Parte tercera ❦ Edad moderna
Introducción a la Edad Moderna
España al advenimiento de la Casa de Austria
I.– Consideraciones sobre la transición de la edad media a la edad moderna. II.– Trasformación social en España.– Carácter de la guerra y conquista de Granada: importancia y trascendencia de este suceso: unidad religiosa. III.– Reflexiones sobre el descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo.– Unidad del globo.– Relaciones generales de la humanidad.– Destino de la gran familia humana.– España pone en contacto los dos mundos.– Síntomas de marcha hacia la fraternidad universal. IV.– Guerras de Italia.– El rey Fernando y el Gran Capitán.– Conquista de Nápoles.– Preponderancia de España en Europa. V.– Diplomacia europea.– Confederaciones y ligas.– Sagacidad política de Fernando. VI.– Las conquistas de España en África.– Cisneros y Navarro. VII.– Sobre la incorporación de Navarra a Castilla.– Unidad nacional. VIII.– Pensamientos y proyectos de la reina Isabel sobre la unión de Portugal y Castilla.– Juicio sobre el destino futuro de Portugal. IX.– Organización interior de España.– El trono.– La nobleza.– El Estado llano.– Las cortes.– La administración de justicia.– Consejos.– Tribunales.– Legislación.– Costumbres.– Sistema económico.– Medidas restrictivas.– Leyes suntuarias.– Reforma del lujo. X.– El principio religioso en los reyes y en el pueblo.– Sobre el fanatismo y la inmoralidad.– El clero.– Provechosa reforma que hizo en él la Reina Católica.– Conducta de Isabel y Fernando con la corte pontificia.– Regalías de la corona.– La Inquisición.– Bautismo y expulsión de los moriscos.– Ideas religiosas de aquella época. XI.– Errores políticos y económicos en el sistema de administración colonial de América.– Crueldades con los indios.– Abundancia de oro y plata en España.– Pobreza de la nación en medio de la opulencia.– Sus causas. XII.– Hombres insignes que florecieron en este tiempo en España.– Capitanes y guerreros.– Sacerdotes y prelados.– Diplomáticos y embajadores.– Jurisconsultos y letrados.– Profesores y literatos ilustres.– Mujeres célebres.– Sabios extranjeros que vinieron a ilustrar la España y a naturalizarse en ella.– Diferente conducta de Isabel y Fernando con los grandes hombres de su tiempo. XIII.– Estado general de la monarquía española cuando vino a ocupar el trono la dinastía austriaca.
I
«El reinado de los Reyes Católicos, dijimos en nuestro discurso preliminar, es la transición de la edad media que se disuelve a la edad moderna que se inaugura.»
Pocas veces en tan breve plazo ha entrado un pueblo en un nuevo desarrollo de su vida. Entre la edad antigua y la edad media de España se interpuso el largo y no bien definido período de la dominación goda; trescientos años y treinta reyes. Menos de medio siglo ha sido bastante para obrar la transición de la edad media a la edad moderna española: cuarenta años y un solo reinado. ¡Tan corto término bastó a dos monarcas para regenerar el cuerpo social! Prueba incontestable de su actividad prodigiosa.
El reinado cuyo bosquejo acabamos de trazar es una de esas épocas en que se ve más palpablemente lo que avanzan de tiempo en tiempo estas grandes porciones de la familia humana que llamamos naciones, en virtud de la ley providencial que las dirige; y en que se ve comprobada una de esas verdades consoladoras que hemos asentado como uno de nuestros principios históricos, a saber: «la humanidad marcha hacia su progresivo mejoramiento, aunque a veces parezca retroceder.» El viajero de la edad media parecía caminar por un interminable y desierto arenal, cuyo suelo movedizo se hundía a sus pisadas o retrocedía bajo sus pies. Al ver su marcha fatigosa y pausada y su andar lento y penoso, se diría que no adelantaba un paso. Al observarle muchas veces, o parado ante un obstáculo, o empujado hacia atrás por una fuerza superior, se temería que no había de llegar nunca al término de su viaje.
Y sin embargo este caminante iba haciendo insensiblemente sus jornadas. Covadonga, Calatañazor, Toledo, Zaragoza, las Navas, Valencia, Sevilla y Granada, son otras tantas columnas miliarias, que señalan el itinerario de la edad media española, en su marcha simultánea hacia la unidad geográfica y hacia la unidad religiosa. La unión de las coronas de Asturias, de Galicia y de León en las sienes del primer Fernando, y su incorporación definitiva con la de Castilla en la cabeza de Fernando III; el doble y perpetuo consorcio de los reinos y de los soberanos de Aragón y Cataluña con Petronila y Berenguer; el príncipe Fernando de Castilla llamado a ser el primer Fernando de Aragón; y el segundo Fernando de Aragón venido a ser el quinto Fernando de Castilla, señalan las jornadas de esta múltiple y fraccionada monarquía hacia su unidad social. Los fueros municipales, el Real, las Partidas, los Ordenamientos y Ordenanzas, las Cortes, son otros tantos pasos hacia la unidad política y civil.
Así, a pesar de la disolución que la sociedad española había padecido, y en medio de las luchas, oscilaciones y vicisitudes porque hubo de pasar para regenerarse, lucha de reconquista contra un pueblo usurpador, lucha de independencia contra un dominador extranjero, lucha religiosa contra los enemigos de su fe y de su culto, lucha de rivalidad entre los habitantes de las diversas zonas de la Península, lucha política y civil entre los diferentes elementos constitutivos de los estados, lucha doméstica entre gobernantes y gobernados, entre las clases, las jerarquías, los individuos de unas mismas familias; a vueltas de tantas luchas y de tantas contrariedades, la sociedad española de la edad media iba de tiempo en tiempo avanzando en la conquista, ganando en extensión, progresando en cultura, adelantando en su reorganización social, política y civil, porque la ley de la humanidad tenía que cumplirse, y la ley de la humanidad se cumplía.
Los Reyes Católicos, a quienes se debió la general trasformación que hemos visto sufrir a la España, no fundaron una sociedad nueva. Las sociedades no mueren, aunque parezca a veces paralizada su vitalidad, que es otro de nuestros principios históricos: la edad moderna tenía que ser una modificación de la edad media, como la edad media lo fue de la edad antigua: los tiempos se encadenan; el presente, hijo del pasado, engendra lo futuro, y los períodos de desarrollo de la vida social de los pueblos vienen a su tiempo como los de la vida de los individuos, y unos y otros padecen en los momentos de la crisis.
Cierto que a la mitad y en el último tercio del siglo XV por una larga serie de calamidades había venido la sociedad española, y principalmente Castilla, la monarquía madre, a tan miserable estado de descomposición, de anarquía y de abatimiento, que parecía amenazada de una disolución semejante a la que sufrió en el siglo VIII, y es natural que los que vivieran en aquella edad desventurada se preguntaran: «¿cómo es posible hallar quien levante de su postración y comunique aliento y vida a este cuerpo cadavérico?» Pero la ley providencial tenía que cumplirse, y la manera como se realizó su cumplimiento fue maravillosa.
Si en situación tan desesperada hubiéramos visto sentarse en el trono de Castilla un hombre de edad madura y de robusto brazo, de larga experiencia y de acreditado saber, la regeneración social de España, bien que meritoria, nos hubiera parecido el resultado del orden natural de los sucesos. Mas cuando pensamos en que esta ardua misión fue encomendada a una mujer, a una joven princesa, hija y hermana de los más débiles reyes, y no ensayada ella misma en el arte de gobernar, entonces no puede dejar de mirarse la trasformación con cierto asombro. Si se hubiera debido solo a Fernando, la miraríamos como la obra admirable de los esfuerzos de un hombre. Si Isabel la hubiera realizado sola, habría quien lo atribuyera todo a la Providencia. Ejecutada por Isabel y Fernando juntamente, representa la obra simultánea de Dios y de los hombres.
Por una cadena de acontecimientos, de esos que en el idioma vulgar se nombran casos fortuitos que el fatalismo llama efectos necesarios del Destino, y para el hombre de creencias son providenciales permisiones, se vieron Isabel y Fernando elevados a los dos primeros tronos de España, a que ni uno ni otro habían tenido sino un derecho eventual y remoto. Por no menos singulares e impensados medios se preparó y realizó el enlace de los dos príncipes, que trajo la apetecida unión de las dos monarquías. ¡Pero hubiera bastado el matrimonio de los dos príncipes para producir él solo el consorcio de los dos reinos!
Trescientos años hacia que se habían unido en matrimonio un rey de Aragón y una reina de Castilla, y sin embargo, aquel enlace no sirvió sino para avivar los celos, enconar las rivalidades, y encender más las discordias y las guerras entre los naturales de los dos pueblos. ¿Era acaso menos ambicioso de dominio y de poder Fernando II que Alfonso I de Aragón? Con tan arrogantes pretensiones vino el uno como había venido el otro de dominar en Castilla como esposo de una reina castellana. ¿Cómo, pues, en el siglo XV, con hechos y circunstancias tan análogas y semejantes, se verificó la dichosa unión que estuvo tan lejos de verificarse en el siglo XII?
Obra fue esta, tal vez la más grande (y es en la que menos parece haberse fijado los historiadores) del talento, de la discreción y de la virtud de Isabel. La hermana de Enrique IV, siguiendo opuesta conducta a la que había observado con su esposo el rey de Aragón la hija de Alfonso VI, supo moderar con suavidad las aspiraciones del aragonés, y reducirle con su prudencia a aceptar un convenio de justa partición de poderes y de mando. Merced al carácter de Isabel, desde el matrimonio hasta la muerte marchan acordes las voluntades de los dos esposos. Isabel parecía ejercer una especie de fascinación sobre Fernando; pero su talismán era solamente su amor, su discreción y sus virtudes. Con él resolvió el difícil problema de poderse regir dos distintas monarquías con un mismo cetro, de poderse gobernar con dos cetros una monarquía misma, y de poder reinar dos monarcas juntos y separados. Isabel dominando el corazón de un hombre y haciéndose amar de un esposo, hizo que se identificaran dos grandes pueblos. Esta fue la base de la unidad de Aragón y Castilla, y el principio de los grandes progresos de este reinado.
II
Halló Isabel cuando comenzó a reinar una nación corrompida y plagada de malhechores, una nobleza díscola, turbulenta y audaz, un trono vilipendiado, una corona sin rentas, un pueblo agobiado y pobre: halló prelados opulentos y revoltosos como el arzobispo Carrillo de Toledo, caballeros ambiciosos y rebeldes como el gran maestre de Calatrava, magnates codiciosos e intrigantes como el marqués de Villena, próceres osados y traidores como Pedro Pardo, ricos delincuentes como Álvaro Yáñez, alcaides criminales como Alonso Maldonado, una competidora al trono incansable y tenaz como la Beltraneja, un rival despechado, presuntuoso y emprendedor como Alfonso V de Portugal, un enemigo poderoso, político y astuto como Luis XI de Francia, un ejército portugués dentro de Castilla, otro ejército francés en Guipúzcoa, y por todas partes tropas rebeldes capitaneadas por magnates castellanos.
A los pocos años los magnates se ven sometidos, los franceses rechazados en Fuenterrabía, los portugueses vencidos y arrojados de Castilla, la competidora del trono encerrada en un claustro, el jactancioso rey de Portugal peregrinando por Europa, el ladino monarca francés firmando una paz con la reina de Castilla, los ricos malhechores castigados, los receptáculos del crimen derruidos, los soberbios próceres humillados, los prelados turbulentos pidiendo reconciliación, los alcaides rebeldes implorando indulgencia, los caminos públicos sin salteadores, los talleres llenos de laboriosos menestrales, los tribunales de justicia funcionando, las cortes legislando pacíficamente, con rentas la corona, el tesoro con fondos, respetada la autoridad real, restablecido el esplendor del trono, el pueblo amando a su reina y la nobleza sirviendo a su soberana. Castilla ha sufrido una completa trasformación, y esta trasformación la ha obrado una mujer.
Sin esta favorable mudanza en los ánimos y en las costumbres públicas y privadas, sin esta variación en el estado social y político del reino, no se hubiera podido realizar la empresa de la conquista de Granada. Por eso los monarcas que la habían concebido supieron aguantar insultos, sufrir injurias, padecer y callar antes de acometerla, hasta contar con elementos para no malograrla. El mérito de la oportunidad fue también de la reina Isabel, que templando la impaciencia, y moderando los fogosos ímpetus de su esposo, supo contenerle hasta que vio llegado el momento y la sazón de obrar.
