Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro IV ❦ Reinado de Felipe IV
Capítulo XVII
Pérdida de Portugal
Muerte de Felipe IV
De 1660 a 1665
Exclusión de Portugal en el tratado de los Pirineos.– Renuévase la guerra con Castilla.– Auxilios que recibe el portugués de Inglaterra y de Francia.– Don Juan de Austria, general del ejército de Extremadura.– Murmúrase en la corte de la inacción de don Juan.– Muerte del favorito don Luis de Haro.– Campaña de Portugal, favorable al ejército de Castilla.– Conquistas en aquel reino.– Toma las riendas del gobierno el rey Alfonso VI.– Carácter y costumbres de este rey.– Pérdidas de los portugueses.– Terror y alboroto en Lisboa.– El conde de Peñaflor.– Derrota a don Juan de Austria cerca de Ébora.– Sitian y toman los portugueses a Valencia de Alcántara.– El duque de Osuna es derrotado en la provincia de Beyra.– Separación de don Juan de Austria y del duque de Osuna.– Quejas no infundadas de estos generales.– Política insensata de la corte de Madrid.– Auxilios que se dan a Alemania.– La reina doña Mariana y su confesor el padre Nithard.– Hácese venir de Flandes al marqués de Caracena.– Dásele el mando del ejército de Portugal.– Presunción desmedida del de Caracena.– Sitia a Villaviciosa.– Célebre batalla y funesta derrota del ejército castellano.– Dolor y aflicción del rey.– Indignación en Madrid.– Dase por perdido Portugal.– Melancolía del rey Felipe IV.– Fáltanle las fuerzas del cuerpo y del espíritu.– Testamento del rey.– Nombramiento de regencia.– Fallecimiento de Felipe IV.
Abandonado el Portugal por la Francia en el tratado de los Pirineos, ocupado el trono de aquel reino por un príncipe niño, tan débil de cuerpo como flaco de espíritu, indócil y mal inclinado, bien que las riendas del gobierno estuvieran en las hábiles manos de la reina madre, la valerosa, prudente y resuelta doña Luisa de Guzmán; desembarazada Castilla de las guerras que la consumían y aniquilaban, y en paz ya con las demás potencias, calculaba todo el mundo, y así era de presumir, que las fuerzas de la corona castellana caerían todas sobre el vecino reino que se había proclamado independiente, y considerábase fácil y pronta su reconquista.
La misma Guzmán, con ser mujer de ánimo tan firme y levantado, tuvo momentos de sentir desfallecer su espíritu; pero despertando de nuevo su altivez, y recobrando su antigua firmeza se resolvió a fiar a la suerte de las armas la independencia o la esclavitud del reino lusitano. Confiaba, es verdad, en que no la abandonarían la Francia y la Inglaterra, a pesar de la exclusión del tratado, y no se engañó en sus esperanzas la regente. Entraba en los intereses y en la política de Luis XIV no consentir que Portugal se reincorporara otra vez a España, y el embajador portugués en París, conde de Sousa, obtuvo fácilmente del monarca francés que le diera un socorro de hombres, no tan importante por su número como por su calidad, puesto que se contaba entre ellos al mariscal de Schomberg, tan famoso y experimentado en la guerra, que había de venir de maestre general del ejército, acompañado de ochenta oficiales de los más veteranos y útiles para instruir a otros. En vano el embajador español reclamó ante la corte de Luis XIV de semejante infracción del tratado. No se dio oídos a sus protestas, y esta fue la primera muestra que ofreció la Francia de cómo cumplía el solemne pacto de los Pirineos.
No contento con esto el monarca francés, sugirió a la corte de Lisboa un proyecto de matrimonio entre la infanta doña Catalina, hermana de Alfonso VI y el nuevo rey de Inglaterra Carlos II, cuya unión le comprometería a sostener la casa de Braganza. Aceptada con gusto esta idea por la corte de Lisboa, su embajador en Londres don Francisco de Melo, marqués de Sande, ofreció con la mano de la princesa un dote de 500.000 libras esterlinas, la cesión de la plaza de Tánger en la costa de África y la de Bombay en las Indias Orientales, y el libre comercio de Inglaterra con Portugal y sus colonias (1660). Conocedor de este proyecto el embajador de España Vatteville, trató de deshacerle, ya representando la ninguna esperanza que había de que doña Catalina pudiera tener sucesión, ya exponiendo al monarca inglés las ventajas de un enlace con una de las princesas de Parma, a la cual señalaría Felipe IV, el dote de infanta de Castilla. Vaciló el buen Carlos II; mas como enviase secretamente a Parma al conde de Bristol para que viese a las princesas, y a su regreso informara éste lo más desfavorablemente posible de la fealdad de la una y de la monstruosa obesidad de la otra, el rey no necesitó más para desechar a ambas, y volver otra vez sus pensamientos a la propuesta de Portugal. Inútilmente insistió Vatteville en persuadirle a que no diera su mano a ninguna princesa católica, por los disturbios que pudiera producir esto en su reino, y proponíale la hija del rey de Dinamarca, o la del elector de Sajonia, o la del príncipe de Orange, corriendo de cuenta del rey de España su dote. Pero el inglés, que hallaba en la propuesta de Portugal ventajas más ciertas e inmediatas, especialmente la del comercio y establecimientos mercantiles en el Mediterráneo y en la India, decidiose, con aprobación de las dos cámaras, por el matrimonio con la infanta portuguesa, y se firmó el convenio (mayo, 1661) a pesar de los infructuosos esfuerzos y del enojo y disgusto del representante español{1}.
