Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro VIII Reinado de Carlos III

Capítulo VIII
Extinción de la Compañía de Jesús por la Santa Sede
De 1767 a 1775

Expulsión y extrañamiento de los jesuitas de Nápoles.– El Monitorio de Parma.– Alarma de las cortes borbónicas.– Son echados de Parma los jesuitas.– Piden los Borbones la revocación del Monitorio.– Apodéranse de Aviñón y Benevento.– Unión de los Borbones y de Portugal para pedir la total extinción de la Compañía de Jesús.– Muerte inesperada del papa Clemente XIII.– Trabajos e intrigas para la elección de papa.– Esfuerzos de los cardenales y embajadores de las cortes borbónicas.– Condiciones que Carlos III exigía del que hubiera de ser electo pontífice.– Dificultades en el Cónclave.– Cómo fue proclamado papa Fr. Lorenzo Ganganelli.– Celebran su elevación los Borbones.– Cómo se fue conduciendo Clemente XIV en la famosa cuestión de los jesuitas.– El breve Cœlestium.– Memorias de los embajadores de las coronas contra el breve.– Informe de todos los prelados españoles.– Compromiso que adquiere el pontífice.– Notable carta de Carlos III al papa.– Irresolución y vacilaciones de Clemente XIV.– Esperanzas de los jesuitas, y su fundamento.– Muerte del ministro Choiseul.– Reemplaza a Azpuru en Roma don José Moñino.– Sobresalto del papa y temor grande de los jesuitas.– Talento, vigor y energía de Moñino.– Domina en Roma.– Apura y estrecha al pontífice.– Lucha diplomática entre el pontífice y el ministro de España.– Plan de Moñino.– Resuélvese Clemente XIV a extinguir los jesuitas en toda la cristiandad.– Memorable breve de abolición.– Ejecútase en Roma.– Cómo se cumplió en todas las naciones.– Resistencia que encontró en algunas.– Representación del arzobispo de París contra el breve de extinción.– Siniestras predicciones que se difundieron sobre la enfermedad y muerte de Clemente XIV.– Invenciones y fábulas de los amigos y de los enemigos de los jesuitas para desacreditarse mutuamente.– Muerte natural del pontífice.– Sucédele Pío VI.
 

Tan convencido estaba Carlos III de la conveniencia de la expulsión y extrañamiento de los jesuitas, tan persuadido estaba de que la existencia del Instituto de San Ignacio era peligrosa a los Estados y a los tronos, que no contento con haberlos lanzado de sus dominios, y lejos de dejarse ablandar ni por los sentidos lamentos ni por las excitaciones y ruegos del pontífice, propúsose hacer que fueran también arrojados de aquellos estados a que alcanzaba más su influencia. Ejercíala poderosa sobre el joven rey de Nápoles, Fernando IV su hijo: completamente de acuerdo estaba en estas materias con el marqués de Tanucci, primer ministro que había sido suyo, y lo era a la sazón del monarca napolitano; no necesitó Carlos sino escribirle manifestándole su voluntad, para que los jesuitas fueran extrañados de Nápoles por decreto de 3 de noviembre de 1767, en la misma forma que lo habían sido de España: lo propio que aquí el conde de Aranda, hizo allí el marqués de Campoflorido, y los expulsados a la media noche navegaban al amanecer con rumbo hacia Terracina.

Faltaba completar la obra en otro Estado regido también por un Borbón, a saber, el ducado de Parma, cuyo soberano era otro joven Fernando, sobrino de Carlos III. Pero allí, cuando a indicación del monarca español lo tenía todo prevenido el ministro Du Tillot, marqués de Felino, paralizose algún tiempo el golpe con motivo de un breve (conocido y célebre en la historia con el título de Monitorio contra Parma), que el pontífice Clemente XIII publicó (30 de enero, 1768) contra varios decretos dados por el gran duque sujetando al plácito regio las bulas y breves pontificios, limitando las adquisiciones de manos muertas, y mandando que los beneficios eclesiásticos se diesen a naturales y no a extranjeros. En el monitorio hablaba el papa como si los ducados de Parma y Plasencia continuaran siendo feudo de la Santa Sede, y apoyado en la bula In Cœna Domini fulminaba excomunión contra los que hubieran intervenido en los decretos o los obedeciesen en adelante{1}.

Alarmó este documento a todos los príncipes y a todas las cortes borbónicas, lo mismo que al rey de Portugal. Tomose como obra de los jesuitas, y como un reto a todas aquellas coronas. El ministro de Francia Choiseul lo miró como un atentado al Pacto de Familia. Interpretose también como una intimidación que quería hacérseles, principalmente a Carlos III de España, cuya piedad y religiosidad por todos reconocida se intentaba amedrentar con la amenaza de excomunión, esperando que con ella se le reduciría a revocar lo ejecutado en su reino, y a impedir que su sobrino el de Parma cayera en el mismo escollo en que se iba precipitando. Mas sucedió tan al revés, que en el inmediato febrero (1768) salió expulsada de Parma la Compañía de Jesús, y dos meses después (abril, 1768), de orden del rey de Nápoles, impulsado por los de Francia y España, eran desterrados de la isla de Malta los hijos de Loyola por decreto del gran maestre de aquella orden de caballería. Los Borbones hacían recoger a mano armada el monitorio en sus respectivos Estados, y sus embajadores en Roma, el marqués de Aubeterre, el auditor Azpuru, el cardenal Orsini, a los cuales se agregó luego el de Venecia, solicitaban cada uno de por sí del pontífice la revocación del breve. Como el Santo Padre se mantuviese firme en la negativa, la Francia, puesta ya en vías de hostilidad, se apoderó de Aviñón, y Nápoles tomó posesión de Benevento y de Ponte-Corvo, de donde expulsaron los jesuitas confiscando sus bienes. Los embajadores rehusaron tratar con el cardenal Torrigiani, y consiguieron que les fuera designado Negroni; y Carlos III reproducía, como apuntamos en otro lugar, la pragmática del Exequatur dada en 1762.

En impugnación del célebre monitorio de Clemente XIII escribieron en España los fiscales del Consejo de Castilla, Campomanes y Moñino, otro documento que con justicia goza también de gran celebridad en la historia de las cuestiones que se han suscitado en el mundo sobre los derechos de las potestades espiritual y temporal, y las relaciones entre el sacerdocio y el imperio. Juicio imparcial, nombraron aquel memorable escrito, sobre las letras en forma de Breve que ha publicado la curia romana, en que se intentan derogar ciertos edictos del Serenísimo señor infante duque de Parma, y disputarle la soberanía temporal con este pretexto. En éste, que un escritor de nuestros días llama con razón «monumento perenne del verdadero espíritu de aquel reinado,» después de consideraciones llenas de erudición en defensa de las atribuciones y derechos de la potestad civil en asuntos que no fuesen espirituales; después de probar el ningún derecho que tenía la Santa Sede a la soberanía de Parma; después de analizar los decretos del gran duque anatematizados en el monitorio, y de demostrar que versaban sobre asuntos puramente temporales y no sujetos a la jurisdicción pontificia, hacían ver los magistrados españoles que las censuras con que el breve pontificio terminaba eran nulas, como fundadas en la Bula In Cœna Domini, nunca admitida en España ni en otros estados católicos en lo que perjudicaba a la autoridad independiente de los soberanos en lo temporal, y a la jurisdicción de los tribunales y magistrados reales, y turbaba la tranquilidad de los imperios. Y por último terminaban diciendo: «No obstante que el monitorio de Parma es de la clase que por todos caminos se ha manifestado, esperamos por la misma razón que la curia de Roma llegue a conocer la flaqueza de su elección, y que no precise a los soberanos, heridos en lo más precioso de su carácter, a continuar en el uso de su legítima e inculpable defensa. No dudamos que mejore sus juicios de un modo que el público quede edificado y que las virtuosas prendas de Clemente XIII, libre de las impresiones que le cercan, hagan calmar el ruido y escándalo que han causado sus letras de 30 de enero.{2}»

Y en tanto que esto acontecía, el gobierno portugués enviaba al español una Memoria que tenía por objeto gestionar y procurar la absoluta abolición de la Compañía de Jesús, que aún estaba, decía, ejerciendo un predominio sobre el pontífice y un despotismo sobre la curia romana, teniendo al Santo Padre en oscuridad y cautiverio, los tronos y las personas reales en peligro, y las naciones en intranquilidad y desasosiego. Carlos III la pasó al Consejo extraordinario, y redactada por el marqués de Grimaldi la respuesta al gabinete de Lisboa con arreglo a la consulta de aquel cuerpo, habíase acordado, con dictamen del mismo, que los fundamentos para solicitar la absoluta extinción de la Compañía se dividieran en dos partes, comprendiendo en la primera la doctrina moral y teológica del instituto, y en la segunda los crímenes contra la potestad de los reyes de que se acusaba a sus individuos.

Pero a todo esto se anticipó, dándole otro rumbo, la unión de los cuatro soberanos Borbones para pedir al Santo Padre, juntos y cada uno de por sí, no solo la revocación del monitorio contra Parma, sino la extinción total del Instituto de Loyola. Don Tomás Azpuru, ministro de España en Roma, el cardenal Orsini, de Nápoles, y el marqués de Aubeterre, de Francia, fueron presentando al pontífice sucesivamente y con intervalo de pocos días (16, 20 y 26 de enero, 1769) sus memorias en este sentido. La de España, consultada por el Consejo extraordinario, sancionada por el rey, y remitida por Grimaldi, presentaba como fundamentos de la demanda los desórdenes de los regulares de la Compañía en los dominios españoles y sus excesos contra la autoridad legítima; la corrupción en que había caído su moral especulativa y práctica; la relajación de su gobierno desde que se había desviado del fin propuesto por su santo fundador; que era un foco continuo de inquietudes para los reyes y para los pueblos; que enseñaban máximas opuestas a la doctrina de Jesucristo; que había perseguido prelados virtuosos, y que ni la Santa Sede se había visto libre de sus calumnias y amenazas; que era inútil, y aun perjudicial en los países católicos donde aún existía, como perturbadora de los Estados{3}.

