Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro V ❦ Reinado de Carlos II
Capítulo III
Guerra de Luis XIV
contra España, Holanda y el Imperio
De 1670 a 1678
Consigue Luis XIV disolver la triple alianza.– Proyecta subyugar la Holanda.– Busca la república otros aliados.– Declaración de guerra del francés.– Manifiestos de Luis de Francia y de Carlos de Inglaterra.– Situación de los holandeses.– Auxilios de España.– El príncipe de Orange y el conde de Monterrey.– Sitio de Maestrick.– Confederación de España, Holanda y el Imperio contra la Francia.– Conferencias en Colonia para tratar de paz.– No tienen resultado.– Guerra en Flandes, en Alemania y en el Rosellón.– Apodérase Luis XIV del Franco-Condado.– Memorable batalla de Seneff entre los príncipes de Condé y de Orange.– El mariscal de Turena en Alemania.– Campaña de 1674 en el Rosellón.– Triunfo del virrey de Cataluña duque de San Germán sobre el francés Schomberg.– Hazañas de los miqueletes catalanes.– Desventajas de los españoles en la guerra de Cataluña de 1675.– Los franceses en el Ampurdán.– Toman parte en la guerra otras potencias.– Progresos de los franceses en los Países Bajos.– Notable campaña de Turena y Montecuculli en Alemania.– Muerte de Turena.– Conferencias en Nimega para la paz.– Nuevos triunfos y conquistas de Luis XIV en Flandes, 1676.– Guerra de Cataluña.– Los franceses en Figueras.– Empeño inútil por destruir los miqueletes.– Pérdidas lamentables de nuestro ejército, 1677.– Apodéranse los franceses de Puigcerdá, 1678.– Bravura de don Sancho Miranda.– Inacción del conde de Monterrey.– Conquista Luis XIV las mejores plazas de Flandes.– Nuevo tratado entre Inglaterra, Holanda y España.– Misteriosa y formidable campaña de Luis XIV.– Ataca y toma muchas plazas simultáneamente.– Recíbese la noticia de la paz en el sitio de Mons.
Que Luis XIV no había de respetar mucho tiempo la paz de Aquisgrán, como no había respetado la del Pirineo, cosa era que ya se temía, atendida su ambición y los elementos de guerra con que contaba, según al final del capítulo I dejamos indicado. Hallábase irritado contra la Holanda, no pudiendo en su orgullo perdonar a aquella república, ya el haberle detenido en la carrera de sus conquistas promoviendo la triple alianza, lo cual llegó a simbolizarse en una medalla en que se representaba a Josué deteniendo al sol en su carrera, ya la libertad y el atrevimiento con que le habían hablado aquellos fieros republicanos.
Con un ejército el más numeroso que se había visto hasta entonces en Europa, con generales los más acreditados de su siglo, con un reino grande por la población y fuerte por la unidad, avaro él de dominación, ebrio de orgullo por la rapidez de sus conquistas en la anterior campaña de Flandes y del Franco-Condado, poco escrupuloso en sacrificar millares de súbditos con tal que le sirviera para añadir una aldea más a sus dominios, determinó subyugar la Holanda, para lo cual le favorecía la posesión de muchas plazas vecinas, que el célebre Vauban había fortificado según su nuevo método, que ha seguido llevando su nombre hasta nuestros días.
Sin embargo, para asegurar más su triunfo, quiso deshacer antes la triple alianza, separando de la confederación de Holanda la Inglaterra y la Suecia. A la primera de estas naciones envió su hermana la duquesa de Orleans, a quien no fue difícil conseguir su objeto, como que sabía que el rey Carlos II, príncipe voluptuoso y pródigo, no había de ser insensible a los halagos del sexo y a los atractivos del oro. La Suecia no fue tampoco indiferente a los medios de seducción y a las artificiosas promesas del rey Luis. Con lo cual aquellas dos potencias dejaron a la Holanda abandonada y sola para resistir a un enemigo tan poderoso como el monarca francés (1670). Viendo los holandeses la tempestad que los amenazaba, y convencidos de no poder conjurarla ellos solos, buscaron aliados más fieles que los que antes habían tenido, y pidieron auxilios a las casas de Austria y de España, rivales eternas de la Francia y de los Borbones. Intentó también el francés separar a España de esta nueva confederación, no dudando que la reina regente, débil como se hallaba el reino, no querría exponerse a sufrir las consecuencias de su enojo, y aceptaría sus proposiciones. No sucedió así. La reina doña Mariana, persuadida de la imposibilidad de conservar lo que aún poseíamos en Flandes, una vez subyugada por el francés la Holanda, desechó las promesas y las amenazas del rey Luis, y envió tropas y dinero a Flandes, o para defender nuestras plazas, o para ayudar, si era menester, a los holandeses (1671).
Con más tino y con mejor consejo contestó la madre de Carlos II así a las cartas que desde las islas Terceras le dirigía el destronado rey de Portugal Alfonso VI, como a las excitaciones que a Madrid vino a hacerle su imprudente favorito el conde de Castel-Melhor, para empeñarla de nuevo en la guerra con Portugal que tan funesta nos había sido. La reina rechazó con indignación las proposiciones del desterrado monarca portugués y del temerario ministro causador de su ruina. No anduvo tan acertada en desoír a Luis XIV, porque si bien para conservar lo de Flandes era necesario unirse a Holanda y al Imperio, deseo hasta cierto punto natural y disculpable, debió prever las consecuencias de empeñarse de nuevo en una guerra contra el vengativo y poderoso soberano de la Francia, cuando estábamos casi sin soldados, sin capitanes y sin dinero, y cuando los hombres medianamente previsores conocían ya que de todos modos era para nosotros inevitable la pérdida de los Países Bajos. Hacíase esta situación más triste por el calamitoso suceso ocurrido aquel año en la bahía de Cádiz, donde a consecuencia de un furioso huracán quedaron sumidas en las aguas hasta sesenta naves, pérdida irreparable en aquel tiempo, junto con la muerte de muchas personas y la destrucción de no pocos edificios en la ciudad. Acabó de consternar los ánimos la coincidencia de este lamentable suceso con el lastimoso incendio del monasterio del Escorial (junio, 1671), que duró por espacio de quince días, y que redujo a pavesas, entre otras muchas preciosidades, multitud de libros y manuscritos arábigos y griegos de su biblioteca{1}.
Cuando Luis XIV lo tuvo todo preparado, declaró la guerra a la Holanda, publicando un manifiesto (7 de abril, 1672), en que se quejaba de un modo vago de los agravios e injurias que decía haber recibido de los holandeses y que le habían movido a tomar contra ellos las armas. También Carlos II de Inglaterra se mostraba quejoso y ofendido, en otro manifiesto que dio, de los insultos que afirmaba haber hecho los holandeses a sus súbditos en las Indias, obligándolos a abatir el pabellón delante de sus bajeles: «Insolencia llena de ingratitud, decía, querer disputarnos el imperio de la mar los que en el reinado del difunto rey nuestro padre nos pedían licencia para pescar pagándonos un tributo.» Y estos dos monarcas arrastraron tras sí contra la república al arzobispo de Colonia y al obispo de Munster. Las dos grandes potencias aprestaron contra ella sus bajeles, y Luis XIV invadió la Holanda con tres fuertes ejércitos, mandado uno de ellos por el rey en persona.