Consecuencia de este enlace y de esta alianza fue el facultar al embajador portugués Melo para reclutar en Inglaterra hasta diez mil infantes y dos mil quinientos caballos, comprar armas y fletar una armada auxiliar inglesa, con la sola condición de no poder emplear nunca hombres ni naves contra la Gran Bretaña. Estas fuerzas se pusieron al principio al mando de un oficial inglés, mas luego pasaron a las órdenes del mariscal de Schomberg, siendo de este modo el general francés el que mandaba las tropas de tres reinos, de Francia, de Inglaterra y de Portugal. Hasta en Holanda se negociaba un tratado de amistad por medio del embajador conde de Miranda. Y entretanto los piratas con el nombre de Filibusteros (Flibustiers), que eran la gente más perdida de todas las naciones, especialmente ingleses, franceses y holandeses, se establecían en nuestras Antillas, y hacían devastadoras incursiones en nuestras posesiones de América. Diose a los ingleses la posesión de Tánger, como parte que constituía del dote de la infanta portuguesa con arreglo a las estipulaciones matrimoniales, cosa que pareció de grave escándalo a la católica España, y aun al mismo reino lusitano, que no pudo ver sin asombro que una plaza en que solo se había conocido el catolicismo se diera así a protestantes.
Ya antes de esto la corte de Castilla, terminada la paz de los Pirineos, había hecho sus preparativos de guerra para la recuperación de Portugal. Entre los generales que entonces había pareció el más a propósito, y como tal fue nombrado don Juan de Austria; el cual pudo reunir un ejército de más de nueve mil infantes y cerca de cinco mil caballos, bien que extranjeros en mucha parte, traídos de Flandes, de Italia y de Alemania, por una tan injusta como indiscreta preferencia que don Juan les daba sobre los soldados españoles, como si estos no hubieran levantado su reputación de valerosos en aquellas tierras tan alta como los mejores soldados del mundo. Ni anduvo más acertado en la elección de jefes, enganchando y escogiendo para ello a muchos de los que en la corte tenían fama de acuchilladores y espadachines, y a otros que en realidad eran más fanfarrones que valientes; pero dado caso que tuvieran valor personal, ni unos ni otros servían para mandar un ejército regular y disciplinado, cual a la dignidad de una gran nación corresponde. Había además otros dos cuerpos de ejército, de cinco mil hombres poco más o menos cada uno, el uno en Castilla al mando del duque de Osuna, en Galicia el otro al del marqués de Viana, destinados a distraer las fuerzas de Portugal, en tanto que don Juan penetraba por Extremadura en aquel reino.
Detúvose tanto don Juan de Austria en Badajoz, que de lento y perezoso se le murmuraba en la corte; y llegó el caso de recibir orden, un tanto desabrida, de su padre, para que abriese cuanto antes la campaña. Con este aguijón púsose don Juan en marcha (13 de junio, 1661), y penetrando en el vecino reino se apoderó fácilmente de la plaza de Arronches (16 de junio), mal fortificada y defendida, por incuria de los portugueses, o porque no conocían la importancia que su posición le daba. Don Juan la fortificó mejor, y contento con dejar dentro de Portugal aquel padrastro, quiso quitar a los portugueses otro que ellos tenían en Extremadura, a saber, la fortaleza de Alconchel, distante solo dos leguas de Olivenza. Encomendose esta empresa a don Diego Caballero de Illescas, que la ejecutó en pocos días (diciembre, 1661), y puesta guarnición española en el castillo retirose don Juan a Zafra y el ejército a cuarteles de invierno; que a esto y no más se redujo por la parte de Extremadura la campaña de este año{2}.
No se habían hecho más progresos por la frontera de Galicia. El marqués de Viana intentó sorprender a Valenza do Miño, pero hallándola muy apercibida y provista le puso sitio en toda forma. Un descuido del de Viana en no apoderarse de un puesto importante hizo que nuestro ejército se encontrara como sitiado entre la plaza y el ejército portugués mandado por el conde de Prado, teniendo que apelar, después de muchas pérdidas, a levantar una noche el campo con el mayor sigilo (19 de agosto, 1661), sin atreverse a emprender otra expedición en lo restante del año. Por la parte de Castilla el duque de Osuna tomó el fuerte de Valdemula, aunque perdiendo mucha gente en un asalto que dio sin precaución. Con más facilidad rindió el de Albergaria, quedando dueño de toda la comarca; pero habiéndose reforzado por aquella parte las tropas portuguesas, se volvió a Ciudad Rodrigo a tomar cuarteles de invierno. Escasísimo pues fue el resultado de la campaña de 1661 en todas las fronteras, y nada correspondiente a lo que de los preparativos y del compromiso de honra de una nación como la España se debía esperar.
