Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro VI ❦ Reinado de Felipe V
Capítulo XVI
Gobierno y caída de Riperdá
1726
Pomposos proyectos de reformas.– Dificultades de ejecución.– Compromisos con el embajador austriaco.– Disgusto público.– Jactanciosos dichos del ministro.– Apuro en que le ponen los embajadores inglés y holandés.– Imprudencia y ligereza notable de Riperdá.– Descúbreles el tratado secreto con el imperio.– Graves consecuencias de esta indiscreción.– Locos proyectos que concibe.– Cómo se preparó su caída.– Busca un asilo en la embajada inglesa.– Prisión ruidosa de Riperdá.– Restablecimiento del anterior gobierno.– Juicio de aquel personaje.
Creeríamos hacer un bien a la humanidad, si pudiéramos trasmitir a otros la desconfianza que, fundados en la experiencia y en la historia, hemos tenido siempre de los hombres jactanciosos y pródigos de promesas, dados a alucinar con pomposos y brillantes proyectos que acaso en la embriaguez de su presunción llegan de buena fe a representarse fáciles, siendo ellos mismos los primeros ilusos y engañados; y esto así en los negocios comunes de la vida como en los que afectan los altos intereses de los Estados. La ligereza suele ser compañera inseparable de la arrogancia: comúnmente viene pronto el desengaño, que es tan cruel como ha sido la confianza repentina y ciega: y como nada mortifica mas al hombre que una gran burla hecha a su buena fe y a su credulidad, resulta que la caída de los grandes embaucadores lleva siempre consigo tanta odiosidad como fue el amor, y tanto desprecio como fue el aplauso.
Ejemplo señalado de esto fue el famoso barón, después duque de Riperdá. Tan luego como este célebre aventurero, a quien la España llegó a mirar como un hermoso planeta de benéfico influjo aparecido como por encanto en su horizonte político, se vio elevado al poder que tanto había ambicionado, quiso persuadir a los reyes y al pueblo de que iba a reformar de una manera maravillosa todos los ramos de la administración pública, corrigiendo todos los vicios de los anteriores sistemas, y sacando la nación del abatimiento en que la habían puesto la ignorancia y la torpeza de los ministros sus antecesores y la envidia de las potencias con que antes había estado aliada, y a ponerla en situación de dar, como en otro tiempo, leyes a Europa. Mas no tardó el presuntuoso holandés (que en verdad no tenía ni el genio ni la capacidad de Alberoni, a quien en muchos de sus planes se propuso imitar) en ver las dificultades insuperables con que tropezaban sus proyectos; y que apurado el tesoro con las continuas guerras, agobiado el pueblo de tributos, atrasada en sus pagas la misma servidumbre del rey, y falto de vestuario y de armamento el ejército, que era entonces numeroso, no solo no había para atender a los gastos corrientes, por más reformas que quisiera improvisar, sino, lo que él más sentía, ni para pagar las sumas que allá en Viena había prometido a los príncipes del imperio, y que le eran con urgencia reclamadas.
Por eso temía él tanto la venida del embajador imperial conde de Königseg, notándosele con extrañeza inquieto y como receloso cada vez que de ello se hablaba, cuando parecía que la venida del representante del imperio debería consolidar el valimiento del negociador de la paz, y de quien había unido ambas cortes. Pero se vio que no le faltaba razón para temerla. Llegaron el conde y la condesa de Königseg, los cuales fueron recibidos con una alegría y con una solemnidad no acostumbradas con otros embajadores (enero, 1726). Mas la venida del austriaco fue causa de que se fueran descubriendo en una y otra corte las farsas a que había debido Riperdá su encumbramiento y su poderoso influjo. De las explicaciones del ministro imperial deducíase estar muy lejos el emperador de apresurarse a realizar el ofrecido matrimonio del infante don Carlos con la archiduquesa, que Riperdá había pintado como cosa segura, y que había sido una de las bases de la negociación, y continuaba siendo el pensamiento y el afán de la reina de España.
