Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro V ❦ Reinado de Carlos II
Capítulo I
Proclamación de Carlos II
Paz de Aquisgrán
De 1665 a 1668
Carácter de la reina doña Mariana.– Elevación de su confesor.– Disgusto público.– Primeras disidencias entre don Juan de Austria y el padre Nithard.– La guerra con Portugal.– Malhadada situación de aquella corte y de aquel reino.– Negociaciones de paz.– Parte que en ellas toman la Inglaterra y la Francia.– Paz entre Portugal y España.– Escándalos en la corte de Lisboa.– Destronamiento de Alfonso VI y regencia de su hermano don Pedro.– Guerra de Flandes movida por Luis XIV.– Rápidas conquistas del francés.– Triple alianza de Inglaterra, Holanda y Suecia para detener sus progresos.– Condiciones de paz inadmisibles para España.– Apodérase el francés del Franco-Condado.– Preparativos de España para aquella guerra.– Congreso de plenipotenciarios para tratar de la paz.– Paz de Aquisgrán.
Cuando más necesitaba la monarquía española de una cabeza experimentada y firme y de un brazo robusto y vigoroso, si había de irse recobrando del abatimiento en que la dejaron a la muerte del cuarto Felipe tantas pérdidas y quebrantamientos como había sufrido, entonces quiso la fatalidad que cayera en las manos inexpertas y débiles de un niño de poco más de cuatro años, de constitución física además endeble, miserable y pobre.
Mucho habría podido suplir la incapacidad del tierno príncipe el talento de la reina madre, tutora del rey y regente del reino. Pero desgraciadamente era doña Mariana de Austria más caprichosa y terca que discreta y prudente, más ambiciosa de mando que hábil para el gobierno, más orgullosa que dócil a los consejos de personas sabias; y lo que era peor, más amante de los austriacos que de los españoles, más afecta a la corte de Viena que a la de Madrid, y para quien era poco o nada la España, todo o casi todo su antigua casa y familia. Su primer anhelo fue dar entrada en el consejo de regencia designado en el testamento de Felipe IV a su confesor y consultor favorito, el Padre Juan Everardo Nithard, jesuita alemán que la reina había traído consigo, y muy parecido a ella en el carácter y las condiciones personales. Favoreció a su propósito la vacante que a las pocas horas de la muerte del rey quedó en el consejo por fallecimiento del cardenal Sandoval, arzobispo de Toledo, para cuya dignidad fue nombrado el inquisidor general don Pascual de Aragón. La reina llamó a este último, y empleando toda la maña y astucia que para estas cosas poseía, y a fuerza de súplicas e instancias consiguió que renunciara el elevado cargo de inquisidor general, que confirió inmediatamente y sin consultar con nadie a su confesor, dándole así cabida en el consejo.
Gran disgusto y general murmuración produjo el nombramiento del P. Nithard, ya por caer en persona que el pueblo aborrecía, ya porque en ello se violaban las leyes del reino, que no permitían dar a extranjeros este eminente cargo, ya porque era pública voz haber sido luterano hasta los catorce años. Y aunque la reina hizo que se le otorgara carta de naturalización, y hablando a todos y a cada uno logró calmar al pronto la tempestad que contra el favorito se levantaba, quedábanle sin embargo muchos enemigos secretos, que no podían llevar en paciencia la extensa autoridad que ejercía y la preferencia que en las consultas le daba la reina sobre los demás ministros y consejeros.
Entre los enemigos del nuevo inquisidor general, y que más murmuraban y combatían su elevación como escandalosa, descollaba el hermano bastardo del rey, don Juan de Austria, que se hallaba ya harto resentido de la reina, porque la culpaba, no sin alguna razón, así de haber sido la causa de sus últimas derrotas, como de haberle hecho caer del cariño y amor de su padre.
Cuanto más que creyéndose don Juan en su orgullo el único capaz de salvar la monarquía, no podía sufrir que a un extranjero de tan mediana capacidad como el confesor se le hubiera encumbrado al más alto puesto del Estado. Y como supiese que la reina y el P. Nithard pensaban mandarle salir de la corte, anticipose al mandamiento, retirándose lleno de indignación a la villa de Consuegra, residencia ordinaria de los grandes priores de Castilla, cuya dignidad poseía don Juan, y donde ya antes había estado, menos por su gusto que por voluntad y arte de la reina. No dejó ésta de recelar, y no se equivocaba mucho, que iba con el pensamiento de conspirar mejor desde allí contra ella y contra su privado{1}.
