Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro X ❦ Guerra de la independencia de España
Apéndices
I. Acompañamiento de Fernando a su salida de España ❦ II. Decreto de Napoleón confiriendo el trono de España al rey José ❦ III. Aceptación y firmas de la Constitución de Bayona ❦ IV. Cartas del rey José interceptadas, y publicadas en Cádiz en la Gaceta de la Regencia ❦ V. Nombres de los diputados que firmaron y juraron la Constitución de Cádiz ❦ VI. Decreto de las Cortes sobre el recibimiento del Rey ❦ VII. Manifiesto de las Cortes a la Nación española ❦ VIII. Representación de los llamados persas ❦ IX. Célebre manifiesto de 4 de mayo en Valencia ❦ X. Órdenes que mediaron para las prisiones de los diputados
I
Acompañamiento de Fernando a su salida de España.
Acompañaron al señor don Fernando VII en el viaje, además del ministro secretario de Estado, los señores duque del Infantado, presidente del Consejo de Castilla; duque de San Carlos, mayordomo mayor de S. M.; marqués de Múzquiz, embajador que fue en París; don Pedro Labrador, ministro plenipotenciario que había sido cerca de los reyes de Etruria; don Juan de Escóiquiz, arcediano de Alcaraz, maestro que había sido del rey; el conde de Villariezo, capitán de guardias de Corps: y los gentileshombres de cámara, marqueses de Ayerbe, de Guadalcázar y de Feria. A esta comitiva real se agregó en Bayona la que acompañó al señor infante don Carlos, compuesta del señor duque de Hijar; don Antonio Correa, gentilhombre de cámara; don Pedro Macanaz y don Pascual Vallejo, en calidad de secretarios; y del gentil-hombre don Ignacio Correa: y también se unieron en aquella ciudad los señores duques de Frías y de Medinaceli, y el conde de Fernán-Núñez duque de Montellano, que anteriormente habían sido enviados a cumplimentar al emperador Napoleón. Aunque el consejo privado del rey no se componía de todas estas personas, sino principalmente de las que le acompañaban con este objeto al salir de Madrid, sin embargo todos eran sujetos que gozaban su real confianza.
II
Decreto de Napoleón confiriendo el trono de España al rey José.
Napoleón, por la gracia de Dios, emperador de los franceses, rey de Italia, protector de la confederación del Rin, a todos los que las presentes vieren, salud:
Habiéndonos hecho conocer la Junta de Estado, el Consejo de Castilla, la villa de Madrid, &c. &c., por sus representaciones, que el bien de la España exigía que se pusiese un pronto término al interregno, hemos resuelto proclamar, como por la presente proclamamos, rey de las Españas y de las Indias, a nuestro muy amado hermano José Napoleón, actual rey de Nápoles y de Sicilia.
Salimos garante al rey de las Españas de la independencia e integridad de sus Estados de Europa, África, Asia, y América.
Mandamos al lugar-teniente general del reino, a los ministros y al Consejo de Castilla que hagan publicar la presente proclamación según las formalidades de estilo, para que nadie pueda alegar ignorancia.
Fecho en nuestro palacio imperial de Bayona, a 6 de junio de 1808.– Napoleón.
Por el emperador.– El Ministro secretario de Estado.– H. B. Maret.
III
Aceptación y firmas de la Constitución de Bayona.
