Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte primera Edad antigua

Libro I España primitiva

Capítulo III
Amílcar, Asdrúbal, Aníbal
De 238 antes de J. C. a 219

Conquistas de Amílcar.– Fundación de Barcelona.– Guerras con los indígenas.– Triunfos del cartaginés.– Es derrotado. Su muerte.– Sucédele Asdrúbal.– Su conducta en España.– Funda a Cartagena.– Es asesinado por un esclavo.– Aníbal.– Retrato moral de esta famoso guerrero.– Subyuga a los olcadas, arevacos, carpetanos y vacceos.– Amenaza a Sagunto.– Pretexto de la guerra.– Embajada de los saguntinos a Roma.– Su resultado.– Conducta del senado cartaginés.– Guerra saguntina.– Heroicidad asombrosa de los saguntinos.– Combates.– Destrucción de la ciudad.– Último ejemplo de heroísmo.– Inexcusable proceder de Roma.
 

Era llegado para los cartagineses el momento de emprender seriamente y a las claras la conquista de España. Roma los había privado de una Sicilia, y necesitaban oponer una España a Roma.

Rápidas y activas fueron las primeras operaciones de Amílcar. En el primer año recorrió la Bética por las partes de Málaga, Córdoba y Sevilla, imponiendo tributos a nombre de Cartago. Al siguiente dirigió sus armas a la costa oriental, y sujetó a los bastetanos y contestanos, pueblos hoy de las provincias de Almería, Murcia y Valencia. Enviáronle los saguntinos una embajada, o recordándole o haciéndole saber que eran aliados de los romanos. No faltarían al cartaginés deseos de acometer a Sagunto, por la misma razón que ella exponía para ser respetada: mas no pareciéndole todavía tiempo y sazón para inquietar a las colonias griegas aliadas de Roma, disimuló por entonces, y prosiguió hacia el Ebro, donde se detuvo a celebrar con fiestas y regocijos las bodas de su hija Himilce con Asdrúbal su deudo.

Importábale principalmente a Amílcar la ocupación del litoral para sostener el comercio marítimo de que era tan cuidadosa Cartago. Hasta entonces había seguido la política de no atacar a los que a él no le hostilizaban. Conveníale mostrarse dispuesto a hacer alianzas, y no desechaba las que se le ofrecían.

Desde el Ebro prosiguió con su gente hacia los Pirineos, y en la región de los layetanos echó los cimientos de Barcelona, que el fundador llamó Barcino, nombre patronímico de su linaje.

Llevaba ya el pensamiento de hacer la guerra a Italia tan luego como acabara de sujetar la España{1}, y por lo mismo procuró desde aquellos puntos ganarse a fuerza de oro y de dádivas las voluntades de los galos, cuya amistad conocía de cuanto provecho podría serle para cuando llegara aquel caso. Mas de todos estos pensamientos vino a distraerle la noticia de que los tartesios y los célticos del Cuneo se habían levantado con propósito de defender su independencia amenazada. Capitaneábalos Istolacio, varón principal entre ellos. Acudió Amílcar, los derrotó, devastó sus campos y condenó a Istolacio al suplicio de cruz. Entróse luego por las tierras de los lusitanos y de los vetones, donde en lugar de aliados encontró también cincuenta mil combatientes que le esperaban mandados por Indortes. No fue menos feliz el cartaginés en esta segunda campaña que en la primera. Más fogosos aquellos españoles que hábiles y diestros para resistir a tropas disciplinadas, fueron igualmente arrollados. Asustó ya no obstante a Amílcar la energía feroz de aquellos bárbaros. Grande debió ser el número de prisioneros, cuando se cuenta que dio libertad a diez mil, acaso por atraer aquellas gentes ostentándose generoso, acaso también por desconfiar de ellos. Indortes, que había podido huir, cayó después en poder de los cartagineses, que le hicieron sufrir muerte de cruz como a Istolacio. Primeras y desgraciadas tentativas de independencia.

Triunfante Amílcar, revolvió otra vez sobre la costa oriental, donde había hecho construir una fortaleza, que por estar sobre una roca blanquecina se llamó Acra-Leuka, donde hoy está Peñíscola. Allí tenía sus arsenales y almacenes, sus elefantes y municiones. Desde allí se comunicaba libremente con Cartago, y mantenía en respeto las colonias marsellesas de los griegos, aliadas de Roma. Allí crecía el joven Aníbal, su hijo, a quien había traído consigo de edad de nueve años. Pronto iba a encontrar Amílcar resistencia más vigorosa que la que había hallado hasta entonces.

