Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro I ❦ Reinado de Carlos I de España
Capítulo XXII
Liga contra el turco
Motín y castigo de Gante
1539-1540
Compromisos y consecuencias para España de la liga contra el turco.– Discordias entre los almirantes español y veneciano.– Conflicto de españoles en Castelnovo.– Su heroísmo y su trágico fin.– Triunfo funesto de Barbarroja.– Alzamiento y revolución en Gante y sus causas. Perplejidad del emperador.– Determina ir por Francia.– Caballeroso y cordial recibimiento que le hizo el rey Francisco.– Festejos que le hacen en París.– Disimulado y falso proceder de Carlos.– Marcha a Flandes.– Sofoca la rebelión de Gante.– Medidas y castigos crueles.– Desembózase con el rey de Francia, y le niega abiertamente la cesión de Milán.– Justo enojo del francés.– Vaticínanse nuevos rompimientos.– Demandas de los protestantes de Alemania, y respuesta del emperador.
Cuando el condestable de Castilla con acento elocuente y varonil, eco de la opinión de la grandeza castellana, aconsejaba a Carlos V en las Cortes de Toledo que suspendiera las guerras que consumían y empeñaban las rentas de la corona y empobrecían el pueblo; y cuando el humilde leñador del Pardo con rústica sencillez, eco de la opinión popular, manifestaba al emperador, sin conocerle, que tantas guerras y tantos viajes y gastos eran la ruina de los pobres labradores y la perdición de España, entonces mismo traía el emperador empeñada una guerra terrible y dispendiosa allá en los mares y costas de Italia.
La liga del pontífice, Venecia, el imperio y otros estados y príncipes cristianos contra el turco, le obligaba a mantener en pie de guerra multitud de naves y muchedumbre de soldados. El general del ejército confederado era su virrey de Sicilia don Fernando de Gonzaga; el gran almirante y jefe de la armada de la liga era el ilustre genovés Andrea Doria, ambos súbditos del emperador. Barbarroja con ciento treinta galeras turcas se había echado sobre Candía y otras plazas, y una operación naval en que la fortuna no favoreció al príncipe Doria había envalentonado al terrible general de la armada mahometana, y producido desavenencias entre los jefes de las flotas española y veneciana, Andrea Doria y Vicente Capelo, echando éste sobre aquél la culpa del mal suceso. Reconciliados después por mediación de Gonzaga, acordaron tomar a los infieles la plaza fuerte de Castelnovo, y combatiéndola españoles y venecianos por mar y por tierra, la rindieron al tercero día, haciendo mil y seiscientos cautivos, y poniendo para su presidio tres mil hombres, españoles todos, al mando del valeroso capitán Francisco Sarmiento, no sin contradicción y desagrado del de Venecia, que con tal motivo volvió a enojarse, desarmó las galeras, despidió la gente, y vino a quedar deshecha la liga.
Había intentado Barbarroja acudir al socorro de Castelnovo, mas impidióselo una tormenta, en la cual perdió una gran parte de sus naves. La pérdida de Castelnovo hirió de tal manera el orgullo del sultán que juró vengarla en venecianos y españoles, combatiendo a aquellos en la Morea, y a estos en la plaza cuya pérdida tanto le había irritado. Rehízo pues la armada de Barbarroja, diole además diez mil turcos y cuatro mil genízaros, y llegada la primavera (1539) le envió a atacar por mar a Castelnovo, en tanto que por tierra marchaba al mismo punto el gobernador de Bosnia, Ulamen, que era un tránsfuga persiano, con treinta mil infantes, gran golpe de caballería y multitud de gente irregular y allegadiza. Acudió Juanetín Doria con veinte galeras a llevar provisiones a Castelnovo, pero volviose luego, temeroso de que llegase la armada de Barbarroja, a quien no podía resistir con tan desiguales fuerzas. Llegaron en efecto algunos días después Barbarroja y Ulamen con la armada y ejército (18 de julio), ambos con igual gana de escarmentar a los españoles encerrados en Castelnovo. Los primeros combates les hicieron ya ver que las habían con gente denodada y que no se asustaba por el número de los enemigos. Prodigios de esfuerzo y de valor hicieron los cercados con ser tan pocos; y en los ataques y escaramuzas que cada día sostenían con los infieles, hubo ocasión de matar mil genízaros de aquellos que decían con arrogancia: «un español basta para dos turcos, pero un genízaro basta para dos españoles.»
