Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro IV Reinado de Felipe IV

Capítulo XVI
Paz de los Pirineos
1659-1660

Deseo general de la paz.– Tentativas que antes se habían hecho para ajustarla.– Causas por que se frustraron.– Renuévanse las negociaciones.– Dificultades sobre el matrimonio de Luis XIV con la infanta de España.– Astucia de Mazarino para excitar los celos de Felipe IV.– Fíjanse los preliminares de la paz.– Conferencias en el Bidasoa.– La isla de los Faisanes.– Capítulos de la Paz de los Pirineos.– Condiciones humillantes para España.– Matrimonio del rey Luis XIV de Francia con la infanta María Teresa de Austria, hija de Felipe IV.– Muerte del cardenal Mazarino.– Revolución en Inglaterra.– Restablecimiento de la monarquía.– Carlos II.– Relaciones entre el rey católico y el nuevo monarca británico.– Su influencia en los acontecimientos sucesivos de España.
 

Motivos sobraban a Francia y a España, para estar fatigadas de guerra y desear ardientemente la paz. Hombres y tesoros, sangre y dinero, todo se había consumido, todo se había ido agotando; los pueblos estaban sin aliento y sin vida; seco el corazón de ambas naciones, no les quedaba sino el movimiento convulsivo de un cuerpo galvanizado. Años hacía que se habían tentado algunos tratos de paz (1648), pero condiciones exageradas por parte de la Francia la habían hecho inaceptable del gobierno español. Renováronse ocho años más adelante las negociaciones (1656), y otra vez las impidieron llegar a buen término condiciones inadmisibles que la Francia exigía. Si antes tuvo la pretensión de que se le cediera Flandes, el Rosellón y el Franco-Condado, ahora aspiraba entre otras cosas a que se diera en matrimonio al joven rey Luis XIV la infanta doña María Teresa de España, heredera entonces de la corona de Castilla. Si lo primero era irritante y no podía sufrirlo el honor nacional, lo segundo habría traído con el tiempo la unión de las dos coronas de España y Francia en la cabeza de un príncipe francés, cosa que ni España podía consentir, ni la Europa hubiera podido tolerar. Tenía además Felipe IV el pensamiento de casar su hija con el archiduque Leopoldo de Austria, después emperador, y tal vez pasó por su cabeza la idea de reconstituir la herencia colosal de Carlos V haciendo un estado de España y del imperio, que de nuevo estrechó con lazos de familia su segundo matrimonio con doña Mariana de Austria. De todos modos no podía Felipe avenirse a tales condiciones, y quedaron sin efecto aquellos tratos, y la guerra se prolongó.

Pero habiendo tenido luego el rey Católico un hijo varón, el príncipe don Felipe Próspero (28 de noviembre, 1657), fruto de su segundo enlace, desaparecía el inconveniente de unirse las coronas de los dos reinos en una misma persona, y en 1658 volvieron a anudarse las negociaciones de paz. España tenía gravísimas razones para desearla. Destituida del auxilio del imperio por el tratado de amistad celebrado entre Francia y Alemania, aliadas además la Francia y la Inglaterra y unidas para la destrucción de España, con dos guerras abiertas de muchos años en los dos confines de la península, Cataluña y Portugal, con tantos descalabros como había sufrido, no le era posible sostener sola los estados de Italia y de Flandes. La Francia, aunque más pujante entonces, veía su tesoro agotado; Holanda y los príncipes alemanes miraban ya su engrandecimiento con recelo, como habían mirado en otro tiempo el de España, y la muerte del protector Cromwell variaba su posición para con la Inglaterra. Estaba pues en su interés aprovechar su ventajosa situación para sacar mejor partido de la paz, antes que aquella le fuese desfavorable. ¡Ojalá, dice con razón un historiador, hubiera obrado antes con la misma previsión la España!