La conquista de Granada no representa solo la recuperación material de un territorio, más o menos vasto, más o menos importante y feraz, arrancado del poder de un usurpador. La conquista de Granada no es puramente la terminación feliz de una lucha heroica de cerca de ocho siglos, y la muerte del imperio mahometano en la península española. La conquista de Granada no simboliza exclusivamente el triunfo de un pueblo que recobra su independencia, que lava una afrenta de centenares de años, que ha vuelto por su honra y asegura y afianza su nacionalidad. Todo esto es grande, pero no es solo, y no es lo más grande todavía. A los ojos del historiador que contempla la marcha de la humanidad, la material conquista de Granada representa otro triunfo más elevado; el triunfo de una idea civilizadora, que ha venido atravesando el espacio de muchos siglos, pugnando por vencer el mentido fulgor de otra idea que aspiraba a dominar el mundo. La idea religiosa que armó el brazo de Pelayo, el principio religioso que puso la espada en la mano de Fernando V. La tosca cruz de roble que se cobijó en la gruta de Covadonga es la brillante cruz de plata que se vio resplandecer en el torreón morisco de la Alhambra. La materia era diferente; la significación era la misma. Era el emblema del cristianismo que hace a los hombres libres, triunfante del mahometismo que los hacía esclavos.
Con razón se miró la conquista de Granada, no como un acontecimiento puramente español, sino como un suceso que interesaba al mundo. Con razón también se regocijó toda la cristiandad. Hacía medio siglo que otros mahometanos se habían apoderado de Constantinopla: la caída de la capital y del imperio bizantino en poder de los turcos había llenado de terror a la Europa; pero la Europa se consoló al saber que en España había concluido la dominación de los musulmanes. Allí se levantaba el imperio Otomano, y acá desaparecía el imperio de Ben Alhamar. El cristianismo de Occidente acudía a consolar al cristianismo de Oriente, y España templaba el dolor de Europa. Al cabo de algunos años todo el poder reunido de la cristiandad había de marchar a combatir al coloso mahometano de Asia, y no había de poder arrancarle su presa. La España se había bastado a sí misma para aniquilar al coloso árabe-africano. Lenta y penosa fue la expulsión de España de los árabes y de los moros; pero volvamos la vista a Oriente, miremos a la Turquía Europea, y contemplemos a Constantinopla todavía en poder de los hijos de Osmán hace más de cuatro siglos a la puerta de los más vastos y poderosos imperios cristianos. ¿Durará allá el dominio de la Media-luna tanto tiempo como ondeó aquí el estandarte del profeta de la Meca? Por lo menos en el suelo español nunca gozaron de reposo los enemigos del nombre cristiano.
Por lo mismo, aunque la gloria de su definitiva destrucción tocó a Fernando e Isabel, esta gloria ni eclipsa ni daña la que antes habían ganado los Alfonsos, los Ramiros, los Berengueres, los Jaimes y los Fernandos que habían contribuido a su vencimiento: porque el campo de las glorias es fecundísimo y produce laureles para todo el que sabe cultivarle. Cuanto más que las grandes obras del esfuerzo humano, como las grandes obras del entendimiento, nunca han podido ser de uno solo, y así dan honra y prez al que las concibe y comienza, como al que las prosigue o mejora, y como al que tiene la fortuna de perfeccionarlas o acabarlas.
La guerra de Granada fue una epopeya no interrumpida de diez años. Desde la sorpresa de Alhama hasta la rendición de Granada, todo fue heroico, todo fue épico, todo dramático. Los poetas no han podido representar sino cuadros aislados e imperfectos de aquel gran drama histórico. No lo extrañamos. Es de aquellos sucesos en que la realidad histórica sobrepuja a los esfuerzos e invenciones de la poesía, en que la verdad es mil veces más maravillosa que la fábula. Se ha comparado aquel período con el de la guerra de Troya, así por su duración, como por las hazañas y episodios heroicos y por las figuras homéricas que la ilustraron.
En efecto, la tierna entrevista del marqués de Cádiz y el duque de Medinasidonia abrazándose al pie de los muros de Alhama, convertidos por la benéfica intervención de la reina de enconados rivales y terribles enemigos en amigos tiernos y auxiliares fieles; los lances trágicos de don Alonso de Aguilar, del maestre de Santiago, del marqués de Cádiz y del conde de Cifuentes en las breñas y desfiladeros de la Axarquía y en las Cuestas de la Matanza; la prisión de Boabdil y la muerte del intrépido Aliatar en los campos de Lucena; la catástrofe de los caballeros de Alcántara en la pradera de Sierra-Nevada; el riesgo que Isabel y Fernando corrieron en el pabellón del campamento de Málaga de caer bajo el puñal de un fanático santón; las maravillosas hazañas de Hernán Pérez del Pulgar; el heroísmo rudo y salvaje de Hamet el Zegrí; la galantería heroica del príncipe moro Cid Hiaya; los venerables religiosos embajadores del Gran Turco en la tienda de los reyes cristianos; la resignación estoica del Zagal; los amores y desdenes de Muley Hacem, y los celos y rivalidades de las sultanas Aixa y Zoraya; los combates sangrientos de la Alhambra y del Albaicín; la reina de Castilla soltando cadenas a millares de cautivos acariciándolos como madre y dándoles a besar su real mano; los contrastes de cultura y de ferocidad, de generosidad y de fiereza de las rivales tribus gomeles y zegríes, abencerrajes y gazules; los ardides y proezas y las peligrosas aventuras de Juan de Vera, de Hernán Pérez, de Martín de Alarcón y de Gonzalo de Córdoba; la galante conducta del conde de Tendilla con la bella Fátima; el campamento cristiano en la Vega; el noble marqués de Cádiz recibiendo a la reina en su pabellón de seda y oro; los combates caballerescos; el incendio de las tiendas, y la prodigiosa aparición de una ciudad como de milagro fabricada; el desventurado Boabdil saliendo con abatido semblante por la puerta de los Siete Suelos a entregar a su afortunado enemigo las llaves del último baluarte del imperio musulmán; el gran sacerdote de España, el cardenal Mendoza, subiendo por la cuesta de los Mártires a tomar posesión de los regios alcázares moriscos en nombre de su reina y de su religión; la reina Isabel postrada de rodillas con su ejército y con su clero en el campo de Armilla adorando la cruz que resplandecía en la torre de la Alhambra, y haciendo resonar los embalsamados aires de la Vega con el canto poético que los cristianos entonan en acción de gracias al Dios de las victorias; escenas y situaciones son estas que no ceden en interés dramático a las de las más bellas páginas de la Iliada, y personajes son que igualan, si no exceden en grandeza, a los Hectores, los Ayax, los Patroclos, los Aquiles, los Ulises y todos los demás héroes de Homero.
De contado, sobre faltarle a la guerra de Pérgamo el interés de ser la última jornada de un drama inmenso que había comenzado hacia más de siete siglos: sobre carecer del gran contraste de los dos principios religiosos, que eran el resorte de las acciones heroicas y el móvil de los actores y de los combatientes de uno y otro campo, no tuvo el cantor de Smirna bastante fecundo ingenio para idear una figura tan noble, tan bella, tan magnánima, tan sublime y tan interesante como la de la reina Isabel. No, no alcanzó la imaginación del poeta de la Grecia a concebir una idealidad que se asemejara a lo que en realidad fue una reina de veinte y cinco años, radiante de gracia y de hermosura, esposa tierna y madre cariñosa, cuando se presentaba en el campamento de Moclín cabalgando en su soberbio palafrén, con su manto de grana y su brial de terciopelo, llevando al lado la tierna princesa su hija, y seguida de las ilustres damas y de los gallardos donceles de su corte; cuando el espejo de los caballeros andaluces, el marqués de Cádiz, recibía y saludaba a la soberana de Castilla al pie de la Peña de los Enamorados; cuando el duque del Infantado y los escuadrones de la nobleza abatían a compás, para hacer homenaje a su reina, los viejos estandartes rotos y acribillados en cien batallas; cuando el rey Fernando se adelantaba en su ligero corcel, ciñendo al costado una cimitarra morisca, y dejando atrás la flor de los caballeros de Castilla se apeaba ante su esposa, y la saludaba reverente, y después imprimía en las mejillas de la esposa y de la hija el ósculo de amor.
Homero no inventó un cuadro como el que ofreció la aparición repentina de la reina Isabel en los reales de Baza, como el ángel del consuelo, ante un ejército desfallecido, consternado, abatido de las fatigas, del frío, del hambre y de la miseria, y reanimando con su presencia, e infundiendo valor, aliento y vida a los descorazonados combatientes, y convirtiendo en júbilo y regocijo el desánimo y tristeza de capitanes y soldados. El primer poeta del mundo no ideó un espectáculo como el que presentaron las colinas de Baza el día que Isabel, recorriendo a caballo, con aire esbelto, rozagante y gentil, las filas de sus guerreros, circundada de un coro de doncellas y de un cortejo de prelados y sacerdotes, de caballeros y donceles, por entre mil banderas aragonesas y castellanas desplegadas al viento, y resonando por el espacio los agudos sones de las bélicas trompas, al tiempo que vigorizaba a los suyos llenaba de admiración y asombro a los moros y moras de Baza que la contemplaban absortos desde los alminares de sus mezquitas, y encantaba y fascinaba al caballeroso príncipe Cid Hiaya, que entró en envidia de hacer alarde de diestras evoluciones y vistosos torneos ante la reina de los cristianos, para concluir por rendirse a su mágico influjo, y por hacerse súbdito suyo y cristiano como ella, y caballero de Castilla.
Y este mismo efecto producía en el campamento de Santa Fe y a la vista de los muros de Granada, y este mismo entusiasmo excitaba do quiera que se aparecía.
Pero esta influencia portentosa en capitanes y soldados no era ni una decepción en que cayeran ellos, ni un artificio de la reina para seducir. Es que veían en ella su genio tutelar. Es que a la aparición de la mujer hermosa contemplaban la reina que se afanaba porque no les faltasen los mantenimientos, empeñando para ello sus propias alhajas; es que tenían delante a la institutora de los hospitales de campaña; a la que curaba con su mano a los heridos, a la que premiaba con largueza los hechos heroicos, a la que consolaba, alimentaba y vestía a los miserables que salían del cautiverio, a la que compartía con el tostado guerrero los trabajos y fatigas de las campañas, a la que concebía los planes, organizaba los ejércitos, mantenía la disciplina, ordenaba los ataques y presidia la rendición de las plazas.
Y si se considera que esta reina, cuando se presentaba en las trincheras de los campamentos y entre los cañones y lombardas, era la misma que hacía poco había estado sentada en un tribunal de justicia, administrándola a sus súbditos con la amabilidad de la más cariñosa madre, y con la rectitud del más severo juez; o que acababa de visitar un convento de religiosas, y de enseñar a las monjas con su ejemplo a manejar la rueca y la aguja, excitándolas a abandonar la soltura de costumbres y cambiarla por la honesta ocupación de las labores femeniles, entonces al entusiasmo del soldado se une el asombro del hombre pensador.
No privemos por esto a Fernando de la gloria que le pertenece como al primer Capitán en la guerra y conquista de Granada: ni tampoco a los demás caudillos que con tanto heroísmo en ella se condujeron. Comportáronse todos como bravos campeones: el rey llenó dignamente su primer puesto, y Dios protegió a los defensores de su fe. Por eso dijimos en otro lugar que a esta grande obra de religión, de independencia y de unidad, cooperaron Dios, la naturaleza y los hombres.
III
¡Cosa maravillosa! ¡Apenas España ve coronada la obra de sus constantes afanes de ocho siglos, apenas logra expulsar de su territorio los últimos restos de los dominadores de Oriente y de Mediodía, apenas ha lanzado de su suelo a los tenaces enemigos de su libertad y de su fe, cuando la Providencia por medio de un hombre le depara, como en galardón de tanta perseverancia y de tanto heroísmo, la posesión de un mundo entero! Este acontecimiento, el mayor que han presenciado los siglos, merece algunas observaciones que en nuestra narración no hemos podido hacer.
