Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro VI Reinado de Felipe V

Capítulo III
Lucha de influencias en la corte
Actividad del rey
1703

Conducta del rey a su regreso a España.– Rivalidad entre la princesa de los Ursinos y el embajador francés.– Intrigas del cardenal.– Contestaciones entre Luis XIV y los reyes de España sobre este punto.– Triunfo de la princesa sobre sus rivales.– Separación del cardenal embajador.– Retirada de Portocarrero.– Nuevas intrigas en las dos cortes.– El abate Estrées.– Aplicación del rey a los negocios de Estado.– Reorganiza el ejército.– Espontaneidad de las provincias en levantar tropas y aprontar recursos.– Actividad de Felipe.–  Anuncios de guerra.– Ligase el rey de Portugal con los enemigos de España.– Viene el archiduque de Austria a Lisboa.– Declaración de guerra por ambas partes.– Estado de la guerra general en Alemania, en Italia y en los Países Bajos.
 

Tan pronto como Felipe regresó a la corte de España, y se desembarazó de las primeras ceremonias de los besamanos, de los plácemes y de los festejos con que se celebró su entrada, puso en ejecución su decreto expedido en Figueras consagrándose a despachar por sí mismo todos los negocios de gobierno, sin dar entrada en el despacho a ningún consejero, ni de los que le habían asistido en su jornada, ni de los que habían formado el de la reina durante su ausencia; pues no queriendo servirse de todos, ni hacer preferencias que suscitaran celos y rivalidades, tuvo por mejor no admitir a ninguno. Veremos luego los saludables efectos de esta conducta del joven monarca, que causó gran novedad y extrañeza, especialmente al cardenal Portocarrero que tanta influencia estaba acostumbrado a ejercer. Que aunque todavía siguieron dándose los mejores empleos a sus deudos y criaturas, mortificábale mucho no tener entrada en el gabinete del despacho. En cambio tenía en su casa una junta compuesta de varios eclesiásticos y letrados para tratar de todas las cosas de gobierno, los cuales eran muy buenos y muy experimentados en materias eclesiásticas y de justicia, pero ni versados ni entendidos, y casi completamente ajenos a las de hacienda, guerra y gobernación general de un Estado; y por lo tanto no hicieron otra cosa que cuidar de los adelantos y medros de sus hechuras, y crearse enemigos entre los magnates, y hacer más odioso al cardenal{1}.

Mas no por eso dejaron de rodear a los nuevos monarcas encontradas influencias como en los reinados anteriores. Eran no obstante influencias de otro género; porque eran personajes de otro y mas superior talento, de otras y más elevadas miras los que figuraban en la escena del teatro político de la corte de España, como eran también otras las cualidades y otro el proceder de los dos soberanos. Hasta entonces la princesa de los Ursinos con su reconocida habilidad se había captado el favor de la reina, e influido de tal manera con sus consejos en los negocios políticos, que no sin razón, y con el donaire que ella sabía usar en su correspondencia escrita, llamaba aquel periodo de su privanza mi ministerio. Pero la venida del cardenal Estrées, con todas las ínfulas de confidente de Luis XIV, enviado, no ya para dar consejos, sino para gobernar; con todo el orgullo de un diplomático acreditado en las cortes de Roma y Venecia, y con la presunción que traía de su mérito, colocó a la de los Ursinos en una posición nueva y muy delicada. Porque no tardó el cardenal en mostrar que le ofendía el influjo de la princesa, y ésta tuvo que luchar, no solo con la rivalidad del embajador, sino también con los celos y envidias de su sobrino el abate Estrées, del confidente del rey Louville, y de su confesor el jesuita D'Aubenton.

