Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro II ❦ España en el siglo XVI
XI
Movimiento intelectual de España en este reinado.– Elementos favorables y adversos al desarrollo de las letras.– Estado y carácter de la literatura española en la primera mitad de este siglo.
Si en el reinado de Carlos I la ciencia económica y administrativa no tuvo grande adelanto, ni la jurisprudencia y la legislación recibieron grande impulso ni alcanzaron gran progreso, la cultura intelectual no dejó de seguir por la vía de desarrollo que le había abierto y franqueado la ilustre y magnánima Isabel. En lo general el período de mayor engrandecimiento y gloria de un estado lo es también el de mayor prosperidad para su literatura, y esto aconteció en España en el siglo XVI.
Hubo no obstante en el reinado de Carlos de Austria elementos favorables y elementos adversos al desenvolvimiento de los conocimientos humanos. Favorecíanle las escuelas públicas establecidas de antes en España, algunas de ellas afamadas ya, y dotadas de insignes y doctos profesores; las producciones de ingenios tan esclarecidos como Lebrija, Pulgar, y Bernáldez, como Lucio Marineo, Pedro Mártir, Y los Geraldinos, como Rojas, Encina, y Torres Naharro, como Montalvo, Ramírez y Carvajal; el arte maravilloso de la imprenta, bastante adelantado ya, aunque nuevo; y el renacimiento de la literatura clásica en tiempo de los Reyes Católicos. Favorecíanle también el trato y la comunicación asidua, política, militar e intelectual, con la culta Italia, que comenzó y se estableció entre los dos pueblos con las guerras y conquistas de Fernando el Católico, y se hizo más frecuente, más necesaria y más íntima con las de Carlos V. Dominio de España en una gran parte de los estados italianos, teatro los otros de sus negociaciones políticas y campo de sus hechos militares, el comercio de ideas entre ambos países era consecuencia precisa del roce político y del contacto de las armas. Los españoles de más ingenio iban a poblar sus academias y escuelas, como sus plazas de guerra y sus castillos, y como sus asambleas diplomáticas y las residencias de los embajadores. Muchos se establecían allá, muchos hacían viajes frecuentes, y muchos iban a perfeccionar los estudios hechos en las universidades españolas. Y como la Italia era el centro de las artes y de las letras, de las creaciones intelectuales y del buen gusto literario, como al siglo de Lorenzo de Médicis había sucedido el de León X, al de Leonardo de Vinci, el de Ariosto, Maquiavelo y Sannazzaro, el de Ticiano y Miguel Ángel, necesariamente había de comunicarse aquella cultura a los ingenios y a las imaginaciones vivas de los españoles, las más parecidas, como lo es su cielo, a las italianas. Si este gusto, si esta cultura, si esta escuela había de dañar algo a la nativa originalidad de los ingenios y de las producciones españolas, alterando en parte la fisonomía de su literatura, en cambio había de ganar en perfección y en arte lo que pudiera perder en nervio y energía: cuanto más que nuevas relaciones y nuevas costumbres sociales producen siempre alguna alteración en el carácter de las obras literarias de un pueblo.
Contrariaba y comprimía el vuelo del pensamiento el rigor inquisitorial. Siempre celoso, siempre rígido, y siempre suspicaz el Santo Oficio con todas las obras o producciones que directa o indirectamente tocaran puntos o materias de religión, hízose mucho más desde que las doctrinas de la reforma luterana comenzaron a propagarse por Europa y a combatir y luchar con las antiguas creencias. Entonces se avivó el ojo vigilante de la Inquisición, y llevada del buen deseo de sofocar el protestantismo y de impedir que el virus de la herejía se inoculara en España, no se contentó con prohibir las obras y escritos luteranos, ni con condenar los contenidos en los Índices expurgatorios, ni con recoger y anatematizar todos los libros en que se sospechara ir envuelta alguna máxima anti-católica, sino que poco a poco, protegida por los papas y por el soberano, fue ejerciendo su censura en todas las obras que se publicaban, hasta el punto de no poderse dar ninguna a la estampa sin previa aprobación de los inquisidores. Y como se la veía no respetar ni las producciones ni las personas de los varones que tenían más reputación de virtuosos y santos, como sucedió con el Apóstol de Andalucía, el venerable Juan de Ávila, como aconteció luego con los sapientísimos Fr. Luis de Granada y Fr. Luis de León, con Santa Teresa y San Juan de la Cruz, ¿quién no temblaba al saber que sus obras iban a ser pasadas por el espeso y cerrado tamiz de tan severo tribunal?