Una inmensa porción de la gran familia humana vivía separada de otra gran porción del género humano. La una no sabía la existencia de la otra, se ignoraban y desconocían mutuamente, y sin embargo estaban destinadas a conocerse, a comunicarse, a formar una asociación general de familia, porque una y otra eran la obra de Dios, y Dios es la unidad, porque la unidad es la perfección, y la humanidad tenía que ser una, porque uno es también el fin de la creación. Pues bien, el siglo XV fue el destinado por Dios para dar esta unidad a hombres que vivían en apartados hemisferios del globo, no imaginándose unos y otros que hubiera más mundo que el que cada porción habitaba espontáneamente. ¿Por qué estuvieron en esta ignorancia y en esta incomunicación tantos y tantos siglos? Misterio es este que se esconde a los humanos entendimientos; y no es extraño; porque menos difícil parecía averiguar cómo teniendo todos los hombres un mismo origen se habían segregado, y en qué época, y de qué manera las razas pobladoras de los dos mundos, y sin embargo a pesar de tantas y tan exquisitas investigaciones geológicas, históricas y filosóficas, aun no se ha logrado sacar este punto de la esfera de las verdades desconocidas, aun no se cuenta en el número de los hechos incuestionables.
Es cierto que el siglo XV fue destinado para que se hiciera en él el descubrimiento de ese mundo que impropiamente se llamó nuevo, solo porque hasta entonces no se había conocido. Los hombres de aquel siglo se hallaban preparados para este grande acontecimiento sin saberlo ellos mismos. Sentíase una general tendencia a descubrir nuevas regiones; un instinto secreto inclinaba a los hombres a inventar y extender las relaciones y los medios de comunicación; el espíritu público parecía como empujado por una fuerza misteriosa hacia los adelantos industriales y mercantiles; había hecho grandes progresos la náutica: se habían descubierto la brújula y la imprenta. ¿Para qué eran estos dos poderosos elementos, capaces por sí solos de trasmitir los conocimientos humanos y derramarlos por los pueblos más apartados del globo? Los hombres de aquel tiempo no lo sabían. Lo sabia solamente el que prepara secreta e insensiblemente la humanidad cuando quiere obrar una gran trasformación en el mundo por medio de los hombres mismos.
Pero hubo uno entre ellos, ingenio privilegiado, que alcanzó más que todos, y que a través de las nieblas en que se envolvían todavía los conocimientos geográficos, a favor de un destello de su claro entendimiento que se asemejaba a la luz de la revelación, comprendió la posibilidad de atravesar los mares de Occidente, y de poner en comunicación el mundo conocido con el desconocido. Hombre de ciencia y de fe, de creencias y de convicciones, de religión y de cálculo, estudia a Dios en la naturaleza, levanta el pensamiento al cielo y penetra en los misterios de la tierra, medita en la obra de la creación, y trazando mapas con su mano descubre que falta conocer la mitad del globo terrestre. Convencido más cada día de la posibilidad del descubrimiento, fijo y constante años y años en esta idea, trató de realizarla; pero necesitaba de recursos y se encontró pobre; sacó su idea al mercado público, ofreciendo la posesión de inmensos reinos al que le diera algunas naves y le prestara algunos escudos; pero los ignorantes no le comprendieron y le despreciaron, los príncipes le tomaron por un engañador y le cerraron sus oídos y sus arcas, los llamados sabios dijeron que deliraba y se burlaron, y el hombre de genio no se desalentó, porque tenía fe en Dios y en su ciencia, aunque faltaran fe y ciencia a los demás hombres.
Nada permite Dios sin algún fin; y fue necesario que Colón encontrara sordos a los soberanos a quienes propuso su pensamiento, para que una secreta inspiración le moviera a acudir a la única potestad de la tierra capaz de comprenderle; y fue conveniente que el mundo supiera que el cosmógrafo genovés había implorado en vano la protección de otros monarcas, para que resaltara más la acogida que había de encontrar en la reina de Castilla.
Si el que había concebido una empresa al parecer temeraria por lo inmensa e inverosímil por lo grandiosa, necesitaba de fe y de corazón, ¿quién podía creer y proteger al autor, y aceptar y prohijar su designio, sino quien tuviera tanta fe como él y tan gran corazón como él, y tan grande alma como él? Cristóbal Colón necesitaba una Isabel de Castilla, y solo Isabel de Castilla merecía un Cristóbal Colón. Los genios se necesitaron, se merecieron y se encontraron.
Es imposible dejar de ver en la venida de Colón a Castilla algo más que el viaje de un aventurero. Un navegante de profesión caminando a pie por la tierra sin otro equipaje que las sandalias del apóstol y el báculo del peregrino, con unas cartas geográficas debajo del brazo, seguramente debió parecer o un mentecato o un profeta. El que iba a hacer el presente de un mundo entero tuvo que pedir un pan de caridad para sí y para su hijo a la portería de una solitaria casa religiosa, porque quien había de enviar flotas de oro y plata de las regiones que pensaban descubrir no llevaba en su bolsa un solo escudo. Y sin embargo, pobre y extranjero como era, halló en aquella misma casa protectores generosos: la religión vino en auxilio del genio, y Colón, vencidas algunas dificultades, fue presentado a la reina Isabel... ¡Momento solemne aquel en que por primera vez se pusieron en contacto los dos genios!
No era de esperar que Isabel comprendiera las razones científicas en que Colón apoyaba su teoría, y con qué desenvolvía su sistema: pero el talento y la penetración que se revelaba en la fisonomía del hombre, el fuego y la elocuencia con que se expresaba, la fe ardiente que se descubría en su corazón, la convicción de que se mostraba poseído, y algo de simpático que hay siempre entre las grandes almas, todo cooperó a que la reina viera en el humilde extranjero al hombre inspirado, y tal vez al instrumento de la Divinidad para la ejecución de una grande obra. Si entonces no adoptó todavía de lleno su proyecto, le acogió al menos con benevolencia. Isabel nunca tuvo a Colón por un extravagante o un iluso, y el marino genovés había encontrado quien por lo menos no le menospreciara. ¿Extrañaremos que tuviera que ejercitar todavía su paciencia por espacio de ocho años, alternando entre dificultades, obstáculos, consultas, dilaciones, zozobras, negativas y esperanzas? Nunca una gran verdad ha triunfado en el mundo de repente; y además la ocasión en que Colón había venido a Castilla no era la más oportuna para la realización de sus planes. ¿Pero fueron perdidos estos ocho años? En este intervalo Colón recibió consideraciones y favores de los reyes de España, entró a su servicio, contrajo relaciones y amistades útiles, halló a quien consagrar su corazón y sus más íntimas afecciones, su segundo hijo nació en Castilla, y al cabo de ocho años Colón había dejado de ser extranjero en España, y el genovés se había hecho castellano.
Este fue el momento en que Isabel prohijó de lleno la empresa de Colón; entonces fue cuando pronunció aquellas memorables palabras: «Yo tomaré esta empresa a cargo de mi corona de Castilla, y cuando esto no alcanzare, empeñaré mis alhajas para ocurrir a sus gastos.» Palabras sublimes que no hubiera podido pronunciar cuando tenía sus joyas empeñadas para los gastos de la guerra de los moros. Entonces fue cuando le dijo: «Anda y descubre esas regiones desconocidas, y lleva el cristianismo civilizador del otro lado de los mares, y difunde la fe divina entre los desgraciados habitantes de esa parte ignorada del universo.» Palabras grandiosas que Isabel no había podido proferir hasta asegurar el triunfo del cristianismo en España, y hasta arrojar a los infieles de sus naturales y hereditarios dominios.
Adoptada y protegida la empresa por Isabel, pronto iba a saberse si el proyectista era en efecto un visionario digno de lástima, o si era el más sabio y el más calculista de los hombres. Seguido de un puñado de atrevidos aventureros, el náutico genovés se lanza en tres frágiles leños por los desconocidos mares de Occidente. «¡Pobre temerario!» quedaban diciendo España y Europa. Y Colón, lleno de fe en su Dios y en su ciencia, en sus mapas y en su brújula, no decía más que: «¡adelante!» España y Europa suponían, pero ignoraban sus peligros y trabajos, sus conflictos y penalidades. ¿Qué habrá sido del pobre aventurero?
Trascurridos algunos meses, volvió el aventurero a España a dar la respuesta. Nada necesitó decir. La respuesta la daban por él los habitantes y los objetos que consigo traía de las regiones transatlánticas en que nadie había creído. El testimonio no admitía dudas. ¡El Nuevo Mundo había sido descubierto! El miserable visionario, el desdeñado de los doctos, el rechazado por los monarcas, el peregrino de la tierra, el mendigo del convento de la Rábida, era el más insigne cosmógrafo, el gran almirante de los mares de Occidente, el virrey de Indias, el más envidiable y el más esclarecido de los mortales. España y Europa se quedaron absortas, y para que en este extraordinario acontecimiento todo fuese singular, asombró a los sabios aún más que a los ignorantes.
La unidad del globo ha comenzado a realizarse; la humanidad entera ha empezado a entrar en comunicación. Ya se comprendió por qué habían sido inventadas la brújula y la imprenta; por qué era menester hallar caminos seguros por entre las inmensidades del Océano para poner en relación a los moradores de remotísimas tierras, por qué era necesario un medio rápido y fácil para trasmitir y difundir los conocimientos humanos del mundo antiguo a los pobladores de las apartadísimas regiones del nuevo universo. Si más adelante el vapor acorta estas inmensas distancias; si andando el tiempo la electricidad las hace casi desaparecer, progresos serán del entendimiento humano, y en ello no hará sino cumplirse la ley providencial de la unidad, la ley del progresivo mejoramiento social. Mas no se olvide que a España se debió el que se pusieran por primera vez en contacto las razas humanas de los que entonces se llamaron dos mundos y no era sino uno solo. Si con el trascurso de los tiempos aquellas razas, entonces groseras e inciviles, se convierten en naciones cultas, y se emancipan, y progresan, y trasmiten a su vez al viejo mundo nuevos gérmenes de civilización, no hará sino cumplirse la ley providencial que destina al género humano de todos los países a comunicarse recíprocamente sus adelantos, síntoma consolador y anuncio lisonjero de la fraternidad universal. Más no por eso España pierde su derecho a que no se olvide que le pertenece la primicia de haber llevado el principio civilizador al Nuevo Mundo.
Repite Colón sus viajes y multiplica los descubrimientos. En cada expedición se desplegan a sus ojos ricas y vastísimas islas, extensísimas y fértiles regiones, cuyos límites ni conoce entonces él mismo, ni será dado a nadie saber en largos años. Todas estas inmensas posesiones vienen a acrecentar los dominios de la corona de Castilla; y España y sus reyes, en premio de su heroica perseverancia de ocho siglos, apenas ponen término a la obra de su emancipación y de su independencia se encuentran poseedores de multitud de provincias en otro hemisferio, cada una de las cuales es mayor que un gran reino. Nunca pueblo alguno llegó a merecer tanto, pero nunca pueblo alguno alcanzó galardón tan abundoso. Cuando se vuelve la vista a la monarquía encerrada en Covadonga y se la encuentra después dominando dos mundos, se siente estrecha la imaginación para abarcar tanto engrandecimiento. Ya no posee España aquellas vastas regiones: ¿qué importa? Los hijos que salen de la patria potestad, ¿dejarán por eso de ser la honra de los padres que les dieron el ser? Porque la codicia y la crueldad afearan después la obra de la conquista, ¿dejará de ser glorioso el hecho primitivo? Porque España no recogiera el fruto que debió de tan importantes adquisiciones, ¿habrá dejado de ser el suceso inmensamente provechoso a la humanidad?
El descubrimiento de América hubiera bastado por sí solo para hacer entrar a la sociedad entera, y señaladamente a España, en un nuevo desarrollo y en un nuevo período de su vida. Por sí solo hubiera hecho la transición de la edad media a la edad moderna, aunque tantos otros sucesos no hubieran cooperado en el último tercio del siglo XV y en el primero del XVI, a obrar una revolución radical en las ideas, en la política, en el comercio, en las artes, en la propiedad, en las necesidades y en las costumbres.
IV
Hasta aquí lo que en este reinado ha adquirido España ha sido para acrecentar la corona de Castilla aunque ganado con el auxilio del rey de Aragón como esposo de Isabel. Ahora le toca a la corona de Aragón ensancharse y extenderse, aunque con auxilio de la reina de Castilla como esposa de Fernando. La armonía de los regios consortes trae el acrecentamiento de las dos monarquías. Isabel ha acreditado ser la mejor reina del mundo, y Fernando va a acreditar que es el monarca más político de Europa.
