Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro II Reinado de Felipe II

Capítulo IV
Malta
1565

Memorable sitio de Malta por la armada y ejército de Turquía.– Medidas de defensa del gran maestre de la orden La Valette.– Atacan los turcos a San Telmo.– Defensa brillante de los caballeros de la religión.– Carácter imperturbable y heroico del gran maestre.– Hechos repetidos de heroísmo.– Asaltos: resistencia vigorosa: conflictos: sacrificios sublimes.– Peligro de la isla.– Reclama el gran maestre el socorro prometido de España.– Contestaciones del virrey de Sicilia.– Dilaciones.– Conducta de Felipe II en este negocio.– Causas de la detención del socorro de España.– Llega la armada española a Malta.– Fuga y derrota de la escuadra y ejército otomano.– Inmortalidad que alcanzó el gran maestre La Valette.– Temores de nueva invasión por mayor ejército turco.– Se desvanecen.– Muerte de Solimán II.
 

Para quedar desembarazados de las guerras que por este tiempo movieron a España los infieles, y con que distrajeron las fuerzas marítimas de este reino, vamos a dar cuenta del memorable sitio que contra todo el poder del imperio otomano sufrió la isla de Malta, que hizo inmortal el nombre del gran maestre de los caballeros de aquella orden Juan Parisot de La Valette, y del gran servicio que con su socorro hizo el rey Felipe II a toda la cristiandad.

No atendió el viejo Solimán II a las fuertes razones con que el anciano y experimentando Mahomet le aconsejaba que dirigiera sus fuerzas contra las posesiones españolas de Sicilia antes que contra Malta. En su deseo de vengarse de los caballeros de esta orden escuchó mejor a los aduladores bajaes que lisonjeaban su pasión, y a las esclavas favoritas de su serrallo, resentidas de los caballeros porque acababan de apresar un galeón en que iba la nodriza de su hija Roxelana. Resuelto pues a arrojar aquellos caballeros religiosos de la isla de Malta, como en otro tiempo los había arrojado de la de Rodas, mandó que con toda prontitud se armaran todas las galeras de su imperio; ordenó a sus virreyes de Argel y de Trípoli, Hassen y Dragut, que estuvieran dispuestos a unirse con sus corsarios a la armada turca; encomendó el mando de esta al almirante Pialy y el del ejército de tierra al veterano Mustafá-Baja, y les encargó que obraran de concierto con Dragut, el más experimentado y conocedor de aquellos mares. Cuando el gran maestre de Malta Juan Parisot de La Valette supo que todos aquellos formidables preparativos del turco iban dirigidos contra él y contra su religión, invocó el auxilio de los príncipes cristianos, y principalmente del pontífice y del rey de España.

Además de los motivos de agradecimiento que Felipe II tenía a los caballeros de Malta por los grandes servicios que habían hecho siempre a España en todas las guerras y empresas contra los turcos, conocía sobradamente que Malta era la salvaguardia de sus estados, y que perdida aquella isla peligraban mucho sus dominios de África y de Italia. Así pues, desde luego resolvió hacer los esfuerzos más vigorosos por defenderla, e inmediatamente dio orden de aparejar una armada, y escribió a sus virreyes y aliados de Italia que viesen de tener prontos veinte mil hombres de desembarco para el primer aviso. Lleno con esto de confianza el gran maestre, diose a activar los preparativos para la defensa de la isla: formó compañías de todos los habitantes capaces de llevar armas; llamó todos los caballeros ausentes; reclutó en Italia dos mil hombres, y antes que llegara el enemigo pasó revista a setecientos caballeros y ocho mil quinientos soldados, comprendidos los españoles que le envió el virrey de Sicilia. Distribuyó convenientemente la tropa, cuidó del buen estado de las fortificaciones y almacenes, alentó a todos con enérgicas palabras, y esperó el venerable, anciano con serenidad los acontecimientos.