La repetición de hechos heroicos como éste traía de tal manera desesperado a Barbarroja, que mandó que no se gastara más tiempo en escaramuzas, y dio orden para que se atacara formalmente y sin descanso la plaza con toda la artillería de las naves y del ejército de tierra. Cinco días con sus noches estuvieron batiendo el castillo, hasta no dejar piedra sobre piedra, y como había acudido allí la principal fuerza de los sitiados, y le habían ganado y perdido tres veces, murieron más de mil españoles, quedándose asombrados los turcos de la resistencia que tan pocos hombres habían puesto en un pobre castillejo a los innumerables tiros de sus cañones. Arrasada la fortaleza, dirigieron sus tiros a las murallas de la plaza, que demolieron más fácilmente, dejando aquella tan abierta como si nunca hubiera estado cercada. El valeroso Francisco de Sarmiento, mortalmente herido, andaba todavía a caballo por entre los cadáveres de los suyos, alentando a los pocos que quedaban a hacer el postrer esfuerzo. Era ya inútil, y además imposible prolongar la defensa. Entraron pues los turcos en Castelnovo (7 de agosto, 1539), sobre escombros y cadáveres de españoles, puesto que solo quedaban con vida ochocientas personas entre hombres y mujeres, de las cuales unas fueron martirizadas, otras destinadas a los remos, y otras guardadas para presentarlas en Constantinopla como trofeo del triunfo, si triunfo podía llamarse la conquista de una plaza defendida por tres mil hombres, a costa de la muerte de casi todos los genízaros y de diez y seis mil turcos. Barbarroja ofrecía la libertad y una gran suma de dinero al que le presentara la cabeza de Francisco Sarmiento, pero no se halló, o no se pudo reconocer entre tantos cadáveres{1}.
Este fue por entonces el fruto de la liga, y así se derramaba la sangre española en extrañas tierras, a los pocos meses de haber suplicado a Carlos V las cortes de Castilla que suspendiera las guerras y procurara la paz universal.
Mas no era esto solo por desgracia. Cuando esto acontecía, ya el emperador, a quien se había rogado que permaneciera en España como remedio para curar los males que sus continuas ausencias producían, se preparaba a abandonar otra vez el reino, para acudir a los Países Bajos a sofocar el levantamiento de Gante, su ciudad natal. La sublevación de los ganteses traía su origen de la invasión de Francia, hecha por Carlos V en 1537 de concierto con sus hermanos don Fernando y doña María. Esta última, gobernadora de Flandes, obtuvo de los Estados de las Provincias Unidas para los gastos de aquella guerra un fuerte subsidio, cuyo contingente se negó a pagar la rica ciudad de Gante, fundada en un privilegio que tenía, por el cual no podía imponérsele tributo alguno sin su expreso consentimiento. En vano la gobernadora alegaba haber sido votado por los Estados de Flandes, de que eran también miembros representantes los ganteses. Decididos estos a no renunciar a un privilegio que tanto estimaban, y que habían defendido con éxito contra sus mismos soberanos, no cedieron ni a los suaves ruegos ni a las severas medidas de la reina regente, y lograron interesar a las demás ciudades flamencas a fin de conseguir de doña María que suspendiera la percepción del impuesto hasta tanto que enviaran comisionados a España a presentar a Carlos sus títulos de inmunidad. El emperador les contestó altivamente que obedecieran a su hermana como si fuese él mismo; y que si en algo se sentían agraviados, acudiesen al consejo o tribunal superior de Malinas (1538), cuyo fallo les fue también desfavorable.
