Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro X ❦ Guerra de la independencia de España
Capítulo VIII
Las guerrillas
Ocaña. Modificación de la Central
1809 (de junio a diciembre)
Reflexión sobre las victorias y las derrotas de nuestros ejércitos.– Su influencia dentro y fuera de España.– Organización de las guerrillas.– Decreto de la Central.– Tendencia de los españoles a este género de guerra.– Motivos que además los impulsaban a adoptarle.– Opuestos y apasionados juicios que se han hecho acerca de los guerrilleros.– Cómo deben ser imparcialmente juzgados.– Su valor e intrepidez.– Servicios que prestaban.– Su sistema de hacer la guerra.– Crueldad de los franceses con ellos.– Represalias horribles.– Partidas y partidarios célebres.– En Aragón y Navarra.– Renovales, Villacampa y otros.– Suceso del Tremedal.– En la Alcarria y la Mancha.– El Empecinado, el Manco, Mir.– En Castilla la Vieja.– El Capuchino, Saornil, el cura Merino, don Julián Sánchez.– Servicios que hicieron a las provincias ocupadas por los franceses, y a las provincias libres.– Situación de los ejércitos regulares.– Conducta del gobierno inglés como aliado de España.– Desamparo de nuestra nación después de la paz entre Austria y el imperio francés.– Operaciones entre Salamanca y Ciudad-Rodrigo.– Triunfo de los españoles en Tamames.– Ejército del centro de la Mancha.– Retírase a Sierra-Morena.– Sucede Areizaga en el mando a Eguía.– Plan funesto de venir nuestro ejército a Madrid.– Su marcha en dirección de la capital.– Reunión de fuerzas francesas en Aranjuez.– Pónese el rey José al frente de ellas.– Jefes y fuerzas respectivas de ambos ejércitos.– Batalla de Ocaña.– Fatal y completa derrota del ejército español.– Desastre de Alba de Tormes.– Marcha política de nuestro gobierno.– Descontento y conspiración contra la Central.– Ambiciones e intrigas en su mismo seno.– Desacuerdos entre la Central y las juntas provinciales.– Proyectos sobre Regencia.– Aspiraciones de Palafox y del marqués de la Romana.– Nombramiento de una comisión ejecutiva, y acuerdo de convocar Cortes.– Decreto de 4 de noviembre.– Nuevas intrigas en la Junta.– Arresto de Palafox y de Montijo.– No satisface la comisión ejecutiva las esperanzas públicas.– Síntomas de próxima caída de la Comisión y de la Junta general.– Determinan retirarse de Sevilla.– Deplorable conducta del rey Fernando en Valencey durante estos sucesos.
Hemos visto los resultados de la campaña de 1809 en diferentes provincias y comarcas de la península; campaña sostenida principalmente, como habrán observado nuestros lectores, por ejércitos españoles ya organizados, obrando, unas veces solos y sin extraño auxilio, como en Cataluña y Aragón, otras con el apoyo de auxiliares extranjeros, como en Extremadura, siempre y en todas partes protegidos cuanto era dable por las partidas más o menos numerosas de voluntarios a que se daba el nombre de guerrillas. Que nuestros ejércitos, en su mayor parte improvisados, no pudiesen tener ni la organización, ni la disciplina, ni la práctica de batallar que tenían y habían traído ya los franceses, ni nuestros generales la táctica y la pericia de los suyos, cosa es que ni ahora ni entonces ha podido nadie desconocer. Por lo mismo a nadie tampoco podía causar maravilla que nuestros ejércitos fueran vencidos en Medellín y en Almonacid, en María y en Belchite; siendo lo verdaderamente admirable que quedaran vencedores en batallas como las de Alcañiz y Talavera, y que sostuvieran sitios como el de Gerona. No podemos por tanto convenir con un historiador moderno, que encuentra censurable a la Junta Central por haber gastado una gran parte de su actividad y de las fuerzas del país en crear ejércitos y en entregarlos a los generales, pidiéndoles victorias. Necesidad de crear ejércitos había; a generales tenían que ser encomendados, y era natural desear victorias, y por consecuencia pedirlas, de la manera que las victorias pueden pedirse. Ni podemos tampoco convenir en que las que consiguieron nuestros ejércitos fuesen estériles, pues si de algunas de ellas no se recogió inmediatamente todo el fruto que hubieran debido producir y habría sido de apetecer, estuvieron lejos de ser infructuosas, reanimaban el espíritu del ejército y del pueblo, hacían en Europa un eco favorable a nuestra nación, acreditábase que las legiones de Napoleón habían dejado de ser invencibles en España, reconocíalo el emperador mismo, y no es justo que nosotros demos a nuestros triunfos menos mérito del que les daba la Europa, y del que confesaban nuestros mismos enemigos.
Pero indica el propio escritor español a quien hacemos referencia, que habría sido mejor que la Central, en vez de gastar las fuerzas de la nación y su propia vitalidad en crear y organizar ejércitos regulares, las hubiera empleado en fomentar las partidas sueltas o guerrillas, que a su juicio eran el terrible enemigo de los franceses, la última esperanza y la salvación del país. Tampoco es exacto que la Central descuidara de fomentar, alentar y proteger estas que podríamos llamar las fuerzas sutiles de aquella guerra: puesto que además de los emisarios y jefes que con tal objeto vimos haber enviado a Galicia, en 28 de diciembre de 1808 expidió un decreto, en muchos artículos, sobre el alistamiento y organización de esta milicia móvil, llegando a prescribir en sus últimas disposiciones la formación de cuadrillas en que se diera entrada hasta a los que se habían ejercitado anteriormente en el contrabando, bajo las mismas reglas que las partidas, y señalándoles los mismos sueldos y emolumentos{1}. Y aun se nombraron y destinaron comisarios a todas las provincias del reino para que al tenor de lo ordenado y decretado se levantase y organizase dicha clase de milicia.
En verdad no necesitaban de grandes estímulos los españoles de aquel tiempo para cambiar la monótona regularidad del sosiego doméstico por las variadas impresiones de la vida de aventuras, de peligros y de combates, a que de antiguo y en todas las épocas, especialmente en las de guerras extranjeras o intestinas, han mostrado siempre inclinación y acreditado privilegiada aptitud los naturales de este suelo. A esta tendencia se agregaba ahora y servía de aguijón, en unos la indignación producida por las demasías de los franceses, y el deseo de vengar los incendios, saqueos y violencias por aquellos cometidos en las poblaciones y en el seno de las familias, tal vez el horrible asesinato del padre o del hermano, tal vez el brutal ultraje de la esposa o de la hija; en otros el legítimo designio de conquistar en la honrosa carrera de las armas a costa de fatigas, de actos de valor y de servicios a la patria, una posición más brillante que la que pudieran alcanzar nunca en el oscuro rincón de un taller; en otros el afán de medros personales menos legítimos, y más materiales y groseros, siquiera fuesen adquiridos a costa de los pacíficos habitantes cuyos hogares y haciendas aparentaban proteger; en otros el espíritu religioso; y en otros en fin, y creemos fuesen los más, un verdadero ardor patriótico, un afán sincero de contribuir y ayudar con todo género de esfuerzos y sacrificios a salvar la independencia de la patria, y de tomar parte activa en la santa lucha que la nación sostenía contra extraños invasores.