No se hicieron estos esperar mucho. A mediados de mayo (1565) se presentó delante de Malta la armada turca, fuerte de doscientas naves y de cuarenta y cinco mil hombres, muchos de ellos jenízaros, los soldados más temibles del imperio. Desembarcaron y se derramaron en la campaña de la isla, sembrando la muerte, la desolación y el incendio, a fin de infundir desde luego el espanto y la consternación. Sin embargo el valeroso y hábil comendador Copier mostró bien no haberse dejado aterrar por la invasión, puesto que cayendo de improviso sobre los destacamentos turcos les mató mil y quinientos hombres, perdiendo él solos ochenta. Pero estas pérdidas, aunque pequeñas, podían perjudicar mucho a la defensa general, y así llamó el gran maestre a Copier, y dio orden para que todos permaneciesen en sus respectivos puestos. Determinó el general turco atacar el fuerte de San Telmo con una batería de cañones de grueso calibre, reemplazando las trincheras que la posición no permitía hacer con parapetos de tablas y vigas fuertes, sostenidas con tierra mezclada de paja y juncos. El gobernador de San Telmo despachó al caballero La Cerda a decir al gran maestre que el fuerte no podría resistir más de una semana: «¿Pues qué pérdida habéis sufrido, le preguntó La Valette, para que tan pronto desesperéis?– El castillo, respondió el mensajero, debe mirarse como un enfermo extenuado y sin fuerzas, que no puede sostenerse sino con remedios y socorros continuos.– Pues yo seré el médico, repuso el gran maestre; y llevaré conmigo otros, que si no pueden curaros el miedo, a lo menos sabrán impedir que los infieles se apoderen del castillo.» Y ya estaba resuelto a ir él mismo con un cuerpo de su confianza, cuando en fuerza de las razones y las instancias de los demás caballeros para que no saliese de la ciudad donde tan necesaria era su presencia, accedió a enviar al caballero Medrano, que gozaba gran reputación de valeroso, hábil y prudente.

Cuando comenzaban los turcos a conocer por las bajas de sus filas que el gobierno de San Telmo había entrado en manos más enérgicas y vigorosas, bien que no sin ganar a su vez algunas ventajas, arribó a las aguas de Malta el terrible Dragut con trece galeras de Trípoli, llevando consigo otro famoso pirata llamado Uluch Alí, renegado calabrés, (junio, 1565). A los pocos días llegó también el virrey de Argel, Hassen-Bajá, con veintiocho galeras bien provistas y municionadas, en que iban tres mil turcos renegados y jenízaros llamados los bravos de Argel. Con esto el sitio y combate del castillo se apretó de manera que no podían gozar un momento de reposo los cristianos, y una mañana al romper el día, hallándose estos vencidos del cansancio y tomados del sueño, se vieron sorprendidos por los turcos que matando los centinelas habían asaltado el revellín. Muchos fueron degollados en la primera arremetida, pero puesta en armas la guarnición, sostuvo un recio, prolongado y reñidísimo combate desde el amanecer hasta el medio día, en que los cristianos perdieron tres caballeros de la orden y cien soldados, los infieles cerca de tres mil; lo cual obligó a Mustafá a enviar tropas frescas y a reforzar los atrincheramientos, siendo cada vez mayor el aprieto de la escasa guarnición.

De tal manera se veía esta apurada, aun con el refuerzo que le envió La Valette, que acordó despachar al mismo Medrano para que representase al gran maestre que era imposible sostener ya el fuerte sino por algunos días, y eso tal vez a costa de perecer toda la guarnición. La mayor parte de los caballeros de la orden opinaban y aconsejaban a La Valette que se abandonara la fortaleza, y se empleara aquella gente con más provecho en defender los otros fuertes de la isla. Harto conocía el gran maestre la triste situación de la plaza y la suerte infeliz que aguardaba a sus defensores. Pero penetrado también de que la conservación de Malta y de la orden dependía de la duración del sitio, guiado del principio de que en extremos casos por la salud de todo el cuerpo hay que hacer el sacrificio de dejar amputar un miembro, resuelto a emplear este remedio heroico, «Decid a los caballeros, le contestó a Medrano, que se acuerden de los votos que han hecho, de sacrificar su vida en defensa de la religión, que yo les enviaré socorros, y que iré yo mismo a morir con ellos antes que entregar el castillo a los infieles.» Con esta respuesta algunos juraron sepultarse bajo las ruinas del fuerte antes que rendirle, pero los más volvieron a exponerle que si a la noche siguiente no les enviaba barcos para salir del castillo, tentarían ellos a salir espada en mano, resueltos a morir todos a trueque de no sufrir otra muerte más ignominiosa si eran tomados por asalto. «Para morir con honra, contestó el venerable y heroico maestre, no basta hacerlo con las armas en la mano; es menester además el mérito de la obediencia: si abandonáis el fuerte, no hay que esperar socorros del virrey, y tras la ignominia de abandonar vuestro puesto os veréis reducidos a más desesperada situación que la que queréis evitar.»