Irritados con esto los ganteses, tomaron las armas, se alzaron en rebelión abierta, se apoderaron de los fuertes de la ciudad, prendieron a los oficiales reales, nombraron su consejo de gobierno, y conociendo que para poder sostenerse necesitaban un protector, despacharon secretamente emisarios al rey de Francia, ofreciendo reconocerle por soberano y ayudarle a recobrar el condado de Flandes, que en otro tiempo había pertenecido a la corona de Francia. Por más que halagara al rey Francisco tan inesperada y lisonjera proposición, y por más ventajosa que se le representara la fácil posesión de un condado de más valer que el de Milán que tan afanosamente había ambicionado, el monarca francés, amigo entonces del emperador, y dado a los golpes caballerescos, no solo rechazó la propuesta de los ganteses, sino que llevando al extremo su galantería o su interés en conservar la amistad de Carlos, le avisó de lo que pasaba en Gante, y aun le envió originales las cartas de invitación que había recibido (1539). Carlos, que conocía bien el carácter de sus compatricios, su amor a la libertad, su apego a las inmunidades de que gozaban, su genio tardío en resolverse, pero firme, perseverante, inflexible una vez tomada una resolución, comprendió la necesidad de obrar con energía y con celeridad para ahogar tan imponente movimiento. Desde luego pensó en trasladarse personalmente a los Países Bajos, y a ello le instaba también la princesa su hermana: pero el paso por Italia y Alemania era más lento de lo que la urgencia del caso permitía, y para ir por mar necesitaba de una armada respetable. Lo uno y lo otro ofrecía dificultades de mucha consideración.
En esta perplejidad, tomó una determinación que nadie podía ni aguardar ni imaginar; la de pasar por Francia, que era el camino más corto, bien que para ello tuviera que pedir su beneplácito al monarca francés. En vano el consejo entero desaprobó semejante resolución, y en vano le expuso lo arriesgado que era entregarse así en manos de su antiguo enemigo. Carlos, contra el dictamen de todos, insistió en su proyecto y pidió el permiso, que Francisco le otorgó sin vacilar. Ambos monarcas aparecían generosos, el uno en ponerse en manos de su rival, el otro en recibirle como un amigo en su reino, ofreciéndole todo género de seguridades. Mas bajo esta apariencia de mutua caballerosidad y confianza, proponíanse, sin duda, ambos un fin interesado. Entretenido como tenía el emperador al rey con la promesa de dar el ducado de Milán, ya al uno, ya al otro de sus hijos, Carlos calculaba que Francisco había de ser galante con él, esperando obtener por este medio una cesión definitiva, y Francisco se proponía comprometer y obligar a Carlos, a fuerza de generosidad, a que no pudiera negarle nada. Veremos quién de los dos procedió con mas doblez, y quién fue el engañado.
Partió, pues, el emperador de Madrid (noviembre, 1539) con corto, aunque lucido acompañamiento. Al llegar a la frontera de Francia, encontró ya a los dos hijos del rey, el delfín y el duque de Orleans, que ambos se ofrecieron a venir y estar en España como en rehenes hasta el regreso de S. M. Cesárea. Carlos les contestó, que él no necesitaba ni quería más seguro que la fe y palabra real, y prosiguiendo adelante, halló en Castellreaut al mismo Francisco I, que no obstante el mal estado de su salud, se había adelantado a recibirle. En su entrevista se hicieron las demostraciones más expresivas de amistad y mutua confianza. De allí marcharon juntos por Amboise, Orleans y Fontainebleau a París. En todo el tránsito fue el emperador objeto de alegres festejos; los gobernadores salían a entregarle las llaves de las ciudades, abríanse en obsequio suyo las prisiones, y se le tributaban los mismos honores que si fuese su propio monarca. Sin embargo, en algunos puntos parece que le ocurrieron escenas que le pusieron un tanto receloso, porque sospechaba no faltar quien abrigara intenciones malévolas hacia su persona, si bien tales conatos, o fueron castigados, o se frustraron por los buenos oficios del condestable Montmorency y de la duquesa de Etampes, señora muy discreta, de gran valimiento para con el rey, y de quien gustaba mucho el emperador{2}.