Unió Portugal su instancia a las de las cuatro cortes de la casa de Borbón. Empeño tan tenaz y de tantas potencias combinadas para obtener una resolución que tanto repugnaba la piedad del anciano Clemente XIII, uno de los pontífices más adictos a los jesuitas y de los más sometidos a sus influencias, no podían menos de traerle congojoso y atribulado; y así no extrañamos que aún demostrando una gran firmeza de espíritu, sea cierto que le encontrara alguna vez el embajador de España deshecho en llanto y prosternado ante un crucifijo, y que contestara al de Francia entre sollozos: «Harán lo que quieran de mí, porque no tengo ejércitos ni cañones, pero no está en el poder de los hombres hacerme obrar contra mi conciencia.» Mas pronto le sacó Dios de aquella tortura en que tenía su corazón, pues a los pocos días puso fin a la existencia del achacoso y venerable pontífice (2 de febrero, 1769), con no poca sorpresa de los que, a pesar de su edad octogenaria, no habían observado síntomas que les hicieran esperar tan pronto su muerte, y dejando pendiente y expuesta a nuevas complicaciones la gran controversia entre los enemigos y los parciales de los jesuitas{4}.

Unos y otros esperaban el desenlace de la cuestión y cifraban sus respectivas esperanzas en la elección del futuro jefe de la Iglesia. Era entonces el negocio que llamaba más la atención en el mundo cristiano. Las cinco potencias pronunciadas ya por la completa abolición del instituto de Loyola emplearon sus influencias y redoblaron sus esfuerzos en la vacante de la tiara a fin de que ocupara la silla de San Pedro un pontífice que participara de sus ideas, o se amoldara a sus deseos. La corte de Viena más parecía inclinarse a las pretensiones de los Borbones que dispuesta a favorecer a los jesuitas, y la causa de éstos a la sazón apenas encontraba apoyo sino en Roma, y tal cual adhesión en la de Cerdeña. En el colegio mismo de los cardenales, desde el primer día que se abrió el Cónclave (15 de febrero, 1769), se designaron dos bandos o partidos, uno de los llamados Zelanti, que eran los más celosos defensores de las prerrogativas de la Santa Sede, y otro denominado de las Coronas, compuesto de los afiliados a los planes de los Borbones; a los cuales se podía añadir otro de indiferentes. Poco faltó para que los zelanti, que sin duda eran los más, eligieran desde el primer día pontífice a uno de sus miembros más decididos, pero la ausencia de los cardenales franceses y españoles dio ocasión a tales y tan fuertes reclamaciones de parte de los representantes de las coronas, que al fin hubo de convenirse en que se suspendiera la elección hasta la llegada de aquellos purpurados.

Entretanto cruzábanse de una a otra parte las que sin escrúpulo podemos llamar intrigas. Los soberanos de la alianza borbónica daban instrucciones a sus embajadores y a sus cardenales: los franceses Bernis y Luynes las recibían del duque de Choiseul al partir para Roma. Las condiciones que exigía el gabinete de Versalles en su instrucción eran: 1.ª revocación del breve de 30 de enero y del monitorio de 1.° de febrero contra los edictos de Parma: 2.ª reconocimiento de la soberanía independiente del infante de Parma: 3.ª que Aviñón y el condado veneciano quedaran de Francia, y Benevento y Pontecorvo de las Dos Sicilias: 4.ª destierro de Roma del cardenal Torrigiani: 5.ª extinción total de la Compañía de Jesús, y destierro de su general el padre Ricci.

Los españoles La Cerda y Solís, las llevaban del rey para los franceses y napolitanos. Entre las que se dieron al eminentísimo Solís, arzobispo de Sevilla, como más antiguo, es la más notable la de que se pretendiera que el que hubiese de ceñir la tiara se obligara en papel firmado de su letra a decretar la extinción del instituto de San Ignacio. Y aún corrió por entonces una memoria impresa, en que se planteaba la cuestión de si, creyéndose útil al bien de la iglesia la extinción de los jesuitas, se podía exigir del que fuese electo papa la promesa de ejecutarla sin incurrir en simonía, y la cuestión en el escrito se resolvía afirmativamente. Al propio tiempo corrían listas de los cardenales con la designación del partido a que pertenecían. En la que de España se remitió a don Tomás Azpuru figuraban veinte cardenales como seguros o favorables, veinte como contrarios, y seis como dudosos{5}. Esto, sin embargo, no pasaba de ser un cálculo inseguro. Lentos y pesados anduvieron en verdad los cardenales españoles, pues no arribaron a Roma hasta últimos de abril, pero es cierto también que desde luego comenzaron a hacer, especialmente el de Solís, confidente de Carlos III, el papel más importante, así en las juntas y conferencias como en el Cónclave, oscureciendo el que hasta entonces había hecho el de Bernis, como representante de la política de Francia.

Con todo, en la reunión de cardenales españoles, franceses y napolitanos que se celebró el 3 de mayo a excitación de Solís, la idea de pretender del electo el compromiso escrito de extinguir los jesuitas fue tan fuertemente combatida por los franceses Bernis y Luynes como simoniaca y repugnante a sus conciencias, y además como ineficaz para el objeto, que los prelados españoles hubieron de desistir de ella, dando al negocio electoral otro rumbo. Adoptose por los de uno y otro bando el sistema de exclusión recíproca de aquellos que eran conocidos como cabezas de cada partido, y fuéronse excluyendo otros, o por achacosos y ancianos, o por otras consideraciones. Había entre los cardenales un franciscano, único fraile en todo el Sacro colegio, que bajo la apariencia de indiferente y ajeno a la lucha de los dos partidos, y casi siempre retirado en su celda, no había soltado sino expresiones ambiguas y de incierta significación, de naturaleza de ser interpretadas favorablemente por cada una de las dos parcialidades. Su conducta anterior parecía abonar también su independencia y su imparcialidad. De virtuoso sin mancilla gozaba reputación entre todos. Así cada cual esperaba poderle contar por suyo, y aun entre los mismos representantes de las coronas había quien le tenía por decidido anti-jesuita y quien le sospechaba de jesuita acérrimo, porque había dicho, hablando de los Borbones, no se sabía si en sentido de adhesión o de crítica: «Sus brazos son tan largos que pasan por encima de los Alpes y de los Pirineos.» Los había también que por sus opiniones medias le miraban como el único que podría ser el pacificador entre la Iglesia y los tronos. Este cardenal a quien con tanta variedad se juzgaba era fray Lorenzo Ganganelli, que por otra parte no había dado muestras de ambicionar el pontificado.

Sin duda mejor que todos le sondeó el metropolitano de Sevilla Solís, ilustrado por don Tomás Azpuru que había tenido con él una larga conferencia. Afírmase que el purpurado español obtuvo del italiano un billete en que decía al rey de España, «que reconocía en el soberano pontífice el derecho de extinguir en conciencia la Compañía de Jesús sin faltar a las reglas canónicas.{6}» Y añádese que verbalmente manifestó la esperanza de conciliar el sacerdocio y el imperio. Bien que ni unas ni otras palabras envolvieran compromiso, ni fueran sino muy conformes a un principio reconocido de derecho, el cardenal Solís túvolo por bastante para satisfacer a la corte de España proponiendo con empeño la candidatura de Ganganelli a los del partido de las coronas, que, con más o menos repugnancia de algunos aceptaron. Propúsola después al jefe de los zelanti; y Rezzónico, después de haberlo pensado y madurado, le respondió que él y los de su parcialidad estaban también resueltos a votar a Ganganelli{7}. Tan repentina fue la concordancia de pareceres, después de tan largas y ruidosas disidencias, que el mundo cristiano se sorprendió al saber que la mañana del 19 de mayo (1769) anunciaban las campanas de la ciudad eterna la elevación al pontificado de fray Lorenzo Ganganelli con el nombre de Clemente XIV por votación unánime del Sacro colegio{8}.

Es lo cierto que las cortes borbónicas, y señaladamente la de España celebraron con júbilo el advenimiento de Ganganelli a la silla pontificia, cifrando en él la esperanza de ver restablecida a su gusto la concordia entre las coronas regias y la Santa Sede. Hombre de expedición el nuevo pontífice, gustaba de despacharlo todo por sí mismo, prescindiendo hasta de la colaboración del secretario de Estado Pallarcino. No mostraba rehuir la cuestión jesuítica, antes él mismo hablaba a los cardenales y ministros de los príncipes con palabras y frases en que dejaba entrever sus favorables disposiciones, mas su tardanza en resolverla iba ya mortificando la impaciencia de los soberanos. Trocose ésta en disgusto al verle publicar el breve Cœlestium munerum thesauros (12 de julio, 1769), en el cual otorgaba las acostumbradas indulgencias a los misioneros jesuitas, «por el grande ardor, decía, con que saben procurar la salud de las almas, por su viva caridad hacia Dios y hacia el prójimo, y por su infatigable celo por el bien de la religión.» Juntáronse entonces los ministros de los soberanos, y a nombre de todos presentó Bernis (que había reemplazado a Aubeterre en aquel cargo) una enérgica memoria contra aquel breve, que al pontífice pareció prematura, y a la cual contestó con palabras que por un lado eran una reconvención a la importunidad con que le angustiaban, y por otro indicaban su resolución de abatir el orgullo con que los jesuitas hacían alarde y se mostraban arrogantes por el breve concedido a sus misioneros.

Lástima y dolor grande causa al que abrigue sentimientos verdaderamente católicos la lucha terrible en que se observa envuelto a Clemente XIV desde el principio de su pontificado, ya entre sus propias ideas e inclinaciones, ya con las testas coronadas y sus representantes, ya con los miembros y los parciales del amenazado instituto de San Ignacio. En vano para complacer, o más bien para entretener a las cortes suspendía los efectos del monitorio dado por su antecesor contra el duque de Parma, restablecía las interrumpidas relaciones entre Portugal y la Santa Sede, rehusaba recibir en audiencia al general de los jesuitas, prohibía a estos religiosos predicar en ninguna de las iglesias de Roma durante el próximo jubileo, y suprimía la publicación anual de la Bula de la Cena: no extinguía los jesuitas y las cortes le apretaban. Carlos III, que hizo recoger a mano real el Breve Cœlestium, y daba órdenes a Azpuru para que reprodujera la solicitud de expulsión, no era ya el que más ardientemente apuraba al papa: era el ministro de Francia Choiseul, que en un despacho al cardenal Bernis le decia: «Yo creo con el rey de España que el papa es débil o falso: débil, vacilando en hacer lo que su espíritu, su corazón y sus promesas exigen; falso, entreteniendo las coronas con engañosas esperanzas. En ambos casos las consideraciones son inútiles…» con otras frases no menos fuertes que estas, y encargándole hiciese entender a S. S. que si dentro de seis semanas, o a lo sumo dos meses, no tomaba una resolución, los ministros del rey su amo se retirarían de la corte de Roma{9}. El ministro de España le ofrecía aproximar cuatro o seis mil hombres por la parte de Nápoles, si lo creía necesario para obrar con libertad; oferta que el papa rehusó, diciendo que contaba con la protección de los monarcas, y sobre todo con la ayuda de Dios, para vencer las dificultades que le pudieran ocurrir.