Y con pretexto de examinar el estado del fuerte, pero con el verdadero fin de ir entreteniendo la guarnición, envió tres comisionados para que le informasen. Hiciéronlo dos de ellos en sentido de que era imposible sostener por más tiempo el sitio. Mas el tercero, el príncipe griego Constantino Castrioto, opinó que aun no era la situación tan desesperada, y en prueba de ello se ofreció a encerrarse en el castillo con las tropas que quisieran seguirle. Tan digna resolución no dejó de encontrar imitadores, y animado con esto La Valette escribió a los del castillo que ya tenía nuevas tropas que le defendieran, y que ellos saldrían en los mismos barcos que las llevaran. «Volved aquí, hermanos míos, les decía, y vos estaréis más seguros y yo más tranquilo.» Estas palabras entre dulces y amargas hirieron en lo más vivo el pundonor de aquellos caballeros, y suplicaron al gobernador Medrano intercediera con su superior para que les permitiese borrar con nueva conducta su pasada falta. Recibió La Valette esta súplica por medio de un nadador correo; regocijose en el fondo de su alma, pero fingiendo una firmeza que a él mismo le enternecía, respondió: «Prefiero un cuerpo de tropas nuevas a veteranos que no se someten a la disciplina militar.» Acabó esta contestación de comprometer la delicadeza de aquellos caballeros religiosos, y todos juraron morir en su puesto. Era lo que se había propuesto conseguir el político y valeroso La Valette.

El sitio y los combates prosiguieron con una furia y una heroicidad increíbles, sin que a nadie arredrara la muerte de los compañeros que a todas horas veía caer delante o al lado. Abochornado ya Mustafá de tanta resistencia, hizo jugar la artillería toda, y cuando tuvo arrasadas las murallas hasta su cimiento de roca viva, dispuso un asalto general (16 de julio), debiendo acercarse al propio tiempo Pialy con la armada a la fortaleza. Seis horas duró el ataque sin poder ganar los turcos un palmo de terreno, y Mustafá mandó tocar a retirada. Ordenó luego extender la línea para ver de incomunicar a los sitiados y batir al propio tiempo las castillos de San Miguel y Santángel. En esta operación recibió una herida el famoso Dragut por cuyo consejo se hizo, de la cual sucumbió a los pocos días el antiguo jefe de piratas y terror de los cristianos. No uno sino cuatro asaltos volvió a dar Mustafá con su gente en un solo día (21 de julio), y todos fueron rechazados por los malteses con una firmeza que raya en lo inverosímil e inaudito. Avisado el gran maestre por otro nadador de la situación extrema de los de San Telmo, despachó en su socorro muchas barcas con los que se ofrecieron voluntarios a arrostrar una muerte cierta. El auxilio fue infructuoso, porque no pudieron forzar la línea de las naves enemigas. Viéndose infaliblemente perdidos los sitiados, preparáronse a morir cristianamente, recibieron los sacramentos, se abrazaron todos con ternura, y hasta los enfermos se hicieron conducir en andas a las brechas.

Imposible era ya resistir a otro asalto que dieron los turcos la mañana del 23 (julio); y sin embargo, aún peleó aquel puñado de valientes más de cuatro horas. Todos murieron heroicamente, excepto tres que se salvaron a nado. Las banderas otomanas se plantaron sobre escombros y sobre cadáveres. Cuando Mustafá reconoció el fuerte exclamó: «¿Qué no hará el padre, cuando el hijo que es tan pequeño nos ha costado nuestros más bravos soldados?» Esta admiración debió haberle inspirado siquiera algún respeto a los inanimados cuerpos de tan valientes enemigos, y no saciar, como lo hizo, su brutal venganza arrancándoles los corazones y poniéndolos en cruz como en escarnio del símbolo de su fe. Indignado a la vista de tan bárbaro espectáculo el gran maestre, hizo degollar todos los prisioneros turcos, y cargando los cañones con sus cabezas como si fuese metralla, las hizo arrojar al campo enemigo: «Que aprenda el bajá, decía, a hacer la guerra con menos ferocidad.» La defensa del castillo de San Telmo de Malta es una de aquellas en que ha llegado al más alto punto el heroísmo. Sesenta mil balas de cañón habían arrojado los turcos contra el fuerte.