Bloqueaba el cartaginés una ciudad nombrada Hélice o Velice, la antigua Bellia, que creemos con fundamento fuese Belchite{2}. Llamaron los beliones en su socorro a otros celtíberos, que a su llamamiento acudieron a darles ayuda. Uno de sus caudillos o régulos, nombrado Orison, fingiose amigo y auxiliar de Amílcar, y pasó a su campo con un cuerpo de tropas, pero con la intención y designio de volverse contra él cuando viese ocasión y oportunidad. Notable y extraña fue la estratagema de que los españoles entonces se valieron. Delante de las filas colocaron gran número de carros tirados por bravos novillos, a cuyas astas ataron haces embreados de paja o leña. Encendiéronlos al comenzar la refriega, y furiosamente embravecidos los novillos con el fuego, metiéronse por las filas de los cartagineses que enfrente tenían, causando horrible espanto a los elefantes y caballos y desordenándolo todo. Cargan entonces los confederados sobre el enemigo, y aprovechando Orison el momento oportuno únese a los celtíberos y hace en los cartagineses horrible matanza y estrago. El mismo Amílcar pereció, según unos ahogado con su caballo al atravesar un río, según otros peleando con los beliones{3}. Los restos del ejército cartaginés se refugiaron a Acra-Leuka.

Así pereció Amílcar, después de haber empleado cerca de nueve años en la conquista de España. Gran capitán era Amílcar, y su muerte causó no poca pesadumbre a los soldados, que reunidos en Acra-Leuka nombraron por sucesor suyo a Asdrúbal, su yerno. No hubo la misma conformidad de pareceres en el senado cartaginés, dividido como estaba entre las dos celosas y rivales familias de los Hannón y los Barca. Prevaleció al fin después de acalorados debates el partido de estos últimos, como en todas las deliberaciones acaecía, y Asdrúbal quedó nombrado gobernador de España.

Deseoso Asdrúbal de vengar la muerte de su suegro y de castigar la traición de Orisson, entrose por las tierras de Hélice llevándolo todo a sangre y fuego, y tomó varias ciudades. Créese que Orisson cayó en su poder, y que el cartaginés logró satisfacer su venganza: la historia no vuelve a hablar de aquel caudillo. Pero bien fuese que la resistencia de los pueblos del interior obligara a Asdrúbal a ajustar tratos de paz, bien que entrara en su sistema granjearse con la afabilidad y la política a sus moradores, diose a entablar con ellos alianzas, y más que de adquirir cuidó de asegurar las posesiones cartaginesas.

Quiso erigir en frente de África una nueva Cartago, una Cartago española, que fuese la cabeza y asiento del gobierno en estas provincias, y fundó a Cartagena, plaza importante de guerra, y puerto cómodo para el comercio con la metrópoli.

Temiendo entonces las colonias griegas del Mediterráneo la peligrosa vecindad de tan poderoso enemigo, solicitaron la protección de Roma, que viendo ya con celos los progresos de la república cartaginesa en España, oyó fácilmente sus votos, y envió una embajada a Cartago para obtener un tratado que diese seguridad a los pueblos que bajo su alianza vivían. Estipulóse pues un concierto entre Cartago y Roma, por el que se fijaba el Ebro por término y límite a las conquistas cartaginesas en España, y obligábanse además los cartagineses a respetar y mantener inviolables la libertad y territorio de Sagunto y demás ciudades griegas.

Comprometido así Asdrúbal por todos lados con recientes capitulaciones, no intentó nuevas conquistas sobre los indígenas. No sabemos hasta qué punto hubiera respetado aquel convenio si hubiera alcanzado más larga vida. Abreviósela el esclavo de un noble celtíbero, que en venganza de la muerte que el cartaginés había dado a su señor, al cual unos nombran Tago y otros opinan fuese el mismo Orisson, dio de puñaladas a Asdrúbal al mismo pie de los altares en que se hallaba sacrificando. Duró cerca de ocho años el gobierno de Asdrúbal en España.

Muerto Asdrúbal, el ejército y el senado anduvieron acordes en nombrar sucesor a su hijo Aníbal, que contaba entonces sobre veinte y seis años de edad, a quien su padre había hecho jurar de niño sobre los altares de los dioses odio eterno e implacable a Roma.