A pesar de lo mal paradas que en la guerra con Portugal habían quedado las armas de Castilla poco antes de morir el rey, con alguna energía de parte del gobierno español habría podido todavía intentarse con probabilidades de buen éxito la reconquista del reino lusitano, aprovechando el desconcierto y desorden en que la corte de Lisboa se hallaba, a consecuencia de la viciosa y desarreglada vida del joven rey don Alfonso, sostenido en su disipada conducta y perversas inclinaciones por su favorito el conde de Castel-Melhor. La reina regente su madre, cansada de sufrir disgustos y amarguras, había entregado los sellos del reino a su hijo y retiradose a un convento; por último aquellos disgustos le acarrearon la muerte. La vida licenciosa del rey y los excesos y arbitrariedades del favorito dieron ocasión a que se formara en Portugal un gran partido en favor del infante don Pedro, heredero presunto de la corona, tanto mas, cuanto que se suponía que don Alfonso no podría tener sucesión, a causa de una enfermedad que padeció de niño, agravada con sus estragadas costumbres. En vez de desvanecerse esta creencia, se fue confirmando después de su matrimonio con la princesa de Francia, María Isabel Francisca de Saboya, hija del duque de Nemours, joven de rara hermosura, que traída a Portugal, pareció interesar a todos, y principalmente al infante don Pedro, más que al rey, no tardando en sospecharse generalmente que si bien tenía el título de reina, solo exteriormente y en apariencia le correspondía el de esposa. Quiso el de Castel-Melhor dominarla y gobernarla, como dominaba y gobernaba al rey, pero estrelláronse sus intentos ante la altivez desdeñosa de la princesa. Las pesadumbres y desdichas, y las escenas vergonzosas de que la hacían ser víctima en palacio, excitaron la compasión, y acabaron de robustecer el partido del infante, pensando ya seriamente en colocarle en el trono de su hermano, y constituyéndose él con mucha habilidad en protector de su cuñada, y en reparador de sus ultrajes. Entró en este partido el mismo mariscal francés Schomberg. Ardían en discordias la corte y el palacio de Lisboa, reinaba una agitación general, y parecía inminente una guerra civil. Empeñose el infante en alejar de palacio al valido, y viéndose el de Castel-Melhor desamparado de todos, salió una noche disfrazado como un malhechor, refugiose en un monasterio, y de allí partió para ir a buscar un asilo en Turín{2}.
En vez de aprovecharse el gobierno español de este desconcierto del portugués para recobrar lo que en la guerra había perdido, faltábanle las condiciones que más necesitaba para ello, que eran energía y medios de ejecución. Así, pues, se redujo la guerra a correrías, robos y devastaciones, y a pequeños encuentros entre unas y otras tropas, así por la parte de Extremadura como por la de Galicia y Castilla, peleando allí por los portugueses Schomberg y don Juan de Silva de Souza, por los españoles el príncipe de Parma Alejandro Farnesio, aquí el condestable de Castilla mandando las armas españolas, las de Portugal el conde de Prado y Antonio Suárez de Costa (1666), mas sin ocurrir en una ni otra frontera hechos notables que merezcan ocupar un lugar histórico.
Deseaba ya la reina regente de España hacer las paces con Portugal, movida, no solo por el convencimiento del poco fruto que esperaba sacar de una guerra dispendiosa y molesta de más de veinte y cinco años, sino por la necesidad de quedar desembarazada para atender a la que por otra parte nos estaba haciendo Luis XIV de Francia, con infracción del tratado de los Pirineos, y con el pretexto que luego habremos de ver. Pero la negociación de la paz, que aceptaban de buena gana los portugueses por el estado de abatimiento de su reino, en que intervenía el embajador del rey de Inglaterra, y para la cual aparentaba por lo menos ofrecer su mediación el monarca francés, se llevó con lentitud por culpa del mismo rey Luis, que interesado en debilitar más y más la España y mostrándose amigo del portugués, dábale a escoger astutamente entre obtener condiciones ventajosas de la paz, o continuar la guerra, ofreciéndole en este último caso ayudarle con dinero y con tropas de mar y tierra, consiguiendo al fin que se decidiera a hacer con él una liga ofensiva y defensiva contra los españoles y sus aliados, que había de durar diez años (1667).
