Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro I Reinado de Carlos I de España

Capítulo XX
El emperador en Francia
Nuevas guerras con Francisco I
1529-1538

Comportamiento de Francisco después de la paz de Cambray.– Busca enemigos al emperador.– Desatentada política del francés.– Suplicio horrible de herejes: irrita a los príncipes reformistas a quienes había halagado.– Marcha contra Milán.– Despoja al duque de Saboya.– Acógese éste a la protección del emperador.– Pretende el francés suceder al duque Sforza en el Milanesado.– Solemnísima declaración de guerra hecha a Francisco I por el emperador en Roma, en plena asamblea del papa, cardenales y embajadores: reto arrogante.– Entrada del emperador con grande ejército en Francia: imprudente confianza de Carlos.– Atinadas medidas de Francisco para la defensa de su reino.– Comprometida situación del ejército imperial.– Retirada deshonrosa.– Muerte del famoso capitán Antonio de Leiva.– Vuelve Carlos V a España.– Guerras de franceses e imperiales en Flandes y Lombardía.– Intervención de dos reinas en favor de la paz.– Treguas.– Alianza de Francisco I con el sultán de Turquía contra el emperador.– Formidable armada turca en las costas de Italia.– Barbarroja y Andrés Doria.– Negóciase la paz entre Carlos y Francisco.– Buenos oficios del papa y de las dos reinas.– Tratado de Niza.– Tregua de diez años.– Célebre entrevista de Carlos y Francisco en Aguas-Muertas.– Se abrazan, y se separan amigos.– Resultado de estas guerras.
 

Un soberano había también en Europa que en vez de alegrarse de los triunfos de Carlos V, no solo los oía con envidia, sino con pena, y aun procuraba servirse de ellos como de arma para concitar los recelos y sospechas de las demás naciones sobre su desmedido engrandecimiento y sobre sus designios, como había aprovechado su ausencia para trabajar en suscitarle compromisos y enemigos.

Este soberano era Francisco I de Francia, su eterno rival, que humillado y mortificado desde la paz de Cambray (1527), alimentaba en secreto su antiguo odio a Carlos, y no había cesado de buscar ocasiones y pretextos para ver de recobrar su perdida influencia y vengar las humillaciones recibidas del emperador. Un agravio que el duque de Milán Francisco Sforza le hizo en la persona de su embajador{1}, le dio motivo para amenazar a Sforza, para quejarse agriamente al emperador, suponiéndole autor de aquel ultraje, y para apelar a todos los príncipes de Europa contra Carlos, de quien no pudo alcanzar satisfacción (1533). Pero sus gestiones fueron inútiles. El pontífice Paulo III, que había sucedido a Clemente VII, quiso mantenerse neutral en las cuestiones de los dos monarcas, y Enrique VIII de Inglaterra no se prestaba a favorecer a Francisco, mientras éste no se emancipara como él de la obediencia a la silla apostólica. Entonces el monarca francés en su ciega indignación se precipitó en una marcha política incomprensible, contradictoria, y a todas luces desatentada. Quiso hacerse partido con los príncipes protestantes de la liga de Smalkalde{2}, halagando sus doctrinas, y a este objeto envió a Alemania a Guillermo Du Bellay, y aun invitó a Melanchthon, el más moderado y pacífico de los reformadores, a que pasase a París para tratar el medio de avenir las sectas reformistas que desgraciadamente desunían a la iglesia. Y en los momentos que Carlos V proyectaba en favor de la cristiandad su expedición contra Barbarroja (1534), Francisco daba audiencia pública a un enviado del Gran Turco, y manejábase de modo que llegó a entablar, en odio al emperador, inteligencias secretas con el Sultán y con el famoso corsario.

Mas para desvanecer las vehementes sospechas que de poco afecto a la iglesia católica daba con tan imprudentes pasos, determinó hacer un alarde público de celo religioso, pero llevándolo a tal extremo que le colocó en otra situación no menos comprometida y grave. Unos protestantes franceses, sectarios de Zuinglio (que ya la reforma había penetrado también en Francia), habían fijado en París a las puertas del palacio real y de otras casas principales unos carteles indecorosos, insultando los más venerables dogmas y artículos de la religión. Aprovechó el rey aquella ocasión para dar un testimonio público de que era un celoso católico y un verdadero Rey Cristianísimo. Mandó hacer una procesión solemne llevando al Santísimo Sacramento por las calles de París, en la cual iba toda la real familia, y marchaba él mismo a pie, con la cabeza descubierta y una hacha encendida en la mano (enero, 1535). Después de la procesión exhortó al pueblo a permanecer en la fe católica, y añadió con enérgico lenguaje, que era tal su aborrecimiento a la herejía que castigaría con la muerte a sus mismos hijos si de ella estuviesen infestados, y que si sintiese una de sus manos contaminada, se la cortaría con la otra. Y como se hubiese descubierto a seis de los autores de los pasquines, los hizo quemar pública y bárbaramente, mandando que se ejecutase lo mismo con todos los que hubiese en el reino{3}.

Con esto irritó a los príncipes de la liga de Smalkalde, a quienes había tratado de halagar, y que nunca tuvieron confianza en las declaraciones del monarca francés; de modo que no le fue posible ya hacerlos amigos, por más artificios y por más esfuerzos que para ello empleara el enviado Du Bellay. Aún el mismo elector de Sajonia, el más acalorado reformista, permitió ya a Melanchthon hacer el viaje a Francia, bien que le lisonjeara verse llamado por un soberano tan poderoso.

Sin embargo de no hallar el rival de Carlos apoyo alguno en los príncipes, no por eso renunció a su deseo de suscitar embarazos al emperador, y a su afán de dominar en Italia, haciendo marchar su ejército a este país, primeramente contra el duque de Milán, cuyo ultraje no quería dejar sin venganza, y después contra el duque de Saboya, cuñado y aliado íntimo del emperador, a quien comenzó a despojar de sus estados, alegando el derecho que decía tener a ellos por su madre Luisa de Saboya, y renovando todas las antiguas reclamaciones de la corona de Francia. Débil como era el saboyano para resistir a tan poderoso monarca como el francés, tuvo que sufrir el despojo de la mayor parte de sus tierras, no quedándole otro recurso que acogerse a la protección de su deudo y amigo el emperador, que acabando de llegar de África no podía auxiliarle con la presteza que quisiera.

