Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro IV ❦ Reinado de Felipe IV
Capítulo II
Guerras exteriores
De 1621 a 1628
Tratado sobre la Valtelina.– No se cumplió, y por qué.– Reclamaciones del rey de Francia.– Liga entre Francia, Saboya y Venecia contra España.– Confederación de España con otras potencias de Italia.– Guerra de la Valtelina.– Apurada situación de Génova.– Negóciase la paz.– Tratado de Monzón.– Alemania.– Auxilios de España al emperador Fernando.– Triunfos de las armas españolas.– Tilli: Gonzalo Fernández de Córdoba.– Flandes.– Expira la tregua de doce años, y se renueva la guerra.– Auxilios de España al archiduque Alberto.– El marqués de Espínola.– Esfuerzos e intrigas del cardenal de Richelieu contra España.– Célebre sitio y rendición de Breda.– Victorias de los españoles en las costas de América y de África contra ingleses, holandeses y berberiscos.– Ruidosos tratos de matrimonio entre la infanta doña María de España y el inglés príncipe de Gales.– Suntuosísimo recibimiento del príncipe en Madrid.– Fiestas extraordinarias.– Consultas sobre el matrimonio.– Dilaciones: conciertos: prórrogas.– Preparativos de boda.– Márchase el príncipe sin casarse.– Solución extraña de este negocio.– El príncipe de Gales sube al trono de Inglaterra.– Resentido de España, envía una numerosa escuadra contra Cádiz.– Resultado que tuvo.– Expedición de una armada española contra Inglaterra.– Remesas de América.– Desvanecimiento de la corte de Madrid.
Aunque todas las medidas que para la reformación del reino y reparación de la hacienda dictó el conde-duque de Olivares, y con que en el principio de este reinado alucinó al pueblo, hubieran sido hechas de buena fe, y con el firme propósito de ejecutarlas, habrían sido insuficientes a levantar la nación de su abatimiento, empeñándose como se empeñó en seguir gastando la sustancia y las fuerzas de la monarquía en tantas y tan costosas guerras con naciones extrañas como le legaron en herencia los reinados anteriores. El favorito del nuevo monarca lisonjeó al inexperto soberano con la bella idea de hacerle el más poderoso príncipe del mundo, dilatando los límites de su monarquía hasta dar la ley a todas las demás potencias, y lo que hizo fue, como iremos viendo, acabar de empobrecerla y arruinarla.
El único negocio que parecía caminar a una solución pacífica era el de la Valtelina. Entablada ya la negociación por excitación o consejo del papa Gregorio XV, entre las cortes de Francia y España en los últimos días de Felipe III, y habiendo recomendado éste a su hijo poco antes de morir que viera de poner término a las sangrientas disputas de que tantas veces había sido teatro aquel funesto valle, llegaron a entenderse y convenirse los negociadores franceses y españoles, y en su consecuencia se asentó en Madrid un tratado (25 de abril, 1621), en el cual se estipularon entre otras las condiciones siguientes: Que el rey de España no tendría en los confines de Milán por la parte de la Valtelina más tropas que las que acostumbraba antes de los últimos movimientos, y lo mismo harían por su parte los grisones: que la religión católica se restablecería en aquellos países como estaba en 1617, y los de la liga concederían un indulto general por todo lo hecho en las últimas alteraciones: que los fuertes levantados allí por los españoles serían demolidos. Pero este tratado quedó sin ejecución, porque los católicos del valle representaron enérgicamente contra él pidiendo que se anulara, y fundándose en que semejante capitulación equivalía a entregarlos de nuevo al yugo de los grisones protestantes, que con ayuda de los españoles habían felizmente sacudido; que la religión católica y sus templos quedaban otra vez expuestos a las profanaciones de aquellos herejes; que ellos no habían sido oídos, y que era muy extraño que el rey de Francia, en tanto que hacía la guerra a los protestantes de su reino, estuviera favoreciendo a los de la Valtelina{1}.
