Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro V Reinado de Carlos II

Capítulo VIII
Ministerio del Duque de Medinaceli
De 1680 a 1685

Aspirantes al puesto de primer ministro.– Partidos que se formaron en la corte.– Trabajos del confesor y de la camarera.– Indecisión del rey.– Da el ministerio al de Medinaceli.– Males y apuros de1 reino.– Alborotos en la corte.– Célebre y famoso auto general de fe ejecutado en la plaza de Madrid.– Desgracias y calamidades dentro de España.– Pretensiones de Luis XIV sobre nuestros dominios de Flandes.– Guerra con Francia en Cataluña y en los Países Bajos.– Gloriosa defensa de Gerona.– Pérdida de Luxemburgo.– Tregua de veinte años humillante para España.– Génova combatida por una escuadra francesa.– Mantiénese bajo el protectorado español.– Rivalidades e intrigas en la corte de Madrid.– La reina madre; el ministro; la camarera; otros personajes.– Caída del confesor Fray Francisco Reluz.– Retírase la camarera.– Reemplazo en estos cargos.– Situación lastimosa del reino.– Caída y destierro del duque de Medinaceli.– Sucédele el conde de Oropesa.
 

No todos pensaban solamente en las fiestas y regocijos. En medio de la algazara popular y de aquella especie de vértigo por las diversiones que parecía haberse apoderado de todos, los hombres políticos se agitaban y movían: vacante la plaza de ministro desde la muerte de don Juan de Austria; fiado interinamente el despacho de los negocios al secretario don Gerónimo de Eguía; con un rey joven, sin experiencia ni talento, y a quien llamaban más la atención las gracias de su bella esposa que los áridos asuntos de Estado, y los accidentes de la caza y de los toros que las necesidades del reino, hacíanse mil cálculos y conjeturas en los círculos políticos de la corte sobre la persona en quien recaería el ministerio, que era entonces como decir el ejercicio de la autoridad real.

Entre los que andaban en lenguas, o como pretendientes, o como designados por la opinión para este puesto, la voz pública señalaba como los más dignos y que reunían más aptitud y más probabilidades de ser llamados a él, al duque de Medinaceli y al condestable de Castilla. El primero tenía en su favor el cariño del rey; el segundo contaba con el apoyo de la reina madre. De ilustre cuna los dos, hombres ambos de talento y de experiencia, el de Medinaceli tenía más partido en el pueblo y entre los grandes por la dulzura y suavidad de su trato; era sumiller de Corps y presidente del consejo de Indias: el condestable, decano de el de Estado, de más edad y de más instrucción que Medinaceli, tenía menos adictos por la austeridad y aun por la adustez de su genio; nunca don Juan de Austria había podido atraerle a su partido por más que había empleado los halagos y las promesas.

La corte estaba dividida entre estas dos parcialidades, y cada una de ellas ponía en juego los resortes y artificios de la política cortesana, haciéndose una guerra secreta. Hacíasela también disimulada y sorda al uno y al otro el secretario don Gerónimo de Eguía, hombre que de la nada había subido a aquel puesto al amparo de los dos ministros anteriores Valenzuela y don Juan de Austria, acomodándose y doblegándose con admirable flexibilidad y sumisión a todo el que podía satisfacer sus ambiciones. Ahora, explotando cierta confianza que había alcanzado con el rey, y bien hallado con el manejo de los negocios que despachaba interinamente, aspiraba ya a ser él mismo ministro, ayudado del confesor, que no quería ver en el ministerio persona que eclipsara su influencia. Al efecto, en unión con la duquesa de Terranova, procuraba apartar a la reina madre y a los de su partido de toda intervención en el gobierno, interesar a la reina consorte, inspirar al rey desconfianza hacia los dos personajes que estaban más en aptitud de ser llamados al ministerio, y persuadirle de que debía gobernar por sí mismo, sin favorito, sin junta, sin dependencia de curadores. Con estas y otras trazas logró el Eguía tener por algún tiempo indeciso y vacilante al rey, disponiendo él entretanto de la suerte de la monarquía.

Pero todas las combinaciones se le fueron frustrando; no le sirvió unirse con el condestable, con el confesor y con la camarera; las dos reinas se entendieron y unieron, no obstante las intrigas que para dividirlas e indisponerlas se empleaban; don Gerónimo de Eguía se fue convenciendo de que todos le hacían traición, porque de resultas de una conferencia que con la reina tuvo el de Medinaceli, y de la cual salió muy satisfecho, hasta el mismo condestable varió de lenguaje y de conducta, sorprendiendo a todos oírle recomendar al de Medinaceli, antes su rival, como el más apropósito y el que más merecía el ministerio. Por último salió el monarca de aquella irresolución que tantos perjuicios estaba causando, por el retraso que padecían los negocios del Estado y los intereses de los particulares, estancados todos los asuntos en las oficinas de las secretarías, y el 22 de febrero (1680) se publicó el decreto nombrando al duque de Medinaceli primer ministro{1}, y el mismo confesor, antes tan enemigo suyo, se encargó de llevársele. A nadie causó sorpresa el nombramiento, ni fue tampoco mal recibido, porque del duque más que de otro alguno se esperaba que podría poner algún remedio al estado deplorable en que se encontraban los negocios públicos. Iremos viendo si su conducta correspondió a estas esperanzas.

