Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro V ❦ Reinado de Carlos II
Capítulo XIII
Los hechizos del rey
De 1698 a 1700
Lo que dio ocasión a sospechar que estaba hechizado.– Sus padecimientos físicos, su conducta.– Cobra cuerpo la especie de los hechizos.– El inquisidor general Rocaberti, y el confesor Fr. Froilán Díaz.– Su correspondencia con el vicario de las monjas de Cangas en Asturias.– Monjas energúmenas.– Conjuros: respuestas de los malos espíritus sobre los hechizos del rey.– Relaciones extravagantes.– Sufrimientos de Carlos.– Nuevas revelaciones de unos endemoniados de Viena sobre los hechizos del rey.– Viene de Alemania un famoso exorcista a conjurarle.– Indagaciones que se hicieron de otras energúmenas en Madrid.– Quiénes jugaban en estos enredos.– Nómbrase inquisidor general al cardenal Córdoba.– Muere casi de repente.– Sucédele el obispo de Segovia.– Delata a la Inquisición al confesor Fr. Froilán Díaz.– Despójase a este de los cargos de confesor y de ministro del Consejo de Inquisición.– Célebre proceso formado a Fr. Froilán Díaz sobre los hechizos.– Importante y curiosa historia de este ruidoso, proceso.– Término que tuvo.
No era nuevo en España, y acontecía lo propio en otros países en el siglo XVII, atribuir a los malos espíritus, o a obra de hechicería, o bien a arte de encantamiento, cierto estado, ya físico, ya moral, de los reyes y de otros personajes ilustres. Recordemos si no las diligencias judiciales que con toda formalidad se instruyeron sobre los hechizos que se suponía daba el conde-duque de Olivares al rey Felipe IV. Los que se cuenta haber padecido Carlos II han alcanzado, no sin razón, cierta celebridad histórica que nos pone en la obligación de referir lo que sobre ello hubo de cierto, lo cual al propio tiempo dará idea a nuestros lectores de las costumbres de aquella época, y de aquella rara mezcla que se advierte de fanática superstición y cándida ignorancia en unos, de hipócrita y refinada maldad en otros.
La extrema flaqueza y desfallecimiento físico que desde muy temprana edad experimentaba el rey, junto con ciertos movimientos convulsivos que en determinados periodos padecía, y que los médicos no acertaron a curarle, degenerando en dolencia crónica que a veces se le agravaba en términos de poner en inminente peligro su vida; la circunstancia de reconocerse en Carlos un entendimiento claro, una conciencia recta y una piedad acendrada, y de verle obrar comúnmente en sentido contrario a estas dotes y a estas virtudes, hizo nacer y cundir la sospecha y el rumor de que los malos espíritus estaban apoderados de su persona. Ya en tiempo del inquisidor general don Diego Sarmiento Valladares llegó a tratarse este asunto en el Consejo de Inquisición, si bien se sobreseyó pronto en él por falta de pruebas. Con noticia que de correr esta especie tuvo el enfermizo monarca, él mismo consultó en secreto con el inquisidor general Rocaberti (principios de enero, 1698), encomendándole averiguase lo que hubiera de cierto, o para buscar el remedio, o para salir de su cuidado. Era Rocaberti hombre más fanático y crédulo que avisado y docto. Dio cuenta de ello al tribunal del Santo Oficio; y los inquisidores, mas ilustrados que su superior, no encontrando materia de procedimiento, no quisieron tampoco llenar de escándalo y turbación la corte con una cosa que miraron como inverosímil y absurda, mientras otros datos o pruebas no hubiese.