Así, sin calificar nosotros a cada una de estas partidas, ni menos a sus denodados caudillos, porque ni nos incumbe ni hace a nuestros fines, no podemos convenir con el juicio de aquellos para quienes era cada guerrillero un modelo de patriotismo y un dechado de virtudes cívicas y militares{2}: ni tampoco con el de aquellos que exagerando los excesos y tropelías que por desgracia solían ejecutar algunos de aquellos partidarios, han querido que se los considerase como otros tantos bandidos, brigands, que era el título con que para desacreditarlos los designaban los franceses. Cierto que los había entre ellos, por fortuna los menos en número, hombres sin educación y avezados a los malos hábitos de una vida estragada o licenciosa; que por sus demasías se hacían aún más temibles a los honrados moradores de las aldeas que los mismos enemigos: achaque del estado revuelto de una sociedad, en que la necesidad obliga a tolerar y aun aceptar servicios de los mismos a quienes en otro caso juzgarían severamente los tribunales. Pero a los más impulsaban nobles y generosos fines; nacidos unos en ilustre cuna, distinguidos otros en carreras científicas, hijos también otros de modestas pero honradas familias, cambiaban o el brillo o la comodidad de su casa o el lucro de su honrosa profesión por las privaciones y los peligros de la guerra; conducíanse como buenos, y eran el terror de los enemigos y el consuelo y amparo de las poblaciones. Intrépidos y valerosos todos, los mismos franceses no pudieron dejar de hacer justicia al comportamiento de algunos de ellos, y no extrañamos dijeran, por ejemplo de don Saturnino Albuín: «Si este hombre hubiera militado en las banderas de Napoleón, y ejecutado tales proezas, ya sería mariscal de Francia:» y que el mismo gobernador de Madrid Belliard dijese del partidario don Juan Palarea, llamado el Médico (porque ésta había sido antes su profesión): «Le Medecin est un bon general, et un homme très humain.»
Servicios de importancia y de gran cuenta hacían todos, ya alentando y avivando el espíritu de independencia del país, ya interceptando correos o convoyes de víveres a los enemigos, ya molestando a éstos y embarazándolos en sus marchas, ya sorprendiendo destacamentos y partidas sueltas y obligándolos a no poder moverse sino en gruesas divisiones, ya cayendo sobre ellos como el rayo y acuchillándolos en los desfiladeros y gargantas que tuvieran que atravesar, ya cortando las comunicaciones entre los diferentes cuerpos y dislocando sus planes, ya protegiendo nuestras columnas, o llevando socorros a las plazas o distrayendo a los sitiadores, ya sosteniendo reñidos choques y refriegas, o acciones serias y formales, según las partidas eran más o menos gruesas o numerosas, ya con su movilidad continua apareciéndose de día o de noche como fantasmas donde y cuando el enemigo menos podía esperarlos, no dejándole momento de reposo y siendo como una continua sombra suya que los seguía a todas partes; de tal modo que su importunidad irritó a algunos generales franceses al extremo de dictar contra los partidarios que fuesen aprehendidos ordenes y medidas crueles e inhumanas, que produjeron a su vez represalias horribles.
De las partidas y partidarios más notables que operaron en Galicia y en Cataluña hemos hecho mérito en los anteriores capítulos. Tócanos ahora decir algo de las que en la segunda mitad del año 1809 trabajaban en pro de la causa nacional con provecho no escaso en otras provincias del reino. En Aragón, además de los cuerpos francos que acaudillaban el coronel Gayan y el brigadier Perena, y que existían ya cuando los ejércitos de Blake y Suchet se batían en Alcañiz, en María y en Belchite, aun después de la retirada del general español a Cataluña quedaron caudillos intrépidos que dieron harto que hacer e hicieron no poco daño a los enemigos que en aquel reino habían quedado vencedores. Figuró entre ellos en primer término don Mariano Renovales, uno de los campeones de la defensa de Zaragoza, que habiendo logrado fugarse al tiempo que le llevaban prisionero a Francia, y emboscándose en los valles y asperezas de los lindes de Navarra y Aragón al pie del Pirineo, y reuniendo allí paisanos y soldados dispersos, sostuvo una serie de gloriosos combates con las columnas que en su persecución fueron enviadas, destrozando a veces un batallón entero como en la roca de Undari, y causando ya tal desasosiego y zozobra a los generales franceses que de Zaragoza y Pamplona destacaron a un tiempo y en combinación fuerzas respetables para ver de atajar sus progresos. Una de estas columnas se dirigió al monasterio de San Juan de la Peña, donde se hallaba el segundo de Renovales don Miguel Sarasa. Obligado éste a retirarse después de una defensa vigorosa, y apoderados los franceses del monasterio, entregaron a las llamas gran parte de aquel monumento histórico de la primitiva monarquía aragonesa, pereciendo en el incendio los pergaminos y papeles del precioso archivo que en él se custodiaba (26 de agosto). Igual desastre sufrió la villa de Ansó, cabeza del valle de su nombre, en que después entraron los franceses. No siéndole ya posible a Renovales resistir a tantas fuerzas como en todas direcciones le acosaban, después de haber conseguido una capitulación honrosa para los del valle del Roncal, trasladose a las riberas del Cinca, donde puesto al frente de las partidas de Perena y Baget, y ayudándole Sarasa por las cercanías de Ayerbe, y amparándose a veces en las plazas y puntos abrigados, siguió incomodando y entreteniendo considerables fuerzas enemigas, sintiendo bastante no poder evitar que los franceses se apoderaran de Benasque (noviembre) por culpa del marqués de Villora, cuya falta de resistencia se hizo sospechosa entonces, y se explicó después viéndole pasar al servicio de los invasores.
Para organizar las partidas y cuerpos francos que operaban en el Ebro, y dirimir contiendas entre sus caudillos, envió Blake desde Cataluña al brigadier don Pedro Villacampa, que en breve formó de todos aquellos una división, con la cual desalojó y aventó a los enemigos de los puntos que ocupaban por la parte de Calatayud, el Frasno y la Almunia, hasta que revolviendo sobre él gruesas masas hubo de recogerse a las sierras de Albarracín, situándose en el célebre santuario de Nuestra Señora del Tremedal, de gran veneración en toda aquella comarca, colocado en la cúspide de un agreste y melancólico cerro, en cuya subida hizo algunas cortaduras, dedicándose en aquella solitaria y rústica fortaleza a instruir y disciplinar hasta unos cuatro mil hombres que entre soldados y paisanos había reunido. Conociendo los franceses la necesidad de alejarle de aquellas asperezas, enviaron al efecto tropas de infantería, con artillería y un cuerpo de coraceros, que por medio de una hábil maniobra arrojaron de allí la gente de Villacampa (25 de octubre), volaron el santuario, y saquearon e incendiaron el pequeño pueblo de Orihuela situado a un cuarto de legua a la falda del monte{3}. Extendiéronse luego los franceses por Albarracín y Teruel, cuyo suelo aun no habían pisado. Las juntas de aquellas provincias mudaban de asiento, como muchas otras, y andaban como en peregrinación, huyendo de los lugares invadidos.
