Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro IX ❦ Reinado de Carlos IV
Capítulo XXI
El tumulto de Aranjuez
Abdicación de Carlos IV. Proclamación de Fernando VII
1808
Quéjase Murat a Napoleón de ignorar su pensamiento respecto a España.– Respuesta del emperador.– Sospechas y recelos del príncipe de la Paz.– Proyecta y propone la retirada de los reyes a Andalucía.– Efectos que produce el anuncio de éste viaje.– Agitación en Aranjuez.– Proclama del rey.– Siguen los preparativos de marcha.– Primer tumulto en Aranjuez.– Es acometida la casa del favorito, y destruidos y quemados sus muebles.– Ocúltase Godoy.– Es descubierto y preso.– Condúcenle con gran riesgo de su vida al cuartel de guardias.– Conducta del príncipe Fernando.– Segundo alboroto.– Abdica Carlos IV la corona.– Reconocimiento de Fernando VII.– Alegría pública, turbaciones y excesos en Madrid.– Ídem en provincias.– Ministros del nuevo monarca.– Primeros actos de su gobierno.– Confiscación de los bienes de Godoy.– Es trasladado al castillo de Villaviciosa.– Entrada de Murat con el ejército francés en Madrid.– Entrada triunfal de Fernando VII.– Frenético entusiasmo de la población.– Conducta indiscreta de Murat.– Bando del Consejo.– Pide Murat a nombre de Napoleón la espada de Francisco I.– Solemne y humillante ceremonia de la entrega.– Vergonzosa correspondencia entre los reyes padres, la reina de Etruria su hija, y el general francés Murat.– Protesta de Carlos IV sobre su renuncia, y carta suya a Napoleón.– Confianza de Fernando VII en el emperador de los franceses.– Anuncia su próxima llegada a Madrid, y manda que le agasajen con esmero todas las clases del Estado.– No viene.– Diputación de tres magnates del reino para que vayan a felicitarle a Bayona.– Planes de Murat.– Proyecta que Fernando salga a encontrar a Napoleón.
Las intenciones de Napoleón respecto a España no eran todavía conocidas. Ignorábalas el mismo encargado de ejecutar su plan, su propio cuñado Murat, general en jefe de todas las fuerzas imperiales destinadas a España. El príncipe de la Paz, antiguo amigo suyo, le había dirigido dos cartas felicitándole cortésmente por su llegada, y haciéndole varias preguntas para ver de traslucir los proyectos de Napoleón; preguntas semejantes a las que le hacían las autoridades que le cumplimentaban. Murat, que de todos modos no habría revelado fácilmente el secreto, no tenía siquiera el mérito de la reserva, porque lo ignoraba él mismo; lo cual le colocaba en una situación embarazosa, sentía ofendido su amor propio, y le disgustaba en términos, que se resolvió a escribir a Bonaparte, manifestándole serle tan extraño como sensible que después de tantos años de servicios y de tan estrechos vínculos como a él le unían, no hubiera merecido su confianza; que aun no sabía en qué iba a emplear las tropas cuyo mando le había conferido; que si su propósito era derribar a Godoy y hacer que reinara Fernando, no habría cosa más fácil; y si se proponía cambiar la dinastía y dar a España un rey de su familia, tampoco encontraría en ello gran dificultad: que le diera instrucciones, en la seguridad de que serían ejecutadas cualesquiera que fueren. A lo cual le contestó Napoleón: «Cuando yo os mando que obréis militarmente, que tengáis vuestras divisiones reunidas y a punto de combatir… &c., ¿no son, por ventura, instrucciones? Lo demás no os incumbe, y si no os digo nada, es porque no debéis saberlo.»
El embajador Beauharnais seguía muy persuadido de que el plan de Napoleón era la caída del favorito, y acaso la de los reyes padres, y la elevación del príncipe de Asturias, fundiendo las dos dinastías por el matrimonio de éste con una sobrina de la emperatriz, y por consecuencia parienta suya. Bonaparte, que si bien antes había acariciado este proyecto no pensaba ya en él, se reía de la credulidad de su embajador. Mas como quiera que aquel pensamiento era el que halagaba más al pueblo español, que en su gran mayoría tenía los ojos, las esperanzas y el cariño puestos en su amado Fernando, dejaba al embajador que alimentara esta ilusión y fomentara y propagara estas ideas, las más propias para adormecerle. De aquí que el pueblo, lejos de recelar de la internación y aproximación de las tropas francesas, las recibía a ellas y a sus jefes con una inocente cordialidad; y si bien la ocupación alevosa de las plazas fronterizas debió alarmar y apercibir a muchos, y por más que no faltara un pequeño número de personas instruidas que penetrara las torcidas intenciones que tales actos dejaban adivinar, eran juicios que se oscurecían y débiles voces que se apagaban ante la general preocupación de que todo se enderezaba a efectuar la traslación de la corona a las sienes del príncipe que las masas adoraban y a la desaparición del valido que aborrecían.
Nadie, pues, conocía el verdadero propósito de Napoleón. No es extraño; no solo no le había confiado a persona alguna, sino que hoy es ya cosa averiguada que él mismo en aquella sazón aun no le había fijado y determinado. La intención del momento era aterrar la corte con su misterioso silencio y con la actitud de sus tropas. Si la corte aterrada abandonaba la capital, imitando a los príncipes portugueses, proporcionábasele apoderarse con facilidad de un trono que se daría por vacante. Si esto no sucedía, obraría con arreglo a las circunstancias, y a lo que dieran de sí los sucesos que el estado de la corte hacía a todo el mundo presagiar como inminentes, y a la perturbación que de ellos resultaría. Solo al príncipe de la Paz no se le ocultaba por lo menos una cosa, a saber, que cualquiera que fuese la resolución de Napoleón, había de ser en contra suya, de la reina María Luisa, y probablemente del mismo Carlos IV. Veíase, por otra parte, rodeado de enemigos en la corte. Comprendía que un llamamiento suyo a la nación para oponerse a los intentos del emperador había de ser más desoído que lo fue en otra ocasión, mucho más cuando de la intervención imperial muchos se prometían grandes bienes para el reino. Tomó, pues, el partido de aconsejar al rey el viaje a Andalucía, ya para desconcertar sus planes, ya para prepararse allí a la defensa, si la nación respondía a su llamamiento, ya en caso contrario para pasar a América y establecer allí el asiento del trono español, y asegurar por lo menos de este modo y con la presencia del monarca y de la real familia la conservación de aquellos dominios.
Cualesquiera que fuesen las ventajas de esta determinación en aquellas circunstancias, determinación que hoy los escritores más desafectos a la persona y gobierno de Godoy consideran como la más conveniente y acertada y como el consejo más atinado que podía darse al rey{1}, era en aquella sazón mirada por la muchedumbre como el mayor menosprecio que se podía hacer de la familia real, y como la mayor injuria y agravio que se podía inferir a una nación amante de sus reyes. Oponíase el príncipe de Asturias al proyectado viaje, y así era natural en quien esperaba, como lo esperaban sus adictos, que la intervención francesa se dirigiría solo contra Godoy y en provecho suyo. Mirábase pues el viaje como una resolución a que el favorito quería arrastrar violentamente al príncipe, como un insulto y una calamidad para el pueblo, a quien se intentaba privar de su único consuelo, de la presencia del que deseaba ver pronto soberano.
Habíanse observado preparativos de viaje en casa de doña Josefa Tudó, condesa de Castillo-Fiel, cuyas íntimas relaciones con el príncipe de la Paz eran sabidas, y de que hemos hecho mérito. El 13 de marzo se trasladó Godoy de Madrid a Aranjuez, donde se hallaban los reyes, y después de haber conferenciado con ellos, anunció Carlos IV a los demás ministros su resolución de retirarse a Sevilla, a lo cual manifestó oposición el ministro Caballero, cosa que parecería bien extraña, atendida su reciente conducta con el príncipe de Asturias en la causa del Escorial, si algo pudiera extrañarse en el carácter de quien ha tenido el poco envidiable privilegio de ser unánimemente pintado por todos con feos y odiosos colores. En el Consejo, vistas las órdenes expedidas al capitán general por el almirante generalísimo, se acordó también exponer reverentemente al rey las consecuencias fatales que podía tener viaje tan precipitado.
Contrariábale igualmente el embajador francés, haciendo propalar que de este modo se querían destruir las miras del emperador para con el príncipe de Asturias. Y entretanto crecía en Aranjuez la agitación y la efervescencia: la gente se agolpaba por las calles y a las avenidas del palacio; veíanse semblantes siniestros; el rey temió, y para calmar los ánimos hizo publicar la proclama siguiente:
«Amados vasallos míos: vuestra noble agitación en estas circunstancias es un nuevo testimonio que me asegura de los sentimientos de vuestro corazón; y yo, que cual padre tierno os amo, me apresuro a consolaros en la actual angustia que os oprime. Respirad tranquilos; sabed que el ejército de mi caro aliado el emperador de los franceses atraviesa mi reino con ideas de paz y de amistad. Su objeto es trasladarse a los puntos que amenaza el riesgo de algún desembarco del enemigo; y que la reunión de los cuerpos de mi guardia, ni tiene el objeto de defender mi persona, ni acompañarme en un viaje que la malicia os ha hecho suponer como preciso. Rodeado de la acendrada lealtad de mis vasallos amados, de la cual tengo tan irrefragables pruebas, ¿qué puedo yo temer? Y cuando la necesidad urgente lo exigiese, ¿podría dudar de las fuerzas que sus pechos generosos me ofrecerían? No; esta urgencia no la verán mis pueblos. Españoles, tranquilizad vuestro espíritu: conducíos como hasta aquí con las tropas del aliado de vuestro buen rey, y veréis en breves días restablecida la paz de vuestros corazones, y a mí gozando la que el cielo me dispensa en el seno de mi familia y vuestro amor. Dado en mi palacio real de Aranjuez, a 16 de marzo de 1808.– Yo el Rey.– A don Pedro Cevallos.»