Tampoco los preparativos militares de Austria eran ni tan inmediatos ni tan grandes como Riperdá los había representado. Y mientras por este lado se iban revelando su ligereza y sus imprudentes facilidades, veíase en el conflicto de no poder satisfacer las sumas allá ofrecidas al Imperio, y por cuyo pago el embajador le hostigaba. Para sacar algún dinero con que salir de este apuro y compromiso, el arrogante arbitrista apelaba a los recursos vulgares de suprimir empleos, quitar o disminuir pensiones, pedir cuentas de los caudales que hubieran podido ser mal adquiridos, arrendar todas las rentas generales, tomar los fondos del depósito de beneficencia, y aumentar el valor de la moneda: con lo que sacó muy escasamente para ir entreteniendo al embajador, a costa del público disgusto, incluso el de los reyes, y de arruinar sin provecho a muchos particulares. Gracias que consiguió con trabajo y a fuerza de amontonar disculpas que el embajador le concediera algún respiro hasta la llegada de los galeones de Indias. Pero de todos modos se iba corriendo el velo que ocultaba las farándulas del jactancioso ministro.
A pesar de todo, conociendo lo que le importaba conservar el favor de los reyes, y en especial de la reina, de quien no podía esperar perdón si llegaba a convencerse de que había abusado de su confianza, dedicose a inspirársela haciéndose ciego ejecutor de sus órdenes, y debió lograrlo en el hecho de habérsele confiado el departamento de Marina; con que teniendo ya el de Negocios extranjeros, el de la Guerra y el de Hacienda, era un verdadero ministro universal, resumiendo en sí el poder y las facultades de casi todos los ministros, a los cuales se fue despojando de sus respectivas atribuciones para acumularlas en él. Infatuado con el humo del favor, mostraba el más alto desprecio a los que le censuraban o se le oponían, y solía usar de la siguiente frase, tan arrogante como absurda y pueril: «Nada me importa contando con seis amigos que no me pueden faltar; Dios, la Virgen, el emperador, la emperatriz, el rey y la reina de España.» Y de su audacia e inconsideración recibió una prueba el Padre Bermúdez, confesor del rey, cuando le dijo delante de varias personas: «Vos limitaos a dar la absolución a vuestro penitente cuando se confiese, y no os metáis en otra cosa.{1}»
Mas tan repentino poder, unido a tanta arrogancia y a tanta imprudencia, y cimentado en la farsa, en el enredo y en el embrollo, no podía menos de ser efímero y fugaz; el fuego fatuo tenía que apagarse, la caída del falso coloso tenía que corresponder a su elevación. Ya los canónigos de Palermo, Plantanca y Caracholi, a quienes el rey don Felipe solía consultar en asuntos graves y de conciencia, habían escrito un largo papel demostrando lo que eran los tratados de Viena y descubriendo lo que era su autor, con que despertaron la desconfianza del celoso monarca. El mismo Riperdá comenzó pronto a envolverse en las redes de sus propias imprudencias y ligerezas. Ya hemos visto lo apuros en que le ponía el embajador austriaco conde de Königseg, y los renuncios en que le iba cogiendo. Los de Inglaterra y Holanda, Stanhope y Wandermeer, que no cesaban de reclamar contra el establecimiento de la compañía de Ostende y contra otras cláusulas del tratado de comercio de Viena perjudiciales a los intereses de sus Estados, observaron luego la contradicción que existía entre las respuestas de Riperdá y la satisfacción y las seguridades que en Holanda habían ofrecido los ministros del emperador y del rey de España, amenazaban con tomar de acuerdo sus medidas para recobrar los derechos mercantiles garantidos por los anteriores tratados, y dirigían enérgicas representaciones por escrito. Sabiendo Riperdá que el rey no quería agriar aquellas potencias, por temor de que se adhirieran otras provincias y estados a la liga de Hannover, y viendo por otra parte cómo crecía el crédito e influjo del ministro alemán al paso que disminuía el suyo, varió enteramente de lenguaje para con aquellos embajadores, y a sus baladronadas de antes sustituyó los mas halagüeños ofrecimientos de que el rey y el emperador estaban dispuestos a reformar el tratado de Viena y arreglarle a los anteriores, en lo concerniente al comercio de Inglaterra y Holanda.