Gran sensación y novedad causó en la capital de Francia ver juntos, y al parecer, en la unión más íntima, a los dos soberanos que se habían hecho la guerra por espacio de veinte años, y por cuyas rivalidades tanta sangre se había vertido en Europa. Las fiestas con que en París fue agasajado el emperador fueron tan suntuosas y brillantes, que al decir de todos, excedieron a las que se habían hecho por la coronación del mismo rey Francisco. A media legua de la ciudad salió a recibirlos procesionalmente el clero, tan numeroso, que, según un historiador, «de solo frailes se contaban seiscientos franciscanos, cuatrocientos dominicos, trescientos agustinos, y así de otras religiones.» Iban doscientos arcabuceros a caballo, trescientos arqueros y doscientos ballesteros vestidos de librea recamada de plata; todos los oficiales comunes con trajes de escarlata; veinte y cuatro regidores, de morado, con forros de varias pieles; cien mancebos de la nobleza, de terciopelo con guarniciones de oro; doscientos cincuenta oficiales de la corte a caballo, con ropas talares; el preboste de París con los abogados y procuradores; el parlamento con doce virreyes, en mulas y con vestidos de grana; los tribunales con sus presidentes; el consejo real y el gran canciller de Francia; doscientos gentiles-hombres con la guardia ordinaria de suizos; el duque de Alba, Saint-Paul y Granvela; los cardenales Tournon y Borbón; cerca de ellos, el emperador en medio de los dos hijos del rey, y detrás seis cardenales, con los duques de Vendôme y de Lorena, y otros grandes señores. Pasó la procesión por vistosos arcos triunfales, y el emperador era llevado debajo de un palio de brocado, y todo esto en medio de una población de seiscientas mil almas puestas en movimiento.
A vista de este espectáculo, y de los multiplicados festejos de que fue objeto el César en los siete días que permaneció en París (enero 1540), concebíanse las más halagüeñas esperanzas de una verdadera y perpetua concordia entre los dos émulos, que asegurara la quietud y el sosiego de las naciones. Suponían los franceses que dejaría Carlos hecha la prometida cesión del ducado de Milán, siquiera en agradecimiento de la espléndida y generosa acogida que Francisco le había dispensado. Nada, sin embargo, habló el emperador del asunto de Milán; y cuando el condestable Montmorency, que le llevó al palacio de recreo de Chantilly, le tocó este punto, eludiole Carlos so pretexto de que no era aquella ocasión ni lugar, de que deseaba se hallase presente su hermano don Fernando. Como quien no tenía limpia su conciencia, así le punzaba al emperador el deseo de salir de Francia y de verse libre del poder de su rival. Determinó, pues, seguir su viaje a Flandes; acompañole el rey con inaudita confianza hasta San Quintín, y sus hijos hasta Valenciennes (21 de enero), donde se despidieron después de haber recibido obsequios y regalos de la reina María, gobernadora de Flandes, que esperaba allí a su hermano el emperador con un cuerpo de caballería flamenca.
Los desgraciados ganteses, viéndose sin apoyo, amenazados tan de cerca por su soberano, y por un ejército de doce mil alemanes que el rey don Fernando llevaba al propio tiempo sobre ellos, acordaron amedrentados enviarle una diputación ofreciéndole la entrega de la ciudad e implorando su clemencia. Carlos contestó que se presentaría como soberano a sus súbditos, con el cetro en una mano y la espada en la otra. Mas no quiso entrar en la ciudad hasta el 24 de febrero, aniversario de su nacimiento{3}. Parecía que en conmemoración a día tan solemne, y en consideración a ser la ciudad que le había visto venir al mundo y mecerse en la cuna, debería esperarse que la tratara con indulgencia. Lejos estuvo por cierto de ser así. Apoderado de todos los fuertes, torres y muros, desarmado el pueblo, formado y fallado el proceso sobre la rebelión, anuló la antigua forma de gobierno, todos los privilegios e inmunidades de la ciudad fueron abolidos, privados de oficio los magistrados y regidores, prohibidas sus juntas y cofradías, confiscadas sus rentas, veinte y seis principales ciudadanos fueron ajusticiados con unas túnicas de lienzo que los cubrían hasta los pies, y desnudos interiormente, condenados otros a echarse a los pies del emperador con los pies desnudos y unas sogas al cuello, y otros desterrados después de secuestradas sus haciendas. Se les impuso una contribución anual para mantener la guarnición, y se construyó a su costa una ciudadela para tenerlos en adelante sujetos y comprimidos (abril y mayo, 1540). Procedió pues Carlos V con sus compatricios de Gante con la misma o mayor crueldad que veinte años antes había empleado con sus súbditos de Castilla, y las libertades del pueblo flamenco tuvieron tanto o más desastroso fin que las del pueblo castellano{4}.
