Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro VI Reinado de Felipe V

Capítulo XXI
Ejércitos de los tres Borbones en Italia
Los hermanos Carlos y Felipe
De 1738 a 1745

Matrimonio de Carlos de Nápoles.– Recibe la investidura del papa.– Matrimonio del infante don Felipe.– Muerte del emperador Carlos VI de Alemania.– Cuestión de sucesión.– Pretendientes a la corona imperial.– Derechos que alegaba España.– Alianzas de potencias. Guerras de sucesión al Imperio.– María Teresa.– Designios y planes de los monarcas españoles.– Expedición española a Italia.– El duque de Montemar.– El ministro Campillo.– Va otra escuadra española a Italia.– Causas de malograrse la empresa.– Guerra de Austria.– viaje del infante de España don Felipe.– Causas de su detención en Francia.– El cardenal Fleury.– Triste situación del ejército de Montemar.– En Bolonia, en Bendeno, en Rímini, en Foligno.– Escuadra inglesa en Nápoles.– El rey Carlos es forzado a guardar neutralidad.– Retirada de las tropas napolitanas.– Separación y destierro de los generales Montemar y Castelar.– El conde de Gages.– Batalla de Campo-Santo.– Alianza de Austria, Inglaterra y Cerdeña contra Francia y España.– Alianza de Fontainebleau entre España y Francia.– Muerte de Fleury.– Actitud resuelta del gobierno francés.– Expedición marítima contra Inglaterra.– Se malogra.– Gran combate naval entre la escuadra inglesa, la francesa y española reunidas.– Rompe el rey de Nápoles la neutralidad.– Los ejércitos de los tres Borbones pelean en el Mediodía y en el Norte de Italia.– Los dos príncipes españoles, Carlos y Felipe, cada uno al frente de un ejército.– Apuro de Carlos en Veletri.– Vuelve triunfante a Nápoles.– Cruza Felipe los Alpes y penetra en el Piamonte.– Conflicto en que pone al rey de Cerdeña.– Sitio de Coni.– Vuelve a franquear los Alpes cubiertos de nieve, y se retira al Delfinado.
 

Ni el negocio tan grave de la guerra con la Gran Bretaña, ni los interiores de su propio reino, de que habremos de dar cuenta en otro lugar, habían bastado a apartar de Italia la vista de Felipe V y menos la de la reina Isabel, que con el pensamiento siempre fijo en aquellas regiones, después de haber logrado en ellas un vasto reino para el primero de sus hijos, no desistía ni descansaba hasta ver si hacía señor de algunos de aquellos estados a don Felipe, su hijo segundo.

Fue uno de sus primeros cuidados la elección de esposa para el rey de Nápoles. Pensose primero en una archiduquesa de Austria, con objeto de evitar por este medio ulteriores disturbios con el emperador; mas como éste hubiera casado a su primogénita y heredera María Teresa con el duque Francisco de Lorena, ya gran duque de Toscana, no quería dar a su hermana un rival a la monarquía. Pensose luego en la princesa María Amalia de Sajonia, hija del elector Augusto III, rey ya de Polonia y sobrino del emperador. Encargose la negociación de este enlace al conde de Fuenclara, embajador de España en Viena, el cual desempeñó su comisión cumplida y felizmente. Concertadas las bodas con satisfacción de los interesados, y celebradas por poder en Dresde (9 de mayo, 1738), la nueva reina de Nápoles se puso en camino, y tuvo el placer de verse objeto de agasajos y festejos en todas las ciudades de los estados italianos por donde pasó, siendo el pontífice uno de los que se distinguieron, enviando doce cardenales a cumplimentarla. Esperábala con lucida comitiva el rey Carlos a la frontera de su reino, y reunidos los dos esposos hicieron su entrada pública y solemne en la capital (3 de julio, 1738), siendo recibidos por aquellos habitantes con una alegría tan extremada como natural, al ver que tenían en su seno reyes propios, después de tan largo tiempo como habían estado sometidos al gobierno de virreyes, ya españoles, ya alemanes.

Otra satisfacción había gozado el rey Carlos por aquellos mismos días. El pontífice, no obstante las disidencias que entre los dos habían mediado, a instancias de Felipe de España resolvió darle la investidura del reino, que firmaron todos los cardenales, y recibió en su nombre el cardenal Aquaviva; bien que no faltó en ella la condición acostumbrada de que ningún rey de Nápoles pudiera ser emperador (12 de marzo, 1738). Hízose entonces con gran ceremonia la presentación de la hacanea, que había sido objeto de tantas disputas, y el papa dio orden al nuncio, monseñor Simonetti, que se hallaba retirado en Nola, para que volviese a Nápoles y ejerciese las funciones de su cargo. El príncipe español tomó el nombre de Carlos VII, como el séptimo de los de su nombre que habían ocupado el trono de las Dos Sicilias{1}.

Pero al mismo tiempo Felipe V hacía reforzar las plazas de Porto-Ercole, Orbitello y otras de la costa de Italia; cosa que no dejó de poner en recelo al emperador y a otros soberanos, suponiendo en la reina de España, en cuyas manos sabían estaban los resortes del gobierno de la monarquía, proyectos ulteriores sobre los ducados de Parma, Plasencia y Toscana, para su hijo Felipe. Negociábase ya entonces el matrimonio de este príncipe con Luisa Isabel, primogénita de Luis XV de Francia; matrimonio que se llevó a efecto al año siguiente, celebrándose los desposorios en París (26 de agosto, 1739); la princesa fue traída a España de allí a dos meses{2}.

