Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro X Guerra de la independencia de España

Capítulo XVIII
Continuación de la guerra
Mudanza en la situación del rey José. Miseria y hambre general
1812 (de enero a mayo)

Defiéndese Alicante contra el general Montbrun.– Heroica muerte de don Martín de la Carrera en Murcia.– Afrentosa rendición de la plaza de Peñíscola a los franceses.– Formaliza Wellington el sitio de Ciudad-Rodrigo.– Toma la plaza y hace prisionera la guarnición.– Emprende el sitio de Badajoz.– Brillante defensa que hacen los franceses.– La asaltan y toman los aliados.– Mal comportamiento de los ingleses en la ciudad.– Viene Soult de Andalucía a Extremadura, y tiene que volverse.– Marmont que iba a Badajoz toma otro giro obedeciendo a órdenes imperiales.– Amaga a Ciudad-Rodrigo y Almeida.– Retrocede sin fruto a Salamanca.– Castaños en Galicia.– Rápida invasión de Bonnet en Asturias.– Manda otra vez Santocildes el 6.º ejército español.– Santander y Provincias Vascongadas.– Mendizábal, Porlier, Longa, Renovales, Jáuregui.– Fusilan los franceses cuatro individuos de la junta de Burgos. Represalias terribles que toma el cura Merino.– Navarra y Aragón.– Mina.– Segunda sorpresa que hace en Arlabán.– Peligro en que se vio de verse cogido en Aragón.– Anécdota curiosa.– Muerte de su segundo Cruchaga.– Es herido el mismo Mina.– Parecido lance en que se vio el Empecinado.– Sorpresa y pérdida que tuvo.– Durán y Villacampa.– Partidas en Valencia.– La guerra en Cataluña.– Lacy, Sarsfield, el barón de Eroles.– Acciones de Villaseca y Altafulla.– El barón de Eroles en Aragón.– Acción de Roda.– Divide Napoleón la Cataluña en cuatro departamentos.– Da el mando del Principado a Suchet.– Operaciones en Andalucía.– Fuerza que tenía Napoleón en España.– Cambio notable en su conducta con su hermano José.– Le confiere el mando superior de todos los ejércitos.– Motivo de esta mudanza.– Amenaza la guerra entre Francia y Rusia.– Conducta recíproca de los dos emperadores.– Capciosas proposiciones de paz que hace Napoleón a Inglaterra.– Rompimiento entre los dos imperios.– Fuerzas inmensas que lleva Napoleón.– Sale de París.– Miseria pública en España.– Carestía horrible.– Hambre general.– Cuadro doloroso que ofrecía la nación.– Alegría y bienestar de que se gozaba en Cádiz.
 

«Se ve, decía el escritor francés que citamos al final del capítulo anterior, que el año 1812 se anunciaba bajo bien tristes auspicios.»

No todo, sin embargo, ni en todas partes fue mal en el principio de este año para los franceses. Después de la toma de Valencia, nuestras tropas, así las que con el general Mahy se habían retirado a Alcira, como las que con el general Freire se hallaban en Requena, se replegaron a Elche y Alicante, y entre éstas y las que guarnecían a Cartagena formaban todavía una fuerza de cerca de 18.000 hombres. El general francés Montbrun, que del ejército de Portugal había sido enviado con una división a reforzar el de Suchet, con noticia que tuvo de haber entrado éste en Valencia, y viendo no serle ya necesario, en lugar de volverse donde más falta hacía, como veremos después, marchó contra los nuestros sobre Alicante (10 de enero, 1812), esperanzado de que a favor del desconcierto en que habían quedado, o se le abrirían las puertas de la ciudad, o la tomaría fácilmente. Pero en vano estuvo delante de ella 36 horas, en vano arrojó algunas granadas e intimó la rendición. Con la respuesta negativa de los nuestros tuvo por prudente retroceder sobre el Tajo, dejando en Elche y su comarca rastros de no pocas extorsiones y vejámenes a sus moradores.

Envió Suchet al general Harispe a la derecha del Júcar, colocó en Gandía al general Habert, y se apoderó de Denia, que abandonó el gobernador español don Esteban Echenique, no socorrido por Mahy. Tomó el mando interino de todas nuestras tropas don José O'Donnell, jefe del estado mayor del 3.er ejército. Las de Villacampa se volvieron a Aragón, donde más de continuo había hecho antes tantos y tan útiles servicios. Era esto en fines de enero, al tiempo que no lejos de allí, en Murcia, el general don Martín de la Carrera, del mismo 3.er ejército, inmortalizaba su nombre y acababa su vida con una hazaña digna de contarse.

Hallábase la Carrera a las inmediaciones de Murcia, cuando llegó a esta ciudad el general Soult, hermano del mariscal, con gente del ejército de Andalucía. O por indicaciones del mismo general, o por acto espontáneo de los suyos, lo cual es para nosotros indiferente, dispusieron aquellos agasajarle con un espléndido banquete en el palacio episcopal en que se alojaba. La Carrera, que mandaba gran parte de la caballería de nuestro segundo y tercer ejército, concibió el pensamiento atrevido de sorprender a los franceses cuando estuvieran en el festín. La población había de ser acometida por diferentes entradas a un tiempo: él con 100 jinetes había de entrar por la puerta de Castilla. Por desgracia los demás, sin que sepamos la verdadera causa, o no concurrieron a los puntos designados, o no se atrevieron a penetrar por ellos: entró él solo con sus 100 jinetes. La sorpresa fue grande, y habría tenido el éxito que se buscaba a haber contribuido a ella todos los que debieron tomar parte. A la voz de que estaban los españoles dentro de la ciudad sobresaltáronse los franceses, y especialmente los del festín: tan aturdido anduvo Soult, que levantándose de la mesa bajó tan azorado que faltó poco para que rodara la escalera. Pero al fin, puestos en movimiento los enemigos, cargaron con todas sus fuerzas sobre el caudillo español, que con solos sus 100 hombres se defendió denodadamente en calles y plazas acuchillando cuantos franceses se le ponían delante. La lucha sin embargo no era sostenible: nuestros valientes soldados, aunque mataban, morían también: llegó Carrera a verse solo, y solo se defendió de seis enemigos que le rodearon, matando a dos, hasta que desangrado por las heridas que recibió de sable y de pistola, cayó sin aliento en la calle de San Nicolás, a que más adelante en honra suya se dio el nombre de la Carrera.