Pero últimamente, persuadidos los portugueses por la conducta del rey de Francia de que eran sacrificados a sus intereses y ambición, y comprendiendo la reina regente de España el peligro que corría en la dilación de la paz, solicitose con urgencia la mediación activa de Carlos II de Inglaterra, y merced a su eficaz cooperación llegó a concluirse el tratado de paz entre Portugal y España (13 de febrero, 1668), a los veinte y ocho años de la revolución de aquel reino, y otros tantos de una lucha no tan viva como ruinosa y asoladora para ambos pueblos. Por este tratado, que se ratificó en Madrid el 23 de febrero, y por el cual venía a reconocerse la independencia de Portugal, se obligaban las dos naciones a restituirse las plazas conquistadas, a excepción de Ceuta, que quedaba del dominio del rey Católico, al mutuo rescate de los prisioneros, al restablecimiento del comercio entre ambas naciones, a la anulación de las enajenaciones de bienes y heredades que se hubiesen hecho, y se dejaba a la Inglaterra la facultad de poder entrar en todas las alianzas defensivas y ofensivas que España y Portugal entre sí hiciesen{3}.
Cuando esta paz se ajustó, no reinaba ya en Portugal Alfonso VI. Sus desórdenes le habían arrastrado hasta perder el trono; las cortes del reino le hicieron firmar su propia abdicación de la autoridad regia; la reina, que de acuerdo con el infante don Pedro su cuñado se había fugado de palacio y refugiádose a un monasterio, le escribió desde allí diciéndole que nadie mejor que él sabía que no había sido su esposa, y le pedía su dote. Furioso el rey con esta carta, corrió al convento, pero halló a la puerta al infante su hermano con los de su partido, que no solo le impidió la entrada, sino que le prendió después, acompañado de la nobleza. Firmada por Alfonso VI la renuncia del trono, fue alejado de Lisboa y enviado a las islas Terceras. Los estados del reino pusieron el cetro en manos del infante don Pedro, bien que con el solo título de regente. Y para complemento de estos escándalos, el cabildo catedral de Lisboa, sede vacante, a petición de la misma reina Isabel de Saboya, declaró nulo su matrimonio con el rey, como no consumado a pesar de haber llevado cerca de quince meses de vida conyugal, y la reina pasó a ser esposa de su cuñado el infante don Pedro{4}. Uno de los primeros cuidados del regente fue celebrar la paz con España.
La noticia de las paces con Portugal se recibió con la mayor satisfacción en Madrid. Tal era ya el estado miserable y abatido de la nación española, y en tal necesidad la había puesto también a la sazón la injusta guerra que por otra parte había movido y nos estaba haciendo Luis XIV de Francia, de que vamos a dar cuenta ahora.
Había quedado demasiado débil a la muerte de Felipe IV la España, y era demasiado ambicioso de grandeza y de conquistas Luis XIV para que renunciara a ellas y no se aprovechara de nuestra debilidad y de la ventajosa situación en que se hallaba su reino. Veíase con ejército poderoso, con mucha y buena artillería, con excelentes generales, y con dinero en el tesoro. De todo esto carecía España. Pero necesitaba de un pretexto para cohonestar la infracción del solemnísimo pacto de los Pirineos, y este pretexto le encontró en el derecho que pretendió tener su esposa la reina María Teresa de Austria a los estados de Flandes, como hija del primer matrimonio de Felipe IV, con preferencia a los de Carlos II, hijo de la última mujer de aquel rey, y en que no se había pagado por la corte de Madrid la dote de la reina estipulada en el tratado. Apoyaba lo primero en una ley, la del derecho de devolución, que acaso un leguleyo dijo haber encontrado en los libros del Estado de Brabante. En vano fue que jurisconsultos españoles de la reputación de Ramos del Manzano refutaran victoriosamente tan extraña doctrina con sólidas e incontestables razones. Conveníale a Luis no dejarse convencer, y remitir el fallo de la cuestión a las armas. Pero antes publicó un Manifiesto para sincerarse a los ojos de Europa, pretendiendo demostrar la justicia que suponía asistirle. Hecho lo cual, pasó a la frontera de Flandes para ponerse a la cabeza de treinta y cinco mil hombres, disponiendo al propio tiempo que invadieran aquellos países otras dos divisiones, mandadas la una por el mariscal de Aumont y la otra por el marqués de Crequi (mayo, 1667). De aquí su interés en la liga con Portugal y en que continuara por acá la guerra, para que la regente no pudiera distraer las tropas y enviarlas a los Países Bajos.
