor contratiempo ni oposición interior. Al comenzar la guerra civil disponía de poca influencia efectiva con respecto a los socialistas y anarcosindicalistas, pero se alimentó al poco tiempo con la fuerza que le aportaron los socialistas, directa o indirectamente, y todos los elementos pequeño-burgueses en masa. Un ejemplo bastante ilustrativo de la imposición de los rusos de sus propios intereses políticos nacionales de partido en la revolución española, se evidenció en las circunstancias y los métodos con que la represión para la liquidación violenta y sangrienta del POUM se emprendió en junio de 1937. Sobre el momento en que se debía desencadenar la ofensiva se manifestaron discrepancias, que se derivaban, claro está, sólo de una apreciación sobre la oportunidad, la forma y las consecuencias que podían derivarse. Los agentes de la Guepeú, los delegados de la Internacional Comunista que en España interpretaban las órdenes de Moscú, eran apremiados desde allí para que se acabase lo más rápidamente posible, a sangre y fuego, con la “presencia del POUM”, cuya proyección política podía ser peligrosa y contagiosa internacionalmente, que era lo que más temían. Operaciones de este carácter y envergadura eran fáciles en la Unión Soviética, sin comunicación con el exterior, sin observadores extranjeros, sin una oposición organizada, en un país monolitizado. Para los agentes estalinistas extranjeros, dada su mentalidad “rusa”, la operación no ofrecía ninguna dificultad material o técnica, ni ningún peligro político considerable. Sin embargo, la dirección del partido español vacilaba todavía sobre el momento a elegir, porque sabía que el clima político en España no era el mismo que en la URSS, ni tampoco el temperamento militante. Sin oponerse en principio a la gran represión, estimaba que era prematura entonces, porque el poder del PC no estaba aún suficientemente afirmado para afrontar el riesgo de la reacción que podía producirse por parte de los otros partidos y organizaciones españoles. El buró político hizo observaciones a la empresa proyectada: José Díaz, al parecer, era contrario y “Pasionaria” pronunció su cínica frase: “Es demasiado pronto para eso”. A este respecto tiene interés relatar lo que sucedió con la detención de los que constituíamos el Comité Ejecutivo del POUM. Fuimos detenidos en la noche del 16 de junio de 1937 por policías de Madrid, procedentes todos ellos de las antiguas Juventudes Socialistas; un gran equipo de éstos se había trasladado a Barcelona para llevar a cabo directamente la operación, porque no tenían confianza en la intervención de la policía catalana, que entonces no estaba todavía totalmente dominada por los estalinistas. Fuimos trasladados a la Jefatura de Policía incomunicados, y a la madrugada del día siguiente conducidos a Valencia. La conducción se hizo en las siguientes condiciones: cada uno de nosotros iba en un auto vigilado por cuatro policías madrileños; delante de nuestro coche, y a alguna distancia, iba otro con cinco agentes de la Guepeú, principalmente polacos y húngaros, pero también de otras naciones; nuestro coche iba después seguido por otro también ocupado por agentes extranjeros. Cada parada en el camino era indicada por los que integraban el primer coche, o consultada previamente por los madrileños. Fue el testimonio más significativo de que la represión fue dirigida directamente por funcionarios a las órdenes de Moscú. Justo es reconocer que, en resumidas cuentas, la operación fue “rentable” para ellos. La falta de comprensión y de reacción de los otros sectores obreros, unos inconscientes (la CNT-FAI: “Es una pugna entre marxistas autoritarios”) y otros oportunistas (Indalecio Prieto a los diputados laboristas ingleses: “Los rusos nos dan aviones y cañones y ustedes nada”), no podía más que interpretarse como libre para la persecución contra todos los adversarios del estalinismo. Después de la represión contra el POUM, con el pretexto de “la unidad” se obstaculizó la propaganda de los largocaballeristas; tomando como base los groseros errores del Consejo de Aragón, se emprendió gradualmente el ataque contra la CNT-FAI. Y el estalinismo terminó estableciendo su imperio policiaco en toda la zona republicana. Característico también a este respecto fue el proceso de grandeza y decadencia de Largo Caballero, del “Lenin español”. En la presidencia del Consejo, para los estalinistas nativos y extranjeros cometía el supremo delito de orgullo de independencia frente a las injerencias avasalladoras de los agentes soviéticos, y el delito más grave aún de negarse a ejercer las funciones de presidente testaferro de Moscú. En mayo de 1937, los estalinistas decidieron emprender resueltamente la ofensiva para eliminar del gobierno a un hombre tan molesto. Su prensa comenzó una campaña insidiosa de acusaciones, principalmente calificándole de inepto, tomando sobre todo como base la derrota de Málaga, que había producido una profunda impresión en la opinión pública, y de la que se hacía responsable injustamente al general Asensio, que era un adicto del líder socialdemócrata, y que a su vez se oponía también a la hegemonía y despotismo comunista. Largo Caballero había estado resistiendo también a todas las presiones que se ejercían sobre él, a través de los representantes diplomáticos de la Unión Soviética, para que ejerciera las medidas represivas que exigían contra el POUM. Y fue ésta, precisamente, la causa que hizo que Largo Caballero abandonase para siempre la presidencia del gobierno. proposición para que el POUM fuera disuelto y declarado fuera de la ley. Largo Caballero, a pesar de que nosotros habíamos sido los únicos que durante su periodo de apogeo le habíamos combatido políticamente de una manera constante, se opuso de manera decidida a este deseo estalinista, alegando que él nunca ejercería la represión contra una organización obrera. No encontró un apoyo resuelto ni siquiera entre los miembros de su propio partido, ni entre los ministros republicanos moderados. La obsesión de obtener armas rusas era más determinante para ellos que toda otra consideración política o de conciencia, y les convertía en verdaderos títeres manejados por Moscú. Estimándose en minoría en el seno del Consejo, presentó su dimisión de jefe del gobierno el 15 de mayo de 1937. Los comunistas tenían ya preparado su sustituto, un aventurero intelectual: Juan Negrín, que iba a servir incondicionalmente