Temeraria, más que heroica habría sido la hazaña de este insigne español, si solo y sin auxilio hubiera pensado en acometerla. Viose solo sin culpa suya, y no fue el hombre temerario, sino el guerrero heroico, que puesto en el trance supo ser ejemplo de valientes y nobles patricios, y que muriendo ganó inmortalidad, como lo pregonó luego el cenotafio que la junta de provincia mandó erigir en el sitio de su gloriosa muerte. Los murcianos por cuya libertad se sacrificó le hicieron los honores fúnebres con toda la solemnidad que permitía la angustia de un pueblo que, aunque evacuado por los enemigos la noche misma de la catástrofe, quedó llorando los excesos de aquellos, el despojo de sus fortunas, las demasías por ellos cometidas hasta en las clases más infelices y pobres. Estos mismos desmanes señalaron su retirada a Lorca.

Otro infortunio, de índole muy diversa, tan deshonroso para el que le causó como fue glorioso el que acabamos de contar, experimentamos también en el primer mes de este año (1812). En la distribución que Suchet hizo de sus tropas después de la toma de Valencia, destinó al general Severoli con su división italiana a sitiar la plaza de Peñíscola, situada en la provincia de Castellón sobre una roca que avanza al mar constituyendo una especie de isla que solo se comunica con la tierra firme por una estrecha lengua, con fortificaciones sentadas en derredor del peñón. Guarnecíala con 1.000 hombres el gobernador don Pedro García Navarro, y por mar la protegían buques de guerra ingleses y españoles. No era, pues, de temer que la plaza fuera fácilmente tomada ni rendida, por más que los enemigos colocaran baterías en las colinas inmediatas, y por más que arrojaran sobre ella algunas bombas. Dificultades casi insuperables les quedaban que vencer, pero era contando con la lealtad y firmeza del jefe español que la defendía. Desgraciadamente no mostró poseer estas virtudes el García Navarro, y ya se traslució de sobra en la facilidad con que se sometió a la intimación de Severoli, accediendo a entregar la plaza (2 de febrero), con tal que los suyos no fuesen prisioneros de guerra, sino que se pudiesen retirar donde quisiesen.

Viose a las claras su deslealtad oprobiosa, cuando se publicó la comunicación en que ofrecía rendirse, la cual comenzaba: «El gobernador y la junta militar de Peñíscola, convencidos de que los verdaderos españoles son los que unidos al rey don José Napoleón procuran hacer menos desgraciada su patria, ofrecen entregar la plaza… &c.{1}» Así añadía con cierto deleite el Diario Oficial del gobierno intruso: «La capitulación de Peñíscola es un testimonio de que los verdaderos españoles, que, o forzados al principio de la insurrección, o exaltados por las pasiones, tonaron parte en ella, reconocen sus deberes hacia la patria y su soberano. Si el ejemplo del gobernador y guarnición de Peñíscola se hubiese dado de antemano por otros jefes, se habrían evitado la mortandad y los desastres que han afligido a la desgraciada España.» Mas para honra y consuelo de esta España fueron contados, muy contados, los que antes y después cargaron con el baldón de la deslealtad.  El Navarro entró al servicio del intruso, único camino que le quedaba, como quien no podía vivir ya entre honrados y pundonorosos españoles.

No en todas partes iban mal las cosas para nosotros en el principio de este año. Vimos en el capítulo anterior que después de haber introducido los franceses un convoy en Ciudad-Rodrigo, el duque de Ragusa (Marmont) y el general Dorsenne, en vez de dar batalla a los ingleses, se separaron, acantonando Marmont sus tropas desde Salamanca a Toledo. Esta retirada y la expedición de Montbrun a Alicante de que hablamos arriba, vinieron bien a Wellington para formalizar el sitio de Ciudad-Rodrigo que tiempo hacía estaba preparando. Alentaba también al general inglés la circunstancia que él no ignoraba de haber sido llamada a Francia la famosa guardia imperial, a consecuencia de los temores de una próxima guerra con Rusia. Mandó al general Hill que se moviese hacia la Extremadura española, a don Carlos de España y don Julián Sánchez que se situaran en el Tormes para incomunicar al duque de Ragusa que estaba en Salamanca, y él se presentó el 8 de enero en actitud de embestir la plaza de Ciudad-Rodrigo, cuyas fortificaciones habían reparado y aumentado los franceses. Aquella misma noche se apoderó de un reducto levantado en el cerro o teso de San Francisco{2}. Plantó en el mencionado teso tres baterías, cada una de 11 piezas, y al saber que el general Graham con las de la primera paralela acababa de tomar el convento de Santa Cruz (13 de enero), rompió con aquellas, el fuego el 14, en cuya noche se hizo dueño del convento de San Francisco, y del arrabal en que este fuerte estaba situado. En los días siguientes hasta el 19 se completó la segunda paralela: en aquel día se practicaron dos brechas en el muro, de 30 pies de ancha la una, de 100 la otra; y se intimó la rendición al gobernador Barrié, que contestó estaba resuelto a sepultarse con la guarnición bajo las ruinas de la plaza.

Con tal respuesta no quedaba al general sitiador otro partido que tomarla por asalto, y así lo determinó, destinando a primera hora de aquella misma noche cinco columnas a embestir o amagar por otros tantos puntos: resistieron los franceses con firmeza y resolución, pero no pudieron impedir que los aliados tomaran la cresta de la brecha grande, y de allí se extendieran lo largo del muro, y a poco se enseñorearan de la ciudad. Rindieron entonces las armas 1.700 hombres con su gobernador Barrié{3}, únicos que habían quedado vivos de los 3.000 que componían la guarnición, pues los demás perecieron en la defensa. Perdieron los aliados 1.300 hombres, entre ellos los generales ingleses Mackinson y Crawford. Wellington puso la plaza en manos del general Castaños que mandaba en aquel distrito. Las Cortes españolas compensaron a Wellington concediéndole la grandeza de España con el título de duque de Ciudad-Rodrigo. «La pronta caída de esta plaza, dice un escritor francés, admiró a todo el mundo, y causó un vivo disgusto al emperador.» No lo extrañamos, y más sucediéndole este contratiempo en ocasión que la proximidad de la guerra de Rusia le obligaba a sacar de España 14.000 soldados veteranos, entre los 8.000 que hemos dicho de la guardia imperial, y 6.000 polacos del ejército de Aragón.