Tiempo pedía el papa que le dejaran para meditar, y datos y razones en que apoyar la expulsión. Para lo primero, esto es, para ganar tiempo, y para que no le hostigaran tanto los príncipes, ofreció aprobar motu propio lo ejecutado con los jesuitas en Francia, España, Nápoles y Parma; para lo segundo proponía le enviaran una memoria comprensiva de todos los motivos generales para el extrañamiento de los religiosos de aquella orden. Con una declaración sencilla manifestó contentarse la corte de España, no con una aprobación expresa, y como necesaria para aquietar las conciencias. Y en cuanto a los motivos del extrañamiento, el gobierno español, en muestra de aceptarlo, pidió sobre ello dictamen, así como sobre la necesidad de la extinción, a todos los arzobispos y obispos del reino, excitándolos a que emitieran con libertad y sinceridad su opinión, pero no sin anticipar el ministro la suya y sin indicar el deseo de S. M. Evacuaron los prelados sus informes, resultando de ellos que catorce, entre arzobispos y obispos, opinaron por la no necesidad de la extinción, pues los vicios de que pudiera adolecer la sociedad se podrían a su juicio corregir con la reforma{10}: treinta y cuatro aprobaron el extrañamiento, y se mostraron favorables a la extinción total de los jesuitas{11}. Entre los dos dictámenes opuestos se señalaron, por un lado, el obispo de Murcia, antiguo gobernador del Consejo, reprobando explícitamente, así el extrañamiento verificado como la idea de la total expulsión: por otro el de Barcelona, el eruditísimo y sabio Climent, que avanzaba a decir, que aparte de los motivos reservados que pudiera tener el rey, eran sobradas causas para su extrañamiento la notoria mala doctrina de aquellos regulares, su conducta, y la evidencia de ser incorregibles: el de Mondoñedo, que daba mil veces las gracias al soberano por lo hecho, pues tenía las ideas y la política de los expulsos por incompatibles con la tranquilidad de los pueblos y con la pureza de la fe y de la religión: el de Segovia, que resumiendo todo lo malo que se había achacado a los jesuitas, los designaba como perturbadores de los pueblos, enemigos de los obispos, maestros de una moral perversa, caudillos de conspiraciones, codiciosos de caudales, defraudadores de la real hacienda, y por último como pestilente contagio de la Iglesia católica; y así otros que fuera prolijo enumerar.

Pero antes que los informes del episcopado español fueran enviados a Roma, ya el pontífice se había visto estrechado a dar en la cuestión un paso de gran compromiso, no obstante su estudiada indecisión y su calculado retraimiento. Habiéndose quejado Carlos III a la corte de Versalles de la lentitud y flojedad de su embajador en Roma el cardenal Bernis (que en efecto por egoísmo personal no se conducía en conformidad a las instrucciones que había recibido), exigiendo que se le retirara la embajada, el diplomático cardenal francés, a quien agradaba mucho el puesto y la vida de embajador, a fin de no perder su posición indujo al atribulado pontífice a que desenojara al rey de España escribiéndole una carta, en que le pedía tiempo para decretar la supresión total de la Compañía, comprometiéndose ya en términos explícitos a hacerlo, añadiendo que lo reconocía indispensable, «porque los miembros del Instituto habían merecido su ruina por la inquietud de su espíritu y la osadía de su conducta.» Apresurose Carlos III a recoger esta prenda, respondiendo a su carta con la siguiente:

«Muy Santo Padre: Me deja lleno de consuelo la venerada carta de V. B. de 30 del pasado, en que se digna darme las seguridades más firmes del ánimo en que se halla de atender a las súplicas que le hemos hecho los reyes, mi primo, mi hijo y yo, y doy a V. S. las más rendidas gracias por el trabajo que personalmente ha querido tomarse en la reunión y examen de los monumentos de que se ha de valer para la expedición del motu propio aceptado, y la formación del plan tocante a la absoluta abolición de la Compañía, que V. S. ofrece comunicarme. Si la paz y la concordia es el mayor bien de la Iglesia, y el que yo la deseo y solicito con las veras más íntimas, a V. S. deberemos con esta abolición el restablecimiento de una felicidad que ya no se gozaba. Mi confianza en V. S. es tan grande, que ya miro como logrado este bien desde el punto que V. B. me lo anuncia.– Viva V. S. asegurado de mi reconocimiento; oiga benignamente lo que don Tomás Azpuru le signifique en mi nombre, y pidiéndole nuevamente su apostólica bendición para mí y toda mi familia, ruego a Dios guarde a V. B. muchos años, &c. Madrid 26 de diciembre de 1769.»

A pesar del compromiso en que aquella promesa explícita envolvía ya al papa Clemente, y del aliento que podía darle para marchar resueltamente por aquel camino el resultado general del informe de los prelados españoles, y no obstante que en los principios del año siguiente (1770) continuaba el pontífice asegurando que estaba ya corregido y corriente el Motu propio para el saneamiento de lo ejecutado con los jesuitas, y que no se haría esperar mucho el de la absoluta abolición, y que escribía a Carlos III rogándole que no desconfiara de su sinceridad, y que elogiaría su proceder cuando supiera los motivos por qué retardaba el cumplimiento de su oferta{12}; con todo eso la resolución no salía. Por mucha firmeza de ánimo que aparentaba el pontífice, traslucíase demasiado que su espíritu se hallaba atormentado de inquietudes y zozobras. A la irresolución de su carácter, a su genial retraimiento, que le indujo a vivir casi aislado como cuando moraba en la celda de los Doce Apóstoles{13}, eran debidas aquellas vacilaciones, más que a apego que tuviese a los jesuitas, que de no tenerle estaban convencidos ellos mismos. Sin embargo, en este estado vino a reanimar sus esperanzas la caída de uno de sus mayores enemigos, el duque de Choiseul (diciembre, 1770), ministro de Luis XV, y su reemplazo por el duque de Aiguillon, que siempre había sido muy querido de los jesuitas, y que teniendo venganzas que tomar de su antecesor, disolvió la corte judiciaria como él había disuelto la Compañía de Jesús, y trató sin piedad a los magistrados que se habían mostrado más inexorables con los hijos de San Ignacio. Con esto coincidió la caída del ministro de Parma, marqués de Felino, con la circunstancia de enviar la corte de Madrid a residenciarle a don Pedro Ceballos, el protector de los jesuitas en Buenos Aires. Cobraron con esto bríos los regulares de la Compañía, y creyeron mudado para ellos el viento de la fortuna.

A mayor abundamiento, el ministro de España Azpuru había enfermado gravemente; después de haber estado al borde del sepulcro, quedó tan achacoso, que o bien con el ansia de alargar algo la vida salía a respirar aires más puros fuera de Roma, o aunque estuviese en la ciudad santa no se hallaba en estado de asistir a las audiencias pontificias. Nombrado arzobispo de Valencia, no pensaba ya en otra cosa que en no morir sin el capelo, que el pontífice le había varias veces prometido, y el que antes había sido el más activo negociador de la expulsión de los jesuitas, ya no cuidaba sino de asir la púrpura, aun con aquella mano trémula que apenas tenía fuerza para firmar los despachos. Y al fin, despechado de ver pasar consistorios sin cumplirse las promesas, cuando en cada uno que se celebraba creía segura su promoción, hizo renuncia de su cargo. A reemplazarle interinamente y a seguir gestionando la cuestión jesuítica fue enviado el conde de Lavaña, mariscal de campo, hombre honrado, prudente, capaz e instruido, pero extraño por su carrera a esta clase de negocios. No se pudo experimentar cómo desempeñaría su nuevo cargo, porque en su viaje a Roma murió en Turín, su patria, de un ataque de apoplejía fulminante.

Todo pues parecía presentarse, si no propicio a la causa de los jesuitas, por lo menos en camino de dilatarse el golpe que tan de cerca los había amenazado, entibiándose el ardor con que las potencias habían seguido hasta entonces aquella negociación. Ni era extraño que todas estas circunstancias hicieran revivir las esperanzas, ya casi del todo muertas, de los jesuitas, y más viendo pasarse todo el año de 1771 sin las vigorosas acometidas de los anteriores, y al papa como gozando de cierto reposo, si bien no dejando de entretener a las cortes borbónicas repitiéndoles de tiempo en tiempo que perseveraba en el propósito de cumplir su promesa, y aun halagando a los soberanos de Francia y España con una idea que en diversas ocasiones les había anunciado, a saber; el proyecto de hacer un viaje a los dos reinos y conferenciar con los dos monarcas, lisonjeándose de que pocas pláticas bastarían para quedar todos acordes en la manera de conciliar los intereses de ambas potestades, de poner en armonía las coronas y la tiara, y de restituir por completo la tranquilidad y el reposo a la Iglesia y a las naciones.