Desprovisto de recursos, y con poca fuerza, y esa desorganizada y sin pagas, se hallaba el marqués de Castel-Rodrigo que gobernaba aquellas provincias, cuando Luis XIV penetró en ellas con un ejército de más de cincuenta mil hombres, bien abastecido de todo. No era posible resistir a tan formidable hueste; y así la campaña del monarca francés, aunque rápida y breve, no tuvo nada de gloriosa, por más que se haya ponderado, ni podía serlo. Porque unas plazas encontró desguarnecidas e indefensas; oponíanle poca resistencia otras; y aunque algunas se defendieron valerosamente, todo lo que podían alcanzar era una honrosa capitulación, y el mayor ejército que el de Castel-Rodrigo pudo reunir no excedía de seis mil hombres, entre alemanes, españoles y flamencos. Apoderose pues el francés en esta campaña de Charleroy, Bergnes, Furnes, Courtray, Oudenarde, Tournay, Alost, Lille, y otras ciudades y plazas de menor importancia, muchas de las cuales hizo desmantelar{5}.
La rapidez de estas conquistas y la desmedida ambición de Luis pusieron en inquietud y cuidado a Carlos de Inglaterra y a la misma república de Holanda. Ambas naciones se entendieron para atajar el engrandecimiento de una potencia que parecía ir en camino de hacerse más temible que lo había sido la España. Unióseles la Suecia, y las tres formaron alianza, conviniendo en hacerse mediadoras entre Francia y España, a fin de obligar a la primera a que cesase en las hostilidades, que podían comprometer de nuevo la tranquilidad de Europa, y encargaron a sus representantes en París que hiciesen saber a Luis aquella resolución. Luis accedía a firmar la paz, pero con tales condiciones que era imposible las aceptase la corte de España siempre que conservara un resto de pundonor. Tales eran, la de que había de cederle, en recompensa de los derechos de la reina, las plazas conquistadas, u otras equivalentes que él designaría; la de que en otro caso se le diera el Franco-Condado, y que se obligara la república holandesa a mediar con la corte de Madrid para que aceptara aquella alternativa. Desechadas, como era de esperar, tan humillantes condiciones, fue preciso continuar la guerra. Inmediatamente ordenó Luis al príncipe de Condé que penetrara con sus tropas en el Franco-Condado, y se apoderara de aquella provincia. Sin mucha dificultad rindió su capital, Besanzón (febrero, 1668), y tras ella se le fueron entregando, con más o menos resistencia, las demás plazas, en términos que en menos de un mes se halló el rey de Francia dueño de todo el Franco-Condado{6}.
Estos sucesos justifican cumplidamente la necesidad y la conveniencia de la paz que en este tiempo se celebró entre España y Portugal, así como explican el interés que en realizarla y llevarla a cabo mostró Carlos II de Inglaterra.
