Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro I Reinado de Carlos I de España

Capítulo XIX
Carlos V
Sobre Túnez
1535

Alarma en que Barbarroja había puesto las naciones cristianas.– Quién era Barbarroja: sus famosas piraterías: su elevación y encumbramiento.– Cómo se hizo rey de Argel.– Hácese gran almirante de Turquía.– Conquista a Túnez.– La Europa asustada vuelve los ojos a Carlos V.– Proyecta el emperador pasar a África.– Grandes preparativos.– Naciones y flotas que concurren a la empresa.– Parte la grande armada de Barcelona.– Carlos y su ejército en África.– Célebre sitio y ataque de la Goleta.– Porfiada resistencia de los de Barbarroja.– Fuerza numérica de cristianos y moros.– Combates: hazañas.– Rasgo de nobleza del emperador.– Terrible tempestad.– Preséntase en el campamento imperial el destrozado rey de Túnez, Muley Hacen.– Trabajos que pasaron los cristianos.– Ataque general de la Goleta.– La toman.– Marcha el ejército imperial sobre Túnez.– Jornada penosa.– Disposiciones de Barbarroja para la defensa.– Espera a los imperiales fuera de la ciudad.– Derrota y retirada de Barbarroja.– Huye de Túnez.– Hecho notable de los cautivos cristianos.– Entrada de Carlos V en Túnez.– Saqueo: excesos de la soldadesca.– Repone a Muley Hacen en el trono, y con qué condiciones.– Sale el emperador de África y pasa a Italia.– Fama y reputación que ganó con esta expedición Carlos V.
 

Volviendo ya a los sucesos que acá en el Antiguo Mundo dejamos pendientes, y en que andaban envueltos el monarca y la nación española, el lector recordará que en el capítulo XVII quedaba el emperador Carlos V preparándose para nuevas y más ruidosas expediciones que las que acababa de ejecutar. Tal fue en efecto la que emprendió luego contra el famoso pirata argelino Barbarroja, que traía alarmadas y poseídas de espanto las naciones de la cristiandad. Daremos algunas noticias de los hechos que habían dado ya celebridad a este terrible corsario, y de los antecedentes que motivaron la empresa del monarca español.

Dos hermanos, Horuc y Haradin, hijos de un alfarero de la isla de Lesbos, llevados de su genio inquieto y de su afición a la vida aventurera, abandonaron el humilde y pacífico oficio de su padre, y lanzándose atrevidamente al mar, se dieron a ejercer la piratería (1515). Su actividad y su arrojo los hicieron primeramente dueños de un bergantín que lograron apresar, y a fuerza de valor y de destreza, ayudados también de una buena suerte, fueron haciendo tantas presas que llegaron a reunir una flota de doce galeras y varios buques menores. A poco tiempo era ya su nombre el terror de los navegantes, e infundía espanto desde el estrecho de los Dardanelos hasta el de Gibraltar. Acometían con frecuencia las costas de Italia y de España, y el fruto de sus rapiñas iban a venderlo a bajos precios a los puertos de Berbería, donde eran por lo mismo bien recibidos. Al paso que crecía su poder, crecía también su ambición, y no careciendo de talento, elevaban ya sus pensamientos a más altas aspiraciones que la de ser simples piratas. La ocasión no tardó en venírseles a la mano. El rey de Argel reclamó su ayuda para apoderarse de un fuerte que los gobernadores españoles de Orán habían construido cerca de su capital. Los dos hermanos corsarios, dueños ya de una respetable armada, acudieron en socorro del argelino con cinco mil hombres de desembarco, que fueron recibidos en Argel como libertadores. Aprovecháronse allí del descuido y confianza de los moros, y asesinando secretamente al rey que había invocado su auxilio, Horuc, el mayor de los dos hermanos, se hizo proclamar rey de Argel. Su política como soberano, su respeto a las costumbres del país, su liberalidad con los que se le mostraban adictos, y su rigor con los que se le manifestaban desafectos, le fueron asegurando el trono y haciendo olvidar el criminal origen de su poder.

No satisfecha con esto la ambición de Horuc, acometió a su vecino el rey de Tremecén, le venció en batalla, y agregó a su reino aquellos dominios. Y como continuase al mismo tiempo sus depredaciones por el litoral de Italia y de España, envió Carlos V tropas al marqués de Gomares, gobernador de Orán, para que en unión con el destronado rey de Tremecén hiciese la guerra al terrible Horuc. Condújose en ella el caudillo español con tal energía, que después de haber derrotado en varios encuentros las tropas del usurpador, le obligó a encerrarse en Tremecén, y al querer éste escaparse de la ciudad, fue sorprendido y atacado, y murió peleando con un esfuerzo digno de la alta reputación de que ya por su valor gozaba.

Quedaba su segundo hermano y compañero Chairadín o Haradín, más conocido con el nombre de Barbarroja, por el color de su barba, no menos ambicioso, ni de menos resolución y talento que su hermano. Dedicose éste al arreglo interior de su reino, sin renunciar por eso a las expediciones marítimas, y a extender sus conquistas por el continente de África. Y a fin de ponerse a cubierto de los ataques de las armas cristianas, y de las sublevaciones de los árabes y moros de mal grado a su poder sometidos, puso sus estados bajo la protección del sultán de Constantinopla, Solimán II. Este a su vez, habiendo sufrido la armada turca algunas derrotas por las naves imperiales que mandaba el ilustre genovés Andrea Doria, creyó que el único que por su valor y pericia en el mar podía contrarrestar la pujanza de aquel famoso marino era Barbarroja, en cuya virtud le ofreció el cargo de almirante de la armada turca. Con esto pasó Barbarroja a Constantinopla, donde después de haber hecho algunas presas en el camino, entró con cuarenta velas, siendo grandemente recibido por el sultán, y agasajado por el visir y por los bajaes. Tuvo no obstante Barbarroja que luchar con cierta oposición y vencer ciertas intrigas de corte, pero manejándose, no ya con la rudeza de un corsario sino con la astucia de un cortesano y de un hombre político, consiguió su nombramiento de gran almirante, y que le dieran posesión de las galeras, poniéndole el mismo sultán en la mano el alfanje y el pendón real, en señal del poder absoluto de que le investía en los mares y puertos a que arribase.