Por más que el rey cristianísimo reclamó la ejecución del convenio por medio de su embajador en Madrid Basompierre, el conde-duque de Olivares lo fue dilatando cuanto pudo, hasta que temiendo que Luis XIII, enemigo del engrandecimiento de la casa de Austria, tomara de ello pretexto para moverle guerra por aquella parte, que a España importaba tanto conservar en paz para la seguridad de sus estados de Italia, negoció en Aranjuez otro tratado (1622), que fue como un apéndice del primero, por el cual se convino en que los fuertes de los españoles en la Valtelina se pondrían en poder de un príncipe católico hasta que se arreglaran las diferencias entre Francia y España. Nada se adelantó con esto, porque interesado Luis XIII en arrojar de Italia a los españoles, sirviole de pretexto la falta de ejecución del tratado de Madrid para formar en Aviñón una liga entre Francia, Saboya y Venecia con objeto de obligar a España a restituir a los grisones la Valtelina. Acudió entonces el rey católico a la mediación del pontífice, y si bien alcanzó que se ajustara un nuevo asiento en Roma, pactándose que las fortalezas de los españoles se depositaran en manos del papa (4 de febrero, 1623), con cuya condición se ratificó el tratado de Madrid, a los tres días de este concierto le quebrantó con escándalo el francés, llevando adelante la liga proyectada en Aviñón con Venecia y Saboya, y acordando levantar un ejército aliado para devolver la Valtelina a los grisones.
Mas antes de romper la guerra, el astuto cardenal de Richelieu, ministro de Luis XIII, y enemigo celoso de la casa de Austria, prevínose para ella renovando la alianza entre la Francia y las Provincias-Unidas de Holanda, y formando una liga entre el rey, el duque de Saboya y la república de Venecia para la restitución de la Valtelina{2}. Al propio tiempo no dejó de negociar en Roma sobre el mismo asunto con el papa Urbano VIII, que había sucedido a Gregorio XV, el cual colocado entre las opuestas exigencias de las cortes de España y Francia, anduvo vacilante y perplejo sin saber qué partido tomar de los que cada embajador le proponía, temeroso de descontentar a una de las dos potencias. Pareciéndole ya a Richelieu perjudicial tanta dilación, y persuadiendo a su soberano de que lo mejor y más breve era hacer uso de las armas, sin dejar de declarar al pontífice que era necesario diese una satisfacción pronta, comenzó el francés a levantar tropas en los cantones suizos (1624), con las cuales y con las que envió de Francia se fueron sus generales apoderando de algunos fuertes de la Valtelina, y haciendo tratados con los naturales del valle. A las reclamaciones y quejas que sobre esta conducta hicieron en París el nuncio de Su Santidad y el embajador de España, contestó el cardenal ministro fríamente, que la Francia no podía consentir que so pretexto de religión se apoderaran los españoles de Italia y oprimieran a sus aliados. Proseguía en tanto el general francés sus conquistas, abandonando las tropas pontificias la mayor parte de los fuertes por encontrarse débiles para defenderlos; y como el nuncio repitiera sus quejas por esta invasión, la corte de París concedió una suspensión de armas por dos meses solamente; que de intento no comunicó Richelieu al general francés para darle tiempo de acabar su conquista (febrero, 1625.)
Por su parte los españoles, que no tenían ya mucha seguridad en la mediación del papa, se confederaron con los príncipes italianos de Parma, Módena y Toscana, y con las repúblicas de Génova y Luca, obligándose éstos a levantar un ejército de veinte y cuatro mil infantes y seis mil caballos, que había de mandar el duque de Feria, gobernador de Milán, y una armada de noventa velas, cuyo mando tomaría el marqués de Santa Cruz con el título de almirante. Cada provincia de España se ofreció a contribuir o con tropas o con dinero o con naves, y hasta el clero se prestó a mantener veinte mil hombres. De modo que el número y fuerza de esta suscrición universal ascendió a un total de ciento cuatro mil hombres de infantería, catorce mil seiscientos caballos, setenta y dos navíos y diez galeras. Esfuerzo prodigioso, atendida la pobreza del reino. La nobleza contribuyó también con cerca de un millón de ducados, y la reina y las infantas ofrecieron sus más preciosas joyas para los gastos de la guerra. Hicieron circular libelos infamatorios contra la liga de Francia, Saboya y Venecia, y se empleó la intriga con los hugonotes franceses, por cuyo artificio se armaron estos poderosamente contra su rey{3}.
Noticioso el cardenal de Richelieu de tan gigantescos aprestos, y a fin de impedir que estas fuerzas entraran en la Valtelina, envió algunas tropas al duque de Saboya, con quien pactó en secreto que si se apoderaba de Génova, se partiría entre Francia y el Piamonte, y en el caso de querer para sí todo el estado de la república, se conquistaría el Milanesado, y se entregaría al francés.
Este hábil y activo ministro intentó comprometer en su ayuda a la Inglaterra, de la cual sin embargo no obtuvo sino promesas vagas. Más fortuna alcanzó con los holandeses, que le prometieron poner en el mar veinte galeras bien armadas contra Génova. Entretanto, con diez mil hombres y dos mil caballos que al mando del condestable de Francia envió al duque de Saboya, juntó éste un ejército de veinte y cuatro mil infantes, tres mil jinetes y treinta y seis piezas de artillería, con el cual invadió el Monferrato y se apoderó de casi todas sus plazas.