Dábanse la mano aquellas partidas y columnas volantes con las de otras provincias. En la de Cuenca acaudillaba el marqués de las Atalayuelas una que se hizo notable por su audacia y movilidad. En la de Guadalajara campeaba el Empecinado, que después de haber corrido las tierras de Aranda y de Segovia, llamado por la junta de Guadalajara para organizar y acaudillar sus partidas, no dejaba en ella momento de respiro a los franceses, sostuvo con ellos rudos y brillantes reencuentros, burlaba los ardides y estratagemas que para cogerle armaban y discurrían, o rompía audazmente por entre sus columnas cuando se veía cercado, y él era el que solía sorprender y aprisionar gruesos trozos de enemigos, haciéndose así el terror de los franceses en aquella provincia, y el arrimo de otros partidarios españoles que cada día se le agregaban{4}. Entre los que militaban con él y a sus órdenes distinguíase el valeroso don Saturnino Albuín, que con motivo de haberse inutilizado la mano izquierda al disparar su trabuco, que reventó por mal cargado, en el combate del Casar de Talamanca, fue desde entonces conocido con el sobrenombre de el Manco, adquirió después cada día más celebridad, y es el mismo de quien hemos dicho atrás que por sus proezas mereció una honrosa calificación de los mismos enemigos.
Andaban por la Mancha el escribano don Isidro Mir, un tal Jiménez y un Francisco Sánchez, conocido por Francisquete, que indignado de que los franceses hubieran ahorcado a un hermano suyo, lanzose a los campos a tomar venganza de ellos, y tomábala haciendo guerra a muerte a cuantos destacamentos atravesaban aquellas llanuras; en tanto que por las inmediatas provincias de Toledo y Extremadura el presbítero Quero, Ayesteran, Lougedo y otros, con el nombre de lanceros unos, y otros de voluntarios de Cruzada, después de pelear valerosamente en el puente de Tietar y otros lugares, eran agregados por el general Cuesta a la vanguardia de su ejército, teniendo así ocasión de maniobrar y de servir de mucho en la batalla de Talavera. Pululaban al propio tiempo partidas semejantes en Castilla la Vieja, orillas del Ebro, del Duero, del Pisuerga y del Tormes, así como en el reino de León, alguna de las cuales hemos mencionado ya, aunque muy de paso, tal como la del capuchino fray Julián de Delica, que aprisionó en las inmediaciones de Toro al general Franceschi, y poco después entre Tordesillas y Simancas a un edecán de Kellermann, dando ocasión a que este general, ordenando una requisición de caballos en aquellas comarcas diese la orden bárbara de sacar el ojo izquierdo y marcar e inutilizar todos los caballos que no fuesen destinados a su servicio. Corría la tierra de Salamanca don Gerónimo Saornil, ejecutando actos de intrepidez en Ledesma y Fuente Sauco. Por Burgos, Soria y la Rioja guerreaban de un modo semejante don Juan Gómez, don Francisco Fernández de Castro, hijo mayor del marqués de Barrio-Lucio, el cura Tapia, el de Villoviado don Gerónimo Merino, mencionado ya también antes, y que tan famoso se hizo después en nuestras guerras civiles; el no menos famoso don Ignacio Cuevillas, dedicado anteriormente al contrabando, y don Ignacio Narrón, capitán de navío, procedente de la junta de Nájera. Empezaba ya también a distinguirse en Navarra el joven estudiante Mina, sobrino de Espoz y Mina que después se hizo tan célebre, y llegó a ocupar un honrosísimo lugar en el catálogo de los generales españoles, y de cuyas primeras hazañas tendremos que hablar muy pronto.
Sonaba por este tiempo entre los más temibles por tierra de Salamanca y Ciudad Rodrigo don Julián Sánchez, que con un escuadrón de 300 lanceros que llegó a reunir, unas veces campeando solo, otras amparándose en aquella plaza o apoyándose en el ejército del duque del Parque, traía en desasosiego y en desesperación al general Marchand, que entre otras medidas violentas tomó la de coger en rehenes varios ganaderos ricos de la provincia que se decía le patrocinaban. Una atrocidad de las que solían cometer los franceses, el asesinato de sus padres y de una hermana, fue lo que movió a don Julián Sánchez a salir al campo y lanzarse a la vida de guerrillero, ansioso de vengarse de los que tan bárbaramente le habían privado de sus objetos más queridos. Desmanes de esta índole fueron causa de que se levantaran muchos partidarios.
A la actividad incansable de éstos, a su astucia y osadía se debió, de una parte que los franceses no sacaran en este año de las derrotas de nuestros ejércitos todo el fruto que sin este continuo estorbo hubieran podido sacar, y de otra que no pudieran distraer fuerzas para invadir otras provincias, dejando de este modo respirar por algún tiempo las Andalucías, Valencia, Murcia, Asturias y Galicia. En cambio trabajaban a las provincias libres discordias y rencillas, producidas, ya por la rivalidad y la ambición de algunos generales, como acontecía en Valencia con don José Caro que se valía de medios poco legítimos para derribar al conde de la Conquista, ya por las consecuencias y rastros de la conducta indiscreta de otros, como los desacuerdos que en Galicia y Asturias dejó sembrados el mando del marqués de la Romana. En las provincias ocupadas tampoco faltaban desavenencias, principalmente entre los jefes militares; pero solía acallarlas más la proximidad del peligro, y en todas, más o menos, se hacía sentir la falta de un gobierno enérgico y fuerte. Luego veremos la forma que a éste se daba en aquel tiempo, y las modificaciones que sufría la Junta Central.
Volviendo ahora a las operaciones de los ejércitos, nada se presentaba en la segunda mitad del año 1809, ni en lo exterior ni en lo interior, que no fuese favorable a los franceses, nada que pudiera serlo a los españoles. Otra cosa hubiera sido si la Inglaterra, nuestra aliada, hubiera destinado a las costas de nuestra península alguna de las dos grandes expediciones navales que por entonces salieron de sus puertos, contra Napoleón la una, a las aguas del Escalda la otra. Infructuosa la primera, perdiose miserablemente y sin gloria la segunda, víctima el gran ejército expedicionario de las enfermedades que sufrió en la pantanosa isla de Walkeren, malográndose así los esfuerzos y sacrificios de la Gran Bretaña empleados contra Napoleón en aquellas regiones, cuando en España, la nación que por su comportamiento era más acreedora a aquel socorro, y donde con más decisión se luchaba contra su poder colosal, habría podido ser de gran provecho, y tal vez habría decidido algunos años antes la ruda y sangrienta contienda. Por otra parte el Austria, esa potencia a la cual España enviaba con inusitado y cándido desprendimiento hasta las remesas de plata en barras que para ella venían y de que tanto necesitaba para sí propia, ajustó la famosa paz de Viena con Napoleón (25 de octubre), como era ya de temer desde el armisticio de Znaim. Amarga, aunque inútilmente se quejó la Central de la conducta del gabinete austriaco, porque sobre dejarla sola en su gigantesca lucha contra la Francia, la indignó, no sin razón, que aquel gabinete se obligara, por uno de los artículos del tratado de paz, a reconocer las variaciones hechas o que pudieran hacerse en España, en Portugal, y en Italia{5}.