Insistiendo no obstante en su idea el Rocaberti, aprovechó la circunstancia de haber sido destinado al confesonario del rey (abril, 1698) el padre Fr. Froilán Díaz, varón de tanta piedad como candidez, y de no muchos letras aunque catedrático de Alcalá, para inducirle, como lo logró, a que le ayudara en sus investigaciones sobre los hechizos del rey. Dio la casualidad que a poco tiempo de esto un religioso dominico, contemporáneo del Fr. Froilán, le diese noticias de que en el convento de dominicas recoletas de la villa de Cangas de Tineo en Asturias se hallaba de confesor y vicario otro religioso, amigo antiguo de ambos, llamado Fr. Antonio Álvarez de Argüelles, que tenía especial habilidad para exorcizar endemoniados, como lo estaba acreditando con tres religiosas poseídas que había en el convento, y que por lo tarto platicaba con los demonios, quienes le habían revelado cosas importantes. Faltole tiempo al Fr. Froilán para comunicar tan interesante descubrimiento al inquisidor, y éste vio, como decirse suele, el cielo abierto para sus fines. Inmediatamente escribió al obispo de Oviedo don Fr. Tomas Reluz para que interrogara al vicario. Pero aquel prelado dio una lección de buen sentido al inquisidor general, contestándole, que lo que el rey padecía no eran hechizos, sino flaqueza de cuerpo y una excesiva sumisión a la voluntad de la reina, y así lo que necesitaba no eran exorcismos sino saludables medicinas y buenos consejos.
Mas no dándose por abochornados con esto Rocaberti y el confesor, escribieron directamente al vicario de las monjas (18 de junio, 1698), dándole instrucciones de cómo había de preguntar al demonio, teniendo en el pecho una cédula con los nombres del rey y de la reina. Respondioles el Fr. Antonio que había hecho el conjuro, puestas las manos de una de las energúmenas sobre un ara, y que el demonio había dicho que en efecto el rey estaba hechizado desde los catorce años, y que el hechizo le había sido dado en una bebida{1}. Prescribía luego el padre, como cosa suya, las medicinas que se le habían de dar en ayunas, y cómo se habían de bendecir, añadiendo que no se perdiera tiempo, porque había mucho peligro. A esta carta contestó el confesor dando las gracias al P. Argüelles, pero haciéndole mil preguntas; cuántas veces y en qué lugar se habían de hacer los conjuros, qué remedio habría en lugar del aceite que había mandado y que el rey no podía tomar, cómo se llamaba la persona que le había hechizado, y dónde vivía, &c. A fuerza de instancias que en otras cartas posteriores le hicieron, pues a aquella no dio contestación, respondió el vicario a nombre del oráculo a quien consultaba (22 de octubre, 1698), que los hechizos se los había dado en 1675 la reina doña Mariana de Austria, por medio de una mujer que se llamaba Casilda, en un pocillo de chocolate, y que el maleficio le había confeccionado de los huesos de un ajusticiado en la Misericordia: que esto lo había hecho a fin de reinar, en tiempo de don Juan de Austria, y que Valenzuela había sido el intermedio; daba repugnantes pormenores acerca del filtro, e insistía en prescribir como remedios lo del aceite bendecido en ayunas, ungirle el cuerpo y cabeza, y ciertas ceremonias para los exorcismos.
Así continuó por algún tiempo esta correspondencia, llena de ridiculeces y puerilidades cada día más absurdas, hasta que el vicario de las monjas, se conoce que hostigado y apretado con tantas preguntas, escribió en 28 de noviembre (1698), que había encontrado a los demonios por demás rebeldes, y que después de dos horas de conjuros para hacerlos hablar, le respondió Lucifer que no se fatigase, que el rey no tenía nada, y que todo lo que antes le había dicho era mentira. Aun no bastó tan desengañada respuesta a la fanática gente que rodeaba al infeliz monarca, y no pararon el inquisidor y el confesor hasta arrancar del vicario (que sin duda no se atrevía a faltar a Rocaberti, que había sido su superior, y a quien llamaba mi amo) otros pormenores y señas acerca de los maleficios. En estas hablaba, no solo de la Casilda Pérez, sino de otra segunda hechicera, por nombre Ana Díaz, que vivía en la calle Mayor; pero asegurando repetidamente el demonio que ya no se descubriría mas en el asunto hasta que fuera exorcizado el rey en la capilla de Atocha, cosa que no les pareció bien a los de acá. Pero esta singular correspondencia prosiguió hasta junio de 1699, en que cesó por muerte del inquisidor general Rocaberti{2}.
