Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro VI Reinado de Felipe V

Capítulo XII
El congreso de Cambraya
Abdicación de Felipe V
De 1720 a 1724

Da Felipe su adhesión al tratado de la cuádruple alianza.– Artículos concernientes a España y al Imperio.– Evacuación de Sicilia y de Cerdeña por las tropas españolas.– Pasa el ejército español a África.– Combates y triunfos contra los moros.– Esquiva la corte de Viena el cumplimiento del tratado de la cuádruple alianza.– Unión de España con Inglaterra y Francia.– Reclamación y tratos sobre la restitución de Gibraltar a la corona de Castilla.– Enlaces recíprocos entre príncipes y princesas de España y Francia.– El congreso de Cambray.– Plenipotenciarios.– Dificultades por parte del emperador.– Cuestión de la sucesión española a los ducados de Parma y Toscana.– Vida retirada y estado melancólico de Felipe V.– Intrigas del duque de Orleans en la corte de Madrid.– Muerte súbita del padre Daubenton, confesor del rey don Felipe.– Muerte repentina del duque de Orleans.– El duque de Borbón, primer ministro de Luis XV.– Instrucciones apremiantes a los plenipotenciarios franceses en Cambray.– Despacha el emperador las Cartas eventuales sobre los ducados de Parma y Toscana.– No satisfacen al rey don Felipe.– Transacción de las potencias.– Ruidosa y sorprendente abdicación de Felipe V en su hijo Luis.– Causas a que se atribuyó, y juicios que acerca de esta resolución se formaron.– Retíranse Felipe y la reina al palacio de la Granja.– Proclamación de Luis I.
 

Parecía que con la salida de Alberoni de España quedaba removido el único, o por lo menos el principal obstáculo para la realización de la paz. Pero todavía anduvo reacio el rey don Felipe para venir al acomodamiento que le proponían; lo bastante para que pudiera decir con alguna razón el desterrado cardenal que no era él ni el autor ni el solo sostenedor de la guerra, sino que en ella se hallaba empeñado y acalorado el rey. En la primera contestación de Felipe a los Estados generales de las Provincias Unidas (4 de enero, 1720), en que le invitaban a adherirse a la cuádruple alianza, no se mostró más conciliador ni menos exigente que el ministro caído: puesto que pretendía, entre otras cosas, quedarse con Cerdeña, no ceder la Sicilia al emperador sino con el derecho de reversión a España, como la tenía el duque de Saboya, y que le fueran restituidas Gibraltar y Menorca, sobre lo cual habían mediado ya tantos tratos y promesas de los ingleses. Era evidente que no habían de admitir las potencias tales condiciones; y no fue poco que enviaran a Madrid ministros especiales para ver de reducir y convencer a Felipe antes que expirara el plazo de tres meses que para su resolución le habían dado. Y fue menester además de esto que se emplearan para acabar de vencerle las persuasiones y las instancias del confesor Daubenton, del marqués Scotti y de la reina misma.

Al fin, dio Felipe su accesión al tratado de la cuádruple alianza en un documento solemne (26 de enero, 1720), en el cual todavía manifestaba que sacrificaba a la paz de Europa sus propios intereses, y la posesión y derechos que cedía en ella{1}. Envió este instrumento a su embajador en Holanda el marqués de Beretti Landi, con la plenipotencia para que le firmase con los ministros de los aliados, como así se verificó (17 de febrero, 1720). Los artículos concernientes a las cortes de Viena y de Madrid, en que consistían todas las dificultades, eran ocho, a saber: –la renuncia del rey Católico al reino de Cerdeña: –ratificación de la renuncia por parte de Felipe a la corona de Francia, y por parte del emperador a sus pretensiones a la monarquía de España y de las Indias: –que el emperador Carlos reconocería a Felipe de Borbón y a sus sucesores por reyes legítimos de España: –que Felipe renunciaría por sí y por sus descendientes a toda pretensión sobre los Países Bajos, y estados que el emperador poseía en Italia, incluso el reino de Sicilia: –que faltando el sucesor varón de los ducados de Parma y Toscana, entrarían a suceder los hijos de la reina de España: –que el derecho de reversión del reino de Sicilia, que Felipe se reservó en el tratado de 1713 respecto al duque de Saboya, se transferiría al reino de Cerdeña: –que Carlos y Felipe se comprometían a mantener lo convenido en este tratado: –que todo se cumpliría dentro de dos meses, y que ambos designarían lugar y sujetos para establecer definitivamente la paz. En su virtud hizo Felipe la correspondiente solemne renuncia en el Escorial a 22 de junio de aquel mismo año.

Mientras se hacían estos arreglos diplomáticos, las armas no habían estado ociosas. En medio de las nieves y los hielos y de todas las injurias de un invierno crudo, y en tanto que el príncipe Pío perseguía y sujetaba a mas de dos mil catalanes que se rebelaron a la entrada de los franceses en el Principado, el marqués de Castel-Rodrigo, encargado de lanzar a los franceses de Urgel, de la Conca de Tremp y de otros puntos que ocupaban en Cataluña mandados por el marqués de Bonás, emprendiendo sus operaciones con una actividad y un arrojo admirables, los fue atacando, venciendo y arrojando sucesivamente de Urgel, de Castellciutat, de la Conca de Tremp y de todos los lugares que habían ocupado, hasta internarlos en Francia, y quedar nuestras tropas dominando, no solo la Cerdaña española sino también la francesa, y allí permanecieron hasta que se arreglaron las diferencias entre los monarcas{2}.

La adhesión de Felipe al tratado de la cuádruple alianza produjo también, como era de suponer, la cesación de hostilidades en Sicilia. El marqués de Lede recibió poder de su soberano para acordar la evacuación de ambos reinos, Sicilia y Cerdeña. En su virtud púsose de acuerdo con los generales inglés y alemán, Byng y Merci, y entre los tres estipularon el tratado y la forma de la evacuación de Sicilia (6 de mayo, 1720); concluido el cual, hicieron otro semejante para el de Cerdeña (8 de mayo). Este último fue a los pocos meses (agosto) entregado por los españoles al príncipe Octaviano de Médicis, que sin dilación hizo lo mismo en manos del conde de Saint Remy, comisario general del duque de Saboya, a quien los sardos reconocieron por soberano{3}.