En mal hora concibió el ligero y aturdido Carlos VIII de Francia el imprudente proyecto de hacerse soberano de Nápoles, donde reinaba hacía medio siglo la rama bastarda de los monarcas de Aragón. El político Fernando, con mejor derecho que él a la corona y con ánimo de reclamarla a su tiempo, le deja que se precipite. Por de pronto Carlos, para tenerle amigo, restituye a la corona de Aragón los importantes condados de Rosellón y Cerdaña, ricas agregaciones que sus mayores habían disputado con encarnizamiento. Fernando las recibe, y deja al francés que cruce los Alpes, que asuste a los débiles y desunidos príncipes italianos, que se apodere de Nápoles sin plantar una tienda ni romper una lanza, que se saboree por unos días con el pomposo título de rey de Sicilia y de Jerusalén, que sueñe en llamarse emperador de Constantinopla; y cuando el caballeroso conquistador se halla entregado a los placeres de la gloria y a los deleites del cuerpo, se encuentra cogido en una gran red tendida en silencio por el astuto Fernando. El aragonés había preparado contra él con admirable sigilo la famosa liga de Venecia, primera confederación de los príncipes de Europa para su defensa común, principio del sistema de mantenimiento del equilibrio europeo, y uno de los síntomas más característicos de la nueva política de la edad moderna. El insensato Carlos, rey de Nápoles una semana, al verse amenazado por el poder reunido de España, de Austria, de Roma, de Venecia y de Milán, apenas tuvo tiempo para repasar los Alpes con la mitad de su ejército, dejando la otra mitad comprometida en Italia, para proporcionar a Gonzalo de Córdoba aquella serie de gloriosos triunfos que le valieron el merecido título de Gran Capitán. Los franceses son totalmente expulsados de Italia, las armas españolas que vencieron en Granada han asombrado a Europa, Gonzalo vuelve a España con un nombre que no había alcanzado ningún guerrero del mundo, y Fernando ha ganado fama de ser el soberano más político y sagaz de su tiempo.
Al ver al rey de Aragón colocar en el trono de Nápoles sucesivamente a sus dos primos Fernando y Fadrique, aparecía un generoso protector de sus parientes bastardos, y sin embargo, estaba firmemente resuelto a reclamar para sí aquella herencia como representante de la línea legítima de la casa de Aragón. Pero el astuto político estudia la situación de Europa, conoce los inconvenientes y peligros de emplear la violencia, y espera sin impacientarse, en la confianza de realizar su pensamiento por medios más lentos, pero más seguros. Es la diplomacia que empieza a reemplazar a la fuerza. Deja que Luis XII de Francia, sucesor de Carlos VIII y heredero de sus ambiciosos proyectos sobre Italia, penetre con grande ejército en Lombardía, se apodere de Milán y amenace a Nápoles. Deja que el desgraciado Felipe de Nápoles se vea reducido a la desesperada situación de invocar el auxilio de los turcos contra el francés. Ya tiene Fernando un pretexto legal, un colorido cristiano y religioso con que perder a su pariente, a quien de intento no se ha comprometido a sostener, y para atajar los progresos del rey de Francia finge halagarle proponiéndole repartirse entre los dos el reino de Nápoles en iguales porciones. El francés se creyó aventajado en este repartimiento, y se dejó envolver en otra red por el de Aragón como su antecesor Carlos VIII. Fernando dejaba a Luis los riesgos de la conquista y la parte odiosa del despojo y él se reservaba el fruto para más adelante. Para eso enviaba a Gonzalo de Córdoba con la flor de los guerreros castellanos a Sicilia, so pretexto de destinarlos a combatir a los turcos en defensa de Venecia. Luis se deja deslumbrar por el título de rey de Nápoles, y Fernando, contento con la modesta denominación de duque de Calabria, adormece a su rival para mejor vencerle.
El tratado de partición de Nápoles fue el pacto más injusto, más inmoral y más hipócrita con que se inauguró la moderna diplomacia que enseñaba Maquiavelo y practicaban ya sin necesidad de sus lecciones los príncipes. ¿Pero será justo atribuir toda la inmoralidad de esta política a Fernando de Aragón? Nada sería más infundado. Fernando no hizo sino ganar en astucia a Luis, que a su vez creía ser el engañador de su rival. Los derechos del español al reino de Nápoles eran incontestablemente más fundados que los del francés, y si en éste eran igualmente vituperables los medios y el fin, al menos en aquel eran solamente reprensibles los medios. La política ladina no era ciertamente lo que más escandalizaba ya en Italia, y el mismo pontífice no halló la conducta de los dos reyes tan abominable, cuando a ambos les dio la investidura de la parte que cada cual se había adjudicado. Consuela sobre todo hallar a la reina Isabel completamente ajena a toda la parte odiosa de estos hechos, pues por un tácito convenio entre los dos esposos, la política y la dirección de estas guerras estaban reservadas a Fernando, Isabel no intervenía sino en la administración, en los recursos, en la elección de los buenos capitanes.
Bien conocían todos, y de ello estaban más que nadie penetrados los autores mismos del convenio, que el tratado de partición de Nápoles no podía ser sino un germen de nuevas discordias y guerras, pero cada cual esperaba sacar mañosamente de ellas el mejor partido para llegar a la total y definitiva posesión de aquel reino. Fernando de Aragón fiaba, aún más que en su destreza política, en la invencible espada del Gran Gonzalo. No le salió su cálculo fallido. Una cuestión sobre pertenencia del territorio repartido enciende de nuevo la guerra entre franceses y españoles, provocada y declarada por los primeros. Y el Gran Capitán, después de haber restituido a Venecia la plaza de Cefalonia ganada por él a los turcos, y de haber hecho prisionero en Tarento al duque de Calabria, último príncipe de la destronada dinastía de Nápoles, detiene con un puñado de españoles todo el ímpetu y todo el poder de los franceses en Italia. Encerrado en los viejos muros de Barletta, se estrellan en él todas las fuerzas de la Francia, como las bravas olas del mar en una roca inamovible. Sale de aquel recinto, y los desconcierta con la sorpresa de Ruvo. Recibe un pequeño refuerzo y los destruye en Ceriñola. Marcha sobre Nápoles y proclama a Fernando II de Aragón solo y legítimo soberano, como solo y legítimo heredero del reino conquistado por Alfonso V. España, dueña de las Indias Occidentales por la ciencia de Colón y por la grandeza de Isabel, debe la posesión de un gran reino en la Europa Oriental a la política sagaz de Fernando y al talento bélico y al brazo invencible de Fernando de Córdoba.
La Italia se postró admirada ante el sagaz conquistador. A un mismo tiempo supo Luis XII que le había sido arrebatada de entre las manos su bella corona de Nápoles, y que de sus generales el duque de Nemours y Chandieu habían muerto, Chabannes y D'Aubigni estaban en poder del enemigo, Ivo de Alegre y Luis de Ars refugiados en Gaeta y Venosa, ardiendo en cólera contra Fernando exclamó: «Dos veces me ha engañado ese fementido!– Miente el bellaco, replicó al saberlo el aragonés, que le he burlado más de diez veces.»
En uno de esos arranques de indignación y de patriotismo que suelen tener las naciones pundonorosas cuando se sienten ultrajadas, la Francia echa el resto para lavar la afrenta nacional y la humillación de su rey, y levanta como por encanto tres grandes ejércitos y dos respetables armadas, y los arroja simultáneamente sobre Guipúzcoa, sobre Rosellón y sobre Italia. Pero el primero se deshace como el hielo a los ardores del sol antes de cruzar el Pirineo. Contra el segundo desplegan Isabel y Fernando, la una su actividad administrativa, el otro su energía de guerrero. Castilla y Aragón pelean ya como una nación sola, y los franceses son rechazados de Salsas y perseguidos por la espada de Fernando hasta Narbona, mientras una borrasca inutiliza su flota de Marsella. Libre la península española, las dos naciones rivales vuelven a medir sus fuerzas en los bellos campos de la desgraciada península italiana. Poca gente tiene allí España; pero no importa, está allí el Gran Gonzalo. El que una vez había quebrantado el poder de la Francia con estarse quieto en Barletta, le vuelve a quebrantar con permanecer inmóvil en los pantanos de Minturna. Gonzalo enseña a sus soldados que se puede vencer sin pelear. Gonzalo enseña al mundo que la paciencia puede ser la victoria, y le enseña también hasta dónde raya el sufrimiento del soldado español. El Gran Capitán comprende que debe luchar primero contra los elementos, si ha de vencer después a los hombres. No conocemos figura de guerrero más digna, más impasible, más imponente que la de Gonzalo de Córdoba en las lagunas del Garillano. Cuando Gonzalo se decide a sacar a sus pocos españoles de aquellos cenagosos lodazales, es para rematar con la espada al enemigo que había quebrantado con la paciencia. La obra de las lagunas de Minturna se acaba en las alturas del monte Orlando. La Francia queda otra vez humillada: el temerario y orgulloso Luis XII sucumbe a firmar la paz de Lyon, y reconoce a Fernando de Aragón por rey de Nápoles; y la magnánima Isabel de Castilla muere aquel año agobiada de pesares domésticos, pero con la satisfacción de dejar a su esposo y a sus hijos una corona más, ganada por su predilecto amigo Gonzalo Fernández de Córdoba.
V
Una reina privada de razón y un príncipe escaso de juicio suceden a la reina más discreta y más sensata que ha ocupado el trono de Castilla. Felizmente el reinado de Juana y de Felipe pasa como una sombra fugaz, sin que sirva sino para que los castellanos conozcan y lamenten más lo que han perdido con Isabel y para que aprendan a apreciar mejor lo que al menos les ha quedado con Fernando.
Nombrado regente de Castilla el rey de Aragón mientras él ha pasado a Italia a organizar el gobierno de Nápoles, hace desear su presencia a los castellanos para mejor subyugar después a los magnates que se le han mostrado adversos. Dueño de Castilla como regente de este reino, y de Sicilia y Nápoles como rey de Aragón, hace de España la nación más poderosa de Europa, y sigue siendo el alma de la política europea: política egoísta, dolosa y falaz como era la de aquel tiempo, en que nadie obraba de buena fe; y en que salía más ganancioso el que era más astuto. La liga de Cambray no fue sino una inicua conjuración de cuatro potencias para repartirse los despojos de otra que pasaba por amiga, pero que no les cedía en inmoralidad. Deshecha esta liga por el mismo interés individual que la había dictado, concertóse otra que se llamó Santísima, por el papa que la inició y por el objeto religioso en que ostensiblemente se fundaba, pero que no teniendo de santa sino la apariencia y el nombre, en su fondo no era menos injusta que la primera. España hacía el principal papel en todas estas alianzas interesadas. Conjurábanse todos contra Venecia so color de ser una república mercantil, egoísta y rapaz. La calificación no era inexacta. Pero todos, así Luis XII de Francia como Maximiliano de Austria, como Fernando de España, y como el mismo papa Julio II, todos se aliaban con la república mercantil cuando a sus intereses convenía, aunque fuese contra los amigos del día anterior.
La víctima de tan varias y tan inmorales confederaciones era siempre la desgraciada Italia, teatro escogido por las grandes potencias rivales para ventilar sus cuestiones en el rudo tribunal de las batallas. En vez de fertilizador rocío, regaba y enrojecía las amenas campiñas de Rávena, de Novara y de Vicenza la sangre de franceses, de suizos, de alemanes, de españoles y de italianos, para ver quién había de quedar dueño y señor del país de la cultura, de las letras y de las bellas artes.
En efecto (y es observación que inspira lamentables reflexiones), la Italia era el país en que habían hecho más progresos los conocimientos humanos, la literatura, la industria, todas las artes de la vida civil y social, todos los adelantos intelectuales: era la patria de Ariosto y de Miguel Ángel; era el país de la elegancia y del buen gusto, del saber y del genio; era el centro de la civilización. Mas por una deplorable fatalidad la antigua cuna de los Escipiones y de los Escévolas lo era ahora de Maquiavelo y de César Borgia. La sensualidad, el egoísmo, la inmoralidad más refinada habían reemplazado a las severas virtudes de sus mayores. El patriotismo había desaparecido, no había espíritu de nacionalidad, las instituciones políticas habían perdido su fuerza, dividida estaba en pequeños estados envidiosos unos de otros, faltaba un centro de unión, y Roma que podía haberlo sido participaba por desgracia de la corrupción general. La Italia, en parte no sin fundamento, llamaba bárbaras a las otras naciones, como cuando Roma era la señora del mundo: mas ahora las naciones bárbaras hicieron presa y escarnio de la nación débil, y los guerreros de Europa se burlaban de los literatos y artistas de Italia. Y sin embargo, la nación oprimida civilizaba a las naciones opresoras.
El resultado material y político de aquellas alianzas y de aquellas guerras para España fue ganar el rey de Aragón en habilidad y sutileza a todos los príncipes, vencer las armas españolas a las de otras naciones, arrojar por tercera vez del suelo italiano a los franceses y quedar España dominando en Italia. Pero Luis de Francia y Fernando de España dejaron en aquellos países ancho campo abierto a las sangrientas rivalidades de sus sucesores Francisco I y Carlos V.
