Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro VIII Reinado de Carlos III

Capítulo XIX
Administración económica y civil
Instrucción para la Junta de Estado
De 1769 a 1787

Los ministros Múzquiz y Lerena.– Influencia de Floridablanca.– Rebaja en los derechos de alcabalas y cientos.– Establecimiento de la contribución de frutos civiles.– Simplificación de los impuestos.– Reglas para la provisión de obispados y prebendas.– Pensamientos sobre el arreglo del clero.– Administración de justicia.– Reglamento para la promoción de corregidores y jueces letrados.– Consejos y cámaras.– Censo de población.– La Junta de Estado.– Su origen y objetos.– Su utilidad.– Célebre Instrucción reservada para gobierno de la Junta.– Máximas y principios que contenía para todos los ramos de la administración pública.– Plan general de gobierno.– Política exterior.– Fíjanse las relaciones que convenía tuviese España con cada una de las potencias extranjeras.– La Santa Sede.– La Italia.– Francia.– Cambio notable de política respecto al Pacto de Familia.– Inglaterra.– Desconfianza de aquel gobierno.– Gibraltar.– Alemania.– Portugal.– Proyectos de Rusia y de Alemania sobre Turquía.– Previsión admirable de Carlos III sobre estos planes.– Conducta que convenía observar con la Puerta Otomana.– Ideas sobre los Estados-Unidos de América.– El Asia y la India Oriental.– Merecido elogio de esta célebre Instrucción.– Ídem de su autor el conde de Floridablanca.
 

Notables fueron también las reformas administrativas que se hicieron en materias económicas, y en todo lo relativo a impuestos y contribuciones, a sueldos y gastos públicos, así en el tiempo que el ministerio de Hacienda estuvo a cargo de don Miguel de Múzquiz, conde de Gausa, como en el de su sucesor don Pedro de Lerena. Aunque el conde de Floridablanca no desempeñó este ministerio ni en una ni en otra época, en la una y en la otra tuvo una influencia directa y grande en todas las medidas trascendentales de hacienda, y solía ser el autor de los proyectos y el que evacuaba las consultas y dictámenes. Nacía esto de tres principales causas: el poderoso ascendiente que le daban su gran talento y sus conocimientos generales; la confianza que le dispensaba el monarca y con que solía acoger sus pensamientos y planes, y el carácter y las circunstancias de aquellos dos ministros, ambos deferentes a sus consejos e insinuaciones. Hombre capaz, experimentado, celoso y probo el de Gausa, pero un tanto pusilánime, o por lo menos sin aquella energía y resolución que se necesitaba para arrostrar y vencer las dificultades y conflictos en que más de una vez tuvo que verse, solo salía de ellos a fuerza de animarle y alentarle su compañero el de Floridablanca: y aún así sufrió mil congojas y angustias durante el difícil período que produjo la necesidad de la creación de vales y de la erección del Banco{1}. Y su sucesor don Pedro-López de Lerena, hombre también de muy claro talento, debía toda su carrera y su elevación a la protección de Floridablanca, desde amanuense suyo que había sido hasta hacerle su compañero de ministerio{2}. Con estos antecedentes no parecerá extraño a nadie la intervención activa que tuvo Floridablanca en las reformas rentísticas que se hicieron durante las administraciones de aquellos dos ministros.

Siempre pensando en el alivio de las cargas públicas y en su más equitativa distribución, hasta donde permitieran las atenciones indispensables del servicio, se eximió a los fabricantes del enorme derecho de alcabala y cientos para todo lo que vendiesen al pié de fábrica, y se rebajó y redujo a un dos por ciento el de lo que llevaran a vender a otras partes. En general la rebaja que se hizo en los derechos de alcabalas y cientos en las especies sujetas a la contribución de millones, fue, desde el catorce por ciento que antes rigurosamente se exigía, hasta el ocho en los pueblos de las Andalucías, y hasta el cinco en los de Castilla; y aun hubo pensamiento y se manifestó deseo, aunque no pudo realizarse, de extinguir del todo aquella odiosa contribución. El alivio sin embargo fue grande, especialmente para las clases pobres, a las cuales se disminuyó además notablemente el derecho de millones en las especies de carnes, vino, vinagre y aceite, y se las relevó enteramente del de la venta de pan en grano, innovando en esto la ley.