La muerte sin sucesión del duque Francisco Sforza acaecida por este tiempo (octubre, 1535), añadió nuevo y más vivo fuego a las rivalidades entre el emperador y el monarca francés sobre la eterna cuestión del Milanesado, pretendiendo Francisco que volviese a la corona de Francia, por más que ocho años antes hubiera renunciado solemnemente todo derecho a Milán y a Nápoles{4}, y tomando Carlos posesión del ducado vacante, como feudo del imperio, y alzándose por él pendones en Milán. Entretuvo no obstante el emperador al rey de Francia con astuta política, haciéndole concebir alternativamente esperanzas de dar la investidura de aquel ducado, ya al duque de Orleans, su segundo hijo, ya al de Angulema, su hijo tercero, y guardando una conducta ambigua, mientras secretamente se preparaba a hacerle la guerra, concertándose con Venecia y los cantones suizos, y levantando hombres y recursos en abundancia, de Nápoles, de Sicilia, de España, de Alemania y de Flandes, que todos le facilitaron con el mayor placer, por el prestigio que entonces acompañaba su nombre.

En efecto, Carlos a su regreso de Túnez, había sido festejado en toda Italia con cuantas manifestaciones de público regocijo podía inspirar el más loco entusiasmo. Las fiestas de Nápoles excedieron a todo lo que en aquella población se había visto en ningún tiempo, compitiendo todas las clases a porfía, desde el clero episcopal y la alta nobleza hasta los artesanos más humildes, en agasajarle con procesiones, banquetes, saraos, mascaradas, corridas de toros a estilo de España, y con todo lo que la fecunda imaginación de los napolitanos podía inventar de más fastuoso, y agotando su talento los oradores y poetas de Italia para derramar el incienso de las alabanzas y ensalzar la grandeza y las victorias del César. En el camino de Nápoles a Roma, y principalmente en su entrada en la ciudad de los césares y de los pontífices, su recibimiento no fue menos ostentoso que el de los antiguos triunfadores romanos (5 de abril, 1536). Veinte y dos cardenales, y multitud de arzobispos, obispos, abades, clérigos, nobles, magistrados y ciudadanos, salieron fuera de los muros de la ciudad santa a ofrecerle su respetuoso homenaje. La comitiva imperial iba vestida de toda gala con ricas telas de seda y oro. Marchaba delante el senado y cancillería romana, y detrás el emperador debajo de palio, cuyas varas llevaban caballeros y gentiles-hombres. La guardia del castillo de Sant-Angelo abatió sus armas y bandera al pasar Su Majestad Cesárea, y los soldados se arrodillaron todos. A la puerta de San Pedro le esperaba el papa con otros cuatro cardenales y varios prelados. Carlos se apeó, besó el pie al pontífice, y éste le abrazó muchas veces, no pudiendo percibirse lo que entre sí hablaron por el ruido de las músicas y de las salvas de artillería. Estuvo el emperador la Semana Santa en Roma; anduvo las estaciones y asistió a las ceremonias sagradas con toda solemnidad y grande acompañamiento, y habló al pontífice de la necesidad de tener pronto un concilio general para la extirpación de las herejías.

Cuando así se hallaba Carlos halagado y mimado, y cuando tenía hechos sus preparativos de guerra, entonces fue cuando al rey Francisco I le dio la mala tentación de apurarle por medio de sus embajadores para que le diese una respuesta categórica en lo de Milán; y como al propio tiempo supiese Carlos que los embajadores del francés le andaban haciendo inculpaciones sobre las guerras pasadas y hasta sobre la propagación de la herejía de Lutero, atribuyéndola a descuido suyo o falta de energía, llenose de indignación, y prometió contestarles al día siguiente en una sesión que se había de celebrar a presencia del pontífice, del colegio de cardenales y de los embajadores de todas las potencias existentes en Roma. En esta célebre sesión (17 de abril), pronunció el emperador en lengua castellana un estudiado, extenso y vigoroso discurso, en que comenzó ponderando sus esfuerzos por mantener la paz de Europa, y prosiguió haciendo fuertes y severísimos cargos al francés por las guerras injustas que llevado de su ambición le había movido, echándole en rostro su ingratitud y deslealtad en la infracción de los tratados de Madrid y de Cambray, el despojo que acababa de hacer de sus dominios al duque de Saboya, y sus injustas pretensiones al ducado de Milán. Y saliendo de su natural moderación añadió: «Pues sepa el rey Francisco, y sepan cuantos me oyen, y con ellos todo el mundo, que ni tengo de dar a nadie lo mío, ni tomar tampoco lo ajeno, ni disimular las injurias del duque de Saboya. Entiendan todos mi propósito. No diga el rey que le quiero engañar ni tomarle de sobresalto: de aquí me iré con el favor de Dios a Lombardía, juntaré allí el mayor ejército que pudiere, y con él entraré por Francia, y procuraré vengar mis injurias y las de los míos, como a mi oficio conviene hacerlo.

»Mas lo mejor de todo (continuó con arrogancia) será excusar los grandes males y daños que suelen seguirse de la guerra, a donde padecen ordinariamente los que no tienen culpa. Hayámoslo nosotros de bueno a bueno: pongamos el negocio en las armas. Haga el rey campo conmigo de su persona a la mía, que desde agora digo que le desafío y provoco, y que todo el riesgo sea nuestro, cómo y de la manera que a él le pareciere, con las armas que le plazca escoger, en una isla, en un puente, a bordo de una galera amarrada en un río… que yo confío en Dios, que como hasta agora me ha sido favorable, y me ha dado victoria contra él y contra todos los enemigos suyos y míos, me ayudará ahora en una causa tan justa…»

Dijo esto en tan alta voz, y con acento tan imperioso y vehemente, que el papa no pudo menos de interrumpirle, y de exhortarle, dándole paz en el rostro, con mansas y dulces palabras, a que templase el enojo que le arrebataba, y a que no pusiera en tan peligroso trance su persona que tanto importaba en el mundo. Quisieron hablar los embajadores de Francia, y el pontífice no se lo permitió. Diose la sesión por terminada; un embajador francés rogó al emperador le diese su discurso escrito; hízolo el César, aunque suavizando algunas frases, y esta inusitada y solemne declaración de guerra le fue llevada inmediatamente a Francisco I, que tenía a la sazón cerca de treinta mil soldados en el ducado de Saboya, haciendo todo el daño que podían.

