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Me recibe en el acto. Apenas le digo a lo que vengo, me diceb:
—Mire usted, yo, ante todo, no quisiera ser espectáculo para el público. No quisiera ser esa triste cosa de “el hijo de papá”. Es inútil que usted ensaye una gentileza. ¿Por qué viene usted a verme sino porque soy el hijo de mi padre, el ex Dictador de España, adulado hasta la saciedad y calumniado hasta el cansancio?c
—Yo vengo aquí para saber qué es usted además de ser hijo del general Primo de Rivera. Creo no equivocarme al pensar que puedo hablar con usted y que nos encontraremos mutuamente en esta conversaciónd.
José Antonio Primo de Rivera sonríe. Su juventud, físicamente, recuerda mucho la senectud de su padre. Es alto, fuerte, tiene los ojos clarose y grata la expresión, que me parece de una absoluta franqueza, sin doblez.
—Bien, siéntese aquí. Usted comprende mejor que yo mi situación. Si hablo de un modo creerán, que galleo; si hablo de otro, que me pongo en víctima, papel que me rechazo y desdeño… Si autorizo una interviú, se dirá que quiero exhibirme en la plataforma del oportunismo, como cualquier Sbertf, o en la de un hombre célebre, como Miguel Maura. Y, por último, si me niego a que charlemos, el comentario general surge también: “¿Qué es lo que se ha creído?”, o bien: “Claro, ahora se emboscan como si no existieran… Son las vacas flacas…”g.
—Usted no se preocupe de nada de eso. En cuanto a mí, a mi actitud cuando salga de esta casa, ha de ser imparcial y jamás me permitiría la bellacada de…
—No lo he creído nunca.
—Le doy a usted mi palabra de honor. En la medida de mis pequeñas fuerzas he sido un enemigo leal y abierto de la Dictadura. Jamás me consentiría ser ahora un miserable con la figura privada ni de usted ni de su señor padre, a la que, como hombre, no puedo tener la menor animosidadh.
—Estoy seguro de usted. ¿Quiere preguntarme lo que desee saber?i
—Primeramente: usted ha aludido en su conversación a Sbert y a Miguel Mauraj. ¿Qué concepto tiene usted de sus actitudes en los actuales momentos políticosk?
—Mire usted, sin apasionamiento ni rencor, creo que Sbert, por sí solo no es nada. Puede tener un talento, que ni le niego ni le rebato, porque no conozco sus frutos, pero ¿quién es Sbert?… Un símbolo, una bandera. Se trata únicamente de exaltar todo aquello que no admitió la Dictadura y humillar y hundir todo lo que ésta creara o ensalzara. El aplauso a Sbert está sólo motivado por el deseo mezquino de que esos aplausos los oyera el Dictadorl.
Dice el Dictador… y sonríe:
—Vamos, que los oyera papá…m ¡Qué terrible cosa es esta de no poder tener objetividad y perspectiva al hablar de la Dictaduran como otro cualquiera!…
—¿Qué diría usted de ella si no se llamarañ Primo de Rivera? ¿Qué juicio le merecería la obra del Dictador?o
—Vería en él lo mismo que veo siendo su hijo. Un hombre de absoluta honestidad y buena fe, que cree que puede salvar a su país y lo intenta. Que no lo consigue. Que se equivoca y cometa desaciertos. Pero del cual no se podrán nunca negar tres aciertos con sólo lo que evocan tres nombres: África. Sindicalismo. Hacienda nacionalp.
—¿Hacienda nacional?
—Sí; Hacienda nacional. Se verá dentro de tres años. Mi padre entró con un déficit muy superior al que deja después de haber enriquecido las obras y la industria de su nación y de haber seguido un sistema lógico de gastos públicosq.
—¿Qué me dice de Miguel Maura?