Indolente y perezoso el nuevo ministro, dejó al Consejo la autoridad de resolver los negocios, no determinando por sí cosa alguna. Creó además varias juntas particulares, entre ellas una de hacienda, que se llamó Magna, compuesta de los presidentes de Castilla y Hacienda, del condestable, el almirante, el marqués de Aytona, y de tres teólogos, todos frailes, uno de ellos el confesor del rey, Fr. Francisco Reluz, otro el P. Cornejo, franciscano, y otro el obispo de Ávila Fr. Juan Asensio, que reemplazó en la presidencia de Castilla a don Juan de la Fuente (12 de abril, 1680), al cual se desterró por complacer al papa. El Asensio era mercenario calzado.

Mala era la coyuntura en que esta junta entraba. Las gentes andaban ya muy disgustadas, porque todos sentían los males, y todos veían crecer los apuros del erario; que el dinero traído en el año anterior por los galeones de la India habíase consumido en los gastos y en las fiestas de las bodas. En tales apuros hubo un comerciante que presentó al de Medinaceli un memorial, proponiendo ciertos medios para aumentar las rentas reales con alivio de los pueblos, y haciendo otras proposiciones al parecer muy beneficiosas. Oyole el duque, pero le despidió sin resolver nada, y no faltó quien amenazara al Marcos Díaz, que así se llamaba el comerciante, con que sería asesinado si continuaba haciendo semejantes proposiciones. Y así fue, que volviendo un día de Alcalá a Madrid le acometieron unos enmascarados, y le dieron tales golpes que de ellos murió poco tiempo después. El pueblo a quien habían halagado las proposiciones de Díaz y esperaba que con ellas se aliviaría su miseria, se amotinó gritando que había sido sacrificado, y pidiendo castigo contra los culpables. Como diese la casualidad de pasar el rey en aquella ocasión por junto a las turbas, rodearon su coche, y comenzaron a gritar: «¡Viva el rey! ¡Muera el mal gobierno!» El alboroto duró algunos días, sin que las autoridades pudieran reprimirle, y el rey no se atrevía a salir de palacio; pero todo se redujo a quejas, injurias y amenazas contra las personas a quienes se atribuía la miseria que afligía al pueblo, y la sedición se fue calmando poco a poco. Coincidían por desdicha con este estado de cosas los terremotos, la peste y el hambre que sufrían al mismo tiempo muchas provincias de España.

La alteración en el valor de la moneda hecha por el secretario Eguía, y la tasa puesta a los precios de los artefactos por el ministro Medinaceli produjeron también serios disturbios, que promovían los artesanos y vendedores. Los panaderos se retiraron, y faltó este interesante artículo, quedándose un día la corte sin un pedazo de pan. La codicia tentó a uno de ellos, que comenzó a expender cada pan a tres reales. Pero se le impuso un durísimo castigo, se le dieron doscientos azotes (30 de abril, 1680), se le condenó a galeras, y escarmentados con esto los demás abrieron sus tiendas, y se encontraron otra vez surtidos de pan los habitantes. Mas al día siguiente (1.º de mayo), con motivo de una pragmática que se publicó poniendo un precio bastante bajo a cada par de zapatos, juntáronse tumultuariamente hasta cuatrocientos zapateros en la plaza de Santa Catalina de los Donados, donde vivía el nuevo presidente de Castilla, gritando como se acostumbraba entonces en los motines: «¡Viva el rey, muera el mal gobierno!» Un alcalde de corte que se presentó a aplacar el tumulto, irritó de tal modo con sus amenazas a los amotinados, que hubiera pagado su imprudencia con la vida si no hubiera sido tan diestro para escabullirse y retirarse. Por el contrario el presidente de Castilla fue tan condescendiente con los tumultuados, que oídas sus quejas les facultó para que vendieran su obra a como pudiesen, con lo cual se retiraron sosegados y satisfechos. Sin embargo se castigó después a los principales motores{2}.

Parecían exclusivamente ocupados entonces el ministro y los monarcas en visitar templos y santuarios, y en asistir a fiestas religiosas. Las gacetas de aquel tiempo apenas contienen otras noticias interiores que relaciones minuciosas de la función en celebridad de la canonización de tal santo, de la asistencia de SS. MM. al novenario de tal capilla, de la celebración de una misa en rito caldeo, y otras semejantes, con que se demostraba al pueblo la acendrada devoción de sus reyes y su afición a los actos religiosos.

Mas lo que creyeron iba a hacer perpetuamente memorable este mísero reinado fue el famoso y solemnísimo Auto de fe que se celebró en la Plaza Mayor de Madrid el 30 de junio de 1680. El inquisidor general, que lo era entonces el obispo de Plasencia don Diego Sarmiento Valladares, manifestó al rey que en las cárceles inquisitoriales de la Corte, de Toledo y de otras ciudades había multitud de reos cuyas causas estaban fenecidas, y que sería muy digno de un rey católico que se celebrara en la corte un auto general de fe, honrado con la presencia de SS. MM., a ejemplo de sus augustos padre y abuelos. Aprobó Carlos lo que se le proponía, ofreció asistir, y quedó resuelto el auto general. Se avisó a los inquisidores de los diferentes tribunales del reino; se nombraron muchas comisiones en forma para hacer los preparativos convenientes a tan solemne función, y el 30 de mayo, día de San Fernando, se publicó el auto con todo aparato y suntuosidad{3}.