Mas no tardaron en irse desvaneciendo de nuevo las ilusiones de los regulares de Loyola y de sus parciales e interesados en su conservación, los cuales no habían contado con dos cosas, con la perseverancia inquebrantable de Carlos III en sus propósitos, y con la política que habría de seguir el nuevo ministro de Francia duque de Aiguillon, en cuya antigua adhesión tanto confiaban. No correspondió en verdad a sus antecedentes el ministro de Luis XV. El poder le deslumbró y le cambió. Dispuesto a complacer a Carlos III de España, y sabedor de que éste acusaba al embajador francés Bernis de tibio en sus gestiones para con el papa, quiso darle una prueba de su devoción entregando al conde de Fuentes, embajador de España en París, los despachos del embajador de Francia en Roma. Los jesuitas vieron en esto una especie de apostasía en Aiguillon. Y en cuanto a Carlos III, no quedó ya duda de su decisión al verle enviar a Roma (mayo, 1772) en reemplazo de Azpuru, al fiscal del Consejo de Castilla y del Extraordinario, don José Moñino, antor del Juicio imparcial sobre el Monitorio contra Parma, «buen regalista, como decía el mismo rey, prudente, y de buen trato y modo, pero firme al mismo tiempo y muy persuadido de la necesidad de la extinción de los jesuitas, pues como todo ha pasado por sus manos ha visto cuán perjudiciales son, y cuán indispensable es el que se haga.{14}»

Con razón sobresaltó al papa Clemente el envío de un plenipotenciario como Moñino, de quien temía le habría de hacer salir de aquella estudiada y sistemática indecisión, y no nos maravilla que exclamara, como dicen, al saberlo: «¡Dios se lo pague al rey católico!» Porque don José Moñino (tan célebre después con el título de conde de Floridablanca), en el vigor de su edad, hombre de carácter y tesón, de instrucción y talento, consagrado enteramente al soberano que le había elevado, a realizar sus terminantes instrucciones, y a acabar con las contemporizaciones del cardenal de Bernis, con facultades que para ello llevaba también del ministro de Francia Aiguillon, intimidó a los jesuitas y asustó en cierto modo al mismo pontífice, que previó el giro abierto y desembozado que el ministro español habría de dar a la negociación, y que no había de ser posible apelar a moratorias y mantener las oscilaciones en que se iban pasando años. Así fue que desde la primera entrevista (13 de julio, 1772), si bien en el principio afectuosa por parte de ambos, como el papa contestase a las vigorosas insinuaciones del ministro español que estaba resuelto, pero que el negocio requería tiempo, secreto y confianza, replicole Moñino entre otras cosas, que «el rey su amo, al mismo tiempo que era un príncipe religiosísimo, que veneraba a S. S. como padre y pastor, y le amaba tiernamente por su persona, era un monarca dotado de una gran fortaleza en todas las cosas que emprendía después de haberlas examinado maduramente, como sucedía en el negocio actual; que era igualmente sincero, y tan amante de la verdad y buena fe como enemigo de la doblez y del engaño, que mientras no tenía motivo de desconfiar, se prestaba con una efusión y blandura de corazón inimitables, y que por el contrario, si una vez llegaba a entrar en desconfianza, porque se le diese materia para ello, todo estaba perdido.{15}»

En aquella misma conferencia, pidiendo Moñino a S. S. le señalase audiencia en día fijo, como lo acostumbraba con los ministros de Francia y de Nápoles, respondiole el pontífice que lo haría tan pronto como tomase unos baños que necesitaba para curarse una erupción cutánea que le había salido, y añade el ministro embajador que en muestra de ello tuvo el pontífice la bondad de enseñarle los brazos desnudos. De aquella acción de Clemente, que pudo acaso ser sencilla, han deducido los enemigos de Carlos III y de su representante en Roma, que queriendo el papa ablandar la dureza de Moñino por compasión a su salud, y viéndole en una desesperante incredulidad, tuvo que apelar el desgraciado Ganganelli para convencerle a mostrarle sus brazos desnudos, cubiertos de una erupción herpética. «Tales eran, exclaman, los medios empleados por el papa para ablandar al agente de Carlos III. ¡Así es como le pedía gracia de la vida!{16}»

Lo que no puede negarse es, que acostumbrado el papa a tratar con Azpuru, a quien siempre logró entretener con efugios, con Bernis, que se señaló por sus contemporizaciones, y con los ministros de Portugal y de Nápoles, que no eran dechados de sutileza, sufría mucho experimentando desde el principio que se las había ahora con un hombre de tanto ingenio como resolución, que no admitía escapes ni dilatorias, y que se proponía o arrancar un desengaño, o llegar por la vía más breve a su propósito y objeto. Ingeniose Moñino y se manejó de modo que obtuvo la confianza del cardenal Macedonio, secretario de memoriales, por quien se impuso del verdadero carácter del pontífice: hizo al cardenal de Bernis renunciar a su conducta ambigua y acomodaticia, y convenir con él en la necesidad de instar al papa a que se explicara sin ambages: al embajador de Nápoles, cardenal Orsini, y al agente de Portugal, Almada de Mendoza, antes poco discretos en su conducta, a guiarse por él y no apartarse de sus consejos. En una palabra, el ministro más moderno de las cortes en Roma se atrajo a todos, los dominó a todos con su decisión y su inteligencia, y dio unidad de acción a los representantes de las coronas, aunando los esfuerzos de todos para activar e imprimir energía a la negociación. Por último, logró tener conferencias secretas con el padre Buontempi, el único hombre, al decir unánime de los escritores, de la confianza de Clemente XIV, y que ejercía en él influencia, por quien supo muchas circunstancias que le servían de gobierno, y a quien apretó para que el papa le diese la segunda audiencia que andaba esquivando.

Interesantísima es, a la par que curiosa desde esta época, la correspondencia oficial y confidencial del embajador Moñino; porque en ella se ve gráficamente retratada una lucha diplomática entre él y el jefe de la Iglesia, sostenida por ambas partes con talento, ingenio, constancia y disimulo, del uno para arrancar una resolución sin que pareciese violenta, del otro para eludirla sin que pareciese negarla. He aquí en qué términos da cuenta Moñino de aquella segunda audiencia en despacho de 27 de agosto (1772): «Pasó S. S. a hablarme de los corvinos (así llama a los jesuitas), y me dijo, con igual encargo del secreto, que iba a quitarles las facultades de recibir novicios, y a cortarles los subsidios que recibían de la cámara apostólica por varios medios… Inmediatamente dije que los remedios paliativos siempre producían iguales consecuencias, y que mientras no se resolviese esta cura radical que habían propuesto los soberanos, se vendría a parar en las mismas debilidades.– Me respondió el Santo Padre, que si él pudiera hacer lo que los reyes, que los habían arrojado de sus dominios, tendría el caso menos dificultades; pero que habiéndose de quedar con ellos dentro, era de considerar y temer el gran partido que tenían sus amenazas, asechanzas, venenos y otras cosas.– Le contesté que todo se debía temer hasta que diese el último golpe; pero que una vez dado, inmediatamente experimentaría que debían cesar los temores, así porque faltaba la causa o el agente que daba impulso a toda la máquina, como porque la impresión del mismo golpe sorprendía y aturdía, como se había experimentado en España con la expulsión.– A todo esto añadí que tenía prontos de parte de S. M. todos los auxilios que necesitase para hacerse respetar: a cuya promesa me respondió, que estaba pronto a la muerte y a todo; que estas cosas eran como las labores de mosaico, que se componían de muchas piezas y requerían tiempo para ajustarse todas; que le dejase hacer y que vería las resultas….– Con la mayor sagacidad que pude signifiqué a S. S. que todo estaba bien como no hubiera pasado tanto tiempo, el cual necesariamente había de introducir la desconfianza en las cortes, como en efecto amenazaba cada día más este momento…{17}»

En otras audiencias sucesivas el punto de la cuestión era siempre intentar el pontífice convencer a Moñino de que para hacer la extinción en regla, para concertar bien las piezas de tan complicado mosaico, era menester tiempo: esforzábase Moñino para persuadir al papa de que lo que convenía era apresurar el golpe, y que el mal estaba en la dilación: «Si llegan, decía el pontífice, a extinguirse sin bastante precaución (los jesuitas), habrá que temerlos como despechados, mientras que fluctuando entre el temor y la esperanza se estarán quietos.– Nada menos que eso, Santo Padre (le replicaba Moñino), porque sacada la raíz de la muela se acaba el dolor.{18}»

Este era, con cortas variaciones, el tema perpetuo de sus tratos y de sus controversias. A veces el pontífice disculpaba su tardanza con la repugnancia de María Teresa de Austria a la expulsión, y con que en Módena, Toscana y Venecia no se prestarían a despojar a los jesuitas de sus casas y colegios: a veces con que era menester preparar la abolición tomando antes medidas parciales, tales como la de cerrarles el Seminario romano, prohibir la admisión de novicios, y otras que predispondrían a dar el último golpe, al cual continuaba asegurando estar resuelto. A su vez el embajador de España le salía siempre al encuentro representándole la ventaja de una medida pronta y definitiva sobre todas las parciales y dilatorias, y para convencerle apelaba a veces a la necesidad de restablecer pronto el sosiego y la armonía entre la Iglesia y los príncipes, a veces le halagaba con la gloria y con la fama que iba a ganar en ello, y también le tentó con la seductora indicación de que le serían restituidos Aviñón y Benevento. A esta última insinuación contestó el papa con enérgica dignidad y entereza: «Un papa gobierna las almas, no trafica con sus resoluciones.» Única ocasión, dice un escritor jesuítico, en que el desventurado pontífice recobró un resto de energía en esta negociación.

Trascurrían todavía meses en estas alternativas y oscilaciones. Murmurábase ya de que en este punto el calor nacía más del ministro que del rey mismo; y tanto por esto como porque Moñino tuvo momentos de desconfiar ya del éxito de su misión y tentaciones de retirarse, dejando que las cortes tomaran el partido que bien les pareciera, solicitó del monarca que escribiera de nuevo al pontífice, así para estrecharle a tomar una resolución, como para desmentir y acallar aquellas murmuraciones. Escribió pues Carlos III otra vez al papa Clemente (13 de octubre, 1772), diciéndole a propósito de los jesuitas: «Conociendo V. B. los males de la existencia de la Compañía, ha prometido remediarlos con su extinción, y yo espero que V. S. lo ponga en práctica con la brevedad que están pidiendo la quietud pública y la paz de la Iglesia: don José Moñino excitará a V. B. en mi nombre sobre este asunto. Dígnese V. S. atender a lo que exponga y a las súplicas que le haga, sin dar oídos a los rumores que vierten las personas mal intencionadas de España y Roma, que ocultamente procuran lo contrario…» Moñino enseñó esta carta a los cardenales y a los representantes de las otras cortes, y después la presentó al papa (8 de noviembre, 1772), cuando regresó a Roma de su jornada o expedición de verano (villeggiatura).