Lo peregrino del caso es, que a pesar de las extravagancias de aquellas revelaciones, en Madrid se practicaba con el rey todo lo que el demonio por conducto del vicario de las monjas de Cangas prevenía que se hiciese, excepto lo que evidentemente se conocía que era más apropósito para matarle que para sanarle. Pero se le llevó a Toledo, se trajeron a la cámara médicos de fuera, y se hicieron otras cosas de que nadie acertaba a darse explicación, y era que venían sugeridas de Asturias. El pobre Carlos sufría muchos tormentos, y no era el menor de ellos el de la aprensión en que le habían metido; y cada vez que se advertía algún alivio o mejoría en su salud, se atribuía a la eficacia de los exorcismos y de los otros remedios. La reina no se apercibió de lo que pasaba hasta poco antes de morir Rocaberti: en el enojo y la indignación que le produjo semejante superchería, ya que no pudo vengarse del inquisidor porque la muerte le libró de sus iras, meditó como tomar venganza del confesor Fr. Froilán.
Si hasta aquí habían hablado los malos espíritus de Asturias, después comenzaron a hablar los de Alemania, de donde envió el emperador Leopoldo una información auténtica, hecha por el obispo de Viena, de lo que dijeron unos energúmenos exorcizados en la iglesia de Santa Sofía; a saber, que Carlos II de España estaba maleficiado, y que la hechicera había sido una mujer llamada Isabel que vivía en la calle de Silva, y los instrumentos del maleficio estaban en el umbral de la puerta de su casa y en cierta pieza de palacio. Llevados estos papeles por el embajador del imperio al consejo de Inquisición, hiciéronse averiguaciones, y en ambos lugares designados se encontraron unos muñecos y envoltorios, que por dictamen de teólogos y peritos se quemaron en lugar sagrado con las ceremonias que prescribe el misal romano (julio, 1699). Para exorcizar al rey se hizo venir también de Alemania al capuchino Fr. Mauro Tenda, que tenía gran fama en esto de conjurar y lanzar demonios, el cual con sus conjuros, hechos con atronadora voz, dio no pocos sustos y sobresaltos al infeliz monarca, que acabaron de ponerle en el más miserable estado. Y como los exorcistas de ahora eran alemanes, temiose mucho que los demonios de Alemania trastornaran su juicio hasta hacer que viniese la corona al archiduque austriaco.
En esto aconteció que un día (setiembre, 1699) se entró en palacio una mujer desgreñada y como frenética, sin que pudiera contenerla nadie hasta que logró llegar a la presencia del rey, el cual así que la vio sacó el Lignum Crucis que llevaba consigo, con que se detuvo la mujer, siendo después sacada en hombros hasta las galerías. Súpose que esta mujer vivía con otras dos, poseídas también del espíritu maligno, y se envió a conjurarlas a Fr. Mauro Tenda, acompañándole algunas veces de orden del rey el padre Froilán. Interrogado el demonio, resultó esta vez de su respuesta ser los autores del maleficio la reina y un allegado suyo, llamado don Juan Palia, que le habían dado los hechizos en un polvo de tabaco, cuyos restos se conservaban en un escritorio. Jugaban además en ello otras mujeres, y no salían bien librados ni el almirante ni la reina Mariana de Neuburg, lo que dio lugar a que muchos sospecharan que este mal espíritu era francés, y la reina acabó de enardecerse contra el P. Froilán Díaz. Delatole a la Inquisición, pidiendo que se le declarara por reo de fe; y para que la denuncia no fuese ineficaz, trabajó mucho para que el rey nombrara inquisidor al comisario general de la orden de San Francisco Fr. Antonio Folch de Cardona, que era partidario suyo. Mas por esto mismo, y porque era amigo del almirante, se resistió a ello Carlos, nombrando al cardenal Córdoba, hijo de los marqueses de Priego. Cuando el nuevo inquisidor general se mostraba resuelto a proceder severamente contra el almirante, a quien suponía agente principal de todos aquellos enredos, haciendo que le prendiera el Santo Oficio de Granada, donde a la sazón había sido desterrado, y que se ocuparan y sellaran todos sus papeles, sobrevínole al cardenal Córdoba una ligera indisposición: hiciéronle sangrar los médicos, y tal fue la sangría que a los tres días, y en la propia noche que le llegó la bula de Inquisidor general, había dejado de existir. Sobre tan repentino fallecimiento hiciéronse los juicios y comentarios que el lector podrá discurrir en época de tanta intriga y enredo.