Dio el rey un decreto para que se levantara en la plaza un anchuroso y magnífico teatro (que así se llamaba), capaz de contener con desahogo las muchas personas que habían de asistir de oficio, con sus escaleras, valla, corredores, balcones, departamentos, altares, tribunas, púlpitos, solio y demás, cuyo diseño encargó al familiar José del Olmo{4}, y el cual había de cubrirse con ricas tapicerías y colgaduras, y con un gran toldo para preservarse de los ardores del sol. Fue obra de muchísimo coste, y en que se emplearon los más lujosos adornos. Se formó una compañía que se llamó de los soldados de la fe, compuesta de 250 hombres entre oficiales y soldados, para que estuviesen al servicio de la Inquisición, y a los cuales se dieron mosquetes, arcabuces, partesanas, picas, y uniformes de mucho lujo. Cada uno de estos había de llevar, como así se ejecutó, un haz de leña desde la puerta de Alcalá hasta el palacio; y el capitán, que lo era Francisco de Salcedo, subió al cuarto del rey, llevando en la rodela su fajina, que recibió de su mano el duque de Pastrana para presentarla a S. M. y después a la reina; hecho lo cual, la volvió a entregar diciendo: «S. M. manda que la llevéis en su nombre, y sea la primera que se eche en el fuego.»

Para esta función se hicieron familiares del Santo Oficio hasta ochenta y cinco, entre grandes de España, títulos de Castilla, y otras personas ilustres{5}. Los cuales todos acompañaron la solemne procesión llamada de la cruz blanca y la cruz verde, que se hizo la víspera del auto, llevando el estandarte el primer ministro duque de Medinaceli, y recorriendo las principales calles de la corte, haciendo salvas de tiempo en tiempo la compañía de los soldados de la fe, hasta dejar colocada la cruz blanca en el testero del brasero, que estaba fuera de la puerta de Fuencarral, como a trescientos pasos a la izquierda, orilla del camino.

Llegado el día del auto, salió en dirección de la plaza la gran procesión, compuesta de todos los consejos, de todos los tribunales, de todas las corporaciones religiosas, de todos los personajes de la corte, llevando delante los reos. «La corona de toda esta celebridad (dice entusiasmado el historiador de este suceso), y en lo que propiamente consiste la función del auto general de fe, fue la majestuosa pompa con que salió el tribunal, llevando delante los reos para haberlos de juzgar en el mas esclarecido trono y magnífico teatro que para hacerse temer y venerar ha sabido discurrir la ostentación de los hombres{6}.» Esperaban ya SS. MM. el rey y las dos reinas, esposa y madre, en su balcón dorado, teniendo en derredor suyo las damas de honor, los gentiles-hombres y mayordomos, los embajadores, el cardenal arzobispo, el patriarca y otras personas de la primera representación. En medio de este aparato y de un inmenso concurso de espectadores, en el recinto de la plaza, en los balcones y hasta en los tejados, subieron al tablado los reos, en número de ciento veinte, con sus sambenitos y corozas, sus velas amarillas en las manos, algunos con sogas a la garganta y mordaza a la boca, y los condenados a relajar con capotillos de llamas, y dragones pintados en ellos. Subió el inquisidor general a su solio, vistiose de pontifical, tomó el juramento al rey{7}, jurando también el corregidor, alcaldes, regidores y hombres buenos a nombre del pueblo. Comenzó la misa, y predicó un largo sermón Fr. Tomás Navarro, calificador de la Suprema, sobre el tema: Exurge, Domine, judica causam tuam.

Concluido el sermón, se dio principio a sacar de las arquillas las causas y sentencias de los reos, y a leerlas desde uno de los púlpitos. A las cuatro de la tarde se acabaron de leer las sentencias de los relajados, y en tanto que continuaba la lectura de las otras se hizo entrega de aquellos al brazo secular, que condenándolos a morir en la forma ordinaria, como siempre se hacía, los mandó conducir al lugar del suplicio, o sea al brasero, que como hemos dicho, estaba fuera de la puerta de Fuencarral, escoltados por una escuadra de soldados de la fe, los ministros de la justicia seglar, y el secretario de la Inquisición que había de dar testimonio de haberse ejecutado las sentencias. Dejemos al familiar del Santo Oficio, que nos dejó escrita esta relación de orden del tribunal, describir esta ejecución terrible.

«Era, dice, el brasero de sesenta pies en cuadro y de siete pies en alto, y se subía a él por una escalera de fábrica del ancho de siete pies, con tal capacidad y disposición, que a competentes distancias se pudiesen fijar los palos (que eran veinte), y al mismo tiempo, si fuese conveniente, se pudiese sin estorbo ejecutar en todos la justicia, quedando lugar competente para que los ministros y religiosos pudiesen asistirles sin embarazo. Coronaban el brasero los soldados de la fe, y parte de ellos estaban en la escalera guardando que no subiesen más de los precisamente necesarios; pero la multitud de gente que concurrió fue tan crecida, que no se pudo en todo guardar el orden, y así se ejecutó, si no lo que convino, lo que se pudo... Fuéronse ejecutando los suplicios, dando primero garrote a los reducidos, y luego aplicando el fuego a los pertinaces, que fueron quemados vivos con no pocas señas de impaciencia, despecho y desesperación. Y echando todos los cadáveres en el fuego, los verdugos le fomentaron con la leña hasta acabarlos de convertir en ceniza, que sería como a las nueve de la mañana. Puede ser que hiciese reparo algún incauto en que tal o cuál se arrojase en el fuego, como si fuera lo mismo el verdadero valor que la brutalidad necia de un culpable desprecio de la vida, a que le sigue la condenación eterna... Acabados de ejecutar los suplicios, &c.» Sigue el historiador refiriendo lo que pasó hasta darse por terminado el acto.