No se acobardó por eso la princesa, y ponía en juego los recursos de su ingenio para disputar a todos el terreno del favor. Por fortuna suya perjudicó al embajador purpurado su impaciencia por hacer alarde de superioridad, pues negándose a entenderse con Portocarrero, con Arias y con el marqués de Rivas, se atrajo la enemistad de aquellos antiguos ministros; con sus disputas sobre preferencia paralizaba la marcha de los negocios, y con quejarse de que no se le permitía cierta familiaridad en la cámara del rey, a que se oponía la camarera como contraria a las reglas de la etiqueta de palacio, ofendió al mismo Felipe y a la reina. Pero en cambio sus quejas hallaron eco y tuvieron acogida en la corte de Versalles: y aunque Luis XIV sintió mucho aquellas desavenencias, y recomendó al cardenal francés mucha prudencia, especialmente con el cardenal español, y le encargó se sujetase a las formalidades de la etiqueta establecida, sirvieron para que Luis retirara su confianza a la de los Ursinos, y para que escribiera al rey, su nieto, recordándole que le debía el trono, que por su causa se había coligado contra él toda la Europa, y que por esto y por su inexperiencia tenía derecho a exigirle que antes de tomar cualquier medida se pusiera de acuerdo con él, y que para eso le había enviado al cardenal Estrées, el hombre de más talento y más versado en negocios que podía haber elegido. «Escoged, le decía, entre la continuación de mi apoyo, y los consejos interesados de los que quieren perderos. Si elegís lo primero, es preciso que Portocarrero vuelva a tomar asiento en el despacho… concediendo entrada en él al cardenal de Estrées y al presidente de Castilla… Si preferís lo segundo me ha de doler mucho vuestra ruina, que considero cercana… &c.{2}» Y encargábale que esta carta la enseñara a la reina.

Amarga y profunda sensación causaron a Felipe estas reconvenciones, y contestó a su abuelo manifestándole las razones de su conducta, las causas que le habían movido a gobernar solo y por sí, y deshaciendo las acusaciones de que el cardenal le hacía objeto. Pero aún con más energía, con más dignidad, y con más viveza de sentimiento le escribió la reina.– «¿Cómo, le decía, cómo se ha atrevido el cardenal Estrées a deciros tales imposturas? Perdonadme si uso de esta palabra, pero no conozco otra en el dolos que me martiriza, y es el único nombre que puede darse a lo que debe haber escrito a V. M. para que haya valido tal carta al rey, pues ni una sola circunstancia hay que no sea contraria a la verdad…» Hace una defensa vigorosa de la conducta del rey, su marido, y viniendo a aquellas palabras del cardenal: «Consejos interesados de los que quieren perder al rey,» exclama: «¿Qué quiere decir con esto? Si es a mí a quien ataca, juzgad hasta dónde llega su atrevimiento… Tampoco tiene ningún derecho el cardenal para atacar a la princesa de los Ursinos. Debo hacer justicia a ésta, y confesar que sus consejos me han sido siempre de mucha utilidad, y que su buen juicio y comportamiento le han granjeado la estimación de todo el mundo en este país… Me quitáis a la princesa, y por terrible que sea para mí este golpe, lo recibiría sin quejarme si viniera solo de vuestra mano; pero cuando pienso que es el fruto de los artificios del cardenal y del abate, su sobrino, os confieso que me desespero. Ruégoos que quitéis de mi vista estos dos hombres, que miraré toda mi vida como mis más crueles enemigos y perseguidores.»

También le escribió la princesa, justificándose a sí misma, y haciendo una apología de los reyes sus señores, concluyendo no obstante con pedir permiso para retirarse de su puesto; proposición que se apresuró a aceptar el monarca francés. El hondo pesar que causaba al rey y a la reina la separación de la camarera mayor; el orgullo del embajador, que desvanecido con su triunfo aspiraba ya a derribar al ministro Orri; sus intrigas en unión con el confesor jesuita para introducir la discordia entre los mismos regios consortes, puso a los jóvenes soberanos en el caso de tomar una actitud tan independiente y tan firme, que obligaron a Luis XIV a acceder a que la princesa no saliera de Madrid y continuara permaneciendo a su lado. Con sumo talento aprovechó la orgullosa dama aquel primer acto de debilidad del monarca francés, empeñándose entonces en retirarse, mientras no recibiese orden formal de Luis en contrario; y en carta al ministro Torcy le decía estas notables palabras: «Si queréis sujetar a los españoles por medio de la fuerza, excusáis de molestaros… Estrées y Louville no lograrían feliz éxito en país alguno con la conducta que observan; pero los españoles son todavía menos apropósito que ningún pueblo para aguantar semejantes amos.»

