Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro II España en el siglo XVI

XX

La guerra de Flandes.– Las Provincias Unidas.– Gobierno de Alejandro Farnesio.– Talento y prudencia de este príncipe.– Sus hechos heroicos.– Memorable sitio de Amberes.– El asesinato del príncipe de Orange.– Reflexión sobre este suceso.– Intervención de franceses e ingleses en la guerra de los Países-Bajos.– El duque de Alenzón.– El conde de Leicester.
 

Hasta las flaquezas de hombre del emperador Carlos se habían convertido en fuente de provechosísima herencia para su hijo Felipe. Parecía que la naturaleza se había esmerado en derramar sus dones sobre los descendientes ilegítimos y los hijos naturales de Carlos V. Ellos fueron los personajes que dieron más lustre al reinado de Felipe II, y este monarca tuvo la rara fortuna de hallar en sus hermanos bastardos, no solo los representantes más legítimos de las glorias y de los elevados pensamientos de su padre, sino los sostenedores más firmes de su trono y los promovedores más decididos de su grandeza. La princesa Margarita de Austria, duquesa de Parma y gobernadora de los Países Bajos, fue una mujer admirable por su talento, por su prudencia y por sus virtudes; ella sola hubiera bastado a mantener en paz los estados de Flandes, como los mantuvo en tiempo del emperador, sin las irritantes medidas de Felipe; y aun había enmendado ya las consecuencias de la provocación imprudente de su hermano, cuando éste la lastimó con su ingratitud y la exasperó como gobernadora con desaires inmerecidos, que la obligaron a dejar un país con tanto acierto gobernado, y en que tanto se había hecho querer. Sabido es ya también cuánto debió Felipe II a su hermano don Juan de Austria, y que este esclarecido personaje, que tantas glorias dio a España y a su soberano, no logró alcanzar de él ni siquiera el modesto título de Infante de Castilla que tanto anhelaba.

Tan afortunado como poco agradecido Felipe II con la progenie bastarda de su padre, tiene la dicha de encontrar para sucesor del malogrado don Juan de Austria en el gobierno de Flandes a otro ilustre vástago del emperador, a un hijo de la princesa Margarita, al joven Alejandro Farnesio, uno de los personajes más nobles, más dignos, más interesantes que se encuentran en los anales históricos de España. Tan afable como valeroso, tan intrépido como prudente, tan indulgente como enérgico, tan político como guerrero, tan modesto como generoso, tan leal como honrado, cuesta trabajo hallar un lunar en la vida de Alejandro Farnesio.

En la situación crítica en que se encargó del gobierno de Flandes, el sitio, ataque y conquista de Maestricht fue un golpe de inteligencia y de arrojo que desconcertó a los rebeldes, tanto como realentó el espíritu de los españoles, abatido con la muerte de don Juan de Austria. Como político, supo aprovecharse hábilmente de las discordias y escisiones que dividían a los mismos flamencos, y consiguió desmembrar de la confederación las provincias walonas, traerlas a la obediencia del rey y comprometerlas por la causa de España, bien que bajo la condición precisa, que no le fue posible evitar, de sacar otra vez del territorio de los Estados todas las tropas extranjeras. Al tratado de Arras, en que esto se estipuló, opuso el partido orangista la Unión de Utrecht, pacto por el cual siete provincias se aunaron y ligaron estrecha y perpetuamente para rechazar toda agresión extranjera contra su independencia y libertad, o contra el público ejercicio y profesión del culto y de la doctrina protestante. La Unión de Utrecht fue el fundamento y principio de la república de las Provincias Unidas (1579).

Ni el rey de España ni las provincias disidentes de Flandes sabían ya qué partido tomar para poner término a una guerra tan dilatada y desastrosa, y unos y otros tomaron el peor consejo para ello. Felipe II en vez de robustecer la autoridad de Alejandro, como las circunstancias lo exigían, llamó otra vez a la princesa Margarita, y dividió el gobierno de los Estados entre la madre y el hijo, encomendando la parte política a la una, la militar al otro. Los consejeros de Felipe creyeron haber ideado con esto el summum de la perfección en materia de gobierno, y lo que hicieron fue disgustar a Alejandro, desacordar al hijo y la madre, hacer que ambos pidieran se les relevara de la parte de poder que se les había designado, poner en conflicto y alarma las provincias walonas, para concluir por retirarse otra vez definitivamente la princesa a Italia, y pedir el rey como por gracia a su sobrino que continuara con ambos cargos de gobernador y capitán general.