Ya no había medio posible de evitar otra guerra entre los dos antiguos rivales, y el papa mismo que hubiera querido impedirla tuvo que presenciar los armamentos del ejército imperial. Partió pues Carlos de Roma, dirigiéndose sucesivamente a Siena, Florencia, Asti y Fossano: esta última plaza la tenía sitiada Antonio de Leiva con quince mil infantes, alemanes, españoles e italianos. El ejército que el emperador llegó a reunir era de setenta mil hombres con cien piezas de artillería: sus principales caudillos, el marqués del Vasto, el duque de Alba, el conde de Benavente, el marqués de Aguilar, el príncipe de Visiñano, don Fernando Gonzaga, Ascanio Colona y el príncipe de Salerno; pudiendo decirse el general en jefe Antonio de Leiva, puesto que su parecer y consejo era el que seguía el emperador comúnmente{5}. El plan de Carlos era penetrar en el Mediodía de la Francia, con el grueso del ejército, mientras dos cuerpos de tropas levantadas por sus dos hermanos, Fernando, rey de romanos, y María, gobernadora de Flandes, invadían también la Francia, por la Champaña el uno y por la Picardía el otro. En vano sus generales le suplicaron que se mirase bien en llevar adelante tal empresa, y en vano el marqués del Vasto con más empeño que todos le rogó hasta de rodillas que renunciase a un pensamiento que veía erizado de inconvenientes y peligros, recordándole el mal éxito que en la misma empresa y en ocasión más favorable habían tenido el duque de Borbón y el marqués de Pescara, y haciéndole presente que de todos modos sería necesario dejar antes sujeto el Piamonte. Cegó a Carlos esta vez el humo de tanto incienso como en Italia había recibido, traíanle un tanto desvanecido sus victorias de África, perturbábale su irritación contra el francés, y hubiérale acabado de decidir, si necesario fuese, el consejo de Antonio de Leiva, que hablando de Francisco y de los franceses solía decir: «a los animales bravos se los ha de buscar en sus mismas cuevas{6}

Un acontecimiento impensado facilitó al emperador la entrada en Francia. El marqués de Saluzzo, a quien Francisco había confiado un cuerpo de ejército para la defensa del Piamonte, o por reyertas que tuvo con el almirante de Francia, o porque dando fe a pronósticos de astrología judiciaria a que era muy dado, creyese que el poder de la nación francesa estaba tocando a su término, y que Carlos se iba a alzar con la soberanía general de Europa, abandonó su puesto y se pasó al campo imperial, dejando comprometida y casi abierta la frontera. Defección que nos hace recordar la del duque de Borbón y la de Andrés Doria, y la mala suerte, y tal vez también el mal manejo que Francisco tenía con sus generales. La fortuna de éste fue que Mompezat, que defendía la plaza de Fossano, aunque al fin tuvo que rendirla a Antonio de Leiva, embarazó no obstante a fuerza de valor y de destreza al ejército imperial cerca de un mes, dando lugar a Francisco a combinar un plan de defensa para resistir dentro de su reino a tan poderoso enemigo. Este plan, al parecer opuesto al genio vivo y agresivo de la nación francesa, y cuya ejecución se encomendó a Montmorency, a quien se supone también su autor, consistía en estar a la defensiva, no comprometerse ni aceptar batalla sin la seguridad del buen éxito, no guarnecer sino las plazas más fuertes, concentrarse en ellas, destruir las otras, y talar y dejar sin mantenimiento los países y comarcas limítrofes, obligando a los habitantes de las poblaciones indefensas a abandonar sus casas y trasladarse a las montañas o al interior del reino. Las plazas que se determinó defender fueron Aviñón, Marsella y Arlés, y la devastación se extendía desde los Alpes hasta Marsella, y desde el litoral del Mediterráneo hasta los confines del Delfinado. Pocas veces se ha visto a una nación civilizada recurrir a un medio tan heroico y extremo para defenderse de una invasión extranjera.

Sordo, pues, el emperador a las reflexiones de sus generales, se lanzó con la vanguardia de su ejército a las fronteras de la Provenza sin dejar asegurado el Piamonte (agosto, 1536), y embriagado con la idea de un triunfo que se le representaba seguro, mientras se le incorporaban las tropas procedió a distribuir entre sus oficiales las conquistas que se imaginaba. Mas no tardó su confianza en bajar de punto al encontrarse en medio de un país desierto y devastado, y ya comprendió que quien había dejado yermas provincias enteras de su propio reino, mostraba bien su resolución de defenderle hasta la última extremidad. Esperaba no obstante Carlos recibir algunas subsistencias por mar; pero aunque Andrés Doria había entretanto tomado a Tolón, hallábase su flota detenida por contrarios vientos. No sabiendo ya qué hacer de sus tropas, tentó dar un golpe decisivo sobre Aviñón, mas hubo de desistir en vista de haberle representado impracticable la empresa los oficiales que envió a reconocer el terreno. Entonces el emperador avanzó sobre Marsella, mientras el marqués del Vasto lo verificaba sobre Arlés, esperando que los franceses dejarían su fuerte posición para acudir al socorro de las dos plazas. En todo se engañó esta vez Carlos; Montmorency permaneció como inmutable; las guarniciones de Arlés Marsella los rechazaron vigorosamente, y después de haber intentado un segundo esfuerzo contra Aviñón, tan infructuoso como el primero, se vio obligado a retirarse de Francia sin gloria, y sin otro fruto de tan inmensos preparativos que haber malgastado dos meses y muchos recursos en una empresa temeraria, y haber perdido la mitad de sus soldados, víctimas del calor, del hambre y de las enfermedades{7}.

En esta malhadada expedición murió el que más parte en ella había tenido, el famoso general Antonio de Leiva, príncipe de Ascoli, el héroe de Pavía, gobernador de Milán después de la muerte del duque Francisco Sforza, y cuyas hazañas le hicieron digno de ser colocado entre los más insignes capitanes de su siglo{8}. Esta muerte, que sintió amargamente el emperador, fue una de las causas que le decidieron más a acelerar su retirada (octubre, 1536). También pereció en esta desastrosa campaña el esclarecido poeta Garcilaso de la Vega en el acto de asaltar la torre de Muey a la salida de Provenza, bien que los imperiales se vengaran cumplidamente de sus matadores, no dejando uno solo con vida{9}.

También el monarca y el pueblo francés tuvieron que lamentar durante esta campaña la pérdida del delfín, príncipe muy querido por sus prendas, que murió, como Felipe I de España, de haber bebido inmoderadamente agua después de un ejercicio muy violento. La maledicencia supuso haber sido envenenado, y de esta suposición fue víctima el noble italiano conde de Montecuculli, sumiller de la casa del delfín, a quien inhumanamente dieron tormento y despedazaron. Con malicia harto refinada se hicieron también recaer sospechas sobre los generales del emperador. Mas sobre no haberse podido aducir prueba de ninguna especie, ni el emperador ni sus generales habían usado jamás de tan abominables artificios, ni tenían el menor interés en la muerte del delfín, puesto que quedaban al rey de Francia otros dos hijos en edad de sucederle: y en el caso de haberse verificado el envenenamiento, con más verosimilitud se hubiera podido inculpar, como apuntan los historiadores, a la ambiciosa y altiva Catalina de Médicis, esposa del duque de Orleans su segundo hermano, en quien recaía la sucesión al trono.