En equivalencia de tantas bajas y de tan notables alivios, y para llenar en parte el vacío que el erario experimentaba, se estableció la contribución llamada frutos civiles (1785), que consistía en un cinco por ciento sobre los frutos, réditos o rentas civiles; impuesto que no dejó de ser, aunque importante, criticado y censurado por algunos, o como nuevo, o como gravoso. Ni lo uno ni lo otro era: pues, como decía el ministro de Estado al monarca: «Si en las demás especies, frutos e industrias, de que provienen los arrendamientos, imposiciones o frutos llamados civiles, dejan de contribuir los fabricantes, artesanos, labradores y mercaderes el todo o la mayor parte por la enorme rebaja de un doce, un once, o un diez por ciento, hasta el dos, o tres, o cuatro a que ha reducido V. M. la alcabala desde el catorce, ¿será rigor que por equivalente contribuya el propietario con un cinco de su renta, ya que ésta precisamente ha de recibir aumento con el alivio del colono, fabricante, artesano o mercader, y que el mismo propietario ha de gozar de este alivio en las compras que haga de éstos para su consumo? ¿Será contribución nueva que en lugar de un catorce por ciento de alcabala que pudiera exigir V. M., cobre solamente un siete, un ocho, un nueve o un diez, distribuyendo este derecho entre propietarios verdaderos, y consumidores pobres y ricos, con proporción a sus haberes y posibilidades? Pues a esto se reduce todo el grito sobre que es nueva contribución la de los frutos civiles: de modo que unidos el cinco por ciento de ellos al dos, al tres, al cuatro, al cinco, y aun al siete que se recarga en las pocas rentas que se hacen de heredades y yerbas, nunca llega al catorce que V. M. podía exigir de todos, y queda en la mayor parte de frutos e industrias reducida esta contribución, si se reúne a su total, y se prorratea, a un seis, o cuando más a un siete, dividido entre propietarios y colonos, ricos y pobres, aunque con más alivio de éstos, como es razón, porque carecen de bienes, y ponen todo el trabajo.{3}»

Y en la célebre Instrucción reservada para la Junta de Estado (1787), que indicamos en otro lugar, se decía en boca del rey: «No hago a la Junta particular encargo sobre lo que hasta ahora se ha denominado única contribución, porque con los reglamentos vigentes y las enmiendas hechas, y otras que mostrará la experiencia, vendrán poco a poco a simplificarse los tributos, de modo que se reduzcan a un método sencillo de contribuir, único y universal en las provincias de Castilla, que es a lo más que se puede aspirar en esta materia.{4}» En efecto, después de muchos ensayos y no pocos gastos se abandonó el proyecto de la única contribución, y se creyó que se podrían simplificar los impuestos y reducirlos a una equitativa proporción, dividiendo los contribuyentes en seis clases, a saber: 1.ª propietarios de todo género de bienes raíces; que pagarían un cinco por ciento de las rentas por frutos civiles: 2.ª colonos o arrendadores de bienes raíces; a quienes se impondría un dos o tres sobre la cuota de su arrendamiento, considerado como regla del producto que sacaban del efecto arrendado, librándolos de alcabalas por los de sus cosechas: 3.ª fabricantes y artesanos; a quienes no convendría gravar con otros tributos que los cargados a los consumos y ventas de efectos en los puestos públicos: 4.ª comerciantes; a éstos se les exigiría un seis u ocho por ciento, en vez de la alcabala, a la entrada de los géneros en los pueblos de su residencia: 5.ª empleados, abogados, escribanos, médicos, &c.; tampoco se les gravaría sino con los derechos de consumos, como a los fabricantes y artesanos: 6.ª exentos. De todos modos, era un sistema, por cuyo medio u otro semejante se discurría la manera de simplificar las contribuciones en todas las clases del Estado, y formar para cada una un método claro, sencillo y uniforme{5}.

