Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro IX ❦ Reinado de Carlos IV
Capítulo XX
Los franceses en España
Proceder insidioso de Bonaparte
1807-1808
Situación de España cuando Junot recibió orden de avanzar a Portugal.– Entran juntos franceses y españoles.– Consternación en Lisboa.– Fuga del príncipe regente.– Se embarca para el Brasil.– Junta de gobierno.– Junot en Lisboa.– Más tropas españolas en Portugal.– La reina de Etruria es despojada de su Estado y enviada a España.– Entra Dupont en Castilla con nuevo cuerpo de ejército, y se sitúa en Valladolid.– Penetra Moncey en España con el tercer cuerpo.– Declara Junot en Lisboa a nombre de Napoleón que la casa de Braganza ha cesado de reinar y que Portugal pertenece al imperio.– La marina española se manda unir a la francesa.– Alevosía con que se apoderaron los franceses de la ciudadela de Pamplona.– Modo insidioso de entrar en Barcelona, y de tomar la ciudadela y Monjuich.– Cómo se hicieron dueños del castillo de Figueras.– Cómo les fue entregada la plaza de San Sebastián.– Proceder bastardo de Napoleón.– Alarma de la corte. -Venida y misión de Izquierdo.– Vuelve a París.– Últimas proposiciones de Bonaparte.– Prepara nuevos ejércitos para España.– Murat general en jefe de todas las fuerzas.– Penetra en la península, y llega a Burgos.– Cálculos y juicios de los españoles.– Medidas que Godoy propone al rey para salir del conflicto.– No son aceptadas.– Medita y es aprobado el viaje y retirada de la familia real a Andalucía.– Disposiciones para preparar la marcha.– Nuevos sucesos desbaratan sus planes.
A nadie podía causar maravilla que un hombre de la desmesurada ambición de Bonaparte, dominador de casi todo el continente europeo, acostumbrado a derribar antiguos imperios y a crear nuevas monarquías y coronas, y a distribuir entre su familia las que a él parecía sobrarle; a nadie, decimos, podía causar maravilla que viendo este hombre las lamentables y míseras escisiones del palacio y de la corte española, y que, ciegos unos y otros, se postraban a sus pies solicitando a porfía su amistad y en demanda de protección y arrimo, hubiera echado una mirada codiciosa hacia esta hermosa región a que no alcanzaba todavía su dominio, y en que reinaba una dinastía de la cuál una parte había destronado, y cuya extinción podía calcularse que entraba en sus planes.
Mas lo que no era de esperar entonces, ni ahora puede menos de causar asombro, es que el gran dominador, que el hombre cuyo genio y cuyas vastas concepciones hemos admirado, y en quien por lo mismo parece que no deberían caber sino pensamientos elevados y dignos de su grandeza, se hubiera valido para realizar sus designios, cualesquiera que fuesen, de la doblez y la falsía, y hubiera empleado, no ya el disimulo y aun la astucia que pueden caber en la política, sino la artería y el dolo que no se perdonan a los hombres vulgares, cuanto más a aquellas eminencias sociales a quienes el poder, el talento y la fortuna han encumbrado, y constituyen en el deber de ser ejemplo de nobleza a la humanidad. Y sin embargo así sucedió.
Dentro de nuestra península las tropas francesas antes de firmarse el tratado de Fontainebleau, único que podía autorizar su entrada; cumpliéndose por parte de España después de ratificado, aun negándose el emperador francés a su publicación; sin ofensa de parte de nuestro pueblo, ni menos de nuestros reyes y príncipes, antes recibiendo de éstos Bonaparte pruebas excesivas de sumisión y testimonios sobrados de desear su amistad; pendiente la causa de San Lorenzo que traía desasosegados los espíritus y desconcertada la real familia; sin respeto a esta situación, antes bien prevaliéndose y aprovechándose de ella; a pesar de que el gobierno portugués azorado con la presencia de las tropas francesas en Castilla, creyó poder templar todavía las iras de Napoleón y alejar la amenazadora nube, accediendo a lo que España y Francia le habían pedido en agosto, mandando secuestrar todas las mercancías inglesas, y obligando al embajador lord Strangford a retirarse a bordo de la escuadra de sir Sidney Smith; no obstante haber enviado a París al marqués de Marialva con objeto de proponer el casamiento del príncipe de Beira con una hija de Murat, gran duque de Berg; con todo eso, y sin consideración ni miramiento alguno, el general Junot que se hallaba en Salamanca recibió orden ejecutiva de proseguir a Portugal, aunque no contase con provisiones, pues un ejército de veinte mil hombres, decía aquella, puede vivir en todas partes, aun en el desierto. Hízolo así Junot, y reunido en Alcántara con algunas fuerzas españolas que mandaba el general don Juan Carrafa, penetraron juntos en territorio portugués (19 de noviembre, 1807), llegando a Castello-Branco sin encontrar resistencia. La falta de mantenimientos fue causa de que franceses y españoles cometieran todo género de excesos en aquellos pobres pueblos y con aquellos infelices moradores.
El 23 llegó la vanguardia del ejército invasor a la vista de Abrantes, veinte y cinco leguas de Lisboa.
