Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro IV ❦ Reinado de Felipe IV
Capítulo III
Italia. Alemania. Flandes
De 1628 a 1637
Cuestión del ducado de Mantua.– Parte que toman en ella el rey de España y el duque de Saboya.– Ejército francés en Italia.– Richelieu: Espínola: Gonzalo de Córdoba.– Muerte del duque de Saboya.– Muerte de Espínola.– Sitio, tregua y tratado de Casal.– Alianza de Richelieu con el rey de Suecia contra la casa de Austria.– Socorre España al emperador.– Guerra de Alemania.– Progresos de los suecos.– Batalla de Lutzen: triunfo de los suecos, y muerte de su rey Gustavo Adolfo.– Asesinato de Walstein.– El rey de Hungría.– Va el cardenal infante de España don Fernando a Alemania.– Sitio y rendición de Norlinga.– Plan general de Richelieu contra España y el imperio.– Guerra en Alemania, en Italia, en la Alsacia, en el Milanesado, en la Valtelina, en los Países Bajos, en la Picardía y el Artois.– Manifiesto del rey de Francia, y contestación de la corte de España.– Combate del Tesino.– Amenazan los españoles a París.– Decadencia del poder de España en los Países Bajos.– Muerte de la archiduquesa infanta de España.– Va el cardenal infante don Fernando.– Su conducta como gobernador y como capitán general.
A poco tiempo de esto suscitose en Italia otra cuestión, en que, como en todas, quiso intervenir y tomar la parte principal el conde-duque de Olivares, que en sus incesantes aspiraciones representándose en cada novedad una nueva ocasión de engrandecimiento, comprometió en ella al rey, cuyo espíritu dominaba, hasta el punto que ya era fama en el pueblo que le daba hechizos, con que le tenía como encantado{1}.
Reducíase la cuestión a que por muerte del duque de Mantua se disputaban la sucesión del ducado el príncipe de Guastalla, protegido por el emperador Fernando de Austria, y el duque de Nevers, ambos de la familia de los Gonzagas, para su hijo primogénito, con quien el de Mantua poco antes de su muerte había casado su sobrina y heredera. Calculó el conde-duque de Olivares que cualquiera que fuese la solución de aquel litigio, o había de poder agregar a España aquel ducado, o por lo menos había de quedarse en posesión de la plaza de Casal en el Monferrato, que de orden suya tenía sitiada el gobernador de Milán Gonzalo de Córdoba. Pero codiciábale también el duque de Saboya Carlos Manuel, hombre turbulento y bullicioso, afable y liberal, pero enemigo del reposo, excelente capitán, pero lleno de ambición, y para quien todos los medios eran buenos con tal que condujeran a medrar y engrandecerse. Esta vez abandonó el saboyano la Francia, y se adhirió al de Olivares, con quien estipuló la partición del Monferrato. Llevaron, pues, entre los dos la guerra a Italia, aprovechando la ocasión de estar entretenidos los franceses en el sitio de la Rochela, baluarte y abrigo de los protestantes, a los cuales por lo mismo protegía y alentaba el ministro español{2}. Mientras Gonzalo de Córdoba sitiaba, aunque flojamente, a Casal, saboyanos y españoles penetraron en el Monferrato y se apoderaron de varias plazas (1628). Un ejército de diez y seis mil hombres allegadizos que el de Nevers reclutó en Francia y con el cual quiso acudir a la defensa de su Estado, no se atrevió a poner el pie en Italia, y se dispersó al paso de los Alpes.
Pero libre la Francia del embarazo de la Rochela, envió Richelieu a la Saboya el ejército vencedor, y aun persuadió a Luis XIII que debía ir él mismo a mandarle en persona. Por su parte el ministro favorito de Felipe IV, viendo que la guerra iba a tomar un carácter serio, ordenó al marqués de Espínola, el mejor general de España entonces, que dejara los Países Bajos y fuera a ponerse al frente de las tropas de Italia: error grave, de que supieron aprovecharse bien los holandeses, costándonos la pérdida de algunas plazas en aquellos países, y la del oro que traían los galeones de Méjico, que ellos interceptaron y cogieron. El de Espínola tuvo por conveniente venir antes a Madrid, donde encontró muchos ofrecimientos, pero pocos recursos eficaces para la guerra. El rey de Francia y su ministro cardenal marchaban entretanto resueltamente hacia la Saboya, y no habiendo podido obtener del duque que diera paso a las tropas por el Piamonte, forzaron sus generales Crequi y Basompierre las terribles gargantas de Suza, desfiladero entre dos rocas defendido por varios reductos, derrotando dos mil setecientos saboyanos, y viéndose muy en peligro de caer en poder de franceses el duque y su hijo (marzo, 1629). Gonzalo de Córdoba levantó el sitio de Casal, que había sostenido tibiamente, y el monarca francés ratificó en Suza la liga con Venecia, el pontífice y el duque de Mantua, por la cual se obligaban los confederados a levantar cuarenta mil hombres para defender el Mantuano contra los españoles. El ambicioso, pero egoísta, duque de Saboya, ni cumplió el tratado, ni quiso unir sus fuerzas a las de Francia, ni ayudó con ellas a los españoles, y se declaró por entonces neutral{3}.