Manejose pues la de los Ursinos en esta lucha con tal destreza, que no solo el cardenal y Louville, encanecidos en las artes diplomáticas y favorecidos con toda la confianza y protección de Luis XIV, se vieron obligados a ceder a la superioridad de una mujer, sino que el altivo monarca de la Francia hubo de reconocer lo que valían sus servicios, y se vio forzado a pedirle que continuara prestándolos a su nieto.

Restablecida la princesa en el ejercicio de su influjo, y satisfecho su amor propio, quiso demostrar a la corte de Versalles lo que valía, y redoblando su celo y actividad tomó una gran parte en las medidas de gobierno de que luego daremos cuenta. También supo adelantarse al cardenal de Estrées en la negociación a este tiempo entablada por Luis XIV para que se cediesen al Elector de Baviera los Países Bajos españoles en recompensa de su alianza y de los servicios prestados en Alemania por aquel príncipe, «toda vez que aquellas provincias, decía, no servían sino para arruinar la España, sin que de ellas sacara esta nación ningún fruto.» Ya un año antes (1702) había pretendido Luis XIV que se le cediesen a él aquellos dominios, en compensación de tantos auxilios como estaba prestando a España en tantas partes para la guerra. La negociación fue tan adelante, que llegó Luis XIV a nombrar al duque de Borgoña vicario general de los Países Bajos. Pero habiéndose resentido de ello el Elector de Baviera, a quien el francés estaba tan obligado, abandonó éste su proyecto, por no descontentar a un aliado tan importante, y desde entonces aquellas provincias se destinaron al Elector de Baviera{3}.

Tan hábilmente se manejó la de los Ursinos en su propósito de derribar al cardenal embajador, que no solo interesó en su plan al ministro de Hacienda Orri, sino al mismo sobrino de aquél, el abate Estrées, que no tuvo reparo en conspirar contra su tío, a trueque de sucederle en la embajada. En cuanto a los reyes, logró que ellos mismos escribieran a Luis XIV pidiendo con la mayor instancia y empeño su separación. «Mi esposo y yo, le decía la reina, le detestamos a tal punto (al cardenal), que si nos pusieran en la alternativa de tolerar que siga en Madrid o abdicar la corona, no sé por cuál de las dos cosas optaríamos.»– «Cada día que permanece en Madrid, decía el rey, causa un mal irreparable a ambas naciones.» Tantas instancias y tan repetidas súplicas convencieron al fin a Luis XIV de la necesidad de retirar al embajador, y así lo hizo, aunque con pesar, ordenándole que dimitiera su cargo, y anunciándole que le reemplazaría el abate su sobrino.

Este nuevo y decisivo triunfo de la camarera produjo un cambio casi completo en el consejo de gobierno. El cardenal Portocarrero, que había visto ir disminuyendo sensiblemente su influjo, se decidió también a retirarse. De este modo los dos cardenales, el francés y el español, que representaban las dos más poderosas influencias de Francia y de España en la corte de Felipe V, se vieron obligados a ceder a la mayor habilidad de la camarera mayor de la reina. A ejemplo de los dos purpurados personajes, el antiguo presidente de Castilla Arias se retiró también a su arzobispado de Sevilla, ocupando su lugar en el consejo el mayordomo mayor conde de Montellano, hombre de la confianza de la princesa, y cuya integridad, moderación y buen juicio le habían captado el aprecio universal. Se dividió la secretaría del despacho, y se dio el de la guerra al marqués de Canales, quedando lo demás a cargo de Ubilla.