El astuto Mazarino para dar celos a Felipe IV y avivarle respecto al matrimonio de su hija, útil todavía a la Francia, bien que no tanto como antes, fingió fomentar el proyecto de matrimonio de Luis XIV con la princesa Margarita de Saboya, cosa que deseaba ardientemente la duquesa su madre, a cuyo fin partió el joven monarca francés a Lyon, con orden a la duquesa de que se presentase con las princesas sus hijas en aquella ciudad. Inmediatamente despachó el rey de España a don Antonio Pimentel con instrucciones para negociar el matrimonio de la infanta, ofreciéndole tales condiciones que se prometía fueran aceptadas. Conoció la de Saboya que se la estaba haciendo instrumento de otros planes, y se volvió a Turín indignada contra el cardenal y sus artificios. El Pimentel acompañó a Luis XIV en su regreso a París, donde tuvo algunas conferencias con Mazarino y el marqués de Lionne, que había estado antes en Madrid para tratar del mismo objeto, en que se fijaron ciertos preliminares para la paz, conviniendo en una tregua (8 de mayo, 1659), hasta que los ministros de Francia y España arreglaran los capítulos y dieran al tratado la última mano, lo cual se había de verificar en la frontera de ambos reinos. Acababa de llegar de Extremadura a Madrid el favorito don Luis de Haro, ya marqués del Carpio por herencia de su padre, y conde-duque de Olivares por la de su tío, resaltando así más la especie de vinculación de aquella familia en la privanza de Felipe IV. Y aunque el de Haro volvía con tan poca honra por su miserable y fatal conducta en el sitio de Elvas, no dejó por eso de nombrarle el rey su plenipotenciario para las conferencias de la paz. Error grave de Felipe, sobre otros a que la privanza de este ministro le había conducido; que no era el de Haro para medir sus talentos en negocio tan grave con la capacidad y la astucia de Mazarino.

Señalose para celebrar las pláticas la isla llamada de los Faisanes, pequeña isleta que forman dos ramales del Bidasoa en la raya de los dos reinos a un cuarto de legua de Irún, y que se suponía pertenecer a las dos coronas. Construyose allí una tienda, de tal modo que la mitad correspondiese a España, la mitad a Francia, y a la cual entraba cada ministro por su puerta. Acudieron pues al lugar señalado los dos ministros{1}. Tuviéronse veinte y cuatro conferencias en cerca de tres meses (de 23 de agosto a 17 de noviembre, 1659). De ellas salieron los célebres artículos, que fueron no menos que 124, de la paz llamada de los Pirineos, tan famosa en la historia de España.

Excusado es decir, porque esto acontece siempre en tales negocios, que antes de convenirse ocurrieron graves dificultades entre los negociadores. Una de las que más les dieron que hacer fue la relativa a la suerte que había de fijarse al príncipe de Condé, aquel príncipe francés a quien Mazarino profesaba un odio particular por haber abandonado su partido y el de su monarca, y puéstose al servicio del español, y a quien por lo mismo Felipe se empeñaba en proteger como en remuneración de los grandes servicios que en Flandes le había hecho. Dejando indecisa esta cuestión y aplazándola para más adelante, se pasó a la del matrimonio del rey de Francia con la infanta de España, y conviniendo en ello, fue enviado a Madrid el duque de Grammont a pedir solemnemente al rey don Felipe la mano de su hija para el monarca francés{2}.

Quedó pues estipulado que el rey Luis XIV casaría con la infanta doña María Teresa, hija primogénita del rey de España Felipe IV, habiendo ésta de renunciar a la sucesión de la monarquía española, mediante la promesa de darle en dote quinientos mil escudos. Veremos adelante los grandes sucesos a que dieron lugar las interpretaciones de esta condición.

Continuaban las conferencias sobre los diferentes puntos que había de abrazar el tratado, y hasta la décima tercia que se celebró el 19 de setiembre no se decidió el ruidoso asunto del príncipe de Condé, en que después de tantas contestaciones, proposiciones y respuestas, ofertas y repulsas, mañosidades y artificios, convino el cardenal en reponer a Condé en su gobierno de Borgoña, y al duque de Enghien su hijo en el cargo de Gran Maestre de la casa del rey, cediendo España las plazas de Avesnes, Philippeville y Mariemburg en Flandes, y otras que acomodaban a la Francia.