Mas como luego viese al marqués de Espínola penetrar con un cuerpo de españoles en el Monferrato, mientras dos ejércitos alemanes enviados por el emperador Fernando de Austria, y mandados el uno por el conde de Merode y otro por el de Collalto, se dirigían el primero a la Valtelina y el segundo a Mantua, más atento el saboyano a lo que le era de provecho que a pasar por consecuente, volvió a declararse por España como al principio. A pesar de tantas fuerzas enemigas el rey Luis XIII y el cardenal de Richelieu, ya nombrado generalísimo de las armas del rey en Italia, penetran en la primavera siguiente en Cerdeña (1630), el mariscal de Crequi sitia y rinde la plaza de Pignerol, apodérase el francés de Chamberí y otras fortalezas, y en poco más de un mes domina casi toda la Saboya, el príncipe del Piamonte es derrotado cerca de Javennes por los generales franceses Montmorency y La Force, y profundamente afectado con tantos contratiempos el anciano duque de Saboya, muere abrumado de tristeza en Surillhan a los 69 años de su azarosa vida (26 de julio, 1630), sucediéndole su hijo mayor Víctor Amadeo{4}.
Continuó no obstante vivamente la guerra en aquel desgraciado país entre franceses y españoles, imperiales, saboyanos y venecianos, dándose frecuentes ataques, diezmando la peste los ejércitos, y sitiando y tomándose mutuamente plazas, siendo las más notables el sitio y toma de Mantua por los imperiales, y el de Casal, la plaza que se consideraba más fuerte de Europa, defendida por el famoso general francés Toiras, y cercada por el ilustre general de España marqués de Espínola. Después de varias vicisitudes y de algunos sangrientos combates, apurado Toiras dentro de la plaza, y trabajando activamente Mazarino para que el general francés y el español vinieran a una suspensión de armas, ajustose una tregua (4 de setiembre, 1630), según la cual el francés entregaría al español la ciudad y castillo, y aun la ciudadela, si no recibía socorros hasta fin de octubre. Pero un suceso inesperado vino a privar a España del más hábil y más acreditado de sus generales. Felipe Espínola, hijo del marqués, no supo defender de los franceses el paso de un puente. Noticioso el marqués su padre de aquel hecho desgraciado, preguntó si su hijo había sido muerto, herido o prisionero, y como le dijesen que no, aquel moderno general espartano perdió el juicio y murió a los pocos días (25 de setiembre) en el castillo de Sorribia, coronando con muerte tan pundonorosa su larga y gloriosa carrera militar. Gran pérdida fue esta para España. Reemplazole el marqués de Santa Cruz, afamado marino, que comenzó su mando de tropas de tierra prosiguiendo el sitio de Casal.
Bien se conoció, y pronto, lo que con la falta de Espínola se había perdido, y que la experiencia del de Santa Cruz en las cosas del mar era harto distinta de la que se necesitaba para las campañas de tierra. Al expirar las treguas de setiembre más de veinte mil franceses se aproximaron en silencio a las líneas de Casal, y aunque las fuerzas de Santa Cruz y del conde de Collalto eran todavía superiores en número, y aquél se hallaba dueño de la plaza, viose con sorpresa, y así lo anunció el legado Mazarino, que comenzaba entonces su larga carrera, concertarse un armisticio entre españoles y franceses, conviniendo aquellos en entregar la plaza y castillo de Casal y todas las del Monferrato a un comisario imperial que las tendría a nombre del emperador, y volviéndose los españoles al Milanesado (octubre, 1630). Gran murmuración y censura mereció esta tregua a los capitanes españoles, y muy especialmente a don Martín de Aragón, maestre de campo de la caballería. Algunas infidelidades cometidas por los franceses estuvieron cerca de producir nuevo rompimiento, pero dadas satisfacciones, se asentó al fin el tratado de paz, que si no contentó a los franceses, con mucho mayor fundamento fue recibido con hondo disgusto en España, que por todo resultado de una guerra para la cual había hecho no cortos sacrificios, ni ganó a Mantua, ni conquistó a Casal, y las ventajas fueron para el francés, a quien el mantuano cedió la importante plaza de Pignerol, que dejaba abiertas las puertas de Italia, y el nuevo duque de Saboya condescendió en ello a trueque de indemnizarse de algunas plazas del Monferrato. El tratado de Casal fue ratificado después en un congreso de plenipotenciarios de Francia, España, Saboya, el Imperio y la Santa Sede, reunidos en Querasco (marzo, 1631), y más adelante se hizo otro para explicar algunas dificultades que habían ocurrido{5}.