Por el ministerio de Gracia y Justicia se dictaron y tomaron también importantísimas providencias para el arreglo y organización de los dos grandes ramos pertenecientes a aquel departamento, el clero y los tribunales civiles. El real decreto (24 de setiembre, de 1784) sobre el modo de proveer los obispados, prebendas y demás beneficios eclesiásticos, a fin de que se atendiera siempre y se diera la justa preferencia a los eclesiásticos más doctos y virtuosos, y a los párrocos más celosos e instruidos, más ancianos y experimentados, y que hubieran hecho más servicios a la Iglesia y a los pueblos, fue una de aquellas medidas que honran más un reinado, y que bien observadas hubieran podido dar más fruto espiritual y temporal al reino. Cuidose muy principalmente de exigir condiciones y cualidades legales y científicas a los que hubieran de ejercer jurisdicción externa y contenciosa. Había sido antes práctica abusiva que los obispos nombraran los jueces, provisores y vicarios generales, sin la aprobación del rey, y aun sin su conocimiento. Carlos III, en uso de su derecho de patronato sobre todas la iglesias de España, no solo prescribió los requisitos que hubieran de adornar a los que obtuviesen tales empleos, sino que exigió se le diese noticia por medio de la Cámara para su aprobación, a fin de evitar que fuesen nombrados o los que careciesen de la ciencia necesaria, o los que profesaran máximas contrarias a las regalías de la corona, o por otras circunstancias fuesen inconvenientes o peligrosos.

La división de obispados en territorios menos extensos que los que comprendían, para que pudiera administrarse mejor el pasto espiritual; promover la ilustración del clero, hasta premiando con pensiones a los que sobresalieran en las ciencias, para que él a su vez pudiera instruir al pueblo, y hacerse amar y respetar; tener inquisidores instruidos que contribuyeran a desterrar las supersticiones en vez de fomentarlas, pero cuidando de que no usurparan las regalías de la corona, y de que con pretexto de religión no se turbara la tranquilidad pública; ir impidiendo suave y paulatinamente la amortización eclesiástica, y reformar la disciplina de los regulares de un modo más conforme a su instituto primitivo, eran las máximas que sobre estos puntos se recomendaban e inculcaban en la célebre Memoria o instrucción para la Junta de Estado, y las que esta corporación se proponía practicar{6}.

Hízose un reglamento para el método y escala en el nombramiento y promoción de corregidores y demás jueces letrados{7}: y para el mejor acierto en las elecciones y debido conocimiento del personal, se dispuso tomar tres informes reservados de otras tantas personas las más condecoradas de la provincia en que hubiera servido el corregidor o alcalde mayor, cuyos informes se asentaban y conservaban, con las demás noticias que se tuviesen de sus méritos y conducta, en un libro secreto, y estos datos se consultaban y servían para adelantarlos o atrasarlos en su carrera. Pensose también en la más oportuna división de territorios judiciales, como en la de diócesis, para la más rápida administración de justicia, y con el menor vejamen y molestia de los contendientes. Prescribiose a las chancillerías, audiencias y juzgados que remitiesen mensualmente relaciones de las causas criminales que en ellos existiesen, con la correspondiente clasificación, y distinguiendo las que continuaban en los juzgados ordinarios de las remitidas a los tribunales superiores por consulta o apelación, todo con arreglo a un formulario que se les pasó para la mayor facilidad y uniformidad de la operación. No había de tenerse en cuenta para la provisión de las varas y togas ni el linaje, ni la grandeza, ni la carrera militar, ni otras cualidades que no fuesen la ciencia, la moralidad, y la experiencia y práctica del derecho. Muchas de las reglas prescritas para los jueces de los pueblos de realengo se hicieron luego extensivas a los de señorío{8}.

