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Falange Española de las JONS
Constitución de un nuevo sindicato universitario en Valladolid
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Comienza diciendo que han pasado los días en que se podía ser sólo universitario o poeta o artista. Nuestra época […] nos arrastra y no nos deja encerrarnos en torres de marfil. Eso era atributo de las épocas rancias en que, roto el sentido de la unidad del mundo, cada uno pensaba hacer un mundo aislado de su propia vida. Nuestra generación, convaleciente de una de esas épocas, tiene que rehacer la unidad del mundo; para los que estamos aquí como tarea próxima, la unidad de España. (Grandes aplausos.)
El XIX discurrió bajo el signo de la disgregación; ya no se creía en ninguno de los valores unitarios: la Religión, el Imperio…, hasta los [sic] menospreciaban, por obra del positivismo, a la Metafísica. Así fueron elevados a absolutos los valores relativos, instrumentales: la libertad –que antes sólo era respetada cuando se encaminaba al bien–, la voluntad popular –a la que siempre se suponía dotada de razón, quisiera lo que quisiera–, el progreso –entendido en su manifestación material, técnica.
Pero la libertad incondicionada lanzó a los hombres y luego a los pueblos a pugnas atroces: exasperó el nacionalismo y trajo la guerra europea. La voluntad popular obligó a los políticos a elaborar versiones toscas de sus programas para ganar los votos y condujo a la pérdida de toda buena escuela política, de toda continuidad. Y la idolatría del progreso indefinido llevó a la superindustrialización, al capitalismo –reclamado por la necesidad de poderío económico que imponía la libre concurrencia–, a la deshumanización de la propiedad privada, substituida por el monstruo técnico del capital impersonal, a la ruina de la pequeña producción, a la proletarización informe de las masas y, por último, a las crisis terribles de los últimos años.
El socialismo, contrafigura del capitalismo, supo hacer su crítica, pero no ofreció el remedio, porque prescindió artificialmente de toda estimación del hombre como valor espiritual; así en Rusia, inhumanamente, no se ha pasado aún del capitalismo del Estado, y es cada día menos probable que se llegue al comunismo.
Así estaba el mundo al llegar nuestro tiempo. ¿Cómo podríamos desentendernos de su tragedia? Seamos buenos universitarios, pero seamos también partícipes en la tragedia de nuestro pueblo. Como Matías Montero, estudiante magnífico, al que nos asesinaron a traición y que cayó muerto con el alma y los ojos llenos de la luz de nuestra España de los Reyes Católicos, la España cuyo signo ostentaba nuestro yugo y nuestras flechasb. (Ovación imponente. Todo el auditorio se pone luego en pie con el brazo en alto y permanece unos instantes en silencio. Resurgen de nuevo los aplausos y se dan vivas a la Falange Española de las JONS, una e indivisible.)
El medio contra los males de la disgregación está en buscar de nuevo un pensamiento de unidad: concebir de nuevo a España como unidad, como síntesis armoniosa colocada por encima de las pugnas entre las tierras, entre las clases, entre los partidos. Ni a la derecha, que por lograr una arquitectura política se olvida del hambre de las masas; ni con la izquierda, que por redimir las masas las desvía de su destino nacional. Queremos recobrar, inseparable, una unidad nacional de destino y una justicia social profunda. Y como para lograrlo tropezamos con resistencias, somos resueltamente revolucionarios para destruirlas. (Aplausos.)
Pero no olvidéis que esta tarea de unidad exige que estemos entre nosotros indestructiblemente unidos. Entendamos la vida como servicio; todo cargo es una tarea y todas las tareas son igualmente dignas, desde la más gozosa, que es la de obedecer, hasta la más áspera, que es la de mandar.
La Jefatura es la suprema carga; la que obliga a todos los sacrificios, incluso a la pérdida de la intimidad; la que exige a diario adivinar cosas no sujetas a pauta, con la acongojante responsabilidad de obrar. Por eso hay que entender la Jefatura humildemente, como puesto de servicio; pero por eso, pase lo que pase, no se puede desertar ni por impaciencia, ni por desaliento, ni por cobardía.
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