Pero si bien con los tratados de Casal y de Querasco se restableció por entonces el sosiego en Italia, para los españoles se redujo a trasladarse la guerra a otro teatro. Porque empeñados el monarca español y su ministro favorito en sostener con armas y dinero la causa del emperador Fernando II de Alemania, y no menos empeñados el monarca francés y su primer ministro en abatir la casa de Austria por cuantos medios la enemistad les sugería, el cardenal de Richelieu hizo alianza con el rey de Suecia Gustavo Adolfo, que acababa de declarar la guerra al emperador presentándose como el libertador de los protestantes, en cuyo tratado, que había de durar cinco años, se estipuló el auxilio de hombres y de dinero que la Francia había de suministrar al de Suecia. Esto, unido a la liga que los protestantes hicieron en Leipsick, hizo comprender al emperador que le amenazaba una guerra más terrible que la que le habían hecho el elector Palatino y el rey de Dinamarca; y entonces, como siempre que se encontraba en aprieto, volvió los ojos a España, cuya corte, imprudentemente comprometida hacía mucho tiempo, no vaciló en seguir enviando al emperador los hombres de que había bien menester para la defensa de sus antiguos estados de Flandes, y el dinero que con tanto trabajo y sacrificio suministraban para otras necesidades más urgentes y propias los agobiados pueblos españoles.
La guerra comenzó con malos auspicios para el emperador (1631). El rey de Suecia, a quien se adhirió también el duque de Sajonia, apartándose de la fidelidad a Fernando, fue conquistando varias ciudades alemanas: Maguncia le abrió las puertas contra la voluntad de los españoles que la guarnecían; los imperiales iban perdiendo plazas; hacíanse audaces los protestantes, y las tropas llegadas de Italia temblaban a la vista de los suecos. Los españoles defendían sus puestos heroicamente, y en un combate que con ellos tuvo Gustavo Adolfo portáronse con tal bizarría, que en memoria del triunfo que consiguió sobre ellos, aunque era su gente doble en número que la nuestra, hizo erigir en el campo una columna que perpetuara su victoria. El sueco continuó apoderándose de las ciudades de una y otra orilla del Rhin, no obstante algún pasajero contratiempo. El famoso general del imperio Tilli, murió en Ingolstatd de resultas de heridas que había recibido combatiendo (1632), y los destacamentos españoles perecían más al rigor de aquel clima en la estación del invierno que al filo de la espada. Y si bien el denodado Walstein, que reemplazó a Tilli en el mando de las tropas imperiales, tomó por asalto a Praga y arrojó de Bohemia a los sajones, el monarca sueco penetraba en la Baviera, saqueaba sus pueblos y ciudades, y se extendía por la Suabia. A impedir el progreso de los suecos fue enviado Walstein, y encontrándose los dos ejércitos se dio la famosa batalla de Lutzen, en que todos hicieron prodigios de valor, en que murió peleando heroicamente el rey Gustavo Adolfo de Suecia, y fue mortalmente herido el general austriaco Oppenhein, y en que la victoria se declaró por los suecos, quedando en el campo de diez a doce mil imperiales. Apoderáronse los suecos de Leipsick, y los españoles después de una derrota perdieron la plaza de Frakendal.
Por este tiempo había comenzado su larga carrera de inconsecuencias el famoso duque de Lorena, Carlos IV, constante solo en la veleidad con que tan pronto se aliaba con el rey de Francia contra España y el imperio, tan pronto se hacía el más eficaz aliado de los imperiales y españoles contra los franceses, decidiendo muchas veces con su valor y con las tropas de su estado las batallas en favor de aquella potencia de que por el momento era amigo y auxiliar, y atrayendo no pocas el enojo y las armas del monarca francés contra su casa y sus dominios. En 1632 (6 de enero) había hecho el duque Carlos un tratado con Luis XIII de Francia, comprendiendo en él al emperador, al rey de España y a los demás príncipes de la casa de Austria. Mas luego se le vio levantar tropas en favor del imperio, lo que obligó al francés a marchar con ejército hacia Lorena, forzando al duque Carlos por el tratado de Liverdun a ceder algunas plazas a la Francia. No tardó sin embargo en celebrar otro convenio con el emperador, y Luis XIII se vio en el caso de invadir de nuevo la Lorena, sitió a Nancy (1633), rindió muchas plazas del lorenés, salió de Nancy la guarnición lorenesa, y el duque Carlos hubo de ceder todos sus estados al cardenal de Lorena su hermano, el cual, renunciando el capelo, trató su matrimonio con una sobrina de Richelieu; siendo estos tratos origen de no pocas aventuras y de no menos variadas negociaciones, que influyeron notablemente en las vicisitudes de la guerra de Alemania entre Francia y Suecia por una parte, España y el imperio por otra, siendo los príncipes loreneses los que hacían inclinar el éxito de la guerra ya a un lado ya a otro{6}.
No bastó la muerte del gran Gustavo para suspender las operaciones de la guerra. Continuáronla con decisión y con habilidad sus generales; y los príncipes protestantes de Alemania, enemigos del emperador, animados por el embajador de Francia, que ofreció un millón de libras tornesas cada año para mantener la guerra, renovaron su confederación contra la casa de Austria con los hábiles políticos que quedaron gobernando el reino de Suecia a nombre de la hija del gran Gustavo (1633). El mejor general del imperio, el célebre Walstein, de quien se sospechó, al parecer no sin fundamento, que aspiraba a apoderarse del imperio, o por lo menos del reino de Bohemia, fue asesinado en Egra por orden del emperador mismo (1634.) Reemplazóle en el mando de las tropas imperiales el rey de Hungría, que después de castigar con la última pena a los cómplices de la conspiración de Walstein, puso sitio a Ratisbona, que se defendió desesperadamente, y solo capituló (26 de julio, 1634) después de haber sufrido multitud de asaltos y de verse casi totalmente destruida.