VI
Las conquistas de Aragón en Italia en este reinado no nos maravillan. Ya desde el siglo XIII había enseñado Pedro III el Grande a los aragoneses el camino de Sicilia, y Alfonso V el Magnánimo a principios del XV les había franqueado la vía de Nápoles. Los reyes de Aragón habían sido ya soberanos de las dos Sicilias, y Fernando el Católico no hizo sino reconquistar lo que había sido patrimonio de sus mayores. Lo que nos asombra más es el ensanche que toma Castilla.
Castilla, concentrada en sí misma por espacio de siglos y siglos, la primera vez que rompe los límites naturales que la circunscriben es para extender su dominación a esa remotísima e ignorada parte del globo que se llamó América. La segunda vez que se arroja fuera de sí misma es para hacerse dueña de una gran porción de esa otra parte del orbe ya conocido que se nombra África. Franqueando primero el Océano y cruzando después el Mediterráneo, la bandera de los castillos y los leones, respetada ya en Europa, va a ondear con orgullo en América y en África. A los pocos años de haber sido arrojados los africanos del suelo español, les han sido arrancadas las mejores posesiones del suyo. La cruz que los sarracenos vieron brillar con asombro en el palacio árabe de Granada, la ven resplandecer a poco tiempo con espanto en los torreones y adarves de Mazalquivir, de Orán, de Bujía, de Argel, de Tremecén y de Trípoli.
El cardenal Cisneros rindiendo las fortificaciones de Oran nos trae a la imaginación la gran figura de Josué abatiendo los muros de Jericó. El sumo sacerdote español cruzando las aguas del estrecho al frente de una armada cristiana, arengando a los soldados de la fe desde lo alto de una colina de África, orando en el santuario de Mazalquivir mientras las trompetas de los guerreros castellanos retumban por los valles y cerros de la costa berberisca, y marchando con la cruz en procesión solemne a tomar posesión de la plaza ganada a los sarracenos, representa al jefe del pueblo hebreo cruzando las aguas del Jordán, marchando por el desierto, haciendo celebrar la pascua a los soldados, llevando el arca santa y circundando al son de las trompetas la ciudad de los amalecitas hasta hacer desplomar sus murallas. De uno a otro suceso mediaron treinta siglos: la mano que los dirigió era la misma.
Lo demás lo hizo el conde Pedro Navarro con los veteranos de Italia formados en la escuela del Gran Capitán. España enseñoreó las dos riberas opuestas del Mediterráneo, y las flotas españolas servían como de puente entre Europa y África.
El desastre de los Gelbes que atajó los progresos de las armas cristianas en Berbería, se debió a un imprudente arrebato de fogosidad de un noble y valeroso caudillo castellano. Faltó a don García de Toledo en los abrasados arenales de la isla africana la paciente parsimonia de Gonzalo de Córdoba en las frías lagunas del Garillano. Malogrose la conquista de África, por tener Fernando relegado en injusto destierro al Gran Capitán. Esta falta, hija de su carácter suspicaz y receloso, es una de las que no pueden perdonarse a Fernando de Aragón.
VII
Dominaba ya la monarquía castellano-aragonesa en los tres grandes continentes del globo, y aun había dentro de la península española un diminuto reino, en otro tiempo grande, pero ahora punto casi imperceptible en la inmensa carta geográfica de las posesiones españolas, y que sin embargo estaba siendo un estorbo al complemento de la grande obra de la unidad. El pequeño reino de Navarra, enclavado entre Francia y España, francés por sus últimas relaciones y enlaces, pero español por su origen, por su lengua, por sus costumbres, por su situación geográfica, estaba destinado a refundirse tarde o temprano en la gran monarquía española. La ley de la unidad tenía que cumplirse, y una combinación de circunstancias, de que supo aprovecharse hábilmente Fernando, vino en ayuda de la ley de la naturaleza en esta época de general reorganización de la sociedad española.
Imposible sería negar a Fernando el mérito de la destreza con que supo conducirse como político y como guerrero en la conquista de Navarra y en su incorporación a la corona de Castilla. Los compromisos en que acertó a colocar a Juan de Albret para aprovecharse de sus ligerezas e imprevisiones, la habilidad con que hizo servir a sus planes los intereses de la Santa Liga, la oportunidad con que se valió de la jurisprudencia económico-política de aquel tiempo para legalizar su empresa con una bula pontificia, la astucia con que se manejó con los reyes de Francia y de Inglaterra, la política que usó con los mismos navarros confirmándoles sus fueros para atraerse sus voluntades, y nombrándose primero Depositario para acabar por llamarse Rey sin repugnancia de los sometidos, todo contribuyó a dar tal color de legitimidad a la conquista y a la incorporación, que su misma conciencia llegó a sentirse tranquila hasta en el artículo de la muerte, y aunque hubo reclamaciones posteriores y la cuestión se renovó muchas veces, nunca aquellas pudieron fundarse en buen derecho, y Navarra quedó para siempre refundida en la corona de Castilla como una provincia española.
VIII
¿Qué faltaba ya a España para alcanzar su unidad completa? Restaba solo Portugal, esa joya en mal hora dejada arrancar en el siglo XII de la corona de Castilla. ¿Quedaba Portugal desmembrado de España por culpa de los Reyes Católicos? Con harto afán habían procurado ellos su reincorporación, empleando para ello la más sabia y discreta política; pero siempre la Providencia frustró sus nobles y patrióticos designios. Con este fin habían hecho el enlace de la princesa Isabel de Castilla con el príncipe don Alfonso de Portugal. La muerte prematura y trágica del príncipe portugués fue el primer obstáculo a los planes de unión de los monarcas españoles. A igual objeto se encaminó el segundo enlace de Isabel con el rey don Manuel de Portugal. Mas cuando ya estos dos esposos habían sido reconocidos por las cortes castellanas como herederos de la corona de Castilla, el desgraciado fallecimiento de la hija de los Reyes Católicos vino a llenar de amargura a su esposo y a sus padres, y de aflicción a los dos reinos. Quedaba no obstante, para consuelo de todos, el fruto de aquel matrimonio, el tierno príncipe don Miguel, en quien todos miraban con placer el símbolo de la completa y apetecida unidad de la gran monarquía española. Veíase realizado, aunque en lontananza, el pensamiento de los Reyes Católicos. Jurado estaba ya el príncipe en las cortes de Portugal, de Castilla y de Aragón, como sucesor y heredero legítimo de los tres reinos con universal beneplácito, cuando la Providencia se opuso otra vez al laudable intento de aquellos monarcas, llevando precozmente al cielo al tierno niño a quien tan halagüeño porvenir parecía estar reservado en la tierra. La voluntad divina contrarió en este punto la voluntad y los esfuerzos humanos, y Portugal quedó separado de Castilla, solo requisito que faltó al complemento de la unidad española.
¿Deberá por esto desconfiarse de que se cumpla en España el destino que la geografía parece haber trazado a los pueblos? Creemos que no. Un monarca español hizo después por las armas lo que los Reyes Católicos no pudieron alcanzar por la política. Pero la unión de Portugal hecha con ejércitos no sirvió sino para perderle después, dejando más vivas las rivalidades y los odios entre los dos pueblos. Cuando pensamos en que Fernando e Isabel, conquistadores de Granada, de América, de África, de Nápoles y de Navarra, no intentaron la conquista de Portugal por la violencia sino la incorporación por los enlaces, parece que quisieron enseñar a las generaciones futuras el camino suave por donde algún día se verá marchar al término de la unidad material y política de la península española.
IX
Hasta aquí no hemos hecho sino bosquejar el inmenso ensanche que tomaron los dominios españoles, y las relaciones en que entró esta nación con el resto del mundo. Réstanos trazar en breves rasgos su trasformación interior en los diversos elementos que constituyen la vida social de un pueblo.
Convertir en sumisa y dócil una nobleza turbulenta y procaz, hacer de magnates rebeldes auxiliares fieles del trono, volver el mejor ornamento de la majestad a los que antes más la habían escarnecido, reducir aquellos guerreros díscolos a generales obedientes, trocar en celosos servidores del Estado y de la autoridad real a tantos soberbios reyezuelos, lograr que señores tan opulentos y avaros consintieran resignados, ya que no gustosos, en la revocación de las mercedes que los privaba de tan pingües rentas, cercenar a los orgullosos próceres añejos privilegios sin excitar turbaciones, celebrar cortes con solo el estado llano sin reclamación de la clase aristocrática, alcanzar que muchos de aquellos altivos señores de vasallos dejaran los alcázares por las aulas, y prefirieran los grados académicos a los viejos pergaminos, la toga a la espada, y las tranquilas glorias literarias a los ensangrentados laureles de los combates; fue una de las grandes obras de Fernando e Isabel, que pareció milagrosa, y fue debida a su prudente mezcla de dulzura y de severidad, de templanza y de rigor, de premio y de castigo. Muerta Isabel, una parte de aquella nobleza quiso recobrar con las armas su cercenada opulencia y sus menguados privilegios, pero sujetola Fernando con brazo fuerte; la mano de hierro de Cisneros la tuvo después enfrenada, y antes que ceder a sus pretensiones prefirió el adusto regente entregarla al despotismo de Carlos V.
Isabel necesitó apoyarse en el estado llano para robustecer la autoridad del trono, la mayor necesidad que habían dejado los débiles y corrompidos monarcas que la habían precedido, pero lo hizo con mesura. No convirtió la clase humilde en clase privilegiada, pero abrió al mérito, al talento y a la virtud los caminos de las riquezas y de los honores. Los hombres del pueblo podían llegar, y llegaron a ser doctores de las universidades, magistrados, consejeros, generales y obispos. Las leyes mantenían separadas las clases, pero el mérito podía nivelar a los individuos. Cuando se vio a un hombre del pueblo, pobre fraile mendicante, ser llamado al confesonario de la reina, y ensalzado después a la silla primada de España, reservada siempre a eclesiásticos de noble alcurnia, y que acababa de dejar un prelado de la más alta aristocracia de Castilla, se comprendió que no había puesto a que no pudieran arribar el talento y la virtud. Este hombre no ciñó la corona regia, porque no podía, pero llegó a ser regente del reino, nombrado por un monarca descendiente de treinta reyes; cosa desoída en los anales españoles.
Mientras en otras naciones de Europa se levantaba la fuerte muralla del despotismo, en lo cual nos precedieron, como nosotros las habíamos precedido en el establecimiento de las libertades públicas, en España se respetaban los fueros populares, las Cortes eran llamadas a hacer las leyes, y más de una vez, con aquiescencia de la nobleza, se reunió solo el estamento popular. El mismo Fernando, menos adicto que Isabel a estas reuniones, nunca se negó a congregarlas, ni dejó de someterse a sus prerrogativas. Si en los últimos años del reinado de Isabel fueron convocadas con alguna menos frecuencia y se publicaron pragmáticas sin el concurso de los estamentos, el pueblo descansaba en la justicia de su reina, y descansaba porque veía que iban encaminadas al bien público. Tan pronto como el cetro de Castilla pasó a manos de don Felipe y doña Juana, las Cortes de Valladolid pidieron que no se hiciesen ni se renovasen leyes sino en Cortes. Faltó al pueblo la confianza, y reclamó sus derechos.
La administración de justicia recibió una mejora incalculable con el establecimiento y organización de las chancillerías. La creación de los diferentes consejos fue la primera aplicación del fecundo principio de la división del trabajo a la ciencia de gobierno. Las consideraciones y recompensas dadas a los jurisconsultos y letrados crearon una clase media honrosa y acomodada, en que se confundieron las jerarquías; ya no se desdeñaban los nobles de descender al estudio, nuevo para ellos, de la legislación, y a ganar los honores de la magistratura; y los hombres del pueblo se estimulaban a subir a la elevada posición de magistrados, si otro estímulo hubieran podido necesitar que el de ver a la reina presidiendo a los tribunales. Las ordenanzas reales de Montalvo y las pragmáticas de Ramírez manifiestan la solicitud de aquella gran reina por perfeccionar en lo posible y dar unidad a la embrollada legislación de Castilla, y lástima grande fue que no pudiera realizarse su pensamiento de hacer una general compilación de todas las leyes y reducirlas a un solo código. El gran número de las que se insertaron en la Recopilación que dos reinados más adelante se hizo, demuestra con cuanto acierto habían los Reyes Católicos acomodado sus providencias a las necesidades de actualidad, y aun a las que empezaban a nacer del espíritu de la época.