Aunque Felipe V, instado por las potencias, y muy principalmente por el rey su sobrino, con quien acababa de concertar este nuevo lazo de unión, se adhirió por fin en julio de este año (1739) al tratado de Viena, que parecía remover ya todo género de disputa y hostilidad con el emperador, la reina no abandonaba su antiguo propósito. Y como la salud de Felipe volviera a debilitarse, y su melancolía le inspirara de nuevo el deseo de apartarse de los negocios y de abdicar la corona en el príncipe de Asturias, hacía la reina todo género de esfuerzos para distraerle de este pensamiento, por temor de que subiendo Fernando al trono no pudiera intervenir en los negocios ni realizar sus planes. Algo los contrarió la muerte del papa Clemente XII (6 de febrero, 1740), con cuyo apoyo contaba; y Próspero Lambertini, que le sucedió con el nombre de Benito XIV, no era hombre dado a meterse en negocios mundanos, y de él no se prometía que quisiera entrar en sus designios. Sin embargo, aquella reina ambiciosa y diestra, procuraba ganar por mil medios a los ministros de las naciones de quienes calculaba podían prestarle más apoyo, bien que con tal disimulo que no solían penetrar su intención los políticos más hábiles; y acaso en el enlace de su hijo con la princesa de Francia llevó ya la de empeñar a aquel soberano a que le ayudara en su empresa.

Cuando Isabel Farnesio revolvía en su ánimo este pensamiento que tanto la preocupaba, aconteció la muerte del emperador Carlos VI (20 de octubre, 1740); extinguiéndose con él la línea varonil de la casa de Austria, que había estado más de trescientos años dando emperadores a Alemania. Este acontecimiento, que se suponía había de causar una conmoción general y grandes alteraciones en Europa, ofreció a la reina de España una lisonjera perspectiva para la realización del proyecto que tanto halagaba su ambición. De contado desaparecía el mayor obstáculo que para ello había encontrado siempre; y mucho esperaba también de la confusión que empezaron luego a producir las pretensiones de los muchos príncipes que aspiraban a ocupar el trono imperial vacante. Que aunque casi todas las potencias se habían comprometido por tratados solemnes a respetar la pragmática-sanción en que Carlos VI había arreglado la sucesión de su corona, y en su virtud era indisputable el derecho de su hija mayor María Teresa, reina de Hungría y gran duquesa de Toscana, los príncipes que se creían con derecho a aquel trono mostráronse desde luego poco dispuestos a respetar el compromiso escrito, y sí a aprovecharse del mal estado en que Carlos a su muerte había dejado el imperio, exhausto el tesoro, y con un ejército corto y enflaquecido a causa de sus desgraciadas campañas con el turco, que le habían obligado a suscribir a una paz desventajosa.

Entre los pretendientes a la corona imperial se contaban el elector de Baviera, único que no había firmado la pragmática-sanción, el Palatino, el rey de Polonia, el de Prusia, el de Francia y el de España. Derivaba Felipe V sus derechos a los estados de Austria de los convenios de familia celebrados entre el emperador Carlos V y su hermano Fernando, según los cuales la posesión de aquellos estados era revertible a la raza primogénita en el caso de extinción de la línea masculina, y en este sentido mandó al conde de Montijo, embajador a la sazón en Viena, hacer una protesta que se presentó también a la dieta germánica. Pretendía además tener derechos a los reinos de Hungría y de Bohemia, como descendiente de varias princesas austriacas que se habían casado con reyes de España{3}. El rey de Polonia, elector de Sajonia, sobrino del emperador difunto y suegro del rey de Nápoles, era el que podía haber disputado sus derechos mejor que otro alguno, pero conocía que había de tener contra sí todas las potencias de Europa, interesadas en impedir la reunión de tantos y tan poderosos estados en un solo príncipe: así, más adelante se decidió por ser aliado en vez de enemigo de María Teresa. Igual convicción tenía Felipe V de España, que por otra parte se hallaba todavía en guerra contra los ingleses; pero conveníale presentar sus pretensiones para distraer y ocupar a los demás príncipes, y con el propósito de aprovecharse de aquella confusión para ver de hacer un reino en Italia a su hijo Felipe. Y lo que hizo fue apoyar secretamente, de acuerdo con Francia, la pretensión de el de Baviera, en tanto que provocaba un rompimiento que debilitara y distrajera el poder del Austria. No tardaron en verse cumplidos sus deseos.

Anticipose a todos en sustituir el empleo de las armas al de las protestas, memorias y manifiestos que hasta entonces se habían cruzado, el rey de Prusia ocupando con veinte mil hombres la Silesia. Obligó esta invasión a María Teresa de Austria a retirar una gran parte de sus tropas del Milanesado. Buena ocasión para los reyes de España que tenían puestas sus miras sobre Milán; pero ocultando mañosamente estos designios, acertaron a comprometer con halagüeñas promesas al mismo rey de Cerdeña Carlos Manuel, a que entrara en una confederación con Francia, España, Prusia y el elector de Baviera contra María Teresa de Austria (18 de mayo, 1741). El plan que los monarcas españoles adoptaron para llevar la guerra a Italia había sido trazado por el duque de Montemar, que había de ser también el encargado de su ejecución; y venía bien para este objeto la fortificación de algunas plazas de la costa italiana que hacía años se había dispuesto hiciese el rey de Nápoles. Preparose pues un ejército y una escuadra española que había de pasar a Italia, sin desatender por otra parte a lo de América que se defendía contra los ingleses. El duque de Montemar salió de Madrid para Barcelona (9 de octubre, 1741), de donde había de partir la expedición. Pero allí recibió orden del rey para que ejecutara un nuevo plan de campaña que le enviaba, enteramente opuesto al que él había propuesto y había sido aprobado. Aunque comprendió el ilustre general que el nuevo plan era de todo punto inconveniente, que de seguirle se iba a desgraciar la empresa y a perder él su propia reputación, y que el rey había sido sorprendido y engañado por alguno de sus émulos, fuele, sin embargo, preciso obedecer. El plan era en efecto del ministro don José de Campillo, que acababa de reemplazar al marqués de Villarias, y había sido encargado de los departamentos de Marina, Hacienda y Guerra. Este ministro, envidioso sin duda de las glorias del de Montemar, no dio cuenta al rey de tres representaciones que le dirigió haciéndole ver los inconvenientes del nuevo plan, así como la falta completa en que se veía de dinero y de provisiones para su tropa. Nada fue oído, y se le repitieron órdenes estrechas para que acelerara la partida.