Uno de los grandes proyectos de Barbarroja y en que acertó a inducir al sultán, fue apoderarse del reino de Túnez, el más floreciente de la costa de África en aquel tiempo. Contaba para esto con las discordias que destrozaban aquel reino, gobernado por el traidor Muley Hacen, que había subido al trono asesinando a su padre y a sus hermanos, uno de los cuales, llamado Al-Raschid, logró salvarse refugiándose en Argel bajo el amparo de Barbarroja, que le llevó consigo a la capital del imperio otomano. Bajo el pretexto pues de colocar en el trono al fugitivo príncipe, proyectó Barbarroja conquistar el reino tunecino y agregarle al imperio de la Sublime Puerta. La idea no podía dejar de ser bien acogida por Solimán, el cual le facilitó gustoso todo lo necesario para la empresa. Al mismo tiempo el pérfido corsario hacía creer al desgraciado Al-Raschid que todo el aparato de guerra y de conquista que veía se dirigía a recobrar para él el reino de que injustamente le había despojado su hermano. Mas cuando llegó el caso de salir la expedición, el engañado príncipe se quedó arrestado de orden del sultán, o mejor dicho, como sepultado, pues no se supo ya más de él.

Partió, pues, el ya famoso Haradín Barbarroja del puerto de Constantinopla con grande armada, que algunos hacen subir a 250 velas, con buen número de genízaros y soldados turcos, y no pequeña provisión de dinero, todo prestado por el sultán; y después de haber corrido y devastado las costas de Italia, tomó rumbo a África y se presentó delante de Túnez, cuando menos se le esperaba. Apoderose desde luego del fuerte de la Goleta que domina la bahía. Disgustados los tunecinos del gobierno tiránico de Muley Hacen, y creyendo que iba en la armada el príncipe Al-Raschid, levantáronse contra su rey, que tuvo que salir de la ciudad sin poder sacar sus joyas ni dinero, y abrieron las puertas a Barbarroja. Cuando vieron que los soldados turcos no aclamaban sino a Solimán, y que Al Rachid no parecía, convencidos ya de la traición tomaron furiosamente las armas contra los invasores que de aquella manera los habían burlado. Por de pronto pusieron en bastante aprieto a Barbarroja y los suyos, pero el antiguo corsario, que tenía ya no menos de hábil guerrero que antes había tenido de terrible pirata, supo manejarse de manera, que envolviendo a los moros y haciendo en ellos gran matanza los obligó a pedir tregua, les persuadió de que había ido a darles mejor rey que el que tenían, les prometió muchas mercedes, y les hizo reconocer a Solimán por su soberano y a él mismo por su virrey, asegurándoles, que cuando no estuvieran contentos con Solimán, les daría a Al-Raschid (agosto, 1533).

Lo primero de que cuidó el conquistador, fue de fortificar más la Goleta, abriendo a mayor abundamiento una gran zanja entre la fortaleza y la ciudad, por donde entraba el mar haciendo un rodeo de tres o más leguas, y servía de ancho y cómodo puerto de abrigo para sus naves. Con esto, y con dominar tan vasto país, resolvió marchar sobre Sicilia con la armada turca y con cuantos corsarios pudo juntar, amenazando también a Nápoles, y poniendo en cuidado a todas las potencias, que no podían ver sin susto la aproximación de tan audaz y poderoso enemigo.

En su general temor todas volvían los ojos al emperador y rey de España, como el único capaz de abatir la pujanza de aquel nuevo y formidable perseguidor de la cristiandad. Y en efecto, sobre ser Carlos el más poderoso príncipe, era también el más interesado, puesto que los más expuestos a las depredaciones del rey pirata eran sus estados de Cerdeña, de Sicilia, de Calabria, todos los dominios de Italia, de África, y aun de España. Así lo comprendió el emperador, y por lo mismo se preparó a quebrantar, y aun a aniquilar si podía, el creciente poder de Barbarroja. Desde luego envió a su criado el genovés Luis de Presendes a Túnez, para que, fingiéndose un comerciante siciliano que iba a vender sus mercaderías, con la facilidad que le daba su conocimiento del idioma y de las costumbres del país, como hombre que había vivido algún tiempo en África, sondeara con sagacidad y cautela la situación del rey y del reino, intrigara y sobornara si podía, e indagara sobre todo cómo y por qué medios podría mejor ser atacado; a cuyo efecto le dio una larga instrucción (14 de noviembre, 1534), prescribiéndole la manera cómo había de manejarse en cada caso{1}. Este emisario fue tan desafortunado en su misión, que habiendo sido descubierto y denunciado a Barbarroja por un morisco español, fue inmediatamente degollado, arrastrado por las calles y quemado fuera de los muros de Túnez.

Despachó luego el emperador a Italia (6 de diciembre, 1534) a su gentil-hombre Tello de Guzmán con cartas para el príncipe Andrea Doria{2} para su embajador en Roma, conde de Cifuentes, y para el mismo pontífice, excitando a todos estos a que en unión con los demás príncipes italianos se apercibiesen y preparasen, según las fuerzas de cada estado, a ayudarle en la expedición que meditaba contra Barbarroja, poniéndose de acuerdo y bajo la dirección del gran marino Andrés Doria para el tiempo, orden y lugar en que cada cosa había de estar aparejada, como negocio grave y que interesaba a la cristiandad entera. Con el propio objeto escribió a los virreyes de Nápoles, Sicilia y Cerdeña, al marqués del Vasto, Antonio de Leiva y otros generales, ordenándoles aprestasen cuanta gente, navíos y armas pudiesen, mientras por acá el marqués de Mondéjar, capitán general del reino de Granada, recogía de orden del emperador hombres, naves y bastimentos, y los tenía listos en los puertos de Andalucía para la proyectada empresa.

Tan a su cargo y con tanto interés la había tomado el emperador, que a principios del año 1535 se hallaron dispuestos dos mil quinientos españoles de los veteranos de Nápoles, ocho mil tudescos, otros ocho mil italianos, y hasta ocho o diez mil españoles con una gran parte de la nobleza. El rey de Portugal quiso también ayudar a la expedición con su gente y sus naves{3}. Solo Francisco I de Francia, de quien ya se sospechaba o sabía que llevando hasta un extremo abominable su rivalidad con Carlos andaba en tratos y connivencias con el gran turco, no solo se negó a las excitaciones del César y del Pontífice, sino que dio aviso a Barbarroja y al sultán de todo lo que el emperador preparaba y del objeto que se proponía. Con este aviso tomó Barbarroja las más eficaces disposiciones para resistir la acometida de las armas cristianas. Púsolo todo en conocimiento de Solimán para que le diera su auxilio: llamó toda la gente de guerra de Túnez, de Argel, de Tremecén y de los Gelbes; amplió y fortificó más la Goleta, haciendo trabajar en ella hasta nueve mil cautivos cristianos y la tercera parte de los vecinos de Túnez cada día; colocó dentro del grande estanque sus galeras armadas, y sólo dejó fuera quince para ocurrir a lo que necesario fuese.