No haremos nosotros una relación circunstanciada de lo que se trató y pasó en cada una de las conferencias{3}, y vengamos ya a los artículos principales que se ajustaron en este célebre tratado, que de los principales podemos hacer mención solamente.

España cedió a Francia los condados de Rosellón y Conflans, fijándose la cima de los Pirineos por límite divisorio de las dos naciones.– Cediósele igualmente todo el Artois, a excepción de Saint-Omer y Ayre con sus dependencias: en Flandes, las ciudades de Gravelines, Bourbourg, Saint Venant y los fuertes de la Esclusa: en el Henao, las de Landrecy y Quesnoy: en el Luxemburgo, las de Thionville, Montmédy, Damvillers, Ivoy, Mariembourg, Philippeville y Avesnes: dejando además Rocroy, Chatelet y Limchamp, conquistadas por los franceses en la última guerra, y Dunkerque, que tenían cedida ya a los ingleses.– En cambio Francia nos devolvía el Charolais y las plazas de Borgoña: en Flandes nos quedaban Oudenarde, Dixmude, y las demás no comprendidas en la cesión: en Italia Mortara y Valencia del Pó: quedaba para nosotros Cataluña.– Al príncipe de Condé, por más esfuerzos que hizo en su favor el de Haro, como ya hemos dicho, no permitió Mazarino, su enemigo mortal, sacar otro partido que la cesión que le hizo España de algunas plazas en los Países Bajos.– Al de Lorena se le restituyó la libertad, pero se le obligó a demoler sus fortalezas y a ceder una buena parte de sus estados a la Francia.– Más afortunados los príncipes aliados de esta nación, se restituyó Vercelli al duque de Borgoña: Julliers al de Neubourg: al príncipe de Mónaco se le devolvían sus bienes confiscados y se libraba su estado de la guarnición española: el duque de Módena obtuvo también que se quitase el presidio español que teníamos en Correggio{4}.

Dos príncipes quedaron excluidos de este tratado. El uno fue el hijo del destronado Carlos I de Inglaterra, que a pesar de haber ido a Fuenterrabía cuando se celebraban las pláticas, no pudo conseguir interesar a ninguna de las potencias ni ser comprendido en el convenio. Mazarino no quiso verle, y don Luis de Haro le entretuvo con buenas palabras{5}. El otro fue el rey de Portugal. Como condición precisa del tratado exigieron Felipe IV y su ministro al plenipotenciario francés que la Francia no hubiera de dar auxilios a Portugal; en este punto estuvieron inflexibles, y lo único que Mazarino alcanzó, fue que se diera una amnistía a los que hubieran tomado parte en aquella guerra y volvieran a la obediencia del rey de Castilla, al modo de lo que se había hecho en Cataluña. Quedó, pues, el Portugal abandonado a sí mismo en el protocolo de los Pirineos. No lo quedó tanto cuando llegó la ocasión de cumplirse{6}.

Tal fue la famosa paz de los Pirineos, que puso término a la sangrienta y asoladora guerra de veinte y cinco años entre España y Francia. Paz deseada por todos, paz de que tenía España una necesidad ya imprescindible, pero de la cual, si recogió algún reposo, recogió también grande humillación y afrenta. Ella y todos sus aliados salieron tan desfavorecidos como aventajados quedaron Francia y los suyos. Cedimos las ciudades de más importancia, y nos dejaron, o las que menos valían, o las que menos podíamos y menos nos interesaba conservar. No había equivalencia a la pérdida del Rosellón y su agregación para siempre a la Francia. Verdad es que no estábamos en situación de dar la ley, porque habíamos llegado a debilitarnos demasiado. Error fue, no del momento, sino de la política de todo el reinado de Felipe IV, o mejor diremos, de la política de los dos funestos condes de Olivares, no haber aprovechado las muchas ocasiones que hubo para obtener una paz honrosa y útil, y no que aguardaron a que nuestra impotencia nos forzara a no poder resistir a las condiciones del que se había hecho más fuerte. Pero aun así hay fundamentos para creer que otro negociador más hábil que el marqués del Carpio habría podido sacar por lo menos otra repartición menos absurda, y que la ineptitud de aquel ministro, contrastando con la sagacidad de Mazarino, contribuyó no poco a dejarse envolver en las redes que éste le iba mañosamente tendiendo. Y sin embargo, a don Luis de Haro, como si hubiera hecho el servicio más considerable a la nación, se le dio el título de príncipe de la Paz{7}.