Resentida la corte de España de esta conducta de Luis XIII y de su ministro, mandó secuestrar todos los efectos que los franceses tenían en el reino (9 de abril, 1625); y a su ejemplo la de París hizo lo mismo con los bienes que los españoles y genoveses poseían en aquellos estados (22 de mayo). El papa por medio de un legado que envió a París (el cardenal Barberini) trató de reconciliar ambas potencias, pero Luis XIII se empeñaba en que había de cumplirse resueltamente el tratado de Madrid. Y cuando el legado le representó que el rey de España estaba decidido a proteger con todas sus fuerzas a los genoveses, le contestó el monarca francés: «Si Felipe toma primero las armas contra mí, yo seré el último en dejarlas.»
Después de muchas conferencias y consultas sobre el arreglo que podría hacerse en el asunto de la Valtelina, causa de la guerra entre tantos Estados, y desvanecida toda esperanza de concierto, volvió el general francés a emprender las hostilidades. El de Saboya redujo a los genoveses a la sola capital de la república y a la plaza de Savona. Solo en España fundaban los consternados genoveses la esperanza de que su patria pudiera salvarse; y no se equivocaron. Aparecióse con imponente escuadra el marqués de Santa Cruz delante de Génova, y obligó a los franceses a retirarse. Por tierra el duque de Feria, gobernador de Milán, acudió con veinte y cinco mil hombres y catorce piezas de batir, acometió el Monferrato, tomó varias plazas poco antes ocupadas por los franceses, hubo matanzas horribles de saboyanos, y alentados los genoveses con la protección de los españoles, recobraron sus ciudades y fuertes casi con la misma rapidez que los habían perdido.
Richelieu sin embargo no cejaba en su propósito. Por más que el legado pontificio le representaba con viveza cuán maravillado estaba el mundo de ver que mientras con tanto vigor trabajaba por oprimir a los hugonotes de dentro del reino, protegía con tanto calor a los calvinistas grisones contra los católicos de la Valtelina, el cardenal ministro fatigó con su insistencia al legado de la Santa Sede, en términos que resolvió abandonar la Francia, se despidió del rey y se volvió a Roma. Por otra parte, creyéndose el ministro cardenal próximo a ser abandonado de los suizos, despachó allá de embajador extraordinario al mariscal de Basompierre cargado de escudos de oro para que prosiguiera negociando el apoyo de los cantones. Los escudos acaso más que las razones influyeron en que la Dieta helvética diera por fin al embajador francés una respuesta favorable. Pero en medio de todo no habían dejado de hacer efecto en el ministro eclesiástico de Luis XIII, ya las reflexiones del legado del papa, ya los cargos que todos los católicos de dentro y fuera del reino le hacían por los daños que estaba causando a la religión católica con su obstinada protección a los grisones protestantes. Publicábanse libelos, en que le apellidaban Patriarca de los ateos, y Pontífice de los calvinistas.
Fuese resultado de que sintiera la difamación que con esto su honra padecía, fuese efecto de los últimos triunfos de los españoles en Génova, sea también que le obligaran a ello las guerras intestinas de la Francia, comenzó a mostrarse inclinado a la paz, y entabló negociaciones en este sentido por medio del embajador francés en Madrid conde de Targis con el conde-duque de Olivares. También la España deseaba ya la paz, y ajustose al fin ésta bajo la base del reconocimiento de la libertad de la Valtelina, si bien con la obligación de pagar un tributo en señal de soberanía a los grisones, y con la cláusula de que si ocurrieren dificultades respecto al ejercicio de la religión católica, quedara su decisión sometida al juicio y fallo de la Santa Sede y del colegio de cardenales. Firmose este tratado en Monzón (enero, 1626), donde acaba de llegar el rey don Felipe a celebrar cortes. Ratificose después en Barcelona (marzo), con tanto beneplácito del papa como disgusto y resentimiento de parte del duque de Saboya y de la república de Venecia, sin cuyo conocimiento le había negociado secretamente Richelieu, dándose con esto por no poco ofendidos aquellos aliados.
Tal fue el resultado de la guerra de la Valtelina, que tantos dispendios costó a Francia y a España, y eso que intervinieron todas las potencias italianas como confederados de uno o de otro reino con bastante daño de aquella península, quedando todavía el disputado valle, no del dominio de España, pero agradecido a ella{4}.
