Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro V Reinado de Carlos II

Capítulo II
Don Juan de Austria y el Padre Nithard
De 1668 a 1670

Causas de las desavenencias entre estos dos personajes.– Prisión y suplicio de Malladas.– Indignación de don Juan contra el confesor de la reina.– Se intenta prender a don Juan.– Fúgase de Consuegra.– Carta que dejó escrita a S. M.– Consulta de la reina al Consejo sobre este asunto, y su respuesta.– Sátiras y libelos que se escribían y circulaban.– Partido austriaco y partido nithardista.– Don Juan de Austria en Barcelona.– Contestaciones con la reina.– Acércase don Juan a Madrid con gente armada.– Alarma y confusión de la corte.– Enemiga contra el padre Nithard.– Carta notable de un jesuita.– Sale el confesor de la corte.– Insultos en las calles.– Nuevas exigencias de don Juan de Austria.– Transíjese con sus peticiones.– Creación de la Guardia Chamberga en Madrid.– Oposición que suscita.– Nuevas quejas de don Juan.– Agitación en la corte.– Es nombrado el de Austria virrey de Aragón y va a Zaragoza.– Extrañeza que causa el nombramiento.– El padre Nithard en Roma.– Obtiene el capelo.– Enfermedad peligrosa del rey.– Recobra su salud con general satisfacción.
 

La enemiga que ya en vida de Felipe IV se había advertido entre la reina, su segunda esposa, y su hijo bastardo don Juan de Austria, y el aborrecimiento con que mutuamente se miraban don Juan y el Padre Everardo Nithard, confesor y privado de la reina; enemiga que había costado ya al de Austria serios disgustos, y aborrecimiento que creció desde la elevación del confesor a inquisidor general y a individuo del consejo de regencia, tomó mayores proporciones con el nombramiento del austriaco para general y gobernador de Flandes, hecho a propósito de alejarle del reino, y con su resistencia a salir de España, y fue el principio de funestas discordias que alarmaron y escandalizaron la corte, y pusieron en perturbación toda la monarquía.

«¿Por qué no se envía a Flandes al reverendo confesor, dijo un día don Juan en el Consejo con sangriento sarcasmo, puesto que siendo tan santo, no dejaría Dios de darle victorias sobre los franceses? Y de que sabe hacer milagros es harta prueba el puesto que ocupa.» Y como replicara el confesor que su profesión no era la milicia; «–de esas cosas, padre mío, repuso don Juan, os vemos hacer cada día bien ajenas de vuestro estado.» El confesor calló y disimuló, y don Juan se partió para Galicia. A poco tiempo de esto el duque de Pastrana era desterrado de la corte y condenado a pagar una gruesa multa por ciertos rumores que corrieron, y suponiéndole en connivencia con don Juan de Austria. El conde de Castrillo, afecto también a don Juan, se retiró misteriosamente de la presidencia del Consejo de Castilla después de una conferencia secreta con la reina, y ocupó su lugar el obispo de Plasencia don Diego Sarmiento Valladares, grande amigo del P. Nithard: nuevo motivo de murmuración en la corte. Pero el escándalo grande fue la prisión ejecutada a las once de la noche en un hidalgo aragonés llamado don José de Malladas, muy del cariño de don Juan, y el suplicio de garrote que a las dos horas le dieron en la cárcel por orden escrita de la reina, sin que nadie supiera el delito que aquel hombre había podido cometer. Sospechó acaso la reina que había una conjuración contra su confesor, y que el Malladas era el encargado de asesinarle. De todos modos el procedimiento fue horrible, y el hecho llenó de indignación a don Juan de Austria, que culpó del atentado al confesor, y este acontecimiento influyó mucho en su resolución de no pasar a Flandes.