Desfallecido entonces el rey, y más agitado que nunca su espíritu con tan extraordinarios accidentes, fuele fácil a la reina lograr el cargo de inquisidor general, ya que no para el comisario de San Francisco a quien aborrecía Carlos, para el obispo de Segovia don Baltasar de Mendoza, con quien la reina contaba, y a quien ofreció proponer para el capelo si obraba en conformidad a sus planes. Hízolo así el prelado, delatando a la Inquisición a Fr. Mauro Tenda por supersticioso (enero, 1700), y haciendo que lo fuese después el confesor Fr. Froilán, acusándole de todo lo sucedido en el asunto del vicario y las endemoniadas de Cangas y en los exorcismos del rey. Aunque el P. Froilán declaró haber sido todo practicado por orden del difunto inquisidor general Rocaberti y con anuencia del soberano, no pudo conjurar la tormenta que contra él se había fraguado entre la reina y Mendoza. Presentose el nuevo inquisidor general al rey pidiendo separase del confesonario a Fr. Froilán como procesado por el Santo Oficio. El infeliz Carlos no estaba ya en disposición de resistir a nada, y el cargo de confesor fue conferido a Fr. Nicolás de Torres-Padmota, capital enemigo de Fr. Froilán, el cual al día siguiente fue privado también de la plaza que tenía en el Consejo.
Todo esto, sin embargo, no era sino el principio de la larga persecución que aquel religioso estaba destinado a sufrir, en expiación, no de sus maldades ni crímenes, sino de su credulidad y supersticiosa ignorancia, y de la enemiga y maldad de sus perseguidores. A los pocos días se le mandó presentarse en su convento de San Pablo de Valladolid. En dirección de esta ciudad salió el depuesto confesor, mas torciendo luego el camino fuese a Roma, donde en virtud de severísimas órdenes recibidas de la corte le arrestó el embajador, duque de Uceda, y le envió a España en un mal buque, en el cual arribó como por milagro a Cartagena. Allí le esperaban ya los ministros del Santo Oficio, que apoderándose de su persona le condujeron a las cárceles secretas del de Murcia.
Mas como quiera que este ruidoso proceso durara hasta mucho después de la muerte del rey, y que a este tiempo estuvieran ocurriendo otros gravísimos sucesos que habían de producir fundamentales mudanzas en la suerte y la vida de esta monarquía, fuerza nos es dejar ya el incidente de los hechizos y de la célebre causa del confesor, de cuya marcha y terminación podrán no obstante informarse nuestros lectores por la sucinta relación que de ella hacemos en la nota que va al pie, y dar cuenta de lo que en Madrid y en las cortes extranjeras se trabajaba en el negocio de la sucesión al trono de España en los últimos momentos del reinado de Carlos II. Nuestros lectores comprenderán cuán abundante pasto suministrarían los supuestos hechizos a la crítica y la mordacidad de los murmuradores y noveleros de la corte, y cuán triste espectáculo estaríamos dando a todas las naciones del mundo, entretenida la corte de España con puerilidades y sandeces ridículas, con los cuentos y chismes de los energúmenos, con los conjuros y exorcismos de un rey que se suponía hechizado, manejado este negocio por inquisidores, frailes y mujeres, en tanto que las potencias de Europa se ocupaban en repartirse nuestros dominios, y en disputarse con encarnizamiento la pobre herencia que del inmenso poder de la España del siglo XVI había de dejar a su muerte el desgraciado Carlos II.{3}
{1} Et hoc (añadía en latín, y en latín debemos transcribirlo también nosotros) ad destruendam materiam generationis in Rege, et ad eum incapacem ponendum ad regnum administrandum.– Proceso criminal fulminado contra el P. Fr. Froilán Díaz, impreso en Madrid en 1787, tomo I.
{2} Todo esto se encuentra minuciosamente referido en el citado opúsculo: Proceso criminal contra el P. Fr. Froilán Díaz, tomo I.
{3} Es tan importante, bajo el punto de vista histórico, este proceso, que no podemos dejar de seguirle, siquiera sea rápida y sumariamente, hasta su fin.