Evacuadas la Sicilia y la Cerdeña por las tropas españolas, y no queriendo el genio animoso de Felipe dejar de tentar alguna otra empresa, alarmáronse otra vez las potencias limítrofes, Francia, Portugal, y aun Inglaterra, al observar los armamentos navales que se hacían en Cádiz, Málaga y otros puntos de la costa de Andalucía, impulsados por el activo e inteligente don José Patiño, y al ver concurrir a aquellos puertos fuerzas respetables de infantería, caballería y artillería, cuyo mando se confió al mismo marqués de Lede, jefe de la expedición a Sicilia. Mostráronse otra vez recelosas las potencias, y no cesaban de inquirir sobre el destino y objeto de estos nuevos aprestos militares de España, y no se tranquilizaron, ni se vieron libres de inquietud y zozobra hasta que declaró Felipe que aquel armamento se dirigía a vengar los insultos de los moros de África, enemigos de España y de la religión católica, que desde el tiempo de Carlos II, ayudados y protegidos por ingenieros y artilleros europeos que las naciones rivales de España les habían suministrado, tenían constantemente asediada la plaza de Ceuta, y molestada con frecuentes y casi continuos ataques.

Partió, en efecto, esta expedición de Cádiz (últimos de octubre, 1720), mandadas las velas por don Carlos Grillo, las tropas, que ascendían a diez y seis mil hombres, por el marqués de Lede, y el 14 de noviembre habían acabado ya de desembarcar, hallándose al día siguiente en disposición de atacar las obras de los moros en combinación con los de la plaza. El 15, dada la señal del combate, fueron acometidas y forzadas las trincheras de los infieles por cuatro columnas de a seis batallones cada una; pero retirados aquellos hasta el campo, en que tenían sobre veinte mil hombres, entre ellos dos mil negros de la guardia del rey de Marruecos, famosos por su bravura y por su resistencia en la pelea, fue menester a los nuestros sostener contra los africanos una formal batalla, que duró cuatro horas, al cabo de las cuales fueron obligados los negros a huir en derrota, los unos a Tetuán, los otros a Tánger. De los cuatro estandartes que en esta acción se les cogieron, tres presentó en persona el rey don Felipe a la virgen de Atocha, y uno envió al pontífice con una muy reverente y expresiva carta, como tributo propio de un rey católico al jefe de la Iglesia. Fortificáronse los españoles en aquel campo; y así, aunque más adelante, en dos distintas ocasiones (9 y 21 de diciembre, 1720) volvieron los moros reforzados con gran chusma de gente, que se supone no bajaba en un día de treinta y seis mil hombres, y que en el otro llegarían a sesenta mil, en ambas ocasiones fueron escarmentados sin que lograran forzar el campamento cristiano. Estos triunfos llenaron de júbilo al rey y a la nación española, pero excitaron los celos del gobierno de la Gran Bretaña, que sospechaba pudieran traer algún peligro a su plaza de Gibraltar: y como no conviniese entonces a Felipe atraerse ni el enojo ni el desvío del monarca inglés, dio orden al de Lede para que se retirara de África, dejando bien fortificada y guarnecida a Ceuta{4}.

Por lo que hace al tratado de la cuádruple alianza, que parece debería terminar la reconciliación imperfectamente comenzada en el de Utrecht, Felipe había cumplido, de bueno o de mal grado, con las cláusulas a que en él se comprometió: Sicilia y Cerdeña fueron evacuadas y entregadas, y diéronse poderes al conde de Santisteban y al marqués Beretti Landi para que representaran a España en Cambray, punto que se designó para celebrar el nuevo Congreso. No así el emperador, que apenas tomó posesión de Sicilia trató de suscitar embarazos y dificultades en lo relativo a la trasmisión de Parma y Toscana a los hijos de Isabel de Farnesio, prevaliéndose del disgusto con que el gran duque de Toscana veía que su estado hubiera de pasar a un príncipe español. Así, ni enviaba sus plenipotenciarios a Cambray, ni menos despachaba las letras eventuales para la sucesión de aquellos ducados a favor de los hijos de la reina de España. Francia, Inglaterra, Saboya y Portugal enviaron los suyos. Comprendiose bien la intención de la corte de Viena en procurar dilatorias a las decisiones del Congreso, ganando tiempo para entenderse entretanto con el gobierno de Florencia a fin de impedir la reversión de los ducados. En vista de esta conducta el regente de Francia dilataba también la entrega de Fuenterrabía y San Sebastián. El rey de Inglaterra, que veía los perjuicios que irrogaba al comercio de su reino la estudiada dilación del gobierno austriaco, y comprendiendo las ventajas que un tratado especial con España podría traerle, envió a Madrid con este objeto al conde de Stanhope.

El regente de Francia, calculando también sacar partido de una alianza entre España, Francia e Inglaterra, y so pretexto de estrechar de este modo al emperador al cumplimiento de los tratados, hizo proponer, por medio del P. Daubenton, confesor del rey Felipe, y comunicándolo en secreto al marqués de Grimaldo, el matrimonio de sus dos hijas, Luisa y Felipa, con el príncipe de Asturias la una y con el infante don Carlos la otra, y además el enlace del rey de Francia Luis XV con la infanta de España María Ana Victoria, aunque faltaban a ésta todavía algunos meses para cumplir cuatro años; proyecto que no pareció mal al rey Católico como medio seguro para afianzar la unión entre las dos coronas.

Las favorables disposiciones de una y otra parte hicieron que no tardara en llevarse a feliz término el tratado especial de paz entre España e Inglaterra (13 de junio, 1721), renovando los tratados anteriores, y estipulando además la restitución mutua de lo que se habían quitado y confiscado con motivo de la guerra de 1718; condición en que salieron aventajados los ingleses, en razón a que los españoles devolvieron ajustándose al inventario que hicieron al tiempo de tomar aquellos bienes, y los ingleses no solo no habían hecho inventario, sino que quemaron los almacenes y dejaron pudrir los navíos que el almirante Byng tomó a los españoles{5}.