De las otras dos invasiones, la de los alemanes por Champaña no se había realizado. La de los flamencos por Picardía al mando del conde de Nassau fue tan adelante, que puso en alarma a la nobleza y al pueblo de París. Nobles y pueblo acudieron en masa a atajar los progresos de los de Flandes, y obligaron al de Nassau a levantar el sitio que tenía puesto a Peronne, y a pronunciarse en retirada a los Países Bajos, casi al mismo tiempo que el emperador retrocedía a Italia por el mismo camino que había llevado hacía algunos años el marqués de Pescara de regreso de otra expedición tan poco venturosa como esta. Dejó Carlos un tercio de infantería española en Niza, encomendó el gobierno de Lombardía al marqués del Vasto, pasó a Génova, donde se detuvo por falta de salud algunos días, y de allí dio la vuelta a Barcelona (noviembre, 1536), entrando en España con los laureles de Túnez un poco marchitos, por su temerario empeño en haberlos paseado por Francia{10}.

Había deseado siempre el papa Paulo III ser medianero de paz entre Carlos y Francisco, y ahora mediaron proposiciones, tratos y contestaciones encaminadas a este fin entre el pontífice y el emperador. Mas como el jefe de la Iglesia no pudiese lograr que modificara Carlos algunas de las condiciones que exigía, y que le parecían inadmisibles por el monarca francés, no pudo Su Santidad llevar a feliz término esta buena obra, por más que para obligar al monarca español le decía que él estaba determinado a unirse a aquel que más en lo razonable se pusiese. Pero lejos de ponerse ni el uno ni el otro en lo razonable, cada uno de los dos soberanos parecía andar discurriendo la manera de eternizar sus odios y sus guerras. El parlamento de París, con asistencia del rey Francisco y de los príncipes de la real familia, acusó muy formalmente a Carlos de Austria de haber faltado al vasallaje que por la posesión de los condados de Flandes y de Artois debía a la corona de Francia, y por consecuencia, de haber obrado como súbdito rebelde: se le mandó comparecer ante el parlamento como ante el juez competente, y como Carlos no compareciese ni por sí ni por apoderado, se procedió a la vana y ridícula demostración de condenarle en rebeldía (1537), de declarar confiscados sus feudos de Flandes y Artois, y de publicar la sentencia a son de trompetas{11}.

En su virtud, y como en cumplimiento y ejecución de la sentencia, y para tomar posesión de los dominios que por ella se adjudicaban a la corona de Francia, marchó el monarca francés con ejército a la frontera de Flandes, donde se movió una guerra formal, a la cual asistieron personalmente el rey, el duque de Orleans, ya delfín por la muerte de su hermano, y el mariscal de Montmorency, nombrado condestable por sus servicios en la anterior campaña. Ya aquella guerra llevaba destruidas algunas provincias de ambos estados, cuando por fortuna interpusieron sus buenos oficios en favor de la paz dos reinas hermanas, la de Francia y la de Hungría, hermanas ambas del emperador, y consiguieron que por lo menos se firmara una tregua de diez meses (31 de julio, 1537), si bien limitada solo a los Países Bajos.

Porque al mismo tiempo seguía ardiendo otra guerra en el Piamonte entre los ejércitos de Carlos y de Francisco; que en todos los campos medían sus fuerzas, agotándose estas primero que sus rencores. También aquí intervinieron las dos reinas, no queriendo dejar incompleta su obra; e instando la una a su hermano Carlos, la otra a su esposo Francisco, y ambas a los dos soberanos, ayudadas también del romano pontífice, siempre neutral, y siempre deseoso de templar las iras de los dos rivales, redujéronlos al fin a concertar una tregua de tres meses en el Piamonte (1538), quedándose cada uno de los dos monarcas con las plazas y territorios que a la sazón poseía, hasta que sus respectivos plenipotenciarios arreglasen un convenio definitivo, para el cual por cierto se suscitaron cuestiones que los obligaron a prolongar la tregua hasta el año siguiente{12}.

Y no eran solo las guerras de Flandes y del Piamonte las que en este tiempo traían enredados a los poderosos y rivales monarcas. Con sentimiento y extrañeza, y aun con escándalo de la cristiandad, el rey cristianísimo había provocado y ayudaba al sultán de Turquía a combatir al rey católico. Ya hemos indicado las inteligencias no muy secretas en que Francisco I de Francia andaba hacía tiempo con Solimán de Turquía. Pues bien; cuando Barbarroja se vio vencido y arrojado de Túnez por el emperador y ahuyentado de Bona por la armada de Andrés Doria, el infatigable corsario armó todavía en Argel una flota de treinta y cinco galeras y algunas fustas, enarboló en ellas banderas cristianas, y tomando rumbo a las islas Baleares, arribó al puerto de Mahón, cuyos habitantes, creyendo que eran las naves españolas que volvían victoriosas de Túnez, las saludaron con salvas de artillería, echaron al vuelo las campanas en señal de regocijo, y se disponían a abrazar alegremente a sus hermanos. Todo aquel entusiasmo se trocó súbitamente en espanto y tristeza, cuando una casualidad les hizo saber que quien tenían delante era el terrible Barbarroja con dos mil quinientos turcos. Corta y escasa la población para resistir a los ataques que muy pronto le comenzó a dar el famoso pirata, y aportillada ya la cerca por su artillería, los desgraciados mahoneses tuvieron que darse a partido: entró Barbarroja en la ciudad, saqueola a su sabor, no dejando ni aún cerrojos en las puertas, hizo más de ochocientos cautivos, y con esta presa se reembarcó para Constantinopla a presentársela al sultán, y a mostrarle que si había sido desgraciado en Túnez, aun no le faltaba arrojo para acometer empresas (fines de 1536).

Acogiole con mucha alegría el turco, y aceptó con tanto más placer los servicios que volvió a ofrecerle Barbarroja, cuanto que en aquella ocasión andaban instando a Solimán a que declarara la guerra al emperador y rey de España. Los que tales instancias le hacían eran un desterrado de Nápoles llamado Troylo Pignatelli, y muy especialmente un enviado del rey de Francia nombrado Laforet, el cual hacía tiempo que le aconsejaba de parte de su amo que abandonara la guerra de Persia, pues le sería más ventajoso hacerla al emperador en Italia por mar, mientras el rey Francisco la hacía por tierra en Flandes y Lombardía, siendo imposible que de este modo pudiera el emperador resistirles. ¡A tal punto llevaba el francés su despecho, y a tal extremo le arrastraba su encono y su afán de destruir a Carlos! A la provocación del embajador francés se agregaron las excitaciones de Barbarroja en el propio sentido, y todas juntas decidieron a Solimán a enviar todas sus naves y todos sus guerreros contra el emperador. En su consecuencia una inmensa armada turca, de cerca de cuatrocientas velas, con doscientos mil hombres y muchos centenares de cañones de todos calibres, se encaminó, parte amagando primeramente a Hungría, parte derechamente a las costas de Italia con Barbarroja y Pignatelli (1537).