Era cosa evidente que no podía la república resistir por sí sola a tan numerosas fuerzas; fuele por tanto necesario solicitar de nuevo la protección del Imperio y de España. Confirió el cargo y dignidad de statuder el príncipe de Orange Guillermo III, joven de escasos veinte y dos años, pero de grande y precoz entendimiento y de ejemplares costumbres, y que ofrecía las más lisonjeras esperanzas, por la aptitud que ya había manifestado para el desempeño de los más graves negocios. Fuerte la Holanda como potencia marítima, sus flotas combatieron muchas veces las de Francia e Inglaterra, y el almirante Ruyter sostenía con gloria en los mares la honra de la república. No era posible por tierra hacer frente a los ejércitos de la Francia, mandados por el rey, por Turena y por Luxemburg. Así fue que se apoderaron en poco tiempo de las provincias de Over-Issel, Güeldres y Utrech, y llegaron casi a las puertas de Amsterdam. La desesperación misma infundió un valor heroico a los holandeses: el joven statuder se mostró digno de mandarlos, jurando estar resuelto a seguir el ejemplo de sus mayores, exhortándolos a la constancia, anunciándoles que las potencias de Europa no tardarían en prestarles su apoyo; y determinados todos a sacrificarse por la libertad y a morir antes que someterse al francés, rompieron los diques, e inundaron el país, que era siempre uno de los recursos extremos para su defensa.
Alarmáronse en efecto otras naciones con aquellas conquistas de la Francia{2}. El emperador, resuelto a ayudar a los holandeses, logró que se le adhirieran a este fin algunos príncipes y pequeños soberanos del imperio. España hizo el sacrificio de enviar un cuerpo de doce mil hombres al conde de Monterrey que gobernaba los Países Bajos, que ya había tenido la precaución de poner en el mejor estado de defensa posible nuestras plazas de Flandes para ver de preservarlas de una sorpresa de los franceses. El duque de Saboya se declaró por éstos, y para entretener una parte de las tropas españolas hizo la guerra a la república de Génova, que estaba bajo la protección de España. Decidido el príncipe de Orange a poner sitio a Charleroy, pidió auxilio a nuestro gobernador de Flandes, que no vaciló en enviarle seis mil españoles al mando del conde de Marsin; mas no habiendo podido tomar la plaza, retirose a Holanda el de Orange, y los españoles volvieron a sus guarniciones. Aquel auxilio puso de manifiesto al monarca francés las intenciones de la corte de España: quejose a la regente de la infracción del tratado de Aquisgrán; la reina respondió que auxiliar a los aliados no era contravenir a aquel tratado de paz, pero no era el rey Luis hombre de dejarse tranquilizar con esta respuesta, y harto comprendió, y no le sorprendía, que tenía la España por enemiga.
No podía permitir el emperador Leopoldo el engrandecimiento que a la vecindad de sus estados iba adquiriendo la Francia, su antigua rival y enemiga, y por más protestas que el rey Luis hiciera a las cortes de las naciones de que su intención era observar religiosamente el tratado de Westfalia, no por eso desistió el emperador de realizar la confederación de los príncipes del imperio para acudir en ayuda de la Holanda, y de levantar tropas y prepararse para empezar la campaña tan pronto como la estación lo permitiese. Por su parte el francés, viendo que no eran creídos sus ofrecimientos y protestas, aumentó también su ejército con tropas del reino, tomó a sueldo mayor número de suizos, y obtuvo del rey de Inglaterra un refuerzo de ocho mil hombres; y dividiendo sus fuerzas, como en la anterior campaña, en tres grandes cuerpos, de los cuales uno de cuarenta mil hombres guiaba él mismo llevando por generalísimo a su hermano, y los otros dos conducidos por Condé y Turena habían de operar en el Bajo y Alto Rin, se preparó a emprender las hostilidades{3}.
Fue su primera operación el sitio de Maestrick, una de las plazas más fuertes y más importantes de Europa. Las obras de sitio fueron dirigidas por el célebre ingeniero Vauban, que se sirvió de paralelas y de plazas de armas, medios hasta entonces no usados. La guarnición resistió con valor los ataques de una formidable artillería, y se mantuvo hasta trece días después de abiertas trincheras. Pero el príncipe de Orange no pudo forzar las líneas, y las tropas imperiales y españolas que aguardaba no llegaron a tiempo; con que los sitiados tuvieron que capitular (20 de junio, 1673), saliendo con todos los honores de la guerra, y siendo conducidos a Bois-le-Duc{4}.
Durante el sitio de Maestrick, y algún tiempo después, sostuvo la armada holandesa mandada por Ruyter hasta tres formales combates con las escuadras combinadas inglesa y francesa, siendo el jefe de la primera el príncipe inglés Roberto, que llevaba por vice-almirante a Sprach, y de la segunda el conde de Estrées. Blankert y Tromp eran los vice-almirantes del holandés. Unas y otras escuadras padecieron en estos choques terribles, pero Ruyter tuvo la gloria de preservar las costas de la república y salvar la flota que venía de Indias. Pereció además en uno de estos combates el vice-almirante inglés Sprach, sin que los aliados lograran ninguno de los designios que se habían propuesto{5}.
El 30 de agosto (1673) se confirmó solemnemente en la Haya el tratado de alianza y amistad entre el emperador, el rey de España y los Estados generales de las Provincias-Unidas. Por este tratado, que constaba de diez y ocho artículos, se obligaba la España a hacer la guerra a la Francia con todas sus fuerzas, y los holandeses se comprometían a restituir a España, no solamente la plaza de Maestrick cuando la reconquistaran, sino todas las que los franceses habían conquistado después de la paz de los Pirineos: el emperador se obligaba a tener en la parte del Rin un ejército de treinta mil hombres; y por un artículo separado se comprometía también la España a declarar la guerra al rey de la Gran Bretaña, si por su parte se oponía a admitir las condiciones de una paz razonable y equitativa{6}. En virtud de este convenio el conde de Monterrey hizo publicar la guerra contra la Francia en Bruselas, y la Francia a su vez la declaró también (setiembre, 1673). El efecto inmediato de esta triple alianza fue volver los holandeses a la posesión de las tres provincias de que Luis XIV se había apoderado con tanta rapidez. La corte de España hizo aproximar también algunas tropas al Rosellón para divertir por aquella parte a los franceses, bien que fueron rechazadas por el general Bret. Entretanto los habitantes del Franco-Condado, más afectos a los franceses que a los españoles, obligaron al gobernador español a retirarse, y los suizos se negaron a dar paso por su territorio a las tropas españolas que fueron enviadas para sujetar aquellos rebeldes.