Puso Wellington en estado de defensa a Ciudad-Rodrigo, hizo reconstruir las fortificaciones de Almeida, y entregando aquella plaza a los españoles, y dejando ésta guarnecida, después de haber provisto de este modo a la seguridad de las fronteras de Portugal, pensó ya en emprender el sitio de Badajoz. Púsose en marcha el ejército anglo-portugués el 5 de marzo, y el 11 sentó sus reales en Yelves, donde se hallaba reunido un tren de sitio traído de Lisboa. Hizo luego echar un puente de barcas sobre el Guadiana una legua por bajo de la ciudad, y pasándole algunas de sus divisiones, embistió la plaza el 16. Otras fueron destinadas a contener e impedir la reunión que se temía de los generales franceses duque de Dalmacia y de Ragusa (Soult y Marmont). Cooperó a estos movimientos el 5.º ejército español. Guarnecía la plaza con 5.000 hombres el general Philippon, acreditado ya por su valor y pericia en otras defensas, y había mejorado y aumentado las fortificaciones. Ahora mostró la misma inteligencia, la misma bravura y bizarría, aunque con adversa fortuna. El 19 dispuso que saliera una columna de 1.500 hombres, que no dejó de causar confusión en los puestos y destrozo en las obras de los sitiadores, pero que rechazada luego por la reserva de los aliados, regresó con 300 hombres de menos. No volvió Philippon a sacrificar en esta clase de tentativas tropas que necesitaba conservar para un momento crítico.

Llovió tan copiosamente del 20 al 25 (marzo), que la crecida del Guadiana arrastró el puente de barcas, y sin embargo los ingleses no suspendieron sus trabajos de asedio, y el mismo día 25 rompieron el fuego con 28 piezas en seis baterías contra el reducto llamado de la Picuriña, que tomaron al anochecer por asalto. En los días siguientes levantaron la segunda paralela, con que abrieron brechas en los baluartes de la Trinidad y Santa María. Noticioso Wellington de que Soult venía sobre Extremadura, apresurose a dar el asalto, que con extraordinario brío comenzaron a ejecutar diversas columnas a las diez de la noche del 6 de abril. No fue menos briosa la resistencia de los franceses, y hábiles fueron los medios que para prepararla había empleado Philippon. Ante ellos se acobardaron los ingleses, y se apiñaron confusamente en los fosos, en términos que por largo espacio se vieron allí acribillados con todo género de instrumentos de muerte, sufriendo una mortandad horrible, que asustó a Wellington; el cual iba a dar ya la orden de retirada a los suyos, cuando supo que Picton se había apoderado del castillo, y que la división Walker, escalado el baluarte de San Vicente, se extendía a lo largo del muro en aptitud de coger a los enemigos por la espalda. Reanimáronse con esto los aliados, arremetieron todos de nuevo con mayor furia, viéronse los franceses acometidos de frente y de espalda, y se entregaron prisioneros. Philippon que con los principales jefes se había acogido al fuerte de San Cristóbal se rindió la mañana siguiente. Wellington quedó dueño de Badajoz; caro le costó el triunfo; perdió en los asaltos muy cerca de 5.000 hombres.

Tan fatal y abominable como injusto e inmerecido fue el comportamiento de los ingleses en Badajoz. Como si hubieran entrado en una plaza enemiga, y no en una población amiga y aliada, que los esperaba impaciente para aclamarlos y agasajarlos, así se entregó la soldadesca al destrozo y al pillaje, y lo que fue peor todavía, al asesinato, de que fueron víctimas más de 100 moradores de ambos sexos. Creemos que Wellington hizo esfuerzos por contener estos desórdenes y estos crímenes, y tal fue también la persuasión de las Cortes españolas y de la Regencia, en el hecho de haberle dado aquellas las gracias, y premiádole ésta con la gran cruz de San Fernando. Hizo el general británico con Badajoz lo que había hecho con Ciudad-Rodrigo, ponerla en manos de los españoles, entregándola al capitán general de Extremadura, que lo era entonces el marqués de Monsalud.

¿Qué había sido de los duques de Dalmacia y de Ragusa? En cuanto a Soult, que se hallaba en el Puerto de Santa María arrojando bombas sobre Cádiz y persiguiendo a Ballesteros, cuando supo que los ingleses iban a sitiar a Badajoz, juntó cuantas tropas pudo en Andalucía, y marchó a Extremadura a reunirse con el conde de Erlon. El 7 de abril llegó a Villafranca de los Barros. No imaginaba él la pérdida de la plaza; teníale sin cuidado la resistencia de la guarnición, y confiaba en la oferta que el de Ragusa le había hecho de venir a unírsele con cuatro divisiones en el caso de que Badajoz se viese amenazada. Por lo mismo fue mayor su sorpresa y su enojo cuando supo hallarse ya rendida. Volviose pues a Sevilla airado y mustio, dejando en Extremadura al conde de Erlon.– En cuanto a Marmont, acudía en efecto con sus cuatro divisiones en socorro de Badajoz, según había ofrecido, pero encontrose con orden del emperador, comunicada por el príncipe de Neufchatel, significándole que el emperador extrañaba que se metiera en lo que no le incumbía; que no se inquietara por la suerte de Badajoz, porque sobraban para acudir a sostenerla los 80.000 hombres del ejército del Mediodía; y que si Wellington iba allí, marchase sobre el Águeda y le obligaría a volver sobre sus pasos. En consecuencia de esta orden Marmont detuvo su marcha y tomó otro rumbo. Cuando Napoleón supo la caída de Badajoz, echaba la culpa de ella al duque de Ragusa y al de Dalmacia. ¡Tan desatentado andaba ya en disponer de los hombres y en juzgar de la guerra y de las cosas españolas!{4}