Procurando hablar separadamente con cada uno de aquellos representantes, diose a sembrar la cizaña de los celos entre ambas potencias, lisonjeando a cada cual con la buena disposición del rey a favorecer sus particulares intereses si se apartaba de la otra, y diciendo a cada uno que podía revelarle misterios que le convencerían de ello. De parecidos medios se valía para ver de indisponerlos con la Francia, y separarlos de su parcialidad. Mas como aquellos embajadores conocían ya demasiado las artes y manejos, y la inconstancia y veleidad del ministro español, y sabían sus embarazos y apuros, confiábanse y se comunicaban mutuamente lo que a cada uno en particular decía, y obrando de concierto y con más habilidad que el que pretendía ser su engañador, ingeniáronse para irle arrancando todo lo que había de secreto en los empeños de las cortes de Viena y de Madrid. El ligerísimo Riperdá, creyendo hacer para ellos un mérito de la confianza, tuvo la imprudencia de revelarles que en efecto había entre ellas un tratado secreto de alianza, en que se hallaban estos tres artículos: 1.º Un empeño por parte de España para sostener la compañía de Ostende; 2.º Otro por la del emperador para procurar la restitución de Gibraltar, con su mediación si fuese posible, y si no con la fuerza: 3.º El socorro mutuo de tropas con que debían auxiliarse en caso de guerra... Y que este tratado se había concluido poco después del primero, pero para no divulgarse hasta que fuese necesario.
Fácil es de comprender la impresión que produciría una revelación tan importante como imprudente, y que los embajadores se apresuraron a participar a sus gobiernos, si bien en Madrid guardaron el secreto y disimularon. Supo el emperador, y súpolo con la indignación que era natural, el compromiso en que la incalificable indiscreción de Riperdá le había puesto, porque el señor de San Saphorin y el duque de Richelieu, embajadores de Inglaterra y de Francia en Viena, le pidieron explicaciones precisas sobre los artículos del tratado secreto; y aunque el emperador intentó persuadirles que aquello no podía ser sino un ardid diplomático del ministro español, no pudo evitar que las cosas se agriaran de tal modo en las cortes de Viena y Londres que amenazara un rompimiento. También Riperdá quiso después tergiversar su declaración, pero apurado por las preguntas y las réplicas de los embajadores, acabó de poner el sello a sus indiscretas precipitaciones, respondiendo con pueril desenfado: «Es verdad, me he explicado como decís, y puesto que queréis que os repita lo mismo, lo que os he dicho es realmente verdadero.» Contestación tan impensada y tan ajena al carácter de un primer ministro en negocio tan grave y delicado, exasperó a los reyes de España, indignó al emperador, irritó al público, y le malquistó con todos.
Y sin embargo, aún no deponía su presuntuosa arrogancia, ni desistía de sus locos proyectos. Al tiempo que contemplaba exteriormente a los embajadores inglés y holandés, traía secretos tratos con el duque de Wharton en favor del pretendiente de Inglaterra, y aún concibió el pensamiento de una expedición contra las Islas británicas, a cuya empresa parecía destinar varios navíos españoles que había en Cádiz, y reunió en las costas de Galicia y Vizcaya un cuerpo de cerca de doce mil hombres. Nada se ocultaba al lord Stanhope, hombre activo, y que disponía de un numeroso espionaje, al cual remuneraba largamente, y le daba minuciosa y exacta cuenta de lo que pasaba en todas partes, hasta dentro de los conventos. Cuando Stanhope pidió explicaciones a Riperdá de lo que se tramaba contra Inglaterra, el famoso proyectista lo negó todo, protestando y jurando que si el duque de Wharton osaba hacerse agente del pretendiente, le haría salir de Madrid en veinte y cuatro horas{2}.