la política de los rusos, autorizando a los dos meses la represión contra un partido obrero, a lo que se había negado el viejo líder socialdemócrata, simplemente por honradez política, por una razón de mera moral. Pero esto nos lleva también a poner de relieve la profunda transformación política que se había operado en toda la “zona roja”, en el breve plazo de sólo once meses, pasando Largo Caballero de la inmensa popularidad a su total anulación política, que culminó el 21 de octubre de 1937, con una disposición de arresto en su domicilio y la prohibición de desplazarse fuera de él. El PC había logrado imponer totalmente su hegemonía y poder de decisión, y trataba ya de hacer aceptar como figura señera a la oportunista “Pasionaria”, con la complicidad o la neutralidad de los otros sectores antifascistas. Al mismo tiempo que el POUM se encontraba enfrentado en una lucha tan proporcionalmente desigual con todos los elementos movilizados en España de la contrarrevolución estalinista que le cercaban, preparaban su persecución y terminaron por aniquilarle, acusándole esencialmente de “trotsquista”, Trotski y sus más incondicionales partidarios producían una abundante literatura calificando constantemente de traidor a nuestro partido y considerándole como el principal obstáculo para la formación del “verdadero partido revolucionario español”, es decir del partido trotsquista. Como ya se ha visto, el POUM era producto de la fusión del Bloque Obrero y Campesino y de la Izquierda Comunista, que había sido la sección española de la Liga Comunista Internacionalista, que era como se denominaba entonces la organización mundial trotsquista. Pero había estado bastante frecuentemente en desacuerdo con ésta, durante la mayor parte de su existencia como tal. Las discrepancias no se manifestaron de una manera pública hasta la constitución del POUM, sino antes principalmente por una correspondencia seguida con Trotski y su Secretariado internacional. Nuestra principal objeción se basaba en un principio en que estimábamos que la táctica a desarrollar se establecía casi exclusivamente en función de la política de la oposición comunista rusa, sin tener en cuenta la situación del movimiento obrero en cada país y las posibilidades especiales políticas que podía haber para cada sección nacional de la Oposición en su propio medio de acción. Nos elevamos en distintas ocasiones contra el sistema de trabajo del Secretariado internacional y los métodos impositivos de Trotski, pero nuestra identificación con sus principios teóricos generales sobre la degeneración de la Internacional Comunista, nos hacía finalmente mantenernos en la disciplina de la organización. Considerábamos que la orientación y la táctica política del momento no era determinada por la deliberación de las secciones, y que se definían mediante un artículo de Trotski, que tenía casi un carácter de mandato para toda la Liga Comunista. La parte que tomaba Trotski en las crisis interiores de las secciones, principalmente de la francesa, que, bajo la apariencia de discrepancias políticas, no eran la mayoría de las veces más que conflictos personales, no la estimábamos conveniente, ni digna de su misión, sino como un deseo de mantener una organización fiel a su persona. La propia composición del Secretariado internacional, en el que la sección rusa, que entonces ya era prácticamente inexistente, tenía el predominio, suscitó siempre todas nuestras reservas. La sección española se consideraba marxista-leninista, de acuerdo con las tesis y resoluciones de los tres primeros congresos de la Internacional Comunista y en lucha contra el estalinismo como degeneración burocrática y contrarrevolucionaria, pero no era una organización personalmente trotsquista. Y finalmente, el hecho de que al llegar a la convicción de que la sección española se negaba a una obediencia ciega a su persona y a sus determinaciones, intentase Trotski producir una escisión creando un grupo incondicionalmente adicto en España, método utilizado frecuentemente por él cuando tenía dificultades en otros países, mediante una correspondencia personal con el que creía que podía ser más adicto, colmó toda nuestra paciencia, pero no le compensó a Trotski porque no logró la ruptura de la sección española, que se presentaba como monolítica frente a toda maniobra. Nuestras posiciones, resueltas mediante acuerdos adoptados democráticamente, eran para Trotski “reminiscencias del individualismo anarquizante español”. A través de todos estos disentimientos, y de algunos más, que en la polémica con él adquirían siempre un tono agrio, colérico, de agresión personal, llegamos en 1934 al problema que determinó nuestra separación definitiva de la organización trotsquista, y una lucha encarnizada contra nosotros por parte de él y del trotsquismo internacional: el problema del ingreso de las secciones de la Liga Comunista Internacionalista en los partidos socialistas, aunque conservando al propio tiempo su órgano periódico y constituidas en fracción en el interior de la socialdemocracia. La determinación fue adoptada por el Secretariado internacional, es decir por Trotski, a sugestión de algunos dirigentes de la sección francesa, sin tener tampoco en cuenta en esta ocasión la situación del movimiento obrero en cada país o la posibilidad de una actuación más fructuosa políticamente que podía ofrecerse a otras secciones. Anquilosados realmente los grupos trotsquistas, perdiendo miembros en lugar de ganarlos, devorados por crisis internas sucesivas, a las cuales únicamente la sección española había escapado, Trotski creyó encontrar en el ingreso en los partidos socialistas un medio táctico de influenciar políticamente a la clase trabajadora y de difundir su pensamiento, pero sin cambiar los métodos que tan inútiles se habían mostrado. Como es sabido, el resultado se reveló como totalmente negativo en todas partes, lo que era fácil prever conociendo la composición social de los partidos socialdemócratas y la fuerza decisiva y tradicional de su aparato administrativo. La experiencia se dio pronto por acabada, sin que se registrara ningún avance en el desarrollo de la Liga Comunista Internacionalista, y más bien con la pérdida de algunos elementos desmoralizados. Las perspectivas y posibilidades de España eran completamente diferentes. A la Izquierda Comunista se nos presentaba otra salida que nos parecía de más porvenir, de mejores