Desconfiando el rey de Hungría de poder vencer a los suecos con solas las fuerzas imperiales, rogó al cardenal infante de España, don Fernando, hermano del rey, el cual por muerte de la archiduquesa gobernadora de Flandes pasaba a tomar posesión del gobierno de los Países Bajos con un ejército de diez y ocho mil españoles, que fuera a ayudarle a batir a los suecos. Ávido de gloria el infante español, y ansioso de dar pruebas de valor militar, púsose en marcha para Alemania, atravesó el Danubio, y llegó delante de Norlinga en ocasión que los imperiales habían abierto brecha e intimado la rendición a aquella plaza (2 de setiembre, 1634). Pero llegó también al propio tiempo en socorro de los sitiados el ejército sueco, y todo anunciaba que iba a darse un terrible combate. Las fuerzas de los católicos eran superiores en número; mandaba el duque de Baviera las tropas de su estado, el de Lorena las de los príncipes católicos, y el cardenal infante las de España. La batalla en efecto fue terrible y duró dos días (5 y 6 de setiembre). Un cuerpo de españoles que ocupaba un bosque y fue atacado de noche por los suecos, dejó el campo cubierto de cadáveres enemigos. El ejército sueco fue completamente derrotado, perdiendo ocho mil hombres en la acción, quedando en poder de los generales vencedores cuatro mil prisioneros, ochenta cañones y trescientos estandartes. Norlinga se rindió a discreción al día siguiente, y el partido protestante se llenó de consternación. Abandonaron los suecos la Baviera, quedándoles solo algunas plazas en la Suabia y la Franconia; y el Rhingrave Othon Luis, derrotado por Carlos de Lorena, tuvo que pasar a nado el Rhin para no caer en manos de sus enemigos. Ya no se atrevían los suecos a presentarse delante de los imperiales, como antes los imperiales temblaban a presencia de los suecos{7}.
Desesperado también Richelieu con la derrota de Norlinga, pero incansable en suscitar enemigos a la casa de Austria, dirigió sus intrigas a otra parte; y sabedor de que el conde-duque de Olivares andaba proponiendo una tregua a las provincias de Holanda para ir disponiendo los ánimos a la paz, no se contentó con trastornar este proyecto, sino que para excitar al príncipe de Orange a que continuara la guerra contra España, hizo un tratado con los holandeses por medio del barón de Charnace, obligándose a contribuir a sus gastos con trescientas mil libras y a mantener un cuerpo de tropas al servicio de la república, junto con otras negociaciones de que daremos cuenta al tratar de aquellos estados. Sin duda con el fin de atender a lo que por allí pasaba volvió de Alemania el cardenal infante don Fernando con los recientes lauros que había recogido, y recibiéronle en Bruselas con magnífica pompa y con las más vivas aclamaciones y muestras de regocijo{8}.
Pero a consecuencia de los incesantes manejos de Richelieu, veinte mil hombres de tropas francesas, mandados por los mariscales La Force y De Brezé, marchan por la Alsacia, pasan el Rhin, socorren a los suecos sitiados en el castillo de Heidelberg, y hacen retirar de la ciudad a los imperiales. En cambio éstos por medio de un ingenioso ardid de guerra se apoderan de Philipsbourg que ocupaban los franceses, degüellan una parte de la guarnición, y la otra, hecha prisionera, y destinada a varias ciudades, perece casi toda de miseria. Así se mantenía viva la guerra de Alemania.
El plan de Richelieu, fijo siempre su pensamiento en los medios de abatir el poder del emperador y del rey de España, era hacerles a un tiempo la guerra en Italia, en el país de los Grisones, en Lorena, en Alemania y en los Países Bajos, porque en todas partes contaba con partidarios, y fiaba mucho de la amistad de Suecia y de los príncipes protestantes de Alemania. Una nueva liga entre Francia y la república holandesa, que se firmó en París (febrero, 1635), determinaba las fuerzas que había de poner en pie cada uno de los estados contratantes para el caso de una guerra entre España y Francia, haciendo ventajosas condiciones a las provincias flamencas que quisieran incorporarse a la liga para recobrar su libertad. Y al mismo tiempo un embajador extraordinario era enviado por el ministro francés, previa consulta con el nuncio Mazarino, a proponer a los príncipes de Italia otra liga ofensiva y defensiva contra la casa de Austria. El infatigable ministro cardenal tomó activas disposiciones para poner en pie un ejército de ciento treinta mil infantes y veinte y dos mil caballos. Al amago de tan terrible tempestad el primer ministro de Felipe IV de España hizo también esfuerzos extraordinarios para levantar tropas, y en unión con los ministros del imperio negociaba en todas las cortes para ver de traerlas a su partido, o por lo menos apartarlas de la confederación con Francia, y que siquiera permaneciesen neutrales.