Preso el P. Froilán Díaz en las cárceles del Santo Oficio de Murcia, diose cuenta de todo lo actuado en el Consejo Supremo de la Inquisición, y leídos los autos, a petición del inquisidor general, se nombró una junta de cinco calificadores; la cual, aunque presidida por un consejero que no era amigo del acusado, opinó que no merecía censura ni podía considerársele como reo de fe. Vista después la causa en Consejo pleno (23 de junio, 1700), todo el consejo declaró que debía sobreseerse. Empeñose, no obstante, el inquisidor general en que había de seguirse hasta la definitiva, y que se había de tener al P. Froilán en las cárceles secretas. Y en efecto, el 8 de julio se extendió y leyó el auto de prisión, como proveído por todo el Consejo, pretendiendo el prelado presidente que se rubricase. Pasmáronse al oírlo los consejeros, y negáronse a rubricar lo que no habían resuelto ni votado. Firmes aquellos magistrados en este propósito, y no bastando a intimidarlos las amenazas del inquisidor general, mandó este prender a tres y al secretario, cosa que produjo imponderable escándalo en la corte, y se hizo pábulo de todas las conversaciones. El no haber sido preso también el consejero Cardona, fue atribuido por unos a ser hermano del comisario general de San Francisco, tan favorecido de la reina; por otros a un rico presente que este había hecho al inquisidor general por enhorabuena de su nombramiento, que consistía en un juego de oratorio, a saber, cáliz, patena, platillo, vinajeras, aguamanil y cuatro fuentes, todo de plata sobredorada, y con exquisitas labores de buril, cuya dádiva apreció mucho el agraciado.
Noticioso el desatentado obispo de que a casa de Miguélez, uno de los consejeros arrestados, concurrían varias personas de distinción, y de que en las conversaciones se prorrumpía en dicterios contra él, hizo una noche que el alguacil mayor y los familiares del Santo Oficio, todos armados, le sacaran de su casa, le llevaran a Santiago de Galicia, y le recluyeran sin comunicación en el colegio de la Compañía de Jesús (agosto, 1700). Acto continuo, jubiló a los tres inquisidores, y desterró de Madrid por cuatro años al secretario Cantolla.
Proceder tan despótico levantó un clamor universal, y el Consejo de Castilla representó al rey en favor de los ministros jubilados, ponderando su ilustración, sus merecimientos y servicios, diciendo que el escandaloso atentado cometido contra sus personas no tenía más causa que haber querido ellos cumplir las leyes, las órdenes y las bulas pontificias, y excitando a S. M. que tomara mano en el negocio, a fin de reprimir semejantes arbitrariedades y violencias. Temió la reina los efectos de este paso de una corporación tan respetable, y dirigió algunos cargos y exhortó a la templanza a su amigo el inquisidor general. Por su parte el generalísimo de la orden de Santo Domingo (a que pertenecía Fr. Froilán), que se hallaba en Roma, envió a Madrid un religioso catalán de los más doctos, y práctico en los negocios políticos, con la comisión de solicitar en su nombre la libertad y la absolución del padre Froilán. Había muerto ya en este tiempo Carlos II. El dominico catalán trabajó desesperadamente y sin descanso por espacio de dos años con los ministros de Felipe V, y principalmente con el nuncio de S. S., a quien encontró obstinado y tercamente hostil al procesado. Tantas fueron las fatigas, tantas las contrariedades y disgustos que sufrió, que dieron al traste con su robustez, adquirió una enfermedad peligrosa, y suplicó al general le relevara de tan penosa comisión. En su reemplazo fue enviado de Roma otro religioso, también catalán, hombre maduro, de muchas letras, de gran serenidad y constancia, y muy conocedor del mundo. Este, como su antecesor, se entendían para sus gestiones con el consejero Cardona, pero tanto tuvo que luchar con el inquisidor general y el nuncio, que también enfermó de gravedad; si bien continuó sus trabajos tan pronto como estuvo en convalecencia.
En tal estado la cuestión del proceso de Fr. Froilán tomó unas proporciones gigantescas. Porque calculando el nuncio el partido que de esta competencia podía sacar en favor de Roma, comenzó por pretender que este asunto no podía ser fallado ni por el rey ni por sus tribunales, siendo todos seculares, sino que correspondía su decisión a S. S. o a las personas que para ello delegara. Llevada a este terreno la cuestión, naturalmente vino a parar en si el Consejo de Inquisición de España podía resolver por autoridad propia, o solo por delegación pontificia: si las bulas delegaban toda la jurisdicción apostólica en el Consejo, o solo en el inquisidor general; en una palabra, si la Inquisición de España era una mera dependencia de Roma. Las pretensiones del nuncio causaron una verdadera alarma: entre las personas con quienes se consultó el negocio fue uno el consejero de Inquisición don Lorenzo Folch de Cardona, el cual en su respuesta defendió firme y valerosamente los derechos del tribunal, demostró al nuncio la falsedad o futilidad de los fundamentos y razones en que quería apoyarse, y le previno procediera en adelante con más cautela en asentar proposiciones que tendían a despojar al rey de España de sus más preciosas regalías, y que al rey y a sus tribunales era a quien competía discutir la cuestión pendiente.