Tantas contradicciones, tanta inconsecuencia, la facilidad con que se descubrían sus locos designios y se frustraban sus desvariados planes, las prevenciones que las potencias ofendidas tomaban para estrecharse más y defenderse, el disgusto del emperador, que ya no guardaba consideración ni miramiento con el desatentado ministro, todo anunciaba que no podía estar lejos la desaparición de aquel funesto meteoro político. Su prestigio en el pueblo se había desvanecido, los ministros caídos conspiraban contra él, los consultores del rey le habían dicho ya lo que era, y Felipe deseaba ya desprenderse de un loco de aquel género así se lo manifestaba a la reina{3}. Solamente Isabel tardaba en decidirse a renunciar a las magníficas esperanzas con que había halagado su ambición el célebre proyectista, y luchó algún tiempo, acaso solo por la vanidad de no confesarse burlada, entre su convicción y su orgullo. Hacía Riperdá esfuerzos inútiles para sostenerse, y para ocultar al público su estado vacilante. Trató de alejar de la corte a los dos hermanos marqués de Castelar y don José Patiño, nombrados ministros de España en Venecia y en los Países Bajos, pero ellos hicieron valer los pretextos que alegaban para demorar su Viaje, y en unión con los otros ministros separados cuando se elevó a Riperdá, y en especial con el embajador del imperio conde de Königseg, y apoyados en cartas del mismo emperador, cooperaron a precipitar la caída del ya generalmente odiado aventurero.
Con esto acabó el rey de resolverse a despedir a su ministro, si bien lo hizo con un exceso de consideración que nadie esperaba ya, relevándole primero de la presidencia de Hacienda, so pretexto de aliviarle de una parte de la pesada carga que sobre sus hombros tenía. O porque creyera lastimado su amor propio, o porque comprendiera la suerte que le esperaba, hizo renuncia de los demás cargos y pidió permiso para retirarse. Al pronto no le fue admitida, pero a los pocos días (14 de mayo, 1726), al salir de la cámara del rey, con quien acababa de despachar, hallose con un real decreto que le entregó el marqués de la Paz, en que se le hacía saber había sido admitida su dimisión, señalándole una pensión de tres mil doblones en consideración a sus antiguos servicios. La mañana siguiente dejó su vivienda de palacio, y se trasladó a su casa con su esposa y familia, pero no durmió en ella. Grande debía ser el miedo de aquel hombre poco antes tan arrogante, cuando después de haber buscado un asilo en casa del enviado de Portugal, que no quiso admitirle, y en la del de Holanda, que tampoco le recibió, pasó acompañado de éste a la embajada de Inglaterra, donde al fin fue acogido.
Es muy notable lo que en este punto ocurrió con este refugiado. La mañana siguiente pasó lord Stanhope a dar cuenta al rey de haber hospedado aquella noche en su casa a Riperdá, y a recibir sus órdenes. Contestole el monarca aplaudiendo su conducta, pero exigiéndole que no permitiera al duque salir de su casa, pues aunque tenía pedido pasaporte para retirarse a Holanda, no se le daría hasta que entregara ciertos papeles de interés, cuya lista mandaría hacer y enviaría al otro día a buscarlos. Con esto, al regresar a su casa el embajador inglés, manifestó al duque que podía permanecer en ella tranquilo, pero en la inteligencia de que había salido garante con el rey de que no se fugaría. Mas a poco tiempo se vio con sorpresa rodeada de centinelas y soldados la casa del embajador por orden del rey, no por desconfianza que tuviese, sino para prevenir las locuras de Riperdá, como decía el marqués de la Paz en su carta a Stanhope. Tratábase pues ya de apoderarse a todo trance de la persona del refugiado; pero era el caso que el rey había aprobado la conducta del embajador, y violar el asilo parecía contrario a aquella manifestación del rey y al derecho de gentes. En esta perplejidad se consultó al Consejo de Castilla si se podría o no sacar a Riperdá sin violar este derecho. Aunque hasta entonces no se le imputaba otro delito que el de haberse retraído a casa de un ministro extranjero, el Consejo le declaró reo de Lesa-Majestad, y que como tal podía el rey extraerle por fuerza: «pues si el privilegio de asilo, decía, concedido a las casas de los embajadores solo a favor de los reos de delitos comunes, se extendiera a los depositarios de la hacienda, de la fuerza o de los secretos de un Estado, redundaría en perjuicio de todas las potencias del Orbe, pues se verían obligadas a consentir en las cortes a los mismos que maquinaran su perdición.»