La lúgubre ceremonia de la Plaza Mayor no había concluido hasta más de las nueve de la noche, de modo que se emplearon doce horas en aquella imponente solemnidad. Los reos habían ido saliendo por grupos y clases, según sus delitos y sentencias, que dos secretarios del Santo Oficio iban leyendo y publicando, siendo uno de los más terribles espectáculos el de las estatuas de los reos difuntos que pendientes en cestos sobresalían a los dos lados del llamado teatro, con sus fúnebres insignias, y algunos con la caja de sus huesos, que al efecto se habían desenterrado. Tal fue, compendiosamente referido, el célebre auto general de fe celebrado en Madrid en 1680, testimonio lamentable de los progresos que iba haciendo el fanatismo en este miserable reinado{8}.

En tanto que acá Carlos II y sus ministros empleaban el tiempo de esta manera, los Estados de Italia, y señaladamente Nápoles, estaban infestados de bandidos, no pudiéndose andar con seguridad ni por los caminos ni por las ciudades. Los filibusteros y otros piratas continuaban ejecutando sus acostumbradas devastaciones en nuestras posesiones de América; y Luis XIV de Francia, cuya ambición no bastaban a contener todos los tratados, se apoderaba de Casal y de Strasburgo, no obstante el interés que tenían el duque de Saboya, el emperador y el rey de España en oponerse a que se hiciera dueño de unas plazas que estaban en los confines de sus Estados (1681). Hubo también necesidad de cederle el condado de Ciney, y prevaliéndose aquel soberano y sus ministros de nuestra debilidad, nos iban despojando poco a poco de lo que por allá teníamos, y con el más leve pretexto nos hacían reclamaciones y nos pedían en tono amenazador reparaciones de agravios, o indemnizaciones de daños, muchas veces más imaginados que recibidos. Hasta a Portugal hubo que dar satisfacción por una plaza que se había tomado en la isla de San Miguel, castigando al cabo que la tomó{9}.

Las desgracias y calamidades que se experimentaban fuera parecían enviadas para ayudar a la indolencia del rey y de los ministros españoles a arruinar esta monarquía. Una tempestad hundía en el Océano cinco bajeles que venían de la India con veinte millones y más de mil cuatrocientas personas, sin que se pudieran salvar ni hombres ni dinero. La ciudad de Tortorici en Sicilia era destruida por un torrente impetuoso; y rompiendo el mar los diques con que le tenían comprimido los flamencos, inundaba las provincias de Brabante, Holanda y Zelanda, y dejaba sumidas en las aguas poblaciones y comarcas enteras (1682). El francés sacaba provecho de la flaqueza en que ponían a España estas calamidades, y para defenderse la nación de sus insultos se logró al menos hacer un tratado de confederación con la Suecia, la Holanda y el Imperio, a fin de poder defender los Países Bajos, por el interés común que estas potencias tenían en atajar las conquistas de la Francia por aquella parte.

A tiempo fue hecho el tratado; porque no tardó Luis XIV en pretender que se le cediera el condado de Alost en la Flandes Oriental, a que decía tener derecho, si bien se prestaba a dar un equivalente, por evitar el acudir a las armas para hacerse justicia. Y como el rey de España, consultado el punto en consejo, contestase no resultar claro el derecho que suponía, Luis que no deseaba sino un pretexto para acometer los dominios que allí nos quedaban, alegó el de no observarse la paz de Nimega para invadir el condado de Alost, y para mandar bombardear a Luxemburg y sitiar a Courtray (1683). No hubo en Europa nadie que no conociera la mala fe y el mal proceder del francés, estando expresamente estipulado en la paz hecha con Holanda no poder poseer plazas sino a cierta distancia de las de las Provincias-Unidas, lo cual se llamaba barrera. Pero aunque todas las potencias lo conocían, ninguna se atrevió a defender la justicia de la causa de España. Circunvalada Courtray, el gobernador, que ignoraba las intenciones de los franceses, envió a preguntar al mariscal el objeto de la aproximación de tantas tropas; la respuesta del mariscal Humières fue: que se rindiera, si quería salvar los habitantes de la ciudad. Llenos de indignación los españoles, defendieron heroicamente la plaza con muerte de muchos enemigos, pero al fin tuvieron que retirarse a la ciudadela. Batida luego ésta por el de Humières, dueño ya de la población, abierta trinchera y bombardeada, viose obligado el gobernador a pedir capitulación, que le fue concedida con todos los honores de la guerra (noviembre, 1683). Dueño ya de Courtray, pasó el mariscal francés a Dixmude, la cual le fue entregada sin resistencia.

Conociendo Luis XIV que con semejante conducta estaba siendo el objeto de las censuras de toda Europa, publicó un Manifiesto, en que parecía tratar de justificarla, manifestando estar dispuesto a reanudar las relaciones de amistad con la España y el Imperio, quejándose de que los españoles no hubieran querido aceptar el arbitraje del rey de Inglaterra que les había propuesto, y manifestando a todos los soberanos las condiciones con que él se prestaba a renovar la paz. Decía que si no se le daba Luxemburg, se contentaría con Dixmude y Courtray: que si el rey de España quería darle un equivalente en Cataluña o Navarra, tomaría una parte de la Cerdaña, comprendidas Puigcerdá, la Seo de Urgel, Camprodón y Castellfolit o Gerona, o bien Pamplona y Fuenterrabía en Navarra y Guipúzcoa. Pero añadiendo, que si el rey Católico no aceptaba alguna de estas disposiciones antes de fin de año, y no le hacia la indemnización de los lugares que prometía recibir, a España y sus aliados se deberían imputar las desgracias de una guerra que provocarían negándose a todo acomodamiento{10}.