En el mismo día se concluyó y firmó en Madrid otro tratado de alianza entre España, Francia e Inglaterra, por el cual se obligaban las tres potencias a ir de concierto contra el que contraviniese a los tratados de Utrecht, de Baden y de Londres, o al que había de hacerse en Cambray, siendo su principal objeto acabar con las desavenencias entre las cortes de Viena y de Madrid, y afianzar la quietud general{6}. Pero quedó sin arreglar en este tratado un punto esencialísimo, el de la restitución de Gibraltar a la corona de España por el rey de Inglaterra: punto tanto más interesante, cuanto que, además del empeño que en ello tenía Felipe V, ya en las negociaciones que en 1718 mediaron entre ambos reinos, había Jorge I de Inglaterra autorizado al regente de Francia a ofrecer a Felipe la restitución de Gibraltar con tal que aceptase las condiciones del convenio. Posteriormente, después de la guerra que sobrevino, y como aliciente para venir a una nueva paz, ofreció lo mismo el conde de Stanhope. Felipe reclamaba la recompensa prometida, y el duque de Orleans sostenía con calor ante la corte de Inglaterra la necesidad de su cumplimiento. Stanhope sostuvo también la obligación de cumplir lo ofrecido; pero sus nuevos colegas en el ministerio de la Gran Bretaña expusieron, que habiendo el parlamento incorporado a la nación aquella plaza, no podía el rey disponer de ella sin su consentimiento, y que no era posible proponérselo sin ofrecer al menos por ella un equivalente. Produjo en efecto en el parlamento británico una indignación general el solo rumor de que el rey había contraído un compromiso serio para ceder a Gibraltar.

Con este motivo tuvo el gabinete inglés que suspender la proposición, al menos hasta ver si Felipe consentía en dar la Florida o la parte española de Santo Domingo en equivalencia de Gibraltar; mas como Felipe insistiese en que la cesión hubiese de ser absoluta como lo había sido la promesa, el monarca inglés le escribió una carta asegurándole que estaba pronto a complacerle, ofreciendo aprovechar la primera ocasión para terminar este asunto de acuerdo con el parlamento. Dio Felipe fe a esta palabra, y procedió a firmar la paz. Pero Gibraltar no era devuelta, lo cual dio margen a una larga y viva correspondencia entre ambas cortes. El monarca español se mantenía inflexible en exigir la restitución, mucho más después de haber anunciado públicamente a los españoles que contaba con la entrega de aquella plaza. Mas ni su insistencia alcanzaba a lograr del rey Jorge el cumplimiento de lo que tantas veces había ofrecido, ni Stanhope con sus eficaces gestiones conseguía que Felipe cediera un punto ni aflojara en la tenacidad con que sostenía su primera resolución, y ni al rey ni al pueblo español había medio de persuadirle a dar en equivalente lo que la Inglaterra proponía. En estas disputas Gibraltar no era restituida. «Es tanta la fe de Inglaterra, decía rebosando en justo enojo un escritor español de aquel tiempo, que hasta ahora no ha cumplido la promesa hecha con todas las formalidades correspondientes.{7}»

Firmado que fue el tratado, el regente de Francia activó su particular negociación de los matrimonios, destinada a restablecer la turbada amistad de las dos casas borbónicas. El primer efecto de este ajuste fue la evacuación de las plazas de San Sebastián y Fuenterrabía por los franceses (22 de agosto, 1721). Habíase tratado el asunto de los enlaces entre el marqués de Grimaldo y el de Maulevir, mas cuando ya estuvieron convenidos, vino a Madrid como embajador extraordinario de Luis XV a cumplimentar en su nombre a la nueva reina el duque de San Simón{8}, y de aquí fue enviado a París en el mismo concepto y con encargo de felicitar a la que iba a ser princesa de Asturias el duque de Osuna. Hecho todo esto, concluyose el tratado matrimonial entre el primogénito de Felipe V, Luis, príncipe de Asturias, y Luisa Isabel, princesa de Montpensier, hija del regente de Francia duque de Orleans, y el del rey Cristianísimo Luis XV con la infanta María Ana, hija de Felipe V y de Isabel de Farnesio (25 de noviembre, 1721). Con estos enlaces se trocó en amistad aquella antipatía que había habido entre el monarca español y el regente de Francia, causa de tan graves disidencias entre ambas naciones.

Acordadas las disposiciones y ceremonias que habían de observarse para la entrega recíproca de las princesas, los reyes y el príncipe de Asturias partieron de Madrid camino de Burgos, y detuviéronse en el castillo de la Ventosilla a las inmediaciones de Lerma, donde habían de recibir a la princesa de Asturias; y la infanta María Ana, despidiéndose tiernamente de sus padres, prosiguió acompañada del marqués de Santa Cruz hasta la raya de ambos reinos, donde había de hacerse la ceremonia de la entrega, en la isla de los Faisanes, ya célebre en la crónica de los matrimonios entre los reyes y princesas de Francia y España. Llegado que hubieron ambas comitivas, verificose el trueque convenido (9 de enero, 1722), de que se levantó acta formal, y separáronse ambas princesas, internándose la una en el reino de Francia, la otra en el de España. Recibida en la Ventosilla la que venía a ser esposa del príncipe español, solemnizose en Lerma el matrimonio, dando la bendición nupcial el cardenal Borja, patriarca de las Indias (20 de enero), y concluida esta solemnidad volvió toda la corte a Madrid, donde se celebró su entrada (26 de enero, 1722) con las fiestas y regocijos que en tales casos se acostumbran.

Tratose luego del otro matrimonio que antes indicamos del infante don Carlos, hijo primogénito de Isabel de Farnesio, con Felipa Isabel, cuarta hija del duque de Orleans. La corta edad de los contrayentes, pues solo contaba entonces el príncipe siete años, y ocho la princesa, hizo que solo pudiera estipularse de futuro; y aunque la princesa vino después a España, no tuvo efecto el casamiento por circunstancias que ocurrieron después, y que veremos más adelante{9}. Pero bastaron los primeros enlaces para que el mundo, atendidos los pocos años de la que iba a ser reina de Francia, atribuyera al regente pensamientos y esperanzas de heredar aquella corona. A los españoles tampoco les satisfacía el matrimonio del príncipe de Asturias, ya por ser demasiado joven y delicado de complexión, motivo por el cual le tuvo el rey algún tiempo separado de su mujer, ya porque la madre de la princesa, Francisca María de Borbón, era hija ilegítima de Luis XIV, y aunque legitimada en 1681, continuaba mirándose en España con cierta prevención su origen bastardo. De seguro no se hubieran realizado estas bodas, que se hicieron además sin consulta de las Cortes ni aun del Consejo de Estado, a no ser por el gran ascendiente que había cobrado sobre el rey su confesor el jesuita Daubenton, que fue con quien se entendió para todo en este negocio el duque de Orleans.