La Holanda, que había hecho ya muchas gestiones con el parlamento inglés para ver de separar al rey Carlos de Inglaterra de la alianza con Luis XIV, consiguió al fin celebrar con aquella potencia un tratado amistoso de comercio, obligándose además el rey Carlos a ser mediador con las potencias beligerantes para la conclusión de la paz, a lo cual se ofrecía también el rey de Suecia. El francés, viéndose así casi abandonado de todos, aceptó las ofertas de mediación, y se señaló la ciudad de Colonia para tener en ella las conferencias sobre la paz. Mas cuando al través de las dificultades que se ofrecían, ya en público, ya en secreto, iba la Francia cediendo en algunos capítulos, la prisión ejecutada en público y en medio de las calles de Colonia por orden del emperador en la persona del príncipe Guillermo de Furtemberg, plenipotenciario del elector de aquella ciudad, so pretexto de ser traidor a su patria (febrero, 1674), irritó a Luis XIV, que no pudiendo obtener del emperador la satisfacción que pedía, llamó sus embajadores y se propuso combatir contra todas las naciones coligadas. Aumentó el ejército de tierra, tomó medidas para defender las provincias marítimas de Normandía y Bretaña, envió tropas al Rosellón para que pudiera contener a los españoles el general Bret en tanto que llegaba Schomberg destinado a mandarlas, y puso su mayor cuidado en atender a la Borgoña, que creía la más amenazada por los imperiales, y de donde podía venir el mayor peligro para su reino{7}.
Pero librole de este cuidado el error del emperador, que prefirió atacar la Alsacia, error de que supo aprovecharse el francés haciendo que el duque de Novailles se apoderara de varias villas y fuertes de la Borgoña, y que aumentadas sus fuerzas penetrara en el Franco-Condado ahuyentando los españoles, y pusiera sitio a la fortificada plaza de Gray, cuya guarnición rindió, entrando luego sin resistencia en algunas otras ciudades. El gobierno español envió a aquel país al príncipe de Vaudemont, que se dedicó activamente a fortificar las dos principales plazas de la provincia, Besanzón y Dole. Contra la primera de estas ciudades dirigió sus miras y sus esfuerzos el monarca francés. Cercola el duque de Enghien, que había tomado el mando del ejército, y el mismo Luis XIV en persona se presentó delante de ella (2 de mayo, 1674), y visitó todas las obras exteriores acompañado de su famoso ingeniero Vauban. Furiosamente atacada la plaza, y después de haber resistido cuanto pudo la guarnición, tuvo el gobernador que capitular, quedando aquella prisionera de guerra (14 de mayo). Al salir de la ciudad con las armas en la mano, la idea de verse prisioneros de franceses encendió en ira y en despecho muchos de aquellos valientes españoles, que aun se acordaban de lo que habían sido en otro tiempo, y prefiriendo la muerte a la humillación, emprendieron un combate desigual y desesperado, en el cual, después de haber degollado muchos franceses, cansados y rendidos y abrumados por el número sucumbieron todos, pereciendo con gloria como se habían propuesto. Continuó entonces el francés el ataque contra la ciudadela, situada sobre una escarpada roca, y abierta brecha y dado el asalto, el príncipe de Vaudemont que la defendía pidió capitulación, que le fue concedida, dándole pasaporte para Flandes, y desfilando él con toda la guarnición por delante del rey con los honores de la guerra.
Rendida Besanzón, emprendió el de Enghien el sitio y ataque de Dole, que también quiso avivar con su presencia el rey Luis. Cúpole igual suerte a esta plaza, cabeza de la provincia, que a la primera. Luego que salió la guarnición (1.º de junio, 1674), mandó el rey, por consejo de Vauban, arrasar sus fortificaciones, y trasladar a Besanzón el gobierno superior de provincia que antes residía en ella. Salins y otras pequeñas poblaciones y fortalezas se fueron sometiendo sucesivamente. En seis semanas quedó otra vez Luis XIV dueño de todo el Franco-Condado, que desde entonces continuó unido a la Francia{8}.
En tanto que esto pasaba, los confederados dejaban trascurrir tiempo en meditar y discutir el plan de campaña que deberían de emprender. No así el príncipe de Condé, que mandaba el ejército francés de Flandes, el cual aprovechando la irresolución de los enemigos e imitando la actividad de su soberano, se apoderó de los castillos que impedían abastecer de provisiones a Maestrick; y aunque solo contaba cuarenta mil hombres, se preparó a atacar al ejército de los aliados mandado por el príncipe de Orange, que entre españoles, alemanes y holandeses ascendía a la cifra de setenta mil. Deseábalo el de Orange, confiado en la superioridad numérica de sus fuerzas, y esperaba, en venciéndole, penetrar por el reino de Francia. Encontráronse ambos ejércitos cerca de Seneff, provincia de Henao, a tres y media leguas de Charleroy. Mandaba la vanguardia de los aliados, que era de imperiales, el marqués de Souche; formaban los españoles la retaguardia, mandada por el conde de Monterrey; ocupaba el centro el príncipe de Orange con sus holandeses, y estaba el de Vaudemont con seis mil caballos para proteger todas las tropas y acudir donde necesario fuese.
Diose, pues, allí una de las más memorables batallas de aquel siglo: se estuvo combatiendo desde la mañana hasta más de las once de la noche (11 de agosto, 1674): cuéntase que en el espacio de dos leguas yacían en el campo sobre veinte y cinco mil cadáveres, franceses, holandeses, alemanes y españoles; ¡sangriento y horrible holocausto humano, debido a la ambición de unos pocos hombres! Los dos príncipes enemigos pelearon con igual brío, y ambos correspondieron, el uno a su antigua reputación de general insigne, el otro a la fama de sus mayores y a las esperanzas que ya en su juventud había hecho concebir. Tampoco excedió en mucho la pérdida de uno y de otro lado; así que ambos ejércitos se proclamaron victoriosos, y por una y otra parte se cantó el Te-Deum en acción de gracias. Bien puede, sin embargo, decirse que el triunfo moral fue del príncipe de Condé. Temió éste sin duda aventurarse a perder en otra batalla la gloria adquirida en Seneff, y aunque el de Orange intentó empeñarle en ella, mantúvose el francés en ventajosas posiciones, limitándose a conservar las conquistas hechas y a impedir que los enemigos penetraran en Francia{9}.
Culpábanse mutuamente los generales aliados de los pocos progresos que habían hecho en esta campaña, porque ni siquiera supieron apoderarse de Oudenarde, que el príncipe de Orange había ido a sitiar (setiembre, 1674), y se fueron unos y otros a cuarteles de invierno; los españoles a Flandes, los de Alemania a su país, no sin saquear al paso los pueblos del Brabante, y sin cometer otros desmanes y tropelías que desacreditaron e hicieron odioso el nombre del conde de Souche. El de Orange partió con sus holandeses a activar y apretar el sitio de Grave, que desde fines de julio tenía puesto el general Rabenhaut, y cuya plaza defendía el marqués de Chamilly. Aunque el francés continuaba resistiendo con obstinación, hubo de capitular en virtud de orden que recibió del rey (octubre, 1674), para que no comprometiera las vidas de unos soldados tan valientes en una defensa que por otra parte era inútil. Esta fue la única ventaja que en esta campaña obtuvieron los holandeses, y para eso perdió el de Orange seis mil hombres en este sitio.