Por su parte las Provincias Unidas, a instigación del de Orange, tomaron una resolución aún más desesperada y extrema, que fue declarar la asamblea de los Estados en Amberes, y pregonar por edicto solemne en la Haya, que Felipe II de España quedaba privado de la soberanía de los Países Bajos, y que los Estados en uso de su derecho proclamaban soberano de Flandes a Francisco de Valois, duque de Alenzón y de Anjou, hermano del rey de Francia. Pronto habían de arrepentirse de este cambio de soberano en que creyeron se cifraba su salvación. La llegada del Libertador de los Flamencos, que así se intitulaba el príncipe francés, fue solemnizada con regocijos, plácemes y entusiastas felicitaciones. Poco duraron la presuntuosa satisfacción del uno y los parabienes de los otros. Los auxilios de Francia parecieron mezquinos a los flamencos, y las restricciones que pusieron los flamencos a la soberanía del de Alenzón parecieron humillantes al francés. Instigado por acalorados consejeros, quiso erigirse por la fuerza en señor absoluto de Flandes; el libertador aspiró a convertirse en tirano; y apercibidos los flamencos hicieron una matanza horrible de franceses en Amberes, y el traidor se vio obligado a andar errante de pueblo en pueblo para salvar la vida. Al poco tiempo tuvo que volverse a Francia huyendo de la espada de Alejandro Farnesio (1583), donde acabó miserablemente el presuntuoso Libertador, en cuya vida no se registra ningún hecho glorioso, y sí muchas vergonzosas debilidades.

Entretanto el ilustre Farnesio había ido recobrando ciudades y plazas fuertes en Flandes y Brabante con una rapidez maravillosa y desconocida, mostrándose en Tournay, en Oudenarde, en Dunkerque, en Nieuport, en todas partes, digno nieto del emperador Carlos V, digno hijo de la princesa Margarita, y digno sucesor y deudo de don Juan de Austria. La dominación española iba reviviendo en Flandes, y Alejandro Farnesio llevaba camino de sobrepujar las glorias de sus antecesores.

Así las cosas, el puñal de Baltasar Gerard, rematando la obra de traición que no pudo concluir la pistola de Juan de Jáuregui, libertó al monarca español de su más tenaz e irreconciliable enemigo en Flandes, del adversario más terrible de la dominación española en los Países Bajos, del que llevaba diez y seis años siendo el alma de la rebelión flamenca contra el más poderoso soberano de Europa, llegando en ocasiones a tenerle vencido.

El asesinato de Guillermo el Taciturno, príncipe de Orange (1584), nos sugiere reflexiones harto amargas sobre la moralidad política y las ideas religiosas de aquel tiempo. Duélenos que el fanatismo religioso encendiera el corazón y armara el brazo de estos fervorosos creyentes, y extraviara su razón hasta el punto de persuadirse que asesinando a un enemigo de su fe, no solo no cometían un crimen, sino que ejecutaban una acción meritoria a los ojos de Dios. No menos nos duele ver a un soberano como Felipe II autorizar el asesinato, y aun provocar a él ofreciendo por público pregón recompensar con una gruesa suma al que le presentara la cabeza del príncipe flamenco. ¿Pero eran solamente Felipe II y los católicos los que empleaban tan reprobados medios para deshacerse de sus enemigos? ¿No habían atentado por caminos tanto o más abominables e inicuos los príncipes protestantes y los luteranos alemanes, ingleses, franceses y flamencos, a la vida del honrado Requesens, a la del magnánimo don Juan de Austria, y a la del generoso Alejandro Farnesio? ¿Era solo en Flandes y en España donde el fanatismo político y religioso guiaba el brazo y el acero de los alevosos y homicidas? ¿Fue algún príncipe español el que hizo manchar el pavimento del palacio de Blois con la sangre del duque y del cardenal de Guisa? ¿Fue menos aleve Jacobo Clemente que Juan de Jáuregui, y menos fanático Ravaillac que Baltasar Gerard? ¿Y no llegó la ceguedad del papa Sixto V a santificar en pleno consistorio el regicidio de Jacobo Clemente? Abomínense en buen hora, como abominamos nosotros, los crímenes a que conducía el extravío del celo religioso y la inmoralidad política de aquellos tiempos, mas no se pretenda hacer como exclusivos y propios de los monarcas y de los católicos españoles actos que se registran en las historias de todas las creencias y de todos los pueblos.

Aun muerto el de Orange, las provincias disidentes antes que someterse y volver a la obediencia del rey de España prefieren andar brindando con la soberanía de los Estados, ya a Enrique III de Francia, hermano del de Alenzón, que no se atreve a aceptarla por temor a Felipe y a las turbulencias interiores de su reino, ya a la reina de Inglaterra, que después de muchas consultas y de muchos y muy encontrados pareceres, no resolviéndose tampoco a admitirla para sí, determina enviar al más íntimo de sus favoritos con ejército y armada en auxilio de los protestantes flamencos. Mas en tanto que estos tratos se negocian, concibe y ejecuta el príncipe Alejandro una de las empresas más atrevidas y más arduas que ha podido imaginar un genio guerrero; y aquí es donde comienza a aparecer en toda su grandeza el joven príncipe de Parma.