De esta manera se erigía el orgulloso Luis XIV en árbitro de su propia causa y derecho ante la Europa escandalizada a vista de tanta insolencia. De sobra sabía él que España no podía acceder a tales pretensiones sin degradarse. Por eso lo hacía, fiado en que en último término la fuerza era la que había de resolver las cuestiones. Así fue que la corte de Madrid, por un resto de pundonor nacional, a pesar de su impotencia, tuvo que declarar solemnemente la guerra a la Francia (26 de octubre, 1683), y se mandó salir de los dominios de España a todos los franceses y secuestrarles los bienes. Luis XIV ya se había preparado para la guerra, como quien la había andado buscando; intrigó con los holandeses para que no nos diesen el socorro de catorce mil hombres que se había estipulado, y entretuvo el resto del invierno las tropas en saquear los pueblos y talar los campos vecinos, hasta que llegó la estación oportuna para emprender formalmente la campaña.

En el marzo inmediato se dirigió un cuerpo de ejército al mando del mariscal de Bellefont por San Juan de Pie-de-Puerto y Roncesvalles a Navarra. Mas no hizo sino amagar a esta provincia, porque luego se fue el mariscal al Rosellón a mandar las fuerzas destinadas a invadir la Cataluña. En primeros de mayo amenazaba ya el ejército francés a Gerona, cuando aún no habían tenido tiempo nuestras tropas para juntarse; así fue que las que pudieron reunirse para impedir la marcha del francés tuvieron que retirarse en dispersión al abrigo de aquella plaza, que los franceses embistieron con intrepidez y resolución a los últimos de mayo (1684). Con valor y con brío la defendieron también los sitiados, y tanto, que aunque los franceses venciendo con admirable arrojo todo género de dificultades y sin reparar en la mortandad que sufrían, penetraron hasta el medio de la ciudad, batiéronlos allí con tal furor los paisanos armados que los obligaron a retirarse en la mayor confusión, y a recoger la artillería y municiones y abandonar el sitio{11}. «Veinte y tres veces, observa a este propósito un escritor español, había sido sitiada hasta entonces esta famosa ciudad, y en todas ellas se había cubierto de gloria; y así los catalanes, aunque toda la nación se pierda, siempre tienen esperanzas fundadas de vencer mientras no se pierda ésta.»

Por la parte de Flandes emprendió el mariscal de Crequi el sitio de Luxemburg, la plaza acaso más fuerte de Europa por la naturaleza y por el arte. Pero a la fortaleza de la plaza correspondían los formidables medios de expugnación que llevó y empleó el numeroso ejército francés que la cercaba, dirigiendo los ataques el famoso ingeniero Vauban, que tanta celebridad gozaba ya, y tan merecido renombre dejó a los futuros siglos. Defendíala el príncipe de Chimay con una corta guarnición de españoles y walones. No nos detendremos a referir los accidentes de este sitio, que fueron muchos y muy notables. Solo diremos, que después de haber disparado los sitiados cincuenta mil tiros de cañón y arrojado al campo enemigo siete mil y quinientas bombas; después de veinte y cinco días de trinchera abierta y de haber apurado todos los recursos que el valor, la prudencia y el arte podían ofrecer al general más consumado, el príncipe de Chimay obtuvo una honrosísima capitulación (junio, 1684), saliendo de la plaza con banderas desplegadas, tambor batiente, cuatro cañones, un mortero y las correspondientes municiones. El rey Luis, que se hallaba en Valenciennes cuando recibió la noticia de la rendición, dio por satisfechos y cumplidos sus ambiciosos deseos, y se volvió lleno de gozo a Versalles.

No prosiguió adelante esta campaña, porque viendo el emperador y los Estados de Holanda que con la toma de Luxemburg quedaba abierta al francés la entrada en los Países Bajos, apresuráronse a hacer la paz con él, y a ofrecer su mediación para que España aceptara la tregua de veinte años que le proponía, bajo las condiciones de cederle la plaza de Luxemburg, restituyendo él las de Dixmude y Courtray, bien que arrasadas sus fortificaciones, así como todo lo conquistado desde el 20 de agosto del año anterior, a excepción de Beaumont, Bovines y Chimay, con sus dependencias, y la ciudad de Strasburg. Este tratado se firmó en Ratisbona (29 de junio, 1684). Y Carlos II de España, viéndose ya sin aliados que le auxiliaran, y con su ejército de Cataluña derrotado por el mariscal Bellefont en una batalla junto al Ter, no tuvo otro remedio que aceptar la tregua, cediendo a la Francia todo lo que Luis había propuesto y querido. Luis XIV llegó con esto al apogeo de su poder{12}.