Hasta ese mismo día no se supo de cierto en aquella corte (¡descuido imperdonable!) la violación de la frontera. Con noticia que tuvo lord Strangford de la entrada de los franceses en Abrantes, no obstante las apariencias hostiles de parte del gobierno portugués, volvió a desembarcar, y reiterando al príncipe regente los ofrecimientos propios de antiguo aliado, le aconsejó que se retirara a los dominios del Brasil, donde aún podría reinar con lustre la casa de Braganza. La resolución fue bien acogida, y el 26 de noviembre (1807) se publicó en la capital el decreto anunciando la disposición tomada por el príncipe regente de trasladar su residencia a Río Janeiro hasta la paz general, y el nombramiento de un consejo o junta de regencia para el gobierno del reino, dejándole, entre otras instrucciones, la de que procurara mantener el reino en paz, que las tropas francesas fuesen bien acuarteladas y asistidas, y que se evitara todo insulto que pudiera turbar la buena armonía entre los ejércitos de ambas naciones. El 27 se embarcaron los príncipes, y el 29 se dieron a la vela, coronadas las colinas y torres de Lisboa de un gentío inmenso, que con llanto en los ojos y el corazón traspasado de dolor contemplaba su partida hasta perder de vista el pabellón real, dirigiendo al cielo plegarias por su feliz viaje, no siendo menor la pena de la regia familia al considerar que dejaban el reino consternado, huérfano, y a merced de invasores extraños. A las nueve de la mañana siguiente entró Junot en la capital, acompañado de su estado mayor y de algunas tropas, y asegurándose de que la escuadra se había dado a la vela, paseó orgullosamente las principales calles del pueblo, yendo luego a aposentarse en casa del barón de Quintella. Los gobernadores del reino pasaron a ofrecerle sus respetos: el recibimiento que les hizo no fue propio para atraerlos por la amabilidad, ni siquiera por la cortesanía.
Casi al mismo tiempo el general español don Francisco María Solano, marqués del Socorro, aunque no completa todavía su división, penetraba en el Alentejo y se apoderaba de la plaza de Yelbes. Sin embargo de ser un ejecutor de las órdenes de Junot, su integridad y desinterés hicieron su mando más tolerable que el de los franceses. Por otro lado, en los primeros días de diciembre, cruzaba el Miño el general don Francisco Taranco, con seis mil hombres de los diez mil que según el tratado debían componer su división, y dirigiéndose por Valencia a Oporto, completó en esta ciudad su contingente con las tropas de Carrafa, que por Thomar y Coimbra había ido a ocupar aquel puesto. Taranco señoreó sin obstáculo la provincia de Entre-Duero y Miño destinada a indemnizar a la casa de Etruria; con su prudente gobierno, con su templanza, su moderación y su justicia se hizo acreedor a la gratitud y a los elogios de aquellos habitantes, y así lo han consignado para honra suya y de España los historiadores portugueses{1}.
No se conducía del mismo modo Junot en Lisboa. Reforzado con las tropas que habían ido llegando, dueño de los fuertes, de los buques y arsenales, agregando a la junta de regencia el comisario francés Hermann, sin hacer gran caso de la autoridad legítima, comenzó por imponer al comercio un empréstito forzoso de dos millones de cruzados, y por confiscar los géneros ingleses que habían pasado a ser propiedad portuguesa, amén de los efectos y enseres más preciosos de los palacios reales, de que parecía haberse hecho dueños los generales franceses por derecho de conquista. Todavía, sin embargo, mantenía aquel pueblo alguna esperanza de que se respetaría su independencia, hasta que en la gran parada y revista que el 15 de diciembre dispuso Junot en la plaza del Rocío, y en que desplegó todo el aparato de su fuerza, vio enarbolar en la torre de San Juan la bandera tricolor, y saludarla con veinticinco cañonazos la artillería de todos los fuertes. Un murmullo general, signo de fermentación y anuncio de algún estallido, se advertía en las masas populares. Creció la irritación con motivo de haber preso en la tarde del mismo día las patrullas francesas un soldado de la policía de Lisboa. El pueblo corría a las armas en tumulto, y el alboroto habría sido más serio a haberse prestado algún hombre de resolución a acaudillar la multitud. De todos modos no se sosegó sin sangre y sin víctimas, disparando en plazas y calles la artillería y fusilería. El pueblo conoció entonces la suerte a que le destinaba el dominador extranjero, y enmudeció enfrenado atesorando en su pecho rencor y sed de venganza{2}.
Napoleón, que, como hemos dicho, se hallaba a la sazón en Italia, y que se mostraba muy eficaz para cumplir lo pactado en Fontainebleau en la parte que le convenía, así como le quebrantaba sin miramiento ni reparo en lo que no se conformaba a sus recientes y siniestros designios, hizo intimar a la reina regente de Etruria que con arreglo a lo estipulado con España (de lo cual no se le había dado siquiera conocimiento) se preparara a dejar sus dominios (23 de noviembre, 1807), que habrían de ser ocupados por tropas imperiales conforme al convenio, y a trasladarse a la península española, donde el rey de Etruria su hijo hallaría el Estado cedido por España y Francia en equivalencia del que allí dejaba y se había traspasado al imperio francés. Sorprendida y asustada la infanta María Luisa con tal novedad y tal intimación, y sin medios para contrariarla ni resistirla, tuvo que resignarse y someterse a la suerte que se le había deparado. Partió, pues, de Florencia con su familia (1.º de diciembre, 1807), y no habiendo hallado ni indulgencia ni consuelo en Napoleón, a quien se presentó y vio en Milán, prosiguió la desconsolada princesa su viaje a España, donde la esperaba ver que no la alcanzaban a ella sola los trastornos que empezaba a experimentar, sino a toda la real familia a cuyo arrimo venía.