El monarca español por su parte, cuando todo lo tuvo ordenado, partió de Madrid (abril, 1535) y se encaminó a Barcelona a recoger la armada y dar calor a la empresa que había de dirigir personalmente.

Nombró a la emperatriz gobernadora de España e Indias, y le dejó las instrucciones convenientes para el gobierno de los estados{4}. La primera que arribó a la playa de Barcelona fue la flota portuguesa, compuesta de veinte carabelas, mandadas por el general Antonio de Saldaña, con el infante don Luis, hermano de la emperatriz, y la flor de la juventud y de la nobleza de Portugal, lujosamente vestida. Llegó luego el ilustre genovés, príncipe de Melfi, Andrés Doria, general de la armada, con veinte y dos galeras perfectamente estibadas y artilladas, distinguiéndose la capitana por sus veinte y cuatro banderas de tela de oro con las armas imperiales, y yendo todas enramadas de forma que cada cual semejaba desde lejos un jardín. A los pocos días apareció don Álvaro de Bazán con las galeras españolas encomendadas a su mando. La gente de embarque que se juntó en Barcelona era tanta, y tanta la que acudió a ver tan lucida flota, que no cabía en la ciudad ni se podía andar por las calles. Encontrábase allí casi toda la grandeza de Castilla, casi todos los caballeros y nobles de España, con multitud de religiosos y clérigos, mercaderes y artesanos de todos los oficios, todos con deseo de embarcarse y de tomar parte en la empresa. Y el día que el emperador hizo muestra de toda la gente (14 de mayo), viose tal gala en los trajes, libreas y paramentos de hombres y caballos que era maravilla, distinguiéndose entre todos el emperador con la cabeza descubierta y una maza de hierro dorada en la mano. Además iban a su lado varios pajes, llevando cada cual una de las armas que el César podía usar en la guerra, uno el almete, otro la lanza de armas, otro la gineta, la rodela otro, otro la ballesta, el arcabuz otro, y otro un arco con flechas{5}.

Diose la orden para el embarque, y tanto era el afán por ir en esta ruidosa expedición, que por más que se acordó en consejo de guerra no consentir que fuese sino la gente útil para la pelea, no bastó todo el rigor a evitar que se ingiriese gente inútil y embarazosa, y hasta cuatro mil y más mujeres, «que no hay rigor, dice a este propósito el historiador obispo, que venza y pueda más que la malicia.» Todavía antes de darse a la vela mandó el emperador hacer una procesión solemne, sacando de la catedral el Santísimo Sacramento, y en la cual llevaron las cuatro varas del palio, una el infante don Luis de Portugal, otra el duque de Calabria, el duque de Alba la otra, y otra el emperador mismo. Aún no contento con esto, hizo un rápido viaje a visitar la santa imagen de Nuestra Señora de Monserrat, de que era muy devoto, confesó y comulgó allí, y se volvió con la misma precipitación a Barcelona. Al fin, el 30 de mayo (1535) sonaron por la ciudad las trompetas anunciando la proximidad de la partida: el emperador oyó misa en Nuestra Señora del Mar, embarcose en la galera Bastarda, dispuesta y adornada por Andrés Doria con multitud de vistosas banderas, en que se veían bordadas armas y escudos y se leían versos de los salmos; retumbó la artillería de la ciudad, resonaron las músicas, y dadas las velas al viento partió la armada, y haciendo escala en las Baleares arribó a Cagliari (Caller), capital de Cerdeña (11 de junio), donde se le incorporó el marqués del Vasto con las naves y gente de Nápoles y de Sicilia, con la infantería alemana, y con las galeras del Santo Padre. De modo que se juntaron allí hasta veinte y cinco mil infantes y dos mil caballos, sin contar los cortesanos y aventureros; y entre naves grandes y pequeñas, galeras, galeones, carabelas, fragatas, fustas, bergantines y tafurcas, se reunieron hasta cuatrocientas veinte velas{6}. El emperador mandó que nadie saliese de la nave en que había venido, bajo pena de la vida, y publicó un pregón tomando bajo su amparo a los hombres de todas las naciones que componían su ejército, y ordenando a todos que hicieran treguas entre sí los que fuesen enemigos, hasta que terminase la guerra de África.

Continuó la grande armada con próspero viento desde Cagliari (13 de junio), navegando a la vanguardia los portugueses, a retaguardia don Álvaro de Bazán, y el César en medio. Cuéntase que le preguntaron quién había de ser capitán general en aquella guerra, y que enseñando un crucifijo levantado en alto respondió: «Este, cuyo alférez soy yo.» Arribó la escuadra a la costa africana, y desembarcó una parte de la tropa en Puerto Farina, donde estuvo la antigua ciudad de Utica, que dio nombre al severo Catón. Una gran parte del ejército imperial tomó después tierra y estableció su campamento sobre las ruinas de la famosa Cartago, en otro tiempo dominadora de África y de gran parte de España. Desde allí el emperador envió al marqués del Vasto y al de Aguilar a reconocer la Goleta, distante solo unas cinco millas, mientras las galeras de Andrés Doria ganaban una torre llamada del Agua, por contener dentro ocho pozos de agua dulce.

Sorprendido se quedó Barbarroja cuando supo que en aquella armada iba en persona el emperador de los cristianos, cosa que no creía en la estación de verano tan rigurosa en África y tan peligrosa para los europeos. Disimuló no obstante, y le dijo a uno de sus privados: «Yo te prometo que esa tan poderosa armada que has visto venir no la verás volver, y cuanto mayor sea, tanto más rico despojo espero de ella.» Hizo luego alarde de su gente, y halló que tenía ocho mil turcos, ochocientos genízaros, siete mil flecheros moros, otros siete mil armados de lanzas y azagayas, y ocho mil alárabes, que montaban los caballos en pelo a estilo de los antiguos númidas. Encerró en la alcazaba todos los cristianos cautivos; mandó salir de la ciudad en el término de tres días a los que no tuvieran valor para esperar, juntó los capitanes de mar y tierra, arengó a todos, pasó a reforzar la guarnición de la Goleta, cuya defensa encomendó al judío Sinan, renegado, el más valiente de sus piratas, diciéndole que en ello estaba el reino, la honra y la vida, y se volvió a Túnez.