Educado entre el ruido de las armas, endurecido su cuerpo en el ejercicio de la guerra de España, su maestra en el arte militar, como la llama Floro, codicioso de gloria, de ánimo arrogante y esforzado, tan sereno en los peligros, como audaz en los combates, tan enérgico como prudente y tan avisado como brioso, reconocido por el mejor jinete y por el mejor peón de todo el ejército, tan hábil para formar el plan de una expedición como activo para ejecutarle, tan dispuesto a saber obedecer como apto para saber mandar, tan paciente y sufrido para el frío y el calor como sobrio y templado en el comer y en el beber, modesto en el vestir y acostumbrado a dormir sobre el duro suelo, el primero siempre en el ataque y el último en la retirada, con aventajada y sobresaliente disposición para las cosas más inconexas, no pudiera la república haber encomendado a manos más hábiles y dignas la suerte de las armas y el engrandecimiento de sus conquistas: que la crueldad de que se le acusa, la deslealtad y la perfidia, la falta de temor a los dioses y de respeto a la religión y a la santidad del juramento, no debían servir de reparo y escrúpulo al senado cartaginés, con tal que en pro de la república los empleara{4}.

Necesitaba Aníbal un vasto campo en que desplegar sus grandes dotes de guerrero. Odiaba a Roma, y deseaba abatir su orgullo. Había en Cartago una facción rival de su familia, y conveníale acallarla con hechos brillantes. Sin embargo, como la grande empresa que contra Italia meditaba exigía prudencia y preparación, antes de medir sus fuerzas con Roma quiso mostrarse señor de España, y a este fin y al de ejercitar sus tropas e imponer u obediencia o respeto a los naturales, llevó primeramente sus armas contra los olcadas, que habitaban a las márgenes del Tajo, los subyugó fácilmente. Internose en otra segunda expedición en las tierras de los carpetanos y de los vacceos, taló sus pingües campos, rindió varias ciudades, y llegó hasta Elmantica o Salamanca, cuyos habitantes obligó a huir con sus mujeres y sus hijos a las vecinas sierras, de donde luego los permitió volver bajo palabra de que servirían a los cartagineses con lealtad. De vuelta de esta expedición pasó a la capital de los arévacos, que tomó también. Mas cuando cargado de despojos regresaba de todas estas excursiones a Cartagena, atreviéronse a acometerle a las orillas del Tajo los olcadas y carpetanos en bastante número reunidos, y aun le desordenaron la retaguardia y rescataron gran parte del botín. Triunfo que pagaron caro al siguiente día, en que Aníbal les hizo ver bien a su costa cuán superiores eran las tropas disciplinadas y aguerridas a una multitud falta de organización, por briosa que fuese, que lo era en verdad; y en las páginas de Polibio quedaron consignados elogios grandes del valor y arrojo que en aquella ocasión mostraron los españoles.

Pero estas pequeñas conquistas no eran sino los preludios de la gigantesca empresa que en su ánimo traía, la de medir sus armas con los romanos, y atacar a Roma en el corazón mismo de la Italia. Faltábale un pretexto, y le tomó de las diferencias en que sobre límites de territorio andaban tiempo hacia envueltos los de Sagunto con sus vecinos los turboletas{5}. No era Aníbal hombre de quien se pudiera esperar que respetara las obligaciones del asiento con que las dos repúblicas se habían comprometido respecto de Sagunto; de presumir es que le hubiera quebrantado de todos modos, pero cuadrábale bien encontrar algo con que poder cohonestar la guerra, y declarándose en favor de los de Turba escribió al senado pintando a los saguntinos como injustos inquietadores de sus vecinos y como infractores del tratado, o acaso más bien como instigados secretamente por Roma, interesada en turbar la paz de sus aliados, pidiéndole al propio tiempo autorización para vengar la injuria de Sagunto. Otorgósela el senado, y aprestóse el ambicioso general a la campaña.

Viéndose amenazados los saguntinos, enviaron legados a Roma, exponiendo la congoja en que por su alianza se hallaban, y reclamando su auxilio. Contentose el senado romano con expedir una embajada a Aníbal recordándole el respeto que debía a una colonia aliada suya y requiriéndole de paz. Mas antes de tener efecto esta resolución, súpose en Roma que ya Aníbal se hallaba ante los muros de Sagunto, con un ejército que Tito Livio hace subir a ciento cincuenta mil hombres, provisto de todo género de máquinas e ingenios de guerra. Con esta nueva apresuróse Roma a enviar diputados al campamento de Aníbal para que protestaran contra tan inicua agresión, y si continuaba las hostilidades reclamasen al senado cartaginés su persona como infractor de los tratados. Aníbal entretanto atacaba con el ardor y fogosidad de un joven guerrero, y los saguntinos se defendían con valor y denuedo prodigioso. Cuando llegó la embajada, dio a los legados una respuesta o evasiva o dilatoria, y los envió a que expusieran su agravio ante el senado, de quien no obtuvieron más favorable acogida.