Quedose, pues, España sola, sin más ayuda que la legión inglesa retirada a la frontera de Portugal, y de cuya cooperación, atendidas las desavenencias que habían mediado, no se tenía mucha confianza. Lo que hasta fin de diciembre había acontecido por la parte de Cataluña y de Aragón lo hemos visto ya. Por la de Castilla, donde mandaban los generales franceses Marchand y Kellermann, el primero en Salamanca en reemplazo de Ney que había pasado a Francia, el segundo en Valladolid, intentó el general Carrier con 3.000 hombres de los de este último apoderarse de Astorga, ciudad que por su posición y por sus viejos y medio derruidos muros no era considerada como plaza fuerte. Guarnecíala don José María de Santocildes con solos 1.100 soldados mal armados y bisoños. Pero allí como en otros puntos acudieron a la defensa de sus hogares los moradores, hombres, mujeres y niños. Embistieron los franceses la puerta llamada del Obispo, cubiertos con las casas del arrabal de Reitivía, al nivel por aquella parte con el suelo de la población (9 de octubre). Después de cuatro horas de fuego y de combate tuvo que retirarse el enemigo con considerable pérdida, y con el sentimiento de haber sido ésta causada por paisanos y por soldados inexpertos{6}.
Observaba Marchand desde Salamanca y seguía todos los movimientos del duque del Parque, que había reemplazado a la Romana, poseía la plaza de Ciudad-Rodrigo y hacía desde ella sus salidas. Después de varias marchas y contramarchas propúsose aguardar a los franceses en Tamames, villa a nueve leguas de Salamanca situada en un llano a la falda de una sierra de poca elevación, colocando su ejército en posiciones ventajosas. Componíase aquél de unos 10.000 infantes y 1.800 jinetes, y mandaban sus respectivas divisiones los generales Mendizábal, Carrera, Losada y conde de Belveder. El 18 de octubre se presentó delante de ellas el general francés Marchand con 10.000 hombres de infantería, 1.200 caballos y catorce cañones, comenzando inmediatamente el combate, que estuvo a pique de perderse por una maniobra inoportuna de nuestra caballería. Pero acudiendo resueltamente el del Parque al peligro, y ayudándole con arrojo y decisión todos los demás generales, hicieron luego flaquear a los franceses, acabando el conde de Belveder y el príncipe de Anglona de decidir la victoria en favor nuestro. Arrojados los franceses por la ladera de la sierra, y acosados de costado por los españoles que estaban en la villa, solo a favor de la noche pudieron salvarse camino de Salamanca, no sin una pérdida de 1.500 hombres, siendo menos de la mitad la nuestra. Ni aun en Salamanca pudo sostenerse ya Marchand, porque habiéndose incorporado al ejército español al día siguiente de la batalla don Francisco Ballesteros con 8.000 hombres, y dirigiéndose el del Parque a aquella ciudad, hubo de abandonarla el general francés, entrando el del Parque en ella el 25, en medio de las aclamaciones del pueblo, que abasteció y agasajó largamente al ejército libertador.
Mas si por la parte de Castilla nos sonreían aún triunfos como los de Astorga y Tamames, no habían de tardar en acibararlos desastres de mucha más trascendencia en las regiones meridionales de la península, sucediendo al revés que en 1808, en que de los infortunios de Castilla nos compensaron con usura los lauros cogidos en Andalucía. Habíase trasladado el general Eguía, sucesor de Cuesta, con el ejército de Extremadura a la Mancha, estableciendo su cuartel general en Daimiel, y habiendo dejado en la primera de aquellas provincias solo 12.000 hombres, suponiéndola con esto asegurada. Las fuerzas de Eguía ascendían a 51.869 hombres, de ellos 5.766 de a caballo, con 55 piezas de artillería. Nadie sospechaba que con tan numerosas y respetables fuerzas, y más con las palabras arrogantes que Eguía había soltado, retrocediese, como retrocedió en retirada a Sierra-Morena, tan pronto como se presentaron en ademán de combatirle los cuerpos 1.º y 4.º franceses, regidos por Víctor y Sebastiani (12 de octubre). Semejante paso, en ocasión que en Sevilla, asiento de la Central, predominaba el deseo y el plan de caer sobre Madrid (que no porque el plan fuese insensato dejaba de ser vivo el deseo), desazonó de tal modo que se le separó del mando, nombrando en su lugar a don Juan Carlos de Areizaga, que había ganado crédito en la batalla de Alcañiz, y contaba en Sevilla con muchos amigos.
La idea de venir a Madrid preocupaba de tal modo a los gobernantes y a los que en derredor suyo andaban, y antojábaseles empresa tan hacedera y fácil, por más que trabajó Wellington (que por aquellos días fue a Sevilla a visitar a su hermano el marqués de Wellesley) en persuadirlos de lo contrario, que ciegos con aquella ilusión llegaron a nombrar autoridades para la capital, y a encargar a dos individuos de la Junta, Jovellanos y Riquelme, que acordaran las providencias que deberían tomarse a la entrada. Halagó Areizaga esta idea, moviéndose en esta dirección (3 de noviembre), y avanzando con su ejército, entonces bien pertrechado, dividido en dos trozos que formaban siete divisiones, por Manzanares el uno, el otro por Valdepeñas. Cerca de la Guardia encontró nuestra caballería la del enemigo que la esperaba en un paso estrecho (8 de noviembre), pero una diestra evolución mandada ejecutar por don Manuel Freire frustró el proyecto de sorpresa, y los jinetes franceses no solo fueron repelidos, sino perseguidos y acosados hasta cerca de Ocaña. Sentó Areizaga su cuartel general en Tembleque: la caballería mandada por Freire, la vanguardia que regía Zayas, y la primera división que guiaba Lacy, cuyos cuerpos se habían adelantado, obligaron a las tropas francesas que había en Ocaña a evacuar la villa y replegarse a Aranjuez. El 11 se hallaba todo nuestro ejército en Ocaña al parecer resuelto a avanzar a Madrid. Pero las vacilaciones de Areizaga, hasta entonces tan arrogante, marchas, contramarchas y detenciones que ordenó a las tropas por malos caminos y en medio de un temporal de aguaceros y ventiscas, en lo cual se malogró una semana, dieron lugar a que los franceses se reforzaran en Aranjuez y se prepararan bajo la activa dirección del mariscal Soult, que había reemplazado a Jourdan en el cargo de mayor general de los ejércitos franceses. Areizaga, más y más perplejo, hizo a algunas de nuestras tropas repasar el Tajo que ya habían cruzado, y retrocedió a Ocaña, no sin dar lugar a que nuestra caballería sufriese algún descalabro cerca de Ontígola, aunque costando a los enemigos la muerte de su general París.
Habíanse reunido en Aranjuez y sus cercanías los cuerpos franceses 4.º y 5.º, el de reserva que mandaba Dessolles, y la guardia real de José. La infantería de ambos cuerpos se puso al mando del mariscal Mortier, la caballería al de Sebastiani: José y Soult dirigían los movimientos. Además se había dado orden a Víctor para que el 18 pasara el Tajo con el primer cuerpo y se dirigiera a Ocaña. Suponiendo que éste no pudiera llegar a tiempo, el mariscal Soult opinaba, y así se lo suplicó al rey, que no se diera la batalla, pero el rey se empeñó en ello. La fuerza de los franceses, sin contar con los 14.000 hombres de Víctor, ascendía a 34.000 hombres: inferior a la nuestra en número, aventajábala en práctica y en disciplina. Sin embargo, nuestro ejército era el más lucido que hasta entonces se había presentado.