Partió pues la escuadra de Barcelona (4 de noviembre, 1741), con diez y nueve batallones y muy poca caballería, y al día siguiente emprendió Montemar su viaje por tierra; el 11 de diciembre llegó a Orbitello, punto designado por el ministro para la reunión de los ejércitos de España y Nápoles, y donde ya encontró algunas embarcaciones, que merced a la protección de una flota francesa que había partido de Tolón con este fin, no fueron apresadas por la escuadra inglesa de Haddock, que había ido dándoles caza, dispersas las otras por los vientos y detenidas en las costas de Francia y Génova. La escasa caballería que iba había padecido mucho en la embarcación, y su jefe, don Jaime de Silva, tuvo que buscar dinero sobre su palabra para mantenerla. La infantería, alojada en cuarteles húmedos y estrechos, contrajo muchas enfermedades, siendo lo peor que no había medio de prestarles los necesarios socorros, y que esto producía desánimo y deserción en las tropas. De modo que se malograron los principios de una campaña, que hubiera podido dar felices resultados a haberse seguido el plan de Montemar; de todo lo cual se culpaba al ministro Campillo, a quien se suponía la siniestra intención de desacreditar aquel general ilustre, y hacerle caer de la gracia del rey, sin mirar los daños que con su envidiosa conducta podía causar a su patria{4}.

Todos los elementos con que se había contado para esta empresa se habían presentado favorables, y todo concurrió después a malograrla. Libre el paso para las tropas españolas por la república de Génova, a las napolitanas por el territorio pontificio, pudo en poco tiempo llevarse un ejército poderoso al corazón de Italia. El rey de Cerdeña no era entonces hostil; Francia prometía la neutralidad de Toscana; un ejército francés a las órdenes del infante don Felipe debía pasar a Italia; los austriacos, acometidos en el Norte por prusianos y franceses, apenas tenían en Milán la gente necesaria para las guarniciones. Con actividad y buena dirección hubiera podido el de Montemar apoderarse brevemente del Milanesado. Pero todo fue lentitud y desconcierto. Para moverse Montemar de Orbitello tuvo que escribir al cardenal Aquaviva que con toda diligencia le buscase algún dinero con que poderse poner en marcha, y con mucho trabajo pudo el cardenal proporcionarle diez y ocho mil pesos que le remitió. Las tropas que se embarcaron en el segundo convoy que partió de Barcelona (13 de enero, 1742) en diez y ocho navíos al mando de don José Navarro, no iban mejor abastecidas que las primeras; apenas llevaban lo absolutamente indispensable para su manutención; además una borrasca esparció las naves, las obligó a abrigarse en las islas de Hieres, y después a dar fondo en el puerto de la Espezzia. Allí tuvieron que detenerse las tropas cerca de un mes por falta de provisiones, sin poderse juntar con las de Montemar y las de Nápoles que se habían trasladado a Pésaro, y sin poder concurrir don Jaime de Silva con su caballería, aun no bien restablecida en Génova de sus padecimientos. Estas dilaciones dieron lugar a que el rey de Cerdeña se apercibiera de los proyectos de la corte de España sobre el Milanesado, y a que aprovechándose de la mediación de Inglaterra hiciera un arreglo con María Teresa de Austria para evitar el establecimiento de los españoles en Lombardía, único modo de preservar sus Estados. Aquel astuto monarca sorprendió a las cortes de Madrid y París, a las cuales había estado entreteniendo, cuando publicó su alianza con la de Austria y sus pretensiones al Milanesado, y puso en movimiento sus tropas para impedir que avanzaran las españolas.

Por el contrario, los negocios de Austria, al principio tan desfavorables a la emperatriz María Teresa, habían tomado un rumbo próspero. Aquella princesa, que, perdida la Silesia, la Bohemia, toda el Austria superior y parte de la Moravia, y apurada por los prusianos, bávaros y franceses se había visto precisada a abandonar la capital del imperio y a retirarse a Presbourg, se entregó a la confianza de sus húngaros, les presentó su hijo el archiduque vestido al uso del país, imploró su auxilio, los interesó, movió sus corazones, y aquel pueblo hidalgo se levantó en masa, inclusas las mujeres, en defensa de su reina, formáronse como por encanto numerosos cuerpos de ejército, y en medio de la estación más cruda se arrojaron intrépidos sobre los franceses, los arrojaron del Austria superior, los encerraron en la plaza de Lintz, los rindieron en ella, la emperatriz pudo restituirse a Viena, y tras ella más de cuarenta mil almas que por miedo se habían salido, y quedó desembarazada para enviar a Italia un cuerpo considerable de tropas, que ocupó una parte del territorio de Módena antes de la llegada de los españoles.

Noticiosa la corte de Madrid de estos sucesos, apresuró el viaje del infante don Felipe a Italia, que estaba premeditado, habiendo ofrecido la Francia veinte mil hombres de sus tropas que se habían de reunir al infante español para hacer frente a los austro-sardos en Lombardía. Nombráronse los jefes de la casa del príncipe, y diósele por ministro al marqués de la Ensenada: acompañábale un cuerpo de ciento cincuenta guardias de Corps. Pero el cardenal de Fleury, que siempre había mostrado poco interés por las cosas de España, atendió más a reforzar el ejército de Bohemia, mandando pasar allá el que estaba en Westfalia para contener en sus victorias a los húngaros y austriacos. Y cuando el infante español llegó al puerto de Antibes, no solo no se le juntaron las tropas prometidas, sino que ni permitió el cardenal que las escuadras española y francesa que estaban en Tolón favoreciesen el trasporte del infante a Italia, como hubieran podido hacerlo unidas, contrarrestando la armada inglesa que estaba a la vista de aquel puerto. Así se malogró la ocasión de ejecutar el intento y fin que la corte de España se había propuesto con la precipitada marcha del infante Felipe.