La proclama estaba en contradicción con los pasos y disposiciones oficiales dadas por el príncipe generalísimo; pero el pueblo, viendo en ella una especie de retractación del intentado viaje, se entusiasmó, y agolpándose en la plaza y jardines del palacio, comenzó a victorear alborozado al rey y a la reina, que juntos se asomaron a los balcones a recibir los plácemes de la muchedumbre. Pero fue de poca duración esta alegría. La orden de trasladarse la guarnición de Madrid al sitio no se había revocado, y aquella misma noche llegaron varios cuerpos, y otros continuaron entrando en Aranjuez a la mañana siguiente. Al propio tiempo infundía esperanzas a unos, daba temor a otros, y estimulaba en opuesto sentido a todos, la noticia de que las tropas francesas se adelantaban con cierta rapidez. Y era así que Murat se acercaba por Aranda a Somosierra, mientras que Dupont desde Valladolid se dirigía a Segovia y al Escorial. Movió esto a Godoy a precipitar los preparativos de marcha, así como, observados éstos por el pueblo, produjeron en él más irritación, por lo mismo que se creyó engañado con la proclama del día anterior, que en verdad no admite más explicación ni disculpa que la perplejidad y turbación que en tales circunstancias y momentos dominaban al rey. Aranjuez se había llenado de gente de Madrid y de los pueblos; veíanse cruzar y bullir hombres cuyos torvos semblantes y fea catadura anunciaban siniestros intentos; esparcíanse por la plebe las voces y especies más alarmantes; y como se decía que la marcha estaba dispuesta para aquella noche, el paisanaje rondaba voluntariamente y vigilaba la morada del príncipe de la Paz, capitaneado por el conde del Montijo bajo el nombre y disfraz del tío Pedro; personaje inquieto y bullicioso, dado a figurar y hacer papel en tumultos y asonadas.
En cuanto al príncipe de Asturias, es fama haber dicho a un guardia de corps de su confianza: «Esta noche es el viaje, y yo no quiero ir.» Y añádese haber advertido de ello a su amigo el oficial de guardias don Manuel Francisco Jáuregui, quien en consecuencia de esta manifestación se supone haberse puesto de acuerdo con oficiales de su cuerpo y de otros para impedir la partida de la familia real{2}. De cualquier modo que fuese, todos (se añade) estaban prevenidos y al cuidado, cuando entre once y doce de la noche se vio salir de la casa de Godoy un carruaje con escolta de su guardia. Iba en él muy tapada la que era tenida por su dama, doña Josefa Tudó, y como el paisanaje que detuvo el coche se empeñara en descubrirla, oyose un tiro disparado al aire, que unos atribuyeron al oficial Truyols que la acompañaba, para asustar al grupo que los detenía, otros al guardia Merlo, para avisar a los conjurados. Es lo cierto que éstos lo tomaron por señal, a que pudo contribuir la coincidencia, que nosotros creemos casual, de haberse observado luz en una de las ventanas del aposento del príncipe de Asturias que miraban a aquella parte. Un trompeta apostado preventivamente tocó a caballo, y al momento se vio correr tropa y pueblo a tomar las avenidas y puntos por donde el viaje podía emprenderse. Levantose furiosa gritería; soldados desbandados, paisanos de siniestras trazas, y entre ellos criados de palacio y monteros del infante don Antonio, se dirigieron con gran estrépito a la casa de Godoy, atropellaron su guardia, entráronla a saco, arrojando por las ventanas para dar alimento a una grande hoguera los muebles y objetos más preciosos que adornaban aquellos salones, sin guardar ni ocultar para sí cosa alguna. Los collares, cruces y veneras, distintivos de las dignidades a que el valido había sido ensalzado, eran preservadas para entregarlas al rey; indicio grande, dice con razón un narrador de estos sucesos, de que entre la multitud había gente de más elevada esfera que sabía distinguir de objetos, y que ejercía ascendiente sobre la muchedumbre para hacérselos respetar. Godoy no fue encontrado, por más que con frenética rabia se escudriñaron hasta las piezas más recónditas de la casa, por lo que se creyó que había logrado salir por alguna puerta desconocida, y ponerse en salvo. Y para demostrar que él solo era el objeto de las iras populares, los mismos amotinados condujeron a su esposa y a su hija al palacio, no solo con el mayor miramiento, sino tirando los hombres mismos de su berlina. Satisfecho aquel primer arranque de odio y de venganza, retiráronse los unos a sus cuarteles, los otros a sus viviendas, quedando la saqueada casa custodiada por dos compañías de guardias españolas y walonas para evitar nuevas tropelías.
Al otro día (18 de marzo) se expidió y publicó el siguiente real decreto: «Queriendo mandar por mi persona el ejército y la marina, he venido en exonerar a don Manuel Godoy, príncipe de la Paz, de sus empleos de generalísimo y almirante, concediéndole su retiro donde más le acomode. Tendreislo entendido, y lo comunicareis a quien corresponda.– Aranjuez, 18 de marzo de 1808.– A don Antonio Olaguer Feliú.» Y aquel mismo día escribió también el rey a Napoleón, dándole cuenta de todo, y haciéndole nuevas protestas de afecto y fidelidad. El pueblo arrebatado de júbilo con la exoneración de Godoy corrió hacia el palacio a victorear a la familia real. Pasose aquel día sin otro exceso de parte de los sublevados que haberse apoderado de la persona de don Diego Godoy, hermano del perseguido príncipe, coronel de guardias españolas, y arrestádole en el cuartel, maltratándole y despojándole de sus insignias. Hízolo la misma tropa, y se celebraba el hecho, sin reparar entonces en las funestas consecuencias y en la honda herida que con él se abría a la disciplina militar.
Recelosos no obstante los reyes de los síntomas de inquietud que aun se observaban (que no había nada que aborrecieran tanto y que tanto les impusiera como los tumultos populares), hicieron a los ministros pasar aquella noche en palacio. No se alteró en la noche el sosiego; mas por la mañana el príncipe de Castelfranco y dos capitanes de guardias, el conde de Villariezo y el marqués de Albudeite, avisaron a los monarcas haberles sido revelado confidencialmente bajo palabra de honor por otros oficiales que para la noche próxima se preparaba otro tumulto más recio que el de la anterior. Preguntados por el ministro Caballero si respondían ellos de su tropa, contestaron encogiéndose de hombros, «que solo el príncipe de Asturias podía componerlo todo.» Entonces acordaron los reyes llamar a su hijo, que avisado por Caballero se presentó en efecto en la regia cámara. Rogáronle sus padres hiciese por impedir que estallase un nuevo alboroto, y él lo prometió así, ofreciendo que haría volver a Madrid a muchas personas de las que promovían la perturbación, que hablaría a los segundos jefes de la casa real, que esparciría sus propios criados por la población para que aquietaran la efervescencia; y así lo comenzó a hacer, no advirtiendo que aquellos mismos ofrecimientos y aquella conducta daba ocasión a que la malicia le supusiera en connivencia con los sediciosos, ya que no avanzara hasta considerarle como el alma de todos aquellos movimientos.
Pero un suceso inesperado vino en aquella misma mañana a frustrar tan buen propósito. El príncipe de la Paz, a quien se suponía fugado y en salvo, había sido descubierto y cogido. Verificose del modo siguiente. En la noche que fue asaltada su casa se disponía a acostarse cuando sintió la gritería de los que la habían invadido. En su aturdimiento cubriose con un capote de bayetón que encontró a la mano, tomó un panecillo de la mesa en que acababa de cenar, y echó en los bolsillos las pistolas y el dinero que pudo recoger en tan apurados momentos. Intentó pasar a la casa contigua, que era de la duquesa viuda de Osuna, pero no hallando franca la puerta oculta que a ella conducía, determinó esconderse en lo más recóndito de la suya, subiose a los desvanes, y se escondió dentro de un rollo de esteras que allí había. En aquel oscuro y pobre escondite, casi sin poder respirar, sin saber lo que fuera, ni aun dentro de su propia casa sucedía, temiendo a cada momento la muerte, permaneció en la más horrible inquietud y martirio por espacio de treinta y seis horas, al cabo de las cuales, no pudiendo sufrir más su angustiosa posición y la sed que le atormentaba, resolviose a salir de tan ahogado asilo; mas con tan poca fortuna que en el primer salón a que bajó fue reconocido por el centinela de Guardias Walonas, el cuál gritó a las armas, e instantáneamente acudieron sus compañeros, que rodearon al desgraciado fugitivo. Debilitado éste por la vigilia y la fatiga, o temiendo acaso empeorar su suerte, no hizo uso de las armas, prefiriendo entregarse, confiándose al honor militar de los que habían sido sus subordinados.