¡Y si tal vigilancia se hubiera ejercido solo en las obras en que se trataran materias de teología, de religión o de moral! Pero ejercíase indistintamente en todos los escritos, siquiera fuesen de náutica o de agricultura, siquiera fuesen de mero pasatiempo o recreo. Y como en la armonía y relación general de los conocimientos humanos es casi imposible dejar de tocar puntos que próxima o remotamente no puedan rozarse con las creencias o con las costumbres religiosas, siempre asaltaba a los autores y a los ingenios el recelo de que la suspicacia o el capricho o mal humor de los censores inquisitoriales pudiera o intentara descubrir en la esencia o en la forma, o tal vez en alguna frase oscura o descuidada, algo que diera ocasión o pretexto a calificaciones desfavorables y a procedimientos misteriosos de que era difícil desenvolverse. De aquí las trabas, las restricciones, la compresión que sentía pesar sobre sí el pensamiento, tan perniciosa al progreso del entendimiento humano.
Mas como el impulso estaba dado por los elementos favorables explicados ya, y como las inteligencias no podían contenerse dentro de sí mismas, y sentían una necesidad de crear, publicábanse obras y producciones literarias, muchas de gran mérito, bien que se observase en las más de ellas la falta de aquella antigua franqueza del carácter español, cierta reserva y retraimiento parecido a la hipocresía, y cierta adulación a los poderes eclesiástico y civil, hija de la necesidad. Los ingenios abandonaban el terreno peligroso de la religión y de la filosofía, y se iban a cultivar el campo más desembarazado de la poesía, de la novela picaresca, de la fábula y de la historia.
Una de las grandes innovaciones que sufrió la poesía castellana por efecto de la comunicación y trato de las dos penínsulas italiana y española, fue la adopción de las formas de la italiana, a que se halló prestarse casi tanto nuestra lengua como la suya. Boscán introdujo el soneto y otras composiciones de verso endecasílabo que su amigo el fluido Garcilaso cultivó, y perfeccionó, y el autor de las tiernas églogas y el valeroso capitán de Carlos V, que, como él dice, «tomaba ora la espada, ora la pluma,» llevó a su mayor altura en la poesía castellana las formas del verso italiano, y las aclimató en ella y le dio una nueva fisonomía. Imitáronle y le siguieron Fernando de Acuña, soldado y poeta como él, Gutierre de Cetina, también como él poeta y soldado, y algunos otros; y aunque Castillejo, Villegas y otros partidarios de la antigua escuela española, combatieron aquella innovación y satirizaron a sus autores llamándolos petrarquistas, la nueva escuela italiana quedó triunfante, y es desde entonces uno de los géneros de la literatura española.
También el género didáctico fue cultivado en este tiempo en verso y prosa. Ejercitáronse en él, entre otros, Luis de Escobar, los médicos Corella y Villalobos, Juan de Sedeño, Pero Mejía, Palacios Rubios, Fernán Pérez de Oliva. Este último, más aventajado que los otros, y cuya temprana muerte fue lamentada como una pérdida para las letras españolas, intentó, a imitación de los escritores italianos, emancipar la lengua castellana y sacarla de la injusta postergación en que la tenía la manía de escribir las obras didácticas y filosóficas en latín, y enriquecer con toda clase de doctrina el idioma patrio. Distinguiose en este género el padre Guevara, religioso, cortesano, obispo, predicador y cronista; bien que así en su Reloj de príncipes, como en su Aguja de marear, en su Aviso de privados, como en otros tratados, y hasta en sus Epístolas, que no por haberse llamado Las Epístolas de oro tienen el atractivo que el título parece indicar, se ve al lado de cierta buena razón y criterio un estilo amanerado y un hacinamiento inoportuno de erudición, que hace sus obras monótonas, indigestas y de fastidiosa lectura. Así como, por el contrario, se recomienda por el atractivo de su sencillez y por la pureza de su dicción el Diálogo de las lenguas, que se prohibió como obra de un luterano. Fuese su autor Juan Valdés u otro, escribió como convendría que escribiesen todos. «Escribo, decía él, como hablo; solamente tengo cuidado de usar vocablos que signifiquen bien lo que quiero decir; y dígolo cuanto más llanamente me es posible, porque a mi parecer en ninguna lengua está bien la afectación.» Así es que en el Diálogo de las lenguas es donde se refleja con exactitud el estado de la lengua castellana en la primera mitad del siglo XVI, que iba perfeccionándose ya, para llegar en el reinado del segundo Felipe a su mayor grado de adelantamiento y hermosura.