Aunque el marqués de Castelar, que mandaba las tropas españolas del segundo convoy, había logrado incorporarse con las de Montemar en Pésaro, donde estaban también las de Nápoles capitaneadas por Castropignano, había sido tal y tan escandalosa la deserción, que el ejército aliado se hallaba reducido a la cuarta parte. Sin embargo, apurado Montemar por las órdenes apremiantes del ministro Campillo, y animado con la esperanza que éste le daba de que pronto llegaría con una fuerte división el infante don Felipe, movió su campo y llegó hasta las puertas de Bolonia, donde a pesar de su vigilancia y la de los demás jefes se le desertaron más de tres mil hombres, sin que pudiera saberse su paradero, porque los boloñeses, enemigos de la casa de Borbón, los ocultaban y encubrían (mayo, 1742). Nunca se había visto deserción igual en las tropas españolas; no había disciplina en las napolitanas: contagiábanse y se viciaban mutuamente unos a otros, y todo era robos, saqueos y desórdenes. El rey de Cerdeña, ya aliado de Austria, y el general alemán Traun, cada uno con poderoso ejército, se venían encima de los españoles; y para que todo fuese fatal y adverso, el duque de Módena, que por un tratado con el rey de España debía asistir a Montemar con siete mil hombres y franquear una de las plazas fuertes de sus Estados para almacenes a elección del general español, poco a poco fue eludiendo el compromiso, resolviendo por último retirarse a Venecia. Era pues imposible en tal situación atacar con éxito a los enemigos, y aun muy difícil estar a la defensiva. Y con todo eso, no cesaba el ministro Campillo de apretar con órdenes para que se diese la batalla, acusando al de Montemar de lento y tímido para precipitarle. Con tal motivo celebró el duque un consejo de oficiales generales, los cuales casi por unanimidad acordaron enviar al rey una representación enérgica, exponiendo las gravísimas razones que tenían para no obedecer las órdenes del ministro{5}.

En virtud de este acuerdo levantaron ambos ejércitos con la mayor precaución el campo, y se encaminaron a Bendeno, no sin ser muy molestados en su marcha. Allí se fortificaron, y permanecieron por espacio de un mes, con la vana expectativa de que el infante don Felipe con el general Glimes se abriera paso por Génova, y acometiera las plazas de Lombardía, y distrajera por allí al enemigo. Pero las naves inglesas que bloqueaban a Tolón y vigilaban la costa no permitían el paso a ningún buque español ni francés; sin que el cardenal de Fleury se diera por sentido, ni se viera una sola disposición suya para enfrenar la osadía de la escuadra británica, después de haber dicho en son de amenaza hacía pocos meses que miraría la presencia de los navíos ingleses en aquellos mares como un rompimiento. Aquella política ambigua, irresoluta, incierta, del purpurado ministro francés, pero nunca favorable a los intereses de España, causó un daño inmenso a nuestra nación y a la empresa en que se había empeñado{6}; no quedó al infante otro arbitrio que abandonar la costa de Génova, e internarse por el Delfinado para pasar a Saboya, lo que no pudo verificar hasta el mes de setiembre.

¿Qué había de hacer con esto el de Montemar? Sin este socorro, continuando la deserción de sus tropas, sabiendo los progresos de las armas húngaras y austriacas en Alemania, las derrotas de los franceses en Bohemia, el tratado de paz del rey de Prusia con María Teresa, a que se adhirió también el de Polonia, que otro ejército imperial se aprestaba a invadir las Dos Sicilias, y que el rey de Cerdeña y el alemán Traun, después de apoderados de Módena, se dirigían a pasar el Panaro con intento de tomar a Rímini y cortarle la retirada, anticipose a levantar el campo de Bendeno, y marchando los ejércitos enemigos en líneas paralelas logró el de Montemar llegar primero a Rímini (julio, 1742), donde se mantuvo algunos días esperando a los enemigos en orden de batalla. Mas como allí recibiese noticias fidedignas del peligro que corría el reino mismo de Nápoles, consideró como de la mayor necesidad y como su más urgente obligación cubrir aquel reino, a cuyo fin determinó situarse en Foligno, donde llegó el 22 de agosto. En efecto, la escuadra inglesa se había presentado repentinamente delante de Nápoles; un capitán saltó a tierra, e intimó al monarca napolitano que se declarara neutral en aquella lucha, o de lo contrario bombardearía la ciudad (20 de agosto, 1742); y como los ministros de Nápoles intentaran entrar en negociaciones, sacando el capitán inglés su reloj y poniéndole sobre la mesa, «necesito, les dijo, la respuesta dentro de una hora.» A tan ruda intimación, y con el fin de salvar la capital de la destrucción que la amenazaba, el rey Carlos, cediendo a la violencia, se comprometió por escrito a guardar la neutralidad más estricta. En su virtud, se despachó inmediatamente orden al marqués de Castropiñano para que se retirara con las tropas napolitanas, dejando solo a Montemar con los españoles; golpe fatal para el general español, por más que muchos soldados napolitanos se negaran a seguir al suyo prefiriendo continuar en nuestro ejército{7}.