La guardia hizo su deber reprimiendo al populacho, que sabedor de la prisión de Godoy se agolpó de nuevo a su casa con aire de fiera hostilidad. Al conducirle luego al cuartel de Guardias de Corps para ponerle en seguridad y someterle al fallo de las leyes, fuele menester a la escolta todo género de esfuerzos para librarle de ser atropellado y asesinado por la plebe, que armada de palos, chuzos, picas y otros instrumentos, pugnaba por herirle por entre los caballos y los guardias, costándoles a éstos mucho trabajo escudarle, y no pudiendo aun así evitar que le punzaran e hirieran varias veces en la larga travesía desde su casa al cuartel, donde llegó magullado, herido y contuso, y casi sin aliento ni respiración. Noticioso el rey de todo esto, llamó al príncipe Fernando, y le ordenó que corriera a salvar a su desdichado y asendereado amigo.
El príncipe llegó al cuartel; con su presencia se contuvieron los sediciosos; acercose a Godoy, y ostentando poder y protección le dijo: «Yo te perdono la vida.» Preguntole entonces el preso con una serenidad que no era de esperar en su situación: «¿Sois ya rey?– Todavía no, contestó el de Asturias, pero pronto lo seré.» Palabras que por la honda significación que ha podido atribuírseles en aquellos acontecimientos habría hecho mejor en no pronunciar. El pueblo se aquietó, y se retiró bajo la seguridad que le dio el príncipe de que el preso sería juzgado y castigado conforme a las leyes, y Godoy se quedó solo, meditando y discurriendo, en medio de su abatimiento, sobre la suerte que le estaría deparada{3}.
Es siempre la caída de un privado, a quién se ve derrumbarse de la cumbre del valimiento y del poder al abismo de la impotencia y del infortunio, un acontecimiento ruidoso, que hace honda sensación en los contemporáneos que le presencian, que habla con elocuencia a los venideros, que debe servir de escarmiento a los ambiciosos, de lección a pueblos y reyes; pero que no sorprende ni sobrecoge al historiador, a cuya memoria se agolpan los ejemplos de otros tiempos y siglos, y que sabe ya y está viendo venir el término fatal de las privanzas y el desventurado fin de los que en alas de un favor ciego y de una monstruosa fortuna se dejan remontar a tan desmedida altura. Suele haber semejanza grande en la manera de despeñarse los regios validos: hubo, no obstante, en la caída de Godoy, la especial circunstancia de haber sido derrocado por el odio y la fuerza material del pueblo, sin perder el favor y la gracia de los reyes. Mas no nos detengamos ahora en reflexiones, y sigamos el hilo de los sucesos.
Parecía que asegurada la persona de Godoy en el cuartel, y retirado el pueblo, debería haberse dado éste por satisfecho y por sosegados y terminados los tumultos; pero no fue así. A eso de las dos de la tarde del mismo día 19, viose parar a la puerta del cuartel de Guardias un coche de colleras, tirado por seis mulas. Corriose instantáneamente la voz de que el carruaje iba destinado por orden del rey para trasladar al preso a la ciudad de Granada. Agolpáronse otra vez las turbas, abalanzáronse a cortar los tirantes, destrozaron el coche y mataron alguna de las mulas; tal era el temor de que se les escapara la víctima. No se ha explicado todavía la aparición de aquel carruaje: los reyes negaron siempre que hubiese sido llevado de orden suya; los escritores se limitan en general a referir el hecho, y solo alguno indica que pudo ser trama de los mismos jefes de la conjuración para acabar de intimidar a los atribulados monarcas a quienes tanto horrorizaba la idea de los motines y asonadas populares. Es lo cierto que aquella misma tarde, y con ocasión del alboroto, oyó el rey de boca de algunos de los que tenía por más amigos y leales la palabra abdicación en son de consejo y como recurso necesario y medio el más conveniente para salir de situación tan aflictiva. Discurrió el harto acongojado monarca que cuando así le hablaban los que hasta entonces se le habían mostrado más adictos, debía considerarse abandonado de todos. Y así convocando a los ministros para las siete de aquella misma noche, y llamando también a su hijo, a presencia de todos se despojó de la diadema y la colocó en las sienes del príncipe heredero, llevando firmado el decreto siguiente: «Como los achaques de que adolezco no me permiten soportar por más tiempo el grave peso del gobierno de mis reinos, y me sea preciso para reparar mi salud gozar en un clima más templado de la tranquilidad de la vida privada, he determinado, después de la más seria deliberación, abdicar mi corona en mi heredero y muy caro hijo el príncipe de Asturias. Por tanto, es mi real voluntad que sea reconocido y obedecido como rey y señor natural de todos mis reinos y dominios. Y para que este mi real decreto de libre y espontánea abdicación tenga su exacto y debido cumplimiento, lo comunicareis al Consejo y demás a quien corresponda.– Dado en Aranjuez, a 19 de marzo de 1808.– Yo el Rey.– A don Pedro Cevallos.{4}»
Mientras que en virtud de esta disposición, y retirado el príncipe a su cuarto, después de besar la mano a su padre, era saludado como rey, y recibía como tal los homenajes de los ministros, grandes, y jefes de palacio y del ejército, difundiose la noticia con increíble rapidez por la población, causando universal alegría; el pueblo acudió de nuevo a la plaza de palacio ansioso de ver y victorear al nuevo rey, que salió al balcón a gozar de las aclamaciones de aquellas entusiasmadas gentes.
En Madrid, tan pronto como se supo en la tarde del 19 la prisión de don Manuel Godoy, formáronse numerosos grupos en la plazuela del Almirante, así llamada por estar en ella la casa del que había tenido y acababa de perder aquella dignidad. La gritería de vivas al rey y de mueras a Godoy hacía augurar una escena semejante a la de Aranjuez, que pronto se realizó acometiendo los amotinados su casa, encendiendo a la puerta una hoguera, y arrojando a ella por las ventanas cuantos muebles y preciosidades hubieron a las manos, sin reservar nadie nada para sí, y gritando y gozando solo con ver cómo los consumían las llamas. En seguida, repartidos en pelotones, y con hachas encendidas, tomaron varios rumbos, y repitieron la misma escena en varias otras casas, señaladamente en las de la madre de Godoy, de su hermano don Diego, de su cuñado el marqués de Branciforte, de los ex-ministros Álvarez y Soler, de don Manuel Sixto Espinosa, y de don Francisco Amorós. Como en la de éste último se encontrase un paquete de papeles que contenía la correspondencia de Godoy con don Domingo Badía, célebre por su expedición a Marruecos con el nombre de Alí-Bey, en la cual había el plano o croquis de la posesión de Semelalia regalada por Muley Solimán al fingido árabe, junto con un firman y otros documentos, prendiose a Amorós, esparciéndose por el vulgo la voz de haberse descubierto una conspiración de Godoy, para vender la España al bey de Argel o al emperador de Marruecos. La noticia de la abdicación de Carlos IV y del ensalzamiento de Fernando llegó aquella misma noche a hora ya muy avanzada, y la supieron pocos. Mas como al siguiente (20 de marzo) fuese domingo, y el Consejo la hiciera anunciar de oficio y por carteles, creció el regocijo y la algazara hasta rayar en frenesí, paseando por todas las calles el retrato del nuevo soberano, y colocándole por último en la fachada de la casa de la Villa; pero mancharon la función con tales excesos, que el Consejo tuvo que intervenir para reprimirlos, y mandar cesar tales demostraciones.
Repetíanse como eco en las provincias, según que la nueva iba a ellas llegando, las fiestas populares, y también los desórdenes y motines, siendo pocos los pueblos en que hubiera regocijo sin asonada. Lo común era arrancar el retrato de Godoy, que solía estar puesto en las salas de las Casas Consistoriales, y arrastrarle o quemarle en medio de la gritería y de la zambra de la plebe. Fue notable lo que sucedió en Sanlúcar de Barrameda. El famoso jardín de Aclimatación, en que habían ya arraigado y prosperaban los árboles, plantas y producciones más apreciables y útiles de todas las partes del mundo, una de las creaciones que más honraban al príncipe de la Paz, como honrarían a cualquiera que hubiese realizado tan beneficioso pensamiento, fue destruido en aquellos días de exaltación popular en odio al creador de aquel utilísimo establecimiento. Arranques propios de un pueblo de más sentimiento todavía que ilustración, y en quien el corazón prevalecía sobre el discurso.
Aunque en aquellos momentos de general entusiasmo nadie parecía reparar en el modo y forma con que el rey había hecho su abdicación, ni ocurrirse si un acto de tamaña trascendencia había sido ejecutado en plena libertad o arrancado por la violencia o por el miedo, el Consejo, sin embargo, le pasó a informe de los fiscales en conformidad a su antiguo formulario; paso que el público entonces censuró, y que los ministros del nuevo monarca reprendieron severamente, ordenando al Consejo que inmediatamente le publicase, como así lo hizo, obedeciendo a un mandato con que se creyó libre de toda responsabilidad. Si en aquellos momentos el sentimiento nacional demostrado por la fervorosa alegría que embargaba al pueblo parecía poder suplir la falta de las formalidades que antiguamente habían acompañado en España a estos actos, y si entonces no podía pensarse en que se congregaran las cortes del reino, porque nada estaba más distante de las ideas de los ministros del nuevo monarca que este paso legal, hubiera sido no obstante muy conveniente para obviar ulteriores cuestiones haber puesto a la renuncia de Carlos IV un sello de legitimidad. Pues si bien el rey manifestó al ministro de Rusia la libertad con que había obrado, por una parte se habrían evitado las objeciones de haberse hecho en medio de una sedición, y por otra se habría quitado el valor que quisiera darse a las protestas que después se dieron a luz, y de que luego tendremos ocasión de hablar.