Los individuos que componen la Junta española convocada en esta ciudad de Bayona por S. M. I. y R. Napoleón I emperador de los franceses y rey de Italia, hallándonos reunidos en el palacio llamado el Obispado viejo celebrando la duodécima sesión de las de la mencionada Junta; habiéndonos sido leída en ella la Constitución que precede, que durante el mismo acto nos ha sido entregada por nuestro augusto monarca José I; enterados de su contenido, prestamos a ella nuestro asentimiento y aceptación, individualmente por nosotros mismos, y también en calidad de miembros de la Junta, según la que cada uno tiene en ella, y según la extensión de nuestras respectivas facultades; y nos obligamos a observarla, y a concurrir en cuanto esté de nuestra parte a que sea guardada y cumplida; por parecernos que, organizado el gobierno que en la misma Constitución se establece, y hallándose al frente de él un príncipe tan justo como el que por dicha nuestra nos ha cabido, la España y todas sus posesiones han de ser tan felices como deseamos: y en fe de que esta es nuestra opinión y voluntad, la firmamos en Bayona, a 7 de julio de 1808.– Miguel José de Azanza. Mariano Luis de Urquijo. Antonio Ranz Romanillos. José Colón. Manuel de Lardizabal. Sebastián de Torres. Ignacio Martínez de Villela. Domingo Cerviño. Luis Idiáquez. Andrés de Herrasti. Pedro de Porras. El príncipe de Castelfranco. El duque del Parque. El arzobispo de Burgos. Fr. Miguel de Acevedo, vicario general de San Francisco. Fr. Jorge Rey, vicario general de San Agustín. Fr. Agustín Pérez de Valladolid, general de San Juan de Dios. F. El duque de Frías. F. El duque de Híjar. F. El conde de Orgaz. J. El marqués de Santa Cruz. V. El conde de Fernán-Núñez. M. El conde de Santa Coloma. El marqués de Castellanos. El marqués de Bendaña. Miguel Escudero. Luis Gainza. Juan José María de Yandiola. José María de Lardizábal. El marqués de Monte Hermoso, conde de Treviana. Vicente del Castillo. Simón Pérez de Cevallos. Luis Saiz. Dámaso Castillo Larroy. Cristóbal Cladera. José Joaquín del Moral. Francisco Antonio Zea. José Ramón Milá de la Roca. Ignacio de Tejada. Nicolás de Herrera. Tomás la Peña. Ramón María de Adurriaga. Don Manuel de Pelayo. Manuel María de Upategui. Fermín Ignacio Beunza. Raimundo Etenhard y Salinas. Manuel Romero. Francisco Amorós. Zenón Alonso. Luis Meléndez. Francisco Angulo. Roque Novella. Eugenio de Sampelayo. Manuel García de la Prada. Juan Soler. Gabriel Benito de Orbegozo. Pedro de Isla. Francisco Antonio de Echague. Pedro Cevallos. El duque del Infantado. José Gómez Hermosilla. Vicente Alcalá Galiano. Miguel Ricardo de Alava. Cristóbal de Góngora. Pablo Arribas. José Garriga. Mariano Agustín. El almirante marqués de Ariza y Estepa. El conde de Castelflorido. El conde de Noblejas, mariscal de Castilla. Joaquín Javier Uriz. Luis Marcelino Pereira. Ignacio Múzquiz. Vicente González Arnao. Miguel Ignacio de la Madrid. El marqués de Espeja. Juan Antonio Llorente. Julián de Fuentes. Mateo de Norzagaray. José Odoardo y Grandpré. Antonio Soto Premostratense. Juan Nepomuceno de Rosales. El marqués de Casa-Calvo. El conde de Torre-Múzquiz. El marqués de las Hormazas. Fernando Calisto Núñez. Clemente Antonio Pisador. Don Pedro Larriva Torres. Antonio Saviñón. José María Tineo. Juan Mauri.
IV
Cartas del rey José interceptadas, y publicadas en Cádiz en la Gaceta de la Regencia.
1.ª
A su hermano el emperador Napoleón.
Madrid, 23 de marzo de 1812.
Señor: Cuando pronto hará un año pedí a V. M. su parecer acerca de mi vuelta a España, V. M. quiso que volviese, y en ella estoy. V. M. tuvo la bondad de decirme que en todo trance siempre estaba a tiempo de dejarla si no se realizaban las esperanzas que se habían concebido, y que en este caso V. M. me aseguraría un asilo en el Mediodía del imperio, donde yo podría repartir mi vida con Morfontaine.