En efecto, Marmont en virtud de aquellas órdenes dirigiose sobre el Águeda con 20.000 hombres, y aprovechando la ocasión de no haber quedado del lado de Ciudad-Rodrigo sino algún regimiento inglés y la gente de don Carlos de España, hizo una tentativa y aún intimó la rendición a la plaza de Ciudad-Rodrigo, y envió una parte de sus tropas a bloquear la de Almeida, llegando su vanguardia a Castello-Branco (12 de abril), no encontrando sino cuerpos de milicias portuguesas que habían incendiado los almacenes. Al mismo tiempo el general Foy pasaba el Tajo por Almaraz con 4 o 5.000 hombres avanzando a Trujillo. Pero ninguno de estos movimientos inquietó a Wellington: por el contrario, Marmont fue quien, noticioso de la pérdida de Badajoz, recelando comprometerse si se internaba mucho en Portugal, retrocedió (16 de abril) replegándose otra vez a Salamanca, y sin otro fruto de su expedición que haber amagado las dos mencionadas ciudades. También Foy retrogradó sobre Almaraz. Y Wellington, dejando a Hill en Extremadura, tornó a sus antiguos cuarteles de Fresneda y Fuenteguinaldo, entre el Águeda y el Coa.

Había el 6.º ejército español contribuido con sus movimientos al buen éxito de las operaciones sobre Ciudad-Rodrigo y Badajoz, mandado siempre por Abadía, aunque subordinado éste a Castaños. Este último general, que lo era en jefe de los tres ejércitos 5.º, 6.º y 7.º, se trasladó en principios de abril de Portugal a Galicia, donde además de alentar con su presencia aquellos habitantes, dictó providencias militares y administrativas muy convenientes. Asturias había sido evacuada por los franceses a últimos de enero de orden de Marmont, asustado con la pérdida de Ciudad-Rodrigo, lo cual no verificaron sin trabajo a causa de las muchas nieves, y de la persecución de Porlier y de los mismos paisanos. Y aunque todavía en la primavera volvió Bonnet al Principado, su permanencia fue tan corta como agitada, volviendo a salir por el lado de la costa que parte término con Santander, no atreviéndose a verificarlo por la parte de León por temor al 6.º ejército español que en aquella tierra acampaba. Mandaba ya otra vez este ejército con general aceptación y aplauso don José María Santocildes, querido de la tropa y del país desde la defensa de Astorga.

Continuaba el 7.º ejército a las órdenes de don Gabriel de Mendizábal, compuesto casi todo de cuerpos sueltos y de guerrillas: eran el alma de éstos, en los confines de Asturias y Santander el infatigable y tantas veces nombrado don Juan Díaz Porlier (el Marquesito), en Cantabria, Salcedo, Campillo y otros activos guerrilleros; en las Provincias Vascongadas y sus limítrofes de Castilla, Renovales, Longa, Jáuregui (el Pastor), y el cura Merino. Renovales organizó una brigada de 3 a 4.000 hombres, que comenzó a operar en la primavera de 1812. Jáuregui tomó el puerto de Lequeitio, auxiliado por una flotilla inglesa que cruzaba aquella costa. Las juntas, que se situaban en los pueblos que podían con objeto de fomentar el espíritu de insurrección y de auxiliar a los partidarios, eran perseguidas con encono por los franceses. Sorprendida la de Burgos en un pueblecito de la provincia de Segovia, y trasladada a Soria entre bayonetas, cuatro de sus individuos y algunos dependientes de ella fueron allí fusilados, y colgados de horcas después (marzo, 1812). Semejante crueldad irritó de tal modo al cura Merino, el cual tampoco adolecía de blando, que de los prisioneros franceses que en su poder tenía hizo pasar por las armas veinte por cada uno de los vocales de la junta, y otros por los empleados de ella también sacrificados, entre todos en número de 110. Matanza horrible, provocada por la injustificable crueldad del francés.

Descollaba, como siempre, sobre todos en Navarra y provincias colindantes don Francisco Espoz y Mina, que muy a los principios de este año (11 de enero, 1812), presentes Mendizábal y Longa, derrotó cerca de Sangüesa una columna francesa mandada por el mismo gobernador de Pamplona, general Abbé, cogiéndole 400 hombres y dos cañones, teniendo el francés que salvarse al abrigo y favor de la oscuridad. Prosiguiendo Mina en su sistema de dispersar y reunir su gente cuando le convenía, desesperaba de tal modo a los enemigos, que al modo que en otra ocasión lo había hecho Reille, ahora también el general Dorsenne, juntando hasta 20.000 hombres de los cuerpos de Castilla y de Aragón, determinó hacer una irrupción brusca en Navarra, penetró en el valle del Roncal, abrigo y depósito de enfermos, de heridos y de municiones, hizo el estrago que era consiguiente, y puso en aprieto grande a Mina. Pero el diestro caudillo logró sortear las maniobras del francés y correrse al alto Aragón.

Aun le suponían por allí los enemigos, cuando inopinadamente y con general sorpresa se le vio aparecer la mañana del 9 de abril en las alturas de Arlabán en Guipúzcoa. Quince leguas había andado con sus tropas en un solo día. ¿Qué le movió a hacer tan violenta y precipitada marcha? Nuestros lectores recordarán que aún no hacía un año había sorprendido e interceptado en aquellos mismos sitios un importante y rico convoy que los enemigos llevaban a Francia. Moviole ahora igual objeto; y en la exactitud con que le llegaban tales noticias y en la oportunidad con que se presentaba en los lugares, se ve cuán bien organizado y cuán fiel era el espionaje que Mina tenía. No era este convoy menos considerable que el otro; escoltábanle 2.000 hombres, e iban en él bastantes prisioneros españoles. Mina y su segundo Cruchaga, tan hábiles y resueltos el uno como el otro para tales lances, circundaron el pueblo de Salinas, sito en el descenso de la montaña. Tan pronto como se descubrió el convoy, hicieron los nuestros una descarga, y antes que el enemigo pudiera volver de la sorpresa, arremetiéronle a bayoneta calada, acometiendo también por otros lados el resto de los suyos, de forma que en breve espacio quedaron 600 franceses muertos, se cogieron 150 prisioneros con dos banderas, un rico botín, y mucha correspondencia del rey José que llevaba su secretario Deslandes, que murió también de un sablazo al salir del coche con intento de salvarse.