Lo que influyó la prodigiosa multitud de ordenanzas, pragmáticas y provisiones de los Reyes Católicos en el restablecimiento del orden público, en el acrecimiento de las rentas de la corona, en la economía de los gastos del Estado, en el fomento de la agricultura, de la industria, del comercio, de todas las fuentes de la riqueza pública, en la moralidad de las costumbres, en la instrucción y cultura del pueblo, en la navegación, en la milicia, en todas las artes, lo dejamos ya expuesto en los capítulos que consagramos expresamente a estas materias en el precedente libro.
¿Tendremos necesidad de decir que en algunas medidas económicas de este reinado hubo menos acierto que celo, y que varias de las que se juzgaron más provechosas descubrió el tiempo de haber sido graves errores económicos? Y sin embargo, muchas de las que más se censuran pueden bien disculparse, ya que no justificarse, con el espíritu de la época y con la práctica general de otras naciones. Si las leyes restrictivas servían más de embarazo que de desarrollo al comercio, no hay sino ver la Colección de Estatutos de Inglaterra, de esa nación que marchó después a la cabeza de los adelantos mercantiles, y se hallarán muchas leyes de aquella época, y aún de otras algo posteriores, tal vez más restrictivas que las de Fernando e Isabel. Si en las leyes de Toro se encuentra la perjudicial jurisprudencia de las vinculaciones y mayorazgos, causa del empobrecimiento del país y de la decadencia de la agricultura, compárese con la jurisprudencia feudal, mil veces más funesta, que se mantenía en otras naciones. Y en cambio de aquellos errores acaso ningún país en aquel tiempo tuvo una legislación en que se caracterizara tanto el espíritu de progreso como en la de España. La uniformidad de pesos y medidas en todo el reino, las providencias dirigidas a la extinción de los monopolios, las concesiones a extranjeros para estimularlos a domiciliarse en el país, las mejoras de caminos, canales, puertos y otras obras para facilitar las comunicaciones por tierra y por mar, el ornato público de las ciudades, todo mostraba la tendencia de los Reyes Católicos a avanzar por la vía del progreso social.
Por más que la expulsión de los judíos perjudicara a la industria y al comercio, no creemos deber contar esta medida entre los errores económicos de este reinado. No podía ocultarse al claro talento de Fernando e Isabel el daño y disminución que a la riqueza pública había de causar la proscripción en masa de aquella población industriosa. Lo que sin duda hicieron fue sacrificar a sabiendas los intereses temporales al pensamiento religioso que formaba la base del pensamiento político, y a este sacrificio los empujaba además la fuerza de la opinión y el espíritu del pueblo. Cuanto más que la expulsión de la raza hebrea no fue una medida exclusiva del gobierno de España. Arrojada fue también, y con mucha más crueldad, de Portugal, de Italia, de Francia y de Inglaterra. La diferencia está en que los judíos volvieron con el tiempo a ser admitidos y tolerados en otras naciones, y España les cerró sus puertas para siempre.
Mejor podría contarse entre los verdaderos errores económicos de que no se eximió la reina Isabel, si por otros medios no le hubiera hecho provechoso, el afán de las leyes suntuarias para la reforma del lujo, providencias que o no surtían efecto ni remediaban nunca el mal, o producían otro mayor y no menos contrario a la intención del legislador, ya dando un valor artificial y más elevado a los objetos prohibidos, ya haciendo que los hombres buscaran otro campo en que hacer esos alardes de ostentación y de vanidad a que es tan propensa la flaqueza humana.
En verdad el desmedido lujo que se había desarrollado en España en los siglos XIV y XV y que formaba tan lamentable contraste con la miseria pública de aquellos tiempos, exigía de necesidad ser contenido y reformado. El lector recordará el triste cuadro que en el cap. XXIII del penúltimo libro presentamos del lujo escandaloso, loco y extravagante, que en los reinados de Enrique III, de Juan II y de Enrique IV, se ostentaba en los trajes, en las mesas, en los espectáculos, en los festines, en las empresas caballerescas, en las bodas, en los bautizos, en las misas, y hasta en los entierros: aquella profusión, aquellos dispendios, aquel desperdicio en los manjares, en las preseas y en las galas, en que se sacrificaba la fortuna o la subsistencia de mil familias, o al lucimiento de un día o al vano deleite de algunas horas; lujo que naturalmente producía molicie y afeminación, relajación y corrupción en las costumbres, envidias y aspiraciones inmoderadas en todas las clases, vicios y desarreglos en la corte y en las aldeas, miseria y penuria en el pueblo, apuros y descrédito en el gobierno, descontento, quejas y demasías en los gobernados.
Imposible era que no intentaran poner fuertes correctivos a tan inmoderado y pernicioso lujo monarcas tan económicos, tan sobrios y tan modestos como Fernando e Isabel: como Isabel, que vestía las camisas hiladas por su mano; como Fernando, que renovaba más de una vez las gastadas mangas de un mismo jubón. De aquí las varias pragmáticas y provisiones suntuarias expedidas en diversas épocas en Barcelona, en Segovia, en Burgos, en Sevilla, en Granada y en Madrid, sobre telas de seda, de oro y de brocado, sobre joyas, tocados y adornos en los trajes, en los espectáculos, en el menaje de las casas, sobre jaeces de caballos y su uso, sobre limitación de gastos en bodas, en bautizos, en estrenos de casas, en misas nuevas, en lutos y funerales, todas encaminadas a moderar la profusión, a corregir el despilfarro y contener la loca vanidad de que nacían.
Si Fernando e Isabel se hubieran limitado a la promulgación de leyes suntuarias para la represión del desenfrenado lujo que hallaron dominando en todas las clases del reino, probablemente sus providencias hubieran sido tan ineficaces y tan infructuosas como todas las de igual índole de los reinados anteriores. Pero estos prudentes monarcas no se circunscribieron a publicar pragmáticas y leyes, sino que les dieron fuerza y vigor con el eficacísimo y saludable medio del ejemplo en sus propias personas. Isabel, sin faltar a la magnificencia que en ocasiones solemnes exigían, o la dignidad real, o el justo júbilo de los pueblos en los faustos acontecimientos, como las recepciones de los embajadores extranjeros (que en aquel tiempo, como cosa nueva, se hacían con gran ceremonia), los nacimientos y bodas de los príncipes, o la celebridad de un hecho brillante y de gloria nacional, en su método ordinario de vida reducía sus gastos y los de su familia y palacio a lo que indispensablemente requería la calidad de las personas, a lo puramente decente y honesto. Indiferente al regalo, enemiga del boato y de la ostentación, los atavíos de su traje eran modestos y sencillos; y en las fiestas que se dieron a los embajadores franceses en Barcelona, ni ella ni sus damas estrenaron vestidos, y no se desdeñaba de confesar que se habían presentado con los mismos que les habían visto ya otros embajadores franceses. El gasto diario en la real casa era tan frugal que se sabe importaba la décima parte de la suma a que subió más adelante el de su nieto Carlos V. Quien estaba siempre dispuesta a empeñar sus ricas alhajas para la guerra de los moros, y para la empresa de Colón; quien las distribuía después entre sus hijas y las esposas de sus hijos cuando tomaban estado, harto mostraba su generoso desprendimiento, y el poco atractivo que tenían para ella estos signos de opulencia, de vanidad o de lujo. Las damas de su corte seguían su ejemplo, y no era perdido para las demás clases, porque nunca es perdido el ejemplo que viene de lo alto.
Poco dada a distracciones y espectáculos, hizo cesar principalmente aquellos que además de una vana y dispendiosa ostentación se ejecutaban con cierta peligrosa ferocidad, como los torneos con arneses de guerra y lanzas de puntas aceradas, y como las corridas de toros, de las cuales decía ella misma: «De los toros... propuse con toda determinación de nunca verlos en toda mi vida, ni ser en que se corran.» Lo que había de gastar en costosos espectáculos de mero recreo, lo invertía en la construcción de hospitales o iglesias, de colegios, caminos, puentes o mercados.
A la severa parsimonia de los Reyes Católicos sucedió la dispendiosa etiqueta heredada de los duques de Borgoña, y la pomposa magnificencia de los príncipes de la casa de Austria; y las prudentes economías de Fernando e Isabel vinieron a ser un honroso, pero harto breve paréntesis, entre las locas prodigalidades de Enrique IV y las ceremoniosas profusiones de Carlos V. A los dos años de haber venido a España el austriaco, ya le suplicaban las Cortes de Castilla «que ordenase su casa en la forma y manera que la habían tenido los Reyes Católicos, sus abuelos.»
X
Siendo el principio religioso el que unido al de independencia y libertad había inflamado el corazón de los españoles, y armado sus brazos y mantenido su maravillosa perseverancia para luchar sin cansarse por espacio de ocho siglos, naturalmente tenía que ser también el alma de la política y el móvil de las acciones de unos monarcas que merecieron del jefe de la Iglesia el sobrenombre de Católicos, que trasmitieron a sus sucesores como una preciosa vinculación.
¿Correspondió siempre en Fernando al principio religioso la práctica de las virtudes cristianas? Al examinar, no ya sus acciones de hombre, que pudieran estar fuera de nuestra jurisdicción, sino sus actos de rey, la severidad histórica nos ha obligado más de una vez a ejercer una censura que no nos es grata, a vueltas de las muchas y bien merecidas alabanzas que con sincero placer hemos tributado al esposo de Isabel, como rey de Aragón y de Nápoles, y como regente de Castilla. Jamás en Isabel hemos dejado de hallar en perfecta armonía el principio religioso con el ejercicio práctico de las virtudes evangélicas en toda su extensión y sin mezcla de hipocresía.
Permítasenos aquí, siquiera nos expongamos a traspasar las atribuciones del historiador, dejar consignada una idea que mucho tiempo hace abrigamos. Al examinar la vida de Isabel desde su cuna de Madrigal hasta su sepulcro de Medina del Campo, y al ver que a la luz de la más escrupulosa investigación no se descubre un solo acto de su vida pública y privada que no sea de piedad y de virtud, sentimos de corazón que no nos sea dado añadir a tantos gloriosos títulos como podemos aplicarle, el más honroso y venerando de todos los timbres, y confesamos no comprender cómo no se halla el nombre de la reina Isabel de Castilla en la nómina de los escogidos, al lado de los de San Hermenegildo y San Fernando.
También el pueblo español conservaba puro el principio religioso. Mas con la creencia religiosa pueden por desgracia coexistir, por una parte la superstición y el fanatismo, por otra la relajación y licencia de las costumbres, y de todo había en el pueblo español al advenimiento de aquellos reyes. A morigerarle con las leyes y con el ejemplo propio se dirigieron los esfuerzos de los dos monarcas, principalmente de la reina Isabel, y de haberlo en gran parte conseguido hemos visto repetidas pruebas en la historia.
El clero, natural depositario de la fe, se había contaminado como las demás clases, y participaba de la general corrupción. Isabel, educada en las máximas de la más rígida moral, piadosa por inclinación y por sentimiento, sinceramente devota, severa en el cumplimiento de sus deberes religiosos de mujer y de reina, profundamente respetuosa de la dignidad del sacerdocio, protectora de los eclesiásticos virtuosos e ilustrados, a quienes buscaba y encumbraba, pero inexorable con los que empañaban con los vicios su alto ministerio, a los cuales corregía con dureza o castigaba con rigor; dulce por carácter, pero enérgica por convicción y por deber, Isabel hizo de un clero disipado un clero ejemplar, y una mujer joven obró una revolución saludable en la iglesia española que no hubiera podido esperarse sino de un consumado pontífice. La reforma de las órdenes monásticas ejecutada por Isabel y por el virtuosísimo Cisneros, es una de las más bellas páginas de este reinado.
Nunca, sin embargo, consintieron los dos monarcas ni que el clero de España ni que la corte misma de Roma se intrusaran en las atribuciones de la potestad civil. Igualmente celosos ambos del mantenimiento de las regalías de la corona, igualmente cuidadosos de que nadie traspasara la conveniente línea divisoria del sacerdocio y el imperio, y de que se diera a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César, en cuantas ocasiones observaban o actos o aspiraciones en la Santa Sede con tendencia o menoscabar el regio patronato de la iglesia, española o a invadir el terreno de los poderes temporales, jamás dejaron de oponerse con igual firmeza y energía. Con la misma resolución en este punto, la diferencia entre Fernando e Isabel solía estar solo en la forma de la manifestación según la condición de sus genios. Isabel resistía las pretensiones del pontífice con entereza, pero con respetuosa dignidad: el vigor de Fernando degeneraba en casos dados en dureza. Isabel, defendiendo su prerrogativa en el negocio del obispado de Cuenca, y siendo sus reclamaciones desestimadas por la Santa Sede, prescribía a sus súbditos que saliesen de Roma, y ordenaba al legado pontificio que evacuase la España: Fernando, ofendido del pontífice en el negocio de la cava, mandaba al virrey de Nápoles que hiciera enforcar al cursor del papa{1}.