Felizmente para Italia y para la cristiandad entera, el éxito de tan formidable aparato bélico estuvo lejos de corresponder a las esperanzas que habían hecho concebir al gran turco sus instigadores. Porque ni el rey Francisco pudo ejecutar por su parte lo que había prometido en el Piamonte y el Milanesado, ni los de la Pulla y Calabria se movieron en contra del emperador a la aproximación de los turcos, según al sultán se lo había asegurado. Y por otra parte, el virrey de Nápoles proveyó bien los castillos de aquel reino, el pontífice mismo levantó un ejército y una flota en defensa de sus dominios y de la causa cristiana, y el ilustre marino genovés Andrea Doria acudió presuroso con sus galeras, y ayudado de las naves pontificias y venecianas, con su acostumbrada inteligencia y arrojo combatió y destruyó unas galeras turcas, e intimidó y ahuyentó otra vez al mismo Barbarroja; de modo que tanto el terrible corsario como el poderoso sultán creyeron más conveniente emplear la armada turca contra Venecia, que seguir luchando contra el emperador. Así fue como la desgraciada Italia se preservó, después de tantas calamidades como ya había sufrido, de ser presa del furor mahometano; y de haberlo sido Italia, no sabemos en qué trance hubiera puesto a todas las naciones cristianas la ambición, el encono y la ceguedad indisculpable del monarca francés.

Como en este tiempo anduvieran las dos reinas de Francia y de Hungría negociando la tregua de que hemos hecho mérito, moviéronse los dos reyes a aceptarla; Carlos, porque no quería exponer sus estados de Italia a nuevos riesgos si el turco y el francés continuaban confederados, ya que una vez los había salvado un concurso de felices casualidades; y Francisco, porque temía disgustar a sus mismos vasallos, si se obstinaba en seguir aliado de los infieles, y aumentando su poder contra los deberes, y contra el decoro y dignidad de un rey cristianísimo. El pontífice mostró el mayor interés e hizo los mayores esfuerzos por reconciliar a los dos competidores, ya por la conveniencia que entrara el monarca francés en la confederación que tenía ya hecha con el emperador y Venecia a intento de quebrantar el poder formidable del turco, ya para ver de atajar los progresos de la reforma luterana que iba contaminando casi todas las naciones. Mezclábase también algo de interés mundano, que era el engrandecimiento de su casa por medio de los ventajosos enlaces que de aquella paz se prometía para sus dos nietos, Octavio y Victoria Farnesio.

Quiso además el papa que se viesen ambos soberanos en Niza, ciudad del duque de Saboya, donde él se les reuniría también, para tratar definitivamente de la paz. Acudieron todos tres al punto de reunión, más nunca se vieron los tres juntos. Aposentados el pontífice en Niza, el emperador en Villafranca, y el rey de Francia en Villanova, Carlos y Francisco iban alternativamente a visitar al papa y a conferenciar con él, mas cuidando de no encontrarse, por consideraciones, respetos y etiquetas que se quisieron guardar. Logró no obstante el pontífice hacerlos convenir en una tregua de diez años, la cual firmaron (18 de junio, 1538), por parte del emperador el marqués de Aguilar, el secretario don Francisco de los Cobos, y el señor de Granvela, y por la del rey de Francia el cardenal de Lorena y el condestable Montmorency. En celebridad de estas paces se hicieron grandes regocijos, fiestas y procesiones solemnes en los dos reinos de Francia y España{13}.

Pasados algunos días, al regresar ya a España el emperador recibió una invitación de Francisco, en que le rogaba se viese con él en el puerto de Aguas-Muertas, donde holgaría mucho de recibirle. Accedió Carlos a ello y se dirigió al punto indicado. Tan pronto como Francisco divisó la galera imperial, despachó al condestable a decir al emperador que pronto tendria el placer de visitarle en su misma nave. Y en efecto, aunque Carlos le envió sus ministros suplicándole se ahorrase aquella molestia, estos encontraron ya al monarca francés que acompañado de algunos personajes iba en una barca, y sin querer detenerse arribó a la galera, a la cual le ayudó a subir el emperador con su mano (15 de julio, 1538). Abrazáronse al parecer con la mayor cordialidad al cabo de veinte años de sangrientas y casi continuas guerras aquellos dos soberanos a quienes poco tiempo hacía se miraba como enemigos implacables. Departieron amistosamente cerca de dos horas, y al despedirse el rey manifestó al emperador la gran satisfacción que tendría en que quisiese ir a tierra, y la que recibirían también la reina su hermana y los príncipes y princesas. Carlos, después de haber vacilado un poco, creyó que no debía ceder a su antiguo rival en generosidad y confianza, y determinó ir a la población con algunos de su corte. Las demostraciones de placer y de amistad de que allí fue objeto el emperador por parte del rey, de la reina, del delfín, de las princesas y personajes franceses, exceden a todo encarecimiento, y debieron sin duda maravillar a los mismos monarcas que tan sin piedad hasta entonces se habían tratado, y tantas injurias y agravios se habían hecho mutuamente. Pero es lo cierto, por más extraño que parezca que así tan de repente pasaran del extremo de la enemistad y el aborrecimiento al de la más afectuosa amistad y de la más ilimitada y caballerosa confianza, que en los días que duró la entrevista de Aguas-Muertas no hubo de una y otra parte sino muestras del más entrañable y cordial cariño, continuando hasta el momento de despedirse para volver Carlos a su galera y venirse a España{14}.

Tal fue el resultado de la campaña de Francia. De ella salió mucho más ganancioso Francisco que Carlos. Este, embriagado con sus triunfos de África, la acometió con jactancia contra el dictamen de sus generales, y en el escarmiento llevó el premio de la presunción: aquel acreditó segunda vez que si fuera de su reino solía ser vencido, sabía mantener la integridad de su territorio contra el poder imperial. Pero la gloria que ganó Francisco como defensor de sus estados, la perdió con la abominable alianza que por vengarse de su rival hizo con el Gran Turco. El tratado de Niza fue ventajoso al rey de Francia, puesto que le dejó en posesión de los dominios que había ganado en Saboya, y el duque de Saboya se quejaba con razón de haber sido sacrificado a la conveniencia de la reconciliación de dos poderosos rivales, y de haber sido abandonado por quien debiera ser su protector, siendo su deudo y amigo. El papa adquirió el honroso título de pacificador, y logró además el engrandecimiento de su familia que se había propuesto{15}.