A los pocos días de esto, y siguiendo Napoleón su misterioso sistema y su tortuosa política, sin contar con el gobierno de España como estaba obligado a hacerlo por los artículos secretos del tratado de Fontainebleau, dio orden al segundo cuerpo de observación de la Gironda, compuesto de veinte y cuatro mil infantes y tres mil quinientos caballos al mando del general Dupont, para que penetrara también en la península. El 22 de diciembre llegó Dupont a Irún, y en principios de enero (1808) estableció su cuartel general en Valladolid, amagando seguir como Junot en dirección de Salamanca. En la altivez y dureza que mostró Dupont en Valladolid, y en los desmanes que permitía a sus tropas, distaba ya mucho de conducirse como general aliado y amigo. Apenas él había hecho alto en Castilla, y corría todavía el 9 de enero, cuando cruzó la frontera española otro tercer cuerpo de ejército, mandado por el mariscal Moncey, en número casi igual al segundo, aunque formado de soldados más bisoños, trasladados en posta de los depósitos del Norte. Era el que se titulaba cuerpo de observación de las costas del Océano, y dirigió igualmente su marcha a Castilla, también sin previa anuencia del gobierno español. Y por si estos avisos no bastaban a despertarle, a los pocos días, con motivo de haberse insertado en el Monitor de París dos exposiciones del ministro Champagny (24 de enero, 1808), y de indicarse en la última que los ingleses intentaban dirigir expediciones secretas hacia los mares de Cádiz, soltábase ya en el diario oficial la especie de que S. M. I. fijaría su atención en la península entera.
Portugal recibió muy pronto el golpe terrible del desengaño. El 1.º de febrero se vio desplegar en Lisboa un ostentoso aparato militar. La artillería de los fuertes anunció con salvas la salida del general en jefe de su alojamiento, seguido de todos sus generales y estado mayor. Los regentes del reino nombrados por el príncipe Juan se hallaban en el palacio de la Inquisición, lugar de sus deliberaciones, discurriendo asustados sobre lo que veían, cuando se presentó Junot, y les leyó el decreto de Bonaparte, en que declaraba que la casa de Braganza había cesado de reinar, y que el reino de Portugal quedaba bajo su protección, debiendo ser gobernado en su totalidad a nombre suyo y por el general en jefe de su ejército. En su virtud extinguió Junot la junta de gobierno nombrada por el príncipe regente, formó otro Consejo bajo su presidencia, publicó otro decreto de Napoleón desde Milán, por el que se confiscaban todas las propiedades del patrimonio real y de los hidalgos que habían seguido la corte, y se imponía al reino una contribución de 40 millones de cruzados (100 millones de francos): sacrificio irrealizable en reino de tan corta población y riqueza, y que obligó a Junot a otorgar plazos y poner ciertas limitaciones para su exacción. Aun las pocas tropas portuguesas que existían infundían a Junot desconfianza; tal era la que tenía de su injusto proceder: y formando de ellas una corta división de diez mil hombres al mando del marqués de Alorna, ordenó su salida y las envió a España; gran número de soldados desertó antes de llegar a Valladolid{3}.
Dueño pues Junot de Portugal y mandando allí abiertamente en nombre de Napoleón, situados Dupont en Valladolid y Moncey en Burgos, faltaba a Bonaparte alejar de España nuestra marina, y pidió con instancia que se uniera a la suya, y logró que se diera orden a don Cayetano Valdés para que con la escuadra de seis navíos que tenía en Cartagena se hiciera a la vela para Tolón, como lo verificó (10 de febrero). Por fortuna la dureza de los vientos y el mal estado de algunos buques, y acaso más que todo la poca voluntad del comandante de alejarse de las costas y puertos de España, le hicieron arribar por dos veces a Mallorca. Nuevas órdenes le obligaron a salir para Mahón, donde el almirante príncipe de la Paz comisionó al general Salcedo para que tomase el mando de la escuadra, e investigara al propio tiempo la conducta de Valdés.
Mas todas estas señales de insidiosos intentos por parte de los que aún se decían aliados y amigos eran leves infracciones de la amistad, comparadas con las infidelidades, sin escrúpulo pueden llamarse ya perfidias, que al propio tiempo y por otros lados estaba cometiendo con nosotros, y con que manchaba y deslustraba sus anteriores admirables hechos el que con razón fue denominado el capitán del siglo: comportamiento indigno de tan grande hombre, inverosímil si pudiera resistir a la evidencia de los hechos.– Por las gargantas de Roncesvalles había marchado el general D’Armagnac con tres batallones la vía de Pamplona; llegó a la ciudad (9 de febrero), y permitiósele sin obstáculo alojar en ella sus tropas. Pero habiendo recibido orden de apoderarse de la ciudadela, pidió arteramente permiso al virrey marqués de Vallesantoro para encerrar en ella dos batallones de suizos so pretexto de no tener confianza en su disciplina. Negose el virrey a otorgar petición tan grave sin orden expresa de la corte: pero no correspondió a esta digna contestación la precaución que debió seguirla. Verdad es que no podía presumir apelase un general del imperio a la treta alevosa que empleó para lograr su designio. Alojado en la casa del marqués de Besolla, frente y a corta distancia de la puerta principal de la ciudadela, en la noche del 15 al 16 de febrero llevó a su casa buen número de granaderos. En la ciudadela entraban todas las mañanas algunos soldados franceses a tomar la ración de pan, sin que nuestra guardia creyera necesaria precaución alguna. La mañana siguiente a aquella noche fueron enviados a tomar el pan soldados escogidos, con armas ocultas debajo de los capotes. Había bastante nieve, y comenzaron como a divertirse arrojándose unos a otros las pellas que hacían, y en tanto que así distraían nuestra guardia, colocáronse algunos sobre el puente levadizo para impedir que se cerrara. A una señal convenida, los unos se lanzaron sobre las armas de nuestros soldados, los otros sacaron las que tenían escondidas, desarmaron sin gran esfuerzo a los descuidados centinelas, y saliendo a tal tiempo los granaderos ocultos en la casa de D’Armagnac, entre unos y otros ejecutaron fácilmente la traición que tenían meditada de apoderarse de la ciudadela. Entonces pasó D’Armagnac un oficio al virrey disculpando el hecho con la necesidad, y lisonjeándose de que no por eso se habría de alterar la buena armonía entre dos aliados; ¡tras la ruin alevosía el insulto del sarcasmo!