A consecuencia de ella y de las reflexiones que en aquella entrevista le hizo el representante español, «me dijo el Santo Padre (cuenta Moñino en su despacho de 12 de noviembre) que me entregaría una minuta de su plan, constitución o bula de extinción, para que yo la remitiera al rey, y pudiera S. M. ponerse de acuerdo con las cortes, y allanar las dificultades que ocurriesen con Viena, Venecia, Toscana, Génova y Módena, y que la publicaría en tal caso ex conmuni principum consensu, estas fueron sus palabras.– Protesto a V. E. que no sé cómo me pude contener con esta explicación, pues ya tuve casi en la boca la reconvención de que también debía añadir que se obtuviese el consentimiento del gran turco, del rey de Congo y otros príncipes y bajaes de Asia y África, de la emperatriz de Rusia, el rey de Prusia, los Cantones suizos, los Estados generales y otros infinitos potentados y repúblicas de esta laya, supuesto que casi todos tenían jesuitas en sus dominios. Repito a V. E. que me contuve porque Dios me ayudó, pues luego que le hubiese hecho esta reconvención le habría añadido redondamente que el negocio estaba concluido, y que no volviera a hablar otra palabra sobre él. Sin embargo, en aquel acto instantáneo pude reflexionar que convenía manifestar una gran serenidad y confianza para ver si podemos coger la tal minuta de extinción, cuya prenda nunca podía sernos importuna…» Continúa dando cuenta de lo que se trató en aquella entrevista, que duró más de dos horas, y concluye manifestando al ministro Grimaldi sus sospechas de que el papa se halle ligado con alguna promesa, tal vez escrita, a no decretar la extinción de los jesuitas, y de que el general de la Compañía y los de su consejo sean depositarios de algún gran secreto. Y en verdad la contestación que esta vez dio el pontífice a la carta del monarca español (11 de noviembre, 1772) no bastaba a disipar aquellos recelos.

Pero llegando el mes de diciembre, sin que se viera la causa que pudo producir una mudanza tan súbita en el ánimo del papa Clemente, sorprendió el santo padre a Moñino, anunciándole que iba a poner término a sus desconfianzas, que tenía resuelta la providencia de extinción, y que podía escribir al rey en el correo próximo participándole que para la primera dominica de Adviento se habría salido ya de todo{19}. Para que se entendiera con el ministro español pensó el pontífice nombrar primeramente al cardenal Negroni; después discurrió que sería más a propósito, de más confianza, discreción y sagacidad el prelado Zelada, que quedó definitivamente nombrado. Había llevado don José Moñino a Roma un plan o proyecto ya formulado para la extinción de los jesuitas. Las primeras veces que habló de él al pontífice, esquivó Clemente oírle, y rehusó enterarse de su contenido. Poco a poco fue accediendo a informarse del plan, condescendió más adelante en recibir la minuta, y concluyó ahora por encargar a Zelada que acordase sobre ella con don José Moñino. La minuta contenía el proyecto de una bula formal; Zelada la vio y examinó; colmó de elogios a su autor; púsole solamente algunos leves reparos; añadiole algunas cláusulas que el santo padre le indicó para dar más vigor y facilidad a la ejecución, y quedó encargado de extender la bula con todas las fórmulas de estilo (diciembre, 1772). Tan eficaz anduvo el prelado romano, que a los pocos días (4 de enero, 1773) presentó ya al despacho la minuta de la bula, con asombro de Moñino y con admiración del mismo pontífice{20}.

Al poner término a tan grave y largo negocio asaltaron al papa Clemente XIV algunos temores de que su resolución pudiera atribuirse a algún pacto hecho en el cónclave; recelos que Zelada procuró desvanecerle, añadiendo que lo único de que pudiera tal vez arrepentirse era la dilación en resolverse. Y como dudase después el pontífice con qué formalidades convendría expedir la bula, inclinole Moñino a que la publicara por letras in forma Brevis. Así quedó acordado, la minuta fue enviada al monarca español (11 de febrero, 1773), el cual hizo sacar copias, que dirigió con cartas autógrafas a los soberanos de Austria, Francia, Nápoles y Portugal. Natural era que los monarcas de estos tres últimos reinos contestaran a Carlos III, como lo hicieron (marzo y abril, 1773), aprobando la minuta y congratulándose con la próxima solución de aquel importantísimo negocio, en que algunos de ellos habían estado antes que él interesados. La respuesta de la emperatriz María Teresa de Austria estuvo también lejos de ser tan desfavorable al intento de Carlos III como se hubiera podido temer, y tan favorable a los jesuitas como ellos habían siempre esperado. Pues se reducía a decir, que si bien había estimado constantemente a la Compañía por su celo religioso y por la conducta que en sus dominios habían observado, si el santo padre creía su extinción útil y conveniente a la Iglesia, no le opondría entorpecimiento ni embarazo; la única cláusula a que no accedía era a concederle el derecho de disponer de sus bienes{21}.

Enviadas a Roma las respuestas de las cortes, dio Su Santidad la orden al cardenal Negroni, secretario de Breves, para que extendiera el de la extinción, con los demás que para su ejecución hubieran de dirigirse a los nuncios, pero suprimiendo las cláusulas que se referían a la ocupación de las temporalidades de la Compañía, al tenor de la condición de la corte de Viena, a excepción de los príncipes que habían hecho la expulsión{22}. Ya no faltaba otra cosa que la material escritura de las condiciones, que requería algún tiempo, porque era menester encomendarla a pocas manos y muy de confianza, y la impresión del breve, que se encargó al ministro español. Solo ocurrió ya una dificultad, a saber, el punto relativo a la restitución de Aviñón y Benevento a la Santa Sede. Porque conformes las cortes en la restitución, inclusas las que ocupaban aquellos estados, tratábase de salvar el decoro del papa y el decoro de los príncipes, a fin de que si se restituían antes de la bula de extinción no apareciera que se había hecho para obligar a S. S., y si se difería para después no se dijera que el santo padre lo había hecho para recobrarlos. Pero el pontífice no insistió sobre este punto, conduciéndose con una abnegación y un desinterés que no pudieron menos de aplaudir todas las cortes. Quiso Clemente XIV ocupar antes, como lo hizo, los papeles y efectos de los colegios de Ferrara, Urbino, Sinigaglia y Fermo, y nombró una congregación de cardenales, a que agregó algunos prelados, con facultades superiores al mismo Santo Oficio, para que entendiera en todo lo relativo a la ejecución y al procedimiento contra los contraventores, si los hubiese.

Finalmente, el 21 de julio (1773) firmó la santidad de Clemente XIV el Breve Dóminus ac Redemptor Noster, por el cual quedaba suprimida la Compañía de Jesús en todo el orbe cristiano{23}. Sin embargo no se publicó hasta el 16 de agosto, en que fue notificado a los jesuitas de Roma, y luego se remitió directamente a los nuncios para que lo comunicaran a los reyes, sin perjuicio de enviarle también a sus respectivas cortes los ministros que allí estaban.

En este memorable breve, después de hacer el pontífice una sucinta historia de la orden de la Compañía desde su institución; después de citar ejemplares de supresiones de órdenes religiosas, hechas por otros papas en uso de la plenitud de su potestad, y sin seguir un proceso por los trámites judiciales; después de referir las quejas que ya en el siglo XIV se habían dado contra los regulares de San Ignacio, y que movieron a Felipe II de España a pedir una visita apostólica, que concedió el papa Sixto V, y no se realizó por su muerte; después de mencionar la nueva confirmación de la Compañía hecha por Gregorio XIV, y el clamoreo que había seguido contra su doctrina, no obstante la prohibición que prescribió aquel papa de impugnar directa ni indirectamente el instituto y sus  constituciones; después de manifestar que las bulas de varios pontífices desde Urbano VIII hasta Benedicto XIV condenando el afán de los regulares de la Compañía de adquirir bienes temporales y mezclarse en los negocios del siglo, habían sido insuficientes e ineficaces; después de mencionar los tumultos y desórdenes que en más reciente tiempo les habían sido atribuidos, y que habían movido a los soberanos de Francia, Portugal, España y Nápoles a expulsarlos de sus Estados, y a solicitar de su antecesor Clemente XIII su total extinción, que quedó en suspenso, y se había renovado con instancia en sus días; después de ponderar cuánto tiempo y con cuán maduro examen había reflexionado el punto de la extinción, pidiendo en sus oraciones luces y auxilio al cielo para proceder con acierto en tan delicada materia, a fin de afirmar el sosiego en la Iglesia y en los Estados; después de asegurar su convencimiento de que la Compañía de Jesús no podía ya producir los frutos saludables para que fue instituida y de que su supresión era necesaria para el restablecimiento de la paz y concordia entre la Iglesia y los tronos, había resuelto, con maduro acuerdo y ciencia cierta, y con la plenitud de sus facultades apostólicas suprimir y extinguir la citada Compañía de Jesús, en cuya virtud anulaba todos sus oficios, empleos, ministerios, constituciones, usos y costumbres; dictaba las providencias conducentes a fijar la suerte de los religiosos suprimidos, según sus clases; prohibía so pena de excomunión mayor suspender la ejecución de la providencia bajo cualquier color o pretexto que fuese, y escribir en pro o en contra de la medida; y exhortada a todos los príncipes a su exacto cumplimiento, y a los fieles a que, guiados por el espíritu de la caridad evangélica, depusieran toda enemistad, discordia y asechanza, &c.{24}

«Así se extinguió la gran Compañía de Jesús, exclama aquí un moderno historiador extranjero, que formaba entonces cuarenta y una provincias, en las seis asistencias de que se componía. Estas asistencias eran las de Italia, Portugal, España, Francia, Alemania y Polonia. Contábanse en ella 24 casas profesas, 669 colegios, 61 noviciados, 340 residencias, 171 seminarios, y 273 casas. Existían 22.589 jesuitas, de los cuales 11.293 sacerdotes. Sin reposo y sin recompensa alguna se consagraban a la salud de las almas, y celebraban los Santos Misterios en las 1.542 iglesias que poseían. Así acabó esta Compañía, aprobada y confirmada por diez y nueve pontífices, unánimemente alabada por los treinta papas que desde su nacimiento presidieron a los trabajos de la Santa Sede, comprendiendo entre estos papas el mismo que destruyó el instituto; honrada con las alabanzas de los más célebres cardenales, alentada y tiernamente amada por los santos que vivieron en su tiempo… Vivió, como había nacido, en 1540, época en que fue aprobada por Paulo III, en medio de las perpetuas calumnias de los herejes, entre las contradicciones constantes de los católicos de mala conducta; tuvo por recompensa el amor y la cordialidad de los hombres de bien en el trascurso de doscientos treinta y tres años. Durante este tiempo dio nueve santos a los altares… al mundo un número infinito de hombres de letras, que han enriquecido las bibliotecas con obras inmortales.{25}» Este escritor es como el eco de todos los adictos a la institución.