Tan pronto como se vio Castilla desembarazada de la guerra de Portugal, dedicó toda su atención a la de Flandes; y en tanto que se hacían levas de tropas en Galicia, Asturias y Castilla, y se enviaban órdenes a Cádiz para que se armaran nueve bajeles en que trasportarlas a Flandes desde la Coruña, se buscaban recursos y dinero. Alguno se juntó de los donativos con que contribuyeron generosamente el marqués de Mortara, el almirante de Castilla, el arzobispo de Toledo, el cardenal, el duque de Montalto, el conde de Peñaranda y otros grandes y señores. Impúsose un tributo sobre los carruajes y mulas; se rebajó un quince por ciento más a la deuda de juros reales, y se arbitraron otros medios de los que la pobreza del país consentía. La reina regente nombró general de todas las fuerzas destinadas a Flandes a don Juan de Austria. La razón aparente de este nombramiento era la de necesitarse allá un hombre de su representación, y que por otra parte conocía ya el carácter de aquellos habitantes y la situación de aquellos países, como gobernador que había sido de ellos; pero el verdadero objeto era el de alejarle de España, y librar al P. Nithard de la inquietud que le causaba un hombre que le aborrecía de muerte. Don Juan lo comprendió, y sobre estar ya poco dispuesto a salir de España, sucesos de la corte que le indignaron mucho y que referiremos después le afirmaron en su resolución. Y sin desobedecer abiertamente a la reina, después de enviar los soldados en pequeñas partidas a Flandes, hízole presente que el estado de su salud no le permitía emprender la expedición, que así lo certificaban los médicos, y que la suplicaba por tanto le revelase del cargo y le dispensase del viaje. Por más que la reina y el confesor comprendieron que todo era pretexto y excusa para no alejarse, admitiósele la dimisión de su empleo, mandándole que se retirara a Consuegra, y en su lugar fue nombrado general y gobernador de Flandes el condestable de Castilla{7}.
Pero ya en este tiempo hacía meses que se hallaban reunidos en Aix-la-Chapelle los plenipotenciarios de las potencias de la triple alianza, junto con los de Francia, España, y algunas otras naciones, para tratar de la paz. Después de muchas conferencias se concluyó y firmó un tratado (2 de mayo, 1668), por el cual Luis XIV se obligaba a restituir a España el Franco-Condado que acababa de conquistar, pero conservando todas las plazas de que se había apoderado en Flandes{8}. Sacrificio grande para España, y error torpe y funesto, toda vez que si algo importaba conservar era lo de Flandes, y sobre ser imposible la conservación del Franco-Condado, nada nos hubiera importado cederle. Pero todo pareció preferible a la continuación de la guerra, y el marqués de Castel-Rodrigo tuvo orden de no poner gran reparo a ningún género de condiciones.
Lo peor era que aun así, nadie confiaba en la duración de la paz de Aquisgrán: eran ya demasiado conocidos el carácter y los designios de Luis XIV y sus poderosos elementos para hacerlos valer, y el tiempo acreditó que no habían sido infundados estos recelos.
{1} Proclamación de Carlos II en Madrid: MS. de la Biblioteca Nacional. Epítome histórico de todo lo ocurrido desde la muerte de Felipe IV hasta la de don Juan de Austria: MS. de la Biblioteca de la Real Academia de la Historia: Est. 25, Grad. 5, c. III.– Papeles y noticias de la menor edad de Carlos II: MS. de la Biblioteca Nacional.
{2} Faria y Sousa, Epitome de Historias portuguesas, P. IV, c. 5.– Laclede, Historia general de Portugal.
{3} Colección de Tratados de Paz.– Faria y Sousa, Epitome de Hist. Portug. p. IV, c. 6.– Los plenipotenciarios que firmaron el tratado fueron por España, don Gaspar de Haro, marqués del Carpio y conde-duque de Olivares; por Inglaterra, Eduardo, conde de Sandwich; por Portugal, el duque de Cadaval, el marqués de Niza, el de Gobea, el de Marialva, el conde de Miranda, y don Pedro de Vieyra y Silva.
{4} Faria y Sousa, Epitome, p. IV, c. 5.
{5} Quincy, Historia militar del reinado de Luis XIV.– Obras de Luis XIV.– Dumont, Memorias políticas.
{6} Quincy, Hist. milit. del reinado de Luis XIV.– El Franco-Condado después de la paz de los Pirineos se mantenía en estado de neutralidad. Por eso se hallaba también más descuidado, y su conquista no necesitaba de las grandes precauciones militares que tomó Luis XIV, ni merecía que hubiera ido, como fue, a celebrarla en persona.
{7} Relación de todo lo ocurrido en el asunto del P. Juan Everard y don Juan de Austria. MS. de la Biblioteca de la Real Academia de Historia, Est. 25. grad, 2.
{8} Colección de Tratados de Paz.– Dumont, Corps Diplomat.