Por más que don Juan se excusaba con la falta de salud, la reina lo tomó por desobediencia, y en un decreto, que trasmitió a todos los consejos, le mandaba que sin acercarse a distancia de veinte leguas de la corte pasase a Consuegra, y allí estuviese hasta recibir orden suya{1}. Obedeció el príncipe; pero a poco de hallarse en Consuegra vino a palacio el capitán don Pedro Pinilla, y solicitó y logró hablar largo rato a solas con la reina: lo que le diría de los planes de don Juan no se sabe, pero los efectos de aquella conferencia se vieron en la prisión que se ejecutó de don Bernardo Patiño, hermano del primer secretario de don Juan, ocupándole los papeles y formándole proceso. Tomadas secretamente las declaraciones, salió de Madrid el capitán de la guardia española marqués de Salinas, con cincuenta oficiales de los llamados reformados, llevando órdenes reservadas para prender a don Juan de Austria. Mas cuando llegó el de Salinas a Consuegra, don Juan se había fugado de la villa, dejando escrita una carta a la reina en que le decía (21 de octubre, 1668): «La tiranía del Padre Everardo, y la execrable maldad que ha extendido y forjado contra mí, habiendo preso a un hermano de mi secretario, y hecho otras diligencias con ánimo de perderme, y esparcir en mi deshonra abominables voces, me obliga a poner en seguridad mi persona; y aunque esta acción parezca a primera vista de culpado, no es sino de finísimo vasallo del rey mi señor, por quien daré siempre toda la sangre de mis venas, como, siendo Dios servido, conocerá V. M. y el mundo más fundamentalmente de la parte a donde me encamino; y en prueba de esto, declaro desde luego a V. M. y a cuantos leyeren esta carta, que el único motivo verdadero que me detuvo de pasar a Flandes fue el apartar del lado de V. M. esta fiera tan indigna por todas razones del lugar tan sagrado, habiéndome inspirado Dios a ello con una fuerza más que natural desde el punto que oí la horrible tiranía de dar garrote a aquel inocente hombre con tan nefandas circunstancias...» Y añadía después: «Suplico a V. M. de rodillas, con lágrimas del corazón, que no oiga V. M. ni se deje llevar de los perversos consejos de ese emponzoñado basilisco, pues si peligra la vida del hermano de mi secretario, o de otra cualquier persona que me toque hacia mí, o a mis amigos, o los que en adelante se declarasen míos, se intentare con escritos, órdenes o acciones hacer la menor violencia o sin razón, protesto a Dios, al rey mi señor, a V. M. y al mundo entero, que no correrán por mi cuenta los daños que podrán resultar a la quietud pública de la satisfacción que me será preciso tomar en semejantes casos, &c.{2}»

Déjase comprender la indignación que produciría en la reina la lectura de esta carta, junto con la desaparición del que buscaba como reo. La carta, y los papeles encontrados a Patiño, entre los cuales solo había de notable un horóscopo hecho en Flandes a don Juan, en que parece se le vaticinaba estar destinado a más alta dignidad de la que tenía, todo lo pasó la reina al Consejo de Castilla, mandando le diese su dictamen sobre la manera como había de proceder en tan grave y delicado asunto. La respuesta del Consejo (29 de octubre, 1668) no satisfizo a la reina, ni fue muy de su agrado; pues si bien aquella respetable corporación calificaba de reprensible la conducta de don Juan en no haber ido a Flandes, en haberse fugado de Consuegra y en los medios reprobados que se le atribuían al intento de deshacerse del confesor, disculpábale en lo de pedir su separación, tratábale con cierta consideración y blandura, y aconsejaba a la reina que procurara arreglar sus diferencias con él, para lo cual debía permitírsele venir a Consuegra o acercarse a la corte, bajo el seguro de que sería respetada su persona. Y aun un consejero, don Antonio de Contreras, en voto particular que hizo, se atrevió a proponer que le contestase con palabras de cariño, y que convendría apartase de su lado al Padre Everard y se confesase con otro religioso que fuese castellano, y no tuviese dependencia ni de don Juan ni del inquisidor jesuita{3}. Esta consulta quedó sin resolución.