Arregláronse igualmente los juzgados de la Mesta; se regularizó la distribución de los negocios en las salas de Corte, en los Consejos y Cámaras de Castilla y de Indias; se establecieron reglas para dirimir en lo posible las competencias de jurisdicción; se trató de acomodar a los tiempos presentes las ordenanzas con que se regían los Consejos, y que al principio de cada año se pronunciara un discurso, alternando en esta tarea los ministros de cada tribunal, exhortando al trabajo y a la estricta y desinteresada aplicación de las leyes; suprimiéronse privilegios y fueros perjudiciales a la igualdad de la justicia; se cortaron abusos en el ejercicio de los oficios de escribano y otros; y finalmente no se omitía medio para conseguir la pronta sustanciación y fallo de las causas, para que ni padeciese la inocencia, ni se malograra con la dilación el saludable fruto que produce el pronto castigo de los criminales y delincuentes.

Ni la administración económica, ni la civil, ni la eclesiástica, ni la de ningún ramo del Estado puede organizarse convenientemente sin una estadística de población y de riqueza, lo más aproximada que posible sea a la exactitud y a la verdad. Carlos III mandó hacer este importantísimo trabajo, casi de todo punto abandonado desde los apreciables aunque imperfectos datos que se reunieron en tiempo de Felipe II. «Para saber, decía Floridablanca en su Memoria, el número y calidad de los pueblos de esta gran monarquía, cosa que vergonzosamente se ignoraba con la debida exactitud y certidumbre, ha dispuesto V. M. la formación de un Diccionario, que se está imprimiendo, en que por el orden de alfabeto se averigua puntualmente la calidad y situación de cada pueblo, y hasta la de la menor aldea o caserío, del partido y la provincia a que pertenece, si es realengo, de señorío, de abadengo o de órdenes, y todo lo demás que conduce para que el gobierno de V. M. pueda cuidar del más infeliz y retirado vasallo, como pudiera hacerlo de los habitantes de la metrópoli y más inmediatos a su real persona.» De resultas, pues, del censo de población que se formó en 1787, se averiguó con satisfacción haber aumentado la población en su tiempo en los dominios españoles cerca de millón y medio de individuos. De los mismos datos resultó constar a la sazón la población de España de diez millones doscientos sesenta y nueve mil ciento cincuenta habitantes, de los cuales se averiguó también ser contribuyentes algunos millares más que los que hasta entonces se habían conocido.

Una de las creaciones de más utilidad e importancia, y de más trascendencia para el sistema general de una buena gobernación que se debieron al genio de Floridablanca, fue sin disputa la de la Junta de Estado, y que por lo mismo no sin razón se la denominó después Gobierno del señor rey don Carlos III. Tuvo este gran pensamiento el origen siguiente.

Solían juntarse antes los ministros, aunque sin regla ni formalidades, para tratar las cosas de gobierno. Esta costumbre fue cayendo en desuso después de la guerra con la Gran-Bretaña. Mas cuando sucedió don Antonio Valdés al marqués de Castejón en el ministerio de Marina, hallose embarazado con desavenencias o desacuerdos que ocurrían entre aquel ministerio y el de Indias, y aun con algunas otras secretarías, sobre diferentes materias, por efecto de despachar cada una separadamente negocios que se rozaban con intereses de otras. Hablolo Valdés con Floridablanca, y hecho cargo este ministro de las fundadas observaciones del de Marina, discurrió excitar a sus compañeros a congregarse más frecuentemente y tratar y acordar los asuntos en lo que hoy llamaríamos Consejo de ministros, y aun expuso al rey la conveniencia de formalizar la Junta de Estado con ciertas solemnidades, y aun de redactar una instrucción circunstanciada para gobierno de los respectivos departamentos de Estado, Gracia y Justicia, Guerra, Hacienda, Marina e Indias. Aprobó S. M. la propuesta, y encargose el conde de Floridablanca de extender la instrucción, que comprendía 443 números. Asistió el rey a su lectura, que se hacía en los despachos después de el de los negocios ordinarios. En esta operación, que duró cerca de tres meses, enmendó y modificó S. M. todo lo que le pareció conveniente, y aprobada de aquella manera, se expidió en 8 de julio de 1787 el real decreto de la creación de la Junta de Estado{9}.