Cuando Montemar, después de este contratiempo, se disponía a salir de Foligno obedeciendo a órdenes recibidas de Madrid, llegole otro expreso (9 de setiembre, 1742), en que se le mandaba volver a España so pretexto de achaques y falta de salud, de que él no se había quejado, y que le acompañara el marqués de Castelar, entregando el mando del ejército a don Juan de Gages, teniente general más antiguo. El ministro Campillo había al fin logrado sacrificar aquel general benemérito, objeto constante de sus envidias. Obedeció el ilustre caudillo, y juntos ambos generales emprendieron la vuelta a España, y después de haberse detenido en Génova aguardando inútilmente contestación del ministro a instrucciones que le pidieron, y no sin correr grandes peligros de caer prisioneros de los enemigos que estaban a su acecho, arribaron por fin a Barcelona. Esperábales allí otra orden del ministro, en que les mandaba retirarse, al de Montemar a su Encomienda, al de Castelar a Zaragoza, y que no salieran de estos dos puntos sin real permiso. Ambos obedecieron sumisos el mandato. Al fin el de Castelar, a quien no se podía hacer otro cargo que su estrecha amistad con el duque, obtuvo después permiso para venir a la corte: al presentarse a Campillo, le dijo éste: «Y bien, por no haberme creído V. E., se encuentra a pie.– Nunca esperé menos de V. E.» le contestó el marqués. El de Montemar se ocupó en su destierro en escribir la justificación de su conducta, y en demostrar los desaciertos y las intenciones de su adversario, y lo consiguió cumplidamente, y volvió la gracia del rey, pero esto no fue hasta después de la muerte de su émulo que sucedió a poco tiempo{8}.

El cambio de jefes no influyó al pronto de una manera sensible en la guerra de Italia. El de Gages se limitó a hacer un movimiento sobre Módena, mas luego se retiró a cuarteles de invierno; hicieron lo mismo los austriacos, y los sardos se volvieron a su propio país. La reina de España no podía sufrir tan larga paralización en sus tropas; y casi a los principios del año siguiente pasó las más apremiantes órdenes al de Gages para que sin demora atacara al enemigo, o dejara el mando. En su cumplimiento moviose el general español (3 de febrero, 1743), y pasó el Tanaro sin dificultad, situándose en Campo-Santo. No tardó en venir a buscarle el general austriaco Traun resuelto a dar la batalla, que aceptó el español, empeñándose un recio y furioso combate (8 de febrero, 1743), que duró hasta muy entrada la noche. Aunque los españoles se proclamaron victoriosos, porque durmieron sobre el campo, y cogieron bastantes estandartes y cañones a los enemigos, su pérdida había sido grande, y a la mañana siguiente tuvieron por muy prudente retirarse de prisa a Bolonia, sin atreverse a aventurar nueva batalla, y dando con esto motivo a Traun para blasonar de haber quedado vencedor. Y como luego llegasen socorros a Traun (marzo, 1743), suspendió el de Gages todo movimiento que pudiera comprometerle, manteniéndose el resto del año en los estados de Bolonia, Ferrara y Marca de Ancona, perdiendo mucha gente entre deserciones y enfermedades, hasta quedar reducido su ejército a solos cinco o seis mil hombres. Y por último, acosado por el general Lobkowitz, que había reemplazado a Traun en el mando de las tropas austriacas, por haber sido éste llamado a Viena y encargádose de la guerra de Bohemia contra los aliados, se vio forzado el de Gages a refugiarse en el reino de Nápoles.

La corte de Francia, que siguiendo la política contemplativa y ambigua del cardenal Fleury, había dejado pasar todo el año anterior en una apatía y en una inacción injustificable, sin mover de la Provenza y el Delfinado las tropas que había de mandar el infante don Felipe, conoció al fin a fuerza de desengaños que era menester forzar el paso de los Alpes y combatir al rey de Cerdeña{9}, que había estado entreteniendo al gabinete de Versalles, aparentando prestar oídos a sus proposiciones, mientras, haciendo un doble papel, andaba en tratos con María Teresa de Austria, valiéndose de los celos y de las necesidades de ambas naciones para lograr sus fines a expensas de ambas. El cardenal de Fleury, que ya hubiera debido de convencerse de que había quien le ganara a jugar mañosamente los resortes de la política contemporizadora, se sorprendió otra vez cuando supo la alianza ofensiva celebrada en Worms entre Austria, Inglaterra y Cerdeña (2 de setiembre, 1743), en que la reina de Hungría, además de ciertas concesiones que hacía a Carlos Manuel, se comprometía a poner a sus órdenes treinta mil hombres en Italia, y la Inglaterra a tener una fuerte escuadra en el Mediterráneo, sin contar con un cuantioso subsidio anual, y otro para el rescate de Finale.

Hizo esto salir a Francia de su adormecimiento, penetrose de la necesidad de estrechar más sus vínculos las dos familias de Borbón, y a la triple alianza de Worms opuso el tratado de Fontainebleau, que se intituló «Alianza perpetua ofensiva y defensiva entre Francia y España.» Después de garantirse ambas naciones todas sus posesiones y sus derechos presentes y futuros, el rey Cristianísimo se comprometía a sostener a Carlos en las Dos Sicilias, a ayudar a Nápoles y España, a conquistar el Milanesado para el infante don Felipe con los ducados de Parma y Plasencia, a condición de que estos dos últimos los disfrutaría la reina Isabel Farnesio como patrimonio suyo durante su vida; a emprender las hostilidades contra el rey de Cerdeña; a declarar la guerra a la Gran Bretaña, auxiliar a los españoles a la recuperación de Menorca, y no dejar las armas hasta que les fuese restituida la plaza de Gibraltar.

Entretanto el infante don Felipe había intentado abrirse paso a Lombardía con veinte mil hombres por el valle de Castel-Delfino; pero además de haber tenido que luchar con los obstáculos naturales que el país ofrecía y con el rigor y la intemperie de la estación, encontró al rey de Cerdeña muy apercibido, con su ejército alrededor de Saluzzo. Por tanto, después de haber llegado a Pont (octubre, 1743), retrocedió al Delfinado, temiendo verse interceptado por las nieves.