Faltole en este tiempo a Felipe IV el hombre de su confianza, su descanso y su apoyo, el ministro favorito don Luis de Haro, marqués del Carpio, que acabó su vida a la edad de sesenta y tres años (17 de noviembre, 1661); uno de los poquísimos validos a quienes ha faltado antes la vida que el favor del monarca. La reina no sintió su muerte: el pueblo no se alegró de ella, porque el de Haro no era tirano, ni vengativo, ni soberbio, y el pueblo no le aborrecía. Sin faltarle algún talento, el gobierno y la guerra en manos del de Haro fueron una doble calamidad. Como en Francia el cardenal Mazarino continuó la obra de engrandecimiento comenzada por el cardenal de Richelieu, en España el del Carpio no hizo sino continuar por la pendiente de la decadencia en que puso la nación su tío el de Olivares. Fue desgracia de nuestra monarquía y desgracia de hombres de la capacidad del de Olivares y el de Haro haber tenido a su frente dos hombres de la capacidad de Richelieu y de Mazarino.
Los cargos que tenía el marqués del Carpio se distribuyeron entre el cardenal de Sandoval, el duque de Medina de las Torres y el conde de Castrillo. Resentido el hijo primogénito de don Luis de Haro, marqués de Liche, de que no se le hubiera conferido ninguno de los empleos de su padre, formó el infame proyecto de asesinar al rey por el medio más bárbaro imaginable, que fue hacer una mina debajo del teatro del Buen Retiro y colocar en ella barriles de pólvora para darles fuego cuando el rey estuviera viendo la comedia. Por fortuna se descubrió con tiempo tan abominable designio, que fue otro de los sinsabores que tuvo en este tiempo el rey don Felipe. Los cómplices en tan atroz proyecto expiaron su crimen en el patíbulo, pero el atolondrado joven que le había inventado alcanzó un generoso e inmerecido perdón del rey en consideración a los servicios de su padre. Es verdad que después se mostró verdaderamente arrepentido de tan infernal pensamiento, y lo probó sirviendo siempre de allí adelante con lealtad a su soberano.
Fue otra de las amarguras del rey don Felipe la temprana pérdida de su único hijo varón el príncipe don Felipe Próspero (6 de noviembre, 1661). Pero esta se templó pronto dándole la reina a los cinco días nueva sucesión varonil con el nacimiento del príncipe Carlos, destinado por la Providencia a heredar la corona de Castilla.
La campaña de Portugal se renovó al año siguiente de una manera bárbara y feroz, impropia de dos pueblos civilizados. El 7 de mayo (1662) se puso don Juan de Austria en movimiento, pasó el Caya y llegó hasta los olivares de Campo-Mayor. Continuando luego su marcha, rindió a Villabuin y la entregó a las llamas. Interceptó un correo del general portugués conde de Marialva, que se hallaba en Estremoz, y le envió a decir por el mismo que se preparara a recibirle porque pensaba ir a verle{3}. Llegaron en efecto a avistarse los dos ejércitos; todos parecía desear el combate, pusiéronse unos y otros en orden de batalla, cruzáronse algunos tiros de cañón, pero no pasó de esto: por consejo del experimentado italiano Luis Poderico, viejo capitán y celoso servidor del rey católico, se abstuvo el de Austria de dar la batalla y retiró su campo, contentándose con destruir frutos, casas, quintas y atalayas. Dirigiose a Borba, e intimó la rendición al gobernador del castillo Rodrigo de Acuña Ferreira; negose a ello el portugués, mas como después se viera forzado a entregarse a discreción, el de Austria le mandó ahorcar con otros dos capitanes y el juez letrado, entregó a saco la población, y quemó todos los pueblos de la comarca: sistema de terror y de barbarie, que no podía conducir sino a hacer irreconciliable para siempre al pueblo portugués{4}.