Y en tanto que esta consulta se resolvía, había más de trescientos hombres apostados en todas las callejuelas, esquinas y casas contiguas, los cuales reconocían a todo el que iba a la del embajador, y dentro del mismo portal había un oficial que ejecutaba lo mismo, sin exceptuar el coche de la duquesa, su esposa, que fue registrado varias veces. Luego que el rey se vio autorizado por el dictamen del Consejo de Castilla, dio orden al alcalde de corte don Luis de Cuellar y al mariscal de campo don Francisco Valanza para que con un destacamento de sesenta hombres pasasen a casa del embajador. En su virtud la mañana del 25 de mayo, al abrirse las puertas de la casa, entrose esta fuerza, y haciendo despertar al ministro británico le fue entregada una carta del marqués de la Paz, en que le decía, haber resuelto S. M. hacer prender al duque para ser conducido al alcázar de Segovia, a fin de poder ordenar judicialmente lo que correspondiera, relevándole de la obligación que se había impuesto de responder de su persona; que a los oficiales encargados de ejecutar la prisión les había encargado usasen de toda atención y urbanidad con el duque, pero que en caso de resistencia entrarían con gente armada y se apoderarían de él y de sus papeles. Sorprendido se quedó Stanhope con semejante carta y con ́tal aparato, del que no se le había con anticipación avisado ni prevenido, y quejose amargamente de la ofensa que en ello se hacía a su carácter, pidiendo que se suspendiese la ejecución hasta responder al marqués de la Paz. Pero viendo que las órdenes se cumplían no obstante sus reclamaciones, protestó contra aquella violación de sus derechos. Riperdá fue en fin arrestado, tomados sus papeles, y conducido él a una torre del alcázar de Segovia con un solo criado, sin permitir que le visitara nadie, ni aun su misma esposa{4}.
Hizo este suceso gran ruido, no solo en España sino en toda Europa; pues por una parte Stanhope dio cuenta de todo lo ocurrido a su soberano, y se salió de Madrid mientras recibía sus órdenes, lo cual dio ocasión a varias contestaciones entre las cortes de Londres y de Madrid, que al fin no produjeron resultado: por otra el gobierno español, interesado en justificar su proceder, hizo publicar una relación de todo lo sucedido, que comunicó a todos los ministros extranjeros, y la envió por extraordinario a las cortes de Viena, Londres y la Haya.
A la caída de Riperdá siguió la reposición de los ministros que por él habían sido exonerados. El marqués de Grimaldo volvió a su plaza de secretario de Estado en lo tocante a los negocios extranjeros, a excepción de los de Viena, que se encomendaron al marqués de la Paz. El de Castelar fue restablecido en el ministerio de la Guerra, y en el de Hacienda don Francisco de Arriaza. Solo don Antonio Sopeña no fue repuesto en el de Marina e Indias, el cual se dio a don José Patiño, que comenzó entonces su carrera ministerial.
Después de todo aquel estrépito, no se justificó a Riperdá el delito de lesa-majestad que el Consejo le había imputado. Lo que se vio, y esto se comprendía sin necesidad de proceso, fue que era un hombre de una imaginación volcánica y extravagante, tan ligero en prometer como incapaz de cumplir, tan jactancioso como irreflexivo, dado a inventar falsedades y deslumbrar con baladronadas, que debió su elevación y el brillante papel que desempeñó algún tiempo a un tejido de embustes que no se concibe cómo pudieron fascinar a cortes tan graves como las de Austria y España, y que no supo sostener por sus inconsecuencias y veleidades, y que por sus ligerezas e indiscreciones no hubiera podido fiársele un negocio común, cuanto más el gobierno de un Estado. Y sin embargo, en sus planes económicos y en sus reglamentos comerciales había ideas provechosas, que supo sin duda utilizar su sucesor Patiño. Es lo cierto que este hombre extravagante y singular, con sus tratados de Viena, produjo un cambio en las relaciones de todas las potencias de Europa, y su obra fue el principio de que arrancaron nuevos sucesos y revoluciones que duraron muchos años y dieron resultados de suma gravedad. Por eso nos hemos detenido algo en la descripción de su carácter, y en las circunstancias de su elevación y de su caída{5}.
{1} Noticia de Riperdá, por los Abates Sicilianos.– Campo-Raso, Continuación de los Comentarios de San Felipe.– Macanáz, Memorias manuscritas para la Historia del Gobierno de España, tomo II, p. 405.