Con más lentitud que la poesía lírica y que la literatura didáctica marchaba la dramática, escénica o teatral. Mucho consistió en que la Iglesia, o sea el clero, que había hecho patrimonio suyo la representación de los autos o dramas sagrados, no quería que la representación escénica se popularizara, y por decirlo así, se secularizara. Sin duda con este intento casi todos los imperfectos ensayos que se habían hecho del drama profano fueron incluidos en el Índice expurgatorio, y las comedias de Torres Naharro habían sido prohibidas. Mas las aficiones y las ideas que forman parte del espíritu de una época o de un siglo no necesitan sacudir las trabas con que se las tenga comprimidas sino de un genio que las formule, impulse y aliente. Así sucedió al género teatral con la feliz tentativa que de él hizo el ingenioso artesano de Sevilla Lope de Rueda, actor y autor dramático a un tiempo, cuyas comedias fueron representadas en varias ciudades de Andalucía y de Castilla. Aunque los recursos escénicos eran mezquinos y pobres, como sucede a toda arte en su infancia, el paso dado por Lope de Rueda en la senda que había comenzado a abrir Torres Naharro fue de tanta importancia, que se puede decir el fundador del teatro español, de un teatro destinado a ser antes de terminar el siglo la admiración y la escuela de otras naciones{1}.
Entre los géneros de literatura que se ensayaron con éxito más feliz, lo fueron la sátira y la novela picaresca. En ambas mostró su agudo ingenio el ilustre don Diego Hurtado de Mendoza, miembro de una de las familias de España más esclarecidas en linaje, en armas y en letras, biznieto del insigne marqués de Santillana, e hijo del gran conde de Tendilla; poeta lírico, prosista satírico, novelista ingenioso, historiador grave, general entendido, político profundo, diplomático sagaz, embajador activo y consejero leal, franco y severo. Su Lazarillo de Tormes no solo alcanzó gran celebridad en su tiempo, sino que como novela festiva y como retrato animado y fiel de las costumbres españolas de su época, ha conservado su reputación y mantenídose en boga hasta nuestro siglo, se hicieron de ella muchas versiones en lenguas extrañas y se han hecho numerosas y lujosas ediciones en nuestros mismos días. Don Diego de Mendoza se dedicó después con no menos talento y felicidad en el último tercio de su vida a otro género más grave de literatura, a la literatura histórica, que también iba prosperando y perfeccionándose ya mucho en el reinado de Carlos V.
Recordando lo que acerca de este importante ramo de nuestra literatura nacional hemos dicho en el periodo de los reyes Católicos, se ve que al paso que desaparecía el antiguo fraccionamiento de España y se marchaba a la unidad y se engrandecían y extendían los límites y los dominios del reino, la literatura histórica iba tomando también nueva forma y engrandeciéndose como la nación. Iba desapareciendo la crónica y formándose la historia. Los cronistas asalariados por el emperador, Guevara, Ocampo, Sepúlveda, y Mejía, no fueron los más felices en sus obras. Algunas de ellas no se acabaron, y sobre unas y otras hemos emitido en otra parte nuestro juicio{2}. Pero asomaban ya Morales, Garibay y Zurita, y el nombramiento de este último hecho en las Cortes de Aragón (1547) para que escribiera la historia de las cosas de aquel reino fue uno de los acuerdos más felices y más beneficiosos a las letras españolas. La historia iba a adquirir pronto sus formas regulares, y así puede decirse que se podía ir ya divisando la aparición de una historia general. Los que en tiempo del emperador tomaron a su cargo la tarea de trasmitir a la posteridad los descubrimientos, conquistas y hazañas de los españoles en el Nuevo Mundo, dieron pruebas de grande ingenio y de poseer grandes condiciones históricas. Tales fueron Francisco López de Gomara, Bernal Díaz del Castillo, fray Bartolomé de las Casas, y sobre todo el insigne y erudito Gonzalo de Oviedo, cuya Natural y General Historia de las Indias ha sido siempre considerada como uno de nuestros más apreciables monumentos históricos; tanto que en nuestros mismos días ha merecido una mirada de preferencia de nuestra Real Academia de la Historia, que acaba de hacer una edición esmerada y completa de la Historia de Oviedo, anotada e ilustrada por uno de sus más entendidos y laboriosos individuos.