Dos son los objetos principales, decía el mismo ministro, de la Junta de Estado, a saber: tratarse de los negocios de que puede resultar regla general, ya sea estableciéndola, o ya revocándola o enmendándola, y examinarse las competencias entre los secretarios del despacho, o de los tribunales superiores, cuando no se hubiesen éstas decidido en junta de competencias, o que por su gravedad, urgencia u otros motivos conviniese abreviar su resolución. A estos dos objetos principales añadió después el rey el de las propuestas para los mandos superiores, políticos, militares o de hacienda, que habría de hacerse por el secretario respectivo de cada ramo, pero el nombramiento había de llevar la aprobación de la junta.

Aunque esta creación y los fines de ella parecían ser de una utilidad evidente, no faltaron extranjeros, y aun naturales, que censuraran con palpable malignidad esta medida, lo cual obligó al ministro, principal autor de ella, a exponer de nuevo a la consideración del monarca sus ventajas y utilidades, confirmándolas con ejemplos prácticos. Ciertamente no se necesitaba de grande esfuerzo para hacer comprender la conveniencia de tratar previamente en junta de ministros muchos asuntos que por su naturaleza tienen relación con las atribuciones, con los intereses, con la competencia de dos o más ministerios; la de evitar de esta manera providencias contradictorias que podrían tomarse por diferentes departamentos con menoscabo del gobierno y del servicio público; la de la mayor concurrencia de luces para la conveniente ilustración de los negocios; la de la continuación de los proyectos útiles prohijados por la junta, aun en el caso de salir el ministro que los hubiera presentado; la de la más fácil y expedita solución de las competencias, que de otro modo podrían ser embarazosas o interminables; la del mayor acierto en la nominación de los altos funcionarios del Estado, y más seguridad y garantía de sus cualidades y condiciones; y por último, la de la indispensable armonía y concierto en las providencias generales que constituyen la índole, el espíritu, el sistema y la fisonomía de un gobierno regular.

Estas consideraciones, y estas conveniencias que en el sistema de hoy nos parecen tan obvias como incuestionables, fueron sin embargo entonces o desconocidas o maligna y siniestramente interpretadas por los enemigos personales del ministro, suponiendo que en la creación de la Junta se había llevado de un inmoderado deseo de mandar, concentrando todos los negocios del reino en un cuerpo presidido por él. Y esta acusación no se hizo solo de palabra, sino también en escritos, especialmente en uno anónimo que encerraba un catálogo de imputaciones, y a cuyos cargos tuvo que contestar el ministro en un opúsculo titulado Observaciones al Anónimo.

Lo admirable de esta Instrucción reservada es que ella forma un conjunto, colección o compendio de sabias reglas y saludables máximas y principios de gobierno en todos los ramos de la administración pública, y en todos los negocios que puedan tener una importancia general, aunque pertenezcan a diferentes departamentos, apuntando la solución que más convenía dar a cada uno, para que todos juntos concurrieran con el debido concierto a establecer una prudente y provechosa gobernación en el Estado. Contenidas estaban en ella, y habían recibido ya complemento y ejecución muchas de las reformas de que en el discurso de nuestra historia llevamos hecho mérito, así en lo perteneciente a la política y a la moral, como en lo relativo a la administración de justicia, y a la de la hacienda, a la instrucción pública, a la marina y comercio, a la milicia, y al mejor arreglo y organización de todas las clases y de todos los intereses sociales. Pero había además en ella multitud de pensamientos útiles y de proyectos, aprobados ya por el soberano, aunque pendientes de ejecución, que sin duda la habrían tenido, a no sobrevenir los gravísimos acontecimientos que coincidieron con el término de su reinado y de su vida, y de que a su tiempo daremos cuenta.

