Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro II España en el siglo XVI

VI

Guerras contra turcos y africanos.– Solimán II.– Barbarroja.– Dragut.– La Goleta.– Túnez.– Argel.– Malta.– Trípoli.– Bugía.
 

Misión parecía ser también de los primeros soberanos de la casa de Austria que venían a suceder a los Reyes Católicos españoles proseguir sus empresas contra los mahometanos e infieles, y ensanchar, o por lo menos afianzar las conquistas hechas en la costa africana bajo la sagrada enseña y a la voz santa del inmortal Cisneros y por la espada del terrible Pedro Navarro, vengar el desastre de los Gelbes, tumba del esclarecido don Pedro de Toledo y sumidero de preciosa sangre cristiana, y asegurar el dominio español en Berbería, malogrado, como indicamos en nuestra Introducción a la edad moderna, por haber tenido Fernando de Aragón relegado en injusto destierro al Gran Capitán. ¿Cómo llenó Carlos V de España esta parte de la misión que parecía encomendada al sucesor de Fernando e Isabel?

Pujante se hallaba el famoso corsario Haradín Barbarroja, que de aprendiz de alfarero había llegado a ser rey de Argel y de Tremecén, y gran almirante del sultán de Turquía Solimán II, para quien había conquistado el reino de Túnez despojando de él a Muley Hacen. Este rey pirata, terror de la cristiandad, gran depredador de las ciudades litorales del Mediterráneo, desde los Dardanelos hasta las columnas de Hércules, tenía aterrada la Europa cristiana, y la Europa cristiana volvió los ojos al único hombre a quien podía volverlos, y este hombre tranquilizó a la Europa cristiana diciendo: «Yo combatiré a ese coloso de África, y a ese gigante de los infieles.» Y a la voz de este hombre y a una excitación suya todas las naciones de Europa le envían sus naves y sus guerreros, a excepción de la Francia, cuyo monarca busca la amistad del pirata mahometano en odio al rey católico. A poco tiempo se ve cruzar las aguas del Mediterráneo hasta cuatrocientos vasos, dadas al viento las velas, y los vistosos y variados gallardetes, y las bordadas banderas de todos colores, con la flor de la juventud y de la nobleza de España, de Portugal, de Génova, de Nápoles, de Sicilia, de Roma, de Flandes y de Alemania; allí van los famosos marinos Andrea Doria y don Álvaro de Bazán, gloria de Génova el uno y honra de España el otro; allí los insignes capitanes don García de Toledo, el duque de Alba, el príncipe de Salerno, Fernando de Alarcón, el marqués del Vasto, el de Mondéjar, el de Aguilar, aquel de cuya boca salió por primera vez el dicho: A más moros más ganancia; y en medio de todos el hombre a cuya voz se había movido la Europa, el emperador Carlos V, con la cabeza descubierta y un crucifijo en la mano, a quien llama el capitán general de la armada.

«Yo os prometo que esa armada tan poderosa no la veréis volver;» dijo a los suyos el arrogante argelino al ver acercarse la flota a la playa berberisca. Engañose no obstante el soberbio musulmán. Grandes trabajos esperaban, sí, a los cristianos: el suelo ardiente de África, el sol abrasador de julio, tormentas, aguaceros y huracanes horribles, el fuego de los cañones enemigos, el hambre, la sed, las enfermedades, todo se conjuraba contra ellos. Mas cuando era mayor el conflicto grita el emperador: «¡Aquí, mis leones de España!» A poco de haber lanzado este grito escribía Carlos V a la emperatriz: «La Goleta es nuestra.» Y el destronado rey de Túnez Muley Hacen que acompañaba al emperador le decía: «Esta será la puerta por donde entraréis en vuestro reino.» Y en efecto, tomada la Goleta, marcha Carlos V sobre Túnez, donde le esperaba Barbarroja con cien mil combatientes, turcos, alárabes y africanos. La marcha del ejército imperial de la Goleta a Túnez es una de las jornadas más penosas que se leen en las anales de las guerras. Su triunfo uno de los más maravillosos. Barbarroja había dicho bien: «No veréis volver esa poderosa armada:» pero fue porque antes volvió él la espalda a la lanza del emperador, y abandonando el combate y la capital del reino, no paró en su fuga hasta Bona. Entra Carlos V triunfante en Túnez, liberta diez y seis mil cautivos cristianos, cautiva diez y ocho mil moros, y entre los más insignes trofeos de la victoria y del despojo se cuenta el dorado arnés que el noble y desgraciado don García de Toledo perdió en la desastrosa jornada de los Gelbes. Repone Carlos V al despojado Muley Hacen en su trono, hácele feudatario del imperio, pónele la condición de que permitirá el culto cristiano en el reino tunecino, retiene para sí la Goleta y algunas ciudades de la costa, déjalas guarnecidas de españoles, y contento con la humillación de Barbarroja y con el vasallaje de Muley Hacen, da la vuelta a Sicilia (1535). Gran júbilo en la Europa cristiana. Nápoles y Roma se deshacen en fiestas y agasajos al vencedor de los infieles.

La guerra desastrosa de Francia en que se empeñó después Carlos V quebrantó el poder del conquistador de Túnez (1536) y el encono de Francisco I contra el emperador atrajo sobre la desgraciada Italia doscientos mil turcos en cuatrocientas naves, mandados por el terrible y vengativo Barbarroja que acababa de saquear a Mahón. Por fortuna el francés anduvo más solícito para provocar la irrupción que diligente para ayudarla, y los esfuerzos del pontífice y del virrey de Nápoles, y la eficaz y acertada cooperación del infatigable Doria, obligaron al turco a descargar su enojo contra Venecia, y salvaron los estados de la Iglesia y la Italia imperial (1537).