Viendo con cuánta libertad y cuán desfavorablemente se hablaba en el pueblo acerca del confesor, acusándole de haber sido el autor de la muerte de Malladas y de la prisión de Patiño, publicó aquél un manifiesto sincerando su conducta, protestando no haber tenido parte en aquellos dos hechos, afirmando que aquellos dos hombres habían venido a Madrid con intento de ejecutar sus perversos designios contra su persona, y que don Juan de Austria había intentado ya muchas veces hacerle asesinar. Este escrito fue contestado por otros que los amigos de don Juan publicaban, defendiéndole con mucho calor, y haciendo al confesor cargos e imputaciones gravísimas. Circulaban por la corte, y andaban por las tertulias y corrillos multitud de folletos, sátiras y libelos, impresos unos, manuscritos otros, unos perseguidos y otros tolerados, que encendían cada vez más los ánimos y mantenían una polémica, que era el pasto de los chismosos y murmuradores, y el escándalo de la gente juiciosa y honrada. Hasta las damas de palacio tomaban parte en la contienda, y se dividieron en dos partidos, llamándose unas Nithardistas, y otras Austriacas{4}.

Don Juan se había dirigido disfrazado y por despoblados, primero a Aragón, y después a Barcelona, donde fue recibido con muestras de cariño y amor, por los buenos recuerdos que cuando estuvo antes en aquella ciudad había dejado, y por lo aborrecido que era allí el jesuita alemán. Nobleza y pueblo se pusieron de su parte, y hubo payés de la montaña que le pidió audiencia para ofrecerle sus servicios, y trescientas doblas que tenía de un ganado que acababa de vender{5}. Hasta el duque de Osuna, que era virrey del Principado, lejos de atreverse a proceder contra él, no pudo excusarse de festejarle, marchando con la opinión general. Desde la Torre de Lledó donde se aposentó el príncipe, escribió al presidente y Consejo de Castilla, a las ciudades de Valencia y Zaragoza, al cardenal de Aragón y a otros personajes, dándoles cuenta de los motivos que había tenido para poner en seguridad su persona, y escribió también a la reina pidiendo desembozadamente la salida de España del P. Everard. Las ciudades contestaban favorablemente al príncipe fugitivo, y aun representaban a la reina la conveniencia de reconciliarse con él y apartar de su lado al confesor. La regente, temerosa de un conflicto si se empeñaba en contrariar la opinión pública, cedió de su natural altivez, y encargó al duque de Osuna, y a los diputados de Barcelona procurasen persuadir a don Juan a que se acercase para ajustar un tratado de amistad y reconciliación. Envalentonado con esto el príncipe, contestaba a la reina que era menester saliera antes el confesor del reino, y que entretanto no dejaría el lugar seguro en que estaba. Por último, después de muchas contestaciones y súplicas, se resolvió don Juan a aproximarse, no ya a Consuegra, donde la reina quería, sino a la corte, y con un aparato que no era propio de quien buscaba avenencia y paz{6}.

Salió pues don Juan de Barcelona escoltado de tres buenas compañías de caballos que le dio el de Osuna, so pretexto de corresponder así al decoro de un príncipe. Aclamábanle a su tránsito los pueblos catalanes, y al acercarse al Ebro, por más que la reina había prevenido a los Estados de Aragón que no le hiciesen ni festejos ni honores, salieron muchísimas gentes de Zaragoza a recibirle, e hizo su entrada en la ciudad en medio de aclamaciones y gritos de: «Viva el rey! viva don Juan de Austria! muera el jesuita Nithard!» Y aun los estudiantes y la gente bulliciosa hicieron un maniquí de paja representando al confesor, y llevándole a la puerta del convento de los jesuitas le quemaron con algazara a presencia de los padres de la Compañía. Tomó don Juan en Zaragoza hasta trescientos infantes, y con estos y los doscientos caballos, y otras personas armadas, criados y amigos, se encaminó hacia Madrid, llegando el 24 de febrero (1669) a Torrejón de Ardoz, distante tres leguas de la capital, donde hizo alarde de su gente.