Parecía que Europa debía esperar largos años de reposo de resultas de la tregua de Niza y de la célebre y afectuosa entrevista de Carlos y Francisco en Aguas-Muertas. Por desgracia no fue así, y la historia nos enseñará cuán llena estuvo de contradicciones la vida y la política de aquellos dos belicosos monarcas.




{1} El caballero milanés Merveille, a quien el duque hizo condenar a pena capital por muerte dada en una disputa a un criado suyo.

{2} Para la mejor inteligencia de estos sucesos, conviene mucho recordar los capítulos XIV y XVI del presente libro.

{3} Decimos «bárbaramente,» pues según Sandoval, los suplicios se ejecutaban atando a los sentenciados a una máquina que los levantaba en el aire: debajo se encendía un fuego vivo, en el cual se los dejaba caer para que se tostaran un poco; luego se les volvía a levantar, hasta que finalmente, el verdugo cortaba la soga y caían dentro del fuego hasta convertirse en ceniza. Hist. de Carlos V, libro XXII, núm. 49.– ¡Y los franceses de aquel siglo proferían invectivas contra la Inquisición española!

{4} Documentos del Archivo de Simancas.– Tratado de Madrid de 1527.– Sandoval, Hist., lib. XXII, número 48.

{5} Sumario de la relación de gente de guerra de pie y de caballo que había en el ejército de S. M., segund las muestras tomadas en principio de Julio de 1536.

Caballería.

Gente de armas580
Caballos ligeros4.740
 5.320

Infantería.

Infantería española9.850
Infantería alemana24.080
Infantería italiana9.700
 43.630

italianos

Que van con el príncipe Andrea Doria6.900
Los que quedan en Milán y Vercelli en guarda de los castillos de Cremona, Lodi, Pavía, Alejandría2.100
Los que debe queda en Turín6.200
 15.200

Sumario que se pone al fin de la relación, cuyas partidas por mayor son las que anteceden:

Gente de armas (lanças)580
Caballos ligeros de todas naciones4.790
Infantes españoles
 (Créese que llegarán a 10.000)
9.850
Infantes alemanes24.600
Infantes italianos25.850
Caballos de artillería2.000
Más la gente de corte de caballo y de pie. 

Acuerdo consultado con S. M. en Saviñán, lunes 10 de Julio de 1536.

Hanse de hacer por el camino donde ha de ir S. M. desde Cuni a Niça seis jornadas, y dos de aquí a Cuni, que son ocho jornadas.

La gente de armas y caballos han de hacer diez jornadas desde esta villa de Saviñán hasta Niça.

Archivo de Simancas, Estado, Leg. núm. 34.

{6} Esto es lo que generalmente dicen los historiadores. Pero no dejaba de haber razones muy fuertes en favor de la entrada en Francia, según un documento contemporáneo, escrito, se conoce, por persona entendida y de la confianza del emperador (tal vez por el mismo Antonio de Leiva), que nosotros hemos hallado entre los papeles de Estado de Simancas (legajo núm. 34), en el cual se pesan los inconvenientes de entrar y los de no entrar en Francia, inclinándose en favor de la invasión; y dice así:

En Saviñán a 13 de julio (1536).

Las dificultades que ocurre que ay en la passada de S. M. en Francia.

«El primer inconveniente es la falta del dinero, porque aunque se busque y halle para cumplir lo que será menester para este mes de Julio, pasado el mes, si no se halla algund expediente para anticipar los dineros que se esperan, a lo menos para media paga del mes de Agosto, para poder entrar en Francia, sería cosa de mucho peligro y inconveniente; y si para entonces no llegan los dineros de Spaña, lo que se cree que no llegará, parece que buscarlos acá, segund está la tierra y el tiempo, será muy dificultoso, aunque se harán todas las diligencias que sean posibles, así en Génova y Milán, como enviando a Nápoles y Roma.

»Lo 2.° es lo de las vituallas, porque aunque se ha proveído lo que es menester para ir hasta Niça, sería menester saber lo que hay adelante, y para esto parece que se debe enviar persona expresa con gran diligencia, que vaya y vuelva para tomar a S. M. antes que parta de aquí o en la primera jornada, con la certinidad de lo que en esto hay, y que la información sea así de lo que hay en Niça, como de lo que de Génova se ha enviado allí, y de lo que el rey de Francia ha proveído en quemar y gastar las vituallas de allí adelante, y hasta saber la certinidad de lo uno y de lo otro, paresce que se debe caminar más despacio que estaba acordado.

»El tercio es que el tiempo está muy adelante, que no quedan sino dos meses para guerrear, y se va a parte y Reyno muy apercebido y proveído y fortificado por la parte de la mar y de la tierra.

»El 4.° es lo que se dice que tienen concertado en siendo Su Majestad pasado los montes, juntar la gente que tienen acordada en Italia y enviar más de Francia, y hacer un cuerpo de toda y de la que queda en Turín, y mover todas las cosas de Italia y apoderarse de todo lo que pudieren, para lo cual hacen fundamento que el Papa y Venecianos tienen celos de la pasada de Su Majestad en Francia, y de su grandeza, y no estarán firmes en la devoción de S. M., y se mostrarán por ellos y se alterarán todas las cosas de Italia de manera que se pongan en condición y aventura.

»El 5.° qué se ha de hacer del ejército pasado Agosto y Setiembre, porque se tiene por dificultoso podello deshacer estando dentro en Francia no lo podiendo sostener adelante.

»Los inconvenientes que ay en dexar de passar S. M.

»Lo primero, que por lo que hasta agora está hecho y la publicación que se ha hecho desta entrada, habiendo venido S. M. para ello de tan lejos, dejarse de hacer sería perder mucha reputación y crédito, que es en lo que más se debe mirar, y aun no podría dejar de ser deshonra.

»El mismo inconveniente que hay en la falta del dinero para pasar en Francia, hay dejado de pasar.

»Lo otro, que el Rey de Francia, dejando de pasar, y hallándose, como está, armado, podría dar sobre Spaña, para donde ya tiene encaminada mucha parte de su gente.

»Lo otro, que Musr. de Nasao quedaría en evidente peligro de perder el ejército, y quedarían las tierras de Flandes en mucha aventura, y sería faltar a lo que S. M. les ha prometido, que entrarían por acá, y retirádose el armada, dejarían de pagar el servicio que han otorgado, y se amotinarían los vasallos y podrían rescibir mucho daño de Gueldres.