Tal fue el famoso breve de Clemente XIV, por unos calificado como «modelo de argumentación vigorosa y de santa doctrina,» por otros como dechado de «meditada iniquidad,{26}» según la opuesta y encontrada manera de ver cada uno esta ruidosa cuestión. La providencia se ejecutó en Roma por los delegados pontificios, que fueron los cardenales Corsini, Caraffa, Marefoschi, Zelada y Casales, a los cuales fueron agregados Alfani y Macedonio. El general de los jesuitas, Ricci, con sus asistentes y algunos otros padres fueron llevados primeramente al Colegio de los ingleses y a otros establecimientos, y conducidos más tarde al castillo de Sant-Angelo, para estar a las declaraciones que se les tomaran. En todas partes se dio cumplimiento al breve: siendo de notar que solo le desobedecieran, declarándose protectores de los jesuitas, dos soberanos, el uno cismático y el otro protestante, Catalina de Rusia y Federico II de Prusia: con alguna repugnancia lo hicieron Polonia y los viejos Cantones suizos; y en Lucerna, Friburgo, Colonia y Soleure les permitieron permanecer en sus colegios, aunque secularizados. Las potencias católicas le obedecieron todas; las que habían solicitado la supresión la celebraron como un triunfo, fueron devueltos a la Santa Sede Benevento y Aviñón, y Carlos III de España premió a don José Moñino con el título de conde de Floridablanca{27}.

Ni se puede, ni hay para que negar que una buena parte del clero recibió con repugnancia el breve de extinción, y alguna se negó a admitirle, mientras otros obispos le aplaudían y recomendaban su observancia en sus pastorales. En el número de estos últimos se contaron muchos prelados españoles de uno y otro hemisferio. En el de los primeros figura principalmente el clero francés y el arzobispo de París. Este prelado dirigió al pontífice una carta (24 de abril, 1774), escrita en términos bastantes fuertes, en que después de manifestarle haber conferenciado con su clero y meditado maduramente el negocio, declaraba no poder admitir el breve, y que no se atrevería a proponerlo a su clero. Daba para ello dos principales razones; la una, que le consideraba como el juicio privado y personal de un pontífice, la otra, que le miraba como contrario a las prerrogativas, inmunidades, privilegios y libertades de la Iglesia galicana{28}.

Desde antes de la publicación del breve, pero mucho más después, comenzáronse a fingir profecías y vaticinios, y fatídicos agüeros sobre la muerte súbita y terrible que había de tener Clemente XIV y sobre la que aguardaba a los reyes de España y Portugal. Una de estas fanáticas pitonisas, llamaba Bernardina Renzi, fue cogida y reducida a prisión; y dos jesuitas, los padres Coltraro y Venissa, que con su confesor eran los que propalaban las siniestras predicciones de la monja de Valentano, fueron también encerrados en el castillo de Sant-Angelo.

Esparciéronse igualmente especies terroríficas sobre los remordimientos que se decía agitaban al pontífice, y alteraban lastimosamente su salud: que al firmar el breve había exclamado: «Questa suppressione mi dará la morte!» que después se le oía gritar en su cámara: «Compulsus feci, compulsus feci!:» que andaba y vivía como desatentado: que a veces se le oía pronunciar entre sollozos: «No hay remedio, estoy condenado, el infierno es mi morada!» Y hay quien ha escrito muy seriamente: «El papa moría loco.{29}» Y todo esto cuando se sabe de un modo auténtico, y casi por días, todo lo que hizo Clemente XIV desde aquella fecha, todo en contradicción con semejantes especies; que a fines de 1773 su salud era buena, y nada melancólico su humor; que a principios de 1774 iba a su antiguo convento de los Santos Apóstoles a entonar el Te-Deum en acción de gracias de haberle devuelto Nápoles y Francia Benevento y Aviñón; que al día siguiente llevaba dentro de su carruaje a los dos cardenales ministros de aquellos reinos, en tanto que seguía guardando en Sant-Angelo al general de la extinguida Compañía y sus asistentes, señales poco significativas de zozobra ni de arrepentimiento; que en la primavera del mismo año continuaba dando audiencias confidenciales a Floridablanca, celebrando el sacrificio de la misa diariamente, haciendo las funciones de Semana Santa, y marchando a caballo en la cabalgata de la Anunciata, sufriendo un fuerte aguacero que sobrevino, sin querer ni entrar en el coche ni retirarse, por más que lo hiciesen varios prelados de los que le acompañaban: pruebas inequívocas de ser entonces su salud robusta: y por último, que en junio (1774) mostró gran regocijo por el acto de la entrega de Aviñón{30}.

Solo en agosto comenzó a notarse que su salud decaía visiblemente, y desde entonces se fueron agravando sus males, bien que con cortos intervalos de alivio o mejoría, en los cuales aun recibía despachos y dictaba providencias, hasta el 10 de setiembre, en que dando su paseo de costumbre en Villa-Patrici sintiose tan indispuesto que hubo que retirarle de prisa a su palacio. Continuó agravándose hasta el 21, en que recibió con ejemplar religiosidad los sacramentos de la Iglesia, y la mañana del 22 (setiembre 1774) pasó a mejor vida a los 69 años de edad, y a los cinco de un pontificado inquieto y afanoso{31}.

A su vez los enemigos de los jesuitas supusieron para acabar de desacreditar a estos religiosos, que la muerte de este pontífice había sido producida por un envenenamiento de que no vacilaron en hacerlos autores. Estamos convencidos de que semejante imputación fue una de las invenciones a que desgraciadamente suele apelar con frecuencia el espíritu de partido, y no dudamos en calificar la especie de maliciosa fábula fraguada por los anti-jesuitas, como lo fueron a nuestro juicio las que los amigos y apasionados de éstos fabricaron sobre los remordimientos de que le supusieron atormentado, y los deliquios que dicen le producían. El testimonio de los médicos, uno de ellos del palacio apostólico, que certificaron sobre las causas de su muerte, no deja duda de que ésta fue natural, y disipa toda sospecha de envenenamiento. El cardenal de Bernis, uno de los que con su habitual ligereza contribuyeron más a propagar este rumor, confesó después no haberlo creído él mismo{32}. Y el padre Marzoni, general de los franciscanos, que no se separó del pontífice durante su larga agonía, y a quien dijo haber confiado el moribundo que creía morir emponzoñado, hizo una declaración escrita y jurada, afirmando no haberle hecho Clemente XIV semejante confianza.

Influyó en que algunos dieran fe a aquella fábula o a aquella sospecha la circunstancia de la rápida putrefacción que sufrió el cadáver del pontífice, en términos de no haber podido tenerle expuesto los tres días de costumbre. Pero también convienen todos en que hacía en aquellos días en Roma un calor abrasador, y que soplaba un viento meridional que allí es sabido hace tal impresión que disuelve los cadáveres aun embalsamados.

Lo que creemos más cierto, es que aquellos proféticos y lúgubres vaticinios sobre su salud y sobre la proximidad de su muerte, hechos y divulgados con la intención y fin de atormentar su espíritu, las cartas, escritos y libelos que con tal propósito se esparcían, no dejaron de influir en su imaginación, y de inspirarle temores y aprensiones, temores que procuraban desvanecerle las personas que le rodeaban, aconsejándole mirase con absoluto desprecio semejantes ardides, puestos en juego por sus enemigos con el siniestro designio de mortificarle{33}.

El 15 de febrero de 1775 era elevado a la silla pontificia el cardenal Angel Braschi con el nombre de Pío VI.




{1} La corte de Roma, dice a este propósito el conde de Fernán Núñez, exasperada entonces contra los príncipes de la casa de Borbón por la expulsión de los jesuitas, halló una ocasión de descargar sus iras contra la corte de Parma, a quien, como la más débil, tocó la suerte ordinaria de las que lo son, la de pagar por los otros. Compendio histórico, cap. 2.º

{2} En 11 secciones se dividió el Juicio Imparcial. En la 4.ª se trata de la sujeción de los eclesiásticos a los reyes y a las autoridades civiles en todo lo temporal: en la 2.ª de la soberanía temporal del papa en los Estados llamados de la Iglesia, pero no en los ducados de Parma: en la 3.ª y siguientes se prueba que los decretos del gran duque se referían a negocios temporales: trata la 10.ª del abuso de las censuras en cuanto pueden lastimar los derechos de los príncipes y la obediencia de los vasallos: y por último la 14.ª demuestra la legítima resistencia de los soberanos a tales censuras, por nulas y por perturbativas de su dominio y soberanía.– Imprimiose este documento en 1768, en la oficina de Ibarra.

Además, en la circular que se pasó, vista en Consejo pleno, para que se recogiesen los ejemplares del monitorio, se probaba detenidamente que la bula In cœna Domini en que se fundaban aquellas censuras nunca había sido admitida ni reconocida en España, antes bien había sido constantemente protestada y rechazada desde el emperador Carlos V que comenzó en 1551 por castigar al impresor que había intentado imprimirla en Zaragoza, y después su hijo Felipe II, y tras él sus sucesores de la casa de Austria, y lo mismo los dos primeros Borbones, todos habían tenido ocasión de protestar contra dicha bula (citando las fechas y los casos), como atentatoria a la autoridad independiente de los soberanos en lo temporal.– Sánchez, Colección de pragmáticas, reales cédulas, &c.– En otra ocasión hemos dicho que todo lo relativo a la famosa bula de la Cena puede verse en la Historia legal de ella que escribió y público don Juan Luis López, y que corre impresa.