Todavía era esto poco. Mientras así se conducía D’Armagnac en Pamplona, por la parte de los Pirineos Orientales el general Duhesme que mandaba otra división, teniendo a sus órdenes al general italiano Lecchi y al francés Chabran, penetraba en España por el puerto de la Junquera, en dirección de Barcelona. Noticioso de este movimiento el capitán general del Principado, conde de Ezpeleta, requiriole que suspendiera su marcha hasta consultar al gobierno español, que, en verdad, ni lo sabía ni aun lo sospechaba. Respondió con arrogancia Duhesme a la intimación, haciendo responsable al capitán general de cualquier desavenencia que pudiera sobrevenir entre ambas naciones. En su virtud Ezpeleta celebró un consejo, y en él se acordó permitir al francés la entrada en Barcelona, si bien guarneciendo las tropas españolas la ciudadela y Monjuich (13 de febrero, 1808). Inquieta estaba la población, y eso mismo sirvió de pretexto al francés para pedir que alternaran sus tropas con las nuestras en las guardias de todos los principales puestos, a fin de que viendo el pueblo la buena armonía entre unas y otras, se tranquilizara y se disiparan sus recelos. También se accedió a esta demanda, como si los españoles todos participaran del adormecimiento del gobierno. Pronto se verá el pago de tales condescendencias. Duhesme puso una compañía de granaderos en la puerta principal de la ciudadela, donde solo había veinte soldados españoles. Ezpeleta le rogó que retirase aquella fuerza tan desproporcionada, pero el francés obró como si no se diera por entendido.
Semejante proceder, por más que el gobierno encargaba en todas partes que se procurara evitar todo motivo de colisión con los franceses, iba apurando la paciencia, así del pueblo como de nuestros oficiales y soldados. Conocía Duhesme el peligro que corría, y con el deseo de proveer a su propia seguridad, coincidió el haber recibido una carta del ministro de la Guerra de Francia, en que le suponía dueño de los fuertes de Barcelona. Discurriendo, pues, como apoderarse por sorpresa de la ciudadela y de Monjuich, hizo esparcir la voz de que tenía orden de continuar con sus tropas a Cádiz, y con este pretexto las reunió para pasarles revista en la explanada de la ciudadela (28 de febrero). En este acto el italiano Lecchi con su estado mayor se acercó a la guardia de la ciudadela como en ademán de hacerle algunas prevenciones, deteniéndose con estudio en el puente levadizo, para dar lugar a que su batallón de vélites se acercara y pudiera entrar sin estorbo. Entonces Lecchi penetró en la plaza, siguiole el batallón atropellando la corta guardia española, y tras de aquél siguieron otros cuatro, que sin dificultad dominaron completamente la ciudadela, porque los dos batallones de guardias españolas y walonas que la guarnecían se habían ido confiada y descuidadamente a la ciudad, los unos por recreo y los otros a diversas ocupaciones. Cuando volvieron, tuvieron dificultades para que les permitieran la entrada los usurpadores de sus puestos. Aquella noche y el día siguiente los pasaron formados frente a los franceses, con gran peligro de un rompimiento, hasta que por la tarde recibieron los nuestros orden de salir a acuartelarse en la ciudad, quedando así los franceses en posesión completa de la ciudadela.
No era tan fácil la sorpresa de Monjuich que intentaron a la misma hora. Sobre estar el castillo en una colina elevada y descubierta, que permite ver todos los movimientos del que intente aproximarse, gobernábale interinamente el intrépido y decidido español don Mariano Álvarez, que haciendo levantar el puente levadizo negó la entrada a los franceses. Frustrado aquel intento, acudió Duhesme al capitán general Ezpeleta, que atemorizado con las órdenes imperiales de que aquél le habló, dio las suyas para que se franquease el castillo. Todavía vaciló Álvarez; pero la disciplina le obligaba a obedecer, y lo hizo. Los militares españoles no podían sufrir proceder tan desleal; los ánimos estaban irritados y se temía un conflicto: para evitarle, se hizo salir de Barcelona para Villafranca el regimiento de Extremadura, y se tomaron otras medidas y precauciones.
Pero aún faltaba algo que cumplir del pérfido plan de invasión que traían entendido los jefes franceses. Duhesme al pasar por Figueras había dejado allí unos ochocientos hombres al mando del coronel Piat: pasaron unos días sin demostrar intención sospechosa, mas tan pronto como se supo la ocupación de los fuertes de Barcelona, empleó allí Piat para apoderarse de la ciudadela de San Fernando una estratagema, no igual, pero parecida y de tan ruin género como la de Lecchi en la capital del Principado y la de D'Armagnac en Pamplona, sacando permiso del débil gobernador para introducir en ella doscientos veteranos fingiendo ser conscriptos, logrando así enseñorearse de la plaza (18 de marzo), y haciendo salir los pocos españoles que la guarnecían.