resultados en un futuro inmediato, y que los hechos posteriores vinieron a confirmar. El carácter obligatorio como se estableció el ingreso como fracción en los partidos socialistas, y nuestro conocimiento de las características del partido español, nos hicieron rechazar íntegramente esta táctica, y llegar a una ruptura definitiva, total y dolorosa, sobre todo para Andrés Nin, vinculado durante muchos años a Trotski, al que le unía, además de su identidad en pensamiento, una profunda amistad personal. En un editorial del último número de nuestra revista Comunismo, publicado en septiembre de 1934 -después la revista fue suspendida por las autoridades republicanas como consecuencia de la revolución asturiana de octubre, y a continuación dejó de publicarse definitivamente al fundarse el POUM- que redacté por encargo de nuestro Comité ejecutivo y después de aprobación del mismo, nuestra organización expresó su opinión en la siguiente forma: «Nuestra organización mundial, la Liga Comunista Internacionalista, atraviesa una profunda crisis. No tenemos porque ocultarlo, porque nuestros problemas, como problemas políticos, no los hurtamos al conocimiento de la clase trabajadora. La realización del frente único en Francia, circunscrito a los socialistas y comunistas, y dejando al margen a nuestra sección francesa, ha dado lugar a que algunos camaradas, entre ellos nuestro jefe político, consideren que la táctica que corresponde, dado el ilusionismo creado en torno al pacto entre socialistas y estalinistas, es el ingreso como fracción, con su propio órgano, en el Partido Socialista francés. Los defensores de dicha solución táctica, creen con ello poder conseguir de una manera más eficaz influenciar a las masas trabajadoras. La reunión de nuestro Comité central ampliado, aprobará la resolución en que fije la posición española con respecto a dicho problema. Conociendo el pensamiento de la inmensa mayoría, si es que no la totalidad de nuestra organización, podemos anticipar que es absolutamente contraria al criterio que con más tesón que nadie y con su apasionamiento de siempre defiende nuestro camarada Trotski. Las corrientes en pro de la unidad que en virtud de la acción nefasta del estalinismo se han creado en ciertos países, no pueden de ninguna manera conducirnos a la confusión orgánica. La garantía del futuro reside en el frente único, pero también en la independencia orgánica de la vanguardia del proletariado. De ninguna manera, por un utilitarismo circunstancial, podemos fundirnos en un conglomerado amorfo, llamado a romperse al primer contacto con la realidad. Por triste y penoso que nos resulte, estamos dispuestos a mantenernos en estas posiciones de principio que hemos aprendido de nuestro jefe, aún a riesgo de tener que andar parte de nuestro camino hacia el triunfo separados de él.» En una forma bastante terminante, aunque cordial, era el anuncio, sin equívoco, de la indisciplina total de la sección española, la ruptura con la que había sido nuestra organización internacional, o sea una resolución que había sido largamente pensada y discutida en el seno de nuestros grupos locales. Efectivamente, la reunión del Comité central ampliado de la Izquierda Comunista Española confirmó esta posición anticipada por Comunismo, aunque, en la discusión, con algunas reservas de Andrés Nin, al que apenaba esta ruptura, que estaba inspirada sobre todo por el grupo de Madrid y los militantes de Bilbao. Sólo dos de los mejores teóricos de nuestra sección, que habían dado a nuestra revista una gran brillantez, descubrieron en la fórmula de Trotski una escapatoria para aspirar más directamente a su promoción política en el seno de la socialdemocracia, y resolvieron ingresar en el Partido Socialista, juntamente con otros seis camaradas. El resto de la organización se negó a aceptar el ingreso, principalmente los militantes obreros que desarrollaban una actividad sindical y que sabían muy bien la imposibilidad de una actividad fraccional eficaz en el seno del PSOE. Los desertores, en lugar de “asimilar” fueron “asimilados”, en vez de atacar la política reformista de socialdemócratas y estalinistas, se dedicaron a combatir durante la guerra civil la actividad revolucionaria del POUM, y desaparecieron pronto de la escena política. La casi totalidad de los militantes de la Izquierda Comunista, mediante la fusión con el Bloque Obrero y Campesino y la constitución del POUM, íbamos a comenzar una nueva experiencia, llena de escollos y dificultades, discutible si se quiere, pero que ha dejado una huella bastante profunda en el movimiento obrero español e internacional, y de la que pasados los años se comienza a conocer mejor su sentido. Inmediatamente de hacerse pública la constitución del POUM, comenzaron los ataques violentos y de una gran injusticia de Trotski contra el partido, llenos de rencor más que de sabiduría política, que no cesaron hasta su muerte. Por ejemplo, al poco tiempo de la ruptura política, tomaba venganza contra esta determinación, publicando un artículo en su prensa, al que corresponde este párrafo, tan insultante como falto de elegancia moral: «Hace algunos meses ha aparecido en Madrid un libro de Juan Andrade: La burocracia reformista en el movimiento obrero... Andrade me envió su libro dos veces con dedicatorias muy cariñosas, en las cuales me llamaba su “jefe y maestro”. Este hecho que, en otras condiciones me habría halagado, me obliga ahora a declarar con una firmeza mayor, que nunca ni a nadie le he enseñado la traición política. Y la conducta de Andrade no es nada más que una traición del proletariado en interés de una alianza con la burguesía.» Partiendo de profecías (si se hubiera hecho aquello que yo decía se habría producido esto, es decir el triunfo de la revolución), llegaba a la conclusión terminante de que el POUM, y principalmente su dirigente más significado, Andrés Nin, era un partido de traidores patentados. En abril de 1936, o sea apenas tres meses antes de comenzar la guerra civil española, decía en otro artículo: “Es ya muy grande la culpabilidad de un Andrés Nin, de un Andrade, &c. Con una política justa, la “Izquierda Comunista”, como sección de la IV Internacional, podía estar actualmente a la cabeza del proletariado español. En lugar de esto vegeta en la organización confusa de Maurín, sin programa, sin perspectivas y sin importancia política alguna. La acción marxista en España comienza