Con esto y con cañonear después simultáneamente el Burgo y el castillo de San Miguel, creyó Mustafá acabar de intimidar al jefe de aquella caballería religiosa, y le envió un mensajero intimándole se rindiese: «Ved, le dijo el imperturbable anciano La Valette al mahometano enseñándole el foso, ved el único espacio que pensamos ceder a vuestro general para sepultura suya y de sus jenízaros.» Irritado el musulmán con tan altiva respuesta, redobló con furia el fuego y los ataques. Mustafá con sus jenízaros, Hassen con sus bravos de Argel, no dejaron medio, ni esfuerzo, ni artificio que no emplearan para batir las fortalezas y reducir tan obstinada gente. Pero todo lo frustraba La Valette con su vigilancia, con su valor y con su prudencia. Combate hubo en que de cuatro mil infieles que acometieron por un lado, solo quedaron con vida quinientos, y estos heridos los más, sirviendo los otros para cubrir el puerto de armas rotas y de cuerpos despedazados. Rebosando ya de rabia el bajá, y temeroso de que llegaran los auxilios de España, que nunca creyó hubieran tardado tanto, resolvió emplear todas las fuerzas simultáneamente, las de mar al mando de Pialy contra la ciudad, las suyas y las del virrey argelino contra el fuerte de San Miguel. El turco y el africano dirigieron los ataques a la fortaleza con personal arrojo, pero siempre sus guerreros fueron rechazados por los soldados de la religiosa caballería cristiana, saliendo denodadamente a las trincheras con espada en mano.

Algo más feliz el almirante Pialy, había logrado desmantelar las obras exteriores de la ciudad, que defendía en persona el gran maestre de los cruzados, y abrir muy anchas brechas en los muros. En tal conflicto celebró consejo de la orden para deliberar lo que habría de hacerse. Los más opinaron que deberían trasladarse todos al castillo de Santángel, y conducir allí las reliquias de los santos. Desaprobado por La Valette este dictamen como inconveniente, propusiéronle otros que por lo menos retirara del peligro su persona, protestando que ellos sabrían defender la ciudad hasta morir. «No, hermanos míos, les respondió el respetable e impertérrito anciano; aquí debemos vencer o morir todos. ¿Podría yo a la edad de setenta y un años acabar mi vida más gloriosamente que con mis hermanos y amigos en defensa de nuestra santa religión?» Y comenzó a dar las más activas y oportunas providencias, y aquella misma noche se levantaron parapetos y trincheras, y hasta fue atacada la guardia avanzada enemiga, que huyó con precipitación creyendo que cargaba sobre ella toda la fuerza reunida de los cristianos.

Suponemos ya al lector impaciente por ver llegar el auxilio de España, como lo estarían los desgraciados malteses, y deseoso de saber si llegó y las causas que pudieron retrasarle tanto.

El rey don Felipe había encargado a don García de Toledo, el conquistador del Peñón, nombrado virrey de Sicilia en reemplazo del duque de Medinaceli, el de la desgraciada expedición a los Gelbes, que espiara la armada turca y tuviera las galeras preparadas en Mesina, y escribió a sus aliados y feudatarios de Italia que levantaran tropas.

El gran maestre de Malta pedía al virrey de Sicilia los prometidos socorros de España, y don García de Toledo se contentaba con enviarle cuatro galeras con cuatrocientos soldados y algunos caballeros de la religión y otros castellanos conducidos por don Juan de Cardona y el maestre de campo Robles. Cuando llegó Cardona a Malta, ya se había perdido el castillo de San Telmo. A las nuevas instancias que La Valette hacía a don García de Toledo para que le socorriese, respondía el virrey que esperaba la incorporación de diez mil italianos y completar las noventa galeras que el rey le había prometido, con mandamiento de no aventurarlas. El genovés Juan Andrea Doria, el italiano Pompeyo Colona y otros caudillos de la armada, pedían los dejara ir con algunas galeras y compañías en socorro de los malteses aventurando sus personas, pero a todo oponía el virrey obstáculos y entorpecimientos. Y el auxilio se difería, mientras los turcos estrechaban de cada día más a los esforzados caballeros de la orden. Arrostrando no pocos peligros logró La Valette despachar otro correo al virrey de Sicilia avisándole la situación angustiosa en que se hallaba; y la respuesta del virrey fue que estuviera cierto de que le socorrería conforme el rey le tenía mandado, en cuanto llegaran los de Toscana, y que no le maravillara tanta dilación teniendo él que obrar por las órdenes que de España recibiese{1}.

¿Podrá creerse, en vista del comportamiento del monarca español y de su virrey en Sicilia, que Felipe difiriera calculadamente el socorro, como opinaban algunos historiadores{2}, no queriendo arriesgar su armada hasta poder atacar con ventaja segura la de los turcos, cuando viera a estos debilitados de resultas del sitio? Y en este caso, si como político obró con prudencia y como convenía al provecho propio, ¿correspondía a la generosidad con que los caballeros de Malta se habían sacrificado siempre en las empresas de los monarcas españoles, y a lo que demandaba la causa de la cristiandad, expuesta a perder su más fuerte y precioso baluarte, pendiente solo acaso de la vida del gran maestre, que de milagro parecía se salvaba de tantos y tan diarios peligros? No es tanto de sentir el cargo que sobre esto puedan hacerle escritores extranjeros que no le son adictos, como el que se trasluce y desprende del relato de historiadores españoles que le eran aficionados.

