Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro I Reinado de Carlos I de España

Capítulo XV
Carlos V en Italia
1529-1530

Su recibimiento en Génova.– Favorable impresión que su vista produjo en los italianos.– Sus proyectos de paz.– Concierto con Venecia.– Solemne y doble coronación de Carlos V en Bolonia.– El papa y el emperador.– Tratado de paz general.– Época notable en Italia.– Florencia no acepta la paz.– Guerra de Florencia.– Sitio: defensa heroica.– Triunfo de los imperiales.– Muda el emperador la forma de gobierno de Florencia.– Pasa Carlos V a Alemania.
 

La presencia del emperador en Italia tenía que producir gran sensación en los ánimos y grandes variaciones y mudanzas en la condición de los estados italianos. En Génova, donde primero desembarcó (12 de agosto, 1529), los compatricios de Andrés Doria que le acompañaba le recibieron y agasajaron como al protector de la república. Allí acudieron a felicitarle embajadores de todos los príncipes y estados de Italia, a excepción de Venecia y Florencia. Y como los italianos, cuyo país tanto había sufrido con la licencia y ferocidad de las tropas imperiales, se habían figurado hallar en el emperador un hombre áspero, adusto, intratable y cruel, sorprendiéronse agradablemente al ver un hombre de buen aspecto, de finos y corteses modales, de suaves costumbres y de apacible trato. De modo, que su vista primero y su porte después persuadieron a los más de que no podía haber sido él el causador de las atrocidades cometidas por sus súbditos tudescos y españoles en Milán y en Roma.

Muchos, sin embargo, dudaban todavía si sus pensamientos e intenciones serían de paz o de guerra, y teníalos esto en cierta recelosa ansiedad. Pronto los sacó Carlos de aquella zozobra, y no tardó en disipar sus temores. Ya en España había manifestado diferentes veces que la paz era la cosa que más deseaba{1}. Y aunque quisiera dudarse de la sinceridad de sus palabras y de sus sentimientos, la política y la conveniencia se lo aconsejaban así, y pocas veces se mostró Carlos tan político como en esta ocasión. Dos motivos poderosos y fuertes le obligaban a atender con preferencia a sus estados de Alemania, y reclamaban su presencia en ellos, a saber: los progresos de las doctrinas reformistas que traían alterados aquellos países y en un estado de peligrosa efervescencia, y la entrada en Hungría de un formidable ejército turco, de doscientos cincuenta mil combatientes, que ocupaba ya una parte del Austria y había avanzado hasta poner cerco a la populosa ciudad de Viena. Para atender convenientemente a los peligros de aquellas regiones en que tanto le iba, necesitaba dejar tranquila la Italia.

Así fue, que habiéndosele presentado de orden suya en Plasencia (setiembre) el ilustre Antonio de Leiva, a quien el emperador deseaba conocer personalmente, por más que el afamado capitán le excitó a que continuara la guerra, asegurándole la victoria y representándole la facilidad con que podía hacerse señor de toda Italia, Carlos, sin dejarse seducir, insistió en sus proyectos de paz, y mandó a Leiva que se volviese y se limitase a la reconquista de Pavía, que con poca dificultad ejecutó el que tan heroicamente en otro tiempo la había defendido. El duque Francisco Sforza de Milán, que en su angustiosa situación solicitaba la paz con más necesidad que nadie, halló tan benévola acogida en Carlos, que le envió para tratar de ella al cardenal y canciller mayor del imperio, Mercurino Gattinara: y sabiendo que Leiva lo contradecía, le ordenó que pasase a verle a Bolonia, donde Carlos iba a coronarse. La misma Venecia, privada de la alianza y del apoyo de la Francia por la paz de Cambray, despachó embajadores al emperador en solicitud de avenencia, poniendo por mediador al pontífice. También el César accedió a concertarse con los venecianos, y en su virtud se firmó un asiento, cuyas bases principales fueron: que los venecianos restituirían al pontífice las ciudades de la Iglesia que le tenían usurpadas, así como al emperador los lugares del reino de Nápoles que le habían ocupado en las pasadas guerras, con más dos mil libras de oro que le habían de satisfacer en plazos que se señalaron; que en esta concordia sería comprendido el duque de Urbino, capitán general de la república; que lo sería también el duque de Ferrara, si viniese en gracia del papa y del emperador, siendo repuesto en sus estados; que unos a otros se perdonarían las ofensas pasadas; que se ayudarían mutuamente, &c. Quedaba, pues, solo Florencia, cuya obstinación había de costarle, como veremos luego, una guerra calamitosa.