{3} El texto de esta memoria nos confirma en la opinión que en el anterior capítulo emitimos acerca de las causas en que nosotros creemos fundó el Consejo la necesidad y la conveniencia de la expulsión de los jesuitas en España, puesto que al pedir la extinción absoluta de la Compañía era la ocasión de alegar todas las causas y razones que para ello encontrase y tuviese, y no vemos que se presentaran otras que las que antes nosotros hemos enumerado.

{4} Ravignan, Clemente XIII y Clemente XIV, cap. 6.º–Novaes, Historia de los romanos pontífices.

{5} En una segunda lista enviada de España se hacía la siguiente curiosa clasificación.

Cardenales que pueden ser electos: Sersale, Malvezzi, Cavalchini, Nerio Corsini, Conti, Ganganelli, Parelli, Branciforte, Negroni, Caraccioli, Andrés Corsini: –Subsidiario, Stoppani.

Indiferentes.– Pallavicini, Canali, Guglielmi, Yorck, Pamphili.

Vitandos.– Oddi, de Rossi, Pozzobonelli, Serbelloni, Durini, Lante, Calini, Veterani, Molino, Priuli, delle Lanze, Spinola, Borromeo, Marco Antonio Colonna.

Que conviene excluir.– Torrigiani, Boschi, Castelli, Buonacorsi, Chigi, Fantuzzi, Buffalini, Rezzonico, Alejandro Albani, F. F. Albani.

Estas noticias que damos, y otros muchos pormenores que por parecernos menos interesantes omitimos, se encuentran en la correspondencia diplomática y despachos oficiales de los ministros de cada corte a sus embajadores, en los billetes y cartas de los mismos cardenales, y en otros documentos del archivo de Simancas, donde se hallan muchos relativos a este cónclave; además de lo que leemos en la Historia religiosa, política y literaria de la Compañía de Jesús, y en la de Clemente XIV y los Jesuitas, de Crétineau-Joly, en la Historia del pontificado de Clemente XIV de Theiner, en la titulada: Clemente XIII y Clemente XIV del P. Ravignan, y en las demás impresas, teniendo presente el espíritu de sus autores, y cotejándolas con los documentos que para nosotros tienen el carácter de auténticos.

{6} Crétineau-Joly afirma además, que después de las expresiones citadas expresaba Ganganelli «su deseo de que el futuro papa se esforzara cuanto estuviera a su alcance por realizar lo que pedían las coronas.» Para cuya aserción se refiere a la carta o billete, que supone vio Saint-Priest el año 1844, y que dice pudo tomar de los archivos de España, donde por sus relaciones diplomáticas pudo introducirse. Y apurado por el P. Agustín Theiner, que no cree en la existencia de este documento, dice que si la corte romana conviene en que se de latitud a este debate, con su anuencia no le será imposible completar las revelaciones que indica podría hacer sobre este asunto. El señor Ferrer del Río niega, a pesar de esta protesta, que semejante documento, que constituya pacto entre Carlos III y Ganganelli, exista ni haya existido en los archivos españoles. Por nuestra parte confesamos también no haberle podido encontrar, a pesar de las investigaciones que para ello hemos practicado. Prontos estamos a convencernos del aserto del escritor francés, si de las revelaciones que pueda hacer resultase prueba auténtica de lo que asegura. Entretanto nos limitamos a lo que decimos en el texto.

{7} Constan estas y otras circunstancias de lo que pasó durante el cónclave de la correspondencia de Azpuru con el ministro Grimaldi, de los billetes pasados por el cardenal Solís al auditor español, de las cartas de don Nicolás Azara al ministro Roda, de las del cardenal Bernis a Choiseul, de las de Aubeterre al mismo ministro, &c.

{8} Ganganelli nació en San-Arcángelo en octubre de 1705; entró joven en la orden religiosa de San Francisco, en la que pasó largos años dedicado al estudio y al ejercicio de las virtudes sacerdotales. Era ingenioso, amable, literato y artista: bajo su sayal ocultaba una de aquellas almas cándidas de que se puede fácilmente abusar haciéndolas entrever al fin de sus concesiones la ventaja de la Iglesia y la felicidad del mundo. Por uno de aquellos presentimientos que a veces se apoderan con tanta viveza de las imaginaciones romanas, le había más de una vez acariciado en la soledad del convento de los Doce Apóstoles la idea de que había de ser llamado a renovar la historia de Sixto V. Pobre como él, franciscano como él, se imaginó que la tiara había de ceñir sus sienes. Este pensamiento secreto le guió en los principales actos de su vida; intentaba olvidarle, y cada paso que daba le volvía a llevar sin advertirlo a este último móvil de sus pensamientos.

Crétineau-Joly, que hace de él este retrato, cuenta, que siendo Ganganelli profesor en el convento de San Buenaventura de Roma, defendiendo unas conclusiones teológicas (que según otro historiador dedicó al P. Retz, general de los jesuitas), dirigiéndose a los padres de la Compañía, y después de citar los sabios que el instituto había producido en cada ciencia, exclamó: «Do quiera que vuelva la vista, cualquier ramo de las ciencias que recorra, encuentro padres de la Compañía que se han hecho célebres en ellas.» Añade que debió la purpura a las recomendaciones de los jesuitas, principalmente del general Ricci.

«Ganganelli, dice el moderno historiador de Carlos III, rehusó dos veces el generalato de su orden religiosa. Profundo en la sabiduría, sin afectación en la modestia, puro en las costumbres, festivo y obsequioso en el trato, conciliador por naturaleza, ilustraba a las congregaciones cardenalicias de que era individuo, exponía mansamente sus ideas para persuadir y no exasperar al contrario, gozaba una reputación sin mancilla, era querido y admirado por los personajes ilustres que solían visitar su celda…»– Ferrer del Río, Reinado de Carlos III, lib. III, c. 2.º– Con estas prendas no eran incompatibles sus anteriores ideas, ni las aspiraciones que el otro historiador le atribuye, y que éste no niega, sin otra diferencia que la de indicar este último habérselas despertado ciertos vaticinios de varones que vivieron en olor de Santidad.

Sobre su carácter y antecedentes pueden consultarse Novaes, Saint-Priest, Artaud de Montor y otros.

{9} Crétineau-Joly inserta dos largos trozos de este despacho en el cap. V del tomo V de la Historia de los jesuitas.

{10} Fueron estos los arzobispos de Tarragona y Granada, don Juan Lario y don Pedro Antonio Barroeta; y los obispos, de Málaga, don José Laso de Castilla; de Cádiz, Fr. Tomás del Valle; de Guadix, don Francisco Alejandro Bocanegra; de Ciudad-Rodrigo, don Cayetano Cuadrillero; de Oviedo, don Agustín González Pisador; de Santander, don Francisco Laso Santos; de Cuenca, don Isidro Carvajal y Lancaster; de Coria, don Juan José García Álvaro; de Teruel, don Francisco Rodríguez Chico; de Huesca, don Antonio Sánchez Sardinero; de Lérida, don Manuel Macías Pedrejón; de Urgel, don Francisco Fernández de Játiva.

{11} Fueron estos, el arzobispo de Toledo, don Luis de Córdoba; el de Sevilla, don Francisco Solís de Cardona; el de Burgos, don José Javier Ramírez de Arellano; el de Santiago, don Bartolomé Rajón y Losada; el de Zaragoza, don Juan Sáenz de Buruaga; el patriarca de las Indias, don Ventura La Cerda y San Carlos; y los obispos, de Tebas, Fr. Joaquín Eleta, confesor del rey; de Barcelona, don José Climent; de Segovia, don José Martínez Escalzo; de Zamora, don Antonio Jorge y Galván; de Valladolid, don Manuel Rubín de Celis; de Mondoñedo, don José Losada y Quiroga; de Sigüenza, don Francisco Delgado; de Calahorra, don Juan Luermo Pinto; de Jaca, don Pascual López; de Lugo, Fr. Francisco Armañá; de Badajoz, don Manuel Pérez Minayo; de Segorbe, Fr. Blas Arganda; de Córdoba, don Martín Barrios; de Osma, don Bernardo Calderón; de Tortosa, don Bernardo Velarde; de Plasencia, don José González Laso; de Vich, Fr. Bartolomé Sarmentero; de Astorga, don Juan Merino y Lumbreras; de Gerona, don Manuel Antonio Palmero; de Orense, Fr. Francisco Galindo; de Salamanca, don Felipe Beltrán; de Tarazona, don José Laplana; de Orihuela, don José Thormo; de Albarracín, don José Molina; de Solsona, Fr. José de Mezquía; de Ceuta, don Antonio Gómez de la Torre; de Valencia, el obispo auxiliar; de Mallorca, don Francisco Garrido de la Vega; de Canarias, Fr. Juan Bautista Servera.– No se recibieron los informes de los de Ávila y León, don Miguel Fernando Merino y don Pascual de los Herreros.

{12} Carta de S. S. al monarca español, de 28 de junio de 1770.– A ella contestó el rey en 17 de julio, que nunca había desconfiado de su sinceridad y constancia, y que continuaba fiando en su oferta, si bien el público extrañaba ya la dilación, y hacía sobre ello juicios y comentarios diversos, por lo cual le volvía a suplicar procurara desengañarle a la mayor brevedad que le fuese posible.

{13} «Los jesuitas saben que se solicita su abolición, escribía de Roma el P. Garnier; pero el papa guarda un secreto impenetrable. No ve más que a sus enemigos. Ni cardenales ni prelados son llamados a palacio, ni se acercan a él sino para las funciones públicas.»– Y todos convienen en que sus dos únicos confidentes eran el P. Buontempi y el P. Francisco, ambos religiosos del convento de los Doce Apóstoles.

{14} Carta de Carlos III a Tanucci, de 24 de marzo de 1772.

{15} Primer despacho de Moñino al ministro Grimaldi, 16 de julio, 1772.

{16} De esta manera lo interpreta Saint-Priest en su Historia de la caída de los jesuitas, y de él lo tomó Crétineau-Joly en la suya de la Compañía de Jesús. Lo que nos induce a creer que el hecho no tuvo tal significación es la manera sencilla como lo cuenta Moñino en su despacho, único documento que citan estos mismos escritores.