Gran turbación y ruido causó en la corte la aproximación del hermano del rey en aquella actitud. Alegráronse muchos, pero parecioles a otros un paso demasiado atrevido, y que podía comprometer la tranquilidad del país. La reina y el inquisidor se rodearon de cuantas fuerzas pudieron, como si se prepararan a resistir a un enemigo; y como viesen que no bastaban estas prevenciones para hacer desistir a don Juan, tomó la reina el partido de escribirle muy atenta y afectuosamente, invitándole a que dejase las armas. Contestó el príncipe, con mucha cortesanía también, pero insistiendo en que saliera de España el P. Nithard, después de lo cual sería el más obediente de todos sus súbditos. Salió el nuncio de S. S. a Torrejón a exhortarle a nombre del papa que se sometiera a la reina, y que se detuviera al menos cuatro días en tanto que se daban órdenes para satisfacer sus agravios; y la respuesta que alcanzó fue, que la primera satisfacción sería la salida del P. Nithard de la corte en el término de dos días, añadiendo, «que si no salía por la puerta, iría él en persona a hacerle salir por la ventana.{7}» Cuando volvió el nuncio a Madrid con tan áspera y destemplada contestación, el pueblo corría las calles indignado contra el extranjero por cuya causa se veían expuestos a un conflicto la corte y el país.

Aunque los jesuitas eran los que más favorecían al partido de la reina y del confesor, no faltó entre ellos (tan impopular era ya su causa), quien se dirigiera por escrito al P. Everard representándole la necesidad de su salida, en términos los más enérgicos, fuertes y duros. «Aunque V. E. (le decía) fuera español, nacido en Burgos, Zaragoza o Sevilla, con sus procedimientos y vanidades le aborrecieran los españoles; pues considérese siendo extranjero. Muy de presto le ha entrado a V. E. la grandeza, y el apetito al obsequio, y la sugestión al mando. Bien disimula haberse criado en un noviciado de la Compañía, donde los mayores príncipes del mundo, y los Borjas, los Góngoras y otros muchos han hollado todo eso con desprecio. En fin, siendo ellos como eran antes, se entraron en nuestra sagrada y ejemplar religión para dejarlo todo. V. E. que no sería más, ni aun tanto, se entró en la Compañía para apetecer cuanto hay, y hacerla odiosa al pueblo, no a los prudentes y sabios, que no fueron todos los doce apóstoles, ni todos los de la Compañía de Jesús padres Juan Everard. V. E. quite inconvenientes, vénzase a sí mismo, evite escándalos, duélase de ese ángel que Dios nos dio milagrosamente por rey. Y pues tanto favor merece en la gracia de la reina nuestra señora, atienda a su decoro, váyase de España, crea estos avisos que le da un religioso que profesa su mismo instituto, y antes fue su amigo apasionado y confidente, pero ya desengañado, le habla ingenuo, no equívoco, con palabras de sinceridad, no de ironía. Acuérdese de la porfía del mariscal de Ancre en el valimiento de Catalina de Médicis, reina madre de Francia, que por extranjero, y antojársele al pueblo que era causa de todos sus males, después de muerto y arrastrado por las calles de París, no se tenía por buen francés el que no llevase un pedazo de su cuerpo para quemar a la puerta de su casa, o en su pueblo el que había venido de fuera. Dios alumbre a V. E. para que atienda a esto sin ambición, y despegado de la vanidad de los puestos se retire donde viva con quietud, y no nos embarace la nuestra.{8}»

Decidiose al fin, así en el Consejo Real como en la junta de gobierno, aunque no faltó quien disintiera de este parecer, que era necesario y urgente decir a la reina que convenía al bien y a la tranquilidad pública la pronta separación y salida del confesor, cuya misión se encomendó a don Blasco de Loyola. Accedió a ello la reina, aunque con lágrimas y suspiros, y encargáronse de comunicarle tan desagradable nueva sus amigos el cardenal de Aragón y el conde de Peñaranda, los mismos que le acompañaron, con algunos otros, en su salida de Madrid. Mas para que saliese con toda la honra y decoro posible, la reina en su decreto hizo expresar, que accedía a las repetidas instancias que le había hecho su confesor para que le permitiera retirarse de estos reinos, y le dio título de embajador de Alemania o Roma, para que pudiera ir donde quisiese, con retención de todos sus empleos y de lo que por ellos gozaba{9}.