En tanto que estas cosas pasaban en Italia, no era menor el movimiento que en Alemania traían las armas españolas. Felipe IV y el conde-duque de Olivares, no obstante la situación poco lisonjera del reino, no vacilaron en renovar la alianza y continuar los empeños contraídos por el tercer Felipe con el emperador Fernando de Alemania de ayudarle en las guerras que sostenía con los rebeldes y sublevados del imperio, contra los cuales había conseguido ya muy señaladas victorias con el auxilio de las armas de España. A pesar de la sumisión del ilustre Palatino y otros pequeños príncipes; no obstante el nuevo juramento de fidelidad prestado por el duque de Munster en nombre de los estados de la Silesia, y aun después del tratado entre el Landgrave de Hesse y el marqués de Espínola, todavía quedaban al emperador enemigos fuertes que combatir. Diose pues orden a los generales españoles que estaban en Alemania para que continuaran con el mayor vigor la guerra (1622), y así lo hicieron con buen éxito al principio; puesto que unidos el general de los imperiales conde de Tilli y Gonzalo Fernández de Córdoba, hijo del duque de Sesa y biznieto del Gran Capitán, atacaron y derrotaron en Hoecht sobre el Mein al conde de Mansfeldt y al malvado obispo de Halberstatd Cristian de Brunswick, dos de los principales corifeos de los protestantes. Después de esta derrota los dos generales rebeldes se corrieron a la frontera de Francia a dar la mano a los calvinistas de aquel reino: pero rechazados por el duque de Nevers, fueron de nuevo acometidos y deshechos por Gonzalo de Córdoba en la famosa batalla de Fleurus (9 de agosto, 1622), una de las más gloriosas para los españoles y de las más memorables de aquella guerra, y en la que acreditó el joven nieto del Gran Capitán que corría dignamente por sus venas la sangre de su abuelo. Los generales rebeldes llegaron a Holanda con el resto de sus acuchilladas tropas.
El malvado obispo Brunswick, dijimos antes, y con razón hemos denominado así a un prelado que se hacía llamar él mismo amigo de Dios y enemigo de los sacerdotes, que convertía en moneda los objetos de oro más sagrados, que robaba a los templos, y vendía o acuñaba hasta las estatuas de los santos{5}; con cuyas acciones y otras semejantes fue con mucha justicia tenido por uno de los hombres más perversos de su siglo.
Este obispo guerrero fue otra vez derrotado al año siguiente (1624) por el valeroso Tilli, y quedó desde entonces tan debilitado que no pudo emprender ya cosa seria en adelante. Otro de los enemigos de Fernando, Betleen Gabor, que se intitulaba rey de Hungría, hizo por su parte una tregua con el emperador hasta marzo del año inmediato, que después se prolongó y se convirtió en un tratado de paz. A pesar de esto pululaban de tal modo en Alemania los enemigos del emperador y de la casa de Austria, que llegó a tener contra sí un ejército de ochenta mil hombres; mas por una parte la muerte del abominable obispo Halberstatd (6 de mayo, 1626); por otra la derrota del conde de Mansfeldt sobre el Elba por el general de las tropas imperiales; por otra la victoria de Tilli sobre el ejército del rey de Dinamarca, y la del conde de Oppenheim sobre las turbas de paisanos armados, dejaron al emperador Fernando descansar por algún tiempo.
No era solamente en Italia y Alemania donde se meneaban las armas españolas. La antigua guerra de Flandes había resucitado también. La tregua de doce años entre España y la república de las Provincias Unidas de Holanda expiró en el primer año del reinado de Felipe IV, y la proposición que el archiduque Alberto hizo a los Estados generales de la república para que las diez y siete provincias volviesen a su obediencia, fue recibida con el desdén que era de esperar por los holandeses, no sin razón orgullosos de haber conquistado su independencia. Preparáronse pues unos y otros a la lucha. Los holandeses se confederaron con el rey de Dinamarca, y el español don Fadrique de Toledo, general de la armada del Océano, atacó y destrozó en las aguas de Gibraltar una escuadra de treinta buques mercantes holandeses, suceso al cual se dio gran importancia{6}. De España le fueron ofrecidos socorros al archiduque, y diose orden a los generales de Flandes para que emprendieran con vigor la campaña (1622). Hízolo con su acostumbrada energía el marqués de Espínola, y apoderose, entre otras conquistas, de la importante plaza de Juliers. Las tropas y los generales españoles acudían indistintamente a Alemania y a Holanda, considerándose para nosotros como una sola la guerra que sosteníamos a uno y a otro lado del Rhin. El cardenal de Richelieu, que no perdía coyuntura de suscitar enemigos a España, logró que Francia e Inglaterra socorrieran con dinero a los holandeses, y los ayudaran a levantar tropas en aquellos reinos (1624). Acá se decomisaban los navíos holandeses que comerciaban con bandera alemana, pero en cambio las escuadras y corsarios de aquella república nos hacían daños inmensos en las costas de América y del Brasil, y saqueaban a San Salvador, a Lima y el Callao.