Pero las cortes de España y de Viena no pudieron evitar que la guerra continuara con furor en Alemania, ni que se encendiera de nuevo en los Países Bajos, de donde Richelieu se lisonjeaba no tardaría en arrojar a los españoles; nombró el monarca francés los generales que habían de obrar en la Valtelina y en Italia, y por último, furioso Richelieu con la sorpresa de Tréveris que hicieron los españoles, a cuyo elector llevaron prisionero a la ciudadela de Amberes, determinó declarar en toda forma la guerra a España, mandó reunirse en Mezieres el ejército que al mando de los mariscales Chatillon y De Brezé se había de juntar con el de la república de Holanda, y el cardenal infante de España, gobernador de Flandes, designó para mandar el ejército español al príncipe Tomás de Saboya (mayo, 1635). Diose la sangrienta batalla de Avenne, en que quedaron derrotados los españoles, y reunidos luego los dos mariscales franceses con el príncipe de Orange en Maestrick, sin fuerzas el cardenal infante para poder resistirles, acometieron los confederados a Tirlemont, la entraron, degollaron, incendiaron, y permitieron a la brutal soldadesca cometer toda clase de abominaciones.
El rey Luis XIII de Francia publicó un manifiesto, e hiciéronle circular sus generales por las provincias de los dominios españoles, en el cual declaraba los motivos que había tenido para tomar las armas; entre ellos señalaba la invasión de los españoles en la Valtelina, la infracción del tratado de Monzón, las empresas contra el duque de Saboya, la opresión del de Mantua, las intrigas de los embajadores de España para dividir la familia real francesa, el ultraje hecho al elector de Tréveris, y otros varios. A este manifiesto respondió la corte de España con otro, en que se hacían severísimas inculpaciones al cardenal de Richelieu, y se atribuían a su ambición y a sus intrigas las desgracias de toda Europa. Volvíanse cargos por cargos, acriminábase la conducta del francés, pero las invectivas se dirigían principalmente contra su ministro Richelieu, dejándose ver en el encono que se mostraba contra el ministro cardenal ser obra del conde-duque de Olivares.
La guerra en los Países Bajos no fue favorable a los franceses y holandeses, a pesar de las muchas fuerzas que entre unos y otros reunían, merced a la prudencia y al tino con que supo conducirse el cardenal infante don Fernando. Tampoco les era próspera en Alemania, donde además de haberse apartado de la liga algunos príncipes protestantes, como el duque de Sajonia, se vio el general francés obligado, por falta de alimento para sus tropas, a repasar el Rhin, perseguido por los imperiales, y a volverse a Francia, como ya lo había verificado desde Flandes el mariscal de Chatillon. Tampoco descansaban las armas en la Lorena, favoreciendo al duque Carlos los franceses, a su competidor los imperiales y españoles. Al mismo tiempo trabajaba activamente Richelieu por comprometer de nuevo a las potencias y príncipes italianos en una liga contra España y Austria, haciéndoles lisonjeras promesas; pero negáronsele los unos y se le excusaron los otros, y solamente se le adhirieron los duques de Saboya y de Parma; aquél con el objeto de indemnizarse de los gastos de la guerra de Génova y de cobrar la suma que le debían los franceses por la cesión de la plaza de Pignerol; éste por quejas que tenía de la dureza con que le trataba el español duque de Feria, gobernador de Milán. Cuando el de Milán vio la declaración de guerra que el de Parma hacía a la nación española, exclamó en tono burlesco y sarcástico: «El rey de Parma declara la guerra al duque de España.» De los príncipes alemanes, a quienes con el propio objeto y con iguales promesas intentó ganar Richelieu, solo logró atraer al duque de Weymar, a condición de mantener contra el emperador doce mil hombres de infantería alemana y seis mil caballos.
Franceses, italianos, alemanes y españoles peleaban en el Milanesado y la Valtelina, con éxito vario, y tomándose y quitándose mutuamente plazas. Pasose así todo el resto del año 1635, siendo el más notable resultado de esta campaña que los franceses quedaran apoderados de la Valtelina, después de haber derrotado en sangriento combate a los españoles encerrados en Morbegno y mandados por el conde de Cerbellón (9 de noviembre, 1635).
No satisfecho con esta victoria el infatigable y orgulloso Richelieu, el más importuno y tenaz enemigo de la casa de Austria, inspiró al rey Luis un nuevo plan general de guerra, que abarcaba, a excepción de Flandes en que determinó estar solo a la defensiva, los estados de la Alemania, de la Alsacia, de Milán, de Parma, de la Valtelina, del Franco-Condado, y hasta de las islas de Lerins, de que en 1635 se había apoderado una flota española. Hízose en efecto la guerra en todos estos países a un tiempo (1636). Pero si bien las armas francesas consiguieron algunos triunfos en Italia, y hubiérase visto en peligro el Milanesado, cuyo gobierno se acababa de dar al marqués de Leganés, si le hubiera ayudado con más decisión el duque de Saboya, en cuyos intereses no entraba que dominaran los franceses aquel país, en cambio los imperiales y españoles penetraron en la Picardía, tomaron importantes plazas y ciudades, e hicieron tales progresos que pusieron en inquietud y alarma la capital misma del reino francés. Aun en Italia recogieron los españoles algunos laureles, y no fue escasa la gloria que cupo a don Martin de Aragón por la habilidad y el talento con que triunfó en la famosa batalla del Tesino (junio, 1636) contra mucho mayor número de franceses.