Salió por último el célebre y aborrecido jesuita de Madrid (lunes 25 de febrero, 1669), no sin que sufriese en las calles del tránsito los insultos, y la befa, y la gritería de las gentes que se agolpaban en derredor de su carruaje, y hubiéranle algunos apedreado o maltratado de otro modo, si no los detuviera el respeto al cardenal que le acompañaba y llevaba en su coche. «A Dios, hijos, ya me voy:» decía él con cierta sonrisa de aparente serenidad. Y así llegaron hasta el pueblo de Fuencarral, legua y media de Madrid, donde ya el confesor se contempló seguro, y de donde partió al día siguiente (26 de febrero), acompañado solo de un secretario de los de su hábito y de algunos criados, camino de Vizcaya, y de allí se dirigió a visitar el convento de San Ignacio de Loyola{10}.

Quedaba satisfecha la exigencia de don Juan de Austria, pero no su ambición. La reina regente había cedido al temor y a la necesidad, pero orgullosa y terca, y resentida de la humillación, creció en ella el odio al que la había puesto en aquel caso. Don Juan, envanecido con su triunfo, se hizo más exigente, y el pueblo de Madrid, irritado con ciertas amenazas suyas, le fue perdiendo la afición{11}. La reina, lejos de acceder a la petición que le hizo de venir a la corte, le mandó que se retirara a algunas leguas de distancia, y que despidiera la escolta que tenía consigo. Don Juan se retiró a Guadalajara, pero desde allí hizo nuevas peticiones, no ya personales, sino sobre reformas políticas, y de carácter revolucionario. La reina, en tanto que se proveía de los medios de defensa para ocurrir a una eventualidad que no dejaba de parecer inminente, tuvo que transigir todavía, y acceder a que pasara el cardenal a Guadalajara para tratar verbalmente con el príncipe sobre los medios de reconciliación, condescendiendo, siquiera fuese por entretenerle, con mucha parte de sus pretensiones. Ofreciósele, pues, que se crearía una junta, con el nombre de Junta de Alivios, con el fin de hacer economías en la hacienda, disminuir los tributos, distribuyéndolos equitativamente, y hacer reformas en el ejército y en la administración de justicia; de cuya junta sería él presidente: que sería restablecido en el gobierno de los Países Bajos, no obstante haber renunciado este empleo: que el P. Nithard no volvería a España: que don Bernardo Patiño sería puesto en libertad: que el presidente de Castilla y marqués de Aytona, sus enemigos, no asistirían al consejo cuando se tratara de sus negocios: que su tropa sería pagada y se retiraría a sus casas o a sus respectivos cuerpos: que se le permitiría entrar en la corte a besar la mano a los reyes; con algunos otros artículos menos importantes, que la reina aseguraba cumplir con la garantía del papa, y que abrazaban casi todas las pretensiones de don Juan. Con lo cual pareció deber sosegarse la tempestad por entonces.

Mas entretanto preveníase la reina; y sin perjuicio de las órdenes que expidió llamando a la corte los pocos soldados que aun quedaban en las fronteras de Portugal, dispuso a toda prisa en Madrid mismo la formación de un cuerpo militar, llamado entonces coronelía, con destino a la guarda y defensa de su persona, que con el nombre de Guardia de la Reina había de mandar el marqués de Aytona, conocido enemigo de don Juan de Austria, con oficiales de las familias más ilustres de la corte, tal como el conde de Melgar, el de Fuensalida, el marqués de Jarandilla, el de las Navas, el duque de Abrantes, y otros particulares y caballeros de distinción, que deseaban lucir sus galas y bizarría ante las bellas damas de la corte. Este regimiento se había de vestir a la francesa como las tropas de Schomberg, de que le vino por corrupción el nombre de chambergos y de guardia chamberga. Aunque la reina creó este cuerpo con aprobación de la junta de gobierno y del consejo de la Guerra, oponíase a ello fuertemente la villa de Madrid, representando con energía los perjuicios que iban a originarse{12}, y del mismo parecer fue el consejo de Castilla a quien se consultó: pero la regente, apoyada en el dictamen de las dos citadas corporaciones, llevó adelante su pensamiento, y tampoco quiso acceder a enviar aquel regimiento a la frontera, como el Consejo le proponía para calmar la inquietud y los temores del pueblo.