Continuando Aníbal el asedio, hacía jugar contra los muros de Sagunto todas las máquinas de batir. No solo contestaban los sitiados con armas arrojadizas, sino que hacían salidas vigorosas que solían costar mucha gente y mucha sangre a los cartagineses. Un día quiso Aníbal hacer alarde de confianza, y acercándose imprudentemente al muro, asestáronle un dardo, que clavándosele en la parte anterior del muslo le hizo caer en tierra. Por algunos días, mientras el general se curaba de su herida, se suspendió la lid, pero no las obras de ataque. Aprovechando esta ocasión los saguntinos despacharon segunda embajada a Roma apretando por el envío de pronto socorro, porque era urgente su necesidad. Otra vez se contentó el senado romano con enviar legados a Aníbal, que en su mal humor ni siquiera se dignó recibirlos, limitándose a hacerles entender que no era prudente para ellos acercarse al campamento, ni ocasión para él de atender a embajadas: con lo que hubieron de reembarcarse para Cartago a exponer de nuevo al senado su querella.

Eran los momentos en que, restablecido el general africano de su herida, había vuelto con más furor al ataque, jurando no darse reposo ni descanso hasta ser dueño de la ciudad. Los arietes y las catapultas iban derribando las torres y las cortinas del muro, mas cuando los cartagineses creían poder penetrar en la ciudad por las anchas brechas abiertas, hallaban a los saguntinos parapetados en los escombros, u oponiéndoles sus pechos sobre las mismas murallas, o echando mano a la terrible arma llamada falárica, hacían estrago grande en los sitiadores y solían rechazarlos y reducirlos a su campamento.

Debatíase en tanto en el senado cartaginés la reclamación de los enviados del de Roma. No faltaron senadores que hablaran enérgicamente contra la conducta de Aníbal y del senado mismo. «Antes de ahora os he advertido muchas veces, decía Hannón, y os he suplicado por los dioses, que no pusiéseis al frente de los ejércitos ningún pariente de Amílcar, porque ni los manes ni los hijos de este hombre pueden jamás estar quietos: y no debéis contar con la observancia de los tratados y de las alianzas mientras viva algún descendiente o heredero del nombre de los Barcas. Habéis no obstante enviado al ejército de España un general joven, ansioso de mandar, y que conoce muy bien que el medio más seguro de conseguirlo, después de terminada una guerra, es derramar las semillas de otra para vivir siempre entre el hierro y las legiones, con lo que habéis encendido un fuego que en breve os ha de abrasar. Vuestros ejércitos están en torno de Sagunto, de donde los arrojan los pactos y convenciones que habéis hecho, y no se pasarán muchos días sin que vengan las legiones romanas a sitiar a Cartago, guiadas y protegidas por los mismos dioses, con cuyo auxilio se vengarán de la fe burlada del primer tratado en que fundáis vuestra confianza…… La ruina de Cartago (decía después), y ojalá sea yo un falso profeta, caerá sobre nuestras cabezas, y la guerra que hemos emprendido y comenzado con los saguntinos tendremos que acabarla con los romanos……{6}»

Pero la voz de Hannón se ahogó como siempre entre la mayoría del partido de los Barcas, y el senado dio por toda respuesta que las cosas habían llegado a aquel extremo, no por culpa de Aníbal, sino de los saguntinos. Con lo que el general cartaginés continuó obrando, más robustecido de autoridad, si alguna le faltaba, y con aquella fuerza indomable de voluntad en que nadie excedió a aquel insigne africano.