Turena, que, como dijimos, operaba en el Rin, defendió con solos veinte mil hombres contra mayores fuerzas imperiales la Lorena y la Alsacia, ganó contra los alemanes tres batallas consecutivas, desconcertó todos los proyectos de los enemigos, no obstante estar mandados también por un general hábil, y en todas partes se condujo como lo que era, como un guerrero consumado, sagaz y prudente, bien que en el Palatinado manchó algo su gloria con estragos y devastaciones, contándose entre estas el incendio y destrucción de dos ciudades y de veinte y cinco pueblos{10}.
Ardía al mismo tiempo la guerra por las fronteras de Cataluña y del Rosellón. Los españoles concibieron esperanzas de recobrar esta antigua provincia de España por inteligencias secretas que mantenían con los naturales; pero descubierta la conjuración, y castigados los principales autores de ella por el general Bret que allí mandaba, no quedó otro recurso que intentarlo por la fuerza, y con toda la que pudo reunirse se puso allí en campaña el duque de San Germán. A mandar el ejército francés de aquella parte acudió el mariscal Schomberg, ya de antemano destinado a ello, y harto conocido de los españoles en las guerras de Cataluña y de Portugal. Pero condújose el de San Germán en esta campaña con una inteligencia y una astucia que acaso no habría podido esperar el francés. Después de haberse apoderado del castillo de Bellegarde, que halló mal fortificado y no bien provisto, cuando se encontró después frente del ejército de Schomberg, empleó un ardid que le dió muy buen resultado. Hizo correr la voz de que proyectaba volverse a Cataluña, fingió preparar la marcha, cuidó de que llegara a oídos de Schomberg por medio de un echadizo, colocó su infantería en unos barrancos, y buscando gran número de mulos, mandó que los llevasen por la cumbre de los montes para que apareciese ser su caballería y bagajes que iban en retirada. Bret, que sentía le hubiesen quitado el mando en jefe, y quería acreditarse con algún hecho brillante, salió sin orden de su general en persecución del enemigo suponiéndole en fuga (junio, 1674). Esperáronle los españoles donde bien les vino, cayó el francés en la emboscada, sufrió su gente descargas mortíferas, y cuanto más quería moverse para salir del peligro, más se embarazaba y envolvía.
Noticioso Schomberg de este accidente, envió un grueso refuerzo de tropas a Bret para ver de reparar el desorden; con cuya ocasión se trabó una seria refriega en Maurellas, a las márgenes del Tech, que aunque de corta duración, costó a los franceses cerca de tres mil hombres entre muertos, heridos y prisioneros, contándose entre estos el hijo de Schomberg, que era coronel de caballería. A pesar de este triunfo, y de que no había pensado San Germán retirarse a Cataluña, tuvo que verificarlo por orden que recibió del gobierno de Madrid, que necesitaba enviar parte de aquella tropa a Messina, donde había estallado una sedición contra el gobernador de España. Con tal motivo se mantuvo el de San Germán el resto del año a la defensiva en la frontera de Cataluña, por haberse quedado sin tropas bastantes para poder emprender expediciones. En esta campaña, en que mandaron también como jefes, al lado del veterano Tuttavilla duque de San Germán, el conde de Lumiares, y los jóvenes marqueses de Aytona y de Leganés, hicieron señalados servicios y admirables proezas los miqueletes catalanes, cuyos principales caudillos eran un tal Trinchería, y el baile de Massagoda, llamado Lamberto Manera; ya interceptando y cogiendo convoyes al enemigo, ya impidiéndole tomar los puentes, ya haciendo atrevidas excursiones, llegando en alguna ocasión con increíble audacia hasta los muros de Perpiñán, ya hostigándole de mil maneras, volviendo comúnmente cargados de botín, y matando muchos franceses, a veces regimientos casi enteros, entre los cuales cayó a sus manos el teniente general de la caballería, así como quitó la vida por su propio brazo el de Massagoda al traidor catalán don Juan de Ardena. Verdad es que no hubieran podido ser tan felices en sus osadas empresas si no los favoreciera el espíritu de aquellos naturales, en general tan adicto a los catalanes, a quienes tanto tiempo estuvieron unidos, como adverso a los dominadores franceses{11}.
Tal fue en 1674 el resultado de la guerra en tantas partes sostenida por los ejércitos de Luis XIV de Francia contra las tres potencias aliadas, y los príncipes y estados que se habían adherido a la confederación contra el francés.
Lejos estuvo en el de 1675 de pensarse por nadie en la paz; antes bien, a pesar de las grandes pérdidas por unos y otros sufridas, todos se aprestaron a continuar con nuevo y mayor ardor la guerra. Por la parte de Cataluña y Rosellón no podía hacerse con gran ventaja para España, porque desmembradas las tropas que se embarcaron para Sicilia a sofocar la rebelión que antes indicamos, y de que hablaremos después, no pudo reunirse un ejército que oponer al enemigo. Así fue que Schomberg penetró en el Ampurdán por el estrecho y difícil Coll de Bañols, se detuvo tres días en Figueras, que abandonaron los españoles, se llegó a los arrabales de Gerona, y atacó la ciudad, que defendió con constancia el duque de Medinasidonia, hasta que el francés, cansado de una resistencia que no esperaba, alzó el cerco y se retiró con pena. Viéronse en la defensa del rastrillo de San Lázaro hechos heroicos. Un solo capitán, don Francisco Vila, detuvo por espacio de cinco horas con treinta hombres a un número cien veces mayor de franceses; y allí pereció el caudillo de miqueletes Lamberto Manera, después de haber peleado todo el día, cubierto de sangre enemiga y de la suya propia.
Pero su compañero Trinchería no cesó de acosar al ejército francés, no dejándole asentarse en parte alguna, ni menos desmembrarse en partidas sueltas, ni cruzar un convoy que no fuera atacado, habiendo alguno que aunque escoltado por más de dos mil hombres fue acometido en un desfiladero por solos doscientos de los almogávares o miqueletes de Trinchería, matando éstos hasta otros doscientos enemigos, y apoderándose de trescientas acémilas. Ya que no podía pelearse como de ejército a ejército, eran prodigiosas las hazañas de los catalanes en combates parciales. Un cuerpo de cuatro mil infantes y quinientos jinetes franceses atacó la villa de Massanet, donde solo se encontraba el capitán José Boneu con cuarenta miqueletes. Rotas fácilmente por el enemigo las tapias de la villa, encontró a Boneu fortificado en las calles con sus cuarenta hombres, que las fueron defendiendo palmo a palmo por espacio de muchas horas. Refugiados por último en la iglesia, resistieron allí hasta que escalando los franceses las bóvedas y penetrando por muchas partes a un tiempo, viéndose como ahogados por el número tuvieron que rendirse. Quiso el general francés mandar ahorcar a Boneu, mas luego desistió acordándose de que él mismo había debido la vida a los catalanes, y considerando que eran terribles en sus venganzas. Hechos como éste se repetían con frecuencia.