La muerte del cardenal Fleury{10}, y su reemplazo por el cardenal de Tencin, hombre de genio emprendedor y atrevido, de todo punto opuesto al pacífico y débil de su antecesor, contribuyó mucho a alentar a la Francia en la actitud resuelta que acababa de tomar. Dos grandes proyectos formó para quebrantar el poder de Inglaterra, el uno mover una guerra interior en aquel reino, el otro destruir su escuadra del Mediterráneo, atacándola las fuerzas navales combinadas de España y Francia. Ofrecían ocasión para lo primero las discordias políticas de los ingleses y el partido de los descontentos y enemigos de la dinastía reinante. Contando con estos, dispuso la Francia enviar al pretendiente Carlos Estuardo, hijo del antiguo pretendiente, llamado el caballero de San Jorge. Un ejército de quince mil hombres, mandado por el conde de Sajonia, había de acompañarle, protegiendo su travesía una escuadra de veinte navíos de línea que cruzaría el canal de la Mancha. El pretendiente Carlos pasó de Roma a París disfrazado de correo de gabinete español, y tuvo una entrevista con aquel rey. Hubo con este motivo serias contestaciones entre el embajador británico y el gobierno francés. La escuadra salió sin embargo de los puertos de Rochefort y de Brest. Pero la aparición imprevista del almirante inglés Norris con fuerzas superiores frustró la empresa, obligando a los navíos franceses a volver a sus apostaderos, cuando ya el pretendiente se hallaba a la vista de la tierra prometida, y sufriendo los barcos de trasporte a causa de los vientos averías fatales. El rey Jorge no perdonó medio para poner en seguridad su trono (marzo, 1744).

El segundo proyecto había sido formado de acuerdo con la reina de España, que ofendida vivamente en su orgullo de que la escuadra inglesa que bloqueaba a Tolón hubiera estado tanto tiempo estorbando de conducir tropas a Italia, lo miraba como una vergüenza y un oprobio para ella y para la nación, habiendo en aquel puerto hasta treinta y cuatro velas entre francesas y españolas. Mandaba las primeras el almirante Court, las segundas don José Navarro. Componían la inglesa veinte y nueve navíos de línea y diez ragatas al mando del almirante Mathews y del vicealmirante Lestock, que estaban en desacuerdo por rivalidades y enconos que entre sí tenían. Moviose pues la escuadra aliada, acercose a la enemiga y se empeñó un vivísimo combate, que se sostuvo con admirable ardor por ingleses, franceses y españoles por espacio de tres días. Viéronse actos de heroísmo de una y otra parte.

Maniobró el almirante francés con gran inteligencia y maestría. El inglés, que había sido solo a luchar, pues no pudo conseguir que tomara parte en la pelea su vice-almirante, abrumado de fatiga, viendo sus navíos averiados, y desesperanzado de poder obtener socorro alguno de Lestock, dio la señal de retirada y arrió velas para la isla de Menorca. Luego que llegó a Mahón hizo arrestar a Lestock y le envió prisionero a Inglaterra; éste a su vez acusó al almirante Mathews como criminal por su conducta en un combate que los ingleses miraron como un verdadero desastre{11}. Celebrose con festejos públicos en Francia y en España, y como una victoria completa: diose al almirante Navarro el título pomposo de marqués de la Victoria; y en tanto que la armada inglesa se reponía de sus averías, los españoles pudieron enviar sin estorbo socorros de todas clases a sus ejércitos de Italia{12}.

Al tiempo que de esta manera se combatía en los mares, los tres soberanos de la casa de Borbón sostenían por tierra una lucha animada y viva en el Mediodía y en el Norte de Italia contra el Imperio austriaco y sus aliados. Vimos ya cómo el general español conde de Gages, acosado por el austriaco Lobkowitz, se había visto en la necesidad de refugiarse al territorio napolitano para salvar su menguado ejército. Grande embarazo era éste para Carlos de Nápoles, que violentado por los ingleses se había comprometido a guardar una estricta neutralidad. Pero con acuerdo de un gran consejo que celebró, y so color de hacer que se respetara esa misma neutralidad, y de prevenir el peligro que amenazaba a sus dominios con la inmediación de los austriacos, ordenó que un cuerpo de tropas napolitanas avanzara hacia los Estados de la Iglesia. Después, teniendo por cierto que las armas de María Teresa de Austria iban a invadir su mismo reino, considerose en el caso de romper aquella neutralidad forzada que contra los sentimientos de la naturaleza se le había impuesto, y anunciándolo así a su pueblo con muy sentidas palabras, manifestó su resolución de salir a ponerse a la cabeza de sus tropas con el fin de salvar su reino y auxiliar los ejércitos de su padre y de su primo, llevando para mayor seguridad la real familia a Gaeta, y dejando encomendado a una regencia el gobierno de las Dos Sicilias. Hecho esto, y despidiéndose tiernamente de su esposa y de su hija y del pueblo napolitano, marchó con diez y siete mil hombres camino del Abruzzo (25 de marzo, 1744). Desde Chieti determinó pasar a cubrir los pasos de San Germano y Monte Casino, siguiendo los movimientos de Lobkowitz, que tenía veinte y siete mil hombres. Esta operación, y la incorporación que luego se hizo de los ejércitos de Nápoles y España, movieron al general austriaco a cambiar sus planes, y tomando el camino que conduce por Roma a Velletri, y cruzando rápidamente la península, llegó a las inmediaciones de Roma (mayo, 1744), donde fue recibido como en triunfo, por el terror que inspiró a los débiles romanos, que hicieron hasta rogativas públicas como en las grandes calamidades, y expidieron órdenes para que se diesen a sus huéspedes alojamientos y cuanto necesitasen{13}. Carlos de Nápoles había marchado también hacia Velletri, y tomó posición en una eminencia de aquella ciudad, distante solo seis leguas de Roma, en los críticos momentos en que se descubría ya avanzando a ella el ejército austriaco.