Después de algunos días de escaramuzas por mar y por tierra a las inmediaciones de la Goleta y de la ciudad, en que se hicieron de una y otra parte algunos daños y algunas presas y algunas presas{7}, determinó el emperador atacar primeramente la Goleta{8}, como llave que era de la ciudad, y aun de todo el reino, a pesar de las grandes dificultades que ofrecía. Adelantose para ello el galeón de Portugal, llevado a remo por dos galeras, y comenzó a bombardearla con ochenta bocas de fuego y sesenta tiros pequeños (18 de junio). Hízose la conveniente distribución y colocación del ejército y artillería, y se dio principio a una serie de combates diarios, en que por una y otra parte menudeaban los peligros y las hazañas. El 21 de junio llegó al campamento imperial una compañía de albaneses (llamados capeletes por unos sombreros altos que llevaban), los cuales se señalaron entre todos por su valor y manera de pelear. Por este orden fueron acudiendo tantos aventureros al campo de los cristianos, que entre los que llevaban armas y podían manejarlas en caso de necesidad, juntó el emperador sobre Túnez hasta cincuenta y cuatro mil hombres. Era admirable el orden que reinaba entre gentes de naciones tan diversas; solo los tudescos solían alguna vez desmandarse, y uno de ellos puso un día en peligro la vida del emperador, encarándose contra él con su arcabuz por haberle tocado con el cuento de la lanza para hacerle entrar en orden, pero cogido y entregado al marqués del Vasto, pagó con su vida el que había querido atentar a la del César. Los trabajos que los cristianos pasaban con el calor eran grandes, la artillería de uno y otro campo jugaba de continuo, los encuentros de la infantería y caballería eran diarios, y entre tantos valientes se señalaban por sus proezas los españoles don Juan de la Cueva, Pedro Juárez, Garcilaso de la Vega y muchos otros.

Una sorpresa que hicieron los turcos de la Goleta a las compañías italianas del conde de Sarno, que hallaron dormidas reposando de las fatigas de la noche (23 de junio), costó la vida a muchos capitanes y soldados, y entre ellos al mismo conde, cuya cabeza y mano derecha presentaron los turcos a Barbarroja. Celebraron aquel triunfo con feroz alegría, y se animaron a acometer al día siguiente las estancias de los españoles, bien que los hallaron más apercibidos, y sin otro fruto que derramarse bastante sangre de una parte y de otra. En todos estos casos, que eran frecuentes, el emperador no dejaba nunca de acudir en socorro de los suyos armado de lanza y adarga, con el infante don Luis de Portugal que no se separaba de su lado, poniendo su imperial persona a tales peligros, que muchas veces las balas de la gruesa artillería turca caían a sus pies, y mataban al que iba cerca de él, o salpicaban de lodo su caballo.

Grande alegría produjo en el campamento imperial, y no fue poca la que causó al mismo Carlos la llegada del esforzado Fernando de Alarcón (25 de junio), que venía de Italia con algunas galeras, acompañado de su yerno don Pedro González de Mendoza, sobrino del duque del Infantado, de don Fadrique de Toledo, primogénito del marqués de Villafranca, y de otros caballeros españoles. Y no fue tampoco mal auxilio el de otras naves que arribaron de España con gente y bastimentos. Todo hacía falta: porque también el ejército de Barbarroja se había aumentado extraordinariamente con los refuerzos que había recibido de Alejandría y otros puntos, y entre turcos, genízaros, moros, alárabes y renegados, contaba en Túnez y sus cercanías hasta el número de cien mil infantes y treinta mil caballos, bien que no en todos podía tener confianza, ni todos eran tropas regulares.

Así fue que el 26 (junio) se decidió a hacer una acometida general al campo cristiano, atacando simultáneamente todos los puntos. Día fue este en que hubiera podido malograrse la empresa de Carlos sin la vigilancia y la energía del César, y sin los heroicos esfuerzos de sus valerosos generales. Señalose entre todos en esta jornada el marqués de Mondéjar, escogido por el emperador para inutilizar la artillería de los moros, que desde los olivares estaba haciendo, casi a mansalva, el mayor estrago. Condújose con tal bizarría el marqués, que con poca gente y sin reparar en vallados, tapias, viñedos y otros obstáculos que el terreno presentaba, desbarató con sus arcabuceros los moros de los olivares, cogió gran parte de su artillería, y rechazó por aquel lado a los enemigos, si bien poniendo a cada instante en inminente riesgo su vida, y recibiendo al fin una lanzada que le obligó a retirarse porque se iba a toda prisa desangrando. Distinguiéronse también por su arrojo don Bernardino de Mendoza, don Alonso y don Pedro de la Cueva, don Fernando de Alarcón, don Fadrique de Toledo, don Juan de Mendoza, y más que todos el emperador, que peleando lanza en ristre donde era mayor el peligro, alentaba de tal manera con su presencia y ejemplo, que decidió la victoria, la cual no se logró sin la muerte del brioso hidalgo Valdivia, del intrépido Juan de Benavides, y de otros no menos esforzados capitanes.

Honró a Carlos, aún más que la victoria de aquel día, un rasgo de nobleza que merece mencionarse. Presentose en el campo un moro pidiendo hablar en secreto al César. Admitido que fue, díjole que había un medio para que pudiera ganar la ciudad sin perder un soldado ni gastar un escudo. Preguntado por el emperador qué medio era este, respondió el moro que el de asesinar a Barbarroja, lo cual se ofrecía él a ejecutar y lo haría muy fácilmente echándole un tósigo en el pan, puesto que él era el panadero del rey. «Deshonra sería de un príncipe, replicó indignado el emperador, valerse de la traición y de la ponzoña para vencer a un enemigo, aunque sea un aborrecido corsario como Barbarroja, a quien pienso vencer y castigar con el favor de Dios y con la ayuda de mis valientes soldados.» Y envió noramala al traidor africano{9}.