Estas nuevas alianzas y enlaces dieron mucho que pensar al emperador, y con temor de una nueva guerra envió al fin sus plenipotenciarios al congreso de Cambray (enero, 1722), y se prevenía para ella haciendo armamentos y reforzando las plazas en Nápoles y Sicilia. Uno de los asuntos que ofrecían más dificultades en el congreso era la declaración del derecho de los infantes de España a la sucesión de los ducados de Parma, Plasencia y Toscana, que el emperador esquivaba hacer, faltando al tratado de la cuádruple alianza, por lo mucho que temía de que volvieran a poner el pie en Italia los españoles. Y así tenía siempre aquellos Estados llenos de emisarios y de intrigantes, ya para mantener viva la mala disposición del gran duque de Toscana hacia la sucesión española, ya para provocar, si podían, una rebelión del pueblo contra ella, ya para excitarle a protestar en el congreso contra el artículo quinto de la cuádruple alianza en lo relativo a la sucesión de Toscana como perjudicial al Estado. También el papa hizo presentar una protesta en el congreso contra todo lo que se hiciese en perjuicio del derecho que la Santa Sede tenía de dar la investidura de aquellos ducados, como feudo de la Iglesia (15 de setiembre, 1722). Con estas y otras disputas nada se determinaba en aquella asamblea sobre un punto en que estaba fija la general expectación, y malgastábase el tiempo en celebridades, convites y fiestas inútiles. Dilatábalo el emperador de propósito; las cortes de Inglaterra y de Francia no le hostigaban, y el rey de España andaba más flojo de lo que en tales circunstancias le convenía.

Bien que no estaba a este tiempo Felipe para aplicarse a los negocios. Melancólico su espíritu y flaca su cabeza, retirado por lo común en el palacio llamado la Granja que hizo construir junto a Valsaín, dando ocasión a que fuera de España se dijese que no estaba cabal su juicio; casi extinguido el Consejo de Estado, del cual hacía ya muchos años que no se servía; acompañado solamente de la reina, pues hasta sus hijos solían quedarse en Madrid cuando él iba a Valsaín, a Aranjuez o al Escorial, haciendo cundir con tanto amor a la soledad y al retiro la opinión del desconcierto de su cabeza; todo el peso de los negocios cargaba sobre el padre Daubenton y el secretario Grimaldo, que no bastaban para regir una monarquía tan vasta y para dar vado a tantos y tan graves asuntos pendientes, teniendo el mismo Grimaldo que llamar a veces a otros secretarios en su ayuda. Y la reina, cuya actividad y energía hubiera podido en muchas cosas sacar de aquella especie de adormecimiento al rey, no se atrevía a mezclarse mucho en asuntos de gobierno por temor al odio que manifestaba el pueblo al gobierno italiano.

No ignoraba todo esto el duque de Orleans, y con deseo de ejercer mayor y más directa influencia en España instigaba mañosamente al rey por medio de su enviado Mr. de Chavigny a que descargase el peso del gobierno en el príncipe de Asturias, casado con la hija del regente, en cuyo caso el cardenal Dubois, ministro favorito del de Orleans, se convidaba y ofrecía a venir de embajador a España. No tenía Felipe gran repugnancia a desprenderse del gobierno, y más cuando veía que los Consejos se quejaban, aunque respetuosamente, de la dilación y entorpecimiento que sufría el despacho de los negocios. Pero resistíalo la reina, la cual, para frustrar los designios del de Orleans hizo que se volviera a París Chavigny, y que quedara Moulerier, menos adherido a las miras del regente. Aunque a este tiempo llegó a su mayor edad Luis XV (15 de febrero, 1723), y en su virtud fue consagrado y tomó en apariencia las riendas del gobierno, en realidad continuó rigiendo el reino el duque de Orleans, y aun logró poner al cardenal Dubois de primer ministro del rey Luis.

A fin de acreditarse el cardenal ministro con algún hecho que tuvieran que agradecerle la Francia y la España, tomó con calor y dio impulso en el Congreso de Cambray a la pesada negociación sobre las letras eventuales de la sucesión española a los ducados de Parma y Toscana. Enviolas al fin el emperador a favor del infante don Carlos, pero tan diminutas, que ni se extendía claramente la sucesión a los demás hijos de Isabel de Farnesio, ni dispensaba al príncipe de la obligación de ir a Viena a recibir la investidura al tiempo de heredar. Con esto no contentó el emperador a nadie. El marqués de Corsini protestó a nombre del gran duque de Toscana: el rey de España envió las cartas al presidente de Castilla marqués de Mirabel para que las consultase con los Consejos, y reprobadas por éstos, declaró el rey que no las admitía en aquella forma y que retiraría sus plenipotenciarios de Cambray. Las cortes de Londres y de París, que veían infringido el capítulo quinto del tratado de la cuádruple alianza, hicieron fuertes instancias al emperador para que las reformase, pero Carlos respondió que estaba resuelto a no quitar ni añadir cláusula alguna sin el asentimiento de la dieta de Ratisbona, con lo cual tiraba a ganar tiempo, y entretanto fortificaba las plazas de Italia, y aparentaba hacer armamentos por mar y tierra, para hacer creer a las potencias que no le intimidaban sus amenazas.

Ni la muerte súbita de Daubenton{10}, confesor del rey Felipe (7 de agosto, 1723), ni la del cardenal Dubois, ministro de Luis XV, variaron la política del de Orleans. Interesado en la pronta conclusión de los negocios pendientes en Cambray, trabajó con el marqués de Grimaldo, y lo mismo hizo el ministro del rey Jorge de Inglaterra, para que Felipe se tranquilizara respecto a la restitución de Gibraltar con las ofertas y seguridades que sobre ello le daba el monarca inglés, a fin de que no quedara otro negocio que arreglar en el Congreso para allanar la paz que el de las investiduras de Italia. Hubo temores de que se renovara la guerra con motivo del fallecimiento del gran duque de Toscana Cosme III (31 de octubre, 1723), y a ella parecía prepararse los austriacos; pero hubo gran prudencia por parte de los florentinos y de los españoles, y como quiera que con él no se extinguía aun la línea de los sucesores directos al ducado, las cosas continuaron en la misma indecisión, aunque descontentos todos con el nuevo duque Juan Gastón, por su carácter despegado y austero, y su vida desarreglada e insociable{11}.