Conociose la necesidad de una confederación para enfrenar el poder siempre amenazante del imperio otomano, y se hizo la primera liga entre el emperador, el papa, la señoría de Venecia, y otras potencias y príncipes cristianos. Comenzó esta liga por donde había de acabar veinte años más adelante, por desavenencias entre los generales españoles y venecianos, y por de pronto no produjo otro fruto que la ocupación de Castelnovo a los turcos, para que después saciara sus iras el feroz Barbarroja en los valientes españoles que la guarnecían (1539).

Si Carlos V hubiera llevado a feliz término las negociaciones que entabló con Barbarroja para apartarle del servicio de Solimán, sin duda habría dado un golpe de muerte al poder de la Sublime Puerta. La traición de un tránsfuga español desconcertó aquellos tratos cuando estaba ya próximo a ajustarse el convenio, y el sultán quedó tan fuerte como antes con el apoyo del formidable berberisco.

Uno de los mayores errores de cálculo y de los mayores reveses de fortuna del emperador fue su malhadada expedición a Argel, desventurada desde su principio hasta su fin, desde que se despidió del papa en Luca hasta que desembarcó como un pobre náufrago en Cartagena. Conmueve la relación de los trabajos que él y sus tropas pasaron delante de Argel, y parten el corazón las calamidades que sufrieron en la retirada. Cierto que los elementos se desataron contra él, mas ya se lo habían pronosticado los prácticos y conocedores de aquellos mares que le desaconsejaron la jornada en aquella estación. Por satisfacer un antojo dejó Carlos la Hungría a merced del Turco y la Italia expuesta a una invasión del francés, y perdió un ejército y una armada. Y sin embargo, personalmente nunca fue más grande el emperador: en esta jornada se acreditó más que nunca de heroico en el combate, de imperturbable en el peligro, de fuerte en la fatiga, de sufrido en las privaciones, de magnánimo en la adversidad. Condújose con tanta grandeza, que ni un general, ni un soldado se quejó de él (1541).

Las guerras de Francia que en los años siguientes a este infortunio le movió Francisco I impidieron al emperador proseguir sus planes contra los infieles. Fuertes éstos y soberbios con el apoyo escandaloso del rey Cristianísimo, Solimán se enseñoreaba de Hungría, y Barbarroja ponía en el mayor aprieto y conflicto la Italia. Por eso entre las más ventajosas condiciones que Carlos V se propuso sacar del francés en la murmurada paz de Crespy (1544), contamos nosotros la de haberle obligado, no solo a romper la alianza con el Turco, sino a comprometerse a ayudar a Carlos en la guerra contra el sultán con diez mil hombres y seiscientas lanzas cuando le fueren pedidas. La paz de Crespy, y la muerte a poco tiempo ocurrida del coronado pirata, el terrible Haradin Barbarroja (1545), hubieran dejado al emperador en desembarazo para caer sobre el Turco con todo su poder, si la famosa confederación de los protestantes de Alemania y las guerras de religión que de ella nacieron no le hubieran embargado toda su atención, ocupado sus ejércitos, consumido sus tesoros, gastado su salud, su paciencia y sus fuerzas. ¿Cómo un solo hombre había de hallarse en todas partes y poderlo todo? Carlos V era un grande hombre, pero no era un Dios.

Ni era culpa suya tampoco que después del tratado de Passau con los príncipes protestantes (1552), le obligara un rey católico a desatender a los infieles para hacerle guerrear con cristianos en Francia, en Italia y en Flandes, ni que el jefe de la cristiandad conspirara contra el defensor del catolicismo, dando así alas el mismo Santo Padre a los mahometanos y herejes. No era, pues, Carlos V el más culpable de que en sus últimos años los protestantes se envalentonaran y el Turco se ensoberbeciera. En sus últimos años, achacoso, abatido y casi imposibilitado ya, y en medio de las luchas que sostenía en Europa, todavía empleó su poder marítimo en combatir en África al terrible corsario Dragut, segundo Barbarroja, aliado y almirante también del Gran Señor como aquél, espanto de la cristiandad como él, y acaso más cruel que Haradin. Todavía empleó su poder naval en librar a Malta del yugo mahometano, salvándola del apuro en que la puso la armada reunida de Solimán y de Dragut. Y si tuvo el desconsuelo de ver pasar al dominio del Turco y del virrey de Argel la ciudades africanas de Trípoli y de Bugía, debido fue lo uno a los manejos e intrigas del francés, lo otro a cobardía o traición de un gobernador, y los malos defensores de las dos mal perdidas plazas expiaron en cadalsos o su tibieza o su venalidad (1555).

Carlos V, conquistador de la Goleta y de Túnez, vencedor de Barbarroja y de Solimán en Italia y en Hungría, desgraciado en Argel, triunfador en África contra Dragut, libertador de Malta, y poco afortunado en Trípoli y en Bugía, fue el más constante guerreador de infieles, llenó en esta parte mejor que todos los demás príncipes cristianos de su tiempo la misión que parecía estarle encomendada, salvó la Europa del yugo mahometano, y si no ensanchó las conquistas de Fernando el Católico en África, culpa fue de las incesantes guerras con que le tuvieron constantemente distraído en Europa los monarcas católicos y los príncipes protestantes.