por la condenación implacable de toda la política de Andrés Nin y Andrade, que era y que sigue siendo no solamente falsa sino criminal”. Era el estilo peculiar de Trotski para tratar de convencer, basándose en una interpretación fundamentalmente dogmática, mecanicista y en manera alguna dialéctica, del desarrollo de la revolución española. Partiendo de una formulación en abstracto de una revolución proletaria –la española se producía en condiciones históricas diferentes que la rusa y con la mayoría de la clase obrera organizada en los partidos y sindicatos– pareciendo no tener en cuenta los verdaderos sentimientos concretos de los obreros, que ante el temor del triunfo fascista sólo consideraban como verdaderamente eficaz la fuerza que podía dar en la lucha “la unidad de todos”, Trotski insistía en que el POUM fuera únicamente contra la corriente, sin matices, y que se privase de toda posibilidad de maniobra estratégica, de toda adaptación circunstancial de su táctica a la situación del momento de España y a las fuerzas en presencia. Esto le conducía a una idealización de la perfección de la conciencia política revolucionaria de los militantes de nuestro partido, e incluso del conjunto del proletariado, que según Trotski era traicionado por los dirigentes poumistas, que no aceptaban el satisfacer su verdadera voluntad revolucionaria. Este esquema, casi escolar, en manera alguna respondía a la realidad. A pesar de los errores, o mejor dicho de las vacilaciones frecuentes de la dirección mayoritaria del POUM, ésta tuvo siempre una actitud bastante más progresiva sobre la táctica a desarrollar que la casi totalidad de los militantes del partido, en los que se proyectaba el estado de espíritu general, porque el Comité ejecutivo tenía también una comprensión más exacta del proceso de la revolución y de los designios y la finalidad del estalinismo. La izquierda del POUM, vinculada principalmente en los procedentes de la antigua ICE, eludimos durante todo el tiempo de la guerra civil, el entablar públicamente la polémica con Trotski y su llamada IV Internacional (un motivo más que servía para exacerbarle) para responder a sus acusaciones. En primer lugar, porque había un sentimiento muy antitrotsquista en la gran mayoría de los militantes de origen maurinista, que era un sentimiento inculcado, sin entendimiento teórico, y no podíamos prestarnos a dotarles de una argumentación. Hubiera sido además facilitar también la tarea del estalinismo en su campaña contra Trotski. Quizá fue un error nuestra posición y pudo parecer entonces como inspirada por una actitud vergonzante de nuestra parte; pero pasados tantos años, ahora no creo tener razón para arrepentirme de semejante conducta y de tal lealtad. En segundo lugar, abrir la polémica con Trotski ofrecía también el peligro de que ésta derivase en divisiones y hasta en escisiones en el POUM. Hubiera sido establecer de nuevo la separación, de una manera más profunda aún, entre los militantes según su procedencia de origen. Nosotros nos habíamos manifestado siempre contra la irresponsabilidad de las escisiones, conducta preferida del trotsquismo, y no íbamos a practicar ésta en las graves circunstancias de la guerra civil y ante tan poderosos enemigos frente a nosotros. Habíamos aceptado someternos a los acuerdos establecidos democráticamente, sola ley de convivencía posible incluso en el seno de una organización revolucionaria, y no teníamos derecho político ni moral a operar una escisión, en la que habríamos sido seguidos sólo por escasísimos militantes, porque eran esencialmente los trabajadores los más apegados a la unidad, incluso aunque la concebían de una manera demasiado abstracta. Hay que tener en cuenta que la sicología política, el estado de espíritu de las masas obreras no es semejante cuando éstas comprenden que están comprometidas en una lucha defensiva, que cuando son conscientes de que tienen todas las posibilidades de triunfar, es decir cuando se trata de hacer frente a una contrarrevolución, que cuando el combate entablado es para realizar o consolidar la revolución. Por esto, y a pesar de las vejaciones constantes de que éramos objeto en el interior del partido, principalmente Andrés Nin, por parte de los notables maurinistas, nos negamos siempre a fraccionar el POUM, teniendo siempre más confianza en hacer comprender y aceptar nuestros puntos de vista. Sin embargo, para Trotski y los trotsquistas, el problema de la revolución española era fácil de resolver en sus últimas consecuencias: bastaba con aplicar su táctica peculiar, el ataque violento, a diestra y siniestra, contra todo el campo obrero, la denuncia sin ninguna discriminación de unos y otros, socialistas y anarcosindicalistas, como traidores inveterados (es decir, situarnos en el terreno que deseaban los estalinistas), y la exposición sin atenuaciones de la más pura concepción bolchevique rusa, independiente de la situación objetiva nacional e internacional; pero esta táctica trotsquista si bien es discutible en tiempos de paz, y la prueba nos lo da el resultado obtenido, es mucho más negativa en una guerra civil todavía indecisa. Así como el POUM era un partido “centrista”, y “el principal obstáculo en el camino del partido revolucionario”, según Trotski, esto explica el fracaso de la revolución española. Trotski descargaba sobre los hombros del POUM una responsabilidad demasiado pesada para su debilidad. El criterio trotsquista consistía en principio en una generalización teórica de toda la concepción bolchevique sobre el desarrollo de la revolución socialista, pero aplicada a una época en que no había nacido todavía el estalinismo y su poder absorbente y terrorista, que se amparaba en el prestigio precisamente de la Unión Soviética y que ejercía una verdadera fascinación entre las masas obreras y la parte más progresiva de la población. Para Trotski, al POUM no le estaba permitido el escalonar la aplicación de su táctica teniendo en cuenta las contingencias del movimiento obrero nacional... e internacional, ni la menor flexibilidad de maniobra para buscar, si no apoyos por lo menos neutralidades en su flanco izquierdo. La salvación estaba sólo en el cumplimiento estricto de sus consejos. De hecho, Trotski en sus posiciones sobre la guerra civil española retrocedía también a las actitudes del romanticismo revolucionario, en las que “el gesto radical” tenía más valor que la eficacia política. Había