Determinado Schomberg a apoderarse del castillo de Bellegarde, que los españoles habían tomado el año anterior tan fácilmente, pero que habían tenido cuidado de poner en buen estado de defensa, atacole con artillería gruesa que hizo llevar de Perpiñán. Circunvalada la fortaleza, ofreciose el intrépido Trinchería a abrirse paso con sus miqueletes, y le abrió en efecto rompiendo un cuartel enemigo con indecible arrojo; pero los capitanes y soldados que el de San Germán enviaba en socorro del fuerte se negaron a encerrarse dentro de sus muros. Con lo cual los sitiados, después de una vigorosa defensa, se vieron precisados a capitular, y evacuada la fortaleza por la guarnición, que se componía de mil hombres, entraron en ella los franceses (20 de julio, 1675). Descansó Schomberg en la estación calurosa de las fatigas de la campaña, y para concluirla se fue a la Cerdaña, donde exigió como de costumbre contribuciones para mantener su ejército, aunque sin saquear los pueblos ni talar los campos: amenazó a Puigcerdá, mas hallándola bien fortificada y provista por el duque de San Germán, se retiró sin acometerla a cuarteles de invierno{12}.
En otros puntos se estaban midiendo en mayor escala las fuerzas de Luis XIV con las de las potencias aliadas. El emperador había hecho entrar en la confederación otros príncipes, pero también Luis celebró pactos con el rey de Suecia, obligándose éste a distraer la atención de Leopoldo por el norte de Alemania, a cuyo fin, y so pretexto de haber infringido el tratado de Westfalia el elector de Brandeburg, hizo entrar tropas en la Pomerania electoral (enero, 1675). Buscó entonces el elector el apoyo del imperio, de Holanda, de Dinamarca y de la casa de Brunswich para defenderse contra la Suecia, y así tomó la lucha más colosales dimensiones, interesándose en ella casi toda Europa.
En los Países Bajos el príncipe de Orange, y el duque de Villahermosa, que sucedió al conde de Monterrey en el gobierno de la Flandes española, juntaron sus fuerzas para oponerse a las empresas de los franceses. Pero confundíalos el rey Luis con los movimientos de sus ejércitos, amagando ya a un lado ya otro, dando vueltas hacia una y otra parte, sin que se pudieran penetrar sus intenciones. Sabíanse después por los resultados. Sus excelentes generales, Crequi, Condé y Enghien, rindieron las importantes plazas de Dinant y de Limburgo (de mayo a julio, 1675). El monarca francés impidió al de Orange y a los españoles el paso del Mosa, y sus tropas los fueron persiguiendo en su retroceso a Bruselas, apoderándose de paso de Tillemont. Su necesidad de sacar de Flandes un cuerpo considerable de tropas francesas para enviarlas a Alemania mejoró la suerte de los holandeses y españoles: el de Orange quedó en aptitud de obrar con más desembarazo (julio, 1675), pero no pudo desalojar a Condé de las posiciones ventajosas que escogía, ni obligarle a aceptar la batalla fuera de ellas. Otro tanto le sucedió con el duque de Luxemburg, que reemplazó en el mando a Condé, cuando éste tuvo que partir a Alemania a reparar en lo posible la pérdida que allí acababa de sufrir la Francia con la muerte de Turena. Tampoco fue lucida la campaña de este año en Flandes para los holandeses y españoles{13}.
La de Alemania fue famosa, no por las conquistas que en ella hicieran ni franceses ni imperiales, sino por las pruebas que de su respectiva habilidad dieron los dos más insignes generales de su siglo, Turena y Montecuculli. El de los franceses era singular en la elección de posiciones y en los artificios para burlar las asechanzas y evitar los combates siempre que le convenía. El de los alemanes se distinguía por su precaución en las marchas, y por la manera ingeniosa con que conducía en ellas las tropas, los trenes y los bagajes. De Montecuculli se ha dicho que nunca ningún general ha sabido imitarle en el orden de las marchas por cualquier país que fuese. Hase dicho de Turena que sabía retroceder como Fabio y avanzar como Aníbal. Hallándose en una ocasión frente del ejército de Montecuculli después de haber dado disposiciones para la batalla, y observando sus movimientos, una bala de cañón le dejó muerto instantáneamente (29 de julio, 1675). Su muerte causó un dolor general y profundo en toda la Francia: los hombres elocuentes lloraron todos sobre su tumba: su cadáver fue llevado a París, y enterrado en el panteón de los reyes{14}. El ejército francés, después de la muerte de este grande hombre emprendió la retirada: los imperiales pasaron el Rin, y entraron en la Alsacia, pero no pudieron mantenerse en ella.
Deseaban ya casi todas las potencias la paz, y la Inglaterra era la que trabajaba más por ella en calidad de mediadora. Ocurrían no obstante dificultades, como siempre, a pesar de la buena disposición de la mayor parte de los soberanos. El de Francia especialmente, acostumbrado a ganar mucho en tales tratos, aparentaba hacer grandes sacrificios cuando solo cedía en cosas de poca monta, tal como la de convenir sin dificultad en el lugar que se señalara para tener las conferencias. Vencidos al fin algunos inconvenientes, y designada de común acuerdo para celebrar las pláticas la ciudad de Nimega, cada soberano envió allá sus plenipotenciarios para comenzar las negociaciones (diciembre, 1675).
Mas como si en tales tratos no se pensara, así obró Luis XIV, toda vez que so pretexto de obligar a los enemigos de la paz a no turbar las conferencias, reforzó sus regimientos, y puso al año siguiente (1676) cuatro ejércitos en campaña; el del Rin al mando del duque de Luxemburg, el de Sambre y Mosa al del mariscal de Rochefort, dando al de Noailles el destinado a obrar en el Rosellón y Cataluña, y quedando él mismo al frente de otro de cincuenta mil hombres, cuyos tenientes eran el duque de Orleans, su hermano, y los mariscales de Crequi, Schomberg, Humières, la Feuillade y Lorges. Cayeron estas fuerzas primeramente sobre la plaza de Condé en Flandes, y atacáronla con formidables baterías los mariscales reunidos a presencia del rey. Cuando el príncipe de Orange y el duque de Villahermosa marchaban en socorro de la plaza, ya la guarnición consternada había capitulado (abril, 1676). Mientras el rey Luis en persona contenía al de Orange y Villahermosa, otro cuerpo considerable de sus tropas sitiaba, atacaba y rendía la plaza de Bouchain (mayo, 1676). Aun después de enviar refuerzos a la Alsacia y la Lorena, en la revista que pasó a su ejército en junio vio que no bajaba de cuarenta mil hombres. Con ellos se corrió luego hacia Valenciennes, y acampando en Quievrain taló todo el país de las cercanías de Mons, después de lo cual se volvió a Francia (julio), dejando el mando del ejército a Schomberg.