Reconocido Fernando VII como rey de España en la tarde del 19 de marzo en el palacio de Aranjuez de la manera que hemos dicho, conservó al pronto los ministros de su padre, y rehabilitó a los consejeros y demás magistrados de los tribunales del reino. El ministro de Estado, don Pedro Cevallos, presentó la dimisión de su cargo, pero el rey no se la admitió, por las razones que en el real decreto expresaba, y que son notables. «Pues me consta muy bien, decía, que sin embargo de estar casado con una prima hermana del príncipe de la Paz, don Manuel Godoy, nunca ha entrado en las ideas y designios injustos que se suponen en este hombre, y sobre los que he mandado se tome conocimiento, lo que acredita tener un corazón noble y fiel a su soberano, y del cual no debo desprenderme; siendo mi voluntad que así se publique, y llegue a noticia de todos mis vasallos.{5}» Quedó también al frente de la Marina el anciano y respetable don Francisco Gil y Lemus. Pero el de Hacienda, don Miguel Cayetano Soler, fue luego reemplazado por don Miguel José de Azanza, antiguo virrey de Méjico. Sustituyó en el ministerio de la Guerra a don Antonio Olaguer Feliú el general don Gonzalo O’Farril, recién venido de Toscana, donde había estado mandando una división española. Y por último, cayó también a los pocos días el marqués Caballero bajo el peso de la general execración, no obstante sus artificiosas y ruines evoluciones para sostenerse, habiendo sido sucesiva y alternativamente ejecutor servil de los caprichos licenciosos de la reina, adulador y enemigo del príncipe de la Paz, incitador de las iras de los reyes padres contra el hijo en el Escorial, conspirador en favor del hijo contra los padres en Aranjuez, siempre perseguidor del mérito y siempre pronto a marchar por donde soplara el viento de la fortuna. Mas no cayó como merecía, puesto que pasó a la presidencia de uno de los Consejos. Reemplazole en el ministerio de Gracia y Justicia el antiguo consejero don Sebastián Piñuela.
Uno de los primeros actos de gobierno del nuevo soberano fue alzar el confinamiento y llamar a la corte a todos los complicados en la causa del Escorial, y honrarlos con distinciones y altos empleos. Así, después de tantos afanes y de tantas tramas rotas y deshechas, logró el antiguo maestro de Fernando, el canónigo don Juan Escóiquiz salir del monasterio del Tardón para venir a tomar asiento en el Consejo de Estado, y ceñir la gran cruz de Carlos III. El duque del Infantado fue nombrado coronel de Guardias españolas y presidente del Consejo de Castilla. Y el de San Carlos, de quien solía decir la reina María Luisa que era el más falso de todos los amigos de su hijo, fue por lo del Escorial nombrado mayordomo mayor de palacio en lugar del marqués de Mos. Fueron igualmente alzados sus destierros a don Mariano Luis de Urquijo, al conde de Cabarrús, y al sabio y virtuoso Jovellanos, que tantos años llevaba de inmerecidos padecimientos: acto laudable de justísima reparación, que firmó todavía el ministro Caballero, el mismo que había suscrito todas las órdenes de su prisión y de sus privaciones. También se mandó publicar la sentencia absolutoria de los procesados en la causa del Escorial, con un cortísimo y defectuoso resumen de los antecedentes y procedimientos, cual entonces convenía que se hiciese{6}.
Por el contrario, comenzó de recio la persecución oficial contra el príncipe de la Paz y sus allegados, parientes y amigos, empezando por un real decreto (21 de marzo, 1808), en que se mandó confiscar todos los bienes, efectos, derechos y acciones de don Manuel Godoy, no obstante que las leyes del reino entonces vigentes solo autorizaban el embargo, y no la confiscación, aun por delitos de lesa majestad, a no preceder juicio y sentencia legal. En esta persecución fueron envueltos don Diego Godoy, hermano del príncipe, el ex-ministro de Hacienda Soler, el director de la Caja de consolidación Espinosa, el tesorero general Noriega, el ex-intendente de la Habana Viguri, el corregidor de Madrid Marquina, el canónigo y literato Estrada, y el fiscal que había sido de la causa del Escorial, don Simón de Viegas. Muchos de éstos no tenían otro delito que haber sido amigos y servidores más o menos solícitos de Godoy. El desgraciado Viegas tuvo la lamentable debilidad de hacer, en el principio del reinado de Fernando, una retractación pública y solemne de su primera acusación en una humilde representación que dirigió al rey: inconsecuencia lastimosa, de muchos mirada como una mancha con que deslustró el brillo de su lucida y honrosa carrera de magistrado, ya se explicara por el temor al poder del valido que hubiera podido influir en su primer documento, ya por la influencia que en su segundo escrito pudiera ejercer el enojo del nuevo monarca y el miedo a los hombres de su gobierno{7}.
Expidiéronse en aquellos mismos días y casi al mismo tiempo varios otros decretos: uno, mandando que las cosas y el gobierno de la marina volvieran al ser y estado que tenían antes de la creación del almirantazgo, y estableciendo un Consejo supremo presidido por el mismo rey: otro, suprimiendo la superintendencia general de policía creada el año anterior: otro, mandando extender un informe de los caminos y canales que hubiese en construcción y en proyecto, y que se le propusieran los medios de concluir el canal de Manzanares y de traer a Madrid las aguas del río Jarama: y por último, otro, que era el más importante, mandando suspender la venta del sétimo de los bienes eclesiásticos, concedida por bula pontificia. Pero de estas providencias, conocidamente encaminadas, las unas solo a echar por tierra lo existente en odio a la administración pasada, las otras a ganar una efímera popularidad, y sobre todo a lisonjear al clero, descubriéndose en todas ellas el principio de un sistema de reacción, no se hizo entonces mucho caso, preocupados los ánimos con otros acontecimientos que embargaban la atención pública.
A los cuatro días de su prisión en el cuartel de Guardias de Aranjuez, y aun no restablecido de la herida que había recibido en la frente, fue trasladado el príncipe de la Paz al castillo de Villaviciosa (23 de marzo), con escolta de guardias de corps mandada por el marqués de Castelar, no sin que hubiera necesidad de emplear cierta maña para preservarle del riesgo en que podía y se tiene por cierto que intentaba poner su vida algún nuevo tropel de asesinos al verificar la traslación. Dejemos ahora al príncipe de la Paz, aposentado primero en una alegre pieza de su nueva prisión, y mudado pronto al estrecho y oscuro oratorio de aquel alcázar, incomunicado y vigilado siempre por centinelas, para dar cuenta de los movimientos del ejército francés en aquellos días, y del comportamiento de la corte y del pueblo español con él.
Dejamos a Murat y a Dupont avanzando hacia Madrid, por Somosierra el uno, por Segovia y Guadarrama el otro. Seguían a aquél las tropas del mariscal Moncey, y los puntos que éstas iban dejando los ocupaban las del general Bessiéres. Los sucesos de Aranjuez habían avivado en Murat los deseos de entrar pronto en Madrid. Lejos de oponerse a ellos el rey Fernando, nombró y comisionó al duque del Parque, grande de España, y teniente general de sus reales ejércitos, para que fuese a cumplimentarle en su cuartel general, y le obsequiara y acompañara a su entrada en la capital del reino. Entró en efecto el gran duque de Berg en Madrid el mismo día 23 de marzo, con la caballería de la Guardia imperial y lo más escogido y brillante de su tropa, rodeado de lujoso séquito de ayudantes y oficiales de Estado Mayor, «acudiendo un gentío innumerable a presenciar y celebrar la entrada de nuestros aliados, que fueron recibidos con todas las demostraciones de júbilo y amistad que corresponde a la estrecha y más que nunca sincera alianza que une a los dos gobiernos.{8}»– «El público de Madrid, decía la Gaceta siguiente, ve con complacencia alojados dentro de sus muros a los héroes de Eylau, de Dantzick y de Friedland; admira la gallardía y estado brillante de las tropas después de tantas fatigas y marchas, y no puede menos de elogiar el buen orden y disciplina que reina en todas ellas. S. A. I. el gran duque de Berg, y a su ejemplo los generales y jefes, se esmeran en mantener y fortificar por todos los medios posibles el buen espíritu de sus soldados y la excelente conducta que observan. En cambio los habitantes de Madrid cumplen a porfía con los sagrados deberes de la hospitalidad, y el gobierno mira con la mayor satisfacción esta armonía y fraternidad entre los individuos de dos pueblos aliados y unidos entre sí, no menos por el mútuo aprecio que por el interés de la causa común.»
Colmose la alegría del pueblo con el aviso que se le dio de que al día siguiente (24 de marzo) haría el nuevo monarca su entrada pública y triunfal en Madrid. Tal era el ansia de verle que parecía quererse forzar al tiempo a que corriera más veloz que de ordinario. Aquella misma noche se llenó el camino de Aranjuez de un inmenso gentío, a pie, a caballo y en carruajes, que renunciaba gustosamente al sueño por el placer de anticiparse a otros a satisfacer el afán de ver al idolatrado Fernando. Brilló al fin para todos en azulado cielo el sol que había de alumbrar uno de los más tiernos y grandiosos espectáculos que pueden presenciar las naciones. Unánimemente afirman todos los que presenciaron la magnífica escena de aquel día que no hay lengua ni pluma capaz de describirla ni aun imperfectamente, que es imposible pintar el cuadro que ofrecía el delirante júbilo del pueblo, la alegría de todos los semblantes, muchos de ellos surcados con lágrimas de gozo, el clamoreo universal de las voces, confundidas con el estampido del cañón, con el eco armonioso de las músicas y el sonido desacorde de las campanas, las señoras agitando sus pañuelos y derramando flores por toda la carrera, los hombres tendiendo sus capas para que las hollara el caballo del rey, y abalanzándose a abrazar a éste las rodillas… La embriaguez del entusiasmo era general. Seis horas tardó en el tránsito desde la puerta de Atocha hasta palacio. Jamás monarca alguno pudo gozar de más sencillo y lisonjero triunfo, ni ninguno pudo contraer obligación más sagrada de corresponder a tan desinteresado amor de su pueblo.