Acampados ambos ejércitos en dos eminencias. opuestas, separadas por un estrecho valle, pero dueño de la ciudad el de Nápoles y España, estuvieron algún tiempo observándose y respetándose. El general austriaco destacó algunas tropas por el país vecino, las cuales se apoderaron sin dificultad de alguna ciudad abierta, y derramaron manifiestos en que ya claramente se excitaba a los napolitanos a que volvieran a someterse al dominio de Austria, ofreciéndoles grandes privilegios y alivios de tributos; manifiestos a que la ciudad de Nápoles contestó enviando a su rey un donativo voluntario de trescientos mil escudos, y asegurándole que confiase en la lealtad de la capital. En tal estado quiso el general alemán dar un golpe de mano, en que se proponía nada menos que sorprender durmiendo al rey Carlos y al duque de Módena (que ya había vuelto a abrazar el partido de los Borbones, y era uno de los jefes de este ejército). Y en efecto, la noche del 14 de agosto (1744), como una hora antes de amanecer, seis mil alemanes penetraron por diferentes puntos en Velletri, matando los centinelas y degollando los pocos soldados que a aquella hora se encontraban. Muy poco faltó para que lograran su intento de sorprender al rey y al duque que dormían en el palacio Ginneti, y hubiéranlo conseguido a no avisarles el embajador francés de Nápoles que allí estaba y despertó al ruido; apenas Carlos y el de Módena tuvieron tiempo para vestirse de prisa y ponerse en salvo pasando por medio de los arcabuces enemigos. Por fortuna los invasores se entretuvieron en el saqueo, y dando con esto lugar a que se repusieran del primer aturdimiento algunos regimientos de los aliados, lanzaron de la ciudad a los agresores sembrando de cadáveres las calles{14}. Lobkowitz fue con nueve mil hombres a atacar las trincheras que estaban sobre el monte de los Capuchinos, pero rechazado por el vivísimo fuego que le hicieron los españoles, tuvo que retirarse abandonando los puestos ocupados{15}.

Si bien la pérdida de los hispano-napolitanos en esta sorpresa fue grande, y no se puede negar el mérito del general austriaco en el modo de prepararla y dirigirla, también sufrió él gran quebranto en su gente, y se persuadió de que no era posible penetrar en los estados del rey de Nápoles. Ambos ejércitos permanecieron todavía más de dos meses en la misma situación, sin hacer más que hostilizarse con escaramuzas y con algunos tiros de artillería. Por último el alemán levantó su campo (1.° de noviembre, 1744), marchando hacia Roma, y pasó el Tíber dirigiéndose a Viterbo, no sin experimentar la rápida disminución de su ejército, que padeció indeciblemente con las mortíferas exhalaciones de las lagunas Pontinas. En pos de él marchó el rey de Nápoles, que a su paso por Roma entró a hacer una visita al Sumo Pontífice, de quien fue privada y públicamente muy agasajado. Continuó el ejército aliado siempre en persecución y casi a la vista del de Austria, pero sin poder alcanzarle. Sin embargo el español conde de Gages tomó por asalto a Nocera. El rey Carlos pasó a Gaeta a buscar la reina su esposa y la princesa su hija, y con ellas y la infanta María Josefa, que nació en Gaeta el 10 de julio{16}, se volvió inmediatamente a Nápoles, renovándose a su entrada (diciembre) las demostraciones de afecto de sus súbditos. De esta manera los ejércitos enemigos vinieron a encontrarse al fin del año casi en la misma situación que habían tenido al terminar el anterior{17}.

En tanto que esto pasaba por el Mediodía de Italia, el infante don Felipe a la cabeza de un ejército de sesenta mil hombres, la mayor parte franceses, con el príncipe de Conti, penetraba por las gargantas de Tenda dirigiéndose a las llanuras del Piamonte, tomaba a Niza y los puestos atrincherados de Montalvano y Villafranca, y hacia retirar las tropas sardas que defendían las montañas y desfiladeros. Mas no pudiendo sostenerse en un país tan estéril, dividióse el ejército en varias columnas para penetrar por los profundos valles que cortan la cumbre más elevada de los Alpes, teniendo que luchar con todos los obstáculos de la naturaleza, con rocas, torrentes, tormentas y precipicios. Una división franco-española ocupó a Oneglia (6 de junio, 1744), y bajando después de Col de l'Agnello y otras alturas a los valles del Piamonte, se apoderaron de algunas fortalezas cerca de Monte-Cavallo y de Castel Delfino (julio, 1744). El rey de Cerdeña se retiró a Saluzzo por temor de que le cortara alguna columna. Los franco-hispanos, después de rendir a Demont (17 de agosto), pusieron sitio a Coni (Cuneo), única plaza que los impedía ya bajar a las llanuras del Piamonte. Pero tenía una fuerte guarnición mandada por un general veterano y hábil; los habitantes tomaron también las armas; de los montes circunvecinos bajaban los naturales a interceptar los pasos al ejército, y cuatro mil austriacos y croatas llegaron en auxilio del rey de Cerdeña. A pesar de todo fue Carlos Manuel rechazado, teniendo que retirarse de noche, después de un mortífero combate; abriose trinchera en la plaza (13 de setiembre), mas como el cerco no era completo, logró el rey con mucho trabajo introducir un refuerzo considerable de tropas frescas con provisiones de guerra y boca, lo cual hizo prolongar y dificultó las operaciones del sitio. Y como escaseaban los víveres para los sitiadores, y la estación avanzaba amenazando cerrar las nieves el paso de los Alpes, y tenían delante el ejército sardo, determinó el infante levantar el asedio (22 de octubre, 1744). Retrocedió el ejército a Demont, voló sus fortificaciones, y subiendo otra vez los Alpes por entre nieve y hielos, bajó lentamente a los valles del Delfinado (diciembre), donde llegó extenuado del cansancio y de las privaciones{18}.