Otro artificio, que prueba cuán general era el plan y cuán uniformes las instrucciones imperiales que se habían dado, puso a los franceses en posesión de la plaza y castillo de San Sebastián en Guipúzcoa. Allí el pretexto fue la disposición dictada por Murat de trasladar de Bayona a San Sebastián los hospitales y depósitos de los cuerpos que habían entrado en la península. El comandante general de Guipúzcoa, duque de Mahón, consultó sobre ello a la corte, rogando entretanto al gran duque de Berg que suspendiese su resolución. Contestó éste con una altiva y amenazadora carta (4 de marzo), que, atendido el carácter, entereza y dignidad del jefe español, hubiera podido producir un grave disgusto, a no haber recibido respuesta del príncipe de la Paz, en que le decía, que pues no tenía medios de defender la plaza, la cediera el gobernador, haciéndolo de un modo amistoso, al modo que en otras plazas sin tantos motivos de excusa se había ejecutado. Con esto logró el general Thouvenot que se le franqueara la plaza, y además guarnecer el castillo, que decía necesitar para su seguridad.
Semejante manera de invadir un reino aliado y amigo, con el que había un tratado reciente, y del que no se recibían sino pruebas de lealtad y de condescendencia; tal modo de introducirse en el corazón del país, y de comprometer e inutilizar su marina, y de apoderarse de sus plazas fronterizas más importantes, no puede tener más que una calificación, que es la que unánimemente le han dado todos los escritores españoles; no puede llamarse más que perfidia y alevosía horrible, deshonrosa a un pueblo belicoso y grande, desdorosa para los guerreros que la ejecutaban, e indigna enteramente del hombre de genio que la disponía, y que hasta entonces había sabido conquistarse tan colosal grandeza: proceder bastardo, en que no cabe disculpa, ni admite atenuación siquiera{4}.
Grande era la inquietud y la alarma de la corte a la presencia de tales hechos, aumentada con la venida a Madrid de la desposeída reina de Etruria, y más todavía con la repentina llegada del confidente del príncipe de la Paz, don Eugenio Izquierdo. A muchos comentarios y juicios dio ocasión la aparición de este personaje, y a muchos cálculos el objeto de la misión que de París traería. Ignorábase entonces la larga correspondencia que él y Godoy habían seguido sobre los asuntos de Portugal; que a haberla sabido, no se habría extrañado que viendo ahora los dos quebrantado, y, como quien dice, anulado el convenio de Fontainebleau, resultado de todas aquellas negociaciones, y al observar el proceder tortuoso y embozado de Bonaparte, quisieran el valido y su confidente tratar de palabra sobre la nueva faz que presentaban los negocios, y sobre el giro que convendría tomar, atendidas también las últimas conferencias y tratos que él había tenido en París con los ministros de la corte imperial. Que Napoleón se propusiera al autorizar o disponer su venida infundir a la corte el mismo terror de que estaba poseído Izquierdo, para provocar a la familia real a una emigración como la de Lisboa, abandonándole la península, como han discurrido nuestros escritores{5}, es cosa que no negamos. Pero la verdad es que habían mediado en París nuevas proposiciones y pláticas sobre modificación de aquel tratado; y que les era preciso a Godoy e Izquierdo conferenciar también sobre el conflicto en que los sucesos los ponían, y sobre la salida que a tan complicada y nebulosa situación podrían encontrar.
Izquierdo volvió a salir el 10 de marzo para París, donde llegó el 19, llevando una carta de Carlos IV al emperador. A los pocos días se pudo ya ver con más claridad cuál había sido el objeto de su venida, puesto que en la nota de 24 de marzo escrita al príncipe de la Paz, y que fue interceptada por haber llegado después de la caída del valido, se explicaba cuáles eran las nuevas proposiciones que hacía Napoleón, o sea las condiciones que imponía para resolver definitivamente la suerte de España. Estas condiciones o bases eran: 1.º Mutua libertad de comercio para españoles y franceses en sus respectivas colonias: 2.º Dar el Portugal a España, recibiendo Francia un equivalente en las provincias españolas contiguas a aquel imperio: 3.º Arreglar de una vez la sucesión al trono de España: 4.º Un nuevo tratado de alianza ofensiva y defensiva{6}. Como se ve, Napoleón no hacía ya caso del tratado de Fontainebleau; lo que hacía era entretener con nuevas proposiciones a los negociadores, en tanto que acababa de cuajar de tropas la península, no interrumpiendo su envío, para lo cual, además de los seis mil hombres de guardia imperial que preparó, formó otro cuerpo de diez y nueve mil, llamado de observación de los Pirineos Occidentales, al mando del mariscal Bessiéres, duque de Istria. De modo que entre las fuerzas dispuestas a internarse, y las que ya lo estaban, sin contar las de Portugal, se aproximaban a cien mil hombres. El mando en jefe de todas ellas le confirió Napoleón, con título de lugarteniente suyo, a su cuñado Murat, gran duque de Berg, el cual se puso también pronto en camino para España; tanto que el 13 de marzo se hallaba en Burgos, sin que se supiese todavía el verdadero objeto de la entrada de tanta gente, y de tanto aparato.