Solo disgustó en aquella fiesta el antojo impertinente de Murat de hacer maniobrar algunas de sus tropas en varios de los puntos por donde había de pasar el rey. Lo cual, unido al hecho de trasladarse, por sí y sin contar con autoridad alguna, de su alojamiento en el Buen Retiro a la antigua casa del príncipe de la Paz, desagradó e hirió en su amor propio al vecindario de Madrid. Y agregándose a esto la circunstancia de ser el embajador francés el único individuo del cuerpo diplomático que no había reconocido todavía al nuevo monarca, una parte del pueblo comenzó a ver los franceses con ojos no tan favorables como antes. Pero la mayoría, la corte, la Gaceta del gobierno seguían congratulándose de la venida y de la estancia de sus huéspedes, y si algo censurable veían en su conducta, todo lo achacaban a intrigas y manejos de Godoy. Era tal la ceguedad de la corte, que si algún habitante manifestaba con dichos o con hechos algún recelo de las tropas extranjeras, inmediatamente acudía a prevenir o cortar cualquier desavenencia con bandos como el siguiente que hizo publicar el Consejo:
«Al paso que el rey N. S. se ha complacido en ver el general agasajo con que se ha esmerado el pueblo de Madrid en recibir y tratar a las tropas de su íntimo y augusto aliado el emperador de los franceses, acuarteladas en su recinto, ha sentido que la imprudencia o la malignidad de algún corto número de personas haya intentado perturbar dicha buena armonía. Y como esta perjudicial conducta, tan ajena del honrado y generoso modo de pensar de todo español, nace quizá en algunos de una infundada y ridícula desconfianza acerca del intento con que dichas tropas permanecen en la corte y en otros pueblos del reino, no puede menos de advertir y asegurar por última vez a sus vasallos, que deben vivir libres de todo recelo en esta parte; y que las intenciones del gobierno francés, arregladas a las suyas, lejos de amenazar la menor hostilidad, la menor usurpación, son únicamente dirigidas a ejecutar los planes convenidos con S. M. contra el enemigo común. Esta explicación debe bastar a todo hombre sensato para tranquilizarle, y hacerle mirar con la debida atención a tan estimables huéspedes; pero si hay alguno tan temerario y tan enemigo de ambas naciones, que en adelante se arroje a perturbar con el menor exceso, de hecho o de palabra, esta amistosa y recíproca correspondencia, se hace saber al público que será irremisiblemente castigado con el mayor rigor y prontitud por un gobierno, que será paternal para los vasallos leales y obedientes, pero que, firme y justiciero, sabrá hacerse temer de los que tengan la osadía de faltarle al respeto.{9}»
Pero otra prueba de mayor y más vergonzosa humillación se había dado en aquellos días, no obstante la conducta sospechosa de Murat, capaz de abrir los ojos al más ciego. Dejemos que nos lo cuente la Gaceta misma de Madrid para que pueda ser creído.
S. A. I. el gran duque de Berg y de Cléves había manifestado al Excmo. Sr. don Pedro Cevallos, primer secretario de Estado y del despacho, que S. M. I. el emperador de los franceses y rey de Italia gustaría de poseer la espada que Francisco I rey de Francia rindió en la famosa batalla de Pavía, reinando en España el invicto emperador Carlos V, y se guardaba con la debida estimación en la Armería real desde el año 1525, encargándole que lo hiciese así presente al rey N. S. Informado de ello S. M., que desea aprovechar todas las ocasiones de manifestar a su íntimo aliado el emperador de los franceses el alto aprecio que hace de su augusta persona y la admiración que le inspiran sus inauditas hazañas, dispuso inmediatamente remitir la mencionada espada a S. M. I. y R.; y para ello creyó desde luego que no podía haber conducto más digno y respetable que el mismo Sermo. Sr. gran duque de Berg, que formado a su lado y en su escuela, e ilustre por sus proezas y talentos militares, era más acreedor que nadie a encargarse de tan precioso depósito, y a trasladarle a manos de S. M. I.– A consecuencia de esto, y de la real orden que se dio al Excmo. Sr. marqués de Astorga, caballerizo mayor de S. M., se dispuso la conducción de la espada al alojamiento de S. A. I. con el ceremonial siguiente: –En el testero de una rica carroza de gala se colocó la espada sobre una bandeja de plata, cubierta con un paño de seda de color punzó, guarnecido de galón ancho brillante, y fleco de oro; y al vidrio se pusieron el armero mayor honorario don Carlos Montargis y su ayuda don Manuel Trotier. Esta carroza fue conducida por un tiro de mulas, con guarniciones también de gala, y a cada uno de sus lados tres lacayos del rey, con grandes libreas, como asimismo los cocheros. En otro coche, también con tiro, y dos lacayos a pié, como los seis expresados, iba el Excmo. Sr. caballerizo mayor, acompañado del Excmo. Sr. duque del Parque…{10}
Basta. Confesamos faltarnos serenidad para acabar de trascribir tan degradante documento; que si con el hecho de la entrega de aquel insigne trofeo de las glorias españolas quedaba harto escarnecida la dignidad nacional, no se puede leer sin bochorno y sin ira la vergonzosa descripción de aquella pomposa ceremonia estampada en el Diario oficial del gobierno… Verdad es que en aquellos tristes días parecía haberse alejado y desaparecido de la atmósfera que circundaba al poder caído y al poder naciente todo sentimiento de dignidad patria y hasta de delicadeza individual, que mortifica y hace padecer al historiador español, siquiera se limite a las más precisas indicaciones de lo que acontecía en tan turbio y aciago período. Veamos ahora la conducta de los reyes que acababan de descender del solio: veremos luego la del hijo que a él acababa de ser ensalzado.
Conocida es ya hoy, con harta pena de quien abriga sentimientos españoles, la correspondencia que a los dos o tres días de la abdicación se había entablado entre las dos reinas, madre e hija, de España la una y de Etruria la otra, y el mismo Carlos IV con el gran duque de Berg, y de éste con su ayudante general Monthion, enviado por él a Aranjuez desde el Molar donde se hallaban. El deseo de salvar la vida y aliviar la triste situación del príncipe de la Paz, acaso alguna esperanza de recobrar la autoridad perdida, el recuerdo de la antigua amistad de Murat con Godoy, y el desvío que en el general francés se traslucía hacia el nuevo monarca, inspiraron sin duda a los reyes caídos la idea de dirigirse a él y de implorar su protección, como a la única tabla de salvamento en aquel deshecho naufragio. Comenzó aquella correspondencia por una nota, sin fecha, de la reina María Luisa, dirigida al gran duque de Berg por conducto de su hija la reina de Etruria, que le había conocido en Italia, y con una posdata escrita por el mismo Carlos IV, pidiéndole todos con el más vivo interés la libertad de su querido Godoy, o por lo menos algún consuelo en su aflictiva situación, manifestando que todo su anhelo era poder retirarse los tres juntos, esto es, Carlos, María Luisa y su desgraciado amigo, «el pobre príncipe de la Paz,» con lo necesario para poder vivir, a un país que conviniera a su salud, no a Badajoz, donde indicaban estar destinados por su hijo. La reina expresaba que de éste no podían esperar jamás sino miserias y persecuciones, y le hablaba asimismo de la protesta que el rey tenía en su poder y que deseaban poner en sus manos. Escribíale también su edecán el general Monthion, dándole cuenta de la misión que había llevado a Aranjuez y de las pláticas que había tenido con los reyes padres.
En esta correspondencia se mostró la reina tan desatentada, y hacía en algunas de sus cartas tales y tan graves inculpaciones a su hijo Fernando, y retrataba su proceder y su carácter con tan horribles colores, que parecía haber renunciado, no solo a todo sentimiento de madre, sino a toda idea de dignidad como reina, y aun a la delicadeza y al pudor de señora. En una decía que su hijo había sido el jefe de la conjuración, que las tropas estaban ganadas por él, y que él había hecho poner una luz en la ventana de su cuarto para señal de que comenzase la explosión. En otra, que su hijo había hecho la conspiración para destronar al rey su padre; que sus vidas habían corrido gran riesgo, y aun la corría la del príncipe de la Paz, a cuyo lado deseaba acabar tranquilamente el resto de sus días. En otra, que su hijo tenía mal corazón, que su carácter era cruel, que jamás había tenido amor ni a su padre ni a ella, que estaba rodeado de consejeros sanguinarios y de gente malévola… ¿A qué hemos de seguir? Enciéndese de rubor el rostro, y aflige al par que abochorna, ver en toda esta correspondencia a una reina y una madre dejarse llevar del despecho y de la pasión hasta el extremo de desacreditar al hijo y difamarle, a trueque de libertar y poder tener siempre a su lado al que por lo menos a los ojos del pueblo pasaba por su amante{11}.