Pasó luego don Juan a poner sitio a Jurumeña, situada en una eminencia sobre el Guadiana, hizo sus trincheras, colocó sus baterías y apretó el cerco (mayo, 1662): Marialva y Schomberg acudieron desde Estremoz en socorro de la plaza con el grueso del ejército (junio), y don Juan llamó las guarniciones de Olivenza y Badajoz para reforzar el suyo. Muchos fueron los medios que discurrieron los generales portugueses para forzar las líneas, pero todos inútiles. Cansado Marialva de tentativas infructuosas, envió a decir al gobernador que cuando no pudiera más capitulara con las condiciones más honrosas que le fuera posible{5}, y él se retiró a Villaviciosa, donde hizo construir una ciudadela para su defensa, En efecto, el gobernador de Jurumeña Manuel Lobato Pinto tuvo que capitular, saliendo con los honores militares (9 de junio, 1662). En este sitio se vio todavía una muestra consoladora del valor de los antiguos tercios españoles. En un asalto general que se dio, los españoles habían sido batidos y obligados a recogerse apresuradamente a sus cuarteles, mientras un cuerpo de italianos llegó a las fortificaciones enemigas, y se mantuvo vigorosamente en ellas. Picó esto el pundonor de los capitanes y soldados de Castilla, sintiéronse como avergonzados de haber sido excedidos en valor por los de Italia, y pidieron a don Juan que les permitiera repetir el asalto, no ya a favor de las sombras de la noche, sino a la luz del sol, para correr más riesgo y volver mejor por su honra. Acudió el de Austria, diose el asalto, se perdieron muchos oficiales y soldados valerosos, pero Castilla recobró cumplidamente el honor de sus hijos, y don Juan de Austria debió reconocer que no había sido justo en su preferencia a los soldados extranjeros{6}.
Fue esta campaña favorable a las armas de Castilla. Además de Jurumeña vinieron a poder de don Juan, Veiros, Monforte, Alter de Cháo, Crato, cuyo gobernador se defendió briosamente y fue mandado ahorcar por el de Austria, y otros muchos pueblos, después de lo cual retirose don Juan a descansar a Badajoz, muy alentado y con mayores ánimos para la campaña siguiente.
Poco se adelantó este año en las provincias de Beyra y Entre-Duero-y-Miño, porque el calor de las operaciones se concentró en la de Alentejo. Sin embargo el duque de Osuna se apoderó de Escalona, y por la parte de Galicia el arzobispo de Santiago don Pedro Acuña, que sucedió en el mando al marqués de Viana, se hizo dueño de Portella y Castel-Lindoso.
Si disgustos había tenido Felipe IV de Castilla, no le faltaban a la reina regente de Portugal. Dábanselos grandes los amigos y favoritos de su hijo, todos hombres de desarregladas y licenciosas costumbres, como eran las inclinaciones del joven rey, alimentadas por las condescendencias que con él habían tenido desde niño, y por su genio caprichoso, violento y dado a las familiaridades con la gente relajada y viciosa. Doña Luisa de Guzmán, fatigada de los sinsabores y contrariedades que esta conducta le ocasionaba, determinó retirarse a una vida en que pudiera gozar de algún sosiego, bien que no abandonando enteramente los negocios, por temor de dejarlos comprometidos si los fiara enteramente a las imprudentes manos de su hijo{7}.
Españoles y portugueses, todos se habían preparado bien para la siguiente campaña, y cuando don Juan de Austria se movió de Badajoz (6 de mayo, 1663), llevaba doce mil peones, seis mil quinientos caballos, diez y ocho cañones, tres morteros, y tres mil carros cargados de municiones y de víveres. El rey de Portugal había nombrado general de las tropas de Alentejo a don Sancho Manuel, ya conde de Peñaflor. Las tropas que tenía a sus órdenes, contando la infantería inglesa que había llegado, eran muy poco inferiores en número a las castellanas. El primer triunfo del ejército español en esta expedición fue la rendición de la importante ciudad de Ébora, a lo cual contribuyeron no poco las disidencias entre los jefes portugueses, que la intervención del conde de Vimioso no alcanzó a componer. Después de esto un cuerpo de españoles se apoderó de Alcázar do Sal, poco distante de Setúbal. De tal modo asustaron estas noticias en Lisboa, que las gentes andaban despavoridas por las calles, y por un momento temieron que se perdiera todo el reino, porque no quedaba plaza fuerte que pudiera detener al enemigo hasta la capital. El susto se convirtió luego en furor, y cargando el pueblo la culpa de aquellas desgracias a los nuevos ministros, acometió y saqueó las casas de algunos, teniendo ellos que esconderse. Aplacado el tumulto, expidiose orden al conde de Peñaflor para que diera la batalla al ejército castellano.
Levantó con esto el de Peñaflor su campo, pasó el Odegebe, y llegando hasta media legua de Ébora formó en batalla. El río dividía los dos ejércitos, y Schomberg había elegido tan hábilmente las posiciones y colocado tan ordenadamente en ellas a los portugueses, que viendo don Juan no serle fácil atacar con ventaja, determinó retirarse a Badajoz, dejando guarnecida a Ébora. Seguíanle los portugueses sin perderle de vista; don Juan esquivaba la batalla, temeroso de perder con ella lo ganado; deseábanla Peñaflor y los suyos, al mismo tiempo que la temían también, y ambos ejércitos se respetaban. Por último presentola el portugués al llegar los nuestros a Amejial, sin que don Juan pudiera ya excusarla. Faltaba solo una hora para ponerse el sol, cuando comenzó formalmente el combate, siendo los primeros a atacar los portugueses. Peleose de una y otra parte con valor, y hasta con ferocidad, convencidos unos y otros de que pendía de aquella batalla la salvacion o la sumisión de Portugal, y el éxito de una lucha que contaba ya tantos años. La noche separó a los combatientes, y hasta la mañana del siguiente día no se supo quién había sufrido más pérdida (8 de junio, 1663).