Tal fue el resultado, si resultado puede llamarse, de las campañas simultáneas de 1744 en una y otra región de Italia.




{1} Beccatini, Vida de Carlos III, lib. II.

{2} Los padres de Felipe salieron a recibirla a Alcalá y entró en Madrid el 27 de octubre. Tenía entonces la princesa solos doce años.

{3} Felipe V hacía descender su derecho de la reina doña Mariana de Austria, hija de Maximiliano II, cuarta mujer de Felipe II y madre de Felipe III.

{4} Los escritores españoles de aquel tiempo están conformes en atribuir estos designios a Campillo; y el autor de las Memorias políticas, cuyos interesantes anales de este año y el siguiente hubo la fortuna de encontrar, prorrumpe con este motivo en fuertes y muy sentidas exclamaciones.

{5} Esta notable representación, que se hizo en el campo de Fuerte Urbano el 9 de junio de 1742, la firmaron los oficiales generales de ambos ejércitos español y napolitano. La inserta íntegra, con los nombres de todos los firmantes, don José de Campo-Raso en sus Memorias políticas.

{6} Gravísimos cargos hacen los escritores españoles de aquel tiempo al cardenal de Fleury por su política sospechosa, si no del todo adversa a España desde el principio de esta guerra, y a él le atribuyen casi en igual proporción que al ministro español Campillo, con quien indican estaba en inteligencia, la mayor parte de los males que se experimentaron.

{7} Beccatini, Vida de Carlos III, lib. II.– Campo-Raso, Memorias políticas y militares.– Buonamici, Comentarios de la guerra de Italia.– Historia de Inglaterra, reinado de Jorge II.– Historia del reino de Nápoles.– Casa de Austria, Reinado de María Teresa.– Muratori, Anales de Italia.

{8} Aquí concluyen las Memorias de don José del Campo-Raso, que escribió para que sirvieran de continuación a los Comentarios del marqués de San Felipe, y en que se encuentran tan apreciables noticias de los sucesos de este último tercio del reinado de Felipe V.

{9} El infante don Felipe, con su ejército reforzado, y llevando por general al marqués de la Mina que reemplazó a Glimes, penetró en la Saboya; pero no era a propósito la estación, y aquel movimiento no pudo pasar de un amago de campaña. El rey de Cerdeña había vuelto al Piamonte, y entró en Turín en enero de 1743.

{10} Murió este célebre ministro a la edad de 90 años. Tercer cardenal que había gobernado la Francia, aunque no carecía de talento, no acertó a llenar un fin político como sus antecesores Richelieu y Mazarino: amigo de la paz, sin acertar a conservarla, dejo por legado a su nación una guerra funesta en que había entrado con repugnancia, y que no supo mantener con ardor después de envuelto en ella. La España, que no le debió sino entorpecimientos y obstáculos, si no se alegró de su muerte, por lo menos no tuvo motivos para sentirla.

{11} Fue cosa singular lo que pasó con los jefes de las armadas que concurrieron a este famoso combate, y prueba lo que suele ser en todas partes la justicia humana. Habiéndose acusado mutuamente Mathews y Lestock como culpables de la derrota, uno y otro fueron enviados a un tribunal. El almirante Mathews, que había trabajado solo contra las flotas aliadas, y portádose con intrepidez y arrojo, fue declarado inhábil para el servicio; y Lestock, que no había tomado parte en la lucha, manteniéndose siempre fuera de tiro del cañón enemigo, fue absuelto sin que le parara perjuicio en su honra, porque se había encerrado, se decía, en los deberes de la disciplina militar.

Tampoco prevaleció la justicia distributiva en el modo como fueron tratados los jefes de la escuadra aliada. Todo el premio lo recibió el almirante español; y el francés, que con sus hábiles maniobras había salvado a su colega, fue, por instigación de los oficiales españoles y por empeño del mismo rey, separado momentáneamente del servicio por el gobierno francés. Medida que despertó ciertas antipatías entre los marinos de una y otra nación, y fue causa de que no pudieran volver a unirse las fuerzas marítimas de los dos reinos hasta el fin de la guerra.

{12} Historia de Inglaterra, Reinado de Jorge II.– Historia de Francia, reinado de Luis XV.– Gacetas de Madrid, marzo de 1744.

{13} «Habían desaparecido ya, exclama aquí un escritor italiano, los tiempos en que los papas defendían y dilataban sus Estados con las armas en la mano, como había hecho Julio II.»– Beccatini, lib. II.

{14} Sucedió en todo casi lo mismo que en la célebre sorpresa de Cremona ejecutada en 1702 por el príncipe Eugenio, cuyo suceso se propuso imitar Lobkowitz.

{15} «El fuego de los españoles, dice el italiano Beccatini, fue tan vivo y bien dirigido, que cuantos avanzaban rodaban muertos hasta el fondo del valle.»– Vida de Carlos III, lib. II.

{16} Es la misma que vivió después en Madrid con el rey Carlos IV, su hermano.

{17} Beccatini, Vida de Carlos III, lib. II.– Buonamici, Comentarios de la guerra de Italia.– Historia de la casa de Austria.– Muratori, Anales de Italia.– Bourgoin, Cuadro de la España moderna.

{18} Muratori, Anales.– Buonamici, Comentarios.– Ojeada sobre los destinos de los Estados Italianos.–  Historia de Francia, Luis XV.