Bien que Crétineau se muestra tan apasionado, que a poco de referir este hecho a su manera no tiene reparo en añadir, que «Floridablanca (así le llama ya) parecía aplastar al papa con toda su fuerza física: que implacable como la fatalidad, perseguía a su víctima hurtándole todas las vueltas, y no concediéndole ningún reposo. Leyendo, prosigue, esta persecución inaudita, estudiándola en sus detalles más minuciosos, no hay que buscar quién fue el asesino de Clemente XIV, si le hubo. Ganganelli no murió con el veneno de los jesuitas: le mataron las violencias de Floridablanca.»– No sabemos cómo pueda un escritor descubrir más su apasionamiento.

{17} Además escribía reservadamente al ministro Grimaldi, quejándose del papel que allí se veía precisado a hacer, parecido al de los gatuelos que limpian las bolsas, tentar para conocer si los sienten.» «¡Terrible trabajo, añadía, para un hombre de bien!»– Carta confidencial de la propia fecha.

{18} Al dar cuenta Crétineau-Joly, de esta conferencia, dice, que habiendo conjurado el representante español al pontífice que no pusiera al rey su amo en el caso de aprobar el proyecto de otras cortes de suprimir todas las órdenes religiosas, le contestó el papa: «¡Ah! ¡ya lo veo hace tiempo! a eso se quiere venir. Se pretende más todavía; la ruina de la religión católica, el cisma, la herejía acaso; he aquí el pensamiento secreto de los príncipes.»– Ni tal contestación se infiere del despacho de Moñino, ni es absolutamente verosímil, porque Moñino que a la menor expresión del papa que indicara disposición a contrariar su objeto amenazaba con retirarse a encomendar la solución del negocio a su soberano y a los demás monarcas, de seguro no habría sufrido frases que tan directamente lastimaban, y aun calumniaban sus sentimientos católicos.

{19} Despacho de Moñino a Grimaldi de 3 de diciembre, 1772.

{20} De una parte de ella pudo don José Moñino sacar copia y enviarla a Madrid para que se enterara S. M., y del resto envió un extracto por no haber tenido tiempo para más.– Despacho de Moñino al ministro Grimaldi, de 7 de enero, 1773.

{21} He aquí cómo explica el panegirista de la Compañía de Jesús, Crétineau-Joly, esta respuesta de la soberana de Austria. «De todos los príncipes católicos (dice) que entonces tenían una preponderancia real en Europa, María Teresa de Austria era la única que se oponía eficazmente a los deseos de Carlos III y al voto más ansiado de los enciclopedistas. El rey de Cerdeña, la Polonia, los electores de Baviera, de Tréveris, de Colonia, de Maguncia, el elector Palatino, los Cantones Suizos, Venecia y la república de Génova se unían a la corte de Viena para oponerse a la destrucción de la Compañía. Carlos III se hizo cerca de María Teresa el intérprete de sus tormentos, y la suplicó le concediese está satisfacción. El emperador José II, hijo de esta princesa, no tenía a los jesuitas ni afición ni odio, pero apetecía sus riquezas. Prometió pues decidir a su madre si le aseguraban la propiedad de los bienes de la orden. Los Borbones ratificaron este mercado, y la emperatriz cedió llorando a las ávidas importunidades de su hijo.»– Historia de la Compañía de Jesús, tomo V, cap. 5.

El abate Gregoire, en su Historia de los Confesores de los reyes, da un origen bien distinto a esta decisión de María Teresa, y es el mismo que se lee en el Catechismo dei Gesuiti.

{22} Habiéndole faltado, dice el historiador apasionado de los jesuitas, el apoyo de María Teresa, que se creyó resistiría más tiempo, «Clemente XIV no tenía ya sino bajar la cabeza, se resignó a la iniquidad.» Tales son las atrevidas frases de escritores que deberían dar ejemplo de templanza en el lenguaje, ya que en los sentimientos no la tuvieran.

{23} Cuenta Crétineau, que aquella mañana comenzaba en Gésu la novena en celebridad de la fiesta de San Ignacio; que oyendo el pontífice tocar las campanas a vuelo preguntó el motivo, y como le informasen de lo que era, dice que replicó en tono triste: «Ah! os equivocáis; no es por los santos por lo que se toca en Gésu, sino por los muertos.» No podemos responder de la exactitud de la anécdota.

{24} Continuación del Bulario Romano, 1841, tomo III.

{25} Artaud de Montor, Historia de los soberanos pontífices, tomo VII.

{26} Es lo singular que el fogoso defensor de los jesuitas Crétineau-Joly, después de haber llamado iniquidad a este acto de Clemente XIV dos veces en una misma página (tomo V, pág. 353), a las pocas páginas (en la 376 del mismo tomo y capítulo) dice muy seriamente: «Llenos de respeto hacia la autoridad pontificia, nos abstenemos de juzgar un acto emanado de la silla apostólica

{27} No comprendemos en que pueda fundarse Crétineau-Joly para decir que el rey de España miró como insuficiente el breve, siendo así que comprendía todo lo que su ministro había solicitado en su nombre, y que se había hecho a gusto suyo y con su entero conocimiento.– Bien que este escritor a cada paso parece olvidarse en la línea siguiente de lo que acaba de estampar en la anterior. Dice, por ejemplo: «El decreto pontifical no satisfacía ni las amistades ni los odios católicos.» (Tomo V, pág. 391). Y en la línea siguiente prosigue: «El papa tuvo la desgracia de ser alabado por Pombal y por los filósofos, y de hacerse un grande hombre para los calvinistas de Holanda y los jansenistas de Utrecht, que batieron una medalla en su honor, y que al saber Ganganelli la alegría de los enemigos de la religión comprendió toda la extensión de su error.» Pues si lo celebraron los enemigos de la religión, los jansenistas, los calvinistas y los filósofos, ¿cómo no satisfizo el breve los odios católicos?– Acaba de estampar que los jesuitas no poseían riquezas, y a renglón seguido dice: «José II de Austria se apoderó de los cincuenta millones de bienes que poseían los jesuitas en aquel Estado.» (página 390).– Solo puede comprenderse esto en un escritor que al tiempo que dice que los calvinistas se regocijaron con el breve, apela para censurar el breve al testimonio del protestante Schœl.

{28} «Illud aperte dicere debemus; Nos nunquam adductum iri ut hic Decretum admitamus, quod judicamus ejus esse natura, ut Ecclesiæ Gallicanæ prærogativas, inmunitates, privilegia, libertatem evertat. Ad me quod attinet,, certe non auderem Clerum hortari eique auctor esse ut illud admitteret… Præterquam quod, Beatissime Pater, Breve istud diligenter perpendentes, in eo non quidem veræ Apostólicæ Constitutionis superius oraculum agnoscimus, sed tantum singulare quoddam privatumque judicium, in quo Sanctæ Sedi minime sunt honori rationes et causæ a quibus hujusmodi Breve profectum est…»

No podemos dejar de observar, que Crétineau-Joly, defensor acérrimo de los jesuitas, copia (traducida) casi toda esta carta del arzobispo de París, contraria al breve, pero no dice una sola palabra de los escritos de otros prelados que le recomendaban y encomiaban. Ferrer del Río, defensor acérrimo de las medidas de Carlos III y de Clemente XIV contra los jesuitas, copia párrafos de las pastorales de los obispos de Lugo y de Córdoba de Tucumán en que aplaudían la extinción de aquellos religiosos, y no menciona siquiera esta notable carta del arzobispo de París tan contraria a aquel decreto, y que no dudamos conocería, a juzgar por las largas y exquisitas investigaciones que muestra haber hecho sobre esta materia.

{29} Crétineau-Joly, que en su fogoso apasionamiento estampa en la misma página (339 del tomo V.): «El embajador español fue el verdugo del hombre; el remordimiento acabó al pontífice.» No hay nada comparable a esta audacia de escribir.

{30} Consta todo esto de cartas y despachos de Floridablanca a Grimaldi, de Bernis a Aiguillon, de Azara a Roda, y de otros muchos documentos.

{31} Los mismos que le pintan como loco y fuera de sí desde que firmó el breve, confiesan que vivió y murió ejemplarmente. «En aquel momento supremo, dice uno de ellos, recobró la plenitud de su inteligencia, y expiró santamente, como siempre habría vivido, si no hubiera puesto un deseo de iniquidad entre su ambición y el trono.»

Pero este escritor atribuye tan cristiana muerte a un hecho cuya apreciación dejamos al buen juicio de nuestros lectores. Dice que consta en el proceso de canonización de San Alfonso Ligorio, que hallándose este obispo en Arienzo, le acometió el 21 de setiembre una especie de ataque de epilepsia, de cuyas resultas estuvo dos días inmóvil y como en profundo sueño, y cuando despertó preguntó a sus sirvientes: «¿Qué hay de nuevo?»– Y ellos le contestaron. «Lo que hay, señor, es que hace dos días que ni habláis, ni coméis, ni habéis dado hasta ahora señales de vida.»– A lo que él repuso. «Pues sabed que no he estado dormido, sino que he ido a asistir en sus últimos momentos al papa, que ya ha muerto a estas horas.» Es decir que Dios envió el espíritu de San Alfonso Ligorio, mientras su cuerpo permanecía inmóvil en Arienzo, para que fuera a dar una buena muerte a Clemente XIV.– «Semejantes especies, dice a este propósito con razón un historiador de nuestros días, no caben dentro de la historia.»

{32} Así lo afirma Beccatini, en su Storia di Pio VI.– Camellieri, en la Storia de solemni possessi dei Summi Pontifice, confirma lo que decimos de haber sido la muerte natural.– El conde de Gorani en las Memorias secretas y críticas de las Cortes y de los gobiernos de Italia, desecha también con desdén la especie del envenenamiento.

Lo mismo hace Artaud de Montor, citando los testimonios del facultativo Nannoni, y de los arcedianos Salicci y Adinolfi, que asistieron al reconocimiento del cadáver.

{33} Poseemos multitud de interesantes documentos relativos, así a la expulsión de la Compañía de los reinos de Portugal, Francia y España, como a la historia de su total extinción por la Santa Sede, con cuya inserción no hemos querido sobrecargar estos capítulos, ya de por sí harto extensos. Sin embargo, acaso demos a conocer algunos de ellos más adelante.