»Lo otro, que el duque de Saboya quedaría perdido, y de su estado a lo menos lo que tiene de los montes allá, y así mismo lo de Salucio.

»Lo otro, que el Rey de Francia, no pasando S. M., quedaría tan soberbio, que no vernía a paz sino con grand ventaja suya, y tractaría de tractar al Turco el año que viene y no se haría el concilio.

»Lo otro, que no se halla lugar para la persona de S. M. ni adonde debría ir.

»Que con esta pérdida de reputación, se cree que el Papa ni los otros Potentados de Italia no vernán en más liga con S. M. que la que tienen hecha, antes se cree que con este favor el Rey de Francia terná más parte de la que tenía.

»Que el Rey de Inglaterra ,con quien se tiene esperança de tractar conveniblemente, y aunque se declarara a ayudar contra el Rey de Francia en esta empresa, se meterá en más estrecha amistad con el Rey de Francia ,ya nunca tornará a la obediencia de la Iglesia romana, y meterá en notorio inconveniente las tierras de Flandes, Lubech y Dunquerque, y otras de aquellas partes.

»Que con esta derreputación, no solamente S. M. perderá el crédito con los soldados alemanes que han tenido esperança desta pasada en Francia, más aún con los electores, príncipes y estados del imperio, y tomarán para esto más atrevimiento los desviados de la fee para juntarse y colligarse estrechamente con los Reyes de Francia y Inglaterra, en perjuicio de S. M., del Rey de romanos, y de sus dignidades, y para continuar con sus errores y atraer por desesperación lo demás de Alemaña.

»Demas desto, el vayvoda, que es en puncto de concertarse con el Rey de romanos, y que segund se escribe de allá no spera otro sino ver que S. M. entre en Francia, dexará de concertarse y ocupará todo el Reyno de Hungría irremediablemente.

»Y no solamente esta derreputación dañará a S. M. y a la Cristiandad, más aún el turco tomará osadía, aunque el Rey de Francia no le ayudase y sollecitase, de emprender contra S. M. y la Cristiandad.

»Por los cuales inconvenientes entre otros, puede parescer que menos mal es pasar en Francia, aunque no se hiciese otro efecto, y que allí se harán otras excusaciones más convenientes que dejando de pasar.»

Al final tiene la nota siguiente:

«Trasladadme esto esta noche de letra que parezca a la mía, haciéndola algo pequeña, y nadie la vea.»

{7} Du Bellay, Memoir., p. 346.– Sandoval, Hist., lib. XXIII.

{8} Leiva murió de enfermedad, no en acción de guerra. Hacía largo tiempo que la gota le inutilizaba con frecuencia piernas y brazos, y muchas veces se había hecho conducir a las batallas en andas o en silla de manos. Fue uno de los hombres más ricos de su época, y dejó a su hija cerca de 200.000 ducados, «que fue, dice Sandoval, el primer gran dote sin mayorazgo de aquellos tiempos en España.»

{9} El poeta toledano recibió una pedrada en la cabeza, de la cual no murió en el acto, sino en Niza, donde le llevaron a curar.

{10} Paulo Jovio, Histor. libro XXXV.– Du Bellay, Memoires.– Sandoval, Hist. de Carlos V, lib. XXIII.– Robertson, Hist. de Carlos V, lib. VI.– Vera y Zúñiga, Vida de Carlos V.

{11} Colección de documentos para la historia de Francia, hecha de orden del rey.– Cartas y memorias de Estado, por Ribier, tom. II.

{12} Fueron los comisionados para tratar de este concierto, por parte del emperador el señor de Granvela y el secretario Francisco de los Cobos, comendador mayor, y por parte del rey de Francia el cardenal de Lorena y el condestable Montmorency.

Hizo el marqués del Vasto en esta ocasión una acción muy propia de su noble y elevado carácter, y el rey Francisco le correspondió con otra muy propia de su genio galante y caballeresco. Luego que se acordó el armisticio, el marqués quiso hacer una visita al rey de Francia, que se hallaba alojado cerca de Carmagnola, y al mismo tiempo mostrarle cuán lucida gente servía bajo sus órdenes al emperador. Dirigiose, pues, a la tienda del rey Francisco, acompañado de un brillante cortejo de caballeros españoles, todos vestidos de gran gala y con muchas cadenas y collares de oro. El rey-caballero, al acercarse el marqués, mandó hacer una salva a toda su artillería, colocó al caudillo imperial entre él y el delfín su hijo; los capitanes españoles fueron igualmente honrados por los franceses; el rey y el marqués departieron largamente sobre la tregua y sobre los límites que se habían de señalar en el Piamonte, y despidiéndose afectuosamente, el del Vasto se volvió a Milán, y el rey Francisco regresó a Francia por los Alpes.– Sandoval, lib. XXIII, núm. 27.

{13} Dumont, Corp. Diplomat. II.– Rimer, Fæder.– Colección de Sandoval, t. II.– Tiepollo, Relazione dell' Aboccamento di Niza.– Sandoval, Hist. lib. XXIV, núm. 2.

{14} Ribier, Lettres et Memoires d'Etat.– Relation de l'entrevue de Charles V et de Franzois I.– Sandoval, lib XXIV, núm. 2.

Tenemos a la vista una extensa carta del emperador al marqués de Aguilar (copiada por nosotros del archivo de Simancas, Negociado de Estado, leg. núm. 867), en que le refiere minuciosamente todo lo que pasó en la célebre entrevista de Aguas-Muertas. Daremos a conocer algunos de sus párrafos más curiosos, siquiera por el gusto de oír la narración como de boca del emperador mismo.

«Después que a los cuatro del presente nos embarcamos en Génova como visteis, habemos siempre estado en mar navegando la mayor parte del tiempo con vientos contrarios, y algunas veces tan recios, que era imposible pasar adelante; de manera, que haciendo lo último de diligencia y esfuerzo, llegamos el domingo pasado que se contaron quince de este al Puerto de Aguas Muertas, por donde habemos hecho nuestro viaje por causa de vernos con el cristianísimo rey de Francia nuestro hermano..