También en Italia había intentado el monarca francés arrancarnos por la fuerza la amistad de las potencias amigas. No pudiendo en el desvanecimiento de su orgullo sufrir que un rey tan débil como Carlos II de España continuara llamándose protector de la república de Génova, proyectó separar aquel Estado del protectorado español, y so pretexto de agravios que decía haber recibido la Francia, armó en los puertos del Mediterráneo una escuadra poderosa, que se presentó delante de Génova, y comenzó a bombardear aquella rica ciudad. Tanto a este acto de hostilidad como a las amenazas del almirante francés contestaron los genoveses con la altivez y la fiereza propias de republicanos, y se aprestaron a resistir la fuerza con la fuerza. Hubo pues ataques y combates mortíferos; las bombas arrojadas desde las naves incendiaron la casa del Dux, la de la tesorería y el arsenal, y destruyeron o quemaron hasta otras trescientas (mayo, 1684). El senado, temeroso de sufrir nuevas desgracias, se inclinaba a someterse a las proposiciones del francés; pero los españoles que allí había se opusieron a ello, y se resolvió responder que no podían aceptarlas, manifestando no haber dado motivos al rey de Francia para que así los hiciera objeto y blanco de su indignación. Con esta respuesta se renovaron los ataques por tierra y por mar, los arrabales fueron entregados a las llamas y reducidos a cenizas; pero no obstante estos estragos no se pudo reducir ni al senado ni al pueblo a renunciar al protectorado del rey católico y ponerse bajo el del monarca francés; con que el almirante tuvo a bien mandar levar anclas, y diose la escuadra a la vela con rumbo a las costas de Cataluña, quedando solo el caballero Tourville cruzando las de Génova con cuatro galeotas y cinco navíos{13}.

Entretanto la corte de Madrid no se ocupaba en otra cosa que en miserables rivalidades e intrigas de favoritismo; y mientras el cuitado Carlos II cazaba y se divertía como si el reino marchara en prosperidad, disputábanse el valimiento y pugnaban por derribarse y sustituirse en el influjo y manejo de las cosas de palacio, no solo las dos reinas, y la camarera, y las damas de la corte, sino personas tan graves como debían ser el confesor y el primer ministro, mezclándose puerilmente y con mengua de su dignidad en una guerra que hubiera podido disimularse en flacas mujeres. El gravísimo asunto que traía embargados a todos, era el deseo manifestado por la reina María Luisa de separar a la camarera, duquesa de Terranova, cuya presencia y cuya severidad la incomodaba. Era negocio arduo, ya por la costumbre que había de que las camareras no se mudaran, ya por las dificultades que ofrecía la elección de la que hubiera de sucederla. Designábase entre las que contaban con más probabilidades para esto la marquesa de los Vélez, la duquesa de Alburquerque, la del Infantado, y la marquesa de Aytona. Y era de ver los manejos y artificios que empleaba la de Terranova para mantenerse en su puesto, y los ingeniosos medios para desacreditar con la reina a cada una de sus rivales, ponderando el genio imperioso y altanero de la una, las impertinencias y la falta de luces de la otra, el odio de la otra a todo lo que fuera francés y hubiera venido de Francia; con lo cual no dejaba de ir parando el golpe, teniendo a la reina indecisa. Pero hacíale una guerra disimulada y secreta la reina madre, que no olvidaba haber sido la de Terranova del partido de don Juan de Austria.

Mezclábanse, como hemos dicho, en estos combates mujeriles el secretario don Gerónimo de Eguía, y el P. Reluz, confesor del rey, y el duque de Medinaceli, su primer ministro, trabajando clandestinamente el confesor y Eguía con la de Terranova para derribar a Medinaceli, y haciendo éste todo género de esfuerzos para sostenerse y para persuadir al rey a que despidiera a la camarera y al confesor. Los resortes que el confesor tocaba para indisponer al soberano con el primer ministro eran sin duda eficaces, porque hacía caso y obligación de conciencia, de que tendría que dar estrecha cuenta a Dios, el separar del ministerio un hombre que con su flojedad y su ineptitud tenía el reino en el mayor abatimiento y miseria, y estaba perdiendo y arruinando la monarquía. Representábale la situación lastimosa de ésta en lo exterior y en lo interior. Que las tropas de Flandes carecían absolutamente de pagas; que el príncipe Alejandro Farnesio, a quien acababa de conferir el gobierno de los Países Bajos en reemplazo del duque de Villahermosa, era un hombre gastador, disipado, lleno de deudas, obeso además y gotoso, y por lo mismo completamente inútil para aquel cargo. Que parecía castigo de Dios la peste que estaba asolando las provincias de Andalucía, y se iba extendiendo por un lado a la de Extremadura, por otro a la de Alicante. Que el tesoro estaba de todo punto exhausto, sin verse de dónde poder sacar un escudo: que los grandes vendían sus muebles más preciosos, los banqueros cerraban sus casas, los comerciantes sus tiendas y escritorios, los empleados renunciaban sus destinos porque no les pagaban y no podían mantenerse, y solo por la fuerza o la amenaza seguían desempeñándolos algunos; que había sido necesario sacar muchos empleos a pública subasta, llegando a mirarse como lícito lo que antes se había considerado siempre como abuso, y los que no se vendían se daban por motivos indignos y vergonzosos; que en las provincias ya no se compraba a metálico lo que se necesitaba, sino a cambio y trueque de unas cosas por otras; en una palabra, que la situación del reino no podía ser en todo más deplorable, y que si Dios contenía algún tiempo la ira de los pueblos vejados y oprimidos, también a veces la dejaba estallar para castigo de los soberanos que pudiendo no habían remediado sus males. Y por último, que en cumplimiento de los deberes de su cargo le advertía que si no procuraba poner remedio a tan miserable estado de cosas, no podría en conciencia darle su absolución.