Por desgracia, si la de los portugueses había sido grande, pues se supone que no bajó de cinco mil hombres, se vio que la de los castellanos había sido mayor y más lamentable. A ocho mil se hace subir la de los muertos y prisioneros, asombrosa cifra atendida la poca duración de la batalla, entre ellos no pocos generales, coroneles, grandes y títulos, contándose en ellos el marqués de Liche, hijo del famoso don Luis de Haro: perdiéronse ocho cañones, un mortero, multitud de estandartes, y hasta dos mil carros de municiones{8}. Debieron los portugueses principalmente su triunfo a la infantería inglesa. Don Juan de Austria peleó con más valor que inteligencia y fortuna; expuso muchas veces su cuerpo y su vida, y habiéndole muerto dos caballos, entró por los enemigos a pie con su pica en la mano, combatiendo largo rato contra muchos de ellos. Ya que no se condujo como buen general, portose al menos como buen soldado. Llamose ésta la batalla de Amegial, del Canal la nombran otros, y otros menos propiamente de Estremoz por haber sido no lejos de esta ciudad.
Desde Badajoz escribió don Juan de Austria al rey dándole noticia de aquel desgraciado suceso al cual siguió la entrega de Ébora y la pérdida de Villaflor; y para que nada faltara, en la plaza de Arronches, ya que el mariscal de Schomberg no pudo tomarla, se incendió el almacén de la pólvora, e hizo saltar más de dos mil castellanos. En la provincia de Entre-Duero-y-Miño se perdió Castel-Lindoso, que había ganado el año anterior el arzobispo de Santiago; y en la de Beyra solo hubo de notable una acción que sostuvo gloriosamente el duque de Osuna contra muy superiores fuerzas portuguesas cerca de Valdemula (30 de diciembre, 1663), con lo que se puso término a la campaña de este año.
Natural era que se envalentonaran los portugueses con el triunfo de Amejial. Así fue que al año siguiente se atrevió el conde de Marialva a penetrar en territorio español, y a poner sitio a Valencia de Alcántara, que no tenía más fortificación que un viejo y flaco muro, si bien se hallaba en ella de gobernador y la defendía con tres bravos regimientos el valeroso don Juan de Ayala Mejía. No se podía exigir más de lo que este jefe y su gente hicieron: la defensa costó mucho y admiró no poco a sus enemigos, y cuando se entregó la plaza (junio, 1664), no era posible llevar más adelante la resistencia. Por dos veces había intentado socorrerla don Diego Correa con cinco mil caballos; ninguna pudo; y don Juan de Austria, aun cuando fue avisado del peligro, no se apresuró a llevarle socorro{9}. No se tomó este año desquite de lo de Valencia de Alcántara; al contrario, fueron abandonadas por los nuestros Arronches y Codiceyra, y el resto de la campaña en el Alentejo se redujo a las antiguas correrías. Tampoco hubo acontecimiento notable en las provincias de Tras-os-Montes y de Entre-Duero-y- Miño.
Lo que hubo en la de Beyra, donde operaba el duque de Osuna, fue bochornoso para nuestras armas. Aquel magnate había tenido un encuentro feliz con los portugueses que mandaba Hurtado de Mendoza: mas luego sitiando a Castel-Rodrigo, y abierta ya brecha en la plaza, ni él, ni sus maestres de campo, ni los capitanes pudieron conseguir de los soldados que entraran por la brecha: amenazas y ruegos todo fue inútil: aquella gente, sacada de improviso de los talleres y de las casas de labranza, se asustaba del ruido de las granadas y de los mosquetes, y no fue posible hacerles dar un paso adelante. Y no fue lo peor este insigne acto de cobardía, sino que acometidos después en la retirada por Jacobo Magalhaes que a socorrer aquella plaza había salido de la de Almeida, aunque eran los portugueses menos en número, apoderose tal espanto de los nuestros, que parecía faltarles tiempo para arrojar las armas y huir, abandonando artillería y bagajes, mas no lo hicieron tan de prisa que no fueran apresados unos, acuchillados otros por la caballería portuguesa: entre los primeros lo fue el teniente general de nuestra caballería don Antonio de Isassi; entre los segundos se contó a don Juan Girón, hijo del mismo duque de Osuna, que para honra suya y de su ilustre estirpe fue de los que murieron peleando. Su padre con la poca gente que pudo recoger se retiró desesperado a Ciudad-Rodrigo. Magalhaes después de este triunfo entró en España con tres mil hombres; tomó y saqueó las villas de Cerralbo y Fregeneda, y consternados con esto nuestros soldados iban abandonando los pequeños fuertes que guarnecían en la frontera{10}.