Otro inesperado suceso hizo temer también gran perturbación en los negocios pendientes, a saber: la muerte repentina del duque de Orleans (2 de diciembre, 1723), en breves instantes acaecida, a presencia solo de un familiar suyo, que al verle caer de la silla en que estaba sentado fue por un vaso de agua, y cuando volvió le halló ya difunto{12}. Tan repentinamente acabó la vida y la ambición del que en la corta edad y endeble naturaleza del rey Luis XV había fundado sus esperanzas y sus planes de sucederle en el trono{13}. El rey Luis mandó que se le recogiesen todos sus papeles, y por consejo de su maestro el abad Fleury, después cardenal, quedó encargado del gobierno como primer ministro Luis Enrique, duque de Borbón.

El nuevo gobierno de Francia, deseoso de poner ya término al asunto de la investidura de los príncipes españoles pendiente en el congreso de Cambray, dio instrucciones a sus plenipotenciarios para que significaran a los del imperio que de no entregar luego las letras eventuales se despedirían de la asamblea y se volverían a París. Participáronlo los alemanes a su soberano, el cual en vista de tan apremiante insinuación despachó con el mismo correo las tan esquivadas letras (9 de diciembre, 1723). Pero notose en ellas, que si bien se reconocía el derecho de suceder a los ducados de Parma, Plasencia y Toscana el príncipe Carlos y sus legítimos descendientes, y a falta de éstos los demás hijos de la reina de España, insinuábase todavía en sus cláusulas que habían de quedar sujetos al imperio, y traslucíase en sus términos un espíritu poco conforme al artículo quinto del tratado de la cuádruple alianza{14}. Y viendo las potencias que podría un día suscitarse una nueva guerra, quisieron remediarlo buscando un término medio con que contentar ambas partes, dando al emperador la superioridad, y a los hijos de la reina de España la sucesión a los ducados; especie de transacción que hicieron sobre los derechos de Isabel de Farnesio y sus hijos a fin de evitar nuevos disturbios, y como ansiosos de cortar tan largo pleito.

Aun no estaba terminado este famoso litigio, cuando sorprendió al mundo una novedad por nadie esperada, ni aun imaginada, aunque el autor de ella la hubiera tenido pensada algunos años hacía, a saber, la formal y solemne abdicación que Felipe V de España hizo de todos sus reinos y señoríos en su hijo primogénito Luis Fernando (10 de enero, 1724), para vivir en el retiro y en la soledad y apartamiento del mundo. Así lo expresaba en el decreto de renuncia.– «Habiendo considerado (decía) de cuatro años a esta parte con alguna particular reflexión y madurez las miserias de esta vida, por las enfermedades, guerras y turbulencias que Dios ha sido servido enviarme en los veinte y tres años de mi reinado, y considerando también que mi hijo primogénito don Luis, príncipe jurado de España, se halla también en edad suficiente, ya casado, y con capacidad, juicio y prendas suficientes para regir y gobernar con asiento y justicia esta monarquía; he deliberado apartarme absolutamente del gobierno y manejo de ella, renunciándola con todos sus Estados, reinos y señoríos en el referido príncipe don Luis, mi hijo primogénito, y retirarme con la reina, en quien he hallado un pronto ánimo y voluntad a acompañarme gustosa a este palacio y retiro de San Ildefonso, para servir a Dios; y desembarazado de estos cuidados, pensar en la muerte y solicitar mi salud. Lo participo al Consejo, para que en su vista avise en donde convenga, y llegue a noticia de todos. En San Ildefonso, a 10 de enero de 1724.»

En el mismo día se extendió el instrumento o escritura de cesión de la corona en su hijo don Luis, llamando por su orden al infante don Fernando su hermano, y a los demás hermanos del segundo matrimonio existentes o que pudieran nacer, reservando solamente para sí y para la reina el sitio y palacio de San Ildefonso que acababa de construir en Valsaín, y para su mantenimiento seiscientos mil ducados, y lo que necesitase para concluir los deliciosos jardines que comenzados tenía, quedándose para su asistencia con el marqués de Grimaldo, y con el francés Valoux como único mayordomo y caballerizo, y destinando al servicio de la reina dos damas, cuatro camaristas y dos señoras de honor. Para el caso de menor edad del que le sucediese nombró una junta o consejo de regencia, compuesto del presidente de Castilla, de los de Hacienda, Guerra, Órdenes e Indias, del arzobispo de Toledo, del inquisidor general, y del consejero de Estado más antiguo. Firmado este documento, pasó el marqués de Grimaldo al Escorial (14 de enero), donde se hallaba el príncipe de Asturias, y leída ante toda la corte la escritura de cesión, y aceptada por el príncipe, se publicó al día siguiente (15 de enero, 1724) con toda solemnidad{15}.

Había llevado también el de Grimaldo una carta escrita del propio puño de Felipe a su hijo, a imitación de las que Carlos V y Luis XI de Francia escribieron en análogos casos a sus hijos Felipe II y Carlos VIII, dándole consejos cristianos, pero tan piadosa y mística, que, como dice un escritor de aquellos días, «el más penitente anacoreta no la podría escribir más expresiva y ajustada a los preceptos evangélicos; tanto que los críticos desearon se entretejiesen en ella documentos políticos entre los morales.{16}»

No faltó quien propusiera la convocación de Cortes para dar con su consentimiento la debida legalidad y validez al acto de la renuncia, y era en efecto lo que correspondía para resolución tan grave conforme a las antiguas leyes de Castilla. Pero temió acaso Felipe que una asamblea tan numerosa pudiera negarle su asentimiento, o que una vez reunida quisiera recobrar el poder que en otro tiempo había tenido. En su defecto se expidieron circulares para obtener la aprobación de las ciudades de voto en cortes, y se tomó por consentimiento la aquiescencia de los grandes y prelados que en la corte residían. La nación lo toleró, como había tolerado antes el testamento de Carlos II y la variación de dinastía sin contar con el reino unido en Cortes. Mas no dejaba de ser extraño en Felipe, que aun había creído necesaria su intervención para el reconocimiento y jura de sus hijos y para alterar la ley de sucesión a la corona.