Mas no por esto cesaron las intrigas entre los personajes franceses de la corte española. El nuevo embajador, abad de Estrées, que tan deslealmente había suplantado a su tío, no se condujo con más lealtad con la princesa a quien debía su elevación. Bajo y servil adulador en el principio; coligado luego con Louville y con el confesor D'Aubenton para hacerla perder el favor real, mientras de público ensalzaba hasta la exageración a la de los Ursinos, en sus cartas confidenciales a la corte de Versalles la designaba como usurpadora de la autoridad suprema, y la ponía en ridículo hablando de sus galanterías, de su supuesto casamiento con D'Auvigny, y de otros incidentes de su vida secreta. Interceptadas estas cartas por arte de la princesa y por mandamiento del rey, aquella obró con todo el resentimiento de una mujer orgullosa y herida en lo más hondo de su corazón; el rey escribió también a Luis XIV, su abuelo, informándole de todo, y quejándose amargamente de las arterías del nuevo embajador; y el monarca francés, indignado con tan interminables disputas y chismes, perplejo y vacilante sin saber ya qué partido tomar, amenazó con que, si aquello seguía, mandaría salir de Madrid a todos los franceses indistintamente. De contado Louville fue separado; el padre D'Aubenton se salvó, merced a la bondad de Felipe y a la mediación de su compañero de hábito el padre La-Chaise para con el rey Luis; se trató de relevar de la embajada al abate, y se aplazó la separación de la princesa de los Ursinos para cuando se presentara una ocasión favorable{4}.

A pesar de los disgustos y de los embarazos que naturalmente ocasionaban a Felipe V tantas intrigas y enredos, no por eso dejó de atender asidua y esmeradamente a los negocios del estado en los principales ramos de la administración. Además de lo que le ayudaba la política previsora y sagaz de la princesa de los Ursinos, la cual tuvo que entender hasta en los asuntos más extraños a su sexo, como eran los de hacienda y los de guerra, no faltaron tampoco algunos españoles ilustrados que enseñándole a conocer los males de la monarquía y los abusos más perjudiciales y que exigían más pronto remedio, le dieran de palabra y por escrito consejos saludables, y le presentaran sistemas y máximas provechosas de moral, de justicia y de economía, que él iba aplicando oportunamente. Encontró, por ejemplo, prodigados los hábitos y encomiendas de las órdenes militares, y ordenó que no se diesen sino por méritos propios y por servicios hechos en la guerra; prescripción a que no faltó sino en algún raro caso y por razones y circunstancias especiales. Halló multiplicadas en demasía las órdenes monásticas y religiosas, y relajada su antigua disciplina, y procuró refundir unas y regularizar otras. Trató de simplificar la multitud de jurisdicciones introducidas por los reyes de la casa de Austria, y de abreviar los pesados trámites de la administración de justicia. Vio las trabas que ponían y las vejaciones que causaban al comercio los jueces de contrabando, y suprimió todos aquellos empleos, dejándolos solo en las fronteras y puertos marítimos. Perdonó a sus vasallos todos los atrasos de alcabalas, cientos, millones, servicio ordinario y extraordinario que estaban en primeros contribuyentes hasta fin de 1696{5}. Con estas y otras semejantes providencias iba demostrando a los españoles el primer monarca de la casa de Borbón que no se descuidaba en reparar los males que había traído al reino la indolencia o la incapacidad de sus predecesores.

Mas como quiera que la primera y más urgente necesidad fuese afianzar su trono, por tantos enemigos ya combatido y por tantos otros amenazado, y esto no pudiera hacerse sin levantar y organizar respetables cuerpos de ejército, desnuda como halló a España y completamente desprovista de fuerzas militares, a esto consagró con preferencia sus afanes y cuidados. Comenzó Felipe por dar una nueva organización a la milicia, poniéndola sobre el pié que estaba ya la de Francia. Dio a los cuerpos diferente forma de la que tenían; varió las ordenanzas, los grados y hasta los nombres de los jefes, que son con leves diferencias los mismos que en los tiempos modernos se han conservado; dio a la infantería el fusil con bayoneta, y sustituyó la espada corta a la larga que se había usado hasta entonces; creó regimientos de caballería ligera y de dragones, debiendo servir estos últimos para pelear alternativamente a pié y a caballo, según las circunstancias y las necesidades; instituyó las compañías de carabineros y granaderos, formándolas de los soldados mejor dispuestos y de más valor y destreza; abolió para la gente de guerra el incómodo y embarazoso traje de golilla, invención de un holandés e introducido por Felipe IV, haciéndolos vestir el uniforme militar, y dejando aquél para los ministros, consejeros y jueces; creó un regimiento de guardias de la real persona, según había comenzado ya a hacerlo en Milán; y ¡cosa digna de notarse! nombró coronel de este cuerpo al cardenal Portocarrero{6}.