Hechos estos tratos y como supiese que le esperaba ya en Bolonia el papa con toda su corte y el colegio de cardenales, partió Carlos de Plasencia, e hizo su entrada en Bolonia (octubre), con una pompa verdaderamente imperial, marchando debajo de un riquísimo palio de oro, que llevaban los doctores de aquella célebre universidad, vestidos de rozagantes ropas de seda: recibiéronle el obispo, el clero, el senado, los magistrados, toda la nobleza y juventud de Bolonia con trajes de gran gala: condujéronle procesionalmente hasta la catedral, a cuya puerta se había erigido un estrado riquísimamente tapizado, en cuyas gradas se hallaban sentados los cardenales y obispos, que eran muchos, y en la parte superior el papa Clemente, vestido de pontifical y con la tiara en la cabeza. Los cardenales iban dando el brazo al emperador para subir al tablado. Todas las miradas de aquella brillante concurrencia se fijaron en los dos esclarecidos personajes que por primera vez se reunían en aquel momento solemne. Llenáronse todos de asombro cuando vieron al poderoso jefe del imperio doblar la rodilla y besar con religiosa humildad el pie del soberano pontífice, a quien poco tiempo hacía había tenido aprisionado, y al jefe de la cristiandad levantar amorosamente al emperador y darle paz en el rostro. La escena era sublime y maravillosa. Cruzáronse entre los dos más excelsos príncipes de la tierra palabras afectuosas y corteses, y se despidieron para verse luego y tratar por espacio de muchos días de negocios interesantes a la cristiandad y a la suerte de las naciones. Y en medio de todas estas tiernas ceremonias, llamaba la atención otra escena poco menos sublime: la de los soldados alemanes y españoles llevando en hombros al famoso capitán Antonio de Leiva, mientras los prelados y el clero entonaban el Te Deum, acompañando a su canto la música religiosa.

Otro espectáculo no menos interesante se ofreció a los pocos días a los ojos de los boloñeses y a la contemplación de toda Europa. El duque Francisco Sforza de Milán, tan abatido por el emperador, tantas veces reducido a príncipe sin estado, en cuyo despojo tantas veces se habían empleado las armas imperiales contra las mayores potencias confederadas y ganado por conquistarle tan señaladas victorias, se prosternaba a los pies del emperador para darle gracias por su generosidad, y Carlos le daba cariñosamente el título de duque de Milán. Todos los soberanos de Italia, incluso el Santo Padre, se habían interesado con el emperador en favor de aquel desgraciado príncipe, y la respuesta del emperador fue darle la investidura de aquel estado y enviarle un salvoconducto para que fuese a Bolonia. Puesto el príncipe a la presencia del César, no hallaba palabras con que expresarle su reconocimiento, y sacando del seno el salvoconducto, dijo que no quería usar de él sino para poner su persona y hacienda en manos de S. M. Añadió Carlos a su fineza la de dar al duque la mano de su sobrina, hija del rey de Dinamarca. Con este rasgo, sea de generoso desprendimiento, sea de bien calculada política, ganó el emperador no poca honra y fama. Renunció a un estado, y se atrajo muchas voluntades: se desprendió de una conquista, y conquistó muchos corazones{2}.