mucho más en las consideraciones de Trotski sobre la revolución española de literatura utopista que de buen sentido leninista. Sin embargo, el propio Trotski, en su folleto La Revolución española y los peligros que la amenazan combatiendo el doctrinarismo de los bordiguistas, consideraba que intervenir en la revolución española con un programa ultraizquierdista era, son sus palabras, “igual que lanzarse a nadar con las manos atadas a la espalda; el nadador que haga esto -agregaba- corre el peligro de ahogarse”. Esta verdad inspiró nuestra conducta táctica, y sobre todo ésta nos era impuesta ante un mar tan agitado por fuertes corrientes como la revolución española, que hacía navegar inmediatamente a los navegantes solitarios. Trotski había analizado muy justamente el significado y el alcance de la degeneración política estalinista y sus consecuencias: la dictadura personal y el terrorismo contra el discrepante. Esta preocupación constituía lo fundamental de sus estudios teóricos; pero si bien explicaba cómo esta situación había podido crearse en Rusia a través de un fortalecimiento del “aparato” y del predominio del secretario (el proceso que condujo a esta situación nunca ha sido definido hasta ahora de manera política y sicológica satisfactoria, y los trotsquistas se encuentran todavía embarazados cuando un obrero informado y de buena fe les pregunta: “¿Y cómo Trotski pudo ser reducido a nada tan rápidamente en la Unión Soviética?”), jugaba con la creencia absoluta en la sensibilidad de clase de los obreros y estimaba que en los países donde la conciencia política de los trabajadores podría manifestarse libremente, impediría que se repitiera el ejemplo ruso de sometimiento al dictador. Es decir, valorizaba en extremo el poder de reacción de la clase obrera, y parecía como si desconociera la mecánica de la técnica de propaganda y represión de los agentes internacionales de Stalin, que se aplicó a fondo y se perfeccionó mucho desde el comienzo de la guerra civil española. Un poco después de un año de haberse creado el POUM, se presentó un problema político concreto ante el que debimos adoptar nuestras responsabilidades. Visto el avance de la reacción burguesa, que se desarrollaba con gran fuerza en todo el país; con millares de presos a consecuencia de la revolución de octubre de 1934 y de movimientos anteriores de la CNT-FAI, fueron convocadas las elecciones legislativas, que en general se estimaba que podían ser las últimas, porque no se tenía confianza absoluta en el triunfo electoral de las fuerzas democráticas y obreras. Se decidió formar un Bloque Electoral Popular. El POUM fue invitado a formar parte de él, y aceptó. Problema político que nunca han tenido que plantearse los grupos trotsquistas en ningún país en circunstancias semejantes, porque en ningún país han dispuesto de valor orgánico suficiente para obtener una beligerancia por parte de las otras organizaciones políticas y sindicales de la clase obrera. Aunque hubo consideraciones que pudiéramos llamar pragmáticas que inspiraron nuestra decisión, como era la de aprovechar todas las posibilidades de actuación pública y de grandes actos para dar a conocer nuestro partido y nuestro programa a las grandes masas de opinión, sensibilizadas por la lucha política electoral, y combatir al mismo tiempo también toda ilusión sobre el Frente Popular, el POUM respondió así principalmente al sentimiento unánime de los trabajadores españoles para hacer frente al desarrollo ofensivo de los militares y la contrarrevolución, deseo compartido incluso por los “antipolíticos” de la CNT-FAI, que en definitiva fueron los que determinaron con sus votos el triunfo del Bloque Electoral en febrero de 1936. Y en lo que se refiere al propio POUM, no surgió en sus filas ninguna oposición a la firma del pacto. La base obrera del partido, que constituía la inmensa mayoría de militantes, consideró la decisión, quizás un poco más a ras de tierra, como incluso una victoria de amor propio político, que imponía a los estalinistas nuestro reconocimiento, y por tanto un triunfo sobre ellos. Los obreros reaccionan frecuentemente de una manera más simple, lógica y práctica que los teorizantes metafísicos de los grupos de ultraizquierda que gozan con su aislamiento y la ineficacia de sus posiciones. Para el obrero poumista que luchaba en su fábrica, en su medio de trabajo, en su sindicato contra la campaña de calumnias e infamias de los estalinistas, este reconocimiento era una conquista moral, y una decisión en contrario por parte de la dirección de su partido, no habría sido aceptada en modo alguno. Pero para Trotski, está posición adoptada por el POUM, de una forma absolutamente democrática, era meramente una traición, inspirada, o de la que por lo menos eran responsables dos traidores: Andrés Nin y Juan Andrade. Quería olvidar que nuestra opinión, en todo caso, era minoritaria en el partido, aunque bien es cierto que habíamos aceptado la decisión conscientemente; pero para Trotski, la permanencia en un grupo o partido estaba determinada siempre solamente si se aceptaban enteramente los puntos de vista de los militantes que asumen las funciones de dirección, y sobre todo del “jefe”, porque la menor discrepancia debía dar lugar a la escisión, como lo ha demostrado toda la historia del desarrollo del trotsquismo, que ha sido una serie continua de desgajes. Era evidente que, en la práctica, la posición de Trotski era completamente contradictoria y parcial, originada sobre todo porque los antiguos militantes de la Izquierda Comunista Española nos habíamos escapado a su obediencia. Si según su criterio hubiéramos ingresado en el Partido Socialista, habríamos aceptado formalmente también el Bloque Electoral, puesto que este partido no sólo lo firmó igualmente, sino que incluso fue su promotor. Claro está, nuestro grupo en él habría publicado una pequeña hoja, sin eco real alguno ni eficacia, denunciando el hecho como la traición del siglo. En nuestro concepto, fue más lógico y positivo asumir toda la responsabilidad del hecho, sacar ventaja de la posibilidad que se ofrecía para denunciar al mismo tiempo los peligros que ofrecía toda política de Frente Popular y aceptar las tribunas que se ponían a nuestra disposición para explicar nuestro propio programa. Ninguno de los textos de Nin que se insertan en este volumen se presta a equívoco alguno sobre nuestra posición totalmente contraria