Aquel mismo día se levantó repentinamente una horrible tormenta con tan furioso viento y tan deshechos aguaceros, que las tiendas y pabellones se desplomaban; las naves chocaban reciamente unas con otras; ni de la tierra se veía el mar, ni desde el mar se divisaba la tierra; los gritos y alaridos del campo se mezclaban con los estampidos de los truenos; todo era aturdimiento y confusión; ni sabían los cristianos si los acometían los moros ni por dónde; ni podía desplegarse bandera, ni dispararse arcabuz; ni los capitanes acertaban a mandar, ni los soldados veían a quien obedecer, y todos corrían desatentados y ciegos. Temiendo las consecuencias de tan general espanto, el príncipe Andrea Doria discurrió infundir aliento a su gente gritando por todas partes: «La Goleta es ganada.» Aunque no era verdad, la voz surtió el efecto que se había propuesto el gran marino, y cuando se serenó la tempestad se halló el ejército animado para resistir a los turcos que ya salían del fuerte.

Otro día (29 de junio) se vio aparecer sobre las ruinas de Cartago unos doscientos moros a caballo ondeando unas tocas blancas en señal de paz y diciendo a voces: «Todos somos unos y de un señor.» Era el rey de Túnez destronado por Barbarroja, Muley Hacen, con quien el emperador traía ya secretas inteligencias, y a quien había ofrecido restituirle su reino. Salieron a recibirle muy cortésmente el duque de Alba, el conde de Benavente y Fernando de Alarcón. Cincuenta pasos antes de llegar a la tienda del emperador, arrojó Muley Hacen al suelo su larga lanza de cuarenta palmos, soltaron los demás moros las suyas, apeáronse todos, llevaron en brazos a su rey, levantose el emperador para recibirle, Muley le besó en el hombro, y con gran respeto le dijo: «Seas en buen hora, gran rey de los cristianos, venido a estos trabajos que has tomado: espero en Dios misericordioso tendrán su recompensa; y si la fortuna de todo me privase, mientras Hacen, siervo tuyo, viviese, ni faltará voluntad para servirte, ni conocimiento para agradecerte el cuidado que por él tomaste. Por la venida que has hecho te doy mil gracias, y por lo que aquí te detendrás te beso los pies, pues en tan gran obligación me has puesto, así como a mis descendientes, dándome ayuda contra Haradín Barbarroja, que me ha hecho tantos males cuantos bienes él y sus hermanos de mí recibieron, cuando mayor necesidad tenían y yo mayor prosperidad. No te maravilles, gran sultán, de esto que digo, ni de las quejas que con dolor te doy, porque en ley de bueno cabe hacer buenas obras a todos, y a ninguno zaherirlas… No tanto codicio volver a Túnez por cobrar mi patrimonio ni entrar en mi reino perdido, cuanto por tener con que servirte.»

Contestole el emperador con mucha amabilidad, prometiendo que le libraría de los trabajos que Barbarroja pudiera darle, y encargó a todos los grandes y caballeros que le dieran el mejor tratamiento. Muley regaló a Carlos la hermosa y ligerísima yegua castaña que montaba, y se despidió para admirar luego el orden del ejército y campamento imperial, que para él era cosa nueva y sorprendente{10}.

Pasaron todavía los cristianos grandes fatigas y penalidades en los días siguientes. Los ardientes calores del suelo africano en la rigorosa estación del mes de julio, la sed abrasadora, la falta de agua y de alimentos sanos, los trabajos de las obras de ataque, las escaramuzas y rebatos diarios, el continuo cañoneo de una y otra parte, las enfermedades que se desarrollaban, todo hacía desear que se pusiera término a aquella situación lo más brevemente posible, y el emperador así lo procuró disponiendo un ataque general por mar y tierra a aquella fortaleza formidable. La noche antes de la batalla (13 de julio) la pasó visitando en persona, acompañado como siempre de su cuñado el infante de Portugal, todos los reparos y bastiones, baterías y trincheras, animando con alegre semblante a capitanes y soldados, recordándoles sus antiguas victorias, y principalmente el haber espantado con solo su nombre en Hungría y hecho retirar a quinientos mil turcos, y prometiendo recompensar largamente a cada uno según lo que en aquella jornada mereciese, con lo cual todos ardían en deseos de que llegara la hora del combate.

Las fuerzas así de tierra como de mar se habían dividido en tres tercios y puesto en la colocación conveniente para el ataque simultáneo. El príncipe Andrés Doria, general de la armada, mandaba las galeras que habían de batir la torre de la Goleta, el muro nuevo y el bastión de la marina. Ayudábale con las galeras del papa, con las de Rodas, Malta y Portugal, el caballero romano conde de la Anguilara. Capitaneaba las galeras de Nápoles don García de Toledo, marqués de Villafranca. Don Álvaro de Bazán era el jefe de la flota española. El ejército de tierra estaba igualmente partido en tres tercios: Santiago, San Jorge y San Martín eran los nombres de la vanguardia, del centro y de la retaguardia. Había en el campo de los españoles veinte piezas de batir, con una culebrina de más de veinte pies de largo: los italianos tenían en su cuartel diez y seis piezas.

Al romper el alba (14 de julio) el emperador oyó misa y comulgó con los de su corte. Al ser de día se dio la señal y comenzó el estruendo de la artillería de los cristianos, y a contestar los moros y turcos con la suya desde la Goleta. El cañoneo duró unas seis horas: el humo quitaba la vista, los estampidos ensordecían, el agua hervía debajo de las naves, y parecía que retemblaba la tierra y que se rompía y desgajaba el cielo. Comunicáronse los dos generales de tierra y de mar, el marqués del Vasto y el príncipe Doria; y el emperador tan pronto estaba en las baterías como cogía un arcabuz para disparar a los alárabes y moros de la parte de los olivares. Brava y heroica era la resistencia de los mahometanos. Al fin se desplomó la torre de la Goleta con su barbacana aplanando a los artilleros turcos, y desportillados los lienzos y bastiones por varias partes, se ordenó el asalto general. A los disparos que hacían todavía los turcos, se detuvieron y arremolinaron los italianos y españoles, y al verlo el emperador: «¡Oh mis soldados! exclamó a gritos: ¡aquí mis leones de España!» Y encendidos en coraje arremetieron a porfía sin acordarse ya nadie de la muerte. Parece que los primeros que entraron en la Goleta fueron los soldados Miguel de Salas y Andrés Toro, ambos toledanos: de la gente de las galeras fue el primero don Álvaro de Bazán, y de los caballeros el príncipe de Salerno.