Hecha y ratificada ésta, y cumplidos los capítulos relativos a la distribución, se pensó en efectuar el matrimonio de los príncipes. Felipe IV partió de Madrid acompañando a su hija hasta la frontera (15 de abril, 1660). Don Luis de Haro, marqués del Carpio, representaba la persona de Luis XIV para los desposorios, los cuales se verificaron en San Sebastián (mayo, 1660). Hízose la entrega de la princesa a su marido en la raya de Francia, donde también concurrió la reina Ana de Austria su madre, hermana de Felipe IV. Viéronse, pues, allí los dos hermanos después de tantos años de separación, y de tantos y tan desagradables sucesos como habían mediado, y en que ellos habían tenido, no la parte de hermanos, sino de dos irreconciliables enemigos. ¡Tanto suele prevalecer en los reyes el interés y la razón de estado sobre los afectos de la sangre y los lazos de familia! Separáronse luego las dos cortes en el Bidasoa (7 de junio), dejando consumado un matrimonio, que se concertó como prenda de paz, y que había de ser fuente inagotable de gravísimos acontecimientos para España, y el suceso que más había de influir en el porvenir de esta nación{8}.

El principal negociador del tratado, el cardenal de Mazarino, murió al poco tiempo (9 de marzo, 1661) y antes de realizarse el matrimonio, a los cincuenta y nueve años de su edad. Ministro astuto y disimulado, fecundo en recursos, flexible hasta donde calculaba convenirle, inalterable en la adversidad, ambicioso y despótico, fue un digno sucesor de Richelieu. Dícese que a su muerte dejó hasta ochocientos millones; fortuna fabulosa; bien que acosado, dicen, de remordimientos al fin de su vida, hizo donación de aquel pingüe caudal al rey, y como éste no le aceptase, vino a parar a su sobrina la célebre Hortensia Mancini. En cuanto a España, acabó Mazarino la obra de destrucción que había comenzado Richelieu, y uno y otro nos fueron igualmente funestos. Fue desgracia nuestra que su muerte no se hubiera anticipado algunos meses{9}.

A poco tiempo de hecha la paz de los Pirineos ocurrió la revolución de Inglaterra, que restableció la monarquía, y colocó en el trono al hijo del desventurado Carlos I, aquel príncipe Carlos a quien los negociadores del tratado de Behovia no quisieron comprender en el convenio y miraron con un desdén impropio de dos naciones generosas, y de que acaso ambas se arrepintieron pronto. Muerto Cromwell, descontenta la Inglaterra de los republicanos, y vencidos estos por el célebre escocés Jorge Monk, llevado secretamente desde Bruselas el príncipe Carlos, proclamado rey y restablecido en el trono de sus mayores, la Inglaterra asombró al mundo con una revolución la más pronta y la menos sangrienta que se había conocido (1660). Carlos II, hombre de carácter bondadoso y dulce, y amaestrado con las lecciones del infortunio, había aprendido a conocer los artificios de las cortes. La de España, que en su desgracia solo le había amparado a medias y como con vergüenza y timidez, le despachó luego una embajada manifestando el gozo con que el rey católico había visto su exaltación al trono, y Felipe IV mandó restituirle los bajeles ingleses apresados en los mares de la India, e hizo con él un tratado reconociéndole la posesión de Dunkerque y de la Jamaica. Pero bien debió sentir no haber hecho más esfuerzos en su favor cuando era príncipe desvalido, porque así habría evitado que Portugal encontrara en Inglaterra el calor y los auxilios que veremos halló para sostener la guerra contra España{10}.