Uno de los sabios que dieron más lustre a España en este reinado, como humanista y como filósofo, fue el valenciano Luis Vives. La erudición, el buen juicio y la acertada crítica que campean en sus obras hicieron su nombre célebre en Europa, y fue justamente considerado como uno de los principales restauradores de las letras. Profesor acreditado en Lovaina, en Brujas y en París, respetado por sus escritos sobre la enseñanza y sobre el arte de formar escuelas, admirado como comentador del libro De civitate Dei de San Agustín, y apreciado por otras obras literarias, mereció ser buscado por Enrique VIII de Inglaterra para maestro de la reina y de su hija doña María, la que fue después reina de Inglaterra y esposa de Felipe II, y desempeñó su magisterio hasta que desagradó al rey por la enérgica franqueza con que desaprobó como católico su divorcio, lo cual le costó sufrir un arresto de seis semanas. El mayor elogio que puede hacerse de este docto español es que fue contado entonces en Europa como uno de los que formaban el triunvirato que decían de los sabios, y era fama común que Guillermo Budé excedía a todos los de su tiempo en ingenio, Erasmo de Rotterdam en la elocuencia y Luis Vives en el juicio.
Las ciencias sagradas y eclesiásticas no podían dejar de cultivarse con afición, interés y aprovechamiento en un pueblo en que predominaba el principio y el sentimiento religioso, en una nación cuyas universidades y colegios se habían cimentado sobre el estudio de la teología como sobre una de sus más principales bases, a cuyas aulas se había procurado traer los profesores teólogos más doctos e insignes, y en una época en que la controversia religiosa era el punto capital en que se ejercitaban los mayores ingenios. Formáronse pues en tiempo de Carlos V, sobre la buena base que dejaron establecida los Reyes Católicos, aquellos teólogos y canonistas eminentes que fueron a ser la honra de España y la admiración de Europa en el concilio de Trento. Mas como muchos de los ingenios que sobresalieron y descollaron así en las letras sagradas como en las profanas, aunque se formaron en el reinado del emperador, florecieron en el de su hijo y pertenecen más bien a la segunda mitad del siglo XVI, nos reservamos hablar de ellos y de sus obras para cuando acabemos de considerar el progreso de los conocimientos humanos, el espíritu y movimiento intelectual de aquel siglo.
{1} En tiempo de este famoso español, dice Cervantes hablando de Lope de Rueda (Prólogo a sus Comedias), todos los aparatos de un autor de comedias se encerraban en un costal, y se cifraban en cuatro pellicos blancos guarnecidos de guadamecí dorado, y en cuatro barbas y cabelleras, y cuatro cayados poco más o menos, porque todos los personajes que se introducían eran pastores; los paños del escenario eran dos mantas que en donde quiera se tendían sobre un cordel, y se entretejía en la égloga dos o tres entremeses, ya de negro, ya de rufián, ya de bobo y ya de vizcaíno; que estas cuatro figuras y otras muchas hacia el tal Lope con la mayor excelencia y propiedad que pudiera imaginarse. No había en aquel tiempo tramoyas ni desafíos de moros y cristianos a pié ni a caballo. No había figura que saliese o apareciese salir del centro de la tierra, por lo hueco del teatro, el cual componían cuatro bancos en cuadro, y cuatro o seis tablas encima, con que se levantaba del suelo cuatro palmos; ni menos bajaban del cielo nubes con ángeles o con almas.
{2} En el Prólogo a la presente Historia.– Merece citarse un rasgo de escrupulosa conciencia del P. Guevara en esta materia. Como no hubiera trabajado un año en el oficio de cronista por el cual recibía sueldo del emperador, al tiempo de morir mandó que se devolviera al monarca el sueldo de aquel año.