Interesante toda ella, lo es con especialidad bajo el punto de vista histórico la parte última, consagrada a la política exterior{10}, y en la cual se desenvuelve todo el sistema político de Carlos III y sus ministros en sus relaciones con todas y cada una de las potencias extranjeras, comenzando por la corte pontificia y acabando por el Asia y la India Oriental. En la imposibilidad de dar a conocer en una historia general aquellos planes en toda su extensión, nos ceñiremos a lo que se desprende de sus más interesantes epígrafes, que por sí solos dan idea de lo que más importa saber.

Conocida nos es ya su política en las relaciones con la Santa Sede. Sin embargo, en la Instrucción, después de reconocer como la primera de las obligaciones del soberano el cuidado de la religión católica y de las buenas costumbres, y la obediencia a la silla apostólica en las materias espirituales, se recomendaba la defensa del patronato y regalías de la corona con prudencia y decoro, la utilidad de hacer concordatos sin perjuicio de aquellas, la de mantener el crédito nacional en Roma con cardenales, prelados y nobleza, la de procurar que los papas fuesen afectos a la corona, y que no se opusieran a las providencias que se dictaran para impedir la amortización de bienes, interviniendo además la autoridad real en la elección y nombramiento de los superiores regulares.

La Italia en general debía merecer una atención preferente de parte de España, sobre todo para procurar que ninguna potencia poderosa invadiera y subyugara los principados y repúblicas de aquella hermosa porción de Europa. «Deberá guardarse buena armonía con la corte de Turín, y con las repúblicas de Venecia y Génova.– La corte de Nápoles es corte de familia... Se ha de vigilar el mantenimiento de la independencia de las Dos Sicilias, pues no conviene que las posea el emperador, ni ninguna otra potencia poderosa.– Igual política se deberá seguir por lo respectivo a Toscana.– Conviene proteger a las otras pequeñas repúblicas de Italia, y a los Cantones suizos, que nos proveen de muchos individuos industriales, y será bueno tener ministro permanente en Lucerna y Berna.»

Viniendo a Francia, «nuestra quietud interior y exterior, decía, depende en gran parte de nuestra unión y amistad con esta potencia, pero debe obrarse con gran cautela y precaución para que no nos arrastre a sus guerras, mirándonos como potencia subalterna.»– «Para ser sus verdaderos amigos necesitamos ser enteramente libres e independientes, porque la amistad no es compatible con la dominación.»– La mudanza que habían sufrido ya las ideas de Carlos III relativamente al malhadado Pacto de Familia se ve por las siguientes máximas de la Instrucción. «El Pacto de familia, prescindiendo de este nombre, que solo mira a denotar la unión, parentesco y memoria de la augusta casa de Borbón, no es otra cosa que un tratado de alianza ofensiva y defensiva semejante a otros muchos que se han hecho y subsisten entre varias potencias de Europa.» Y luego determina las circunstancias que han de concurrir para que se verifique el casus fœderis: aconsejando además que el ejemplo de lo pasado nos sirva de lección para no comprometernos por su alianza, ni en la guerra que podría suscitarse entre rusos y turcos, ni en sus asuntos con la Alemania, y con todo el Norte. «Se ha de cuidar, añadía, de que la Francia no impida los progresos y adelantamientos de la España en su comercio, navegación e industria; pues aunque la Francia no nos quiere ver arruinados por otra potencia, nos quiere sujetos y dependientes de ella misma.» Y concluía con esta importantísima máxima: «La Francia es el mejor vecino y aliado de España, pero puede ser también su más grande, más temible y más peligroso enemigo