{1} El cardenal salió de París el 24 de junio (1659), y se presentó con gran cortejo y boato. Acompanábanle el español Pimentel, el duque de Crequy, los mariscales de Villeroy, de Cherembaut y de la Milleraye, el comendador de Souvré, el marqués de Lionne, ministro de Estado, y muchos otros personajes. Llevaba un magnífico tren, porque además de ciento cincuenta personas de librea y otras tantas de servicio, y de su guardia compuesta de cien caballos y trescientes infantes, iban veinte y cuatro mulos con ricos jaeces bordados de seda, ocho carruajes de a seis caballos para su equipaje, siete carrozas para su persona, y multitud de caballos de mano.

También don Luis de Haro se presentó con grande y lucido acompañamiento de grandes de España, caballeros del Toisón, y otros señores de calidad, guardia de a pie y de a caballo, carrozas y literas con caballos y mulas ricamente enjaezadas.– Historia de la Paz de 1659: Colonia, 1665: un vol. en 8.º

En la misma obra se describen los cumplimientos, cortesías, ceremonias y formalidades que se observaron entre los representantes de ambos reinos antes de comenzarse las conferencias.

{2} Es curioso lo que pasó en Madrid en la venida del de Grammont. Su entrada en la corte fue de una manera singular. Venía como un correo de gabinete, precedido de un maestro de postas, ocho postillones y cuarenta caballos, que el rey le envió a Alcobendas, a los cuales seguían sesenta gentiles-hombres, en caballos españoles soberbiamente enjaezados. Desde la puerta de Fuencarral hasta palacio fueron todos como corriendo la posta, pero en el mejor orden. Semejante espectáculo llamó la atención de las gentes, que presurosas se asomaban a las puertas y balcones para presenciarlo. El rey sin embargo le recibió de toda etiqueta en el salón de embajadores, sentado en el trono y rodeado de los grandes y de la alta servidumbre. Hízose la petición en la forma y con la ceremonia acostumbrada, y el embajador se volvió en el mismo orden que había venido, muy satisfecho de la respuesta y de los obsequios con que le agasajaron los grandes y toda la corte.

{3} Lo que en cada una de ellas se trató puede verlo el curioso en la obra antes citada de la Historia especial de esta paz, y en las historias del reinado de Luis XIV, que nos han trasmitido todos estos pormenores, y es la mayor prueba de la importancia que se dio a este famoso tratado.

{4} Colección de tratados de Paz.– Corps Diplomátique.

{5} Este príncipe que se hallaba refugiado en Flandes, y a quien los ingleses sus partidarios habían tratado ya de colocar en el trono de su padre después de la muerte de Cromwell, creía que uno de los primeros asuntos que se tratarían en las conferencias del Bidasoa sería el de Inglaterra, por el interés natural que tienen todos los monarcas en que la rebelión no triunfe de los tronos. Por eso fue allí, dispuesto a ofrecer cuanto pudiera a las dos coronas a trueque de que protegieran su causa en el tratado. Don Luis de Haro le recibió como a tal rey de Inglaterra, y aun le trató con la misma consideración y respeto que si fuera su propio soberano. Pero no pudo obtener audiencia de Mazarino, que se negó a ello con diferentes pretextos. Para interesar al ministro español y que fuera su mediador con el cardenal, se ofreció a quedar mandando en Flandes las tropas que dejaría el de Condé al servicio de España: mas ni así pudo conseguirlo, y el futuro rey de Inglaterra se volvió a Flandes, irritado con los desaires del ministro de Francia, y poco satisfecho de los estériles cumplimientos del español.