Areizaga había colocado sus divisiones en derredor de la villa de Ocaña, esperando allí el combate. Subiose él al campanario con objeto de observar la llegada y los movimientos del enemigo. Presentose éste el 19, y comenzó la pelea atacando nuestra derecha el general Leval con las divisiones de Varsovia y de la Confederación del Rin. Rechazáronle valerosamente Zayas y Lacy; este último avanzó con intrepidez, llevando en la mano la bandera del regimiento de Burgos; y herido el general Leval, y muerto uno de sus edecanes, todo lo arrollaba, y se apoderó de dos piezas: nuestra artillería hizo un fuego vivo y certero. Pero no apoyado por Zayas, al parecer no por culpa suya, sino de órdenes del general en jefe, y acudiendo al peligro el mariscal Mortier con el 5.º cuerpo, no solo hizo retroceder a Lacy, sino que tomó tres cañones, y rompiendo por todo entró el general Girard en la villa, y puso fuego a la plaza y ahuyentó de ella a los nuestros. Entretanto José y Dessolles con la guardia real y la reserva atacaban y destruían nuestra izquierda, que en su precipitada fuga hacia la Mancha iba siendo acuchillada por la caballería ligera de Sebastiani. Desde entonces ya no se veían por aquellas llanuras sino columnas cortadas y pelotones que corrían azorados y dispersos. Areizaga no paró hasta Daimiel, faltándole aliento hasta para tratar de reunir las reliquias de sus destrozadas divisiones. Fue una verdadera y desastrosa catástrofe la jornada de Ocaña. Perdiéronse más de cuarenta cañones y cerca de treinta banderas: en cuanto a la pérdida de hombres, bien fuese de 13.000 prisioneros y 4 o 5.000 muertos y heridos, como los nuestros la calcularon, bien de 25.000 los que quedaron en poder del enemigo, como proclamaron los suyos, es lo cierto que en dos meses apenas pudo reunirse en las faldas de Sierra-Morena la mitad del ejército que había ido a Ocaña. La pérdida de los franceses no llegó a 2.000. Y en tanto que el rey José entraba orgulloso en Madrid, seguido de tantos miles de desgraciados prisioneros, en toda la nación causó un abatimiento profundo la noticia del desastre, temiendo con razón sus naturales y funestas consecuencias{7}.
Pronto se experimentaron algunas; otras se habían de sentir más tarde. De contado el duque de Alburquerque, que con los 12.000 hombres de Extremadura había avanzado al puente del Arzobispo, y aun destacado la vanguardia orilla del Tajo hacia Talavera, con objeto de distraer la atención del enemigo hacia aquella parte, luego que supo el infortunio de Ocaña retrocedió y no paró hasta Trujillo. El del Parque, que con un designio análogo había avanzado con el ejército de Castilla hasta Medina del Campo y sostenido allí una acción con un cuerpo de diez a doce mil franceses, de cuyas resultas se volvió al Carpio, tres leguas distante de Medina, a dar descanso y alimento a sus tropas (23 de noviembre), buscado allí por el general Kellermann, que mandaba en Valladolid, con todas sus fuerzas reunidas, y noticioso del desastre de Ocaña, retrocedió también hasta Alba de Tormes, donde entraron los nuestros ya desconcertados y aguijados por la vanguardia enemiga (28 de noviembre). No es fácil comprender el objeto que se propuso el del Parque en enviar del otro lado del Puente dos divisiones, dejando en la población el resto de la fuerza con la artillería y los bagajes, pues no satisface la razón que se dio de racionar la tropa fatigada, toda vez que para este fin, y para el de dar batalla o retirarse, habría sido mucho más conveniente y cómodo tener la tropa reunida a la orilla izquierda del Tormes. Lo cierto es que comprendiendo Kellermann lo vicioso de aquella disposición, atacó la villa en ocasión que nuestros soldados andaban esparcidos buscando raciones. Sobrecogidos éstos, atropelláronse al puente con los bagajes: las tropas que pudieron formar fuera de la villa se vieron también arrolladas, y se precipitaron a repasar el río abandonando la artillería. Solo Mendizábal con la vanguardia y parte de la segunda división se mantuvo firme, formando cuadros con sus regimientos, y rechazando por tres veces las embestidas de los jinetes enemigos, hasta que al anochecer llegó la infantería y la artillería francesa: entonces pasó con su gente al otro lado del Tormes. El enemigo llegó ya de noche hasta el puente, donde se apoderó de dos obuses. Todo era allí confusión en los nuestros, de los cuales unos huyeron a Ciudad-Rodrigo, otros a Tamames o a Miranda del Castañar. El duque del Parque sentó su cuartel general primeramente en Bodón, cerca de Ciudad-Rodrigo, y después a últimos de diciembre en San Martín de Trebejos a espaldas de la Sierra de Gata. Kellermann se volvió orgulloso a Valladolid. Perdimos aquel día 15 cañones, 6 banderas, y de 2 a 3.000 hombres entre muertos, heridos y prisioneros. Así se enturbió en Alba de Tormes la satisfacción del triunfo poco antes obtenido en Tamames.
Quieto e inmóvil el ejército inglés en las cercanías de Badajoz, al parecer indiferente a estos sucesos, sino en lo que podían interesarle a él mismo, creyó llegado el caso de proveer a su propia seguridad, y en el mes de diciembre abandonó las orillas del Guadiana para trasladarse al norte del Tajo: siendo lo singular que aquel mismo Wellington que tan repetidamente se había estado quejando y tanto enojo había mostrado por la falta de subsistencias que decía haber sufrido sus tropas en España, al despedirse de la junta de Extremadura le expresara lo satisfecho que iba del celo y cuidado con que aquel cuerpo se había esmerado en proporcionar provisiones y víveres a las tropas de su ejército. Esta confesión no había sido ya la sola contradicción de sus anteriores quejas.
Tales y tan adversos nos habían sido los acontecimientos de la guerra en la segunda mitad del año 1809, menguados y casi destruidos, unos tras otros, nuestros ejércitos, y la nación consternada con tantas desdichas. Veamos si nos había alumbrado mejor estrella en la marcha política y por parte del gobierno nacional. Desgraciadamente si por un lado nos aquejaban infortunios, por otro se presenciaban lamentables miserias.
En tan revueltos y turbados tiempos, tan propios para excitar quejas y levantar ambiciones, tan ocasionados a rivalidades y discordias, en que los reveses y los contratiempos, y el malestar general, y la escasez de los recursos y la dificultad del remedio daban fundamento sobrado al descontento público, y ocasión y pié a los particulares resentidos para declamar ardientemente y dar colorido de razón a sus maquinaciones y enredos, cualquiera que hubiese sido la forma de gobierno y el mérito y el patriotismo de los hombres que le compusieran, habrían sufrido las murmuraciones y la crítica y los embates de los descontentos; cuanto más la Junta Central, cuyos miembros ni se distinguían todos por sus luces, ni por su experiencia y discreción en el arte de gobernar, y cuyos actos estaban lejos de llevar todos el sello de la conveniencia y del acierto. Maquinábase más allí donde tenía su asiento la Junta. Atribuíasele el poco fruto que se sacaba de victorias como la de Talavera; y se le achacaban los desastres, tales como el de Almonacid, sin examinar si era de otros la culpa, y como el de Ocaña, a que sin duda contribuyó, aunque empujada ella misma por los impacientes en venir a disfrutar de los empleos de la corte que ya se habían repartido. Meses hacía que estaba alentando a los quejosos, porque así cumplía a sus ambiciosos e interesados designios, el recientemente y en mal hora reinstalado Consejo, y dentro de la misma Central había quien abrigara desatentada codicia de mando.