Un reposo momentáneo habían gozado los de Sagunto, mientras Aníbal hubo de acudir a sosegar a los oretanos y carpetanos, que se habían alterado y tomado las armas por el rigor que los cartagineses empleaban para levantar gente en aquellas tierras. Pero tardó poco en sujetarlos, y volvió a dirigir el sitio en persona. Hizo arrimar a la muralla una gran torre de madera, que excedía en altura a los más elevados muros de la ciudad. Llovían desde ella sobre los sitiados dardos y venablos y todo género de proyectiles. A los continuados golpes de los arietes, de las catapultas y ballestas caían con estrépito desplomados los muros, sin que por eso los bravos saguntinos desmayaran, ya levantando nuevas torres, ya retirándose al centro de la ciudad, que iba quedando reducida a estrechísimo recinto, y defendiéndose heroicamente parapetados en los escombros de las murallas y de sus casas mismas. Acosábalos ya tanto el hambre como el hierro enemigo. Tan congojosa extremidad movió los corazones de dos hombres generosos, cuyos nombres celebramos nos haya conservado la historia, Alcón y Alorco, saguntino el primero, español el segundo que servía en las filas de Aníbal, los cuales sin conocimiento de los sitiados y obedeciendo solo a su buen deseo, entablaron tratados de paz con los cartagineses. Mas las condiciones que estos exigían eran tan duras y pareciéronles a los saguntinos tan humillantes, que cuando les fueron noticiadas lleváronse de santa indignación y enojo. Entonces fue cuando formaron la resolución heroica de perecer antes que sucumbir y de darse a sí mismos la muerte antes que sufrir la esclavitud. Diéronse a recoger cuanto oro y plata, y cuantas alhajas y prendas de valor en sus casas tenían, y prepararon en la plaza pública una inmensa hoguera.

Pero antes, según Appiano nos refiere, quisieron hacer el último esfuerzo de la desesperación en la única noche que ya les quedaba, intentando una salida vigorosa. Noche fue aquella de horrible carnicería y espanto, en que sitiadores y sitiados empaparon la tierra abundantemente con su sangre. No pudieron vencer los saguntinos, porque era ya imposible que venciesen, y recurrieron a la hoguera. Arrojáronse muchos a las llamas, que consumían alhajas y héroes a un tiempo. Imitábanlos sus mujeres, y algunas hundían antes los puñales en los pechos de sus hijos. Cuando entraron los cartagineses los sorprendieron en esta sangrienta tarea. Horror y espanto debió causar su obra a los vencedores, a los dominadores de cadáveres, de ruinas y de escombros.

Así pereció Sagunto{7}, después de ocho meses de asedio (534 de Roma, 219 antes de J. C.) Primer ejemplo de aquella fiereza indomable que tantas veces habrá de distinguir al pueblo español, (que por españoles contamos ya a los saguntinos, aunque griegos de origen, después de más de cuatro siglos que vivían en nuestro suelo, como nadie ha dudado llamar africanos a los cartagineses, por más que fuesen una colonia de Tiro), y glorioso aunque triste monumento de la fidelidad que supieron guardar a los romanos{8}. Fidelidad inmerecida, y borrón eterno para Roma, que tan mal correspondió a tanta constancia y lealtad. Con razón murmuraban los romanos mismos la lentitud y apatía de un senado que malgastaba en embajadas y discursos el tiempo que hubiera debido emplear en enviar socorros. Dum Romæ consulitur, Saguntum espugnatur, se decía en Roma, y el dicho se hizo proverbial.

Ocupa hoy el lugar de la heroica y famosa Sagunto la ciudad de Murviedro en la provincia de Valencia, donde todavía se conservan restos y vestigios preciosos de su antigua grandeza; la historia conservará perpetuamente la memoria de su heroísmo.




{1} Cum in Italiam bellum inferre meditaretur. Cornel. Nep.

{2} El historiador Romey supone que fuese Illici, hoy Elche, equivocando a Illici con Hélice.

{3} No con los vetones, como sienta Cornelio Nepote, que escribió beteones y betones por beliones.

Un historiador extranjero se admira de que los españoles condenen por desleal la fingida alianza y la conducta de Orisson con unas gentes para quienes todos los medios de conquista eran buenos. Los españoles reprobamos siempre las traiciones, de donde quiera que vengan, sin que desconozcamos que no era muy digno de ser tratado con lealtad el que tan alevosamente se había apoderado en África de los jefes de los mercenarios y tan cruelmente los sacrificó.

{4} Tito Livio nos dejó el retrato moral de Aníbal en el lib. XXI. c. 4, de donde le hemos tomado.

{5} No los turdetanos, como escribió por equivocación Tito Livio, a quien siguió en el mismo error Mariana. Los turdetanos estaban demasiado distantes para haber entre ellos y los saguntinos cuestiones sobre lindes de territorio.

{6} Tit. Liv. lib. XXI, c. 3.

{7} Polibio, Appiano, Livio, Plutarco, Floro y otros.

{8} Fidei erga romanos magnum quidem sed triste monumentum. Flor. Epit. lib. II.