Fue tal la sorpresa y el asombro que causó en todas partes una abdicación tan inesperada, de parte de un monarca de treinta y nueve años, con el consentimiento de una reina que solo contaba treinta y uno, que se resignaba a dejar los goces del trono por el silencio del retiro, que la extrañeza misma de un acontecimiento tan extraordinario dio ocasión a que se formaran mil cálculos y conjeturas sobre los móviles y los fines de una resolución que a muchos parecía incomprensible. Supúsose pues que lo hacía con la mira de habilitarse para heredar el trono de Francia después de la muerte de Luis XV, que se calculaba no tardaría en suceder atendida su débil salud; que este pensamiento se le avivó con la muerte del duque de Orleans, único rival peligroso con que tropezaba para ceñir aquella corona, y que contaba para ello con la cooperación del duque de Borbón, enemigo de la casa de Orleans. Fundábanse para este juicio en la predilección que siempre había mostrado Felipe hacia su país natal, y en que no era verosímil que una reina de la ambición de Isabel de Farnesio se resignara a descender del solio para ocultarse en las soledades de una montaña sino con la esperanza de subir a otro, saliendo de un país en que no era amada. Hubo también quien atribuyera a Felipe remordimientos sobre la legalidad y justicia del testamento de Carlos II, y no ha faltado quien le supusiera convencido de que su renuncia a la corona de Francia adolecía de un vicio radical de nulidad.

En cambio discurren otros, en nuestro entender con menos apasionamiento y mejor sentido, que no era probable que un hombre de maduro juicio dejara lo que con seguridad poseía por la incierta esperanza de suceder a un niño de catorce años, con la declarada oposición de tantas potencias que le harían la guerra inmediatamente, y después de tan explícitas, repetidas y solemnes renuncias como había hecho. Que dentro de la misma Francia había de hallar fuerte contradicción, especialmente por parte de los príncipes de la sangre. Que un rey a quien censuraban por su aversión a los negocios públicos no era probable aspirara a emplear toda la aplicación y todos los esfuerzos que exigía el gobierno de una nueva monarquía. Y lo que a juicio de éstos hubo de cierto fue, que las contrariedades, disgustos y trabajos que le ocasionaron tantas y tan continuadas guerras, y las graves enfermedades que años atrás había padecido, engendraron en Felipe un fondo de melancolía, que le hacía mirar con tedio el falso brillo del poder y de las grandezas mundanas, y desear la quietud y el descanso; y que cierta mezcla de superstición y de desengaño, de indolencia y de egoísmo, le indujo a buscar en el reposo de la soledad y en los consuelos de la religión la tranquilidad que apetecía y que no podía encontrar en las agitadas regiones del poder; lo cual está de acuerdo con los sentimientos y las razones que él mismo expuso en la carta a su hijo{17}.

Si, como dicen los primeros, hubiera abrigado la idea de que el testamento de Carlos II que le elevó al trono de España era injusto e ilegal, mal medio escogía para descargar su conciencia dejando este mismo trono a su hijo, que había de ocuparle en virtud del propio testamento. Y si la renuncia a la corona de Francia adolecía de un vicio esencial de nulidad, y en ello fundaba sus aspiraciones a reclamar su antiguo derecho, más elementos tendría para vencer la oposición de las demás potencias estando en posesión de un trono, que aislado del mundo y escondido entre rocas{18}.

Sin perjuicio, pues, de juzgar a su tiempo su conducta ulterior, en la parte que con esta resolución pudiera estar en más o menos desacuerdo, parécenos que es excusado buscar los motivos de esta determinación en otra parte que en la profunda melancolía, en cierta debilidad de cerebro, y no poca flojedad y desapego al trabajo que le habían producido sus enfermedades, unido esto al cansancio consiguiente a las incesantes contrariedades y fatigas de veinte y tres años de reinado, de todo lo cual pudo muy bien, atendido el corazón y la naturaleza humana, arrepentirse y recobrarse después{19}.

Aceptada la abdicación por el príncipe de Asturias, por más que muchos consejeros y letrados dudaran de la validez de la renuncia, como hecha sin acuerdo del reino, nadie se opuso a ella; y contentos al parecer grandeza y pueblo con tener un rey español a quien amaban, por sus buenas prendas y por su afición y apego a los usos y costumbres del país, saludaron con aclamaciones de júbilo su advenimiento al trono; y habiéndose dispuesto la proclamación solemne para el 9 de febrero (1724), verificose ésta en Madrid con todo el ceremonial, y toda la pompa y aparato que se había usado en la de Carlos II, llevando el pendón real el conde de Altamira, el cual, a la voz del rey de armas más antiguo: «¡Silencio! ¡Oid! tremoló el estandarte de Castilla, diciendo: ¡Castilla, Castilla, Castilla por el rey nuestro Señor don Luis Primero!» A que contestó la regocijada muchedumbre con entusiastas y multiplicados vivas.

Quedó, pues, Luis I de Borbón instalado en el trono de Castilla, que la Providencia en sus altos juicios quiso que ocupara por un plazo imperceptible en el inmenso espacio de los tiempos.




{1} «Deseando ahora contribuir por mi parte (eran sus palabras) a los deseos de las referidas Majestades los serenísimos reyes de Francia e Inglaterra, y dar a la Europa el beneficio de la paz, a costa de mis propios intereses, y de la posesión y derechos que he de ceder en ella, he resuelto aceptar el referido tratado, &c.»– Tomo de Varios de la Real Academia de la Historia, Est. 13, gr. 3.

{2} Belando, Historia civil, parte IV, cap. 37 y 38.

{3} Belando, parte II, c. 53 y último.– El primer tratado constaba de veinte y ocho artículos, y el segundo de veinte y cuatro. El marqués de San Felipe expresa el contenido de cada uno.

{4} San Felipe, Comentarios, tomo II.– Belando, Historia Civil, parte IV, cap. 42 a 45.

{5} Belando, Historia Civil, parte IV, c. 43.– El tratado contenía seis artículos: el último prescribía que todo había de tener cumplimiento en el término de seis meses.

{6} Constaba de siete artículos, y había de ratificarse en el plazo de seis semanas.

{7} Belando, Historia Civil, P. IV, c. 46.– San Felipe, Comentarios, tomo II.– Carta de Jorge I a Felipe V.– Papeles de Walpole.– Cartas de Stanhope a Sir Lucas Schaub: Papeles de Hardwick.– Memorias de Sir Roberto Walpole, c. 34.