al frentepopularismo. A partir de esta primera ofensiva de Trotski contra el POUM, toda su principal labor polémica en aquellos años estuvo consagrada a tratar de desacreditar y destruir a nuestro partido, por “centrista y traidor”, y como principal obstáculo para la constitución del “verdadero partido revolucionario español y realmente bolchevique-leninista”. La otra principal acusación formulada contra el POUM, por Trotski y una parte de los trotsquistas en el extranjero, y no precisamente por los trotsquistas que se encontraban en el momento en Barcelona, que estaban influenciados por la situación concreta que se ofrecía ante nosotros y por las dificultades que presentaba cada situación a determinar, se refirió a la participación de nuestro partido en el gobierno de la Generalidad después de haber sido liquidado el Comité central de milicias, que se había formado en Cataluña inmediatamente después de comenzada la guerra civil el 18 de julio de 1936. El planteamiento de la crítica de Trotski, de su denuncia de “la traición del POUM”, estaba formulada casi en los términos de cómo si se hubiera tratado de la colaboración clásica de los socialdemócratas en un gobierno parlamentario burgués, es decir de Andrés Nin siguiendo la estela de Millerand. El Comité central de milicias estaba integrado por delegados de los partidos antifascistas, partidos republicanos de la pequeña burguesía y partidos obreros, y por las organizaciones sindicales. Era ya un organismo de Frente Popular, pero en el que las fuerzas obreras eran fundamentalmente determinantes, lo que le daba un carácter clasista. Sin embargo, la CNT-FAI, de acuerdo con el señor Companys, que seguía estimándose jefe del antiguo gobierno y considerado como tal por los anarcosindicalistas, logró convencer a éstos, fácilmente, de que debía llegarse a la formación de un nuevo gobierno de la Generalidad que tuviera la misma composición orgánica que el Comité de milicias. Nuestro delegado se batió hasta el último momento, sostenido por todo el partido y su órgano La Batalla, contra este propósito, proponiendo, en cambio, una mejor estructuración del Comité de milicias y una representación más fiel de las masas revolucionarias, para hacer frente más eficazmente a las inmensas tareas que ya la evidente prolongación de la guerra imponía en el plano militar y en el terreno de la economía para emprender la socialización. Nuestra opinión era muy minoritaria, la CNT-FAI disponía de una fuerza activa hegemónica, y su decisión fue adoptada. Al POUM se le planteó de nuevo un grave problema, decidir el nombramiento de un ministro del gobierno de la Generalidad, que sustituyera en él a nuestro delegado en el Comité de milicias. La disyuntiva no se limitaba meramente a una simple cuestión de colaboración, sino a todas las consecuencias que se derivarían de la determinación. Consecuencias políticas y materiales. Nuestra negativa daría satisfacción a los estalinistas y a los agentes soviéticos, a los que hubiera facilitado el pretexto para proclamar ya ilegal el POUM. El partido habría sido privado de todas las ventajas materiales que permitían mantener a nuestras milicias (y sin disponer de milicias no había reconocimiento como partido antifascista) y no dispondríamos de las escasas armas que se nos facilitaban oficialmente o que podíamos proporcionarnos directamente. Era colocarnos nosotros mismos en situación de ilegalidad en una situación revolucionaria y cortarnos en cierta manera de poder influenciar a las masas obreras. La suerte que nos aguardaba la adivinábamos bien, dada la influencia total que los rusos y sus agentes comenzaban a tener en la “zona republicana”, pero el propio instinto de conservación para seguir nuestra labor de proselitismo, nos obligaba a retrasar lo más posible la represión contra nosotros para fortalecer al partido y dar a conocer más ampliamente a los trabajadores y a los combatientes nuestras posiciones políticas. En una reunión del Comité central ampliado, se adoptó la resolución de participar en el gobierno de la Generalidad; Andrés Nin fue designado como consejero de Justicia. Considero que fue un error su aceptación, pues dada su gran personalidad en toda España su nombre contribuía a prestigiar al gobierno, y porque además la secretaría del partido exigía que dedicase a ella la totalidad de sus facultades políticas; pero eran inmensas las tareas que había que cumplir en todos los sectores, los militantes competentes no abundaban y la oposición en el seno de un gobierno tan heterogéneo y con tantos adversarios exigía un gran conocimiento de los problemas políticos y dotes polémicas. Cuatro meses después de ser nombrado ministro, Andrés Nin era eliminado del Consejo de la Generalidad, por imposición del consulado soviético de Barcelona, con el consentimiento de la CNT-FAI, que esperaba con esta concesión a los comunistas obtener armas soviéticas. Y casi un año después de comenzada la guerra civil, el 16 de junio de 1937, se desencadenó la feroz represión contra el partido: Andrés Nin murió asesinado, numerosos camaradas fueron también asesinados en el frente o la retaguardia, nuestros locales fueron saqueados por la policía estalinista y los militantes más significados que se libraron de la muerte fueron a parar a las cárceles del Frente Popular. Al partido se le declaró ilegal, pero siguió existiendo en la clandestinidad y expuso hasta el final su política y denunció implacablemente los crímenes. Me he referido únicamente a las dos acusaciones principales que desarrolló Trotski, según él suficientes para explicar que el POUM era un partido centrista traidor, al cual era necesario destruir. Pero el profeta encontraba faltas graves hasta en las más mínimas de nuestras determinaciones. En su frenesí demoledor contra el POUM, llegó a condenar el que nuestro partido hubiera organizado sus propias milicias, cuando ésta fue la determinación que adoptaron los partidos obreros y las organizaciones sindicales, para crear unidades de combatientes al comienzo de la guerra civil; era igualmente una especie de delito el que hubiéramos confiado la guardia de nuestros locales a los milicianos poumistas; nos acusaba de haber creado nuestros propios sindicatos, hecho absolutamente falso puesto que los sindicatos que constituían la FOUS, que estaba dirigida por los poumistas, eran únicamente los que habían sido expulsados de la CNT, y que se habían reagrupado