Tal era la consternación en París, que todos se prestaron y obedecieron sin replicar a una de aquellas providencias que solo se toman cuando amenaza un peligro inminente al Estado. Para salvar la ciudad, e impedir que los imperiales y españoles pasaran el Oise dispuso formar arrebatadamente un ejército, alistando a todos los que fueran capaces de tomar las armas, sin distinción de clases, estados ni condiciones: los nobles, los retirados y otros que no tenían empleo habían de presentarse al mariscal de La Force en el término de veinte y cuatro horas; los exentos de contribuciones habían de concurrir montados y armados; los artesanos y mercaderes contribuirían para los gastos de la guerra, y se mandó retirar las barcas del Oise y fortificar los puentes. Para formar un cuerpo de caballería discurrió y ordenó Richelieu que se tomara un caballo de cada tiro de coche, y que los lacayos y cocheros se hicieran soldados. Por fortuna para la población de París, en el consejo de los generales de España y del imperio prevaleció el dictamen de no atacar la ciudad, por el peligro que había en acometer una población grande cuyas fuerzas se ignoraban, dejando todavía a la espalda plazas enemigas. Entretuviéronse en tomar algunos otros fuertes y en correr el país. Con esto dieron tiempo a Richelieu, que se hallaba tan indignado como temeroso, para que hiciera salir de la inacción al príncipe de Orange, jefe de las tropas holandesas, y para que él mismo juntara un ejército de treinta y cinco mil hombres, que al mando del duque de Orleans salió a contener los españoles (agosto, 1636).
Retiráronse éstos de las cercanías del Oise y de la Somme, dejando una guarnición de poco más de tres mil hombres en Corbie. Estos valerosos españoles estuvieron por espacio de tres meses bloqueados y sitiados por cuarenta mil franceses, animados con la presencia del mismo rey. La peste diezmó el ejército sitiador, pero muertos también o enfermos muchos de los sitiados, abierta una ancha brecha en la plaza, sin municiones y sin esperanza de socorro, aquellos valientes hicieron una honrosísima capitulación, y salieron con sus armas y bagajes, banderas desplegadas y tambor batiente, teniendo los vencedores que suministrarles carros para conducir sus enfermos, sus heridos y sus bagajes (14 de noviembre, 1636).
En Alemania la lucha del emperador y de los españoles contra los suecos y los protestantes del imperio germánico había seguido sin ninguno de aquellos grandes hechos de armas que merecen especial mención, y sin que los rebeldes lograran reponerse de sus derrotas anteriores. Pudo por tanto el emperador Fernando convocar la dieta en Ratisbona para investir a su hijo mayor de la dignidad de rey de romanos. Los electores estuvieron de acuerdo en este punto, y en su virtud la dieta reconoció como rey de romanos (2 de diciembre, 1636) a Fernando Ernesto, rey de Hungría, primogénito del emperador, que a poco tiempo sucedió en el imperio a su padre con el nombre de Fernando III{9}.
Por lo que hace a los estados de Flandes, regidos por la infanta de España Isabel Clara Eugenia desde la muerte del archiduque Alberto su esposo, ya indicamos cuán en peligro había dejado aquellos países la marcha del marqués Ambrosio de Espínola destinado a la guerra de la Valtelina (1629). El conde de Berg, sucesor de Espínola en el mando del ejército, dejó perder ignominiosamente algunas plazas en los Países Bajos. Mas no fue esto lo peor; sino que habiendo la archiduquesa gobernadora, cansada de tantas revoluciones y deseosa de vivir en paz, hecho cesión de aquellos estados en favor del rey de España su sobrino, al cual de todos modos habían de volver en su día con arreglo a la cláusula de trasmisión de Felipe II no teniendo sucesión la infanta, el mismo conde de Berg entró en una conjuración de flamencos para sacudir el dominio de España (1632), y estuvo ya a punto de perderse todo. Pues aunque se reemplazó al conde de Berg con el marqués de Santa Cruz, que al efecto fue llamado de Italia, y aunque acudió de Alemania en socorro de la infanta gobernadora el conde de Oppenhein con veinte mil hombres, este general fue torpemente vencido por el príncipe de Orange delante de Maestrick; perdiose esta importante plaza, y tras ella otras, teniendo que volverse el de Oppenhein a Alemania, y habiendo necesidad de relevar al de Santa Cruz, que más dado a los placeres que a las cosas de la guerra, había sido simple espectador de la derrota de los auxiliares alemanes.
Cometiose entonces el extraño desacierto de encomendar las fuerzas a cuatro generales, que alternaban en el mando de ellas semanalmente. Compréndese desde luego el embarazo que semejante medida produciría. Todo era descalabros y pérdidas en aquel tiempo. Una escuadra de noventa velas que a costa de sacrificios se armó y envió entre Holanda y Zelanda fue enteramente destrozada por los holandeses con toda la gente que iba en la tripulación, apresadas las más de las naves y echado el resto de ellas a pique. Estos fueron los desgraciados momentos que con su acostumbrada falta de tino escogió la corte de España para proponer tratos de paz a los holandeses, tratos que, como apuntamos más arriba, frustró y deshizo con sus intrigas el constante enemigo de España cardenal de Richelieu, apoderándose entretanto el príncipe de Orange de la fuerte plaza de Rhinberg. Murió a poco de esto la prudente y virtuosa gobernadora de los Países Bajos, la archiduquesa e infanta de España Isabel Clara Eugenia (1633), uniendo provisionalmente el gobierno del país y el mando de las armas el marqués de Aytona, el cual entró en negociaciones con el príncipe Gastón Orleans y con la reina María de Médicis, que se habían acogido a Flandes huyendo de la enemiga y de la persecución de Richelieu: negociaciones que no produjeron sino nuevos compromisos, porque el de Orleans, uno de los hombres más pérfidos de su siglo, estaba manteniendo al mismo tiempo tratos con el general español y la corte de Madrid y con el ministro francés.