Pero al poco tiempo de esta acción, que podemos llamar la segunda proeza de Arlabán, viose el mismo Mina en bien estrecho y apurado trance. Después de esta hazaña habíase vuelto otra vez al reino de Aragón y su provincia de Huesca. Pasó a un pueblecito llamado Robres, con objeto de pedir cuenta de la conducta, o más bien de sus vejaciones y excesos, a un partidario nombrado Tris, y por apodo el Malcarado. Recelóselo éste; y sin que sirviese al noble caudillo el procurar inspirarle confianza encargándole la vigilancia del pueblo para evitar una sorpresa del enemigo, valiose el Malcarado de este mismo encargo para armarle una horrible traición. Veamos cómo cuenta el mismo Mina esta sorpresa, la única que sufrió en su larga vida militar{5}. «Propúsome además Tris (dice) con toda la astucia de un alma depravada que creía conveniente para mayor seguridad enviar a Huesca uno de sus confidentes a fin de que observara si la guarnición enemiga de aquel pueblo hacía algún movimiento, y en el caso de hacerlo diese pronto aviso. Convine en la propuesta, y de buena fe con esta mayor confianza nos echamos a descansar. Pero resultó que en lugar de la comisión de observar llevó el confidente de Tris la de hacer mover las tropas que había en Huesca, y antes de amanecer del otro día (23 de abril) ya teníamos sobre Robres 800 infantes y 150 caballos de la división de Pannetier que desde Navarra se había ido corriendo a Aragón. Adelantáronse algunos caballos conducidos por el confidente enviado por Tris, y esta fue mi fortuna; rodean mi alojamiento, despiértome al ruido que sentía en la calle, me asomo a la ventana, y veo que los enemigos forcejean la puerta de la casa; llamo a mis asistentes, y corro a las armas. Mi maletero Luis Gastón a mis voces corre a la puerta, y medio la abre para observar lo que había: llego yo a ella al tiempo que uno de los húsares franceses hacía empeño de entrar con su caballo; deténgole yo dando al caballo con la tranca de la puerta…: arremolínanse otros cinco caballos que estaban próximos a la puerta con los movimientos del primero, y cejan algún tanto, dando lugar con esto a que yo pudiera cerrar la puerta y se me preparase el caballo; montado ya en él, hago al patrón que abra enteramente la puerta, y salgo con precipitación seguido de algunos ayudantes que alojaban en la misma casa, y de un tajo de sable hiero malamente en un brazo al húsar que estaba más próximo a mi salida; pico el caballo adelante dando grandes voces a mis soldados; atúrdense éstos; corren unos sin caballos hacia donde suena el grito; otros montados en pelo y muy a la ligera de ropas, otros sin armas y todos confusos y atolondrados. Y para que los más puedan lograr su salida, entretengo a los enemigos corriendo de uno a otro lado, y sosteniendo sus ataques con un puñado de valientes que de pronto lograron reunírseme. Poco después Iribarren, Gurrea y algunos otros más se me reúnen, y con ellos hago más frente al grueso de la caballería enemiga, y rechazo algunos grupos de ella, y cuando llegaba su infantería dejé el pueblo, y cada cual de los que me acompañaban tiró por donde pudo; los que se vieron imposibilitados de salir quedaron hechos prisioneros, y entre ellos mi maletero Luis Gastón; logré rescatar a mi ayudante secretario don Félix Boira, que se vio muy apretado por un trozo de enemigos, pero tenía serenidad y brío, y acostumbrado a salvar peligros, aunque herido, con mi auxilio se desembarazó de éstos y viose libre de sus garras.»

Cuenta luego cómo aguardó a que los franceses desocuparan el pueblo, cómo interceptó un parte del alcalde y párroco de Sariñena, y por último añade: «Apenas el enemigo había desocupado el pueblo, volví yo a él: me encontré un espía de los franceses vecino de Zaragoza, y lo hice fusilar: averigüé el descuido o la mala intención de no haber dado aviso de los movimientos de los franceses, teniendo tiempo y ocasión para hacerlo conforme les estaba mandado, de tres alcaldes o regidores de los pueblos por donde transitaron, y en donde hicieron alguna mansión, y sufrieron también aquella pena: igual suerte experimentaron el cura y alcalde de Sariñena, después de recibida información en regla de sus sentimientos y procederes, de la cual resultaron probados los malos hechos que se les imputaban: por último hice fusilar a Tris después de convencido de su delito de traición, y le acompañó un criado que tenía, a quien antes de la guerra se le habían probado dos muertes: estos últimos sufrieron la condena en el pueblo de Alcubierre.»

Mas si la Providencia y su valor le sacaron en bien de este trance, no tardó en experimentar otros contratiempos, de los que más sensibles podían serle a él, y más fatales a la causa que defendía. Después de haber corrido la tierra de Aragón, volviendo otra vez con su acostumbrada movilidad a la de Guipúzcoa, en el pueblo de Ormáiztegui al entrar en la carretera de Tolosa, una bala de cañón llevó ambas manos a su segundo el valiente don Gregorio Cruchaga (principios de marzo), de cuyas resultas murió aquel esforzado militar, digno del jefe a quien se había asociado, con gran pena de éste, de las tropas y de todo el país. El mismo Mina recibió también un balazo en un muslo en Santa Cruz de Campezo, que le imposibilitó de mandar y hacer la vida de campaña por algunos meses, que fueron otros tantos de respiro para los enemigos que por aquellas partes andaban.

Un lance parecido al que pasó a Mina en el pueblecito de Robres, aconteció al Empecinado en Rebollar de Sigüenza (y con esto pasamos a las operaciones del segundo y tercer distrito). Don Juan Martín, que a semejanza de Mina no solía dejarse sorprender, se vio en no menos apretado apuro que éste, y por una causa de la misma índole, cuando fue acometido en el mencionado pueblo por el general francés Guí (7 de febrero, 1812), haciéndole más de 1.000 prisioneros, matándole mucha gente, y pudiendo salvarse el mismo Empecinado a costa de echarse a rodar por un despeñadero{6}. «Achacaron algunos tal descalabro, dice el historiador de la Revolución de España{7}, a una alevosía de su segundo don Saturnino Abuín, el Manco; y parece que con razón, si se atiende a que hecho prisionero éste, tomó partido con los enemigos, empañando el brillo de su anterior conducta. Ni aun aquí paró el Manco en su desbocada carrera; preparose a querer seducir a don Juan Martín y a otros compañeros, aunque en valde, y a levantar partidas que apellidaron de Contra-Empecinados, las cuales no se portaron a sabor del enemigo, pasándose los soldados a nuestro bando luego que se les abría ocasión.»