para luchar precisamente por la unidad sindical. Resumir y rebatir todos los ataques exigiría demasiado espacio. Hubiera sido mejor dar como olvidadas esas páginas de la historia de aquella época. Si me he referido a ello, es porque todavía algunos de sus discípulos antiguos y hasta otros nuevos, repiten las ofensas y las acusaciones, centrándolas contra Andrés Nin, como “el traidor de la revolución española”. Sin embargo, cerca de treinta y cinco años después, las nuevas generaciones de España se interrogan y se interesan por lo que representó el POUM en aquellas circunstancias, y en el terreno internacional se recuerda la esperanza que suscitó el partido en el mundo socialista revolucionario, como una nueva concepción de los anhelos de libertad de los trabajadores frente al totalitarismo y los crímenes de Stalin, que en aquellos tiempos estaba en todo su poder dominador. Por el contrario, el trotsquismo no puede presentar ningún logro en su hoja de servicios en los diversos movimientos que se han producido en el mundo, sino es el haberse parcelado aún más los grupos en todos los países donde existen, y el estar enfrentados más que nunca en un combate feroz entre ellos. El 20 de octubre de 1930, Andrés Nin llegó a Barcelona procedente de Moscú, después de casi diez años de ausencia de España, o sea desde mayo de 1921, en que, formando parte de una delegación de la CNT, se trasladó a Rusia para participar en el congreso constituyente de la Internacional de Sindicatos Rojos. Se le nombró miembro del Comité ejecutivo de la misma y se le requirió para que permaneciera en la Unión Soviética entregado a la tarea de organización de dicha Internacional. Pero desde 1921 a 1930, se habían producido grandes acontecimientos políticos, tanto en España como en Rusia. En España, la caída de la dictadura militar del general Primo de Rivera, había abierto el proceso de la revolución española, y Nin consideró que su obligación era estar presente y contribuir al desarrollo de los acontecimientos; la amplia ley de amnistía que se promulgó le permitió regresar legalmente y gozar de todos los derechos. En la Unión Soviética, había conseguido imponerse con todo su poder y terror la contrarrevolución estalinista. Nin había sido excluido de todos sus cargos, expulsado del PC ruso, y estaba constantemente amenazado de encarcelamiento por formar parte de la oposición trotsquista. Sus gestiones para lograr el pasaporte de salida no fueron fáciles, pero su carácter de extranjero pesaba todavía un poco políticamente en las decisiones de Stalin, y también el temor a las repercusiones que la negativa a conceder la salida podía tener en el movimiento obrero español, donde Andrés gozaba de una gran popularidad y respeto incluso entre sus adversarios políticos. Inmediatamente de llegar a Barcelona se incorporó a la Oposición Comunista Española, que había sido creada inicialmente en Bélgica por un pequeño grupo de trabajadores españoles emigrados allí, y que después se estableció en España, con la adhesión de viejos y jóvenes militantes comunistas. Los medios de expresión de que disponía la Oposición Comunista, se reducían casi exclusivamente a su revista Comunismo, donde la colaboración de Andrés Nin se manifestaba en todos los números, analizando los problemas españoles y la crisis de la Internacional Comunista. Completaba la publicación de sus artículos con la edición de algunos folletos sobre los mismos temas, folletos que se recogen en esta compilación, y alternando su labor literaria con conferencias y discursos en mítines, de los que desgraciadamente no hemos podido encontrar reseñas que fueran fieles, sobre todo de la conferencia pronunciada en el Ateneo de Madrid en 1931, que constituyó una gran pieza oratoria sobre la situación política de entonces. Al constituirse el POUM prosiguió la misma actividad de escritor y orador, pero se consagró más intensamente a la propaganda hablada, obligado por las necesidades y requerimientos del partido, que conocía un extraordinario desarrollo. Durante la guerra civil, sus tareas en la secretaría del partido y otras obligaciones tampoco le permitieron dedicar mucho tiempo a escribir; pero fue el redactor de casi todas las resoluciones y documentos oficiales del partido. La compilación de trabajos de Nin (artículos, folletos, discursos y resoluciones) que comprende este libro, con el título genérico de Los problemas de la revolución española, en su misma diversidad constituye un estudio de conjunto de aquellos acontecimientos, desde el derrumbamiento de la dictadura de Primo de Rivera hasta junio de 1937, en que fue asesinado. Esta compilación no pretende ser completa, pero contiene lo esencial del pensamiento político de Andrés Nin del periodo histórico que comprende. Generalmente en tono polémico, al rebatir a los adversarios, Andrés Nin da a conocer las distintas posiciones mantenidas por ellos, hace historia y sitúa la política de su partido. Esta posición se manifiesta incluso en la polémica con los que fueron los adversarios más afines, como es el caso con Joaquín Maurín y el Bloque Obrero y Campesino. En el periodo inicial de la República, Nin escribió algunos artículos destinados a combatir las consignas y la acción maurinista, y el artículo que se inserta en este libro es el que ofrece lo esencial de sus críticas, al mismo tiempo que su interpretación del proceso revolucionario español. Pero éste es más principalmente examinado en el resto de la obra al fijar Nin las posiciones de su organización frente al curso, unas veces aventurerista y otras ultraoportunista, del partido estalinista. Los capítulos se presentan bajo títulos que denominan las principales etapas de los acontecimientos que se sucedieron de 1930 a 1937. Este resumen de la actividad teórica de Andrés Nin, aparece en lengua española más de treinta años después de cuando fue inicialmente concebido. En 1939, por iniciativa de un grupo de amigos franceses, y por haber estado ligado a Nin profundamente por el pensamiento y la amistad, me encargué de prepararlo para su traducción al francés; el editor Jean Flory asumió la tarea de su publicación en lengua francesa. Tirados y plegados incluso todos los pliegos de la obra, estalló la guerra, Francia fue ocupada por los nazis y se desencadenó la desbandada y la represión. Temiendo las represalias de la Gestapo, el impresor decidió en 1940 quemar todos los pliegos, y sólo se salvaron