La muerte de Jacobo I de Inglaterra, y la del holandés Mauricio de Nassau, dos terribles enemigos de España (1625), no mejoraron la situación de nuestros negocios en Flandes; porque al de Inglaterra sucedió Carlos I, que en su resentimiento contra España le hizo la guerra con más calor que su padre, y al holandés le sucedió su hermano Federico Enrique, entusiasta por la independencia de la república, y hombre de gran talento para los negocios de la guerra. Pero un suceso de importancia vino luego a dar favorable aspecto a la lucha que España sostenía en los Países Bajos. El marqués de Espínola recibió de Felipe IV una orden, célebre por lo lacónica, en que le decía: «Marqués de Espínola, tomad a Breda.» Y Espínola emprendió sin vacilar el sitio de la importante, fuerte, y bien provista y guarnecida plaza de Breda (1626.) Este sitio fue poco menos famoso que el de Ostende, y Breda se rindió a los diez meses de cerco. Envió después Espínola al conde de Horn a sorprender la Esclusa, pero no pudo lograrlo. Sin embargo las cosas de Flandes iban hasta ahora de buen aspecto{7}.
Coincidieron con este triunfo los de don Fadrique de Toledo contra los holandeses en la América Meridional, arrojándolos de Guayaquil, Puerto Rico y otras islas de que se habían apoderado el de la armada de Nápoles contra los piratas berberiscos, bien que costándonos la muerte gloriosa del conde de Benavente que mandaba nuestras naves, y a quien reemplazó don Francisco Manrique, que fue el que logró apresar casi todas las galeras enemigas; y el de don García de Toledo, que con no menos fortuna rindió cerca de Arcilla cuatro naves africanas. De modo que en los primeros seis años del reinado de Felipe IV los ejércitos y las armadas de España iban en boga en Italia, en Alemania, en Flandes, en América y en la costa de África, con lo cual no es extraño que la corte de Madrid anduviera un tanto desvanecida, y no es poco de maravillar que tales resultados se obtuvieran en medio de la escasez de recursos que se sentía en el reino.
Entretanto no había estado tampoco ociosa la diplomacia, y habían tenido grandemente entretenida a la corte los tratos de matrimonio entre la infanta doña María, hermana del rey Felipe IV, y el príncipe de Gales, primogénito del rey Jacobo I de Inglaterra. Ya en los últimos años de Felipe III había el monarca inglés entablado pláticas a este fin, pero nada se había determinado, a causa del reparo y como repugnancia que sentía el devoto rey de Castilla a ver su hija casada con un protestante. Muerto Felipe III renovose la idea y se avivaron las esperanzas del inglés, el cual envió de nuevo al conde de Bristol a Madrid junto con el embajador español Gondomar, para que prosiguieran con calor las negociaciones. Pero al propio tiempo que el rey de Inglaterra solicitaba por medio de su embajador la mano de la infanta, pedía también que la España y el emperador Fernando devolvieran al Elector Palatino, su deudo, los estados que acababa de perder en la guerra de Alemania. Por más que en las conferencias que sobre ello se tuvieron, ni la corte de Madrid se mostrara dispuesta a acceder a lo del Palatinado, ni el inglés concediera a los católicos de su reino toda la libertad que como condición de la dispensa pontificia le pedía el papa{8}, hubo el de Bristol de pintar a su monarca el asunto como próximo a tener una solución feliz; ello es que allá se determinó que viniera en persona el príncipe, como lo ejecutó sin saberlo nadie más que su padre, pasando por Francia de incógnito, y llegando de la misma manera a Madrid, acompañado del conde, después duque de Buckingham, cuando nadie le esperaba (7 de marzo, 1623). Dispúsose que de allí a pocos días hiciera el príncipe su entrada solemne en la corte.