Así por lo menos se juzgaba de don Francisco de Palafox, a quien se atribuían desmedidas aspiraciones propias; mas viendo sin duda la dificultad o imposibilidad de hacerlas prevalecer, presentó y leyó a la Junta un escrito (21 de agosto), en que proponía, como remedio a todos los males que se lamentaban, la concentración del poder en un solo regente, designando para este cargo al cardenal de Borbón. No es extraño que semejante propuesta encontrara oposición en la Junta, así por lo que a ella misma afectaba, como por la medida que de su capacidad había dado en varias ocasiones el prelado propuesto. Por otra parte y al mismo tiempo, no renunciando el Consejo a sus antiguas pretensiones, y buscando cómo arrancar el poder supremo de manos de la Junta y traspasarle o a las suyas propias o a otras de su confianza, intentó, en consulta de 22 de agosto, demostrar los inconvenientes de ejercer funciones de poder ejecutivo un cuerpo tan numeroso, y la necesidad por lo tanto de nombrar una regencia. Pero indiscreto el Consejo, y dejándose arrastrar de su ciego amor al antiguo régimen, al examinar la conducta de la Central no se contentó con la censura de sus actos, sino que atacó su legitimidad, así como la de las juntas provinciales de que derivaba, con lo cual se concitó de nuevo aquella corporación el resentimiento y la enemistad de todas, en vez de atraerse su voluntad y servirse de ellas como elemento para sus fines.
Porque en verdad no reinaba el mejor acuerdo entre las juntas de provincia y la Central, ya por una rivalidad que venía desde su origen, y el tiempo no había extinguido, como la de Sevilla, ya por haber reconvenido a otras la Central sobre extralimitación de facultades, como la de Extremadura, ya por la resistencia a ordenes de la Suprema tenidas por desacertadas e inconvenientes, como la de Valencia. Mas lejos de saber aprovechar el Consejo estas disensiones para sus fines, ofendió y se enajenó aquellas mismas juntas atacando su legitimidad, y en vez de ayudarle le combatieron, como sucedió con la de Valencia, que con ser de las más enemigas de la Central, representó enérgicamente contra las pretensiones del Consejo (25 de setiembre), recordando su poco patriótica conducta anterior, y pidiendo que se ciñera y limitara a sentenciar pleitos.
Pero había llegado ya la impaciencia de los descontentos y enemigos de la Central hasta el punto de intentar recurrir a la violencia para disolver la Junta, y aun trasportar a Filipinas algunos de sus individuos; ensanchar el poder del Consejo, o sea reponerle en el que antiguamente tenía; crear una regencia; y aun se procuraba halagar al pueblo con la promesa de convocar Cortes, como si esta medida fuese compatible con las ideas del Consejo que en ello andaba. Sobornadas tenían ya algunas tropas, y tal vez hubieran conseguido que estallara un motín militar, si el duque del Infantado, con un propósito de dudosa interpretación, no hubiera revelado confidencialmente el proyecto al ministro inglés marqués de Wellesley, el cual, no satisfecho de la Central, pero menos amigo de los conspiradores y de los medios violentos, advirtió a su vez a la Junta de lo que había, evitando así a la nación un gran conflicto. Comprendiendo entonces aquella su peligrosa situación, y penetrada de que la opinión general, inclusa la del embajador británico, reclamaba la concentración del poder ejecutivo en menos personas, para que hubiese más energía y más unidad de acción, resolvió tratar la materia seriamente. Varios fueron los sistemas que se propusieron a la deliberación, opinando unos por la pronta reunión de las Cortes, y que entretanto no se hiciese novedad, otros por el nombramiento de una comisión ejecutiva elegida de entre los individuos de su seno, y algunos por la formación de una regencia de fuera de la Junta. Después de vivas y acaloradas discusiones optose al fin por el segundo dictamen, acordándose la creación de la Comisión ejecutiva para el despacho de lo relativo a gobierno, y la apertura de las Cortes para el 1.º de marzo de 1810.
No satisfizo esta solución a los ambiciosos de mando y a los enemigos de la idea liberal que en ella se envolvía. Y así cuando la comisión que se nombró para formar el reglamento de la ejecutiva presentó su trabajo, no obstante pertenecer a ella varones tan dignos como Jovellanos y el bailío Valdés, y acaso por lo mismo, combatieron su proyecto de reglamento, y encargaron a otra comisión que le enmendase, apuntando otra vez con tal pretexto la cuestión de regencia. Instrumento dócil Palafox de los que en estos enredos andaban, leyó otro papel a la Junta en el propio espíritu que el anterior, pero que produjo aún más disgusto que aquél, en términos que no solo se vio él obligado a tachar frases indiscretas y cláusulas ofensivas, sino que incomodados de su torpeza sus propios instigadores apelaron al marqués de la Romana, que recién llegado del ejército había sido nombrado de la comisión encargada de corregir el reglamento de la primera{8}. No aventajó en discreción la Romana a Palafox, puesto que habiendo concurrido a la corrección de aquel reglamento y firmado con la comisión el nuevo plan, al presentarlo a la Central sorprendió y asombró a todos (14 de octubre) con otro escrito tanto o más descompuesto que los de Palafox, en que no solo renovaba la cuestión de regencia, sino que calificaba de notoriamente pernicioso el gobierno de la Central, expresando la necesidad de desterrar hasta su memoria. Y sin embargo, con reparable inconsecuencia, le reconocía la facultad de nombrar una regencia y una diputación permanente de Cortes hasta la reunión de éstas, cuyo plazo no determinaba; y envolvía este incoherente sistema y esta sarta de mal digeridas combinaciones entre nada modestos elogios de sí mismo.
A pesar de todo, o porque los partidarios de las reformas, que eran los más desairados y ofendidos, quisieran mañosamente comprometer y desacreditar en la piedra de toque del gobierno al mismo que tan duramente había tratado a la Junta, o porque en ésta prevaleciera el partido de los apegados al antiguo régimen, salió el de la Romana nombrado de la Comisión ejecutiva, que se instaló en 1.º de noviembre. Los otros cinco vocales fueron don Rodrigo Riquelme, don Francisco Caro, don Sebastián de Jócano, don José de la Torre y el marqués de Villel. Como se ve, no entraron en ella ni Jovellanos ni ninguno de los que habían trabajado en el anterior reglamento. Con esto no se trataron ya en junta plena sino las materias legislativas y los negocios generales, así como los nombramientos para algunos de los primeros destinos del Estado, quedando a cargo de la ejecutiva todo lo demás de carácter gubernativo. Mucho templó el mal efecto que pudiera producir el personal de la nueva Comisión el decreto publicado en 4 de noviembre, declarando que las Cortes del reino serían convocadas el 1.º de enero de 1810, para que empezaran sus sesiones el 1.º de marzo próximo; decreto que arrancaron las continuas y eficaces gestiones de los partidarios de la representación nacional, entre los cuales se había señalado por su energía y empeño el intendente Calvo de Rozas.