Todo fue grande, gigantesco y heroico en el memorable sitio de Amberes. El famoso puente sobre el Escalda; la rotura de los diques; la inundación de las campiñas; la obra de la zanja de catorce millas de longitud; los castillos y fortalezas improvisadas; la defensa contra la armada zelandesa y contra los navíos monstruos y las máquinas infernales de los de Amberes; los combates navales sobre los anegados campos; las sangrientas batallas en la angostura de un dique; el sufrimiento en los trabajos, el valor y arrojo en la pelea, la alegría en los peligros de los capitanes y soldados españoles; la inteligencia, el ardor, la actividad del Farnesio; la rendición en fin de la fuertísima y populosa plaza de Amberes, todo maravilló y todo produjo general asombro en Europa. De todas partes acudían a contemplar aquellas obras portentosas del genio y del arte, a conocer y admirar al esclarecido príncipe, al ilustre vencedor, al talento privilegiado que había sabido superar tantos obstáculos de la naturaleza y tantos esfuerzos de los hombres. La admiración crecía al meditar que durante el sitio de Amberes había conquistado el Farnesio las ciudades más ricas y fuertes de Brabante, Gante, Termonde, Malinas y Bruselas. Parecía que el ilustre nieto de Carlos V poseía el mágico don de abatir con su aliento los muros y de fascinar con su voz o con su mirada los hombres (1585).

Y lo que maravillaba más todavía era ver la templanza y la moderación, la generosidad y la hidalguía del vencedor con los vencidos; que en las condiciones de capitulación, fuera de la observancia de la religión católica que prescribía a las ciudades sometidas, de lo cual ni él podía decorosamente ni el rey don Felipe le permitía dispensar, todas las demás eran tan benignas y suaves, que ni las poblaciones ni los hombres lo podían esperar; y lo peor para los contumaces era que con tan noble conducta el conquistador de ciudades iba conquistando también por todas partes los corazones. Alejandro Farnesio era el tipo diametralmente opuesto, y como la antítesis del duque de Alba. Ni parecía general de Felipe II, ni con su gobierno se hubieran rebelado nunca los Países Bajos.

Dueño el de Parma de casi todo el Brabante, quebrantadas, y más que todo asustadas las Provincias Unidas, solo pudieron reanimarse con los auxilios de Inglaterra. Allá fue el conde de Leicester (1586), el privado, y como el pensamiento de la reina Isabel, acompañado de quinientos nobles de aquel reino, como antes había ido el archiduque Matías, con otros señores alemanes, como después fue el de Alenzón, con la nobleza protestante de Francia. Los flamencos se entusiasman con el inglés, como antes se habían entusiasmado con el francés y con el alemán, y contra las cláusulas del convenio le aclaman gobernador supremo y capitán general de los Estados. Pero el de Leicester, no menos vano y presuntuoso que el de Alenzón, ni más hábil que el archiduque Matías, hubiera necesitado otro corazón y otra cabeza para poder medirse con un adversario de la cabeza y del corazón de Alejandro Farnesio.

Los flamencos ven que el de Leicester no acierta a impedir al de Parma apoderarse de las importantes plazas de Grave, de Venlóo y de Nuis; advierten que ni siquiera logra impedirle el socorro de Zutphen; observan que inhábil para la guerra y no más apto para el gobierno, malgasta su hacienda, menosprecia sus leyes, huella sus fueros, y que este otro libertador lleva ínfulas de erigirse en otro tirano. Pesarosos de la autoridad que le han conferido, hubiéranle despojado de ella si no temieran enojar a la reina de Inglaterra de quien tanto necesitaban. Llamado luego por la misma Isabel a Londres, con más alegría que pesar de los flamencos, contentos con su ida y temerosos de su vuelta, Alejandro Farnesio acomete el sitio de la importantísima plaza de la Esclusa. Aunque el favorito de la reina de Inglaterra vuelve otra vez a Flandes con nueva armada y nuevo ejército, ni siquiera tiene habilidad para socorrer la plaza ni por mar ni por tierra, ni para impedir que caiga en poder del Farnesio, y regresa a su reino con menos reputación todavía que había vuelto el de Alenzón a Francia, y con menos honra que se había retirado a Alemania el archiduque Matías, pero no menos aborrecido que ellos de los magnates y barones flamencos que le habían indiscretamente ensalzado. Así las Provincias Unidas, por querer sacudir el yugo del monarca español, se entregaron sucesivamente a tres hombres, desleales y tiranos unos, e ineptos todos, y de quienes tuvieron a dicha poder librarse (1587).