Hacíase necesario y urgente, si no habían de acabar de perderse los Países Bajos, enviar allá un hombre de calidad, de representación y de prestigio, que enderezara las cosas de la guerra y del gobierno, y todas las miradas se fijaron en el infante don Fernando, hermano menor del rey, cardenal y arzobispo de Toledo desde muy niño, virrey que había sido algún tiempo en Cataluña, y después en Italia, en cuyos cargos había dado pruebas de habilidad, prudencia y otras excelentes prendas y calidades de gobierno. Entraba también en el interés del receloso conde-duque de Olivares, como ya en otra parte indicamos, apartar del lado del rey y tener lejos a su hermano el cardenal infante, único que le quedaba, habiendo fallecido de temprana muerte don Carlos. Por otra parte el ánimo levantado y el genio belicoso del joven cardenal le inclinaban más a los negocios de la guerra y de la política que a las pacíficas ocupaciones de la iglesia, a que sin voluntad propia le habían destinado. Con que así se hizo el nombramiento a gusto de todos (1634), contribuyendo los celos mismos del conde-duque a que el príncipe, para quien había pensado en la tiara, resultara haber nacido para ser un consumado general y un político y gobernador hábil. Nombrado pues el cardenal infante gobernador y capitán general de los Países Bajos, juntó en Italia un regular ejército, formado de lo que podremos llamar el resto de aquellos antiguos tercios españoles que tanto asombraron a Europa y tanta gloria dieron a España, con el cual y con generales escogidos se puso en marcha tomando el camino de Flandes.
Entonces fue cuando a la mitad de su camino fue llamado por el rey de Hungría para que acudiese a Alemania en ayuda de los imperiales que sitiaban a Norlinga y se veían amenazados del ejército sueco. El infante español pasó después a Bruselas orlado con los laureles de Norlinga, y allí tuvo que hacer frente a la liga ofensiva y defensiva entre franceses y holandeses que se firmó en París (1635), y cuyo principal fin era arrojar enteramente de los Países Bajos a los españoles. De aquí la declaración formal de guerra que mandó hacer por escrito Luis XIII de Francia al cardenal infante en Bruselas por medio de un heraldo, cuyo escrito arrojó el cardenal gobernador a la calle, haciendo después fijar una copia de él en una viga a cien pasos de la puerta de una iglesia. De la guerra que a consecuencia de esta declaración sostuvo el gobernador español de Flandes, ayudado del príncipe Tomás de Saboya, contra la Francia, llevándola al corazón del reino francés hasta amenazar y poner en consternación, cuando no en inmediato peligro, a París (1636), hemos dado cuenta más arriba, tan sumariamente como la necesidad de narrar otros importantes acontecimientos nos lo permite.
En este periodo, lo mismo que en el que comprendimos en el anterior capítulo, no cesaban de molestar numerosas naves holandesas las costas de nuestros dominios en Asia y en África, y muy especialmente en las posesiones portuguesas sujetas a la corona de Castilla, ya asaltándolas y estragándolas aquellos mercaderes republicanos por sí mismos, ya excitando a los reyes bárbaros tributarios de España a que sacudiesen el yugo de nuestra dominación, llegando a veces a arrojarse sobre los católicos y degollarlos con ruda ferocidad. Los portugueses de Ceilán tuvieron que sufrir un penosísimo y horroroso sitio para librarse de los habitantes de la isla alzados contra ellos por instigación de aquella gente, y hubieran sucumbido a los horrores del hambre, que los obligaba ya a alimentarse de carne humana, si el virrey de Goa no hubiera enviado en su socorro al valeroso capitán Jorge de Almeida, que hizo tremolar de nuevo el estandarte español en los pueblos de la isla. De este modo, y ejerciendo la piratería contra las flotas españolas y portuguesas que venían con el dinero de la India, era como los holandeses hostilizaban a España en los mares, durante las guerras de Italia, de Alemania, de Francia y de los Países Bajos que acabamos de reseñar{10}.