Desde su regreso de Italia se dedicó con ahínco a hacer levas y levantar gente por toda España para acudir inmediatamente a la defensa de las fronteras, que contaba habían de ser pronto acometidas. Fue ciertamente prodigiosa la espontaneidad con que los pueblos y las provincias de España, en medio del abatimiento y pobreza en que las dejaron los últimos reinados, se ofrecieron a hacer todo género de sacrificios, acudiendo unas con cuantiosos donativos para el mantenimiento de las tropas, levantando otras a su costa tercios y regimientos enteros que enviaban al rey armados, municionados y vestidos{7}; de tal modo que en poco tiempo pudieron ponerse sobre las fronteras de Portugal veintiocho mil infantes y diez mil caballos, fuerza muy superior a la que había esparcida en todos los dominios españoles a la muerte de Carlos II.

A estas pruebas de adhesión y de amor que Felipe V recibía de sus pueblos, correspondía él trabajando con maravillosa actividad para buscar de la manera menos onerosa posible medios y recursos con que subvenir a todas las necesidades, cuidando de la organización, instrucción y conveniente distribución de las tropas; fortificando las plazas; cubriendo las fronteras, según el mayor peligro de cada una; nombrando los virreyes, gobernadores, generales y jefes de más crédito y reputación, y destinándolos a los puntos y a los cuerpos en que cada uno podía ser más útil; fomentando y aumentando las fuerzas de mar al propio tiempo que las de tierra, para cuyo sostén y mantenimiento le sirvió mucho la capacidad rentística y la aplicación infatigable del ministro de Hacienda Orri. De este modo, España que al advenimiento de Felipe apenas podía mantener unas miserables y casi desnudas compañías de soldados, se vio otra vez como por encanto cubierta y defendida por respetables cuerpos de ejército, vestidos y disciplinados, aunque en su mayor parte todavía bisoños{8}.

Todo era necesario. Porque además de la guerra que los enemigos de la nueva dinastía le habían movido ya en Italia y en Flandes; de la que hacían las escuadras inglesas y holandesas a nuestras posesiones trasatlánticas para apoderarse de los dominios españoles del Nuevo Mundo; de los ataques continuos que los reyes moros de Marruecos y de Mequinez, excitados y auxiliados por aquellas potencias, daban a nuestras plazas de Ceuta y Orán, obligando a nuestras escasas guarniciones a sostener diarias peleas y a estar en jaque siempre; de los frecuentes choques de nuestras naves con las flotas anglo-holandesas en ambos mares, amenazaba muy próxima la invasión de los confederados contra España en el territorio de nuestra propia península.

Este plan había sido fraguado en Lisboa. La defección del almirante de Castilla, su ida a aquella ciudad, y sus excitaciones fueron de gran provecho a los confederados contra Francia y España. El rey don Pedro de Portugal entró con ellos en la liga, no obstante el tratado de paz y amistad celebrado antes con el francés, y el de neutralidad que posteriormente había hecho. En vano el estado eclesiástico de Portugal en un memorial que presentó a su monarca le expuso con fuertes, enérgicas y copiosas razones los gravísimos inconvenientes y daños que traería a aquel reino la liga con Alemania, Inglaterra y Holanda; los desastres de la guerra en que tendría que tomar parte, los peligros de la religión, del trono y de la independencia portuguesa. Nada escuchó el monarca lusitano, y adhirióse a la confederación. El emperador Leopoldo, por consejo del almirante, había hecho cesión de sus derechos a la corona de España en su hijo el archiduque Carlos, y la salida de éste para España quedó decidida. Una escuadra inglesa condujo al archiduque a Lisboa con ocho mil ingleses y seis mil holandeses de desembarco. El rey de Portugal le recibió como al soberano legítimo de España, y él tomó el nombre de Carlos III (7 de mayo, 1704). A los pocos días publicaron cada uno su manifiesto, expresando su resolución de acudir a las armas para libertar a España de la usurpación y tiranía de Felipe de Anjou, y concediendo una amnistía general a todos los que a los treinta días de su entrada en territorio español abandonaran la causa de los Borbones. Acusábase en este documento a la dinastía de Borbón de querer establecer en España el despotismo, como si esta clase de gobierno no hubiera sido introducida y sostenida por los reyes de la casa de Austria, hasta acabar con todas las libertades españolas{9}.