«Por espacio de 200 años (decía entre otras cosas), ha tenido el Consejo de Inquisición voto decisivo, a vista, ciencia y tolerancia de todos los señores inquisidores generales que ha habido en el dilatado tiempo de dos siglos; y siendo siempre los breves unos mismos, ninguno ha puesto duda en ellos, hasta que la suscitó el señor inquisidor general presente: y sería cosa bien notable y de las más raras, que a todos sus antecesores se les hubiese escapado lo que a S. E. se le había ofrecido; siendo así que en la gran modestia de S. E. no cabía decir, ni aun imaginar, era más docto y sabio que tantos ilustres y excelsos varones como los que le habían antecedido, habiendo ocupado su silla varios cardenales, entre ellos el eminentísimo señor don Fr. Francisco Jiménez de Cisneros, varón a todas luces grande, y que no sería menos amante de defender la jurisdicción de sus dignidades que el Ilmo. señor obispo de Segovia... &c.»
Es inexplicable lo que irritó a Monseñor nuncio tan enérgica respuesta; quejábase a gritos de la ofensa que decía haberse hecho a su dignidad y a su persona, y pedía satisfacción del agravio. Replicaba Cardona que contestara por escrito y con razones a su papel, que él sabría defenderse. Esta acalorada polémica duró algún tiempo, y al fin los amigos del nuncio y del inquisidor general publicaron un escrito, que escandalizó por lo destemplado, y pareció mal aún a los mismos de su partido. Hubo hasta lances personales en el mismo Consejo entre el fiscal y Cardona, de que resultó privar la reina gobernadora al fiscal de la asistencia al Consejo, que fue un golpe terrible para el nuncio y el inquisidor general. El rey al regreso de una de sus expediciones convocó varias juntas, de cuyos informes, así como del que dio el Consejo de Castilla, salieron mal librados los que querían hacer de la Inquisición de España una mera delegación de Roma.
Últimamente resolvió el rey Felipe V cortar por sí mismo tan larga competencia, y habiendo conferenciado secretamente con el consejero Cardona, y teniendo presente el informe del Consejo Real de Castilla, expidió el siguiente decreto, que apareció un día en el Consejo de la Inquisición: «Yo el Rey.– Por un efecto de mi benignidad y justicia, y para subsanar mi real conciencia, he venido en mandar que en mi real nombre, y por el mi Consejo de Inquisición, inmediatamente se restituya al ejercicio de sus empleos a los tres consejeros jubilados, don Antonio Zamorano, don Juan Baptista Arzeamendi y don Juan Miguélez, verificándose en esto el Omnimoda, de suerte que sin intermisión ni hueco alguno han de percibir enteramente todos sus sueldos, gajes y emolumentos de todo el referido tiempo; y efectuada que sea esta mi real voluntad, se pasará aviso de su entero cumplimiento a mi secretaría.– Madrid y noviembre 3 de 1704.»
A los cuatro días pasó al inquisidor general la real orden siguiente, que es notable: «Yo el Rey.– A vos el obispo de Segovia, como inquisidor general.– Tendréis entendido para vuestro gobierno y el de los que os sucedan en el empleo de inquisidor general, o presidente del mi Consejo de Inquisición, que habiéndose de mi orden examinado por personas de la mayor literatura, virtud y prudencia todos los fundamentos, bulas, reales pragmáticas, y demás que sirvieron como de cimiento para la erección y creación que los reyes mis predecesores hicieron de este mi Consejo de Inquisición: que a los ministros que le componen, y a los que en adelante eligiese y nombrase mi real voluntad, que los habéis de reconocer y respetar (en cuanto os permita la superioridad de presidente del dicho mi Consejo), como a ministros, y que habéis de tener presente son mis ministros, que representan mi real persona, ejerciendo mi jurisdicción territorial, y que como a tales los hayan de reconocer y respetar todos los inquisidores generales, no embarazándoles de ningún modo el voto decisivo que por derecho les compete, y en mi real nombre ejercen.– Asimismo os mando, pena de ocuparos las temporalidades, sacándoos de todos mis reinos y señoríos, que dentro del tercero día, de que se ha de dar testimonio, esto es, que a las 72 horas de recibida y leída esta mi real voluntad, habéis de remitir y presentar en el Consejo de Inquisición todos los documentos, declaraciones, sumarias informaciones, cartas y demás instrumentos públicos y secretos, correspondientes a la criminalidad fulminada por vos en dicho Consejo contra los procedimientos del M. Fr. Froilán Díaz, del orden de Santo Domingo, del mismo Consejo, confesor que fue del señor Carlos II (que santa gloria haya); y efectuado que sea, me daréis aviso de haberlo así ejecutado, como también me habéis de certificar en el mismo Consejo de Inquisición la verdadera existencia o prisión de dicho religioso. Madrid 7 de noviembre de 1704. Al obispo de Segovia, inquisidor general.»