Acabado este acto tan a gusto de todos, tratose de asentar solemnemente la paz general para la tranquilidad de Italia, entre todos los soberanos, príncipes y embajadores que allí se hallaban presentes, y concluyose un tratado de paz y mutua defensa (23 de diciembre, 1529), de los más universales que se han celebrado entre las naciones, puesto que entraron en él el papa, el emperador, los reyes de Francia, de Inglaterra, de Escocia, de Portugal, de Hungría, de Bohemia, de Polonia y de Dinamarca, las repúblicas de Venecia, Génova, Siena y Luca, los duques de Milán y de Ferrara, y los cantones católicos de Suiza{3}. Solo dejaron de entrar en esta concordia Florencia y los reformistas de Alemania. El tratado se publicó en Bolonia (1.° de enero, 1530) en medio de las más vivas y unánimes aclamaciones, y los pueblos colmaban de elogios al emperador, no cansándose de ensalzar su moderación y generosidad, ni de ponderar el inmenso beneficio que les proporcionaba después de tantos años de guerras y de funestas agitaciones. Carlos no se olvidó de sus buenos generales, y el único sacrificio que pidió a Sforza fue que diese algunas tierras en Milán al marqués del Vasto y a Antonio de Leiva.

Tratose en seguida de la coronación del emperador, y decidido, después de algunas disputas sobre si la ceremonia había de hacerse en Roma o en Bolonia, que fuese en esta última ciudad donde ya todos se hallaban, se señaló día para tan solemne acto, que fue el 24 de febrero (1530), el mismo en que el emperador cumplía sus treinta años, y quinto aniversario de la prisión de Francisco I en Pavía. Dos coronas recibió aquel día Carlos V con la más suntuosa pompa que jamás se había usado, la una como rey de Romanos de manos del sumo pontífice, la otra la célebre corona de hierro de Lombardía que por antigua costumbre se tomaba en Milán, y para lo cual habían llegado dos días antes los magistrados de Monza{4}.

«La época de estas dos coronaciones, dice un entendido historiador extranjero, se puede considerar como la de la completa destrucción del equilibrio de los estados de Italia, y por consecuencia de la libertad de los pequeños estados… Puede decirse en general que en esta época la existencia política en Italia fue tan mutilada, que no conservaba, por decirlo así, sino fragmentos (a excepción de las pequeñas repúblicas, en que la opinión era imperial), y que no había esperanza de verla recobrarse sino en una oposición victoriosa de la Francia a los planes y al poder de Carlos V{5}

Quedaba, como hemos dicho, solamente Florencia fuera del tratado general de paz de Bolonia; y no porque se la quisiera excluir de él, sino porque los florentinos repugnaron sucumbir a las condiciones que se les imponían, con arreglo a lo concertado en Barcelona entre el pontífice y el emperador Carlos V, que era la reposición de los Médicis en su antigua autoridad, y por consecuencia la abolición del gobierno republicano que habían restablecido cuando supieron el asalto y desastre de Roma y la prisión del papa. Determinó, pues, el emperador reducir a Florencia por armas, no solo por el compromiso que tenía con el pontífice de poner al frente de aquel estado a su sobrino el jefe de la familia de los Médicis, Alejandro, sino como castigo que imponía a su obstinación por haber sacudido el yugo imperial, y lo que era más, haberse aliado con los franceses cuando fueron a Nápoles con Lautrec a ocupar las tierras de aquella parte de los dominios de Carlos. Un ejército imperial compuesto de veinte mil italianos y sobre diez mil veteranos españoles y tudescos, al mando del príncipe de Orange, del marqués del Vasto, y de los capitanes Juan Urbina, Barragán y otros españoles insignes, entró en el territorio de Florencia, se apoderó de varias plazas y puso cerco a la capital.