Señor: Los sucesos no han correspondido a mis esperanzas: no he hecho bien ninguno, ni tengo esperanza de hacerlo. Suplico pues a V. M. que me permita deponer en sus manos los derechos que se dignó transmitirme a la corona de España hace cuatro años. Nunca he tenido otro objeto en aceptar la corona de este país que la felicidad de esta vasta monarquía: no está en mi mano el realizarla.
Pido a V. M. que me reciba benignamente en el número de sus súbditos, y que crea que nunca tendrá servidor más fiel que el amigo que le había dado la naturaleza.– De V. M. I. y R.– Señor.–Afecto hermano, José.
2.ª
A su mujer la Reina.
Madrid, 23 de marzo de 1812.
Mi querida amiga: Debes entregar la carta que te envío para el emperador, si se verifica el decreto de reunión y se publica en las gacetas.– En cualquiera otro caso aguardarás mi respuesta.– Si llega el caso de que entregues la carta, me enviarás por un correo la respuesta del emperador y los pasaportes.
Devuélveme a Remí, que me da bastante cuidado. Si me envían fondos, ¿por qué tardan tanto con los convoyes y no servirse de la estafeta para enviarme libramientos del tesoro público?– Te abrazo a tí y a mis hijas.
P. D. Si sabes que M. Mollien no me ha enviado dinero después de las 500.000 libras que ya he recibido correspondientes a enero, cuando tú recibas esta carta entrega al emperador mi renuncia. Nadie está obligado a lo que es absolutamente imposible. He aquí el estado de mi tesoro.
3.ª
A la misma.
Madrid, 23 de marzo de 1812.
Mi querida amiga: M. Deslandes, que te entregará esta carta, te referirá todas las particularidades que podrás desear acerca de mi situación; voy a hablarte de ella yo mismo, para que puedas darla a conocer al emperador y que él tome un partido, sea el que fuere: todos me acomodan para salir de mi situación actual.
1.º Si el emperador tiene guerra con Rusia, y me cree útil aquí, me quedo, con el mando general y la administración general.
Si tiene guerra, y no me da el mando ni me deja la administración del país, deseo volverme a Francia.
2.º Si no se verifica la guerra con Rusia, y el emperador me da el mando o no me lo da, también me quedo, mientras no se exija de mí cosa alguna que pueda hacer creer que consiento en el desmembramiento de la monarquía, y se me dejen bastantes tropas y territorio, y se me envíe el millón de préstamo mensual que se me ha prometido. En este estado aguardaré mientras pueda, pues considero mi honor tan interesado en no dejar la España con sobrada ligereza, como en dejarla luego que durante la guerra con Inglaterra se exijan de mí sacrificios que no puedo ni debo hacer sino a la paz general, para el bien de España, de Francia y de Europa. Un decreto de reunión del Ebro que me llegase de improviso, me haría ponerme en camino al día siguiente.
Si el emperador difiere sus proyectos hasta la paz, que me de los medios de existir durante la guerra.
Si el emperador se inclina a que me vaya, o a una de las medidas que me harían irme, me interesa volver a Francia en paz con él y con su sincero y absoluto consentimiento. Confieso que la razón me dicta este partido tan conforme a la situación de este desgraciado país, si nada puedo hacer por él, tan conforme a mis relaciones domésticas, que no me han dado un hijo varón, &c. En este caso, deseo que el emperador me dé una posesión en Toscana o en el Mediodía, a 300 leguas de París, donde yo contaría pasar una parte del año, y la otra en Morfontaine. Los sucesos y una posición falsa, como la en que yo me encuentro, tan opuesta a la rectitud y lealtad de mi carácter, han debilitado mucho mi salud; voy entrando también en edad, y así solo el honor y el deber me puede retener aquí; mis gustos me echan, a menos que el emperador no se esplique de diferente manera que lo ha hecho hasta ahora. Te abrazo a tí y a mis hijas.
V
Nombres de los diputados que firmaron y juraron la Constitución de Cádiz.