Aunque lo mismo las tropas imperiales que sus jefes habían encontrado una benévola y aun cordial acogida en España, de los unos porque suponían dirigirse todos a Portugal, de los otros porque se figuraban venir contra el odiado favorito y a favor de su querido y desgraciado Fernando, de los otros porque las creían de paso para Cádiz para defender nuestra costa meridional de los ingleses, como el gobierno francés hacía propalar, y sobre todo, porque nadie sospechaba que cupiese una traición tan horrible en un hombre tan grande como Bonaparte; con todo, tan numerosos cuerpos de tropas, tanto silencio y misterio, así en lo relativo a los tratados como al objeto y movimiento de aquellas fuerzas, no podían menos de llamar la atención a muchos, y de infundir recelo por lo menos a algunos. El primero que se convenció de la mala fe de Napoleón y de que llevaba un objeto siniestro, fue sin duda el príncipe de la Paz; lo cual no es extraño, porque era también el que tenía más motivos, y de más largo tiempo, para sospechar de Bonaparte, y aún para creerse burlado por él, de lo cual mostró acabar de persuadirse con la última venida y entrevista de Izquierdo. Así fue que no contento con manifestar sus recelos y zozobras al rey, hizo que se celebrara un consejo de ministros extraordinario a presencia de S. M., en el cual propuso se exigiera al emperador la suspensión del envío de tropas de que España no necesitaba para defender y guardar sus costas, y se le dijese que la mejor manera de mantener la buena amistad entre ambas naciones era que por parte de ambas se cumplieran religiosamente los tratados concluidos. Y como el rey le preguntase qué se haría si Napoleón, haciéndose sordo a nuestras reclamaciones, siguiera enviando tropas, «negarles la entrada con firmeza, respondió, y defenderse en caso necesario, hablar a la nación, y fiar en Dios y en la justicia de la causa.» La resolución pareció al tímido Carlos IV temeraria y desesperada: los demás ministros impugnaron la proposición, como quienes estaban persuadidos de que si Napoleón traía algún designio oculto, no sería contra los reyes, sino contra alguna otra persona de quien tuviera quejas, a la cual uno de ellos, el de Marina, el bailío Gil, aludió tan poco embozadamente que no le faltó más que nombrarla. El resultado de este consejo convenció al de la Paz de que sus indicaciones no encontraban eco ni en el gabinete ni en la nación, y de que en el sentido de provocar un rompimiento se encontraba en marzo de 1808 tan solo como lo había estado en octubre de 1806{7}.
Últimamente, después de muchas vacilaciones, de muchas pláticas con el rey, de muchos planes ideados y propuestos para conjurar el peligro que Godoy veía inminente, todos acogidos con timidez por el bondadoso e irresoluto Carlos IV, que no pudiendo comprender la deslealtad que se atribuía a Napoleón{8}, siempre respondía que se esperase a que él se explicara más y manifestara sus intenciones, y que no se provocara su enojo con una resolución precipitada e imprudente; cuando se vio ya a los franceses apoderados de la manera que hemos dicho de las plazas fronterizas de Cataluña, Navarra y Guipúzcoa, dueños de Portugal y ocupando las ciudades de Castilla, sus intentos envueltos en un misterio sombrío, los enemigos del príncipe de la Paz orgullosos con la confianza de que el objeto era entronizar a Fernando, derribar al valido y librar de su opresión la monarquía, logró persuadir al monarca de la conveniencia de abandonar la corte donde peligraba ser sorprendido, retirarse con la real familia a lugar seguro, como Sevilla o Cádiz, escoltado por su leal ejército, esperar allí los sucesos, preparar la defensa, invocar la lealtad de la nación, y en el caso de una desgracia, retirarse a las Baleares, y aun a los dominios españoles de América, a imitación de los príncipes de Portugal, confiando también en que la Europa no consentiría a Bonaparte el despojo y atropello de los Borbones de España.
Para preparar la ejecución de este plan, hizo reforzar la guarnición de Aranjuez, residencia entonces de los reyes; proyectó formar un campo militar en Talavera; ordenó a las tropas de Oporto, cuyo dignísimo general Taranco había fallecido allí víctima de un cólico violento, que se volviesen a Galicia; mandó al marqués del Socorro que se retirara del Alentejo replegándose sobre Badajoz; escribió a Junot pidiéndole su consentimiento para que Carrafa con su división pasara a guarnecer las costas meridionales de España que se suponían amenazadas por una expedición inglesa; con cuyas fuerzas y las que estaban acantonadas en las inmediaciones de Madrid y de Aranjuez, y otras que al primer aviso se acercarían a la Mancha, contaba el príncipe de la Paz con reunir un respetable ejército, bastante a proteger con seguridad y sin temor de ser hostilizado la retirada de la familia real a Andalucía. Mas los preparativos no pudieron ser tan secretos como lo había sido la resolución; trasluciose ésta, y circuló la noticia, acaso desfigurada; una turbulenta curiosidad produjo cierta efervescencia en los ánimos, que hizo augurar se atropellarían los sucesos, como así aconteció, desbaratándose todos aquellos planes de la manera que vamos a ver{9}.
{1} Accursio das Neves, tomo I.– En los Apéndices al tomo I, de la Historia de la Guerra de España contra Napoleón Bonaparte, escrita y publicada de orden de S. M., pueden verse las Instrucciones dadas por el príncipe regente de Portugal a la junta de Gobierno, así como la proclama de Solano en Badajoz a 30 de noviembre, y la de Taranco en Oporto a 13 de diciembre de 1807.