Autorizaba Carlos IV esta correspondencia de su esposa y de su hija con el gran duque de Berg, ya escribiendo también él mismo en el propio sentido, ya firmando, cuando sus dolores y padecimientos no le permitían otra cosa, para que constase su autorización y conformidad. Carlos no se dirigió solamente a Murat, sino al mismo Napoleón por conducto de su lugarteniente. La carta al emperador iba acompañada de la protesta de su renuncia de la corona: documentos importantísimos, que es fuerza dar a conocer, porque fueron el fundamento de otras graves complicaciones.
«Señor, mi hermano (decía): V. M. sabrá sin duda con pena los sucesos de Aranjuez y sus resultas; y no verá con indiferencia a un rey que forzado a renunciar la corona acude a ponerse en los brazos de un grande monarca aliado suyo, subordinándose totalmente a la disposición del único que puede darle su felicidad, la de toda su familia, y la de sus fieles vasallos.
»Yo no he renunciado en favor de mi hijo sino por la fuerza de las circunstancias, cuando el estruendo de las armas y los clamores de una guardia sublevada me hacían conocer bastante la necesidad de escoger la vida o la muerte, pues ésta última hubiera sido seguida de la de la reina.
»Yo fui forzado a renunciar; pero asegurado ahora con plena confianza en la magnanimidad y el genio del grande hombre que siempre ha mostrado ser amigo mío, he tomado la resolución de conformarme con todo lo que este mismo grande hombre quiera disponer de nosotros, y de mi suerte, la de la reina y la del príncipe de la Paz.
»Dirijo a V. M. I. y R. una protesta contra los sucesos de Aranjuez y contra mi abdicación. Me entrego, y enteramente confío en el corazón y amistad de V. M., con lo cual ruego a Dios que os conserve en su santa y digna guarda.
»De V. M. I. y R. su más afecto hermano y amigo.– Carlos.– Aranjuez 23 de marzo de 1808.»
Protesta.– «Protesto y declaro que mi decreto de 19 de marzo, en el que he abdicado la corona en favor de mi hijo, es un acto a que me he visto obligado para evitar mayores infortunios, y la efusión de sangre de mis amados vasallos; y por consiguiente debe ser considerado como nulo.– Carlos.»
El documento de protesta iba sin fecha, y aunque después apareció con la del día 21, créese que aquella no se formalizó hasta el 23, de resultas de la conferencia tenida con el general Monthion, por más que esta conjetura no sea conforme al contexto de la carta de Monthion al gran duque de Berg, pues se supone que se le añadió este párrafo al tiempo de publicarla. De todos modos, parécenos no ser de gran importancia que la protesta se formalizase dos días antes o después. Es lo cierto, que si Carlos IV hizo momentáneamente con gusto su abdicación, viéndose pronto abandonado por todos, no tardaron ni él ni la reina en arrepentirse del excesivo temor y sobrada ligereza con que habían cedido al miedo de una violenta sublevación, y que después constantemente manifestaron, así dentro como fuera de España, el mismo arrepentimiento{12}.
Si Carlos IV se entregaba así en brazos de Napoleón y se ponía a su merced confiándole su suerte y su porvenir, como quien en su desamparo no tenía a quien volver los ojos, por su parte Fernando VII y los hombres de su gobierno se apresuraban a anunciar al pueblo español que lejos de variar la política de su padre respecto al imperio francés, se proponían estrechar más y más y con especial esmero los vínculos de amistad que unían ambas naciones{13}. Y cuatro días después (24 de marzo) se publicaba por edicto para noticia del público una real orden, que, entre otras cosas, decía lo siguiente: «Teniendo noticia el rey nuestro señor que dentro de dos y medio a tres días llegará a esta corte S. M. el emperador de los franceses, me manda S. M. decir a V. I. que quiere sea recibido y tratado con todas las demostraciones de festejo y alegría que corresponden a su alta dignidad e íntima amistad y alianza con el rey N. S., de la que espera la felicidad de la nación; mandando asímismo S. M. que la villa de Madrid proporcione objetos agradables a S. M. I., y que contribuyan al mismo fin todas las clases del Estado. Y se expidieron órdenes para que las tropas españolas de Portugal que el príncipe de la Paz había mandado venir por precaución se volvieran a los respectivos puntos que ocupaban en aquel reino, como innecesarias. Tan ciega era la confianza que el nuevo gobierno tenía en el ejército francés y en su emperador.
Murat por su parte, al tiempo que con la protesta sugerida a Carlos IV y con las escisiones entre los padres y el hijo, y el desconcierto de toda la familia real, gozaba en ir allanando cada día más el camino del trono español al emperador su cuñado, alimentaba y fomentaba con no menor gusto el afán y la impaciencia de los hombres del nuevo reinado por ver cuanto antes a Napoleón, y granjearse su amistad; de aquellos hombres que tan terribles cargos habían hecho a Godoy y tan inexorables se le habían mostrado por su alianza con el imperio francés. Así Murat, halagando aquella esperanza, se complacía en anunciar cada día el próximo arribo del emperador; llegó a venir un aposentador para preparar el alojamiento imperial; hasta se enseñaban un sombrero y unas botas pertenecientes al augusto huésped que se aguardaba; un ministro convocaba las maestranzas para festejarle; otro disponía bailes en el Retiro; dos magistrados empleaban las horas de descanso en organizar estos obsequios, y Murat aceptó en su nombre una mesa de veinte cubiertos para él y otra mayor para su servidumbre.
¿Qué extraño era todo esto? En la Gaceta se había publicado lo siguiente: «Noticioso el rey de que S. M. el emperador de los franceses y rey de Italia se propone venir a Bayona, ha nombrado una diputación compuesta de tres sujetos de la más alta jerarquía de sus reinos para que se trasladen inmediatamente a dicha ciudad, feliciten a S. M. I. y R., y le entreguen en propia mano las reales cartas que S. M. le dirige con este motivo. Llevan asimismo estos diputados el encargo de manifestar a S. M. I. y R., los sentimientos de aprecio y admiración del rey hacia su augusta persona, y el de acompañarle y obsequiarle en caso de que se digne entrar en España. Los sujetos que S. M. ha elegido para esta honrosa e importante comisión, son el señor duque de Frías, el conde de Fernán Núñez y el duque de Medinaceli, todos tres grandes de España de primera clase.» Fue tal el entusiasmo de alguno de estos mensajeros, el conde de Fernán Núñez, que ansioso de ganar la palma de la buena nueva, no encontrando a Napoleón en Bayona se adelantó hasta Tours. Como a las inmediaciones de esta ciudad tropezase con el prefecto del palacio imperial, preguntole con vivo interés si venía ya cerca la sobrina del emperador, prometida del rey de España; respondiole aquél que ni tal sobrina era de la comitiva, ni había oído hablar de tal casamiento; lo cual oyó el magnate español con cierto desdeñoso ademán, y como quien compadecía al funcionario imperial que no estaba como él en el secreto.
Y a todo esto, y mientras los cortesanos de Fernando se conducían de una manera tan propia para excitar la sonrisa del menosprecio a los que estudiaban cómo aprovecharse de su humillación, de su ceguedad o de su candidez, Murat, que aún no había reconocido a Fernando VII, a quien acaso miraba solo como un rival a la corona de España; Murat, que habiendo conseguido la protesta de Carlos IV y no tratando a Fernando sino como príncipe de Asturias, se proponía que se considerara huérfano el trono español, con un monarca que había dejado de serlo y con otro que no lo era todavía; Murat, que conseguía de la nueva corte cosas tan degradantes para ella como la entrega del glorioso trofeo de Pavía; Murat, que se atrevía a decir que él no reconocía al nuevo soberano hasta que el emperador decidiera en el conflicto suscitado entre el padre y el hijo, y que entretenía a nuestra corte con engañosas apariencias de la próxima venida del hombre en quien todos tenían puestas sus esperanzas, meditaba, de acuerdo con Beauharnais, cómo alejar de la corte todos los príncipes españoles persuadiéndoles que debían salir al encuentro de Napoleón, en cuyo caso no habría que entenderse ya más que con Carlos IV a quien era muy fácil acabar de arrancar un cetro, que ni él podía ya sostener, ni la España misma le había de permitir recobrar.
¿Qué hacía entretanto, o qué pensaba Napoleón en vista de los acontecimientos de Aranjuez y de Madrid? Nos falta asistir al último acto y el más lastimoso del triste drama que estaban representando la familia real y la corte española, antes de consolarnos con el noble, con el impetuoso, con el inaudito y memorable arranque de dignidad y de grandeza que ofreció en espectáculo al mundo y a los siglos la nación española tan pronto como despertó de su letargo.
{1} Uno de ellos es el conde de Toreno, el cual dice hablando de aquel proyecto: «Entonces se desaprobó generalmente la resolución tomada por la corte de retirarse hacia las costas del Mediodía, y de cruzar el Atlántico en caso urgente. Pero ahora que con fría imparcialidad podemos ser jueces desapasionados, nos parece que aquella resolución, al punto a que las cosas habían llegado, era conveniente y acertada… Siendo pues esta determinación la más acomodada a las circunstancias, don Manuel Godoy en aconsejar el viaje obró atinadamente, y la posteridad no podrá en esta parte censurar su conducta…»– Historia de la Revolución de España, libro II.