Tales y tan graves palabras, dichas a un rey tan religioso y tan apocado y tímido como Carlos II por el director de su conciencia, no podían menos de ponerle pensativo, apenado y triste. Mas como amaba tanto al de Medinaceli, sentía en su corazón una angustiosa zozobra que no podía soportar. Decidiose al fin a llamar al duque, y encerrado con él en su cámara le confió todo lo que con el confesor le había pasado. Expúsole entonces mañosamente el de Medinaceli que el P. Reluz le parecía un hombre de buena intención, pero que educado en el claustro, sin conocimiento del mundo, ni menos de los negocios de gobierno, ni de las verdaderas necesidades de los pueblos, ni de las obligaciones políticas de los reyes, era un pobre iluso, de poca instrucción y escaso talento, que por meterse en cosas que no le pertenecían, lo confundía lastimosamente todo; y que así no debía inquietarse ni padecer el más pequeño escrúpulo por todo lo que le había dicho, y lo que le convenía era buscar otro confesor mas ilustrado y prudente.

Vacilante y perplejo el rey entre tan opuestos consejos, consultó al secretario Eguía, el cual, atento como siempre a su interés propio, y dispuesto a sacrificar todos sus anteriores compromisos si así le convenía, calculó tenerle más cuenta ponerse del lado del de Medinaceli, y a pesar de su intimidad aparente con el confesor y la camarera, habló al rey en favor del duque, añadiendo que pensaba como él en lo de que debía buscar otro confesor más blando y menos entrometido en las cosas de gobierno. Con esto el rey se determinó a apartar de su lado al P. Reluz, nombrándole obispo de Ávila, bien que él prefirió una plaza en el consejo de la Suprema: y a propuesta del ministro nombró Carlos confesor suyo al P. Bayona, dominico y profesor de la universidad de Alcalá (julio, 1684).

Privada con esto de su mejor apoyo la de Terranova, sospechó que a la caída del confesor no tardaría en seguir la suya, y no se equivocó. Pronto recibió un recado de Carlos, diciéndole que convendría pidiese su retiro fundándose en sus achaques: cosa entonces desacostumbrada, porque las camareras solían serlo toda la vida, o por lo menos mientras durara la de la reina a cuyo servicio una vez entraban. Hízolo así la de Terranova, esforzándose cuanto pudo por disimular la amargura, el resentimiento y la rabia que interiormente la corroían{14}. Entró en su lugar la duquesa de Alburquerque, señora de bastante talento y muy culta, del partido de la reina madre, de quien tenía también buenos informes la reina María Luisa, y aun el mismo Carlos no tardó en deponer las malignas prevenciones que contra ella le había inspirado la de Terranova.

Creyose con esto afirmado en su ministerio el de Medinaceli. Y tal vez habría podido sostenerse contra sus enemigos y envidiosos, si hubiera encontrado recursos siquiera para satisfacer ciertas ambiciones. Mas era el caso que a tal estrechez habían ido viniendo los pueblos y los particulares, que por más diligencias que hacía no hallaba de dónde sacar dinero ni aun para las urgencias de la corte, cuando más para los acreedores holandeses que a este tiempo se presentaron reclamando el pago de los anticipos que para la guerra había hecho aquella república desde 1675; cosa que obligó al buen Carlos a exclamar: «Jamás he visto más deudas y menos dinero para pagarlas: si esto sigue así me veré obligado a no dar audiencia a los acreedores.» Lo peor para el ministro era haber dejado retrasar el pago de la pensión de la reina madre, lo cual no le perdonaba fácilmente aquella señora, que había vuelto a recobrar casi todo su antiguo ascendiente sobre su hijo, y por ella se daban otra vez los empleos sin consulta del Consejo. Por otra parte los amigos de fuera nos iban abandonando, y aquellos mismos genoveses que con tanta gloria se habían defendido contra el poder marítimo de la Francia por conservarse bajo la protección del rey católico, reconciliáronse con Luis XIV por mediación del papa (1685); ¡que fue cosa triste ver que hasta el pontífice caía en la flaqueza humana de desamparar al débil, y aun sacrificarle al poderoso! Y tanto se humillaron ante el señor y el tirano de Europa aquellos antes tan fieros repúblicos, que a trueque de hacérsele benévolo y propicio le prometieron solemnemente arrojar ellos mismos de su ciudad y fortalezas las tropas españolas y desarmar sus galeras.

No dejaban de llegar a oídos del rey las quejas de tantos males, y las murmuraciones contra la ineptitud de su primer ministro. Veía también que ni los consejos ni las juntas ponían remedio al desorden de la administración. Veíalo igualmente la reina María Luisa, señora de buenos deseos y de mas resolución que su marido, aunque de complexión también débil, y ella fue la que le aconsejó que separase a Medinaceli. Si el mismo duque se convenció o no de que estaba siendo ya objeto de la indignación pública, y de que no servía para gobernar en circunstancias tan difíciles, cosa es de que puede dudarse. Porque ello es que se mantuvo en su puesto hasta que recibió una orden del rey diciéndole que podía retirarse a su villa de Cogolludo; y acabole de informar de su desgracia el saber que iba privado de todos sus empleos. Salió pues el duque de Madrid para Guadalajara (11 de junio, 1685), quedándose en la corte la duquesa su esposa para ver si conseguía que se le levantara el destierro{15}.

Habiendo salido del ministerio el duque de Medinaceli, reemplazole en el cargo de primer ministro el conde de Oropesa, uno de los que más habían influido en su caída, no obstante que tenía motivos para estarle agradecido, porque a él le debía el haber sido consejero de Estado y presidente de Castilla.




{1} Gaceta ordinaria de Madrid de 27 de febrero de 1680.

{2} Diario de los sucesos de aquel tiempo, MS.: Papeles de Jesuitas, pertenecientes a la Real Academia de la Historia.