Acaso nunca príncipe alguno extranjero fue recibido en la corte de España con más suntuosidad y más pompa; acaso ninguno fue nunca agasajado con más variados y brillantes festejos públicos; y para no poner tasa al lujo que cada cual quisiera desplegar se mandó suspender la pragmática sobre trajes; a juzgar por aquellas demostraciones nadie tampoco debió concebir más fundadas esperanzas del buen éxito de su pretensión{9}. Pero el asunto del matrimonio estuvo muy lejos de marchar tan de prisa y tan en bonanza como sin duda el pretendiente debió creer: al contrario, observábase una lentitud extraña y desacostumbrada. Se consultó sobre él al pontífice; se llevó igualmente en consulta a juntas de teólogos, canonistas, jurisconsultos, consejeros, generales y prelados de las órdenes, y se pidió parecer a muchos religiosos y particulares. Casi todos dieron dictamen favorable al matrimonio, y ya se trató de fijar el día en que habían de celebrarse las bodas{10}. Pero cuanto más adelantados parecían ir los tratos, más se suscitaban nuevas dificultades, y entrevíase que si acaso el matrimonio no era del gusto de los ingleses, por parte de la corte española se obraba de modo que daba lugar a que pudiera pensarse todo menos que se tratara como asunto serio. El rey le obsequiaba, Olivares le entretenía, divertíale el público, pero en los capítulos matrimoniales nunca faltaba algún reparo que poner. Y cuando el príncipe instaba por que se concluyeran, hízosele entender que estando la estación tan avanzada, la infanta no podría salir de España hasta la primavera próxima.
Ya esto hizo desconfiar al aventurero príncipe, cuya paciencia se iba acabando. Buckingham tenía sus rivales en Londres, en Madrid no corría bien con Olivares y aconsejó al príncipe que se volviera a su reino, y el rey Jacobo su padre, cansado también de tan largo entretenimiento, le ordenó que volviese a Inglaterra. Dispuso pues el príncipe inglés su partida, dejando no obstante un embajador para que siguiera arreglando los desposorios. Nada se hizo en la corte para detenerle. Hízole, si, el rey magníficos regalos, y a todos los caballeros de su comitiva, y lo mismo ejecutaron el de Olivares y otros grandes del reino. Verificose pues la salida del príncipe (7 de setiembre, 1623), después de siete meses pasados entre festejos, esperanzas y sospechas: acompañáronle el rey y los infantes hasta el Escorial, donde se despidieron abrazándose afectuosamente, continuando desde allí el príncipe su viaje a Santander y a Londres, a cuya ciudad arribó el 4 de octubre en compañía del duque de Buckingham, con quien había venido{11}.
Natural era que el príncipe, si bien no rechazado, pero tampoco favorecido de España, aunque acá procurase mostrar buen semblante, allá no ocultara que iba herido en lo que hiere más profundamente el corazón de un joven. El rey y la corte de Londres lo atribuyeron a una intriga del conde-duque de Olivares, que luego veremos si se condujo con desacierto o con tino en este negocio, y comenzaron unos y otros a mirar con malos ojos a España, y a desear ocasiones en que humillarla y abatirla. Por eso al año siguiente (1624) los holandeses obtuvieron dinero de la Inglaterra para la guerra contra España, y el permiso para levantar seis mil hombres en aquel reino. Por eso en 1625 el cardenal de Richelieu pidió bajeles a aquella potencia para atacar por mar a los genoveses protegidos por los españoles. Por eso los piratas ingleses infestaban nuestras costas de América en unión con los de Holanda. Y como a este tiempo muriere el rey Jacobo I, y le sucediese su hijo Carlos, el pretendiente de la infanta de España cuando era príncipe de Gales, viéronse luego los efectos de su resentimiento contra la nación de quien se contemplaba ofendido. Una escuadra de noventa velas inglesas se presentó a fines de aquel año (1625) delante de Lisboa: no se atrevió a atacar la ciudad, pero doblando el cabo de San Vicente y entrando en la bahía de Cádiz, el lord Wimbledon que la mandaba echó en tierra diez mil hombres, que se apoderaron de la torre del Puntal; si bien rechazados primero por don Fernando Girón al frente de los paisanos armados, y amenazados después por el duque de Medinasidonia, gobernador de Andalucía, que acudió con la nobleza de las ciudades y alguna tropa, se reembarcaron precipitadamente, se alejaron de la costa, y regresaron a Plymouth (8 de diciembre) con pérdida de mil hombres y de treinta naves. No volvió por entonces Carlos I a hostilizarnos{12}.
Este monarca, que después de su malograda pretensión a la mano de la infanta doña María de Castilla hizo un enlace desgraciado con la princesa Cristina, hermana del rey de Francia, daba favor a los rebeldes protestantes de la Rochela que Luis XIII tenía el mayor interés y empeño en destruir. Entonces Richelieu, aprovechando la paz en que el francés estaba con España por el tratado de Monzón (1626), negoció con el conde-duque de Olivares que una armada española de cincuenta velas divirtiese a los ingleses atacando las costas de Inglaterra y de Irlanda. El artificio, si hubo, como se supone, en Richelieu la intención de inutilizar las fuerzas marítimas españolas, menester es confesar que le salió bien. Porque la expedición de nuestra armada en lo avanzado de la estación del invierno (1627), corrió no poco peligro, y fue por lo menos costosa e inútil, teniendo que refugiarse otra vez a nuestras costas. Y sin embargo no faltaban aduladores que celebraran al de Olivares estos sucesos como otros tantos triunfos de su sabia política.