Produjeron los reveses de estas campañas la separación de los dos más ilustres generales, don Juan de Austria y el duque de Osuna. Al primero se le admitió la renuncia que hizo del mando y se le permitió retirarse a Consuegra. Quejábase don Juan de que no se le suministraban ni municiones, ni víveres, ni dinero, ni recurso alguno para hacer la guerra, y atribuíalo, no sin algún fundamento, a malas artes de la reina doña Mariana, que le miró siempre de mal ojo y no quería que el hijo bastardo de su marido tuviera la gloria de recuperar el Portugal. Al de Osuna no solo se le separó, sino que se le redujo a prisión y se le condenó a cien mil ducados de multa, como en castigo de las contribuciones que exigía a los pueblos para mantener su ejército; como si no enviándole dinero, hubiera podido sostener de otro modo aquella hambrienta e indisciplinada gente. Al fin el de Osuna justificó su conducta, y consiguió ser absuelto. De este modo la persecución de los dos duques de Osuna, padre e hijo, ambos excelentes capitanes y distinguidos servidores de su rey y de su patria, señalaron el principio y el fin del reinado de Felipe IV.
No sin fundamento, decíamos, se quejaba don Juan de Austria de la esposa de su padre, porque en este tiempo seguía la corte de Madrid una política que por lo desatinada se nos antojaría increíble a no hallarla comprobada con testimonios. El emperador de Alemania, amenazado por los turcos, había pedido auxilio a Francia y a España. El francés tuvo la habilidad de ofrecerle, a condición de que España le enviara también igual número de tropas a las que tenía en Italia. El emperador, que deseaba salir del apuro en que se veía, aceptó esta condición, y para persuadir a Felipe IV a que la admitiera por su parte, se valió de la reina su hermana y del padre Nithard su confesor, que ya por el odio con que miraban a don Juan, ya por el mayor interés que les inspiraban las cosas de Austria que las de España, dieron gusto al emperador; y Felipe IV por instigación suya, y sin conocer el lazo que con este artificio le había armado el francés, tuvo la insensatez de comprometerse a mantener en el imperio doce mil infantes y seis mil caballos, ya que no podía enviarle los soldados de Italia. Necia obligación, teniendo desprovistas de recursos las tropas de Portugal, y que aun así no sabemos de dónde pudieran sacarse.
Para continuar la guerra con el vecino reino, llamose y se hizo venir de Flandes al marqués de Caracena. Pero era preciso formarle un nuevo ejército, pues con la tropa que había, poca y abatida, no se podía emprender nada. Juntose pues cuanta gente se pudo, haciendo venir los restos de nuestros tercios de Italia, de Alemania y de Flandes, y entre todos se compuso un ejército de quince mil hombres de infantería, más de seis mil caballos, catorce piezas y dos morteros. Mandaba la caballería española don Diego Correa, la extranjera Alejandro Farnesio, la artillería don Luis Ferrer, y de maestre de campo general iba don Diego Caballero. Cuando el de Caracena vino a Madrid traía la confianza de ir con aquel ejército en derechura a Lisboa, y por consecuencia la de someter después todo el reino fácilmente: y antes de partir para Badajoz hizo presente al rey que para atacar a Lisboa por mar y tierra convendría tener una escuadra; y en efecto se dio orden de armarla en Cádiz, debiendo mandarla el duque de Aveiro, noble portugués al servicio de España. Mas ni estuvo, ni era posible que estuviera dispuesta y pronta para cuando se emprendieran las operaciones por tierra. Por esta causa, y porque luego que el de Caracena se vio en Badajoz, y se informó del estado y calidad de las fuerzas de cada parte y del carácter y disposición de los ánimos en cada país, comprendió que la conquista no era tan fácil como había pensado, renunció al pensamiento de marchar sobre Lisboa, y limitose a poner sitio a Villaviciosa.
Marialva y Schomberg acudieron a hacer levantar el cerco, y se situaron en Montesclaros. Lleno de presunción y de confianza el de Caracena, apenas avistó los enemigos, alzó el campo, contra el parecer de los demás generales que opinaban por no abandonar sus buenas posiciones, y se fue a encontrarlos, y les presentó la batalla, no obstante ser inferiores en número los nuestros. Aceptáronla los portugueses, y después de algún tiroteo de artillería y mosquetería, trabose una general y ruda pelea lanza a lanza y pica a pica. Furiosamente se arrojaban mutuamente de los puestos y los recobraban, hasta que al cabo de ocho horas de mortífero combate, viendo el de Caracena la mucha gente que sin fruto iba perdiendo, ordenó la retirada, dejando en el llano de Montesclaros toda la artillería, y lo que fue más lastimoso, cuatro mil hombres entre muertos y heridos, y pocos menos prisioneros, entre estos el intrépido jefe de la caballería don Diego Correa. Menor, aunque grande también, fue la pérdida de los portugueses (junio, 1665). Desde Badajoz, donde se retiró el de Caracena, comunicó al rey la derrota, diciendo, sin embargo, que los portugueses habían perdido la flor de su ejército, y añadiendo que si le enviaran refuerzos, nunca sería más fácil hacer la conquista; que a tal extremo llevaba su presunción aquel orgulloso jefe{11}.