No debió tardar mucho en reponerse de este quebranto el Empecinado, cuando a los tres meses tuvo valor, resolución y gente bastante para acometer a los franceses en la ciudad de Cuenca (9 de mayo), para penetrar en ella, y obligar a aquellos a encerrarse en los fuertes, que don Juan Martín no tenía medios de forzar, retirándose por lo tanto. Así este célebre guerrillero, como los no menos célebres Durán y Villacampa, que, como dijimos, habían sido puestos por Blake a las órdenes del conde del Montijo, volvieron otra vez a guerrear aislados y de su cuenta, porque el del Montijo, rendida que fue Valencia, se incorporó a las reliquias de aquel ejército, a cuyo frente puso el gobierno de Cádiz a don Francisco de Copons y Navia, que gozaba entonces de buen nombre, porque fue el que defendió a Tarifa del ataque que a fines del año anterior intentaron, como dijimos en su lugar, darle los franceses capitaneados por Leval. Además de estas partidas comenzaron a rebullir algunas otras en Valencia, pasado que fue el primer aturdimiento producido por la pérdida de la ciudad, tal como la del franciscano descalzo Fr. Asensio Nevot, llamada por eso la del Fraile; en tanto que en la Mancha seguían corriendo la tierra los caudillos Martínez de San Martín y don Francisco Abad (Chaleco), cuyo segundo, don Juan Baca, se deslizaba a veces hasta el interior de Sierra Morena.

Del ejército de Blake, compuesto del segundo y tercer distrito, habían quedado todavía distribuidos en diferentes puntos hasta 18.000 hombres, que, si bien desde la defensa de Alicante no tuvieron en algunos meses combate serio, movíanse y molestaban al enemigo en las comarcas comprendidas entre la Mancha, Valencia, Murcia y Granada. Tampoco en Aragón ocurrieron en estos meses sucesos de cuenta, siendo los más notables las excursiones de Mina, y las que solía hacer Villacampa, en algunas de las cuales medía ventajosamente sus armas con las fuerzas que allí mandaban los generales Palombini y Pannetier.

Otra animación se notaba en Cataluña, donde a pesar de hallarse casi todas las ciudades en poder de franceses, mantenían viva la guerra Lacy, Sarsfield y el barón de Eroles. Aprovechando el primero una confianza imprudente del general Laforce que había sido enviado desde Tortosa a explorar sus movimientos, cayó repentinamente sobre un batallón que el francés había dejado en Villaseca (19 de enero), y cogiole casi entero con su coronel Dubarry. Y si bien en otro encuentro habido en San Feliú de Codinas con el general francés Decaen que mandaba en todo el Principado se vio envuelto Sarsfield y cayó prisionero, libertáronle pronto cuatro soldados, y repuesto y ansioso de venganza hizo luego correr a sus enemigos. Más fatal fue el golpe que recibió el barón de Eroles en Altafulla (24 de enero), acometido por los generales Lamarque y Maurice Mathieu: 500 hombres y dos piezas perdió en aquel combate, y para salvar la división fue menester sacrificar dos compañías enteras de cazadores. Y sin embargo Sarsfield no se desalienta: al contrario, vésele al poco tiempo marchar por orden de Mahy al norte de Cataluña, penetrar atrevidamente en tierras de Francia (14 de febrero), sacar contribuciones a los pueblos de la frontera, apresar algunos rebaños, y regresar salvo al territorio catalán.

Pocos días más adelante el barón de Eroles, rehecho también del revés de Altafulla, tomando otro rumbo revolvió sobre Aragón, internándose hasta el pueblo de Roda, distrito de Benabarre. Atacole allí el general Bourke con el cuerpo de observación del Ebro (5 de marzo), pero al cabo de diez horas de empeñado combate tuvo que retirarse a Barbastro a favor de la noche, herido él, y con cerca de 1.000 hombres menos. Replegose el de Eroles otra vez a Cataluña, donde fue enviada a perseguirle una parte de la división de Severoli, perteneciente, como la de Bourke, al cuerpo de Reille, sin que de aquel refuerzo sacaran el fruto que se prometían los enemigos. Hubo, sí, diferentes reencuentros en Cataluña en todo el mes de abril, con éxito vario, sostenidos por varios partidarios, algunos de ellos ya antiguos, como Manso, Milans, Fábregas, Rovira y otros, al tiempo que por mar hostilizaba don Manuel Llauder desde las islas Medas por medio de corsarios a los franceses que andaban por la costa.

Obrando Napoleón, según acostumbraba, como si fuese dueño de la península, había dividido a principios de este año el Principado de Cataluña en cuatro departamentos, y aun envió en abril algún prefecto y otros empleados civiles. Y si bien todavía continuaba el general Decaen con el mando militar que hacía poco tiempo le había conferido, el gobierno supremo de Cataluña le dio al mariscal Suchet, duque de la Albufera, que de este modo abarcaba bajo su mando las tres importantes porciones de España, Cataluña, Valencia y Aragón: premio bien merecido bajo el punto de vista de los intereses imperiales, porque ciertamente ningún general había hecho en España servicios de tanta monta al imperio como el mariscal Suchet.

En el Mediodía de la península, aprovechando don Francisco Ballesteros la ausencia de Soult cuando iba en socorro de Badajoz, habíase corrido desde el Campo de Gibraltar casi hasta el centro de Andalucía; pero volviendo el duque de Dalmacia, viose aquél obligado a replegarse a la serranía de Ronda, no sin sostener antes recios combates con los franceses en Osuna y en Alora, peleándose en el primero de estos pueblos en las calles (14 de abril), y teniendo los franceses que encerrarse en el fuerte, donde se vieron harto apurados. Otras incursiones hicieron por aquellas partes los nuestros, de modo que temeroso Soult de que llegaran a interceptarse las comunicaciones entre las tropas de Sevilla y las que sitiaban a Cádiz, dedicose a asegurar y fortificar la línea del Guadalete. Todavía no le dejó sosegar allí Ballesteros, sino que más adelante atreviose a vadear el río, y a acometer con ímpetu al francés; pero en esta ocasión, aunque combatieron bizarra y gallardamente los nuestros, llevaron la peor parte, teniendo que retirarse con no poco trabajo y con pérdida de más de 1.500 hombres. Entre los muchos que se condujeron con heroísmo en esta jornada sobresalió don Rafael Ceballos Escalera, que ya en las anteriores se había distinguido, y ahora murió de un balazo asido a la cureña de un cañón que había cogido, y cuya presa defendía valerosamente. Las Cortes honraron como merecía la memoria de este denodado guerrero, y acordaron premios a su afligida familia.