Las naves inglesas y holandesas hacían tal persecución y andaban tan a caza de las flotas españolas destinadas a traer el dinero de las Indias, que cuando arribaban nuestros galeones salvos y sin tropiezo, se celebraba en la corte como un acontecimiento de extraordinaria prosperidad. La llegada de una flota con diez y seis millones de moneda sin haber tropezado con la armada inglesa que había acometido a Cádiz (1625), se mandó celebrar en Madrid con fiestas anuales{13}.
No sucedió así con la que dos años más adelante (1627) venía de América con grandes caudales; que mientras imprudentemente se había enviado nuestra escuadra contra Inglaterra en ayuda de la Francia que no lo merecía, se dio lugar a que aquel cuantioso capital cayera en poder de las naves de Holanda cerca de las Islas Terceras.
A pesar de estos parciales contratiempos, no se puede desconocer que en las guerras y relaciones exteriores los sucesos de España habían ido marchando con más próspera que adversa fortuna. La corte se envanecía de ello, y el conde-duque de Olivares lo atribuía todo a su hábil política, cuando en realidad de verdad el mérito era de la decisión e inteligencia de los generales y del valor y bravura de los soldados de mar y tierra, que aun continuaban dando glorias y laureles a su patria. Pero no había de tardar en conocerse que con tal política y tal administración en medio de la general penuria del reino era imposible sostener tantas guerras y mantener el poder de España a la altura que en su desvanecimiento pretendía el de Olivares.
{1} Céspedes, Hist. de Felipe IV, lib. II, cap. IV.– Dormer, Anales, lib. I, cap. VIII.
{2} Histoire du Ministere d'Armand Jean Du Plesis, cardinal duc de Richelieu, sous le regne de Louis le Juste. Ann. 1624: páginas 21 y 45.
{3} Histoire du Ministere de Richelieu, p. 67-69.
{4} Céspedes, Hist. de Felipe IV, lib. VI.– Colección de tratados de paz, treguas, &c. tom. IV.– Leclerc, Vida del cardenal de Richelieu.– Paces entre España y Francia, &c. Sevilla, Juan de Cabrera: Biblioteca de la Real Academia de la Historia, J. 87.– Histoire du Ministere de Richelieu, an. 1626, p. 139-144.
{5} Refiérese que cuando se apoderó de Munster, se fue derecho a la catedral, y entrando en una capilla, donde había doce estatuas de plata de los apóstoles, les apostrofó con cínico sarcasmo diciendo: «¿Así cumplís con el precepto de vuestro maestro de correr por todo el mundo? Pues yo os haré obedecer.» Y las mandó derribar y llevarlas a la casa de la moneda para convertirlas en thalers.
{6} Hay varias relaciones manuscritas e impresas de esta victoria naval.– Colección de Cisneros (en la Biblioteca de la Real Academia de la Historia), p. VII, c. I.– «Victoria que la Real Armada, &c.» por Francisco de Lira, J. 117.– «Relación verdadera de la victoria, &c.» por Bernardino de Guzmán, ibid. J. 32.
{7} Le Clerc. Hist. de las Provincias Unidas.– Chapuis, Historia general de las Guerras de Flandes.– Céspedes y Meneses, Historia de Felipe IV, lib. V.
{8} El rey Jacobo y su hijo después de muchas correcciones hechas en Roma, prometieron bajo su palabra de rey y de príncipe, que los católicos de su reino no serían de modo alguno perseguidos con tal que se limitaran a ejercer privadamente su culto en casas particulares: se fijó la dote de la infanta en dos millones de escudos, y se acordó que se celebrarían los desposorios a los cuarenta días de haber llegado la dispensa, y dentro de las tres semanas siguientes partiría la infanta.– Dumont, Cuerpo diplomático, part. V, tomo II.– Mercurio francés, IX.– Memorias de Clarendon.
{9} Copia de una carta tan discreta como breve que envió el rey de Inglaterra a Felipe IV con su hijo; Londres 23 de febrero. MS. de la Real Academia de la Historia: Colección de Cisneros, p. 7, cap. 22.– Cartas que escribió el rey a los grandes y prelados luego que llegó el príncipe. MS. Ibid. p. VIII cap. 44.– Relación del gran recibimiento que se hizo en Madrid al príncipe de Gales. MS. Ibid. p. IX. cap. 14.– Fiestas primeras de toros con que celebró la villa la venida del príncipe de Gales: Segundas fiestas de toros &c.: Máscara festiva que hizo el almirante de Castilla por la alegría de la venida del príncipe de Gales: Fiestas reales y juegos de cañas, &c.– La descripción de estas y otras fiestas se halla en una voluminosa obra manuscrita, por Diego de Soto y Aguilar, criado de las Majestades del señor rey don Felipe el IV el Grande, y de su hijo don Carlos II, furrier y aposentador de las tres guardias, Española, Amarilla, Vieja y de a caballo de la Real persona.