Nuevo motivo de enojo dio la creación de esta fuerza a don Juan de Austria, que rebosando en ira se quejó altamente a la reina, diciendo que los reyes de España nunca habían necesitado ni querido otros guardadores de su persona que los habitantes de Madrid, añadiendo otras razones que su orgullo y su resentimiento le sugerían. La reina, que ya se consideraba más fuerte, no contestó sino que se excusase de escribir y de entrometerse tanto en los negocios de gobierno. Pero estas discordias alimentaban el disgusto popular, que era ya grande, y tal, que se temía que de un momento a otro se remitiera la cuestión a las armas; esperábase ver a don Juan venir sobre Madrid, y era tal el espanto y la turbación que había en la corte, que casi nadie se atrevía a entrar en ella de fuera, y llegaron a faltar los víveres y mantenimientos en el mercado.

De repente se vio desaparecer aquel estado de alarma. Y es que la reina, sintiéndose ya con bastante fuerza para contener las demasías de don Juan, y queriendo además alejarle con honroso pretexto de Guadalajara, le envió el nombramiento de virrey de Aragón, y vicario o vice-regente de los estados que dependían de aquella corona{13}; y el de Austria, viendo satisfecha su vanidad, y esperando que aquel cargo robustecería su poder y su influencia para sus ulteriores fines, le aceptó gustoso, y dio las gracias a la reina con palabras las más lisonjeras y hasta humildes. Medió en esto el nuncio de S. S., y aprovechando el príncipe aquella circunstancia escribió al papa conjurándole a que obligase al P. Nithard (que ya se había ido a Roma) a hacer dimisión de todos sus empleos, que era todo su empeño y afán. Extrañaron y llevaron muy a mal muchos amigos del príncipe que por un empleo como el de virrey de Aragón se sometiera tan dócilmente a la reina, dejando la actitud imponente que había tomado, y el pueblo de Madrid le censuraba altamente de que así le abandonara en la ocasión en que más podía contar con él; mientras otros criticaban a la reina calificando de imprudente el hecho de conferir a don Juan un cargo que podría servirle de pedestal para aspirar un día a la realización del horóscopo de Flandes.

Pero es lo cierto que en la situación a que habían llegado las cosas, la reina por su parte apenas tenía otro medio de alejar a don Juan de la proximidad de la corte, con esto solo harto inquieta y alarmada, ni don Juan creyó contar todavía con elementos seguros de triunfo, y más después de haber desaprovechado los primeros momentos de espanto y turbación; y con su retirada a Zaragoza se calmó por entonces la tempestad que amenazaba a todo el reino. Procuró don Juan en Aragón granjearse la estimación del pueblo y de la nobleza. Las desconfianzas entre la reina y él, aunque ahora disimuladas, no se habían extinguido; y el objeto y blanco de sus ya más ocultas disidencias siguió siendo, como por una especie de manía común, el mismo P. Nithard, que se hallaba en Roma, si no desairado, por lo menos poco atendido. Pretendía la reina que el papa le diera el capelo de cardenal, mientras don Juan de Austria instaba para que le obligara a hacer renuncia de todos sus empleos. El pontífice Clemente IX no era muy adicto a la reina doña Mariana; el Consejo trabajaba en secreto contra ella en este asunto; el embajador, marqués de San Román, a quien la reina había encomendado la gestión de este negocio, contrariaba sus miras lejos de favorecerlas, y el general de los jesuitas se hallaba resentido del P. Nithard por lo poco que le debía la orden de cuando había estado en favor. Con que lejos de vestir la púrpura el inquisidor general de España, fue destinado por el general de su orden a un colegio fuera de Roma, cosa que él llevó con ejemplar resignación, de que se alegró el Consejo, que llenó de júbilo a don Juan de Austria, y que irritó a la reina, la cual afectada por el desaire que acababa de recibir, y no encontrando medio de vengarle, sufrió en su salud una alteración que le duró mucho tiempo. La plaza de inquisidor general se dio a don Antonio Valladares, presidente del consejo de Castilla (26 de diciembre, 1669). Sin embargo, habiendo fallecido por este tiempo el papa Clemente IX y sucedídole Clemente X, la reina envió en calidad de embajador extraordinario para felicitarle al P. Nithard, y renovando sus anteriores solicitudes consiguió que le nombrara arzobispo de Edessa y cardenal con el título de San Bartolomé de Insola. Contento él con el nuevo estado, satisfecha hasta cierto punto la reina, y conformándose don Juan con que no volviera a España, tuvieron así menos funesto término que lo que se había creído aquellas diferencias que escandalizaron el reino y pusieron en peligro la monarquía{14}.