{8} El autor de las Memorias que hemos citado tantas veces.

{9} Belando, P. IV, cap. 47.– San Felipe, Comentarios, tomo II.– Gacetas de Madrid de diciembre de 1721, y enero de 1722.

{10} Cuenta el P. Fr. Nicolás de Jesús Belando la causa que produjo la muerte de Daubenton de la siguiente manera. Dice que el confesor había escrito al duque de Orleans comunicándole el pensamiento del rey, que él solo sabía, de renunciar la corona en su hijo que esta carta se la envió original el regente de Francia a Felipe, y que éste, indignado de ver descubierto lo que creía un secreto, llamó un día al confesor, y le dijo: «¿No estáis contento de haber vendido lo que ha pasado por vuestra mano, sino que venís a vender a Dios por venderme a mí? Retiráos, y no volváis más a mi presencia.» Que el rey volvió la espalda, y el padre Daubenton cayó en tierra sin sentido, y así lo retiraron y llevaron al Noviciado de los padres jesuitas de Madrid, donde tenía su habitación, y allí murió de este accidente.– Historia Civil, P. IV, c. 50.

Macanáz encabeza el segundo tomo de sus Memorias para la Historia del gobierno de España (manuscritas) de la siguiente notable manera: «Contiene (dice) el mal gobierno del P. Daubenton, jesuita francés, confesor del rey, que todo lo mandó por dirección de un enemigo tal como el duque de Orleans, y con la ambición de lograr el capelo, sin el cual murió.» Este escritor no perdona ocasión de atribuir al de Orleans y a Daubenton el designio de perder a España, y a cada paso les achaca, ya el proyecto de venderla a los ingleses, ya otros planes semejantes. Acaso la parte que tuvo el confesor jesuita en la prolongación de la causa que se formó a aquel insigne magistrado, influyó en la excesiva prevención con que miraba todo lo relativo a aquellos dos personajes.

He aquí cómo se explica en la página 278 del tomo II de sus Memorias:

«Entonces cargó el P. Daubenton con el gobierno (dice después de contar la caída de Alberoni), y hizo aceptar al rey la diabólica cuátriple alianza, o el tratado de Londres; que atropelladamente se evacuasen los reinos de Sicilia y Cerdeña, y se enviasen al emperador las renuncias destos reinos, del de Nápoles, y de los Estados de Milán y Flandes, con tal torpeza, ceguedad o malicia, que ni siquiera quiso esperar que se le entregase la plaza de Gibraltar, ni las investiduras eventuales de Toscana y Parma; y así el de Orleans logró burlarse de todo; y porque no podía asegurar en Inglaterra a Jorge I sin el apoyo de la España, hizo otros dos tratados el año 1721 con la Francia y la Inglaterra, los que sirvieron a asegurar aquel usurpador en la corona; y de que él estuvo seguro, ni él ni el de Orleans cumplieron cosa alguna de lo ofrecido en ellos, ni en el de la cuátriple alianza; y abrieron el Congreso de Cambray para entretener al rey con engaño: y hizo los matrimonios de las dos hijas de Orleans, que el segundo no consumó por no tener edad el infante: y en fin, él fue el enemigo de los que la difunta reina había estimado; él fue la mano de que el duque de Orleans se sirvió para arruinar la España, entretener la confusión en el gobierno, tener al rey esclavo y desautorizado, y porque la corte romana le diese el capelo la acabó de hacer dueña de las rentas y beneficios de las iglesias de España; puso gran cuidado en emplear a los traidores, o hombres tales que no supiesen más que obedecer lo que el rey les ordenase. Para el gobierno espiritual y temporal del reino tuvo por sus consultores otros tres jesuitas, que fueron los padres Bermúdez, Ramos y Marimón; para lo de Roma llamó al P. Niel, jesuita francés, que estaba en Roma y conocía aquella corte; para la Guerra, Hacienda, Marina y Comercio tomó a don José Patiño, que había sido muchos años jesuita, y al marqués de Castelar su hermano, que el rey no podía ver, porque conocía sus maldades: él puso un arzobispo de Toledo y un inquisidor general que Júdice había elevado, porque solo eran capaces a obedecerle, y a entretener al rey con artificio. Y a este tenor elegía los demás sujetos, de que ya habrá dado cuenta al Señor, a quien pido le perdone el mal que a mí me hizo.»

{11} En la relación de los sucesos de estos años seguimos con preferencia al marqués de San Felipe, que se muestra bien informado, y tenía motivos para ello, de la marcha de todas estas negociaciones entre España y las demás potencias, así como de lo que sucedía y se trataba en el Congreso de Cambray y aun a la muerte del gran duque de Toscana, él, que se hallaba de ministro de España en Génova, tenía orden para pasar a Florencia, y a ello le invitaba también el duque de Parma: pero avisado por el P. Ascanio, ministro del rey Católico en la corte de Toscana, para que no fuese, porque así convenía, suspendió la ida, puesto que se trataba de no hacer nada que pudiera dar ocasión a alterar el estado de las cosas.– Comentarios, Años 21, 22 y 23.

Nótase en lo que toca a este período un gran vacío en William Coxe. Algo más se halla en la Historia de la casa de Austria, en las de Francia, y en las Memorias secretas de los reinados de Luis XIV y Luis XV.

{12} Suponen otros que le esperaba una señora de calidad en su cuarto cuando volvió del Consejo, y que comenzando esta señora a hablar, el duque cayó en el suelo; que la señora gritó llamando la familia, la cual, hallándole sin sentido, acudió en busca de médicos, que intentaron sangrarle, pero era ya tarde. El P. Belando indica haber ocasionado en parte este suceso una carta que recibió del padre Niel, jesuita francés, confesor de la princesa de Asturias, y compañero de Daubenton, avisándole la muerte de éste, y lo que había ocurrido con el rey.

«Creían los superficiales, dice el marqués de San Felipe, que con esta muerte había perdido el rey Católico mucho, faltando quien promoviese sus intereses; pero los más entendidos creían que había perdido el emperador un amigo, a quien contemplaba con secreto tratado de que le ayudase en su casa a la sucesión de Francia para excluir la casa de España.»

{13} Hay quien afirma que estaba ya prevenido de corona y de vestiduras reales para cuando le proclamaran rey, y que no era esto una cosa tan oculta que no se trasluciese en París.