Muertos y ahuyentados los turcos y moros, hízose general la entrada de los imperiales en la Goleta. Halláronse sobre cuatrocientas piezas de artillería, algunas muy gruesas y con flores de lis e inscripciones que denotaban haber sido llevadas de Francia. Se cogió gran cantidad de municiones y armas, y un número de flechas increíble; se apresaron en el canal cuarenta y dos galeras, entre ellas la capitana que Barbarroja había traído de Constantinopla, con mas otras cuarenta y cuatro galeotas, fustas y bergantines, y otras pequeñas naves hasta ochenta y seis de varias formas. El mismo día entró el emperador en la Goleta con el infante de Portugal su cuñado, y con el rey Muley Hacen, a quien dijo con risueño semblante: «Esta será la puerta por donde entraréis en vuestro reino.» Muley Hacen bajó los ojos, le dio las gracias, y dijo rogaba a Dios le diese cumplida victoria. Aquel mismo día escribió Carlos a la emperatriz, y a los grandes y virreyes de España noticiándoles su glorioso triunfo{11}.

El pensamiento del emperador era marchar aquella misma noche sobre Túnez, y así lo escribía a España. Mas en el campo imperial se levantó una fuerte oposición a este proyecto, fundada en no leves razones, cuales eran, el corto número de gente para tomar una ciudad populosa y vasta, defendida por cien mil y más combatientes con que contaba Barbarroja; la escasez de caballería para pelear contra veinte mil alárabes, diestros jinetes y con buenos caballos; los muchos soldados que se hallaban ya enfermos, y sobre todo el calor abrasador, y la falta de agua que los ahogaría en el camino. Pero Carlos, que tenía empeño en arrojar de allí a Barbarroja, y que había prometido el reino a Muley Hacen, convocó todos los caballeros y capitanes, les expuso con energía sus razones, les habló al alma, interesó su amor propio, y adhiriéndose a él el infante don Luis de Portugal y el duque de Alba, quedó resuelta la jornada a Túnez, si bien se difirió unos días.

Barbarroja, aun perdidas la Goleta y la flota, que eran sus dos grandes elementos de resistencia y de fuerza, resolvió también defender a todo trance su capital. Contaba con más de cien mil soldados, y si tenía muchos desafectos, procuraba ganarlos con dádivas o aterrarlos con ejemplares de castigos crueles, y fiaba en que faltaría sustento a los cristianos, y principalmente el agua, y se morirían de sed. Apercibió su gente, velaba todas las noches, tomó todas las medidas para esperar a los cristianos, y para estar más libre de zozobra encerró los cautivos, que eran más de doce mil, en la alcazaba, y gracias que no los hizo quemar, como fue su primer impulso y pensamiento.

Determinada la partida del ejército imperial, dispuso el emperador que quedara en la Goleta Andrés Doria con algunas compañías italianas y españolas, con los enfermos, las mujeres, los mercaderes y gente de oficio; y dejándole las convenientes instrucciones, y armándose él de punta en blanco, después de recorrer todos los escuadrones, se puso en marcha la mañana del 20 de julio con los veinte mil hombres de todas armas que formaban el ejército expedicionario, cuyo orden quiso dirigir él mismo en persona, no obstante que llevaba generales tan entendidos como el marqués del Vasto, el príncipe de Salerno, Fernando de Alarcón, el duque de Alba, el marqués de Mondéjar y otros buenos caudillos. El rey Muley Hacen le sirvió mucho para informarle de la posición de la ciudad, de sus contornos, de las costumbres y manera de pelear de los tunecinos y alárabes.

La marcha fue tan penosa como muchos habían previsto. A falta de bestias de tiro, tenían los hombres que arrastrar a brazo la artillería por un suelo de movediza y menuda arena. Habían andado dos millas cuando llegándose Muley Hacen a Carlos V le dijo: «Señor, los pies tenéis do nunca llegó ejército cristiano.– Adelante los pornémos, le respondió el rey, placiendo a Dios{12}.» Aunque cada soldado llevaba sobre sí la provisión para tres o cuatro días, y alguna agua en una pequeña bota, era tan recio el sol, y aquella tan escasa, y calentose tanto en siete horas de marcha por aquellos abrasados arenales, que se morían de sed y rompían las filas desmandándose en busca de agua, teniendo el marqués del Vasto, y el emperador mismo, que andar a cuchilladas con los soldados para ponerlos en orden. Algunos caían muertos y otros desmayados, como le aconteció al conde de la Coruña don Alonso de Mendoza, y había quien por beber se ahogaba en las cisternas. Así anduvieron las cinco millas desde la Goleta a Túnez, en cuyas inmediaciones encontraron a Barbarroja esperándolos con su numerosa morisma. Asustáronse muchos al ver tan espesa masa de enemigos, y como alguno lo manifestase así al marqués de Aguilar; «Mejor, contestó éste, así venceremos a más, y será mayor el despojo: a más moros más ganancia.» Frase que desde entonces quedó en España como adagio popular.

Frente ya uno de otro, Carlos V y Barbarroja, cada cual ordenó sus haces y arengó a los suyos. Fiado Barbarroja en la superioridad numérica de su gente, y en el cansancio, la fatiga y la sed de los imperiales, die el primero la señal de acometer, y arrojaronse sus moros con descompasados gritos sobre los cristianos; mas a pesar de su fuerza numérica, de la ventaja de sus posiciones, y del arrojo y esfuerzos del antiguo jefe de piratas, todo se estrelló contra la disciplina, la serenidad, el valor y los certeros tiros de las regladas tropas del imperio, dirigidas por tan expertos y entendidos capitanes; y después de algunas horas de recio y general combate, volvieron los mahometanos las espaldas al enemigo y los rostros hacia Túnez, arrastrando en su fuga al mismo Barbarroja, y quedando los cristianos en el campo, donde se hartaban en las cisternas y pozos de agua y de sangre, todo revuelto. La confusión y el espanto se difundieron por la ciudad, y muchos la desamparaban despavoridos. Barbarroja había vuelto decidido a defenderla, pero un suceso en que él no había pensado le puso en la desesperación, y dio al traste con sus planes. Los cristianos cautivos encerrados en las mazmorras de la alcazaba, aquellos a quienes había tenido tentación de hacer degollar, y cuyo acto de barbarie suspendió por habérsele afeado el judío Sinan, durante la ausencia de Barbarroja habían logrado ganar a dos guardas del fuerte, que eran españoles renegados, se hicieron dueños de las llaves, rompieron las cadenas, arrollaron la guardia turca, se apoderaron de la artillería, y la volvieron contra sus propios verdugos. Cuando lo supo Barbarroja, maldijo al hebreo que le había quitado del pensamiento degollar y quemar los cautivos, decayó de ánimo viendo la alcazaba perdida, desfallecieron también la mayor parte de los suyos, y lleno de rabia y de melancolía huyó de Túnez con los que quisieron seguirle camino de Bona.