Pero habíase ya anticipado a ellos el rey don Felipe, que con noticia de lo que se tramaba en Portugal y de haberse acordado la venida del archiduque, no solo había hecho grandes aprestos para la guerra, sino que determinó hacer por sí mismo la campaña a la cabeza de sus ejércitos, y dio también un manifiesto demostrando la nulidad de los pretendidos derechos del príncipe austriaco, y haciendo patente la mala correspondencia y desleal conducta del monarca portugués. Y mientras que así se cruzaban de una y otra parte los papeles, adelantábanse las armas españolas por todas las fronteras del vecino reino. Allí las dejaremos en tanto que damos cuenta de los principales acontecimientos que en otras partes de Europa tuvieron lugar en el año 1703, y del estado en que se hallaba la lucha de España y Francia contra los aliados cuando comenzó la guerra de Portugal.

En Alemania, acometido el duque de Baviera, partidario de los Borbones, en sus propios estados por superiores fuerzas del Imperio, fue preciso a Luis XIV enviar en su auxilio un ejército de más de treinta mil hombres mandados por el denodado mariscal Villars, el cual por medio de un hábil movimiento cruzó la Selva Negra, y burlando al príncipe Luis de Baden logró incorporarse con el bávaro, cosa que no habían podido creer los enemigos (mayo, 1703). Otro cuerpo de veinte mil franceses conducido por el duque de Vendôme partió también de Italia a reunirse con el de Baviera, que obraba ya en el Tirol, y sometía el ducado de Neuburg, habiendo dejado a Villars en el Danubio, poniendo en contribución todo el país hasta el círculo de Suabia, y batiendo y derrotando al príncipe Luis de Baden. Vuelto a Italia el de Vendôme, y reforzado el de Baden con un considerable cuerpo de tropas alemanas, sostuvo allí la guerra contra el de Baviera y el de Villars, hasta que derrotado en una batalla en que perdió siete mil hombres y treinta y tres piezas (20 de setiembre, 1703), tuvo que retirarse cerca de Augsburgo, donde procuró atrincherarse. Por otro lado, otro cuerpo de cuarenta mil hombres, españoles y franceses, que a las órdenes del duque de Borgoña operaba en el Rhin, tomó a los alemanes la importante plaza de Brissac. Y habiendo regresado el de Borgoña a Versalles, y quedado con el mando de aquel ejército el mariscal de Tallard, rindió éste la plaza de Landau, después de haber desbaratado a los príncipes de Hesse-Casel y de Nassau cerca de Spira (15 de noviembre, 1703), en cuya acción perdieron los alemanes treinta piezas y tuvieron más de diez mil bajas. En cambio tomaron los imperiales en esta campaña las plazas de Bona y Limburgo.

Aunque corto el ejército español de Italia, todavía fue bastante para rendir a Vercelli (julio, 1703), dos años antes ocupada por los alemanes, e igual tiempo bloqueada por los españoles. Hiciéronse mil prisioneros, se tomaron sesenta piezas de artillería, y quedó libre la navegación del Pó. El duque de Vendôme, que había ido al Trentino y estrechaba el sitio de Trento, tuvo que retroceder para desarmar las tropas del duque de Saboya, de quien se supo que andaba en dobles tratos y había hecho liga con los alemanes. Las tropas piamontesas fueron desarmadas (29 de setiembre, 1703), no obstante el socorro que les llevó el general Visconti; apoderose después Vendôme de la ciudad de Asti (8 de noviembre), que salieron a entregarle el obispo y magistrado, y estableciendo cuarteles de invierno en el Piamonte, llegaba en sus correrías a las puertas de Turín, en tanto que el mariscal francés Tessé con tropas de la Provenza y del Delfinado penetraba en la Saboya y se apoderaba de Chambery.