{6} Debemos decir algo del famoso duque Carlos de Lorena. Este inconstante príncipe, alternativamente aliado y enemigo de españoles y franceses durante tantos años, había sido sacado de su prisión de Toledo, y puesto en libertad durante las conferencias. Tan pronto como se vio libre, se fue inmediatamente a Irún, y en su primera entrevista con don Luis de Haro le manifestó con toda franqueza que él no había dado poderes ni procuración a nadie para que arreglaran sus negocios, y que mientras ciñera una espada y pudiera manejarla trataría de recobrar sus Estados, o por lo menos de mantener su honra. Al día siguiente dijo cosas tan picantes y tan duras al de Haro, que el ministro estuvo ya a punto de arrestarle. Viendo el lorenés que no sacaba partido de ninguno de los dos plenipotenciarios, protestó contra el tratado de palabra y por escrito en lo que a él le pertenecía, y más quejoso y resentido del gobierno español que del francés, determinó echarse en brazos de los de esta nación, como ya otras veces lo había hecho, y se fue a San Juan de Luz, donde le siguió el cardenal, y le hospedó y agasajó con todo género de atenciones. Desde allí partió para París y Aviñón, donde se hallaba el rey: tuvo sus pláticas con el marqués de Lionne, e hizo grandes ofrecimientos como aliado de la Francia: y aunque nada se concluyó por entonces, es lo cierto que más adelante consiguió que por medio de un tratado con Francia le fueran restituidos todos sus Estados (28 de febrero, 1661), si bien por otro tratado posterior (6 de febrero, 1662) cedía aquellos mismos Estados después de su muerte a S. M. Cristianísima. En esto paró aquel aventurero príncipe, tan célebre por su valor como por su inconstancia, por su carácter popular como por sus desarregladas costumbres, y que tanto influyó, como aliado y como enemigo, tan pronto de unos como de otros, en las guerras de Francia, de Alemania y de Flandes.– Hist. du Traité de la Paix.– Traité fait avec le duc Charles de Lorraine, feb. 1661; id. febrero, 1662.

{7} Los historiadores franceses hablan de don Luis de Haro como de un caballero franco, leal y cumplido, y ensalzan su talento y sus prendas de hombre político. El mismo Luis XIV hablaba de él con elogio, y manifestó en más de una ocasión que tenía confianza en que el ministro español no le había de engañar. Y en efecto, el de Haro se condujo en toda la negociación con otra sinceridad y con otra generosidad que Mazarino. Estas virtudes del hombre pudieron ser muy provechosas a los franceses, y acaso por esto las encarecían tanto, pero a España le hubiera sido muy conveniente alguna más astucia y doblez en el negociador, siquiera no hubiera sido tan elogiada la ingenuidad del caballero.– Véase la Historia del Tratado de 1659, y la del Reinado de Luis XIV, por Limiers.

{8} Viaje a Irún a la entrega de la infanta doña María Teresa de Austria: Biblioteca Nacional, sala de Manuscritos.

{9} Es curioso el siguiente paralelo que un historiador francés hace entre los dos cardenales ministros de Francia.

Así es, dice, como estos dos ministros han gobernado la monarquía con máximas de todo punto diferentes: el uno por la severidad y el terror, el otro por la dulzura y la tolerancia: el uno dando a todos los hombres de mérito, el otro no dando sino a los que temía. Richelieu, como francés, tuvo más valor; Mazarino, como italiano y criado en la corte de Roma, tuvo más flema: Richelieu tenía más elevación, Mazarino más constancia: Richelieu era mejor amigo y más peligroso enemigo; Mazarino amigo frío e ingrato, pero enemigo fácil de reconquistar. En fin, Richelieu murió en la guerra, útil al designio que tenía de arruinar la casa de Austria, y Mazarino en la paz, su última y su más gloriosa obra, más feliz en esto que su predecesor, que habiendo sido aún más aborrecido que él durante su ministerio, a causa de los impuestos, fue incomparablemente más sentido después de su muerte. De las virtudes de estos dos cardenales se podría hacer un perfecto ministro, quitando a Richelieu su inflexible severidad, y a Mazarino su avaricia.

{10} Diario de Londres.– Papeles y memorias de Clarendon.– Memorias de Lansdowne. Thurloe, Hist. tom. VII.– John Lingard. Hist. de Inglat. tom. III, c. 19.