Tal era el estado de la guerra en todas las zonas de la península en el primer cuarto del año 1812. En esta época tenía Napoleón en España, al decir de un escritor francés, fundado al parecer en datos oficiales, 230.187 hombres, distribuidos en la forma siguiente: –ejército del Mediodía, 56.427 hombres: –ejército del Centro, 12.370: –ejército de Portugal, 52.618: –ejército de Aragón, Valencia y Cataluña, 60.540: –ejército del Norte, 48.232.

Verificose entonces un cambio notable en la conducta de Napoleón para con su hermano José. Como si la experiencia hubiera demostrado y convencido al emperador de la dificultad e inconveniencia de gobernar y de dirigir los ejércitos desde lejos, pero en realidad por otra muy diferente causa que explicaremos después, confirió a José el mando superior de todos los ejércitos de España, diciéndole que le enviaría instrucciones sobre el modo de dirigir las operaciones militares y administrativas, y dando orden a todos sus generales para que obedeciesen al rey su hermano. Cambiaba así, aunque muy tarde, la desairada y enojosa situación del rey José, de que tanto y tan fundadamente se había quejado. Pero además de no haber venido las instrucciones ofrecidas, como que hacía dos años que José no estaba en relaciones con los generales en jefe, ignoraba la fuerza, la organización y aun la posición de las tropas que se ponían bajo su mando. Para adquirir este conocimiento, encargó al mariscal Jourdan, que se le dio por jefe de estado mayor, redactase una Memoria que presentara un cuadro fiel del estado de los negocios e indicara los medios de hacer frente a los sucesos que estaban avocados y demás que pudieran sobrevenir. Así lo ejecutó aquel ilustre guerrero, sacando de su trabajo como principal consecuencia que las armas imperiales nada podían emprender con éxito mientras se les exigiera la ocupación de todas las provincias conquistadas{8}.

La obra tuvo tanto más mérito, cuanto le fue más difícil hacerla. Porque acostumbrados los generales, o a obrar con independencia, o al menos a no obedecer más órdenes que las del emperador, cuando Jourdan les pidió relaciones y noticias sobre todos los objetos de su servicio, Dorsenne contestó que no las enviaba, porque si bien el príncipe de Neufchatel le había dicho que los ejércitos del Mediodía, de Portugal y de Aragón pasaban a las órdenes del rey, respecto al del Norte le anunciaba que le haría conocer las intenciones del emperador. Suchet mostró instrucciones particulares, que venían a hacer ilusoria la autoridad del rey sobre el ejército de Aragón. Ignorábase en Madrid si Soult sabría que dependía ya del rey, y aun si renunciaría al hábito de gobernar por sí solo en el territorio de su mando. Solo Marmont trasmitió pronta y exactamente las noticias que se le pidieron.

Ofrecimos explicar la causa verdadera de esta mudanza de conducta, aunque tardía, de Napoleón para con su hermano, y lo haremos así. La causa fue el gran suceso de la guerra de Rusia a que tuvo que atender por este tiempo, guerra que juntamente con la de España había de traerle su ruina.

Advirtiéndose venían desde últimos de 1810 anuncios de un rompimiento más o menos próximo entre los dos imperios. Indicaciones de ello había hecho ya el año pasado al gobierno de Cádiz nuestro embajador en la corte de San Petersburgo. No desconocía Napoleón las disposiciones desfavorables de aquella corte; no le satisfacían las explicaciones que acerca de sus armamentos le daba, y su conversación con el príncipe Kourakin (agosto, 1811) le dejó pocas esperanzas de paz. Tenía pues fija en su mente la idea de una guerra con Rusia, pero fiaba en que una victoria más en el Norte haría que todas las potencias cedieran al prestigio de su nombre. En su viaje a las provincias del Rin inspeccionó ya una parte de los ejércitos que destinaba a aquella guerra, y de regreso a París (noviembre, 1811) se dedicó al arreglo de todos sus negocios a fin de quedar desembarazado para emprenderla. Observábanse pues los dos emperadores, Napoleón y Alejandro, y callaban y obraban, no queriendo el ruso el rompimiento, pero resuelto a él antes que sacrificar el decoro y el comercio de su nación, decidido el francés por ambición y por el convencimiento de que había de estallar tarde o temprano. Arregló tratados de alianza con Austria y Prusia, mas no pudo alcanzar lo mismo de Suecia y Turquía, antes bien la primera de estas dos potencias firmó un tratado con Rusia, no obstante estar al frente de ella un príncipe francés, Bernadotte. Pero en medio de esto, seguíanse negociaciones, con apariencia de pacíficas, entre los dos emperadores, por medio de los plenipotenciarios Kourakin, Lauriston y Nesselrode, buscando cómo entretenerse recíprocamente en tanto que cada cual aprestaba sus ejércitos y ultimaba sus preparativos.

También aparentó Napoleón querer la paz con Inglaterra, pero haciendo proposiciones capciosas, que tales eran las que dirigió al gabinete británico (17 de abril) sobre el arreglo de los negocios de las Dos Sicilias, de Portugal y de España, que se conceptuaban los más difíciles; puesto que la base 1.ª decía: «Se garantirá la integridad de España. La Francia renunciará a toda idea de extender sus dominios al otro lado de los Pirineos. La actual dinastía será declarada independiente, y la España se gobernará por una Constitución nacional de Cortes.» En el mismo sentido estaba la base relativa al reino de Nápoles. Imposible era al gobierno de la Gran Bretaña acceder a proposiciones que envolvían el reconocimiento de las dinastías napoleónicas en los tronos de Nápoles y de España, que a tanto equivalían las palabras «el monarca presente, la dinastía actual.» Sin embargo todavía preguntó lord Castlereagh si estas expresiones se referían al gobierno que existía en España y que gobernaba en nombre de Fernando VII. Pero la negociación se quedó en tal estado, y este era el objeto del que la entabló, y excusada era la respuesta, porque unos y otros obraban con previo conocimiento de que no podía ser satisfactoria.