Restablecida su autoridad en los Países Bajos, y como se hallasen en Gante el cardenal de Lorena y el condestable Montmorency con el objeto de instar al emperador a nombre del rey de Francia a que resolviese definitivamente en lo de Milán, Carlos sintiéndose ya fuerte, arrojó la máscara con que hasta entonces se había cubierto para con el rey Francisco, y respondió a sus embajadores que daría la mayor de sus dos hijas al duque de Orleans, y con ella en dote los estados de Flandes con nombre y título de rey, lo cual podría venir bien al monarca francés, pero que con respecto a Milán estaba decidido a no darle a nadie, puesto que le poseía como cosa propia del imperio y por buena y legítima sucesión. «Esto es, añadió, lo que tengo que deciros; y si esto no os contenta, no hay para que se trate más de este negocio{5}.»
Compréndese cuál sería el disgusto de los embajadores franceses al oír esta respuesta, y cuál el enojo del rey Francisco, cuando le fue comunicada. Sentíalo, más que por la cuestión de interés, por verse de aquella manera burlado, y por lo que lastimaba su amor propio el concepto que toda Europa formaría de su ciega confianza y del cándido afán con que se había esmerado en agasajar a su enemigo cuando le había tenido en su poder. Y así era la verdad, que tanto como se afeaba la doblez de Carlos y su hipócrita conducta con su generoso rival, tanto se vituperaba la necia credulidad de Francisco; bien que pareciese como una merecida expiación de las muchas veces que él había quebrantado los más formales pactos y las más solemnes palabras empeñadas con el emperador, recordándose su proceder después de los tratados de Madrid y de Cambray. Todo el mundo veía como inevitable y consideraba inminente otro rompimiento entre los dos soberanos, tal vez más serio y costoso que los anteriores; mucho más, cuando se vio que en la cuestión de Venecia y Turquía andaban también desacordes el francés y el español, aunque habían aparentado querer marchar acordes y enviar una embajada en el mismo sentido.
Permaneció el emperador algunos meses en Gante afirmando su autoridad, asentando el gobierno de aquel señorío, y visitando al mismo efecto las islas de Holanda y Zelanda. Molestábanle allí con frecuentes demandas, y aún atrevidas exigencias los protestantes alemanes. Carlos se negó a darles audiencia, enviándoles a decir que ni los amenazaba con la guerra, ni les aseguraba la paz, y por último, que acudiesen a Worms, donde pensaba tener dieta, y allí verían lo que debían hacer y observar.
Condúcenos esto naturalmente a examinar el estado en que se hallaba a este tiempo la gran cuestión de la reforma religiosa.
{1} Sandoval, lib. XXIV, número 12.– El Dr. Diego José Dormer pone una larga lista nominal de los capitanes y oficiales españoles que murieron en Castelnovo. Anales de Aragón, cap. 88.
{2} Cuenta Sandoval que en el castillo de Amboise, donde durmieron los dos soberanos, un criado, o por descuido o con malicia, prendió fuego con una bugía a uno de los tapices del aposento del emperador, y que comunicándose a las demás colgaduras produjo tal humo, que estuvo en peligro la vida de Carlos: que habiéndose hecho pesquisas, el rey Francisco mandó ahorcar a los culpados, pero que a ruego e intercesión de Carlos se les otorgó indulto.
Refiere también que una tarde, estando el emperador en entretenida y agradable plática con la duquesa de Etampes, se le cayó a aquel un precioso anillo que solía llevar, y con el cual jugaba distraído; que habiéndose bajado la duquesa a recogerle y queriéndosele entregar con mucha cortesía, le dijo el emperador: «Ese es vuestro, señora, porque es costumbre de los reyes y emperadores, que lo que una vez se les cae de las manos, no vuelva a ellas.» Y como la duquesa replicase no merecer tan preciosa joya, el César le rogó la guardase como una memoria de aquella jornada y de lo que habían hablado en Orleans. Historia de Carlos V, lib. XXIV, número 17.
{3} Carta del emperador al cardenal arzobispo de Toledo, escrita en el mismo día de su entrada. De Gante, 14 de febrero, 1540.– Archivo de Simancas, Estado, Legajo núm. 50.– Creemos que el primer guarismo de la fecha está equivocado en esta copia, y que ha de ser 24, y no 14.
{4} Hardi, Anales de Brabante, tomo I.– Le Grand, Costumbres y leyes del condado de Flandes, tomo I.– Sandoval, Historia de Carlos V, lib. XXIV, números 17 a 20.– Robertson, Reinado de Carlos V, lib. VI.– Papeles de Estado del cardenal Granvela, tomo II.
{5} Du Bellay, Memoir., página 365.– Sandoval, lib. XXIV, número 21.