Pasando a Inglaterra, comenzaba con estas notables palabras: «Mientras la nación inglesa no tenga otra constitución o sistema de gobierno que el actual, no podemos fiarnos de tratado alguno, ni de cualesquiera seguridades que nos dé el ministerio británico, por más que sus individuos y el soberano estén llenos de probidad y otras virtudes.»– «De aquí nace, continuaba, la necesidad de vivir siempre atentos, vigilantes y desconfiados de la Inglaterra, para no contraer empeños con ella que no sean muy necesarios y sin consecuencia.» Hablábase del recobro de la plaza de Gibraltar, punto en que estaba constantemente fijo el pensamiento de Carlos III, y se indicaban los medios posibles de recuperar la plaza, o por la fuerza o por la negociación. «En Europa, decía, no nos interesa adquirir de la Inglaterra más que Gibraltar. En América todo lo que podemos desear es la Jamaica, y limpiar de ingleses la costa de Campeche y Honduras. En Asia y en África no pensamos en adquirir nada.» En punto a relaciones mercantiles, «si nos vemos precisados, decía, a hacer el tratado de comercio en virtud de el de paz de 1783, convendrá que los reglamentos sean de comercio recíproco, las concesiones iguales y recíprocas para los derechos de entrada y salida de los géneros, prohibición o libertad de introducirlos, &c.» Aun en la reciprocidad creía el rey salir ganancioso, por la diferencia entre el trato que hasta entonces habían acostumbrado a dar ingleses y franceses a los extranjeros en sus puertos y aduanas, y el que ellos recibían de los españoles.

«Con los príncipes de Alemania, decía la Instrucción, y aun con el emperador, basta tener buena correspondencia, sin comprometerse en los asuntos particulares del cuerpo germánico.» Con arreglo a esta política se estableció un ministro español cerca del rey de Prusia; se reconocía la conveniencia de poner otro en Munich, y conservar el que había en Dresde. Se procuraría, o desunir, o por lo menos entibiar la amistad entre las cortes de San Petersburgo y Viena, y sobre todo separar a la Rusia de la Inglaterra, y para esto conducía sostener los principios de la neutralidad armada, dándose reglas de cómo había de ponerse en práctica este principio. En cuanto a Suecia y Dinamarca, era conveniente también una buena correspondencia, y fomentar su independencia de Rusia.

«Mientras Portugal, decía, no se incorpore a los dominios de España por los derechos de sucesión, conviene que la política le procure unir por los vínculos de la amistad y del parentesco. He dicho en otra parte que las condescendencias con las potencias pequeñas no traen las consecuencias, sujeciones y peligros que con las grandes. Así, pues, cierto buen trato, el disimulo de algunas pequeñeces, hijas del orgullo y vanidad portuguesa, y varias condescendencias de poca monta, nos son y serán más útiles e importantes con la corte de Lisboa que cuantas tengamos con las demás de Europa.» Consiguiente a este sistema, su máxima era no hacer alianza con Portugal, pero sí tener con él neutralidad y amistosa correspondencia, y procurar matrimonios recíprocos entre príncipes e infantes de ambos reinos.

Ya entonces conocía el gobierno español los proyectos ambiciosos de la Rusia y del emperador de Alemania sobre Turquía; y si bien Carlos III no quería una alianza formal con la Puerta Otomana, creía muy conveniente estar en paz con los turcos para contener a las regencias de África y hacerlas cumplir los tratados. Es admirable la previsión del monarca español respecto al medio de enfrenar la ambición y los designios del ruso y del alemán sobre el imperio turco. «Si la Gran Bretaña, decía, quisiera unirse con España y Francia, una declaración de las tres potencias hecha en Viena y Petersburgo detendría a los emperadores de Rusia y de Alemania, aseguraría la paz general, y cortaría las revoluciones de Levante ahora y en lo sucesivo.» «En todo caso, decía después, si el imperio turco es arruinado en la gran revolución que amenaza a todo el Levante, sin que lo podamos remediar, debemos entonces pensar en adquirir la costa de África, que hace frente a la de España en el Mediterráneo, antes que otros lo hagan, y nos incomoden en este mar estrecho, con perjuicio de nuestra quietud y de nuestra navegación y comercio. Este es un punto inseparable de nuestros intereses, que se debe tener muy a la vista.» Y solas estas dos máximas, añadimos nosotros, bastarían para acreditar a los ojos de la posteridad y del mundo la sabia y previsora política de Carlos III y sus ministros. Sucesos posteriores, acaecidos en nuestros días, han venido a confirmar lo que aquellos hombres con su clarísimo talento veían ya venir, cuando desgraciadamente España no se ha hallado en aptitud ni posibilidad de desempeñar el importante papel que entonces le hubiera correspondido en las cuestiones de Levante, ni de restablecer nuestra antigua dominación en la costa africana, ni de impedir que otros con más resolución y más fortuna hayan ejecutado lo que ya en aquel tiempo se temía, y que más que a otra nación competía a la española, por su posición, por su historia, y por sus antiguos derechos.