Los contratiempos de la guerra que por entonces sobrevinieron, y que hubieran puesto a prueba al gobierno más enérgico y más ilustrado, vinieron a hacer patente que la Comisión ejecutiva no se señalaba ni por la energía ni por la ilustración, como que en su personal no se contaba ninguno de los individuos de la Central que más se hubieran distinguido por una o por otra de aquellas dotes. La derrota de Ocaña la desconcertó, y sus medidas llevaban el sello del aturdimiento. El marqués de la Romana, a quien se nombró, y era en verdad el más indicado por su profesión y carrera, para reorganizar el destrozado ejército del centro, prefirió e hizo que fuesen otros vocales, quedándose él en Sevilla, donde se dedicó a destruir los manejos de los ambiciosos contra el nuevo poder, que aún seguían. Señaláronse ahora en éstos el siempre codicioso de mando don Francisco de Palafox, y el siempre inquieto conde del Montijo, que en su bulliciosa movilidad había pasado de Sanlúcar a Badajoz, fugándose desde allí a Portugal, y ahora andaba saltando por las cercanías de Sevilla. El de la Romana hizo arrestar a entrambos, sin consideración ni miramiento a la alta alcurnia del uno, ni a la calidad de miembro de la Central del otro; paso que habrían mirado muchos como escandaloso atropello, si las condiciones de ambos personajes hubieran sido más propias para excitar simpatías y mover reclamaciones.
Este celo de Romana hubiera podido parecer plausible, si en él mismo no se viera la ambición que en los otros intentaba reprimir; por lo menos daba sobrada ocasión para pensar así la conducta de su hermano don José Caro, ya difundiendo por Valencia y otras provincias el famoso voto de 14 de octubre, ya acompañándole con desmedidos o inmodestos elogios de su talento y servicios, ya dejando entrever sin mucho disimulo la intención de persuadir la conveniencia de encomendarle como regente el poder supremo. Produjo esto una seria impugnación de parte de la Central, y escisiones en la misma Valencia donde Caro mandaba, y destierros a la isla de Ibiza de individuos de la junta valenciana tan apreciables como don José Canga Argüelles, y otros que se oponían a los proyectos de los hermanos Caros. Lejos pues de corresponder la Comisión ejecutiva a lo que de la concentración del poder había derecho a esperar y exigir, no hizo nada importante, y el que más en ella se movía y agitaba hízolo en sentido de demostrar que era más codicioso de mando que apto para desempeñarle. Algo más atinada anduvo la Junta general en algunas de sus providencias{9}, si bien las pasiones e intrigas últimamente desarrolladas en un cuerpo en que nunca hubo la mayor armonía a causa de la diversidad de ideas de sus individuos, le convirtió en un semillero de chismes y enredos, y todo presagiaba la proximidad de su caída.
Acercábase en esto la época de la convocatoria a Cortes. La comisión encargada de determinar la forma de su llamamiento había estado preparando sus trabajos, y en efecto fueron aquellas convocadas para el 1.º de marzo próximo. En el mismo día que se expidió la convocatoria fueron reemplazados los tres individuos más antiguos de la Comisión ejecutiva por otros tres, conforme a lo que se prescribía en el reglamento{10}. Mas ni esta Comisión ni la Junta Central habían de contar ya larga vida política. El horizonte de España se iba encapotando cada día más, y la tormenta amenazaba principalmente por la parte de Mediodía: tanto que la Junta determinó retirarse de Sevilla, como antes se había retirado de Aranjuez, sin perjuicio de quedar por unos días en aquella ciudad algunos vocales para el despacho de los negocios urgentes, cuya resolución produjo para la misma Junta el mal efecto y los disgustos que veremos después.
Y para que todo fuese o adverso o melancólico en esta segunda mitad del año que abarca este capítulo, en tanto que acá la nación hacía tan desesperados esfuerzos y tan heroicos sacrificios, y que los españoles vertían tan abundantemente su sangre por defender su independencia y devolver el trono y el cetro arrebatado a su legítimo monarca, Fernando desde Valencey, con una obcecación lamentable, nacida sin duda de la ignorancia de lo que por acá acontecía, felicitaba a Napoleón por sus triunfos, en términos que su conducta con el usurpador de su trono formaba un terrible y doloroso contraste con el heroísmo de la nación. Por fortuna aquella fatal correspondencia y aquella humilde actitud del príncipe con el tirano de su patria y de su familia no era conocida entonces en España{11}, y la nación continuaba dispuesta a seguir sacrificándose por su libertad y por su rey. Suspendamos ahora estas tristes reflexiones, que ocasiones vendrán más adelante de renovarlas, y de darles la explicación que pudieran tener.
{1} «Atendiendo (decía el artículo 29 de aquel reglamento) a que muchos sujetos de distinguido valor e intrepidez, por falta de un objeto en que desplegar dignamente los talentos militares con que los dotó la naturaleza, a fin de proporcionales la carrera gloriosa y utilísima al Estado que les presenta las circunstancias actuales, se les indultará para emplearlos en otra especie de Partidas, que se denominarán Cuadrillas, bajo las condiciones que se establecen en los cuatro artículos siguientes.»
Uno de los artículos que seguían era: «A todo contrabandista de mar y tierra que en el término de ocho días se presente para servir en alguna cuadrilla ante cualquiera juez militar o político de partido, o jefe del ejército, se le perdonará el delito cometido contra las reales rentas; y si se presenta con caballo y armas, se le pagará uno y otro por su justo valor.»
{2} Como el P. Salmón, a quien falta poco para suponerles impecables y santificarlos.– Resumen histórico de la Revolución de España, tomo II, cap. 1.
{3} Por fortuna en aquella voladura se salvó la Virgen, que había podido ocultar un capellán; el pueblo devoto miró como milagrosa su conservación, y acudió de tropel a adorarla luego que se retiraron los franceses.
{4} Entre otros medios que los franceses emplearon para ver de contenerle fue uno el de poner en rehenes a su madre. Pero ni esto le contuvo, ni menos la orden de un general francés, dada en momentos de irritación, mandando ahorcar o arcabucear los brigantes que se cogieran. Lo que hizo don Juan Martín fue disponer que por cada uno de los suyos que se supiera haber sido arcabuceado, se fusilara a tres franceses prisioneros.– Tanto sonó entre ellos su nombre, que a todos los guerrilleros los solían llamar Empecinados.
{5} «Ayudamos a sostener la guerra de Austria (decía la Central en su manifiesto) con todo cuanto podíamos, cediendo una porción de plata en barras, enviadas por la generosidad de la Inglaterra, que se hallaban o iban a llegar a España: consentimos, no obstante de los perjuicios que esto pudiera ocasionarnos, que Inglaterra negociase tres millones de duros en nuestros puertos de América, sin más razón que el exponernos carecía el gobierno británico de plata acuñada con que socorrer al Austria…» «¡Ah! (exclama luego): si por parte del Austria se hubiera cumplido lo que ofreció a la Junta su ministro en su nota núm. 4, ¡como la Junta y la nación española lo cumplieron! ¡Cuán diferentes hubieran sido los resultados de la batalla de Talavera, cuan diferente la suerte de España, cuánto la de la casa de Austria, humillada hasta el abatimiento de que la Europa ha quedado escandalizada, y de que no podrá levantarse si no vuelve sus miras al país en donde reinaron sus abuelos…!»– Y concluye: «La desgraciada e inoportuna paz que la Alemania hizo con el emperador de los franceses cuando nuestros planes debían empezar a realizarse, y faltando a las ofertas que nos tenía hechas aquel gobierno tan solemnemente, destruyeron nuestras esperanzas y sistema, volviéndonos a dejar solos en la terrible lucha que habíamos comenzado; pero satisfechos de que así nosotros como don Eusebio Bardají, ministro en aquella corte, nada dejamos de hacer para impedir tan desagradable acontecimiento.»– Exposición, Ramo diplomático, Sección segunda.