Con estas ideas parece extrañarse más que los Reyes Católicos fuesen los fundadores de la Inquisición, y los expulsadores de los judíos y los moriscos, esto último contra lo pactado en solemnes capitulaciones. Ciertamente sería más consolador no tener que mencionar tales actos que haber de buscar razones para excusarlos en lo posible. «Mas con el principio religioso, decíamos poco há, pueden por desgracia coexistir la superstición y el fanatismo.»
«Apresurémonos, dijimos en nuestro Discurso preliminar, a hacer la Inquisición obra del siglo, producto de las ideas que había dejado una lucha religiosa de ochocientos años, hechura de las inspiraciones y consejos de los directores espirituales de la conciencia de Isabel, a quienes ella miraba como varones los más prudentes y santos, de la piedad misma y del celo religioso de la reina. El siglo dominó en esto aquel genio, que en lo demás había logrado dominar al siglo. Quiso hacer sin duda una institución benéfica, y levantó, contra su intención, un tribunal de exterminio.» No olvidemos, añadimos ahora, que diez años antes de subir al trono Isabel de Castilla, el pensamiento de la creación de un tribunal inquisitorial era ya una idea popular en el reino y se hizo una tentativa para establecerle. El haberse visto envuelta y arrastrada por el torrente de una opinión, podrá ser una lamentable desgracia, mas nunca será un crimen.
De la proscripción de la raza judaica hemos dicho lo bastante en el número IX de estas consideraciones.
¿Entró en la intención de los Reyes Católicos faltar a lo capitulado en la Vega de Granada, bautizando por fuerza a los moros rendidos y arrojándolos del suelo español? No hay sino recordar aquellas palabras que les dirigían desde Sevilla. «Sepades que nos es fecha relación que algunos vos han dicho que nuestra voluntad era de vos mandar tornar e haceros por fuerza cristianos: e porque nuestra voluntad nunca fue, ha sido, ni es que ningún moro tornen cristiano por fuerza, por la presente vos aseguramos e prometemos por nuestra fe e palabra real, que no habemos de consentir ni dar logar a que ningún moro por fuerza torne cristiano: e Nos queremos que los moros nuestros vasallos sean asegurados e mantenidos en toda justicia como vasallos e servidores nuestros.»– «Sed ciertos, les repetía Isabel en otra carta que el Rey mi Señor e Yo vos mandaremos tener en justicia e paz e sosiego, e si necesario es, de nuevo por esta mi carta os aseguro por mi fe e palabra real que el Rey mi Señor e Yo no consentiremos ni daremos logar que ninguno de vosotros ni vuestras mujeres e fijos e nietos sean tornados cristianos por fuerza contra sus voluntades, antes queremos e es nuestra merced que seáis y sean guardados e mantenidos en toda justicia como buenos vasallos nuestros, según que en la dicha carta del Rey mi Señor e mía es contenido.»
¿Cómo se concilia con tanta piedad, con tan solemnes palabras, y con tan humanos y generosos sentimientos, el quebrantamiento de la capitulación, los bautismos forzosos y la ruda expulsión de los moriscos? Si tal vez estos mismos no fueron los primeros a romper las condiciones del pacto rebelándose contra sus nuevos señores, así les fue persuadido a Fernando e Isabel. La exaltación de los ánimos, consecuencia de una guerra porfiada, hizo lo demás.
Si el fanatismo tuvo parte en aquellas crueles medidas, ¿será cosa que deba asombrarnos? Todavía a fines del siglo XVI un obispo español (el de Orihuela), comentando los libros de los Macabeos, escribía y enseñaba que cualquiera podía quitar impunemente la vida a los herejes, infieles y renegados; que los reyes de España debían exterminar a los moros, o a lo menos echarlos de sus dominios; ponía en cuestión si los hijos podían asesinar a sus padres herejes o idólatras, y tenía por lícito y corriente hacerlo con los hermanos, y aun con los hijos. Si un prelado tenía estas ideas y enseñaba estas máximas a fines del siglo XVI, ¿cuántos las tendrían y enseñarían a principios del mismo siglo?
Sepamos hacer apreciación de las ideas y del espíritu de cada época.
XI
Hácese a los españoles y a sus reyes, a la nación en general, dos gravísimos cargos, uno moral, otro económico, sobre una materia, en que si bien los mayores abusos y errores se refieren a los reinados siguientes, indudablemente tuvieron principio en el de los Reyes Católicos; a saber, las crueldades cometidas por los españoles con los habitantes del Nuevo Mundo, y su funesto sistema de administración colonial.
Hay por desgracia en el primer cargo una buena parte de verdad, pero hay también por fortuna una buena parte de exageración. ¿Cómo hemos de negar que los españoles no trataron a los indios con la consideración que la humanidad, la religión, y hasta su interés propio les prescribían? ¿y que en vez de conducirse con ellos como civilizadores benéficos se condujeron como rudos conquistadores? Desgraciadamente se aunaron para esto las dos pasiones que endurecen más el corazón humano, el fanatismo y la codicia: el fanatismo engendrado por la lucha religiosa de tantos siglos, y la codicia excitada por las riquezas mismas de aquel suelo. La idea fatal, entonces muy común, de que era lícito disponer de las vidas de los infieles, y la sed de oro que aquejaba a los aventureros que iban a la conquista del Nuevo Mundo, los concitaba a hacer de los desgraciados indígenas meros instrumentos de explotación para su enriquecimiento. Esto es verdad, aunque verdad que está muy lejos de poder ser aplicada a los españoles solos. Pero también lo es que el tiempo ha venido a patentizar hasta qué punto se han abultado los excesos y demasías de los españoles en las regiones del Nuevo Mundo. No hay ya hombre de sano criterio que no considere como evidentemente exageradas las terroríficas relaciones de crímenes, el espantoso catálogo de horrores y las declamaciones hiperbólicas del célebre Fr. Bartolomé de las Casas y de los misioneros dominicos; de aquellos dominicos que después de haber encendido en España las hogueras de la Inquisición, se constituyeron en América en apóstoles de la humanidad, desplegando allá una especie de fanatismo humanitario en favor de los infieles del Nuevo Mundo, casi tan extremado como había sido aquí su fanatismo religioso contra los infieles del Mundo Antiguo. Las relaciones del padre Las Casas han sido el arsenal de donde los escritores extranjeros han tomado las armas con que tan sin piedad nos han herido; y los accesorios horribles con que el religioso español creyó deber sobrecargar su historia, tal vez buscando por la exageración el remedio, han hecho más daño a la fama de los conquistadores de América que el fondo de verdad que hubiera en sus excesos.
Sabido es sin embargo y confesado por todos, incluso el mismo historiador dominicano, que aquellas demasías y crueldades no comenzaron sino después del infausto suceso de la muerte de la reina Isabel. Mientras vivió esta magnánima reina, los naturales de la India tuvieron en ella una amiga constante y una protectora eficaz. Siendo todo su afán la civilización de los habitantes del Nuevo Mundo por la doctrina humanitaria del Evangelio, y su propósito el de hacer de los indios ciudadanos españoles y no siervos, súbditos y no esclavos, jamás salió de su boca ni palabra, ni ordenanza, ni ley, sino para mandar que los colonos de América fueran tratados con la mayor dulzura y consideración; hasta en sus últimos momentos se acordó de sus infelices indios, y al despedirse del mundo les dirigió su postrera mirada de piedad, que para gloria suya quedó consignada en su testamento. Hay motivos para creer que al mismo Fernando se le ocultaron los excesos que comenzaron después. El regente Cisneros quiso ya remediarlos y mejorar la condición de los indios. ¿Pero era fácil a tan inmensa distancia?
El segundo cargo encierra también una grande y triste verdad. España no supo aprovecharse de las inmensas riquezas con que la brindaba la posesión de las feracísimas e ilimitadas regiones conquistadas por Colón y sus sucesores. Mejor diremos que tuvo el funesto don de empobrecerse con la superabundancia de la riqueza. Como un arroyuelo primero, y como un copioso río después, venía el oro y la plata de las fecundísimas minas de aquellas colonias. Inundando la España estos preciosos metales, y estancándose en su seno como una laguna sin desagüe, la nación, al parecer, más rica de Europa, padecía una especie de plétora que la mataba, y se encontró pobre en medio de la opulencia, como el avaro rey de la fábula.
Creyendo los españoles, como entonces se creía comúnmente, que la mayor riqueza de un país consiste en la mayor abundancia de oro, descuidaron la riqueza positiva que tenían en la superficie de la tierra, y la iban a buscar en sus entrañas; sacaban de los subterráneos la plata y el oro, y los hombres quedaban sepultados en los subterráneos, ocupando el hueco de los metales que se extraían.
Veían que cuanto más abundaban el oro y la plata subían más los precios de los artículos de consumo, de los artefactos y de la mano de obra, y aun no comprendían que era menester dar salida al metal que los ahogaba, derramarle por Europa bajo todas las formas, en moneda, en muebles, en adornos y utensilios, y abrir en el mundo entero un vasto mercado en que consumir el sobrante de su oro y de su plata como una primera materia, de que hubieran podido hacer un monopolio inmensamente productivo. Al contrario, aplicando a los metales las fatales leyes restrictivas heredadas de sus abuelos, como a todos los demás productos, siguió prohibiéndose la extracción de oro y de plata lo mismo que en los tiempos en que su escasez pudo haber hecho conveniente la prohibición. En la ciencia económica, como en otras ciencias, un error engendra otro error. Y aplicando a las producciones y a las manufacturas para abaratarlas el mismo sistema prohibitivo, sucedía que no extrayéndose de España ni su oro ni sus productos indígenas, en vez de los remedios que buscaban, aumentaban los males: el valor del oro, que había de crecer, disminuía, y el de las mercancías, que había de abaratar, iba creciendo. De aquí la extinción de la actividad industrial, viniendo a ser la Península tributaria de la industria extranjera. Solo el interés individual buscaba instintiva y clandestinamente el equilibrio de la balanza mercantil, y el contrabando del dinero suplía en parte lo que no hacían las leyes.
Ni aun siquiera se supo establecer el oportuno comercio de cambio entre la metrópoli y las colonias, entre las producciones naturales e industriales del nuevo y del antiguo mundo, que por mucho tiempo hubiera podido monopolizar España.
¿Culparemos a Fernando e Isabel de estos errores económicos?
En primer lugar, Isabel, con noble corazón y con miras más altas que el interés y las ganancias materiales, había cuidado más de civilizar los indios que de explotar su suelo. En segundo lugar, Isabel, en los doce años que mediaron entre el descubrimiento de América y su muerte, harto hizo en procurar que los habitantes de las nuevas regiones participaran de la cultura, de los productos, de las artes y de las comodidades de la metrópoli, trasportando para aclimatar en aquel suelo las semillas alimenticias y los vegetales más preciosos de España, el trigo, el arroz, el lino, el cáñamo, el olivo y la viña; los animales que sirven de sustento al hombre, como las aves, el ganado de cerda, el lanar y el cabrío, y los que le ayudan al trabajo y laboreo de la tierra, como el buey, el asno y el caballo. Después de la muerte de la reina fue cuando se empezó a cuidar menos del fomento y prosperidad de las colonias que de satisfacer la codicia de los pobladores castellanos y de traer a la península cuanto oro y plata se pudiese, de cualquier modo y sin reparar en los medios. No estamos lejos de calificar de un error nacido de la mejor intención de Isabel el haber dejado en herencia a su esposo la mitad de las rentas de las Indias, que pudo ser un estímulo a la codicia de Fernando para hacer subir cuanto pudiese sus productos. Después fue cuando se reprodujo bajo el modesto nombre de encomiendas el sistema fatal de los repartimientos de indios que Isabel había desaprobado, y que fue una de las mayores causas de la despoblación de aquellos fértiles países, de la degradación y la ruina de sus naturales, de los malos tratamientos y crueldades de los españoles y del odio que contra estos se fue engendrando.