Mientras que el mariscal de Humières sitiaba la ciudad de Ayre, una de las mejores y más fuertes que los españoles poseían en el Artois, y se apoderaba de ella sin que llegara a tiempo de impedirlo el duque de Villahermosa (fin de julio, 1676), el príncipe de Orange embestía la disputada plaza de Maestrick con un ejército compuesto de tropas holandesas, alemanas, inglesas y españolas. Grandes esfuerzos hizo el joven statuder para recobrarla: muchos y muy sangrientos combates hubo entre sitiadores y sitiados; muchos estragos causaron en unos y en otros las minas que se volaban; a costa de mucha sangre se tomaba y se perdía cada fuerte, cada bastión, cada reducto, cada camino cubierto. Pero acudiendo el mismo Schomberg, que hasta entonces había estado deteniendo a Villahermosa, en socorro de la plaza, resolvieron los confederados en consejo de generales levantar el cerco (agosto, 1676). No fue poco el mérito del statuder en saber retirarse burlando a fuerza de estratagemas al enemigo. Terminó la campaña de este año en Flandes rindiendo el mariscal Humières el fuerte de Liviek, tomando el de Crequi el castillo de Bouillon, el de Link y algunos otros de menos importancia{15}.
Aunque no tan triunfantes las armas francesas en Alemania, sin embargo también ganaron allí algunas victorias. La ciudad de Philisburg cayó en poder del mariscal duque de Luxemburg; el duque de Lorena, que había reemplazado al célebre Montecuculli en el mando del ejército imperial, se retiró sin gloria a cuarteles de invierno (octubre, 1676), y el mariscal francés situó sus tropas en la Alsacia y la Lorena.
No se descansaba en la parte del Rosellón y Cataluña. El marqués de Cerralbo había sustituido en el virreinato del Principado al veterano Tuttavilla, duque de San Germán. A Schomberg había reemplazado en el mando de las tropas francesas el mariscal de Noailles, que disponía de quince mil hombres, con más unas compañías de miqueletes franceses que formó a imitación de los catalanes. A fines de abril (1676) pasó el francés revista a sus tropas, mudó la guarnición de Bellegarde, que los españoles habían estado a punto de ganar por secretos tratos, y entró en el Ampurdán por el Coll de Pertús, tomó a Figueras haciendo prisionero un tercio catalán sin que se escapara un solo hombre, hízola depósito de víveres, y continuó su marcha sin tropiezo. Gente nueva y sin experiencia los soldados españoles que se reunían en las cercanías de Gerona, no se atrevieron a hacer frente al mariscal francés. Sin embargo, salieron a dos leguas de la ciudad, con voz, pero no con intención de ir a atacar al enemigo: mas sabedores por los miqueletes de que un cuerpo de infantería y dragones franceses, iba sobre ellos con la confianza de destruirlos como bisoños, tuvieron a bien retirarse al abrigo de la ciudad.
Todo el empeño y todo el afán de Noailles era exterminar los importunos miqueletes, que no dejaban reposar sus tropas, como antes no habían dejado descansar las de sus antecesores. Con orden de perseguirlos sin tregua hasta en los lugares más ásperos destacó al mariscal Cabaux con todos los dragones y bastante infantería; pero dividiéndose los miqueletes en tres trozos para mejor burlar la persecución y hacer más libremente sus excursiones, conocedores del país, hurtábanle al mariscal ligeramente las vueltas, y cuando creía llevarlos delante encontrábase acometido por la espalda o por los lados, confundíase y se fatigaba sin fruto, hasta que cansado tuvo que renunciar a la persecución, y cuidar él mismo de librarse de ella. Disminuido luego el ejército francés por haber desmembrado cuatro mil hombres para enviarlos también a Sicilia (julio, 1676), limitose el de Noailles el resto del año a mantener sus tropas a costa del país y con gran vejamen de los pueblos, hasta que aproximándose la estación fría y distribuyendo su gente entre el Ampurdán y el Rosellón se retiró a Perpiñán, desde donde hacía solamente algunas excursiones{16}.
Menos feliz fue todavía para los españoles la campaña de Cataluña el año siguiente (1677). Sucedió al marqués de Cerralbo en el virreinato el príncipe de Parma, que al poco tiempo, sin causa que aparezca justificada, fue reemplazado por el conde de Monterrey, gobernador que había sido de Flandes. Aunque se determinó enviar a Cataluña las tropas destinadas a Sicilia, y el Principado hizo un gran donativo para la guerra, y muchos grandes y nobles de Castilla tomaron las armas, procediose con tanta lentitud, que eran ya fines de junio (1677) cuando el de Monterrey pudo ponerse en marcha con un ejército de cerca de doce mil hombres, cuyo maestre de campo general era don José Galcerán de Pinós, a fin de atacar al mariscal de Noailles que con sus ocho mil infantes infestaba y asolaba los pueblos del Ampurdán. Esperó el francés en posición ventajosa al pie de una montaña y al otro lado del río Orlina. Acampó el de Monterrey y puso en batalla su gente a tiro de cañón. Estuvieron unos y otros algunos días observándose y haciendo algunos movimientos, pero sin venir a las manos. El 4 de julio levantó el francés su campo y fuese retirando con mucho silencio. Siguiéronle los nuestros llenos de confianza, y especialmente la nobleza, que creyó llegado el caso de cubrirse de gloria. Mas viendo el de Noailles el desorden con que la vanguardia española acometía su retaguardia, mandó hacer alto y disparar la artillería. Empeñose con esto una seria y brava pelea, que duró de cinco a seis horas, y en que nuestra inexperta nobleza pagó caro su ardor y su ciega confianza. Allí cayó mortalmente herido el duque de Monteleón, que guiaba la vanguardia; allí sucumbieron el joven marqués de Fuentes, el vizconde de San Jorge y otros caballeros españoles y alemanes. El conde de Monterrey puso en buena ordenanza toda su gente, recogiendo la deshecha vanguardia, y el combate se hizo general, con no poco estrago de una y otra parte; mas cuando le pareció al francés conveniente prosiguió su marcha y ganó el Rosellón. Por más que en Barcelona y en Madrid se celebrara como un triunfo esta jornada, la verdad es que sufrimos lamentables pérdidas, y que nuestro ejército quedó quebrantado, y gracias que el enemigo no hizo en el resto de aquel año más irrupciones.