En los Países Bajos fue donde ardió menos viva este año la guerra. Ingleses y holandeses tenían allí un poderoso ejército, con el cual emprendieron el sitio de Amberes. Pero acudiendo con celeridad las tropas francesas y españolas que había disponibles, mandadas aquellas por el mariscal de Bouflers, éstas por el marqués de Bedmar, lograron un señalado triunfo sobre los aliados (30 de junio, 1703), en que las tropas de Francia y del elector de Colonia se condujeron con admirable valor, y las españolas y walonas asombraron a nuestros aliados y aterraron a los enemigos. De sus resultas los holandeses quitaron el mando a su general. Después de aquel sangriento combate el escaso ejército franco-español hubo de limitarse a estar a la defensiva.

Tal era el estado de la guerra de sucesión en los Estados de fuera de España, cuando con la venida del archiduque Carlos de Austria comenzó a encenderse dentro de nuestra península{10}.




{1} Formaban esta junta, don Juan Antonio de Urraca, canónigo de Toledo, la persona de más confianza del cardenal, y comensal suyo, don Alonso Portillo, vicario de Madrid, don Sebastián de Ortega, consejero de Castilla y gran jurisconsulto, y algunos otros.

{2} Memorias de Noailles, tomo II.

{3} Memorias secretas del marqués de Louville.

{4} Memorias de Noailles, tomo III.– Ídem de Berwick.– Ídem de San Simon.– Comentarios del marqués de San Felipe.– Respecto al matrimonio secreto con D'Auvigny, puso la princesa de su puño y letra al margen del escrito en que se la acusaba: «Para casada, no.»– William Coxe dedica todo el capítulo 8.º de su España bajo el reinado de la casa de Borbón a la relación de esta lucha de influencias, e inserta una parte muy curiosa de la correspondencia entre los reyes de España y el de Francia, la princesa de los Ursinos, el cardenal Estrées, el ministro francés Torcy, &c.– Duclos, Memorias secretas del reinado de Luis XIV.

{5} Biblioteca de Salazar, Leg. 17 v. 25, impreso 1703.

{6} Macanaz, Memorias manuscritas, cap. 11.

{7} El pueblo de Madrid dio y costeó un tercio de caballería: Medina de Rioseco envió cuatro mil pesos; la ciudad de Orihuela otros cuatro mil; diez mil la provincia de Álava; la de Guipúzcoa suministró un tercio de seiscientos hombres armados y equipados; Granada mil infantes y quinientos caballos; y así por este orden las demás según su posibilidad.

{8} En el capítulo 14 de las Memorias manuscritas de Macanaz, se da una noticia bastante minuciosa de los nombramientos que iba haciendo Felipe para el mando de los ejércitos, así como de las personas en quienes proveía las embajadas, las plazas en las consejos, los obispados y demás cargos públicos, en los cuales se nota el cuidado que ponía en la elección de los sujetos y lo que atendía al mérito de cada uno.

{9} En el concierto celebrado entre el austriaco y el portugués habían convenido en que tan pronto como aquél se hiciera dueño de España cedería al de Portugal las principales plazas de la frontera, así por la parte de Extremadura como por la de Galicia, igualmente que las ricas provincias de la India española del otro lado del río de la Plata. En aquellas se contaban Badajoz, Alcántara, Alburquerque, Vigo, Bayona, Tuy, La Guardia y otras.– Macanaz, Memorias, c. 17.– Belando, Historia civil de España, p. I, c. 27.– Sucesos acaecidos entre España y Portugal con motivo de las guerras de sucesión, desde 1701 a 1704. Lisboa, 1707.

{10} Historia de la casa de Austria, tomo I.– Historia de Europa, ad ann.– Id. de las Provincias Unidas de Flandes.– Leo y Botta, Istoria d'Italia.– Macanaz, Memorias, cap. 12 y 13.– San Felipe, Comentarios, ad ann.– Belando, Historia Civil de España, p. II, c. 15 y 16.– Ídem, p. III, c. 3 a 14.– Gacetas de Madrid de los años correspondientes.