{3} «Sepan (decía el pregón) todos los vecinos y moradores de esta villa de Madrid, corte de S. M., estantes y habitantes en ella, como el Santo Oficio de la Inquisición de la ciudad y reino de Toledo celebra auto público de la fe en la Plaza Mayor de esta corte el domingo 30 de junio de este presente año, y que se les conceden las gracias e indulgencias por los sumos pontífices dadas a todos los que acompañasen y ayudasen a dicho auto. Mándase publicar para que venga a noticia de todos.»– Este pregón se repitió en ocho puntos principales de la población, en que la procesión hizo alto.– Relación histórica del auto general de fe que se celebró en Madrid este año de 1680, con asistencia del Rey N. S. Carlos II, &c. Por José del Olmo, alcaide y familiar del Santo Oficio: un vol., 4.º, impreso en 1630, y reimpreso en 1820.

{4} El mismo autor de la Relación histórica. En ella hay una curiosa lámina, que representa el teatro, con todos los concurrentes al acto en sus respectivos trajes y vestimentas, ocupando cada cual el lugar que le había sido designado.

{5} Nominalmente se insertan en la relación, y por orden alfabético de sus títulos. Así los primeros son: el duque de Abrantes, el conde de Aguilar, el de Alba de Liste, el duque de Alburquerque, el conde de Altamira, el príncipe de Astillano; siguen el duque de Béjar, el conde de Benavente, &c.

{6} La sentencia que se notificó la noche anterior a los reos condenados a relajar decía: «Hermano, vuestra causa se ha visto y comunicado con personas muy doctas de grandes letras y ciencia, y vuestros delitos son tan graves y de tan mala calidad, que para castigo y ejemplo de ellos se ha hallado y juzgado que mañana habéis de morir: preveníos y apercibíos, y para que lo podáis hacer como conviene, quedan aquí dos religiosos.»

{7} El juramento se hizo en los términos siguientes: «¿V. M. jura y promete por su fe y palabra real, que como verdadero católico rey, puesto por la mano de Dios, defenderá con todo su poder la fe católica que tiene y cree la Santa Madre Iglesia apostólica de Roma, y la conservación y aumento de ella, y perseguirá y mandará perseguir a los herejes y apóstatas contrarios de ella, y que mandará dar y dará el favor y ayuda necesaria para el Santo Oficio de la Inquisición y ministros de ella, para que los herejes perturbadores de nuestra religión cristiana sean prendidos y castigados conforme a los derechos y sacros cánones, sin que haya omisión de parte de V. M. ni excepción de persona alguna de cualquiera calidad que sea?– Y S. M. respondió: Así lo juro y prometo por mi fe y palabra real.– Y dijo S. E.: Haciéndolo V. M. así, como de su gran religión y cristiandad esperamos, ensalzará nuestro Señor en su santo servicio a V. M. y todas sus reales acciones, y le dará tanta salud y larga vida como la cristiandad ha menester.»

{8} Los reos fueron 118: de ellos unos abjuraron de levi, otros de vehementi, muchos eran judaizantes, y unos fueron relajados en estatua y otros en persona. El familiar del Santo Oficio, historiador de este suceso, inserta los nombres de todos, con un sumario de los delitos y sentencias de cada uno. Entre ellos los había artesanos infelices de los más bajos oficios, miserables sirvientes, y hasta muchachas de quince y diez y siete años pertenecientes a la clase más pobre y humilde, que no se comprende de qué errores podían abjurar en materias de fe.

En 28 de octubre del mismo año se celebró en Madrid otro auto particular de fe, al cual salieron quince reos.

{9} Que fue, dice el autor del dietario manuscrito, gran collonería de los españoles. Y añade: «¡Buena va la privanza! Ello dirá.»

{10} Historia y obras de Luis XIV. Historia de los Países Bajos.– Gacetas de 1683.– Quincy, Historia militar de Luis el Grande.

{11} Primeras noticias laureadas de la valerosísima defensa de la muy noble y muy leal ciudad de Gerona contra el ejército de Francia que manda el mariscal de Belefonds; publicase a 31 de mayo, 1684.– Ilustración a las noticias laureadas, &c.– Relación extraordinaria de las cosas de la guerra de Cataluña, &c.– Tres papeles impresos en la colección de Gacetas de 1684.

{12} Quincy, Historia militar de Luis XIV.– Colección de tratados de paces, treguas, &c.– Historia general de las Provincias-Unidas de Flandes.– Gacetas de 1684.

{13} Relación de los incendios y ruinas ejecutadas por la armada de Francia en la ciudad de Génova, con bombas y otras invenciones de fuego, desde el día 18 hasta el 25 de mayo, 1684: impresa en el mismo año por Sebastián de Armendáriz.

{14} No pudo llevar muy adelante la ficción y el disimulo, pues al decir de un escritor de aquel tiempo, luego que se despidió de la reina, y al separarse de las damas que la acompañaban les dijo: «Me voy a mi casa a gozar de reposo, y no pienso volver jamás a palacio ni acordarme de él.» Y dio dos fuertes golpes sobre una mesa, e hizo trizas un abanico, y le arrojó al suelo y le pisoteó, con otros semejantes ademanes de cólera.

{15} Relación manuscrita de los sucesos de la corte en este tiempo: Biblioteca de la Real Academia de la Historia, Archivo de Salazar.– Ibid. Papeles de Jesuitas.– Relaciones, &c. MM. SS. de la Biblioteca nacional.– Diarios manuscritos del tiempo.