La que hizo al año siguiente (abril, 1678) fue trayendo su ejército reforzado hasta veinte mil hombres, con el cual emprendió el sitio de Puigcerdá, capital de la Cerdaña. Guarnecíala el bravo oficial don Sancho Miranda con dos mil hombres de tropa y setecientos ciudadanos armados. Esfuerzos prodigiosos de valor hizo el don Sancho en un mes entero que duró el sitio, y en el cual los franceses abrieron muchas brechas, hicieron y volaron muchas minas y dieron varios asaltos. El conde de Monterrey, que se movió con trece mil hombres como para dar socorro a la plaza, contentose con situarse frente al ejército sitiador, sin atreverse a atacar sus cuarteles, y luego se retiró dejando abandonado al gobernador de Puigcerdá, que con aquella retirada imprudente se vio precisado a capitular (28 de mayo, 1678), con condiciones dignas de su gloriosa defensa. Conquistada y guarnecida esta plaza por el francés, volviose al Rosellón a descansar de las fatigas del sitio. Pero en setiembre penetró de nuevo en Cataluña, y pasó aquel mes y el de octubre entre el Ampurdán y la Cerdaña subsistiendo a expensas de ambos países, y sin acometer empresa considerable. Por último, con noticias que el mariscal francés tuvo de estar para concluirse el tratado de paz general, hizo destruir las fortificaciones de Puigcerdá y otros castillos que poseían los franceses, para que no pudieran servir a los españoles en el caso de una nueva guerra{17}.
Habían estado en este tiempo principalmente empleadas la atención y las fuerzas de Luis XIV en los Países Bajos, de cuya posesión se había propuesto despojar a España. Y aunque había manifestado deseos de paz y sido el primero en enviar sus plenipotenciarios a Nimega, no por eso renunció a la prosecución de sus conquistas. Hízolas ahora con más rapidez por el abandono de la corte de España en enviar socorros a Flandes. Abriose esta vez la campaña por el sitio de Valenciennes (febrero, 1677), a cuyo campo llegó el monarca desde París el 4 de marzo, no obstante el rigor de la estación. La plaza de Valenciennes, fuertísima y de las de primer orden, que se tenía casi por inexpugnable, se rindió a los franceses (17 de marzo), no sin sospechas de haberse debido en gran parte a secretas inteligencias con los de dentro. Asediada después y embestida la ciudad fuerte de Cambray, se entregó también al rey Luis por capitulación (6 de abril). El duque de Orleans, hermano único del rey, batió y derrotó en campal batalla al príncipe de Orange en Cassel, con pérdida de más de cinco mil de los aliados entre muertos y prisioneros, y de los cañones, morteros, provisiones y muchos estandartes. Después de lo cual continuó el de Orleans el sitio que tenía puesto a Saint-Omer, y la rindió también por capitulación (22 de abril).
El príncipe de Orange, después de la derrota de Cassel, reunió todas sus tropas y las aumentó hasta formar un ejército de cincuenta mil hombres, inclusos los españoles, con el cual, después de algunos movimientos para aparentar que iba a poner cerco a Maestrick, cayó sobre Charleroy. Pero habiendo acudido los mariscales de Luxemburg y de Humières, y deteniendo el de Crequi al duque de Lorena que marchaba a darle refuerzo, levantó el sitio (14 de agosto, 1677), y se retiró sin aceptar la batalla de los franceses, contra el parecer del duque de Villahermosa. Con mejor suerte el de Luxemburg, se apoderó en diciembre de la plaza de San Guillain, con que terminó la campaña de 1677 en Flandes, tan ventajosa para los franceses como desastrosa e infausta para holandeses y españoles{18}.
Por un nuevo tratado que hicieron entre sí la Inglaterra, Holanda y España, y que se firmó en La Haya (16 de enero, 1678), fueron retiradas de Francia las tropas inglesas que estaban al servicio del rey Luis, y a petición del príncipe de Orange suministró la Gran Bretaña una escuadra de ochenta bajeles de guerra, con treinta mil soldados. Viéndose tan seriamente amenazado Luis XIV, resolvió separar la Holanda de la confederación, ofreciéndole partidos ventajosos, para poder dictar la ley a las demás naciones; y a fin de obligar a España a dar oídos a las condiciones de paz que quería imponerle, se propuso intimidarla, moviendo todos sus ejércitos a un tiempo, sin revelar a nadie sus planes y designios, y haciéndolos marchar y contramarchar con órdenes reservadas y misteriosas, que a nadie dejaban adivinar sus proyectos. Asombrado se quedó el duque de Villahermosa que gobernaba por España los Países Bajos, cuando supo que los franceses atacaban a un tiempo a Yprés, Namur, Luxemburg y Mons.
No menos sorprendió al gobernador de Gante, don Francisco Pardo, oficial español de gran valor, intrepidez y prudencia, ver atacados los arrabales de la ciudad por el ejército de Humières (marzo, 1678), hallándose sin tropas para defenderla. Hizo sin embargo heroicos esfuerzos, abrió las esclusas e inundó el país: pero al cabo de ocho días tuvo que rendirse (9 de marzo) por falta absoluta de medios para prolongar más la defensa. Igual suerte cupo a la de Yprés (25 de marzo), cuyo sitió dirigió el rey en persona. Indignó a los ingleses la conquista de estas dos plazas, por el menosprecio que el francés hacía de su empeño y compromiso en la conservación de la Flandes española. Empeñábase el parlamento en que se había de declarar la guerra a Francia, pero Carlos, o ganado por la corte de este reino, o bien hallado con su vida de deleites, lo difirió cuanto pudo, hasta que al fin la declaró (9 de mayo). Este paso, dado algún tiempo antes, hubiera podido ser más provechoso a los aliados: mas como quiera que las negociaciones de la paz, entablada en Nimega, aunque conducidas con lentitud, estuviesen ya adelantadas; y como quiera que los holandeses, más cansados de guerra que los demás, se mostrasen también más dispuestos a aceptar el tratado de paz con Francia, la guerra de los Países Bajos fue ya menos viva, si bien no se interrumpieron las operaciones.
Los dos ejércitos, el de los franceses y el de los aliados, se dieron todavía un sangriento combate delante de Mons (agosto, 1678), y aun creyeron unos y otros que se renovaría al día siguiente, cuando llegó a los dos campos la noticia de haberse firmado la paz que puso término a esta larga y calamitosa guerra, y de cuya historia y condiciones daremos cuenta separadamente, por lo mucho que influyó en la situación sucesiva de los estados de Europa{19}.
{1} Los pormenores de los estragos que causó este incendio horrible pueden verse en la Historia del Monasterio del Escorial por Quevedo, parte 2.ª, cap. 3.º Trascribiremos algunos de sus párrafos.
«Describir todos los pormenores de aquella noche terrible (la del 7 de junio, en que comenzó), pintar todos los esfuerzos que se hicieron para contener el incendio, dar una idea de la aflicción, de la lástima que causaba ver consumirse por momentos aquella rica maravilla del arte, sería cosa imposible; la imaginación puede concebirlo, pero no es fácil a la lengua expresarlo. Las agujas de las torres, los altos chapiteles, el voluminoso enmaderado de las cubiertas, se iban desplomando uno en pos de otro con detonaciones horribles que hacían retemblar el edificio hasta en sus más hondos cimientos: a cada paso se hundían grandes pedazos de techumbre hechos ascuas, para luego remontarse por el aire convertidos en chispas y pavesas: el cielo ennegrecido por una densa nube de humo no podía verse, y por el suelo corrían los metales derretidos como la lava de los volcanes. Consumidas las cubiertas y desplomadas sobre los pisos inmediatos, rompía el fuego por puertas y ventanas, que semejaban cada una de ellas a las horribles bocas del averno; las comunicaciones se interceptaban, las voces, lamentos y desentonados gritos de los que se avisaban del peligro, tomaban disposiciones o se lamentaban de tamaña pérdida, aumentaban la confusión y el espanto; el calor iba penetrando hasta en las habitaciones más retiradas, y estaba ya muy próximo el momento de tener que abandonar el edificio si querían salvar las vidas. En todas partes se combatía con empeño, pero en todas era escasísimo el resultado; la voracidad del fuego y la violencia del viento inutilizaban cuantos esfuerzos se hacían...