«No fue sin dificultad y peligro nuestra llegada al dicho puerto de Aguas Muertas, porque como haciendo diligencia por pasar adelante partiésemos de las pomegas de Marsella el sábado a la tarde trece del presente, la noche sobrevino tan oscura y cerrada de nieblas espesas, que la mayor parte de las galeras no se viendo las unas a las otras, se hubieron de dividir, y las galeras en que Nos veníamos, por el poco fondo que hay en aquellas marinas, encalló y quedó en tierra, y en el mismo instante la investió por la popa otra que la seguía sin podello escusar: pero en fin, con ayuda de Nuestro Señor, todo sucedió bien, y llegamos al dicho puerto el domingo siguiente después de medio día, y luego vino a visitarnos el condestable de Francia, que era venido delante y estaba ya allí dos o tres días había bien acompañado de personas principales, tornándonos a confirmar y haciendo de nuevo los ofrecimientos hechos por los otros ministros del rey con la demostración y certificación de buen ánimo y amor de su rey, el cual aun no era llegado al lugar de Aguas Muertas, porque esperaba nuestra venida en un castillo que estaba cerca con la reina, y el dicho condestable nos dijo que quería y había de venir a Nos y entrar en nuestra galera confidentemente; y luego enviamos al duque de Alba, comendador mayor de León, y señor de Granvela, para visitarle de nuestra parte en la villa, que es lejos del puerto más de una legua, y había de venir aquella tarde sabiendo nuestra llegada; pero se adelantó con tal diligencia, que ellos le encontraron ya a la entrada del puerto, que se viene por un río, el cual venía en seis barcas muy bien aderezadas y acompañado de príncipes y personas de Estado, y habiendo entendido la ida y comisión de los dichos nuestros ministros, en breves palabras segund se pudo hacer de una barca a otra, pasó sin detenerse, mostrando grandeza de vernos, y no paró hasta llegar a nuestra galera, en la cual entró, y nos rescibimos y comunicamos con demostración de muy grande amistad, alegría y contentamiento, como a la verdad lo había en la una y en la otra parte; y después de haber estado y hablado juntos cerca de dos horas, que se pasaron en palabras graciosas y certificatorias de la voluntad de cada uno y de ser y quedar verdaderos amigos, sin hablar ni tratar de otras particularidades, remitiendo la declaración de las que fuesen necesarias a nuestros ministros, y que agora aquellas se determinasen o no, por esto ni por otra cosa no haya mudanza en esta nuestra amistad, y con esto se partió el dicho rey de Francia de Nos, mostrando muy gran deseo y que le sería gran satisfacción que quisiese ir al lugar, pero con modestia y sin apretarnos, sino con dulces y graciosas palabras, diciendo que la reina mi hermana y las damas me lo rogarían tan eficazmente, que no se sufriría en cortesía ni buena crianza reusarlo; y aunque por entonces no nos resolvimos en ello, después, habiendo considerado la buena voluntad que el dicho rey había mostrado, y la confianza que usó con Nos, y el bien que se podría seguir de esta vista y el sentimiento de lo contrario si no correspondíamos a la confianza que hizo el dicho rey; y habiendo respecto a lo que nos envió a pedir y rogar la reina nuestra hermana, nos determinamos en ir al lugar el lunes por la mañana, como lo hicimos, y llegamos cerca de las diez horas, y llegando a la lengua del agua y fin del canal que se extiende hasta la puerta de Aguas Muertas, hallamos fuera de la dicha puerta al rey, a la reina, al delfín y duque de Orliens, y todos los príncipes, grandes, princesas y damas que siguen la corte del rey, y fuimos recibidos con gran humanidad y con mayor demostración de amistad que el Rey había hecho el día antes, y con muy gran alegría y placer de todos los que allí estaban de la una y de la otra parte; y sería cosa muy larga y dificultosa querer declarar particularmente y por menudo el buen tratamiento que nos ha sido hecho, las honestas y cordiales palabras que el dicho rey, la reina nuestra hermana y Nos, habemos pasado privada y familiarmente, que sin duda no podrá ser con mayor demostración de perfecta amistad, entrañable y cordial afección y buena voluntad del dicho rey, y singular placer y contentamiento de habernos hecho esta confianza de venir a él; y Nos, en todo lo que nos ha sido posible, le habemos correspondido y satisfecho por nuestra parte, y claramente se ha comprendido que sin esta confianza, y vernos y hablarnos como se ha hecho, fuera imposible poder jamás reconciliarnos ni hacer amigos como lo quedamos.

«Lo que mas entre el dicho Rey y Nos ha pasado en substancia, es persistir y quedar perpetuamente verdaderos y buenos hermanos, aliados y amigos, y no creer, procurar ni hacer ninguna cosa donde quiera que sea el uno en perjuicio del otro; procurar la honra y beneficio el uno del otro respetuosamente entre Nos, que los que son amigos y servidores del uno lo sean del otro, y no puedan quedar ni estar de otra manera, y que nos avisaremos confidente, llana y abiertamente de todo lo que subcediere, y con común consejo y con toda sinceridad entenderemos en el remedio de los negocios públicos de la cristiandad…

«Asimismo se platicó en términos generales de la parte del dicho Señor Rey de hacer alianza de casamiento entre nosotros, sin venir a ninguna particularidad, y con protestación que, agora se encaminen y concierten o no, la dicha nuestra amistad quedará siempre firme y entera, y habemos bien entendido que el dicho Rey y sus ministros han dejado de particularizar esto porque no pueda parescer que estando con ellos lo quisieren tractar a su aventaja, y que solamente lo han querido tocar para mostrar la afección que tienen de extender esta amistad no solamente entre Nos, mas entre nuestros hijos y descendientes y los del Rey de Romanos nuestro hermano…

«Finalmente habiendo estado juntos todo el dicho día Lunes, y dormido aquella noche, y otro día hasta después de comer en la tarde nos volvimos a la galera y el dicho Cristianísimo Rey, el Delfín y Duque de Orliens y el Señor de… nos acompañaron hasta dejarnos en ella, y vinieron con él todos los príncipes y grandes y personas principales de su corte, en lo cual, demás de la buena y cordial afección que ha mostrado, no podía hacer de Nos mayor confianza, por donde tanto masse puede esperar que Dios que ha querido y encaminado esta tan buena obra será servido que la cristiandad resciba beneficios, y nuestros reynos, tierras y vasallos, reposo y tranquilidad, y se evitarán los inconvenientes y daños que han sucedido de las guerras pasadas. Daréis razón a S. Santidad de lo que ha pasado en esta vista, y de la paz y buena amistad en que quedamos con el cristianísimo Rey de Francia, y de la buena voluntad que muestra para lo del turco, hablando en ese punto con desteridad, de manera que no se dé ocasión de juzgar mal del Rey de Francia por causa de la tregua que tiene con el turco, que aun dura por seis o siete meses, porque no queremos, como es razón, que por nuestra parte se publique cosa que no le esté bien, y podría ser fuera de su voluntad, y entenderéis como toman ahí esta paz y lo que sienten de ella, y avisarnos heis de todo lo que hubiere que decir.»

{15} Consintió el emperador en casar su hija natural Margarita de Austria, viuda de Alejandro de Médicis, con el nieto del papa, Octavio Farnesio, dando a su yerno grandes honores y posesiones cuantiosas.