{2} Esto se afirma en el Manifiesto Imparcial de los sucesos ocurridos en Aranjuez, &c., Anónimo.– Lo mismo dice la Historia de la vida y reinado de Fernando VII de España, impresa en 1842.– Adoptolo también Toreno en su Historia de la Revolución.– Niéganlo sin embargo los autores de la Historia de la guerra de España escrita de orden del rey Fernando, sin expresar la razón que para ello tengan.
El príncipe de la Paz en sus Memorias cuenta haber sido llamado en aquellos días el de Asturias por su padre, haber tenido los dos varias conferencias, algunas a presencia de Godoy, haber confiado en ellas Carlos a su hijo todos sus pensamientos, su deseo y al propio tiempo la necesidad de que toda la familia apareciese unida, así para inspirar confianza al pueblo como para resistir cualesquiera proyectos hostiles de Bonaparte, las medidas que para ello tenía pensadas, su idea de nombrarle lugarteniente general del reino, con facultad de elegir para el gobierno las personas que quisiese, a excepción de Escóiquiz e Infantado, dado caso que él no quisiera seguir a sus padres en el viaje; que si no se atrevía a encargarse de aquella empresa, se fuese con él, pero que reprimiera la facción que conspiraba abusando de su nombre, &c. Que Fernando hizo mil protestas de adhesión a sus padres, de su decisión a seguirlos hasta el fin del mundo que fuese necesario; y añade el de la Paz que para él es cierto que Fernando salió del cuarto de su padre resuelto a emprender la partida, y que aun dio algunos pasos para acallar a sus parciales, pero que después, seducido y arrastrado de nuevo por estos mismos, mudó de opinión, y se entregó completamente a ellos. Quéjase Godoy de que sobre aquella última tentativa de conciliación hecha por el rey y por consejo suyo no hayan dicho nada los que en España han escrito de estos sucesos.– Refuta también la especie de que el príncipe Fernando dijese aquellas palabras: «Esta noche es el viaje, y yo no quiero ir:» fundado en que él sabía perfectamente por su tío el infante don Antonio que el viaje no estaba dispuesto para aquella noche, y opina que aquel primer alboroto no provino de Fernando, ni acaso le supo hasta momentos antes de suceder.
{3} Hasta aquí la relación de los dos tumultos de Aranjuez, conforme con la que hacen los escritores que pasan por más graves y de más nota. La imparcialidad sin embargo nos prescribe que oigamos la que hace de estos sucesos el príncipe de la Paz en el tomo VI de sus Memorias. En el gran tribunal de la historia, como en los tribunales de justicia, es justo oír al acusado.
El príncipe de la Paz cuenta que en la noche del primer tumulto a eso de los diez y media atravesó desde el palacio hasta su casa, solo en su coche, y que no vio por ningún lado ni corrillos ni gente sospechosa. Que se puso a cenar con su hermano el coronel de guardias, y con el comandante de sus húsares. Que a eso de las doce, cuando su hermano y el brigadier Truyols se retiraban a acostarse, y él mismo se empezaba ya a desnudar, se oyó un tiro, después un toque de a caballo, y a poco se percibió a lo lejos la gritería, que crecía por instantes y se iba acercando. Que su hermano y Truyols bajaron a informarse y requerir la guardia, y él tomó un capote y subió al tercer piso, y tras él el criado, que le asistía para acostarse que entró en uno de aquellos cuartos; y el criado, oyendo ya las voces y la gente dentro de la casa, echó la llave y le dejó allí encerrado. Niega que de su casa saliera aquella noche la dama que se supone, y por consecuencia que fuera detenido y registrado su carruaje, y por tanto que pudiera ser aquel el principio y la señal del levantamiento. Dice que el tiro fue disparado bastante lejos de su casa, y que ya antes se había hecho la primera señal en otra parte, estando los reyes acostados. Que fueron pocos los amotinados que subieron al piso donde él estaba, y ninguno tocó a su puerta, que toda la zambra y bullicio se oía en las habitaciones principales: que toda la esperanza la tenía en el criado que le encerró, y que no dejaría de buscar alguna traza para salvarle, bien dando aviso al rey, bien por algún otro medio: que discurrió mucho sobre la conducta de aquel criado, en quien no sospechaba traición, porque en este caso le habría descubierto pronto, pero que más adelante supo la causa de no haberle socorrido, y era que había sido preso; que este sirviente le guardó fidelidad, y que le tuvo después a su lado en la emigración.
Que el cuarto en que estuvo cobijado era de un mozo de las cuadras; y que en él había una cama, tres o cuatro sillas, y una mesita con un cajón medio abierto, donde encontró pan y unas pasas esparcidas; que había además un jarro con una poca de agua, que procuró economizar por si se alargaba aquella crisis. Que en todo el día siguiente no oía ya en la casa sino ruido de armas, y voces y broma de soldados; pero que cerca ya de anochecer sintió que una mujer se acercaba a la puerta quejándose de que su marido se hubiese llevado la llave y de no saber qué era de él; y que un hombre le replicaba: «Por eso no te aflijas; todo el mal sea ese.» Que este hombre, diciendo y haciendo, en un momento hizo saltar la cerradura, y entraron los dos; que él se colocó en un ángulo, y permaneció allí inmóvil sin ser visto: que la mujer recogió varias prendas y se salió, llevándose también el jarro que fue lo que él sintió más. Que lleno de zozobra, y no creyéndose allí seguro, salió, y subiendo una escalera que conducía a un desván, se acomodó en una pieza, no estrecha, pero desde donde solo se veía el cielo, y donde había esteras y tapices enrollados, que fue lo que dio ocasión a la voz de que se había escondido en un roll de estera. Que allí pasó una noche tormentosa, calenturiento y abrasado de sed; que más de una vez tuvo tentación de poner fin a aquel estado angustioso, bajando a la aventura, o de encontrar camino de salvarse, o de tropezar con algún amigo agradecido o con algún enemigo generoso. Que al fin, en la mañana del 19, reducido a morir de inanición o correr cualquier otro riesgo, habiendo atisbado un artillero que fumaba al pié de la escalera, animándole la esperanza de hallar protección en un individuo de un cuerpo que él había fomentado, se resolvió a salir de su escondite, hizo señas al soldado, diciéndole en voz baja: «Escucha, aguarda, yo sabré serte agradecido…»; que el primer impulso del soldado le pareció favorable, que dominado después por el temor le dijo: «No puedo;» y acto seguido se fue donde estaba la guardia, pronunció el nombre del príncipe, y al momento se vio éste rodeado de soldados, a quienes dijo: «Vuestro soy, amigos míos, disponed de mí como queráis, pero sin ultrajar al que ha sido vuestro padre.» Que en medio de ellos atravesó varias salas de la casa, ni libre ni arrestado; mas habiendo cundido instantáneamente la voz de haber sido descubierto, comenzaron las turbas a penetrar de nuevo en la casa, y ya le fue peligrosa la bajada de la escalera, y más todavía la salida a la calle; que los guardias no le permitieron montar con ellos a caballo, por temor de que le alcanzasen los golpes de los que se apiñaban amenazando su existencia, y que se vio obligado a marchar asido a los arzones de las sillas y siguiendo el trote que tomaron, y aun así llegó al cuartel muy maltratado, y con una herida peligrosa, &c.
El príncipe de la Paz publicó este tomo de sus Memorias el año 1844, con posterioridad a todo lo que sobre estos sucesos se había escrito. No pudieron pues los autores de donde hemos tomado las noticias del texto conocer la relación que de aquellas ocurrencias hizo después el que había sido en ellas protagonista, y algunos de cuyos incidentes nadie pudo saber mejor que él. A haber conocido los referidos escritores estas Memorias, no sabemos qué fe habrían dado al autor en cosa que le fue tan personal, y si en su vista habrían modificado sus relaciones en cuanto a algunas circunstancias. Esto dependería del grado de valor que a juicio de cada cual merecieran en este punto sus aserciones. En cuanto a nosotros, hemos creído deber dar una prueba más de nuestra imparcialidad haciendo conocer a nuestros lectores ambas versiones.
{4} Que una de las principales razones que movieron a Carlos IV a hacer la abdicación fue el considerarla como la sola medida que podía tomar para salvar la vida a su querido Godoy, es especie que con el conde de Toreno apuntan casi todos los historiadores. Respetamos todo lo que merece y vale el juicio de escritores tan distinguidos e ilustrados. Pero confesamos que nuestro discurso no se aviene bien con esta manera de conjeturar, pues como conjetura más que como aserto lo consideramos. Porque mucho más verosímil nos parece que Carlos IV tuviera alguna esperanza de poder salvar a su amigo, en tanto que conservara el lleno de las atribuciones y facultades, los medios y recursos de la soberanía, que despojado de la corona, de su poder y de su brillo, y retirado y desamparado de todos. Por otra parte ninguna condición pública puso, ni se dice que la pusiera secreta en favor del preso, ni antes ni en el caso de la abdicación. Creemos pues que para obrar de aquel modo le bastaba a Carlos IV la situación violenta en que se veía, y el abandono y desvío que en todos observaba, además de faltarle ya su consejero íntimo para conjurar los peligros de dentro y fuera del reino. Cada cual sin embargo juzgará de una y otra opinión según le dicte su buen criterio.
{5} Suplemento a la Gaceta de Madrid del martes 22 de marzo de 1808.
{6} Se publicó por Gaceta extraordinaria el 31 de marzo.
{7} Esta representación o retractación se imprimió con la causa que publicó Madrid Dávila, abogado defensor de Escóiquiz, de que en el capítulo anterior hicimos mérito.