{2} El cardenal patriarca de Lisboa, el inquisidor general y otros prelados dieron una prueba lamentable de su debilidad, accediendo a las insinuaciones de Junot para que publicaran pastorales exhortando a la sumisión y obediencia al gobierno intruso.
{3} Proclama y decretos de Junot expedidos en 1.º de febrero en Lisboa.– Apéndice 27 al tomo I, de la Historia de la Guerra de España contra Bonaparte.
{4} Y sin embargo Mr. Thiers, que en cuantas ocasiones se refiere a cosas de España parece encontrar escaso el diccionario de los dicterios para denigrar cualquier defecto o flaqueza de nuestra nación o de nuestros hombres, no pudiendo resistir a la evidencia de la superchería empleada por Napoleón en su modo de conducirse con la España, que él suele llamar solo astucia, se ve en la precisión de condenarla, pero buscándole disculpa. He aquí cómo se explica sobre esto el moderno historiador francés:
«Ciertamente si se juzgasen estos actos por las reglas comunes de la moral que hacen sagrada la propiedad de otro, habría que condenarlos para siempre, como los de un criminal que se apodera de lo que no le pertenece: y aun juzgándolos bajo diferentes principios, no puede menos de recaer sobre ellos el más severo vituperio: pero los tronos no son lo mismo que la propiedad de un particular. La guerra o la política los dan o los quitan, y algunas veces con gran ventaja de las naciones de cuya suerte se dispone de este modo arbitrariamente. Al querer imitar a la Providencia, es preciso tener mucho cuidado en no salir mal de la empresa, en no hacerse odioso o desgraciado queriendo ser grande, y sobre todo en alcanzar los resultados que deben servir de excusa. Por último, es preciso renunciar a todo acto que no pueda ejecutarse públicamente, y en que haya que recurrir a la superchería y a la mentira. Napoleón meditaba sobre lo que iba a emprender, como acostumbra a hacerlo siempre un político ambicioso. Esa nación española tan altiva y tan generosa, merece, decía para sí, una suerte más noble que la de ser esclavizada por una corte incapaz y envilecida; merece ser regenerada; y regenerada, podría prestar grandes servicios a la Francia y a sí misma, ayudar a derrocar la tiranía marítima de Inglaterra, contribuir a la libertad del comercio de Europa, y ser por fin llamada a grandes y hermosos destinos. Privarse de todo esto por un monarca imbécil, por una reina impúdica, y por un abyecto favorito, era más de lo que podía esperarse de una voluntad impetuosa que se lanza a su objeto como el águila sobre su presa en cuanto la divisa desde la altura en que habita...»
Nosotros querríamos preguntar a Mr. Thiers, si, admitida la doctrina de que los tronos no son lo mismo que la propiedad particular, de que la guerra o la política los da o los quita, a veces con ventaja de las naciones de que se dispone arbitrariamente, de que Napoleón se propusiera el buen fin que el historiador indica de regenerar la España, sacándola de la esclavitud de una corte corrompida, y depararle una suerte más noble y más digna, de que el éxito feliz de una tal empresa sirva de alguna excusa de los medios; si, admitido todo esto, decimos, cree Mr. Thiers que la felonía y la traición sean de esos medios que pueden servir de excusa.
{5} Así discurrió el ministro Cevallos en su Exposición; esto calculó Toreno, y lo mismo piensan los autores de la Historia de la guerra de España, escrita de orden de Fernando VII.– Además se infiere de una carta de 21 de febrero que se halla en los archivos del Louvre, que el mariscal de palacio Duroc recibió orden de escribir a Izquierdo que haría bien en regresar a Madrid para disipar las densas nubes que se habían formado entre ambas cortes.
{6} Después de dar cuenta de estas condiciones trasmitidas por Duroc y Talleyrand a nombre del emperador a Izquierdo, decía éste en su nota:
«Mi ardiente amor a la patria me pone en la obligación de decir que en mis conversaciones he hecho presente al príncipe de Benevento lo que sigue:
»1.º Que abrir nuestras Américas al comercio francés es partirlas entre España y Francia... He dicho que aun cuando se admita el comercio francés, no debe permitirse que se avecinden vasallos de la Francia en nuestras colonias, con desprecio de nuestras leyes fundamentales.
»2.º Concerniente a lo de Portugal, he hecho presente nuestras estipulaciones de 27 de octubre último; he hecho ver el sacrificio del rey de Etruria; lo poco que vale Portugal separado de sus colonias; su ninguna utilidad para España; y he hecho una fiel pintura del horror que causaría a los pueblos cercanos al Pirineo la pérdida de sus leyes, libertades, fueros y lengua, y sobre todo el pasar a dominio extranjero.– He añadido: no podré yo firmar la entrega de Navarra por no ser el objeto de execración de mis compatriotas, como sería si constase que un navarro había firmado el tratado en que la entrega de Navarra a la Francia estaba estipulada...
»3.º Tratándose de fijar la sucesión de España, he manifestado lo que el rey N. S. me mandó que dijese de su parte; y también he hecho de modo que creo que quedan desvanecidas cuantas calumnias inventadas por los malévolos en ese país han llegado a inficionar la opinión pública en éste.
»4.º Por lo que concierne a la alianza ofensiva y defensiva, mi celo patriótico ha preguntado al príncipe de Benevento si se pensaba en hacer de España un equivalente a la Confederación del Rin, y en obligarla a dar un contingente de tropas, cubriendo este tributo con el decoroso nombre de tratado ofensivo y defensivo. He manifestado que nosotros estando en paz con el imperio francés no necesitamos para defender nuestros hogares del socorro de Francia; que Canarias, Ferrol y Buenos-Aires lo atestiguan; que el África es nula, &c.