Entretanto el victorioso emperador marchaba con su ejército hacia la ciudad con grandes precauciones por temor de alguna emboscada. En esto divisaron una bandera blanca en la torre de la alcazaba. El emperador, que ignoraba el suceso de los cautivos cristianos, no sabía a qué atribuir aquella señal; mas no tardó en ser informado de todo lo ocurrido por algunos moros del arrabal que se adelantaron a ofrecérsele de rodillas, besándole los pies y proclamando Imperio. Acercose entonces a la población, y encontrose con comisionados de la ciudad que salían a hacerle entrega de las llaves, y al ver a su antiguo rey Muley Hacen, mostraron o verdadera o fingida alegría con lengua, gestos y ademanes exagerados según su estilo. Bien hubiera querido Muley Hacen evitar el saqueo de la ciudad, y así se lo suplicó al emperador, hasta ofrecerle quinientas mil doblas con tal que en las dos primeras horas lo impidiese. ¿Pero podían ni el César ni los capitanes tener enfrenada la soldadesca una vez dentro en la ciudad? Así fue que no hubo medio de contener la matanza y el pillaje, en que se cebaron los soldados grandemente, siendo una de las cosas que sintió más Muley Hacen el destrozo de la magnífica librería, cuyas encuadernaciones e iluminaciones en oro y azul valían una suma inmensa.

Hizo pues Carlos V su entrada en Túnez el miércoles 21 de julio de 1535{13}. Halláronse allí muchas armas de las que los españoles habían perdido en la desastrosa jornada de los Gelbes, juntamente con el rico arnés dorado que fue del desgraciado don García de Toledo. Hiciéronse sobre diez y ocho mil esclavos, que se vendían a los más ínfimos precios. En cambio recobraron su libertad los doce o diez y seis mil cautivos cristianos que allí tenía Barbarroja, muchos de ellos desde el tiempo de sus piraterías. Despachó el emperador pliegos a todas las naciones de la cristiandad participándoles su triunfo, y envió a España con cartas para la emperatriz al caballero portugués Jorge de Melo. Permaneció algunos días en Túnez para tratar con Muley Hacen las condiciones con que había de entregarle su antiguo reino, que fueron las siguientes:

1.ª Muley Hacen se obligaba a dar libertad a todos los cautivos cristianos que existiesen en su reino, a no consentir que nunca ni por nadie fuesen maltratados.

2.ª Ni él ni sus sucesores cautivarían jamás, ni consentirían cautivar cristianos de ninguno de los dominios del emperador, ni de los de su hermano don Fernando.

3.ª El rey de Túnez permitiría en su reino iglesias cristianas, sin que se estorbara la celebración de los oficios y culto católico.

4.ª No consentiría vivir en sus tierras ningún moro de los nuevamente convertidos en Valencia y Granada.

5.ª Cedía Muley Hacen al emperador y reyes de España las ciudades de Bona, Biserta y otras fuerzas marítimas que Barbarroja tenía usurpadas en el reino de Túnez.

6.ª Dejaba a Carlos y sus sucesores la posesión de la Goleta con dos millas de terreno en circunferencia, con la sola condición de que permitieran a los vecinos de Cartago sacar agua de los pozos de la torre llamada del Agua.

7.ª Libre trato y circulación por todo el reino a los cristianos que guarneciesen la Goleta.

8.ª El rey de Túnez pagaría para el sostenimiento de la fortaleza doce mil ducados de oro anuales.

9.ª Todos los súbditos del emperador podrían comerciar libremente en el reino, teniendo un juez imperial para sus causas.

10.ª Muley Hacen y sus sucesores pagarían al rey de España y los suyos todos los años perpetuamente el día 25 de julio en reconocimiento de vasallaje seis buenos caballos moriscos y doce halcones, bajo las penas que de no cumplirlo se establecieron.

11.ª Mutua y perpetua amistad entre el emperador y sus sucesores y el rey de Túnez y los suyos, y libre negociación y comercio entre sus respectivos vasallos.

12.ª El de Túnez no recogería, antes se obligaba a echar de sus reinos todos los corsarios y piratas que anduviesen por el mar y fuesen enemigos del César{14}.

Bajo estas condiciones, que firmaron los dos monarcas, con sus correspondientes testigos, y que se escribieron en español y en arábigo, dio Carlos posesión de su antiguo reino a Muley Hacen, que subiendo otra vez al trono por entre torrentes de sangre no podía prometerse ser mejor quisto que antes de sus vasallos, por más que el emperador le dijera al despedirse estas nobles palabras: «Yo gané este reino derramando la sangre de los míos; tú le has de conservar ganando el corazón de los tuyos: no olvides los beneficios que has recibido, y trabaja por olvidar las injurias que te han hecho.»

En persecución de Barbarroja había enviado Carlos a Adán Centurión con algunas galeras, el cual se volvió sin atreverse a llegar a Bona. Avergonzose Andrés Doria de aquella cobardía, y marchó él mismo con cuarenta galeras: mas cuando llegó a las aguas de Bona, ya Barbarroja se había fugado: tomó la ciudad y el castillo, y regresó dejando en él a Alvar Gómez con una compañía de españoles. De buena gana hubiera ido el emperador en seguimiento del famoso corsario hasta arrojarle también de Argel, pero hubo de desistir ante las consideraciones que le expusieron. Logrado, pues, el objeto de su expedición, despidió las flotas de Portugal y Castilla, y dejando por alcaide y gobernador de la Goleta a don Bernardino de Mendoza con mil veteranos españoles, diose a la vela con el resto de las naves la vía de Italia, arribó a Trápana, ciudad de Sicilia (20 de agosto), y de allí a Monreal y Palermo, donde fue recibido con las demostraciones más solemnes de público regocijo.