De todos modos esta nueva situación del emperador francés explica bien su aparente desprendimiento en renunciar a la antigua idea de agregar a Francia las provincias del otro lado del Ebro, en asegurar el mantenimiento de la integridad del territorio español, y en conferir a su hermano José, aunque tardíamente, el gobierno supremo político y económico y el mando superior militar en todas las provincias y ejércitos de España, de que hasta entonces le había tenido injustamente privado.

Llegó pues el caso, tanto tiempo temido y previsto, pero de inmensas y favorables consecuencias para la nación española, de emprenderse la guerra gigantesca del imperio francés con el ruso. De aquí la disposición de sacar de España la joven guardia imperial y los regimientos llamados del Vístula, que Napoleón esperaba le habían de ser grandemente útiles en Polonia, para reunirlos a las inmensas fuerzas que puso en marcha hacia el Niemen, que no serían menos de 600.000 hombres los que destinó a aquella campaña. De ellos cerca de 500.000 iban avanzando desde los Alpes hasta el Vístula. Salió Napoleón de París en la misma dirección el 9 de mayo. Dejémosle por ahora en Dresde, donde se detuvo, y donde reunió a casi todos los soberanos del continente. Esta marcha necesariamente había de influir en los sucesos de nuestra península. Animado con ella Wellington, preparose a abrir una campaña importante en Castilla, cuya relación suspenderemos nosotros también, en la necesidad de dar cuenta de acontecimientos de otra índole que entretanto se habían realizado. Mas no terminaremos este capítulo sin presentar un nuevo bosquejo del cuadro triste que en este tiempo ofrecía la España por la miseria pública que la afligía.

«El Año del Hambre,» ha sido vulgarmente llamado éste a que nos referimos, y lo fue en efecto. Cuatro años de guerra desoladora sin tregua ni respiro; escasez de cosechas; mal cultivo de los campos; incendios y devastaciones; administración funesta; recargos de tributos; monopolios de logreros; todas estas causas habían ido trayendo la penuria y la miseria, que ya se había empezado a sentir fuertemente desde el otoño del año pasado, y que creció de un modo horrible en el invierno y en la primavera del presente, hasta el punto de producir una verdadera hambre pública así en la corte como en casi todas las provincias. La carestía en los artículos indispensables de consumo y en los de primera necesidad se fue haciendo difícilmente tolerable a los ricos, de todo punto insoportable a los pobres. El trigo, base del sustento para los españoles, y cuyo precio es el regulador del de todos los demás artículos, llegó a ponerse a 450 reales fanega en Aragón, en Andalucía y en otras provincias; más caro todavía en Galicia, Cataluña y otras comarcas menos productoras. En la misma Castilla la Vieja, que es como el granero de España, subió bastante de aquel precio en ocasiones: llegó a venderse en Madrid a 540 reales aquella misma medida. El pan cocido de dos libras se pagaba a 8, 10, y más de 12 reales, a pesar del acaparamiento que el rey José hacía en la corte del grano de las provincias a que se extendía su mando. Hubo que poner guardia en las casas de los panaderos de Sevilla para evitar que fuesen asaltadas por la muchedumbre hambrienta.

Al compás del precio de los cereales, subía, como hemos dicho y era natural, el de los demás víveres. El pan de maíz, el de patatas, el de las legumbres más toscas, era ya envidiado por la generalidad, que ni éste podía obtener. Los desperdicios de cualquier alimento se buscaban con ansia, y eran objeto de permutas y cambios. Devorábanse y aun se disputaban los tronchos de berzas, y aun yerbas que en tiempos comunes ni siquiera se daban a los animales. Hormigueaban los pobres por calles, plazas y caminos, y eran pobres hasta los que ocupaban puestos decentes y empleos regulares en el Estado. La miseria se veía retratada en los rostros: en el interior de las familias antes acomodadas pasaban escenas dolorosas y que partían las entrañas: en las calles se veía andar como ahilados, y a veces caer desfallecidos niños, mujeres y hombres. La capital misma presentaba un aspecto, acaso más horrible que cualquiera otra población; y un escritor afirma haber sido tal la mortandad, que desde setiembre de 1811 hasta julio de 1812 se enterraron en Madrid unos veinte mil cadáveres.

Pero apartemos la vista de tan doloroso y aflictivo cuadro, y volvámosla a otra parte, donde por especialísimas circunstancias reinaban el bienestar y la alegría; el bienestar, por la abundancia de víveres y mercancías, y hasta de los más regalados sustentos que afluían de las regiones de ambos mundos; de alegría, porque en medio del estruendo del cañón y del estallido de las bombas enemigas, celebrábanse con fiestas y regocijos los acontecimientos políticos que dentro de su recinto, aunque para el bien general de la nación, se verificaban. Harto habrán comprendido nuestros lectores que nos referimos a Cádiz, asiento del gobierno y de la representación nacional española, donde por este tiempo se solemnizaba con diversiones públicas el fruto y resultado de las tareas patrióticas a que nuestros legisladores se hallaban entregados, y de que ahora pasaremos a dar cuenta a nuestros lectores.




{1} Publicose en la Gaceta de Madrid del 24 de febrero.

{2} Algunos historiadores franceses, tomando la palabra teso o collado por nombre propio, llaman a uno le Grand-Téson, y a otro le Petit-Téson.

{3} Es de las pocas ocasiones en que están contestes en el número las historias españolas y francesas.

{4} Du Casse, Memoires, lib. XI.

{5} Dejó escrita la relación de este suceso en sus Memorias, que conserva la virtuosa condesa de Mina, viuda del ilustre general.

{6} El parte de esta sorpresa se publicó en la Gaceta de Madrid del 13 de febrero, pero guardándose bien de expresar a qué había sido debida.

{7} Toreno, lib. XIX.

{8} Tenemos a la vista esta Memoria, escrita con sensatez y llena de razón, pero cuya extensión no nos permite copiarla.