Los florentinos, abandonados de todo el mundo, solos en la contienda contra el inmenso poder del emperador y del papa, defendieron por espacio de muchos meses su ciudad con el valor, la constancia, el sufrimiento y el heroísmo propios de un pueblo decidido a no dejarse arrancar su libertad y su independencia. Capitaneados y dirigidos por el enérgico y entendido Malatesta, sostuvieron muchos y muy reñidos combates, hicieron muy impetuosas salidas, y pusieron más de una vez en conflicto a todo el ejército imperial. Ellos sufrieron con heroica firmeza el extremo de las escaseces y de las privaciones, determinados a morir de hambre, y aun a arrasar la ciudad antes que rendirse. Su entusiasmo por la república degeneraba en frenesí con el peligro. Era aborrecido allí el nombre del pontífice, a quien culpaban de todos sus males, y en una ocasión ahorcaron a un fraile con el hábito de San Francisco, solo porque había hablado bien del papa{6}. En otra ocasión, porque Malatesta no creía prudente hacer una salida contra los imperiales le declararon depuesto del mando, pero él dio de puñaladas al senador que fue a intimarle la orden, y la necesidad les obligó a reconciliarse con él y a reconocerle otra vez por general. Erales, sin embargo, imposible sostenerse ya mucho tiempo, y con todo aún dieron una reñidísima batalla, en que pereció de un arcabuzazo el ilustre y valeroso príncipe de Orange, y en que sin duda hubieran sufrido los imperiales una derrota sin el denuedo de los españoles que capitaneaba el brioso don Pedro Vélez de Guevara, a cuyo esfuerzo se debió que este último arranque de desesperación les fuera desastroso a los florentinos{7}.

Al fin la necesidad los forzó a pedir capitulación (agosto, 1530) después de una resistencia desesperada de más de ocho meses. Entre las principales condiciones a que se sometieron los rendidos fue una, y es la que a nosotros más nos interesa, que el emperador Carlos V dispondría la forma y manera como había de regirse en lo sucesivo aquella república. En su virtud confirió Carlos el título de duque perpetuo de ella al sobrino del papa, Alejandro de Médicis, con el derecho de sucesión en el pariente más cercano, en conformidad al tratado de Barcelona entre el papa y el César. Costó esta guerra a los imperiales la pérdida del esclarecido príncipe de Orange, a los pocos años de su edad, la del famoso capitán Juan Urbina, la de los valerosos Barragán, Sarmiento y otros muy esforzados y briosos capitanes españoles.

El emperador, después de su doble coronación en Bolonia, había partido para Alemania, donde de día en día se hacía más indispensable y urgente su presencia. Dirigiose por Mantua a Inspruck, donde tuvo el sentimiento de perder y asistir a los funerales del cardenal y gran canciller del imperio Mercurino Gattinara. Prosiguiendo su marcha encontrose en Eniponte con su hermano don Fernando, rey de Bohemia, que salió a recibirle con la flor de la nobleza austriaca. Juntos se encaminaron a Baviera, y de allí a la ciudad de Augsburgo (18 de junio, 1530) donde había de celebrarse la Dieta del imperio.

La ida del emperador Carlos V a Alemania se enlaza ya con uno de los más grandes sucesos, que fue también la mayor novedad de aquel siglo, a saber, el de la famosa cuestión de la reforma religiosa, que traía ya la Europa grandemente conmovida y cuyo asunto exige ser tratado separadamente.




{1} Correspondencia del emperador con Antonio de Leiva desde Toledo.

{2} Carta del emperador a emperatriz y a los grandes de Castilla en 23 de octubre.– Guicciardini, Ist. lib. XX.– Sandoval, libro XVIII.– Robertson, lib. V.

{3} Dumont, Corps Diplomatique, part. II.

{4} Sandoval inserta una larga y minuciosa descripción de las ceremonias de las dos coronaciones.

{5} Leo et Botta, Hist. d'Italia, tom. III, cap. 5.

{6} Sandoval, lib. XIX, párrafo 5.

{7} El obispo Sandoval que dedica bastantes páginas a la relación de la guerra de Florencia (la cual nosotros hemos creído deber compendiar todo lo posible), rectifica con razón en varios pasajes a Paulo Jovio que escribió su Historia, en la cual parece se propuso el historiador italiano privar a los españoles de la importante participación que en ella tuvieron, habiendo sido además los que con su valor decidieron la victoria en favor de los imperiales.