De tal modo el resultado de esta ruidosa expedición hizo subir de punto la fama de Carlos V, que su gloria, como dice un entendido historiador, «eclipsó la de todos los soberanos de Europa, pues mientras los demás príncipes no pensaban sino en sí mismos y en sus particulares intereses, Carlos se mostró digno de ocupar el primer puesto entre los reyes de la cristiandad, toda vez que aparecía cifrar todo su pensamiento en defender el honor del nombre cristiano, y en asegurar el sosiego y la prosperidad de Europa.»




{1} Sandoval inserta esta instrucción en el libro XXI de la Historia del Emperador Carlos V.

{2} Decimos indistintamente Andrés o Andrea Doria, porque de ambas maneras se escribe en las historias el nombre bautismal del ilustre genovés, españolizándole unos, y conservando otros su originaria terminación.

{3} En la Biblioteca del Escorial, códice de Misceláneas, ii-V-4, se halla un opúsculo con el título de: «Tratado de la memoria que S. M. envió a la Emperatriz nuestra Señora del ayuntamiento del armada, reseña y alarde que se hizo en Barcelona, &c. en que se da noticia de los buques aprestados para la expedición de Túnez en los términos siguientes:

«El Marqués del Gasto (Vasto) es salido de Génova con 45 naos gruesas, entre las cuales vienen muy hermosas carracas: en las cuales vienen ocho mil alemanes y dos mil y quinientos españoles de los viejos que estaban en Italia… Andrea Doria trajo 17 galeras, y en ellas mil y ochocientos hombres de guerra, y en cada galera ciento cincuenta hombres de remos.– Don Álvaro de Bazán 15 galeras, con la misma orden.

Las galeras de Italia.

«El papa 9 galeras.– Génova 8 galeras.– Nápoles 4 galeras.— La Religion 6 galeras.– Cecilia 4 galeras.

«Otros señores grandes de Italia, cada uno con lo que puede: que son por todas setenta galeras. En estas viene la gente de Italia que vienen con las naos y con el Marqués del Gasto (Vasto).

«El rey de Portugal envió 23 carabelas muy ataviadas con dos mil hombres de guerra, y un galeón muy hermoso.

«De Vizcaya 23 zabras con mil y quinientos hombres de guerra, y dos galeones.

«Aquí en Barcelona y en estas costas se han tomado 80 escorchapines para caballos y otras cosas.

«Saldrán de aquí con S. M. y sus guardas y gente de su casa, y señores y caballeros, y otros muchos aventureros: de esta tierra gran número de gente que no se puede contar al presente, y todos muy bien acompañados, que es cosa muy admirada. Y cada día viene más gente, portugueses y españoles.»

Mas arriba se lee: «De Málaga vienen 80 naos, las cuales están en Salou… en las cuales vienen ocho mil hombres de paga y mil jinetes, que por lo menos no hay ninguno que no trae uno o dos consigo, de manera que en esto serán quince mil hombres.»– Colección de documentos inéditos, tom. I.

{4} Instrucción de Carlos V a la emperatriz su esposa al salir a la expedición contra Túnez: Colección de documentos inéditos tomo III.

{5} En el mismo citado opúsculo de la Biblioteca del Escorial se refiere el alarde que hizo el emperador en Barcelona de todas las tropas destinadas a la expedición de Túnez, y se describe minuciosamente el traje de gala que llevaba cada grande y cada caballero, con los hombres de armas, pajes y demás que acompañaban a cada uno.

{6} Carta del emperador al marqués de Cañete, virrey de Navarra, desde Barcelona a 9 de mayo, dándole cuenta de su viaje y proyecto, y encargándole obedeciese en todo a la emperatriz.– Sandoval, Hist. de Carlos V, lib. XXII.

{7} Cuenta Sandoval que entre varios renegados que se pasaron al campo imperial y que fueron perdonados, había uno que había sido fraile en Sevilla, y venía con turbante turco, barba rapada, largos mostachos, y una guedeja de pelo en la coronilla, el cual fue quemado de orden del emperador por el licenciado Mercado y el alguacil Salinas.

{8} Llamose así esta célebre fortaleza, de gola o cuello, por estar en una garganta que hace una ensenada que del mar va a la gran laguna o estanque. La descripción de este fuerte puede verse en Sandoval, lib. XXII, núm. 12.

{9} «En este tiempo vino de Túnez un moro, el cual decía que era panadero del Barbarroja y ofreciose de entosigalle, lo cual el Emperador jamás quiso aceptar, porque no fuese traición el camino por do alcanzase la victoria.»– Relación de lo que sucedió en la conquista de Túnez y la Goleta, Códice de Misceláneas de la Biblioteca del Escorial, estante ii, núm. 3.

{10} Consérvanse en nuestros archivos varias cartas que el emperador escribió a la emperatriz y a algunos grandes y señores de España, entre ellos, al virrey de Navarra, con quien se comunicaba siempre que podía, fechadas: «De nuestro campo sobre la Goleta de Túnez, a 30 de junio del año de 1535.– Yo el Rey.– Cobos, Comendador mayor.» En ellas da cuenta de lo que le había acaecido desde su salida de Barcelona hasta aquella fecha. Nuestros antiguos historiadores insertan algunas de ellas. Otras hay inéditas, que la naturaleza de nuestra obra no nos permite detenernos a copiar.– El inglés Robertson dedica solo unas breves páginas a la relación del importante sitio y conquista de la Goleta y de Túnez, y omite todos los incidentes. Sandoval, por el contrario, trata este suceso con tanta prolijidad, que le consagra multitud de páginas en folio.

{11} Sandoval cita varios hechos de armas heroicos, y particulares rasgos de valor que ocurrieron en el sitio y toma de la Goleta, de esos que siempre acontecen en tan largos y serios combates.– De las cartas del emperador solo cita las que dirigía al marqués de Cañete, virrey de Navarra, las cuales pudo sin duda conocer más fácilmente, y se le franquearían del archivo de aquel reino, como obispo de Pamplona que era.

{12} Relación de lo que sucedió, &c. Biblioteca del Escorial, estante ii.– núm. 3.

{13} Sandoval ha tenido la curiosidad de observar la rara coincidencia, que el 16 de junio en que desembarcó el emperador en África, fue miércoles, que el 14 de ju lio, en que tomó la Goleta, fue miércoles también, y el 21, en que hizo su entrada en Túnez, fue igualmente miércoles.

{14} Dumont, Corps. Diplomat. tom. II.– Sandoval. Hist. del Emperador, lib. XXII.