«Comenzaban ya a perderse las esperanzas de todo punto, la innumerable multitud de gente de los pueblos inmediatos que hasta entonces había peleado con ardor y trabajado extraordinariamente (esto era otro día), se iba cansando de una lucha inútil al par que peligrosa, el humo y las pavesas lo habían invadido todo, los escombros interceptaban la mayor parte de los claustros y escaleras, nadie daba un paso sin temer que el pavimento se escapase bajo sus pies, o que el techo se desplomase sobre su cabeza. Gran parte de los religiosos, acogiéndose a la única esperanza que les quedaba, al poder de Dios, corrieron a la iglesia, y allí guarecidos en un rincón de las capillas, unos imploraban la divina clemencia con devoción y lágrimas, otros se esforzaban en desarmar la cólera del cielo dándose sangrientas disciplinas.
«¡Qué aspecto entonces el de aquel templo magnífico! Las vidrieras estallaban una en pos de otra cayendo deshechas en menudos pedazos; las llamaradas que entraban por las ventanas la alumbraban por intervalos como el relámpago de la tempestad; el zumbar del viento, el estruendo de los hundimientos, el crujir de las maderas, y los lamentos de los monjes se repetían y confundían en aquellas dilatadas bóvedas, formando un sonido fatídico y espantoso, que parecía ser el estertor de muerte de aquella maravilla del arte.
«Juzgando ya imposible salvar nada en el edificio de lo que podía quemarse, dirigieron todos sus esfuerzos a librar algunas de sus preciosidades... Veíanse discurrir por todas partes multitud de gentes cargadas con pinturas, reliquias y ornamentos que se iban amontonando en la anchurosa plaza que rodea al monasterio... El tercer día del incendio se temió que todo se perdiese, hasta las alhajas y demás efectos que se habían puesto en salvo...
«Quince días se prolongó esta lucha terrible sin que en ellos se descansase un momento... Por fin el 22 de junio se logró apagar de todo punto las llamas. La alegría y el pesar combatían a un mismo tiempo los corazones de todos... &c.»
El autor refiere en el capítulo siguiente las medidas que se tomaron para sacar los escombros y lo que se fue haciendo para la reedificación del edificio. El fuego había principiado por una chimenea del colegio, situada a la parte del Norte, y se cree fuese casual, y no puesto de propósito.
{2} «Si no se hace muy pronto un grande esfuerzo, dijo en voz alta el embajador de España en la antecámara del emperador, creo ver el sitio de Viena antes de tres meses, a no ser que se vaya a ofrecer a Luis XIV ser rey de Romanos.» Despacho del caballero de Gremomville a Luis XIV, 30 de junio, 1672.
{3} Cesissier, Historia general de las Provincias-Unidas.– Leclerc, id.– Basnage, Anales de las Provincias-Unidas.– Historia de Turena.– Samson, Historia de Guillermo III.
{4} Historia del reinado de Luis XIV.– Historia de las Provincias-Unidas.– Relation du siege de Maestrick, hecha al marqués de Villar, embajador del rey de España: MS. de la Biblioteca de la Real Academia de la Historia, señalado A. C.– Obras de Luis XIV, tomo III.
{5} Carta de Tromp a los Estados.– Id. de Ruyter al príncipe de Orange.– Id. del príncipe Roberto al lord Arlington.– La Neuville, Historia de la Holanda, libro XV.
{6} Rymer, Fœdera.– Dumont, Corps Diplomat, tom. VII.– Traitté entre l'Espagne et les Etats Generaux: MS. Papeles de jesuitas en la Real Academia de la Historia.
{7} Negociaciones de Colonia, MS.– Declaración de guerra de Luis XIV contra la España, en Versalles, 19 de octubre, 1673. «Sa Majesté ayant eté informé que le gouverneur des Pays-Bas espagnols a fait commencer des actes d' hostilités par toute la frontiére sur le sujets de Sa Majesté, ella a ordonné, &c.»
{8} Relación de las guerras con Francia y Holanda; MS. de la Biblioteca Nacional.– Sismondi, Historia de los franceses.– Cartas para la Historia militar de Luis XIV.– Historia del Franco-Condado.
{9} Brusen de la Martiniere, Historia de la vida y del reinado de Luis XIV, tomo III.– Basnage, Historia de las Provincias-Unidas, tomo II.–Obras de Luis XIV.
{10} Historia del vizconde de Turena, tomo I.
{11} Progresos de las armas españolas al mando del duque de San Germán, capitán general de Cataluña, en el año 1674: impreso en Madrid: Biblioteca de Salazar, Est. 14, núm. 173.
{12} Epitome histórico de los sucesos de España, &c. MS. de la Biblioteca de la Real Academia de la Historia, c. III.– La Martiniére, Vida y reinado de Luis XIV, tomo IV.
{13} Basnage, Historia de las Provincias-Unidas.– Bruzen de la Martiniére, Vida y reinado de Luis XIV.– Obras de Luis XIV.
{14} Beaurain, Historia de las cuatro últimas campañas de Turena.– Vida del vizconde de Turena.– Colección de cartas y memorias halladas en la cartera del mariscal de Turena, por el conde de Grimoard.
{15} Cartas y despachos de Lannoy, de Estrades, de Colbert y de Avaux: correspondencia de Holanda.– Basnage, Historia de las Provincias Unidas, t. II.– Obras de Luis XIV, tomo IV.– Gacetas españolas del reinado de Carlos II: Noticias extraordinarias del Norte.
{16} Epítome histórico de los sucesos de España, &c. MS.
{17} Bruzen de la Martiniére, Hist. de la vida y reinado de Luis XIV, tomo III.– Basnage, t. II.– Epitome histórico, &c.
{18} Correspondencia de Holanda, Colección de Documentos históricos para la historia de Francia.– Basnage, Historia de las Provincias Unidas, tomo II.– Obras de Luis XIV.– Noticias extraordinarias del Norte, impresas en Zaragoza, 1677: Colección de Gacetas de este reinado.
{19} Obras de Luis XIV, t. IV.– Gacetas de 1678: Noticias recibidas del Norte.– Basnage, Historia de las Provincias Unidas.– Memorias de las negociaciones de Nimega.– Correspondencia de los generales de los Países Bajos con Luis XIV y con la corte de España: Documentos inéditos.