—Miguel Maura ha servido a su causa de egolatría espectacular. No es nada, nada ha hecho pasando la frontera llena de responsabilidades de los cuarenta años. ¿Qué importancia tiene que se pronuncie por la República? ¿Qué gran voto tiene con él la República? Ninguno. Únicamente que dice eso un hijo de don Antonio Maura. La misma importancia que tuvo que aquel pobre niño, hijo de León Daudet, coqueteara con el comunismo… para que le clavaran una bala odiosa, disparada por el rencor torpe y vil.
—¿Usted piensa dedicarse a la política?
—No lo sé. Por ahora tengo bastante con ejercer mi carrera y estudiar continuamente en ella.
—¿Qué últimas noticias tiene usted de su padre?
—Malas… Mi padre está enfermo. La diabetes ha minado mucho su salud. Además, podrá decirse de él lo que se quiera, pero hay algo hondo, que no le importa al país; algo sentimental y desgraciado que yo sé muy bien…
José Antonio Primo de Rivera habla ahora visiblemente emocionado. En voz más baja termina diciéndome:
—Mi padre se ha dejado la vida en esos seis años de esfuerzo, en los que él ha procedido con absoluta buena fe.
Paréntesis en nuestra conversación. José Antonio acude al teléfono, donde le llama el Sr. Delgado Barreto. Habla con el director de ese periódico que ni se nombrar, y vuelve sonriente, amable:
—¡En fin!… De política ya hablaremos cuando pasen unos años. Esas cosas son como las bofetadas; no se anuncian, se dan. Ya tendremos ocasión –dice bromeando– cuando yo sea Dictador de España.
—Entonces no le interviuvaría yo… Ni, por sabido, después de haberse usted encargado del Poder, le hablaría de fundar un diario.
No recoge la directa mi interviuvado. Continuamos hablando.s Ahora surge la historia de la cuestión con Queipo de Llano.
—La verdad sobre esto es muy sencilla. Yo no tengo nada de chulo ni de reñidor. Puede que no haya pegado más de tres puñetazos en mi vida. Pero ese señor Queipo… Imagínese que este señor escribió una carta soez a mi tío José, hablando de no sé qué humillaciones de que creía haber sido objeto, y llamándole cretino, y hablando de que quería procurar liquidar cuentas pendientes. Esto era intolerable y cobarde tratándose de mi tío. ¿Usted conoce a don José Primo de Rivera y a Queipo?
—Ni a uno ni a otro.
—Bien. Pues Queipo es fuerte, mucho más alto que yo, espadachín, con fama de pendenciero. Mi pobre tío es un anciano enfermo, imposibilitado en absoluto para ningún combate. Entonces fui a la casa de Queipo de Llano y éste no me recibió. Le busqué en el Café Lyon D’Or por la noche. Conociendo que a su tertulia acuden varios enemigos de mi padre, no quise ir solo. Me acompañaron mi hermano Miguel y mi primo Sancho Dávila. Ellos no conocían a Queipo ni yo tampoco. Tuve que preguntar a un camarero que quién era, y entonces yo solo fuí a él, y mostrándole la carta le pregunté si era suya. Me contestó afirmativamente, devolviéndomela en actitud retadora, y yo le di un golpe en la cara. El Sr. Queipo intentó, a pesar de yo ir desarmado, agredirme y trataba de pegarme con su bastón, mientras otros amigos suyos se repartían la labor, unos para pegarme con bastones y otros sujetándome por detrás. Acudieron mi primo y mi hermano, y ya no se pudieron contar las bofetadas. El Sr. Queipo se quedó rezagado, y yo pude llegar hasta él y descargarle, frente a frente, mi puño, haciéndole rodar sin sentido.
—¿No ha exigido a usted una reparación el señor Queipo de Llano?
—No; a mí no me ha exigido reparación alguna, como esperaba; pero, en cambio, pretende complicar a mi hermano Miguel y a mi primo Sancho Dávila, dentro de un procedimiento militar, aprovechando que ambos son oficiales de complemento en servicio. Sobre esto escribí inmediatamente al general Berenguer, dándole detallada cuenta de lo ocurrido.
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