Ejecutado todo por el inquisidor general, quien al propio tiempo certificó hallarse preso el fray Froilán Díaz en el colegio de dominicos de Atocha, y llevados al Consejo todos los papeles concernientes a su causa, el Consejo dictó el siguiente fallo: «En la villa de Madrid, a 17 de noviembre de 1704, juntos y congregados en el Supremo Consejo de la Santa Inquisición todos los ministros que le componen, acompañados de los asesores del real de Castilla, se hizo exactísima relación de esta causa criminal fulminada contra Fr. Froilán Díaz... y hecho cargo este Supremo Senado de todo cuanto se le imputaba, como de la tropelía que injustamente se había hecho padecer a su persona en el dilatado término de cuatro años, determinó y sentenció esta causa en la forma siguiente:
»Fallamos unánimes y conformes (némine discrepante), atento los autos y méritos del proceso y cuanto de ellos resulta; que debemos absolver y absolvemos al P. Fr. Froilán Díaz, de la sagrada orden de predicadores, confesor del señor Carlos II y ministro de este cuerpo, de todas cuantas violencias, de todas cuantas calumnias, hechos y dichos se han imputado en esta causa, dándole por totalmente inocente y salvo de ellos. Y en su consecuencia mandamos, que en el mismo día de la publicación se le ponga en libertad, para que desde el siguiente, o cuando más le convenga, vuelva a ocupar y servir la plaza de ministro que en propiedad goza y tiene en este Consejo, a la que le reintegramos desde luego con todos sus honores, antigüedad, sueldos devengados y no percibidos, gajes, emolumentos y demás que le han correspondido en los referidos cuatro años, de modo que se ha de verificar el Omnímoda y total percepción de todos sus sueldos, como si sin intermisión alguna hubiera asistido al Consejo de Inquisición: y asimismo mandamos que por uno de los ministros de este tribunal (para mayor confirmación de su inocencia), se le ponga en posesión de la celda destinada en el convento del Rosario para los confesores del monarca, de la que se le desposeyó tan indebidamente: Y que de esta nuestra sentencia se remita copia autorizada por el secretario de la causa a todas las inquisiciones de esta monarquía, las que deberán dar aviso a este Supremo tribunal de quedar enteradas de esta resolución, y así lo pronunciamos y declaramos.»
Tal fue el término que tuvo el ruidoso proceso formado al P. Fr. Froilán Díaz sobre los hechizos del rey, reservando para otro lugar hacer las muchas reflexiones a que se presta, y sacar las importantes consecuencias que se desprenden relativamente al cambio de ideas y a la variación en la marcha política que se experimentó en la transición de uno a otro reinado.
Hállase todo más minuciosamente referido en el tomo I del antes citado Opúsculo: los otros dos volúmenes contienen copias de las consultas que se hicieron a varios consejos y juntas, y sus respuestas, con otros varios documentos, entre ellos el luminoso informe del Consejo de Castilla.
El erudito don Melchor Rafael Macanaz, en sus Memorias para la Historia del reinado de Felipe V (MM. SS.), dedicó varios capítulos a la relación de este ruidoso proceso, que proseguía en su tiempo. El lector que desee estudiar este célebre episodio, de que nosotros tendremos tal vez necesidad de volver a hablar más adelante, encontrará en dicha obra abundantes y curiosas noticias.