Con menos acierto discurría el monarca en la citada Instrucción acerca de los Estados-Unidos de América, insistiendo siempre en la fatal idea de que las discordias que reinaban en aquellos Estados por la inquietud y amor de sus habitantes a la independencia, que tanto había fomentado y a que tanto había contribuido España, nos habían de ser favorables, y serían siempre causa de su debilidad.– Por último, se ratificaba en no mezclarse en las cuestiones que las naciones francesa, inglesa, holandesa o cualquiera otra de Europa suscitaran en el Asia y en la India Oriental. Es sin embargo notable la prevención que hacía respecto de la Compañía de Filipinas. «Por más progresos que hagan, decía, la Compañía de Filipinas y su comercio, debe abstenerse de formar establecimientos, y de imitar a la compañía inglesa, excusando usurpaciones, y dar celos a las naciones asiáticas: en una palabra, ha de ser compañía de comercio, y no de dominación y conquistas

Sobre el mérito del importantísimo documento que acabamos de analizar ligeramente, nos limitamos, y no es menester más, a trascribir el juicio que hace de él el primero que le dio a la estampa. «Si fuese necesario, dice, dar pruebas todavía de la rectitud y patrióticas intenciones del gobierno de Carlos III, ninguna podría hallarse más concluyente y demostrativa que este documento. La circunstancia de reservado que tiene la Instrucción trasmitida a la Junta de Estado la realza en gran manera, porque no puede caber en ella la sospecha de que haya sido disfrazada la verdad por torcidos fines, como sucede a veces con otros documentos o manifiestos publicados por los gobiernos, para consolar o contentar a los pueblos, encubriendo las desgracias que padecen, u ocultándoles los desaciertos de los que los rigen. En la Instrucción no hay ni puede haber sino verdad, expuesta con candor y buena fe. Allí el soberano, como cabeza que es de la gran familia que se llama Estado, presenta a su Consejo la verdadera situación en que se hallan los negocios, y le trasmite sus más íntimos pensamientos acerca de ellos, sin estudiados adornos, y sin más artificios retóricos que el deseo del acierto que es de suyo tan elocuente... Los que acostumbrados a ver a la ambición ataviarse con engañosos oropeles de patriotismo o de virtud se muestren severos o desconfiados en punto al mérito de los ministros de los reyes, confesarán también que el primer ministro de Carlos III, que fue el que escribió esta instrucción, es no menos digno de alabanza que el monarca a quien servía, y cuyas rectas y patrióticas intenciones ejecutaba.{11}»




{1} Murió el conde de Gausa en 25 de enero de 1785, muy sentido y muy llorado del rey y de todo el pueblo, que conocían y estimaban en lo justo su talento, sus virtudes, y sus servicios eminentes al Estado.– Cabarrús, Elogio del conde de Gausa.– Correspondencia entre Gausa y Floridablanca.

{2} A pesar de tan humildes principios había ya Lerena, merced a su propio mérito y al favor de su padrino, desempeñado con inteligencia los cargos de contador de rentas de Cuenca, de superintendente del canal de Murcia, de comisario ordenador de guerra, y de Asistente de Sevilla.

{3} Floridablanca, Memorial a Carlos III.

{4} Gobierno del Sr. Rey don Carlos III, número 268.

{5} Ibid. números 278 a 287.

{6} Ibid. números 15 a 30.

{7} Real cédula de 21 de abril de 1783.

{8} Real cédula de 24 de enero de 1787.

{9} Memorial de Floridablanca. Gobierno de Carlos III, por Muriel, Nociones preliminares.

{10} Comprende desde el número 288 hasta el 395.

{11} Muriel, Gobierno del Señor Rey don Carlos III, Introducción.