{6} Distinguiose por sus hazañas entre otros valerosos paisanos un joven llamado Santos Fernández, cuyo padre al verle morir exclamó sereno: «Si ha muerto mi hijo único, vivo yo para vengarle.» De estos rasgos se vieron varios en aquella acometida.
{7} En la orden general del ejército, firmada por el mariscal Soult, duque de Dalmacia, en Dos Barrios, y que se publicó en la Gaceta de Madrid de 22 de noviembre, se decía: «El número de los prisioneros, entre los cuales se cuentan tres generales, seis coroneles y setecientos oficiales de todas graduaciones, asciende ya a 25.000, … A cada instante llegan más prisioneros,y se cree que su número subirá a 30.000.»
Evidentemente esta cifra era exagerada, puesto que en las Memorias del rey José, en que se inserta un extracto de la relación de la batalla dada por el mariscal Mortier, duque de Treviso, solo se hace subir a 20.000.
En la Gaceta del 21 se dio noticia de la entrada del rey con las siguientes arrogantes y jactanciosas líneas: «Ayer a las cinco y media de la tarde, esto es, a las 48 horas de su salida, entró el rey en esta capital, después de haber destruido completamente un ejército de 30.000 hombres. S. M. podría decir como Cesar: veni, vidi, vici.»
{8} (1) He aquí algunos trozos de este segundo papel de Palafox:
«Señor: Los males que exigen un ejecutivo remedio se agravan con medicinas paliativas: el lenitivo aumenta lo que ha de curar el cáustico, y nunca se han evitado ni precavido los daños con sola la indicación y anuncio de los medios que han de atajarlos. Nos amenazan males horrorosos; nos afligen calamidades terribles, estamos envueltos en un cúmulo de peligros que el menor de ellos puede producir la ruina del Estado. La congregación de las Cortes para 1.º de marzo próximo será un remedio tardío, y la publicación del decreto convocatorio no satisfará a la nación acostumbrada por desgracia a desconfiar de tales anuncios. La patria peligra, la nación lo ve y lo llora, sus esfuerzos son sobre sus recursos, y con mucho menos se salva el Estado. El giro de los negocios ha perdido el rumbo, todo se abisma en el más profundo entorpecimiento, y esto conduce con precipitación a la perdición de este hermoso reino. El mal es del momento, y en el momento se ha de ocurrir a remediarle; en la dilación todo se pierde y la patria pedirá la sangre de tantas víctimas a los que debieron conservarlas. Los incesantes anhelos, el celo infatigable de V. M., sus desvelos, sus luces, los sacrificios de su reposo y sus talentos, han sido infructuosos y a su pesar han dejado al reino en el mismo estado de languidez e inercia. No hemos conseguido progreso alguno con nuestras armas, y mientras que el enemigo aprovecha nuestra indolencia para talar nuestras provincias, V. M. pierde la autoridad, es insultado en el poder y mira con dolor en insurrección a la nación toda. Las provincias faltan al respeto, amenazan levantar la obediencia, fijan y esparcen decretos subversivos, los pueblos los leen y los aplauden, llegan hasta el trono los insultos a la autoridad, y este cuerpo soberano, sin energía, sin resolución y falto de poder, calla, lo tolera, lo sufre, y deja correr impune el desprecio de la soberanía y de la majestad…
No tenemos demarcado el poder que ejercemos, hemos despreciado los santos códigos, sacamos de su base la autoridad; y el edificio del Estado se estalla, se arruina y envuelve en sus escombros los derechos del soberano y del vasallo que estamos encargados de conservar. España por un interés individual, criminal y delincuente, cuenta tantas corporaciones soberanas, cuantas son las provincias que componen el reino, y aun cuantas ciudades y villas populares han tenido bastante orgullo para creerse autorizadas a ejercer un poder que no les pertenece…
La patria no puede salvarse por el orden que hemos seguido hasta ahora. Estas corporaciones si son buenas para proponer, son muy defectuosas para mandar y llevar a la ejecución, por la igualdad de autoridad y diferencia de dictámenes. En este sistema veremos consumir en la inacción nuestros ejércitos, talar las provincias, dominar el enemigo en ellas y acaso la total pérdida del Estado y de la nación…
Eríjase, pues, un Consejo de Regencia luego sin dilación ni demora. La nación lo pide, el pueblo lo desea, la ley lo anda, el rey desde su infeliz cautiverio clama por la observancia de la ley. No se espere a las Cortes, porque se agravan los males que nos afligen, y nos oprimirán entre tanto todo género de infortunios y calamidades que impedirán aquel recurso. El mal es de ahora, ahora debe sanarse y remediar los errores pasados…
Desapruebo y desaprobaré siempre el plan que se ha propuesto y el reglamento para la sección ejecutiva; y mi voto es y será siempre que tales ideas solo pueden abrigarse en las cabezas de nuestros implacables enemigos: que debe adoptarse el plan que propone el señor marques de la Romana para la erección y nombramiento de una Regencia de la Corona, y esto ahora mismo y sin dilación por ser conforme a lo que tengo ya dicho tantas veces a V. M., a la ley, a los deseos del pueblo y a los intereses del Estado. Sevilla 20 de octubre de 1809.– M. Francisco Rebolledo de Palafox y Melci.»
{9} Tal como la de haber aplicado a los gastos de la guerra los fondos de las encomiendas y obras pías, y el descuento gradual de los sueldos de los empleados, a excepción de los militares en servicio.
{10} Los salientes fueron el marqués de la Romana, don Rodrigo Riquelme y don Francisco Caro, y los entrantes el conde de Ayamans, el marqués del Villar y don Félix Ovalle.
{11} Publicáronse varias de estas cartas en el Monitor de París, o con el intento de comprometer a Fernando a la faz de Europa, o con el de enfriar a los españoles en su defensa, o con ambos, y aun otros fines. Por fortuna en España entonces eran muy contadas las personas que las leían, y aun éstas lo atribuían a invención del gobierno francés. Costaba en efecto trabajo persuadirse de que fuesen auténticas cartas como la siguiente:
«Señor.– El placer que he tenido viendo en los papeles públicos las victorias con que la Providencia corona sucesivamente la augusta frente de V. M. I. y R., y el grande interés que tomamos mi hermano, mi tío y yo en la satisfacción de V. M. I. nos estimulan a felicitarle con el respeto, el amor, la sinceridad y reconocimiento en que vivimos bajo la protección de V. M. I. y R.
»Mi hermano y mi tío me encargan que ofrezca a V. M. su respetuoso homenaje, y se unen al que tiene el honor de ser con la más alta y respetuosa consideración, Señor, de V. M. I. y R. el más humilde y mas obediente servidor.– FERNANDO.– Valencey, 6 de agosto de 1809.»– Monitor del5 de febrero de 1810.