{8} Son palabras copiadas de la Gaceta de Madrid de 25 de marzo.
La víspera había dado Murat la siguiente proclama a su ejército: «Soldados: Vais a entrar en la capital de una potencia amiga: os recomiendo la mayor disciplina, el mayor orden y más grande miramiento con todos sus habitantes: es una nación aliada, que debe hallar en el ejército francés a su fiel amigo, y reconocedor a la buena acogida que ha tenido en las provincias que acaba de atravesar.
»Soldados: espero sea suficiente la recomendación que os hago; y la buena conducta que hasta ahora habéis observado deberá garantirla… pero si aconteciese que algún individuo olvida que es francés, será castigado, y sus excesos se reprimirán severamente. En su consecuencia mando:
»Que todo oficial que olvidando sus deberes, cometa algún delito, será destituido de su empleo, y entregado al juicio de una comisión militar.
»Todo soldado convencido de robo, ocultación o violencia, será pasado por las armas, &c.»
Copia literal de la que traducida al español se publicó por Gaceta extraordinaria.
{9} Bando de 2 de abril de 1808.– Diose a consecuencia de haberse movido ya algunas riñas entre los paisanos y los soldados franceses, y especialmente una de alguna consideración que había habido el 27 de marzo en la plazuela de la Cebada, y en que hubo peligro de que corriera mucha sangre.
{10} Gaceta del 5 de abril. La ceremonia fue el 31 de marzo.
{11} Nosotros nos abstendríamos de buena gana de copiar esta vergonzosa correspondencia, y aun de referirnos a ella, si con eso pudiéramos evitar su publicidad. Mas habiéndola estampado ya el conde de Toreno en su Historia del levantamiento y guerra de España, y después de él algunos otros historiadores, nos hallamos en el caso de no poder prescindir de dar también alguna muestra de ella por apéndice a este libro.
Los autores de la Historia de la guerra de España contra Bonaparte, escrita de orden del rey Fernando, no se atrevieron a negar la existencia de esta correspondencia, pero dicen que tal como se publicó en el Monitor de París estaba adulterada, y que se habían variado expresiones y frases. Ellos sin embargo no la rectifican, ni dicen qué cláusulas fueron alteradas o viciadas.– Tampoco creen fuese cierta la protesta, y en caso de haberlo sido, suponen sería arrancada por los franceses con violencia y superchería. Nada más natural que este modo de discurrir en los que escribían de orden de Fernando VII.
El príncipe de la Paz, que hablando de esta correspondencia, reconoce descubrirse en ella, entre dolores y gemidos, flaquezas humanas, dice también haber oído a los reyes padres quejarse de que se hubiesen suprimido unas frases e intercalado otras. Llama publicación inicua la que de ella se hizo en el Monitor; y en efecto, no hubo nobleza de parte de un gobierno poderoso en dar tal publicidad a sentimientos íntimos que en momentos de aflicción habían confiado unos monarcas desgraciados a una persona de quien esperaban alivio o consuelo.
{12} El príncipe de la Paz, en el tomo VI de sus Memorias, da acerca de la abdicación y la protesta noticias que no se hallan en ninguno de los que habían escrito antes que él, y que, dada su certeza, o no pudieron constarles, o no tuvieron por conveniente estamparlas.
Dice, que deseando Carlos IV, una vez hecha la abdicación, darle la formalidad y legalidad de que carecía, para que en ningún tiempo pudieran suscitarse dudas ni reclamaciones sobre su validez, hizo buscar un ejemplar de la de su abuelo Felipe V, y llamando a los ministros Cevallos y Caballero, arregló, con presencia de aquella, un plan de condiciones, con las cuales se había de reducir el documento a escritura pública, si las aceptaba su hijo, y que las condiciones eran las siguientes:
1.ª La observancia inviolable de nuestra santa religión católica romana, con exclusión de toda otra, &c.
2.ª La absoluta y rigurosa indivisibilidad e integridad de los mismos estados y dominios de la monarquía, sin que ni al príncipe su hijo, ni a ninguno de sus sucesores, fuese nunca libre desmembrarlos, traspasarlos o cambiarlos voluntariamente de manera alguna.
3.ª La buena y leal inteligencia con todos los gobiernos con quienes la España se hallaba en paz, y muy especialmente con el imperio francés… y el mantenimiento de la garantía de todos los dominios de la corona al mediodía de los Pirineos, según la tenía hecha y solemnemente pactada y declarada por el tratado de Fontainebleau el emperador de los franceses.
4.ª La publicación que debería hacerse, en tiempo pacífico, seguro y oportuno, del restablecimiento de la ley II, título XV, Partida II, concerniente a la sucesión de la corona, tal como se había acordado bajo su soberana aprobación en las cortes del año 1789.
5.ª La buena administración de sus reinos con el menor gravamen posible de la agricultura, las artes, la navegación y el comercio, &c.
6.ª La omnímoda y absoluta libertad para establecer su residencia, juntamente con la reina, donde mejor pudiese convenir a su salud, tranquilidad y reposo.
7.ª El señalamiento de una renta anual fija para el mantenimiento suyo y de su casa, en aquella cantidad que permitiesen los medios del real erario sin aumentar las cargas de sus pueblos.
8.ª El señalamiento de la renta fija y anual que por fallecimiento suyo debería disfrutar la reina…
9.ª La designación de un palacio y parque real para habitarlo y disfrutarlo SS. MM. durante sus vidas cómo y cuándo pudiese convenirles, con goce suyo propio y peculiar, y con la calidad de su íntegra reversión e incorporación a los demás bienes de la corona por fallecimiento de entrambos.
10.ª Recomendaciones generales y especiales a su hijo en favor de los infantes, manifestando su deseo particular de conservar en su compañía y de su esposa al infante don Francisco.
11.ª Otra recomendación muy especial en favor de su hija la infanta doña María Luisa, y de sus dos nietos, hijos de ésta, don Carlos Luis y doña Luisa Carlota.
12.ª Un encargo muy estrecho de procurar por todos medios la paz y la perfecta unión de todos los españoles, y de evitar y hacer evitar toda suerte de novedades y reacciones que podrían turbarla.
13.ª La ejecución y pleno cumplimiento de su real decreto de 18 de marzo, por el cual S. M. se había dignado de concederme mi retiro, declarándose en consecuencia de ello que ninguno de los sucesos ocurridos contra mi persona podía dañar al honor contraído en los servicios hechos bajo su reinado, ni pararme ningún perjuicio.
14.ª Una recomendación particular en favor de las personas de su real servidumbre para que fuesen conservadas en sus respectivos empleos…
15.ª y última. Que le fuese hecho y entregado por el hijo un acto de aceptación de la escritura de renuncia que le hacía, con arreglo a los artículos referidos, cuyo acto fuese semejante en la sustancia y en su expresión al que el príncipe don Luis había hecho para su augusto padre el señor Felipe V aceptando su renuncia; y que entrambos dos actos fuesen consolidados con las formalidades legales que permitían las circunstancias y apuros del tiempo.
Esto dice que se preparó la noche del 20, pero que los ministros Cevallos y Caballero expusieron al rey que los sucesos se precipitaban y agolpaban de modo que sería peligroso excitar la desconfianza pública con nuevos actos; que ya el Consejo de Castilla había autorizado la renuncia y comunicádola al pueblo, el cual la había recibido con general entusiasmo; que para todo lo demás debería contar con el afecto de Fernando, y que S. M. podía retirarse a Badajoz, si era de su agrado. Que Carlos insistió en que por lo menos se firmase la escritura por él y su hijo, con asistencia de un notario de los reinos. Que en medio de esto iban llegando las noticias de los alborotos de Madrid. Que el día 21 creció su ansiedad y turbación al anunciarle que ya no era dable hacer más de lo hecho, y que era precisa su partida a Badajoz para evitar conflictos. Que entonces, viéndose sin amigos, sin consejeros y sin protección de nadie, autorizó a su hija la reina de Etruria para entenderse con Murat y descubrir si hallaría en el apoyo de la Francia algún recurso contra la opresión que padecía, que fue el principio de la correspondencia de que hemos hecho mérito. Que en su consecuencia fue enviado el general Monthion por Murat a Aranjuez. Que de resultas de la conferencia que aquél tuvo con Carlos IV y bajo su inspiración se extendieron la protesta y la carta a Bonaparte, la cual no tenía escrita de antemano. Que en aquellos días escribió también a su hijo dándole quejas de las duras e injustas medidas que tomaban sus ministros, y que la respuesta de Fernando fue vaga y evasiva, dando a entender que no era libre ni estaba en su mano evitarlo, y que si instaba tanto porque sus padres se retirasen a Badajoz, era porque su presencia tan cerca de la corte no avivase más el fuego de los descontentos, pero que haría cuanto pudiese por remediar lo que fuese remediable y compatible con sus dos deberes, de soberano y de buen hijo.
Nadie en efecto como el príncipe de la Paz pudo saber por boca del mismo Carlos IV todo lo que a éste pasó en aquellos aciagos días, lo que pensó y lo que hizo. Mas como quiera que el autor de las Memorias no acompaña estas noticias con datos o documentos fehacientes, respecto a su veracidad no podemos hasta ahora juzgar, al menos por nuestra parte, sino por los grados de más o menos verosimilitud que en ellos nos parezca descubrir, y que dejamos al buen juicio de nuestros lectores.
{13} Comunicación del ministro Cevallos al gobernador del Consejo, en 20 de marzo, 1808.