{1} Tenemos a la vista el informe oficial (manuscrito) que el alcalde de casa y corte don Miguel de Cárdenas dio en 7 de julio de 1627 al cardenal presidente de Castilla sobre los hechizos que se decía daba el conde de Olivares al rey.– «Habrá veinte y dos meses (dice) que estando yo comiendo entró Juan de Acebedo, escribano de la Sala, y me dijo que traía un negocio de grandísima importancia y secreto, y apretó tanto esto, que me levanté de la mesa a oírle, y entró diciendo que era sobre unos hechizos que el conde de Olivares daba a S. M. para estar en su privanza, y reparándome en lo que me decía me dijo: pues señor, ¿a quien tengo de acudir si no a Vd. habiendo llegado a mí noticia un caso como este? Y así le oí, y lo que me refirió fue que Antonio Díaz, coletero, vecino de su casa, que era del Barquillo, le había ido a decir que una mujer que se llamaba Leonor, así mismo vecina de ellos, había persuadido a la mujer de este coletero a que diese a su marido hechizos para que la quisiese bien, y respondiola la del coletero que no quería meterse en hechizos, temiendo no muriese de ellos su marido. La Leonor dijo que eran sin peligro, porque estaban ya probados por S. M. que se los daba el conde para conservarse en su privanza, y no le hacían mal, como se veía, y así que bien seguramente los podía aplicar a su marido, &c.» Sigue refiriendo largamente el caso, y los procedimientos a que dio lugar.
{2} No solo los protegía políticamente, sino también con materiales auxilios. En 1628 envió el rey de España al almirante don Fadrique de Toledo con una flota contra la armada de Francia, y allá estuvieron también el marqués de Espínola y su hijo el de Leganés. Mandaba el ejército francés que sitiaba La Rochelle el cardenal de Richelieu en ausencia del rey. Los ingleses intentaron inútilmente socorrer a los sitiados: hubo una famosa batalla naval entre las escuadras inglesa y francesa, de cuyas resultas se rindió La Rochelle por capitulación, y el rey de Francia hizo su entrada pública en la plaza.– Hist. du Ministere du cardinal duc de Richelieu, p. 242 a 313.– Puede verse la relación y descripción particular de este famoso sitio.
{3} Hist. du Ministere du card. de Richelieu, pág. 329 a 347.– Soto y Aguilar, Anal. del reinado de Felipe IV, ad. an.
{4} Motifs du duc de Saboye pour se jetter dans le parti de l'Empereur et du Roy d'Espagne.– Siege de la ville de Pignerolle et son reduction.– Prise de Chambery.– Le Roy se rend maitre de toute la Saboye.– Hist. du Ministere de Richelieu, p. 404 a 431.
{5} Botta, Storia d'Italia.– Soto y Aguilar, Epitome (MS.), ad ann.– Le Clerc, Vida de Richelieu.– Vázquez de Acuña, Vida del cardenal de Richelieu.– Hist. du Min. de Richelieu, p. 451 a 464.– Traitè de la paix de Querasche.
{6} Calmet, Historia eclesiástica y civil de Lorena, tom. III, años 32 y 33.– Histoire du Ministere de Richelieu, pág. 573 a 622.
{7} Relación del sitio de Norlinga, según Basompierre.– Calmet, Historia ecca. y civil de Lorena, lib. 35, núm. 4.– Mem. MS. de Hannequin.– Guillemin, Hist. MS. du duc Charles.– Memoires de Beanvau.– Hugo, Hist. MS. du duc Charles IV.
Es innegable que si bien los esfuerzos de los generales imperiales y del cardenal infante de España contribuyeron mucho al feliz éxito de la célebre batalla de Norlinga, el triunfo se debió principalmente al valor, intrepidez y maestría del duque Carlos de Lorena.
{8} Guillermus Becauns, Serenissimi Principis Ferdinandi, Hispan. Infantis, S. R. Ecclesiæ cardinalis, triunfalis introitus in Flandriæ Metropolim Gandavuum, 1636. Un tomo fol. con láminas.
{9} Luden, Historia del Pueblo Alemán, reinado de Fernando II.– Botta, Storia d'Italia.– Nani, Historia de la República de Venecia.– Le Clerc, Vida del cardenal de Richelieu.– Id. Historia de las Provincias-Unidas de los Países Bajos.– Soto y Aguilar, Epítome del reinado de Felipe IV ad. ann.– Sismondi, Historia de los Franceses.– Schiller, Guerra de los Treinta años.– Malvezzi, Historia de los principales sucesos, &c.– Memorias de Richelieu.– Girardot de Noseroy, Historia de los diez años del Franco-Condado, de 1632 a 1642.– Francia engañada, Francia respondida, por Gerardo Hispano Caller.– Sucesos de las armas de España y del Imperio en Francia, por Alonso Pérez. Biblioteca de Salazar. MS. J. 55. n. 38.– Discurso del conde de la Roca, embajador de España en Venecia, a aquella república. Venecia 13 de noviembre, 1632.: Primer papel dado por el conde de la Roca al Senado veneto sobre la invasión de la Valtelina. Tomo de papeles varios de este reinado.– Relación del rey de Francia sobre el rompimiento de la guerra contra el rey de España: 1635. Ibid.
{10} Soto y Aguilar, Epítome, ad ann.– «Progresos y entrada de Su Alteza el señor infante cardenal en Picardía, y la retirada del ejército de Francia y sus coligados del estado de Milán, &c.» Papel impreso en 1636: tomo 27 de la Colección de Cortes y Fueros. Biblioteca de la Real Academia de la Historia.– Quevedo: Lince de Italia.– Calmet, Hist. eclesiástica y civil de Lorena.– Hugo, Hist. MS. Del duque Carlos IV.