{14} Belando inserta el texto latino de las cartas.

{15} Aquel mismo día se hizo merced del Toisón de Oro al marqués de Grimaldo, al de Valoux, al marqués Aníbal Scotti, al de Santisteban, al de Santa Cruz, al duque de Medinaceli, y a otros varios personajes; con justicia a algunos, sin justicia y por puro favor a otros.– San Felipe, Comentarios, tomo II.– Macanáz, Memorias para el gobierno de España, MS., tomo II, p. 307.

{16} San Felipe, Comentarios.– En efecto, de ello son una prueba los párrafos siguientes de la carta: «Evitad en cuanto fuese posible las ofensas de Dios en vuestros reinos, y emplead todo vuestro poder en que sea servido, honrado y respetado en todo lo que estuviese sujeto a vuestro dominio. Tened siempre gran devoción a la Santísima Virgen, y poneos bajo de su protección, como también vuestros reinos, pues por ningún medio podréis conseguir mejor lo que para vos y para ellos necesitareis. Sed siempre, como lo debéis ser, obediente a la Santa Sede, y al papa como vicario de Jesucristo. Amparad y mantened siempre el tribunal de la Inquisición, que puede llamarse el baluarte de la fe, y al cual se debe su conservación en toda pureza en los estados de España… &c.»

{17} «Habiéndose servido la Magestad Divina, le decía, por su infinita misericordia, hijo mío muy amado, de hacerme conocer de algunos días acá la nada del mundo y la vanidad de sus grandezas, y darme al mismo tiempo un deseo ardiente de los bienes eternos, que deben sin comparación alguna ser preferidos a todos los de la tierra, los cuales no nos los dio Su Majestad sino para este único fin, me ha parecido que no podía corresponder mejor a los favores de un padre tan bueno que me llama para que le sirva, y me ha dado en toda mi vida tantas señales de una visible protección, con que me ha librado, así de las enfermedades con que ha sido servido de visitarme, como de las ocurrencias dificultosas de mi reinado, en el cual me ha protegido, y conservado la corona contra tantas potencias unidas que me la pretendían arrancar, sino sacrificándole y poniendo a sus pies esta misma corona… etcétera.»

{18} Entre los escritos que se publicaron sobre la nulidad de la renuncia de Felipe V a la corona de Francia, merece notarse el tratado que escribió en latín el Dr. don Juan Bautista Palermo, titulado: Tratactus de succesione Regni Galliæ ad tenorem legis Salicœ. De nullitate renunciationis Srmi Regis Philippi V.– Está dividido en siete capítulos: los seis primeros forman la historia de la ley Sálica, y el sexto contiene en once párrafos todas las razones en que el autor funda la nulidad de la renuncia de Felipe V.– Es un manuscrito en folio de 553 páginas, y se halla en la Biblioteca Nacional, señalado S. 29.

{19} El historiador inglés William Coxe es uno de los que suponen en la abdicación de Felipe el interesado designio de habilitarse para heredar el trono de Francia. Mas no advierte este ilustrado escritor, que al afirmar esto se descuida en decir él mismo: «La causa principal era sin disputa aquella mezcla singular de superstición y egoísmo, de indolencia y ambición, que formaba el carácter de Felipe.» Y más abajo: «En la quietud que siguió a la caída de aquel ministro (Alberoni) se desarrolló la enfermedad hipocondriaca del monarca, llevando consigo la idea añeja de la abdicación.»– Coxe, España bajo el reinado de la casa de Borbón, cap. 33.

Aduce después, como comprobante de su juicio, que Felipe mantenía desde San Ildefonso relaciones con el duque de Borbón y con el partido español de Francia, y que tuvo ya preparado su viaje a aquel reino so pretexto de restablecer su salud, pero con el verdadero fin de alentar a sus partidarios. Cita para esto del viaje las Memorias de San Simón, el amigo de las anécdotas curiosas: nosotros no hallamos noticia de él en ningún documento ni historiador español. Y en cuanto a mantener relaciones con el duque de Borbón y el partido español de Francia, veremos después lo que sobre ello hubo de cierto, y la conducta de los dos reyes de España, padre e hijo, en este asunto.

Macanáz explica del modo siguiente los motivos de la abdicación: «El rey se mantenía en el empeño de renunciar la corona, lo que procedía de su gran conocimiento, pues veía el daño y no tenía arbitrio para el remedio; reconocía que el confesor, y por él el de Orleans, y la reina por ellos, por el duque de Parma y los italianos, le engañaban; veía que éstos tenían todo el gobierno de la monarquía en manos de sus criaturas; echaba menos que no se le diese cuenta más que de algunas cosas, y que aun en ellas se le oponían siempre que se apartaba de lo que ellos querían; sobrábale conocimiento, y faltábale resolución, y de aquí venía el ser su escrúpulo mayor cada día, y el deseo de dejar la corona; y de que hablaba desto le tenían por loco; y así vive quince años en un continuo martirio.» Memorias para el gobierno de España, MS, tomo II, pág. 276 v.

Y el marqués de San Felipe, replicando a los que atribuían la renuncia al propósito de habilitarse para suceder a la corona de Francia, dice: «Ni conocían bien el genio del rey los que esto discurrían, porque ni su delicada escrupulosa conciencia era capaz de faltar a lo prometido, ni su aversión a los negocios, ni la falta de sus fuerzas para grande aplicación le podían estimular a los inmensos trabajos de regir una para él nueva monarquía de franceses, dividida precisamente en facciones en caso de faltar el actual dominante; pues aunque los parlamentos y los más ancianos padres de la patria estuviesen por la ley Sálica que favorecía al rey Felipe, los príncipes de la sangre y sus adheridos estarían por el inmediato al trono entre ellos, que era el duque de Orleans, mozo y soltero, por lo cual los que le seguían miraban más vecina la posibilidad del solio que si le ocupase el rey Felipe, que a más del príncipe de Asturias tenía otros tres varones, sin los que podían tener dos individuos conocidamente fecundos. Estas razones, que convencían a los más reflexivos, avivaron el ingenio para discurrir otras que hubiesen dado impulso a tan grande hecho… pero los hombres píos y de dócil corazón lo atribuían a sólida virtud y temor de errar en el gobierno.»– Comentarios, tomo II, p. 399.