dos juegos de pruebas: uno que fue a parar a la Biblioteca Nacional de París y otro que obra en mi poder. Pero a pesar de todas las gestiones emprendidas no se logró recuperar el original español. Terminada la guerra mundial, mi propósito fue reconstruir la compilación en español. La labor no era fácil, por la dificultad de encontrar las colecciones de revistas y periódicos, y también los folletos, donde por primera vez aparecieron los trabajos. Gracias a la fundamental colaboración de mi gran amigo Francisco de Cabo, que también lo fue íntimo de Andrés Nin, se ha podido con tiempo y paciencia completar los textos que se ofrecen a continuación de este prefacio. El retraso en la reproducción de estos documentos sobre la historia del movimiento obrero español, lejos de disminuir su interés, por vía indirecta lo revaloriza. El problema español PC-POUM, a la luz de los acontecimientos sobrevenidos en Rusia, en las “democracias populares” y en los partidos comunistas de distintos países, alcanza toda su medida y significación, que para muchos quizá no fue apreciada exactamente entonces. Bastantes de las cuestiones suscitadas actualmente, constituyeron la base de las posiciones adoptadas por el POUM frente a las concepciones y los métodos del Partido Comunista, y tienen sus antecedentes históricos en España. La reconstrucción del partido revolucionario del proletariado que se inicia ahora, teniendo en cuenta las experiencias del pasado y la degeneración de los partidos comunistas, tuvo su iniciación en la revolución española. En la actual coyuntura del comunismo internacional, esta recopilación de trabajos teóricos y de orientación política marxista, en los que el análisis y las conclusiones prevalecen sobre toda otra consideración y forma polémica, es una contribución valiosa para examinar y reconocer los errores del pasado y definir el porvenir. Y para las nuevas generaciones revolucionarias de España e Hispanoamérica, desconcertadas por la crisis, pero llenas de esperanza en el socialismo, supone el conocimiento de una experiencia y de la trayectoria de fidelidad al ideal de un partido que libró batalla en circunstancias excepcionalmente difíciles, que se esforzó siempre por razonar y que fue respondido con el crimen. A pesar de ello, ni los escritos de Nin ni estas páginas introductivas están escritas con odio, porque lo que se trata de defender son los verdaderos valores del socialismo y su sentido de la libertad. Juan Andrade [Prefacio de Juan Andrade a Los problemas de la revolución española, París 1971.] Karol Modzelewski y Jacek Kuron, ¿Socialismo o burocracia? León Trotski, Literatura y revolución. Otros escritos sobre la literatura y el arte. N. Bujarin, La economía mundial y el imperialismo. Fernando Claudín, La crisis del movimiento comunista. León Trotski, 1905. Resultados y perspectivas. Karl Kautsky, La cuestión agraria. León Trotski, Escritos sobre España. León Trotski, La revolución desfigurada. Paul Cardan, Capitalismo moderno y revolución. León Trotski, El gran forjador de derrotas. Karol Modzelewski y Jacek Kuron, ¿Socialismo o burocracia? 228 páginas, 12F León Trotski, Literatura y revolución. Otros escritos sobre la literatura y el arte. Tomo 1, 216 páginas, 15 F. Tomo 2, 216 páginas, 15 F. N. Bujarin, La economía mundial y el imperialismo. 268 páginas, 12 F. Fernando Claudín, La crisis del movimiento comunista. I. De la Komintern al Kominform. 440 páginas. 45 F. Karl Kautsky, La cuestión agraria. 544 páginas. 39 F. De inmediata publicación León Trotski, Escritos sobre España. León Trotski, 1905. Resultados y perspectivas. Tomo 1, 244 páginas. Tomo 2, 224 páginas. Fernando Claudín, La crisis del movimiento comunista. II. Del XX Congreso a la invasión de Checoslovaquia. León Trotski, La revolución desfigurada. León Trotski, El gran forjador de derrotas. Karol Modzelewski y Jacek Kuron, ¿Socialismo o burocracia? León Trotski, Literatura y revolución. Otros escritos sobre la literatura y el arte. León Trotski, 1905. Resultados y perspectivas. N. Bujarin, La economía mundial y el imperialismo. Karl Kautsky, La cuestión agraria. Fernando Claudín, La crisis del movimiento comunista. Andrés Nin, Los problemas de la revolución española. León Trotski, Escritos sobre España. León Trotski, La revolución permanente. León Trotski, Historia de la revolución rusa.Obras publicadas por la Biblioteca de Cultura Socialista de Ruedo Ibérico
año
autor
α
ω
título
notas
1968 Karol Modzelewski & J. Kuron 1937 ¿Socialismo o burocracia? Carta abierta al POUP 128 págs. Lorenzo Torres [Carlos Semprúm] 1969 León Trotski 1879 1940 Literatura y revolución. Otros escritos sobre la literatura y el arte LT Obras 1, 2 tomos, 444 págs. 1969 Nicolai Bujarin 1888 1938 La economía mundial y el imperialismo VII+158 págs. Prólogo de W. I. Lenin 1970 Fernando Claudín 1915 1990 La crisis del movimiento comunista. I. De la Komintern a la Kominform XX+680 págs. Prefacio de J. Semprún 1970 Karl Kautsky 1854 1938 La cuestión agraria 540 págs. 1971 Andrés Nin 1892 1937 Los problemas de la revolución española XII+240 págs. Prefacio de Juan Andrade 1971 León Trotski 1879 1940 1905. Resultados y perspectivas LT Obras 2, 2 tomos, 500 págs. 1971 León Trotski 1879 1940 Escritos sobre España LT Obras 3, VIII+303 págs. 1972 León Trotski 1879 1940 La revolución permanente LT Obras 4, 138 págs. 1972 León Trotski 1879 1940 Historia de la revolución rusa LT Obras 5, 3 tomos, 1056 págs. 1972 Juan & Verena Martínez Alier 1939 Cuba: economía y sociedad 264 págs. 1976 León Trotski 1879 1940 Escritos militares LT Obras 6, 2 tomos, 888 págs. Tr. F. Claudín [Prólogo de Carlos Semprúm Maura (firmado como Lorenzo Torres) a ¿Socialismo o burocracia? de Modzelewski & Kuron]
El fin de un mito
14 de abril de 1966.[Prólogo de Lenin a La economía mundial y el imperialismo de Bujarin]
Prefacio*
Diciembre de 1915[Prefacio de Jorge Semprún a La crisis del movimiento comunista de Fernando Claudín]
Prefacio
[Prefacio de Juan Andrade a Los problemas de la revolución española de Andrés Nin]
Prefacio
París, abril de 1970Biblioteca de Cultura Socialista
(Fernando Claudín, La crisis del movimiento comunista, Ruedo Ibérico, París 1970 [primer trimestre], página ii.)
Biblioteca de Cultura Socialista
(Cuadernos de ruedo ibérico, nº 26-27, agosto-noviembre 1970, página 46.)
Biblioteca de Cultura Socialista
(León Trotski, Escritos sobre España, Ruedo Ibérico, París 1971, página ii.)