Señores: Gordoa y Barrio, Presidente; Pérez, Garcés y Barrea, Villodas, Creus, Espiga, Foncerrada, del Valle, Salazar, marqués de Lazan, del Pozo, marqués de Espeja, Llanera y Franchi, Santos, Briceño, Muñoz Torrero, Vázquez, Canga, Llados, obispo de Mallorca, Ros Larrazabal, Villanueva, Sirera, Traver, López de Olavarrieta, González Peynado, Fernández Munilla, Ruiz (don Gerónimo), García Herreros, San Gil, Cañedo, Ceballos y Carrera, Alcaina, Nieto (don Diego), Goyanes, Corona, Parada, Salas (don Juan), Aznárez, Caballero, Góngora, Luján, Ramírez y Castillejo, Montero (don Juan José), Güereña, López (don Simón), Villagómez, Lloret, Chacón, Ruiz, Tauste, Terrero, Calderón, Rich, Gutiérrez de la Huerta, Sombiela, García Santos, Vadillos, Antillón, Calatrava, Golfín, Martínez (don Manuel), Torres y Guerra, marqués de Villa Alegre, conde de Buena Vista, Aparicio, Santín, Papiol, obispo prior de León, López de Salceda, García Coronel, Ruiz (don Lorenzo), Ortiz (don Tiburcio), Feliu, Esteller, Hermida, Morales Segoviano, Romero, Rivat, Fernández, Ibáñez, Alaya, Ocharán, Sánchez (don Victoriano), Trigueros, Silves, Obispo de Sigüenza, Bravo, Feyro, Oliveros, Couto Moragues, Obregón, Valle, Quiroga y Uría, Ortiz (don José), Mendiola, Alcalá Galiano, obispo de Ibiza, Maniau, Morales de los Ríos, Vega Infanzón, Key y Muñoz, Robira, Rocapull, Martínez (don José), Montero (don Ramón), Aróstegui, Lera y Cano, Robles, Morales Gallego, Rodríguez de la Bárcena, Giraldo, Navarro, Becerra, conde de Toreno, Gallego, Palacios, Serrano, Valdenebro, González López, Ibáñez de Ocerín, Herrera, Moreno, Montenegro, Olmedo (don Joaquín), Reyes de la Serena, Serrano de Revenga, Zuazo, San Martín, Gayola, Zumalacárregui, Moros, Serra, Dueñas y Castro, Calvet y Rubalcaba, Salazar, Calello, Gordillo, Serros, Martínez Fortún (don Isidoro), Martínez Fortún (don Nicolás), Llaneras, Gómez Ibarnavarro, Porcel, Nieto y Fernández, Morejón, Lisperguer, Pascual, Valcárcel Dato, Vázquez de Parga y Bahamonde, Castillo, López de la Plata, Navarrete, Escudero, Salas (don José), Lasauca, Moreno y Garino, Ruiz de Padrón, López Pelegrín, Rus, Jáuregui, Rivero, Don, Clemente, Laguna, Villafañe, Benavides, Martínez (don Joaquín), Riesco (don Francisco), Valcárcel y Saavedra, Páez de la Cadena, Argüelles, Serrano y Soto, Rodrigo, Rodríguez, Bahamonde, Vallejo, Gutiérrez de Terán, Caneja, Zufriategui, Lallave Aguirre, Sabariego, Vega Sentmenat, Alonso y López, Cerezo, Nogués y Acevedo, Bermúdez de Castro y Sangro, Mejía y Lequerica, Marín, Inguanzo, marqués de Villafranca y los Vélez, Jiménez Guazo, Zorraquín (don Policarpo), Núñez de Haro, Capmany, Castillejo, Ramos de Arispe, Melgarejo, López del Pan, Rodríguez de Olmedo, Roa y Fabián, Aytés, Sánchez (don Celestino), Ostolaza, Velasco, Rivera, Vázquez de Aldana, Sánchez de Ocaña, Mosquera y Cabrera, Andueza, Cea, obispo de Plasencia, Sierra Mosquera y Lira, Inca Yupanqui, Ciscar, Martínez (don Bernardo), Garoz y Peñalver, Duazo, García Leániz, Subrié, diputado Secretario; Riesgo Puente, diputado Secretario; Ruiz Lorenzo, diputado Secretario; Gárate, diputado Secretario.