Otro suceso, grave, aunque felizmente de corta duración, vino al poco tiempo a esparcir en toda la nación el susto y el temor de más terribles males, y a despertar la ambición de los que aspiraban a convertirlos en provecho propio, a saber, la gravísima enfermedad que sufrió el rey, y que puso en inminente peligro su vida (1670). Niño como era todavía Carlos II y débil de complexión y de espíritu, su conservación era lo único que podía ir conteniendo las ambiciones de los partidos, así de dentro como de fuera de España, y preservando el país de una guerra cruel que precipitara su ruina. Por fortuna esta agitación duró pocos días; el rey salió del peligro en que había estado, y aun al recobrar su salud se notó irse robusteciendo más de lo que antes estaba. Su restablecimiento fue celebrado con júbilo, y los poetas le cantaron como un suceso fausto{15}.




{1} Decreto de 3 de agosto de 1668.– «Respecto del peligroso estado, decía este documento, a que se redujeron las cosas de los Países Bajos por la invasión que en el año pasado hicieron franceses en ellos, mandé a don Juan de Austria que como es gobernador y capitán general propietario fuese a gobernarlos y cuidar de su defensa... y con tal conocimiento se hicieron los últimos y mayores esfuerzos para ajustar las asistencias necesarias de gente y dinero, que se dispusieron con el trabajo y gasto que es notorio, en que se consumió todo el caudal que se pudo recoger; pues desde el tiempo del señor emperador Carlos V no se ha hecho hasta hoy tal esfuerzo, ni juntádose cerca de nueve mil españoles como ahora se hizo; y habiéndose don Juan encaminado a la Coruña a embarcarse en los bajeles que habían de llevar su persona y los socorros prevenidos, después de la dilación de algunos meses que se ha detenido en aquella ciudad; finalmente, cuando según lo que consecutivamente había ido avisando, se juzgaba que ya se habría hecho a la vela, y aguardaba por horas noticia de ello, se ha excusado de ejecutar su viaje a Flandes representando que el achaque de una destilación se lo impide: Y no teniendo yo esto por bastante causa para determinación tan intempestiva y no pensada, y del mayor perjuicio que podía recibir el real servicio y la conveniencia pública en la coyuntura presente, le he ordenado que sin llegar en la distancia de veinte leguas a esta corte, pase luego a Consuegra, y se detenga allí hasta otra orden mía: helo querido participar al Consejo para que se halle enterado de mi resolución, y de los motivos que por ahora ha habido para ella. Madrid, &c.»– Colección general de cortes, leyes y cédulas reales: MM. SS. de la Real Academia de la Historia; t. XXX.

{2} Colección general de cortes, leyes y cédulas reales: tomo XXX, MS.

{3} Consulta del Consejo real de Castilla, y voto particular de don Antonio de Contreras: en la Colección de cortes, leyes y cédulas, tom. XXX, pág. 31 a 37.

{4} En nuestras bibliotecas se encuentran infinitos papeles y sátiras de aquel tiempo, que manifiestan el estado lamentable de una corte, que se alimentaba de chismes.

Las plumas de los poetas no se daban vagar a escribir críticas de los personajes que figuraban en estos sucesos, y de las sátiras que corrían y se conservan, impresas y manuscritas, se podrían formar algunos volúmenes.

{5} MS. del archivo de Salazar, en la Biblioteca de la Real Academia de la Historia, Est. 4.º, grad. 5.ª, k. 18.