Pero dado que los monarcas erraran en el sistema de administración que impidió el desarrollo de la mutua prosperidad de la metrópoli y de las colonias, el error no era de ellos solos, era de todo el pueblo, era de las Cortes mismas, que acostumbradas a las leyes restrictivas de épocas anteriores, que constituían una especie de educación popular y tradicional, seguían proponiendo y abogando siempre por las medidas prohibitivas; y dos años después de la muerte de Fernando las Cortes de Valladolid, deplorando la subida diaria de los precios de los productos y artefactos de Castilla, y atribuyendo este mal a las remesas que se hacían a América, proponían como único remedio la prohibición de las exportaciones.
Tenemos no obstante dos observaciones que hacer, no en justificación, pero sí en disculpa de los errores y desaciertos de los reyes y del pueblo español en este reinado. Es la primera, la ignorancia de los verdaderos y más sencillos principios de economía política que generalmente había en aquel tiempo en todas las naciones. Hay verdades que hoy nos parecen muy palmarias, y que sin embargo tardaron en descubrirlas los hombres; tales son las de la ciencia económica, creación que podemos llamar de ayer, y que aún dista mucho de haber llegado a su perfección. El sistema restrictivo era el sistema de la edad media en toda Europa, y todo el mundo creía entonces que la mayor riqueza de una nación consistía en la mayor masa o suma de oro que poseyera. ¿Será, pues, justo asombrarnos de que lo creyera también la España?
Es la segunda, que los errores del sistema de administración colonial no hicieron sino comenzar en el reinado de los Reyes Católicos. El descubrimiento de América estaba muy reciente; apenas era conocido el continente americano; aun no se había podido prever la revolución monetaria y mercantil que las inmensas conquistas de Cortés y de Pizarro habían de producir en el mundo. Los mayores errores y males vinieron después, y el cargo pertenece más a los reinados sucesivos de los soberanos de la casa de Austria, precisamente cuando debía recogerse el fruto de las conquistas y cuando había ya más ilustración en materias económicas y mercantiles en Europa.
XII
Antes de terminar la reseña crítica de este fecundísimo reinado, no podemos dejar de tributar el homenaje de nuestra admiración y respeto, al mismo tiempo que en ello participamos de un justo orgullo nacional (que harto tendrá que sufrir en otras épocas), a esa multitud de esclarecidos varones que en este período dieron gloria, lustre y engrandecimiento a nuestra patria, con su valor, con sus virtudes, con su ciencia y su erudición, en casi todo lo que puede realzar una época y un pueblo.
Parecía que Fernando e Isabel poseían el privilegiado don de hacer brotar del suelo español los hombres eminentes, y el de atraer y apegar a él los que otros países producían, como un planeta que atrae otros astros formando en derredor de sí grupos luminosos que alumbran la tierra y embellecen el firmamento. Y es que si los malos monarcas son como los meteoros siniestros que esterilizan y secan, los buenos reyes son como el sol cuyo influjo fecundiza y produce. Porque no puede atribuirse a fenómeno casual la coexistencia de tantos hombres eminentes en todos los ramos como ilustraron este período.
¿Necesitaba España del valor de sus hijos y del arte militar para recobrar su antiguo territorio y ensanchar sus límites? Pues aparecían, ya simultánea ya sucesivamente, guerreros como Rodrigo Ponce de León, marqués de Cádiz, azote y terror de los moros granadinos; como don Alonso de Aguilar, el héroe caballeresco que acabó en Sierra Bermeja una vida sembrada de hechos heroicos; como Hernán Pérez del Pulgar, cuyas proezas, que parecen fabulosas, le dieron el sobrenombre de el de las Hazañas; como Francisco Ramírez de Madrid, a quien tantos adelantos debieron la artillería y la tormentaria; como Pedro Navarro, el conquistador de Orán, de Bugía y de Trípoli, que pudo pasar por el inventor de las minas por lo mucho que perfeccionó el arte de volar las fortificaciones; como García de Paredes, el Vargas Machuca de las guerras de Italia; y como Gonzalo de Córdoba, que arrebató a los guerreros de los pasados tiempos y de las futuras edades el título de Gran Capitán.
¿Se necesitaban sacerdotes y prelados de ciencia y de virtud, que ilustraran instruyendo, y reorganizaran moralizando? Para eso hubo un Fr. Juan de Marchena, que acogió por caridad en un claustro al hombre insigne que habían rechazado con desdén los monarcas en las cortes, y el primero que comprendió en una pobre celda el pensamiento inmenso del que había de descubrir un mundo; un Fr. Fernando de Talavera, dechado de prudencia y de virtud como prelado, rígido y severo director de la conciencia en el confesonario regio, y apóstol dulce y humanitario como catequista de infieles; un don Pedro González de Mendoza, confesor, arzobispo y cardenal, lumbrera de la nación como literato y como político, a quien llamaron, sin que el paralelo rebajara el mérito de dos grandes príncipes, el tercer rey de España; y un Jiménez de Cisneros, religioso, confesor, reformador, prelado, cardenal y regente, grande en la virtud, grande en el talento, grande en la ciencia, grande en la política, grande en la guerra, grande en el gobierno, grande y eminente en todo.
La nueva política inaugurada en aquel tiempo ¿requería el empleo y cooperación de diplomáticos diestros y astutos, dotados de dignidad, de firmeza y de energía, que sacaran a salvo los intereses de España de las complicaciones europeas? Pues España tuvo embajadores acomodaticios y pacientes como Alonso de Silva, que sabía sufrir y disimular los ásperos tratamientos de una corte extranjera, mientras así convenía al servicio de su rey: enérgicos y duros como Antonio de Fonseca que tenía espíritu y valor para hacer trizas un tratado original a presencia del rey de Francia, y encomendar a la decisión de las armas la cuestión de las dos naciones: vigorosos y discretos como Garcilaso de la Vega, que supiera manejar los negocios de Roma e interesar al pontífice en favor de España sin comprometerse él mismo: firmes y enérgicos como el conde de Tendilla y Diego López de Haro, que sostenían con entereza las regalías de la corona: políticos y mañosos como Francisco de Rojas, que sabía reconciliar a las dos más enemigas y más poderosas familias de Italia, y hacerlas trabajar unidas en favor de la causa española: prudentes y entendidos como Juan de Albión y Pedro de Urrea, que sabían conducir maravillosamente los tratos de relaciones y enlaces de las familias reinantes de Austria, Inglaterra y España: ladinos y reservados como Lorenzo Suárez de Figueroa, alma de la Santa Liga, que supo terminar una confederación de cinco potencias, sin que se apercibiera de ello el astuto Felipe de Comines. Merced a tan diestros auxiliares diplomáticos pudo Fernando manejarse tan hábilmente con los papas Alejandro VI y Julio II, con los reyes de Francia Carlos VIII y Luis XII, con Maximiliano de Austria, con Enrique de Inglaterra, con Venecia y los Estados italianos, que más de una vez los envolvió a todos.
Si Isabel deseaba ordenar y mejorar la legislación de Castilla, encontraba jurisconsultos y compiladores como Montalvo y Ramírez, que ejecutaran en vida su pensamiento, y letrados como Galíndez de Carbajal, a quienes dejar encomendada la obra de la recopilación después de su muerte.
¿Proponíase Isabel el fomento y progreso de las ciencias, de la literatura, del idioma, de las artes, en todos los ramos de la cultura intelectual? Bien cumplidos pudieron quedar sus deseos, y bien puede llamarse siglo literario el en que florecieron Cisneros, Mendoza, Talavera, Lebrija, Oviedo, Palencia, Valera, Pulgar, Almela, Ayora, Oliva, Vergara, Manrique, Bernáldez, San Pedro, López de Haro, Montoro, Cota, Rojas, Encina, Naharro, Peñalosa, Santaella, Villalobos, Torres, y tantos otros con que podríamos aumentar largamente la nómina empezada aquí sin el cuidado del orden y arrojada como a granel, de varones doctos y eruditos en teología, en jurisprudencia, en historia, en medicina, en astronomía, en historia natural, en matemáticas, en poesía lírica y dramática, en idiomas, en música, en casi todos los conocimientos humanos.
Era una mujer la que se sentaba en el trono y la que apetecía y fomentaba la ilustración, y las mujeres respondieron al ejemplo y al impulso de su reina, y lucieron como estrellas en el horizonte español damas tan eruditas como doña Beatriz de Galindo, la Latina, que tuvo la alta honra de ser maestra de su soberana; como doña Lucía de Medrano, que enseñaba los clásicos en Salamanca; como doña Francisca de Lebrija, que daba lecciones de retórica en las aulas de Alcalá; como doña María de Mendoza, notable por su instrucción en las lenguas sabias; y como doña María Pacheco, que en el reinado de Isabel la Católica sobresalía por su erudición, y en el de Carlos V había de admirar por su heroísmo en defensa de las libertades castellanas, como esposa y como viuda del célebre e infortunado Juan de Padilla.
Por si no bastaban los ingenios españoles para obrar tan universal regeneración, venían de otros países y se apegaban al suelo de España, atraídos por la grandeza y liberalidad de Isabel como por una fuerza magnética, o se identificaban allá como movidos por un impulso mágico con la nación española, y trabajaban por su prosperidad y engrandecimiento. Así ayudaron en Italia a los triunfos memorables del Gran Capitán guerreros tan distinguidos como los Colonas y los Ursinos, familias rivales que se aunaban para ayudar a la victoria gloriosa del Garillano. Así vinieron a ilustrar la España y a naturalizarse en ella hombres tan doctos y esclarecidos como Lucio Marineo, el autor de las Cosas Memorables; como Pedro Mártir de Anglería, el maestro general de la juventud y de la nobleza castellana; como los hermanos Antonio y Alejandro Geraldino, directores de la enseñanza y educación de la princesa y de las infantas de Castilla. Así vinieron a ensanchar ilimitadamente los límites de España y a convertirse en españoles, navegantes aventureros como el inmortal genovés que descubrió el Nuevo Mundo, y como el afortunado florentino que le dio su nombre.
Bien decíamos que Fernando e Isabel parecía poseer el don singular de hacer brotar del suelo español los hombres eminentes que necesitaban para sus grandes fines, y el de atraer como un imán los ingenios de otros países que más pudieran convenir a sus designios.
No se condujeron de la misma manera los dos monarcas con los grandes hombres que ilustraron y engrandecieron su reinado. Todos hallaron una constante, decidida y generosa protectora en Isabel. Murió la reina, y Fernando dejó perecer casi en la mendicidad a Colón que le había regalado un mundo; dejó morir en el destierro a Gonzalo de Córdoba que le había dado un reino, y dio no poco graves disgustos a Cisneros, los tres hombres más insignes entre los muchos hombres insignes de aquel reinado. Cisneros sobrevivió a los disgustos del Rey Católico para recibir el último golpe de la mano de su nieto.
XIII
Hasta ahora hemos asistido al grandioso espectáculo de un pueblo que se recobra, que se reorganiza, que crece, que se moraliza y se ilustra, que conquista y se ensancha, que se dilata a inmensas regiones, que domina en las tres partes del mundo, todo bajo el influjo poderoso de una reina virtuosa y prudente y de un rey astuto y político. Por una fatal combinación de circunstancias, a la benéfica y discreta reina de Castilla y al experto y sagaz monarca de Aragón, sucede en el trono de Castilla y Aragón una princesa que tiene perturbada la razón y lastimadas sus facultades mentales. Para suplir esta incapacidad intelectual, la necesidad obliga a traer a España y a ceñir la múltiple corona de tantos reinos a un joven príncipe nacido en extraña tierra, y que nunca ha pisado el suelo español. Así, como dijimos en nuestro Discurso preliminar, «cuando la trabajosa restauración de ocho siglos se ha consumado, cuando España ha recobrado su ansiada independencia, cuando el fraccionamiento ha desaparecido ante la obra de la unidad, cuando una administración sabia, prudente y económica ha curado los dolores y dilapidaciones de calamitosos tiempos, cuando ha extendido su poderío del otro lado de ambos mares, posee imperios por provincias en ambos hemisferios, entonces la herencia a costa de años y de heroísmo ganada y acumulada por los Alfonsos, los Ramiros, los Garcías, los Fernandos, los Berengueres y los Jaimes, todos españoles desde Pelayo de Asturias hasta Fernando de Aragón, pasa íntegra a manos de Carlos de Austria.»
Por primera vez viene un extranjero a reinar en España, y la que era madre y señora de imperios sin límites, va a ser por muchos años como una provincia de otro imperio. España regenerada va a entrar en una nueva era social, y comienza la edad moderna.
{1} Véanse sobre estos puntos los capítulos II y X del libro precedente, y el Apéndice VIII al tomo X.