Cuando Felipe recibió la noticia de esta desgracia exclamó conmovido: ¡Cúmplase la voluntad de Dios! y cayó al suelo acongojado. El pueblo de Madrid se llenó de indignación, y acusaba al gobierno de haber puesto un ejército tan florido en manos del de Caracena, contra el cual se desataban entonces todas las lenguas, apellidándole inepto, imprudente, loco y temerario, y no veían en él ni prenda buena, ni antecedente honroso, ni nada que no fuese detestable; propios desahogos de la irritación, y digno castigo de quien se había presentado con aquella imprudente y presuntuosa arrogancia. Apoderose del ánimo del rey una melancolía profunda, y agitaba su espíritu una inquietud, que la edad, los desengaños, el remordimiento de la vida pasada, los presentimientos del triste porvenir de la monarquía le hacían insoportable: que ya ni los años, ni lo delicado de su salud le permitían tener como antes placeres y distracciones que le hicieran olvidar los males. Ni siquiera tenía ya un favorito que le aliviara entreteniendo sus ilusiones, o desfigurándole y minorándole los contratiempos e infortunios. Miraba en derredor de sí, y se veía con un sucesor, niño de cuatro años, enfermizo y endeble. Veía a la reina doña Mariana su esposa en pugna con don Juan de Austria, que al cabo, con todos sus defectos, era el hombre más importante y de más representación en la monarquía, y veíala entregada a su confesor el jesuita Nithard, por cuyos consejos se guiaba y lo hacía todo. Veía por último humillada en todas partes la monarquía, que sus favoritos le prometieron engrandecer sobre todas las potencias de Europa.
Felipe, a quien faltaban ya las fuerzas del cuerpo y del alma, no pudo resistir a tantos pesares. Una disentería violenta le acabó de consumir en pocos días. Al sentir tan vecina la muerte, hizo su testamento, señalando el orden de sucesión al trono, comenzando por su único hijo varón el príncipe Carlos, y sucesivamente a falta de éste, a la infanta doña Margarita y sus descendientes, en defecto de estos a los de su tía la emperatriz doña María, y los últimos a los de la infanta doña Catalina, duquesa de Saboya, su tía también, excluyendo a los de su hija doña María Teresa, mujer de Luis XIV, con estas notables palabras: «Queda excluida la infanta doña María Teresa y todos sus hijos y descendientes varones y hembras, aunque puedan decir o pretender que en su persona no corre ni pueden considerarse las razones de la causa pública ni otras en que pueda fundarse esta exclusión; y si acaeciese enviudar la serenísima infanta sin hijos de este matrimonio, en tal caso quede libre de la exclusión que queda dicha, y capaz de los derechos de poder y suceder en todo.{12}» Palabras solemnes, que sin embargo, andando algunos años, habían de ser de tantos modos interpretadas.
Nombró por último tutora del rey su hijo y gobernadora del reino durante su menor edad a la reina doña Mariana, asistida de un consejo, que se había de componer del presidente del de Castilla, conde de Castrillo, del vice-canciller de Aragón don Cristóbal Crespy, del arzobispo de Toledo e inquisidor general el cardenal don Pascual de Aragón, o los que los sucedieran en estas dignidades; por la clase de los grandes nombró personalmente al marqués de Aytona, y por la de consejeros de Estado al conde de Peñaranda. Hecho todo esto, y recibidos cristianamente los sacramentos, pasó Felipe IV a mejor vida el 17 de setiembre (1665), a los sesenta años de su edad y a los cuarenta y cuatro de su reinado. Cuéntase que momentos antes de morir dirigió a su hijo estas lastimeras palabras: «¡Quiera Dios, hijo mío, que seas más venturoso que yo!» Palabras que ni el tierno Carlos comprendió entonces, ni por desgracia se vieron realizadas después{13}.
{1} Memorias de Clarendon: tomo III, Supl.– Obras de Luis XIV.– Limiers: Reinado de Luis XIV, lib. IV.– John Lingard: Hist. de Inglaterra, tomo IV, c. II.– Soto y Aguilar: Epítome. ad ann.– Laclede: Hist. gen. de Portugal.– Faria y Sousa: Epit. de Hist. Portug, p. IV, c. V.
{2} Passarello, Bellum Lusitanum, lib. VII.– Lacléde, Hist. general de Portugal.– Mascareñas, Campaña de Portugal por la parte de Extremadura, ejecutada por don Juan de Austria, un tomo 4.º, Madrid, 1663.
{3} Los jefes o cabos principales que acompañaban a don Juan de Austria en esta empresa eran: don Francisco de Tuttavilla, duque de San Germán, capitán general y gobernador de las armas: Luis Poderico (italianos ambos), maestre de campo general; don Diego Caballero de Illescas, general de la caballería; don Gaspar de la Cueva Enríquez, hijo del duque de Alburquerque, general de la artillería; don Diego Correa, teniente general de la caballería; y Mr. de Langres, francés, general titular de la artillería.