{6} Hállanse copias de la larga correspondencia que medió en este asunto en los meses de noviembre y diciembre de 1668, en el Archivo de Salazar, perteneciente a la Real Academia de la Historia, Est. 4.º, grad. 5.ª, k. 18, y en otros tomos varios de manuscritos.

{7} Relación de la salida del P. Juan Everardo: MS. de la Real Academia de la Historia, Est. 25, grad. 3.ª

{8} Carta del P. Dionisio Tempul al inquisidor general: MM. SS. de la Real Academia de la Historia. Est. 25, grad. 3.ª, c. 35.

{9} El decreto decía: «Juan Everard Nithard, de la Compañía de Jesus, mi confesor, del consejo de Estado, e inquisidor general, me ha suplicado le permita retirarse de estos reinos; y aunque me hallo con toda la satisfacción debida a su virtud, y otras buenas prendas que concurren en su persona, atendiendo a sus instancias, y por otras justas razones he venido en concederle la licencia que pide para poder ir a la parte que le pareciere. Y deseando sea con la decencia y decoro que es justo, y solicitan sus grandes y particulares méritos, he resuelto se le dé título de embajador extraordinario en Alemania o Roma, donde eligiere y le fuere más conveniente, con retención de todos sus puestos y de lo que goza por ellos. En Madrid a 25 de febrero de 1669.– Yo la Reina

{10} Relación de la salida del padre Juan Everard, confesor de la reina: tomo de MM. SS. de la Real Academia de la Historia, Est. 25, grad. 3.ª, c. 35.– En esta relación, que se conoce haber sido hecha por un jesuita amigo del desterrado, se dan pormenores curiosos acerca de este suceso, que omitimos por carecer de importancia histórica. Al decir de su autor, el P. Everard había ya en efecto suplicado muchas veces hasta de rodillas le permitiera retirarse, y la reina le había rogado siempre con lágrimas que desistiera de aquella idea: los superiores de los jesuitas fueron a su casa a persuadirle la conveniencia de su salida: él recibió la orden con firmeza y conformidad cristiana; no quiso admitir gruesas sumas que algunos de los magnates sus amigos le ofrecían para el viaje, ni llevar consigo otro tren que su hábito y su breviario; y añade que después de su salida se fue a registrar su casa, y se encontraron los cilicios con que se mortificaba todos los días. Es pues apreciable esta apasionada relación solo por ciertas noticias auténticas que contiene.

{11} Papel impreso censurando los actos del P. Everard y desaprobando la conducta de don Juan de Austria respecto de una carta suya de amenazas.– Biblioteca de la Real Academia de la Historia, Est. 4.º grad. 5.ª

{12} Publicose un escrito titulado: «Memorial a S. M. sobre los daños e inconvenientes que resultan de la formación de la coronelía y asistencia de tantos soldados en la corte.» Imprimiose, y de él hay un ejemplar en la biblioteca de Salazar. Est. 4.º grad. 5.ª k. 18.

{13} Hemos visto el nombramiento original, que se conserva entre los manuscritos de la biblioteca del suprimido colegio mayor de Santa Cruz de Valladolid, hoy perteneciente a la universidad.– El nombramiento era de 4 de junio, 1669, y decía: «Don Juan de Austria, mi primo: Habiendo recibido por mano del nuncio de S. S. la carta del 2 de este, en que respondéis a lo que os mandé escribir, he dado luego orden para que se formen los despachos del cargo de virrey de Aragón, con el vicariato de los reinos que penden de aquella corona, deseando que ejecutéis luego vuestra jornada... &c.» Causó mucha novedad que la reina le diera el dictado de primo. Los títulos se expidieron luego, y don Juan pasó las comunicaciones respectivas a la junta de Gobierno, al presidente de Castilla, al arzobispo de Toledo, al vice-canciller de Aragón, &c.

{14} Diario de los sucesos de este reinado, MS. perteneciente a los papeles de jesuitas, de la colección que hoy posee la Real Academia de la Historia.

{15} Noticias de la menor edad de Carlos II y del gobierno de su madre.– Poesías que a nombre de un labrador de Carabanchel se escribieron e imprimieron con ocasión de haber recobrado su salud el rey Carlos II.– MM. SS. de la Biblioteca Nacional.