{10} Breve de la Santidad de Gregorio XV para el príncipe de Gales. MS. Colección de Cisneros, p. VIII, c. 11.– Dictámenes del Consejo de Castilla y otros sobre el casamiento de la infanta. MS. Biblioteca de Salazar, F. 1.– Parecer que dio en la junta el Padre Juan de Montemayor, jesuita, acerca del casamiento. MS. Cisneros, p. X, cap. 16.– Memorias que el príncipe de Gales dio en razón que se concluya el casamiento con la infanta. Ibid.
Después de muchas negociaciones llegaron a hacerse dos tratados, uno público y otro secreto. Por el público se estipulaba que el matrimonio se celebraría en España y se ratificaría en Inglaterra; que los hijos estarían hasta los diez años bajo la vigilancia de su madre; que la infanta y su servidumbre tendrían una iglesia y una capilla con capellanes españoles para el ejercicio de su culto. El tratado secreto contenía cuatro artículos, a saber: que no se ejecutarían en Inglaterra las leyes penales relativas a religión; que se toleraría el culto católico en las casas particulares; que no se harían tentativas para que la princesa abandonara la fe de sus padres, y que el rey emplearía toda su influencia con el parlamento para obtener la no aplicación de las leyes penales. El rey y los lores del consejo juraron la observancia del tratado público en la capilla real de Westminster: el secreto le juró el rey solo ante cuatro testigos en casa del embajador.
{11} Relación de la partida del príncipe. MS. Colecc. de Cisneros, p. IX, c. 3.– Salazar, Miscelan., tomo XXXIV.– Soto y Aguilar, Tratado de las fiestas memorables, &c. MS.– Este escritor da una noticia muy curiosa de lo que cada cual regaló al príncipe, comenzando por el rey y la reina, y siguiendo por los infantes e infantas, las damas, meninas y mayordomos de palacio, el conde y la condesa de Olivares, el almirante de Castilla y otros magnates. De esta relación se deduce que el príncipe inglés salió de Madrid cargado de joyas, preseas, caballos, pieles y otros regalos y presentes de gran valor.
Al decir de los historiadores ingleses, Buckingham y Olivares no se despidieron tan afectuosamente como el rey y el príncipe, pues cuentan que dijo el embajador inglés al ministro español: Yo seré siempre un servidor humilde del rey, de la reina y de la princesa, pero vuestro jamás.– Agradezco la fineza, le contestó el de Olivares.– Tratados de Somers, II.– Memor. de Alard, I.– Cabala, Rushworth, Prynne, Memor. de Clarendon.
Parecía en efecto cosa de burla marcharse el príncipe y seguirse aquí concertando la boda. Señalose para ella el 9 de diciembre; se convidó a la nobleza: se preparó el local en palacio, y se dispusieron fiestas, cuando llegaron diferentes correos a Madrid previniendo a Bristol que se preparara a volver a Londres, y que informara al rey Felipe que Jacobo y Carlos estaban prontos a terminar lo del matrimonio, con tal que él se comprometiera a tomar las armas para defender el Palatinado. El monarca español se resintió vivamente y desechó semejante condición como deshonrosa para él y para su hija. Mandó deshacer todos los preparativos de bodas, y la infanta dejó el título de princesa de Inglaterra que ya llevaba. Así se vengaron Carlos y Buckingham de las mortificaciones que en Madrid les habían hecho sufrir en sus esperanzas y en su orgullo.
{12} Un historiador inglés dice que al pasar por el puente de Zuazo encontraron una porción de botas de vino, los soldados bebieron con exceso y se insubordinaron, y el general en vista de esto los hizo reembarcar precipitadamente.– Rushworth, I.– Cartas de Howell.– Wimbledon dijo que había aceptado el mando con repugnancia, porque ya preveía el resultado. La verdad es que no era hombre de capacidad para tales empresas.
{13} Decreto de S. M. para que en todo el reino se hiciesen fiestas todos los años el día 27 de noviembre en hacimiento de gracias por la venida de los galeones. Sevilla, Juan de Cabrera.– MS. de la Biblioteca de la Real Academia de la Historia, J. 93.