Aunque el gobernador de las armas de Portugal era el marqués de Marialva don Antonio Luis de Meneses, favorito del joven rey Alfonso VI, el verdadero encargado de dirigir las operaciones de la guerra era el mariscal francés conde de Schomberg.
He aquí el tren y aparato con que marchaba don Juan de Austria para el servicio del ejército español: quinientas mulas de tiro: cuatro medios cañones de a veinte y cinco libras: cuatro cuartos de cañón de a diez libras: ocho sacres de a seis libras: ocho petardos: tres trabucos: ocho mansfelts de a seis libras: ciento diez carros y galeras: cuatrocientas carretas de bueyes: quinientos bagajes de arrieros: en ellos se cargaron cuatro mil granadas: seiscientas bombas: faginas embreadas, batería, cuerda, &c. El veedor general del ejército llevaba quinientas carretas de bueyes, con cebada para veinte días, pan fresco y bizcocho para treinta, en cajones de a cuarenta arrobas. Seguía el tren de hospital con las medicinas y drogas necesarias para la curación de los enfermos.– Mascareñas: Campaña de Portugal ejecutada por don Juan de Austria en 1662.
{4} Hablando el historiador de esta campaña de estos suplicios dice: «El Juez lo sentía como letrado, y que habiendo estudiado toda su vida para ahorcar a otros, le viniesen a servir sus letras para ser ahorcado». Añade que después los colgaron de un balcón de la casa del ayuntamiento con sendos rótulos a los pechos. «Este día, dice después, todos fueron horrores, porque además de estos castigos hubo grande quema de casas y quintas amenísimas, y fueron talados todos aquellos campos.»– Mascareñas: Campaña de Portugal.
{5} «Esta noite passada (lo decía por medio de un soldado que entró en la plaza por el río) corrí todas as linhas do enemigo para avanzar a noite que vem, e acho por impossivel poder socorrer a V. mrd: assi que V. mrd. peleijando entregue a praza com o mayor credito que ser puder das armas portuguesas e a honra de V. mrd.»
{6} Mascareñas: Campaña de Portugal.– Passarello: Bellum Lusitanum, lib. VII.– Carta de don Juan de Austria al rey, del campo sobre Jurumeña, a 12 de junio, de 1662.
{7} Es vergonzoso lo que los historiadores portugueses nos cuentan de la vida de este príncipe. «Su mayor gusto, dice Faria y Sousa, era entretenerse con negros y con mulatos, o con gente de la hez del pueblo… llamábalos sus valientes o sus guapetones, y con ellos corría de noche las calles de la ciudad, insultando a cuantos encontraba… No salía nunca de noche que no publicase el día después por toda la ciudad el mal que había hecho a muchos ciudadanos: temían encontrarle como a un animal feroz que había escapado de la cueva… Hacía venir mujeres mundanas a palacio: muchas veces iba él mismo por ellas a las casas públicas; pasaba las más noches en deleites deshonestos con ellas… &c.»– Epítome de Historias portuguesas, P. IV, c. 5.
{8} «Portugal en Ébora (decía un papel de aquel tiempo, con razón en el fondo, aunque con exageración en la forma), Portugal en Ébora destruyó la flor de España, lo mejor de Flandes, lo lucido de Milán, lo escogido de Nápoles y lo grande de Extremadura. Vergonzosamente se retiró S. A., dejando ocho millones que costó la empresa, ocho mil muertos, seis mil prisioneros, cuatro mil caballos, veinte y cuatro piezas de artillería; y lo más lastimoso fue que de ciento veinte títulos y cabos no escaparon sino cinco.»– Passarello: Bell. Lusit. lib. VIII.
{9} Passarello: Bellum Lusitan. lib. VIII.– Hallábase también en aquel ejército como de jefe honorario de la caballería (Præfectus externi equitatus, le nombra el historiador latino de esta guerra) Alejandro Farnesio, hermano del duque de Parma, que había venido a Madrid a ofrecer sus servicios al rey católico, y que en verdad no correspondió a la fama del ascendiente de su mismo nombre, el antiguo e ilustre Alejandro Farnesio, gobernador de Flandes en tiempo de Felipe II.
{10} Passarello: Bell. Lusitan. lib. VIII.
{11} Passarello: Bell. Lusitan. lib. IX.
{12} Relación de la muerte de Felipe IV y oraciones fúnebres: su testamento.– Biblioteca Nacional. Sala de MM. SS.– Soto y Aguilar: Epítome, MS. ad ann.
{13} Tuvo Felipe IV de su primera esposa doña Isabel de Borbón muchos hijos, de los cuales solo le sobrevivió doña María Teresa, casada con el rey Luis XIV de Francia. De doña Mariana de Austria tuvo tres hijos y una hija. De los hijos varones solo quedó el príncipe Carlos que le sucedió en el trono. La infanta Margarita fue después reina de Hungría. Además tuvo otros siete ilegítimos, de los cuales solo fue conocido don Juan de Austria, a quien hemos visto, y veremos todavía figurar mucho en el siguiente reinado.