{2} Memorias de Sir Roberto Walpole, tomo II.– Comunicaciones de Stanhope al duque de Newcastle.– Noticia de Riperdá, por los Abates sicilianos.– Memorias de Montgon, tomo I.– Memorias políticas y militares de Campo-Raso, Año 1726.
{3} Con razón le llamaba siempre Macanáz en sus cartas y apuntes el loco de Riperdá.
{4} Campbell, Vida de Riperdá, con rectificaciones y notas puestas por un español.– Noticia de Riperdá, por los Abates sicilianos.– Memorias de Montgon.– Correspondencia de Stanhope.– Memorias políticas y militares de Campo-Raso, ad ann.– Belando, Historia Civil, p. IV, c. 70.– Memorias de Walpole.
En una carta escrita en aquellos mismos días, que inserta Macanáz en el tomo II. de sus Memorias para la Historia del Gobierno de España (pág. 409), se lee entre otras cosas: «Hay más de trescientos hombres de guardias de a pié, apostados en todas las callejuelas y casas de los costados... Se dice que le pillarán, y que el embajador ha despachado un expreso a este fin a su soberano para si lo ha de entregar, y dicen no tiene las armas sobre su puerta. Lo cierto es que creo, según dicen, que todas las rentas deste año están ya cobradas por Riperdá, y que si el rey quiere solos ocho cuartos, los habrá de pedir prestados, y dicen no quiere entregar no sé qué papeles, y que a la hora esta habrá revelado muchas cosas a estos embajadores, &c.»
{5} Este célebre aventurero continuó después su carrera de extrañísimas aventuras, tan originales, que como se dice en la portada de su historia impresa, «sus verdaderos hechos por ser tan raros y extravagantes parecen una de las más exquisitas y graciosas novelas.»
Daremos una brevísima noticia de ellos, como acostumbramos a hacer con los personajes que han hecho un principal papel en España. Riperdá logró fugarse a los quince meses de la prisión de Segovia por arte de una joven que le había cobrado afecto, y consiguió refugiarse en Portugal; de allí pasó a Inglaterra, donde estuvo hasta 1730. Arrojado de alló, trasladose a la Haya, donde abjuró segunda vez del catolicismo, para entrar también segunda vez en la iglesia protestante. Quiso luego pasar a Rusia, y no le fue permitido. Ningún estado de Europa le quería dar albergue. A fines de 1731 se fue a Marruecos, donde encontró muy buena acogida, y adquirió tal influencia que fue quien determinó al emperador a poner sitio a Ceuta, plaza perteneciente a España. Este negociador de religiones abrazó el islamismo tomando el nombre de Osmán, y mereció ser nombrado general del ejército mahometano destinado a hacer la guerra a España. En vista de esta conducta el monarca español revocó la merced de grande de España que le había hecho. El nuevo musulmán derrotó un cuerpo de españoles de la ciudad de Ceuta que había hecho una salida, mas luego los españoles le derrotaron a su vez y le obligaron a huir y levantar el sitio. Durante algún tiempo vivió tranquilo en Marruecos, manifestando un gran celo en su nueva religión. Pero su imaginación viva, fogosa y ligera, no se satisfacía con el papel de simple musulmán, y discurrió hacerse jefe de una nueva secta que él inventó, y cuyo plan era una especie de fusión entre el cristianismo, el judaísmo y el mahometismo. Dícese que ya Osmán había hecho entrar en su proyecto al emperador, o a la sultana madre, cuando otra de sus muchas aventuras se lo desgració de repente, y tuvo que abandonar a Marruecos (1734). Fuese luego a Túnez, donde estaba en 1736, revolviendo nuevos proyectos, entre los cuales dícese era uno el de ayudar a otro aventurero como él en el plan de proclamarse rey de Córcega, en lo cual disipó grandes sumas de dinero que había adquirido por poco legítimos medios. Por último en 1737 murió oscuro y despreciado en Tetuán, en ocasión, dicen, que había escrito al cardenal Cienfuegos en Roma, que estaba resuelto a pasar a aquella capital, reconocido de todos sus yerros, a besar los pies al Padre Santo, y a cumplir la promesa que había hecho de visitar la iglesia de San Pedro y la Casa Santa de Loreto.