»En nuestras conversaciones ha quedado ya como negocio terminado el del casamiento. Tendría efecto, pero será un arreglo particular de que no se tratará en el convenio de que se envían las bases.
»En cuanto al título de emperador que el rey N. S. debe tomar, no hay, ni había dificultad alguna. Se me ha encargado que no se pierda un momento en responder, a fin de precaver las fatales consecuencias a que puede dar lugar el retardo de un día en ponerse de acuerdo.
»Se me ha dicho que evite todo acto hostil, todo movimiento que pudiera alejar el saludable convenio que aun puede hacerse.
»Preguntado que si el rey N. S. debía irse a Andalucía, he respondido la verdad, que nada sabía. Preguntado también que si creía que se hubiese ido, he contestado que no, vista la seguridad en que se hallaban concerniente al buen proceder del emperador tanto los reyes como V. A.
»He pedido, pues se medita un convenio, que ínterin que vuelve la respuesta se suspenda la marcha de los ejércitos franceses hacia lo interior de la España. He pedido que las tropas salgan de Castilla; nada he conseguido; pero presumo que si viesen aprobadas las bases, podrán las tropas francesas recibir órdenes de alejarse de la residencia de SS. MM.
»De ahí se ha escrito que se acercaban tropas por Talavera a Madrid; que V. A. me despachó un alcance; a todo he satisfecho, exponiendo con verdad lo que me constaba.
»Según se presume aquí, V. E. había salido de Madrid acompañando los reyes a Sevilla; yo nada sé; y así he dicho al correo que vaya hasta donde V. A. esté. Las tropas francesas dejarán pasar al correo, según me ha asegurado el gran mariscal del palacio imperial. París, 24 de marzo de 1808.– Sermo. señor.– De V. A. S.– Eugenio Izquierdo.»
Esta carta, que cayó en manos de los enemigos de Godoy por haber llegado después del levantamiento de Aranjuez, se tuvo por un gran descubrimiento, y como tal la publicó Escóiquiz en su Idea sencilla. Lo era efectivamente para los que ignoraban toda la correspondencia anterior, que nosotros hemos dado a conocer.
{7} Acerca de esto dice Toreno solo lo siguiente: «Se asegura que el príncipe de la Paz fue de los que primero se convencieron de la mala fe de Napoleón y de sus depravados intentos.»– Pero no dice una sola palabra, ni del consejo extraordinario que con éste motivo provocó, ni menos de lo que en él propuso. De lo cual se queja, creemos que en esto con razón, Godoy en sus Memorias, puesto que lo que pasó en aquel Consejo se supo todo, y no pudo ignorarlo Toreno.
{8} Como de quien acababa de recibir un regalo de dos hermosos tiros de caballos, que más que dádiva de amigo parecía como anuncio o pronóstico de que no habría de tardar en necesitarlos para algún viaje forzoso.
{9} En ninguna parte se hallan tantas y tan interesantes noticias relativas al estado de la corte de España en los tres primeros meses de 1808, como en el tomo V de las Memorias del príncipe de la Paz. Refiérense allí, con una prolijidad que nosotros no podemos emplear en nuestra obra, todos los pasos oficiales y confidenciales, comisiones, consultas, cartas, consejos y conferencias que mediaron entre los personajes que figuraban en este prólogo del gran drama que estaba próximo a representarse. Aun contando con la parte de apasionamiento personal que se supone ha de haber en dichas Memorias, se encuentran en ellas datos y documentos útiles; y de el cotejo de éstos con otros que nosotros poseemos, y con los que nos suministran otros escritores, hemos hecho el resumen o extracto que damos en este capítulo.
Son importantes, entre otras noticias, las que da del Consejo de ministros celebrado en presencia del rey para tratar del remedio que se podría poner a los males que se veían venir, y de las opiniones que manifestó cada uno; de las últimas instrucciones que traía Izquierdo de París; de la carta del rey a Napoleón sobre ellas, que produjo la nota de Izquierdo de 24 de marzo que se interceptó; de la carta del príncipe de la Paz a Bonaparte, que volvió a recoger de Izquierdo por medio de un expreso despachado el 11 de marzo y que le alcanzó antes de Vitoria, pues podía comprometerle si se hacía mal uso de ella; de las instrucciones con que envió al teniente coronel de ingenieros don José Cortés cerca del marqués de Vallesantoro, gobernador de Pamplona, y al teniente coronel de artillería don Joaquín de Osma, cerca del conde de Ezpeleta, capitán general de Cataluña, sobre el modo como en uno y otro punto se habían de conducir con las tropas francesas, y para que averiguasen cuanto pudiesen de las intenciones de éstas, y le informasen de la opinión y el espíritu de los pueblos; del correo que expidió al capitán general de Valencia y Murcia, previniéndole sobre lo que había sucedido en Pamplona y Barcelona, y sobre los recelos que abrigaba de los designios del emperador de los franceses; de las nuevas que al propio tiempo se recibieron de haberse apoderado también de Roma los franceses de un modo semejante en febrero de 1808, &c. &c.– De todo esto nos maravilla que no hayan hecho uso los que en España han escrito historias particulares de estos sucesos, y que ni siquiera lo hayan apuntado como nosotros, siendo general nuestra historia, y no prestándose por su índole a tantas individualidades.