Nunca, sin embargo, había desconfiado el gran maestre de que dejara de socorrerle, más o menos tarde o temprano, la armada española. De aquí, haber cifrado su salvación en prolongar todo lo posible la defensa de la isla. Al fin divisaron los sitiados con júbilo las naves de España conducidas por el famoso defensor del castillo de los Gelbes don Álvaro de Sande, Ascanio de la Corgne, Vicencio Vitelli y otros buenos capitanes de mar, con seis mil soldados españoles, tres mil italianos y mil y quinientos aventureros de ambas naciones (5 de setiembre, 1565). Volviose don García a Sicilia para embarcar la demás gente que allá quedaba, pero no fue menester. Engañado Mustafá sobre el número de las galeras, y creyendo tener sobre sí toda la fuerza marítima de España, levantó precipitada y aturdidamente el sitio, retirando la guarnición de San Telmo, y abandonando la artillería gruesa. Dos veces cayó su caballo, como si participara de la consternación de su dueño. Atropellábanse con el miedo los turcos, y caían muchos al mar o se dejaban acuchillar por los españoles, y hubieran perecido muchos más si Pialy no hubiera tenido tan prontas las galeras para recibirlos. Antes de alejarse los turcos vieron tremolar las banderas de la orden de Malta sobre el castillo de San Telmo, donde poco antes habían ondeado los estandartes de Solimán. Cuando Mustafá supo que no pasaban de seis mil los soldados españoles que le habían atacado, mesábase las barbas de pensar en su afrenta, y juraba que no tardaría en volver con mayor poder a acabar de destruir a Malta.

Tal fue el feliz remate que tuvo para la cristiandad el famoso y memorable sitio de la isla de Malta, que hizo célebre en el mundo y eternizó en la historia el nombre del gran maestre Juan Parissot de La Valette. De los cuarenta y cinco mil mahometanos que vinieron a combatir una estéril roca solo volvieron catorce mil, estropeados y llenos de ignominia. El terrible Dragut encontró allí su sepultura, y los nombres de Pialy, de Mustafá y de Hassen, que se pronunciaban o con respeto o con espanto en Europa y en África, perdieron su prestigio en las áridas riberas de una isla. Todas las naciones de la cristiandad celebraron este suceso con regocijo, y el rey de España, el más interesado en el triunfo, envió un mensaje expreso a La Valette para felicitarle por su triunfo, y le regaló una espada y un alfanje con puño de oro macizo guarnecido de diamantes, en testimonio de su admiración y de su aprecio, obligándose además a pagarle cierta cantidad anual para ayuda de reparar las fortificaciones destruidas{3}.

Sentido el turco Solimán de esta desgracia, y como supiese las disposiciones de defensa y resistencia que tomaban el gran maestre, el rey don Felipe, el virrey de Sicilia, el de Nápoles y todos los príncipes de Italia, él también quiso hacer otro grande esfuerzo y se propuso juntar hasta quinientas velas mayores y menores con ochenta mil combatientes, para lo cual puso en contribución todos sus señoríos y ciudades de África, Asia y Europa. Pero sucesos posteriores hicieron que todo aquel formidable aparato fuera a descargar a Hungría, donde acabó su larga vida el anciano Solimán II, terrible y poderoso enemigo de la cristiandad, mientras sus tropas asolaban aquel reino, quedando entretanto acá Felipe II desembarazado y libre para atender a otros cuidados, que no eran pocos ni pequeños.




{1} Sobre las repetidas reclamaciones del gran maestre La Valette, las contestaciones dilatorias del virrey de Sicilia, y la conducta del rey don Felipe en este negocio, pueden verse los capítulos 21, 24, 25 y 27 del libro VI de la Historia de Felipe II, por don Luis de Cabrera.

{2} Véase Watson, Historia del reinado de Felipe II, lib. VI.

{3} Baudouin, Historia de Malta.– Vertot, Historia del orden de Malta.– Cabrera, Historia de Felipe II, lib. VI.

Entre las obras que hizo el gran maestre después que se vio libre de los enemigos, fue una ciudad y puerto en la costa septentrional de la isla, que aún conserva el nombre de La Valette, su glorioso fundador.