VI
Decreto de las Cortes sobre el recibimiento del Rey.
Deseando las Cortes dar en la actual crisis de Europa un testimonio público y solemne de perseverancia a los enemigos, de franqueza y buena fe a los aliados, y de amor y confianza a esta nación heroica; como igualmente destruir de un golpe las asechanzas y ardides que pudiese intentar Napoleón en la apurada situación en que se halla, para introducir en España el pernicioso influjo, dejar amenazada nuestra independencia, alterar nuestras relaciones con las potencias amigas, o sembrar la discordia en esta nación magnánima, unida en defensa de sus derechos y de su legítimo rey el señor don Fernando VII, han venido en decretar y decretan:
1.º Conforme al tenor del decreto dado por las Cortes generales y extraordinarias en 1.º de enero de 1811, que se circulará de nuevo a los generales y autoridades que el gobierno juzgase oportuno, no se reconocerá por libre al rey, y por lo tanto no se le prestará obediencia, hasta que en el seno del Congreso nacional preste el juramento prescrito en el artículo 173 de la Constitución.
2.º Así que los generales de los ejércitos que ocupan las provincias fronterizas sepan con probabilidad la próxima venida del rey, despacharán un extraordinario ganando horas, para poner en noticia del gobierno cuantas hubiesen adquirido acerca de dicha venida, acompañamiento del rey, tropas nacionales o extranjeras que se dirijan con S. M. hacia la frontera y demás circunstancias que puedan averiguar, concernientes a tan grave asunto, debiendo el gobierno trasladar inmediatamente estas noticias a conocimiento de las Cortes.
3.º La Regencia dispondrá todo lo conveniente, y dará a los generales las instrucciones y órdenes necesarias, a fin de que al llegar el rey a la frontera, reciba copia de este decreto y una carta de la Regencia con la solemnidad debida, que instruya a S. M. del estado de la nación, de sus heroicos sacrificios, y de las resoluciones tomadas por las Cortes para asegurar la independencia nacional y la libertad del monarca.
4.º No se permitirá que entre con el rey ninguna fuerza armada. En caso que ésta intentase penetrar por nuestras fronteras o las líneas de nuestros ejércitos, será rechazada con arreglo a las leyes de la guerra.
5.º Si la fuerza armada que acompañase al rey fuera de españoles, los generales en jefe observarán las instrucciones que tuvieren del gobierno, dirigidas a conciliar el alivio de los que hayan sufrido la desgraciada suerte de prisioneros, con el orden y seguridad del Estado.
6.º El general del ejército que tuviese el honor de recibir al rey, le dará de su mismo ejército la tropa correspondiente a su alta dignidad y honores debidos a su real persona.
7.º No se permitirá que acompañe al rey ningún extranjero, ni aun en calidad de doméstico o criado.
8.º No se permitirá que acompañen al rey, ni en su servicio ni en manera alguna, aquellos españoles que hubiesen obtenido de Napoleón o de su hermano José, empleo, pensión o condecoración de cualquiera clase que sea, ni los que hayan seguido a los franceses en su retirada.
9.º Se confía al celo de la Regencia señalar la ruta que haya de seguir el rey hasta llegar a esta capital a fin de que en el acompañamiento, servidumbre, honores que se le hagan en el camino y a su entrada en esta corte y demás puntos convenientes a este particular, reciba S. M. las muestras de honor y respeto debidos a su dignidad suprema y al amor que le profesa la nación.
10. Se autoriza por este decreto al presidente de la Regencia para que en constando la entrada del rey en territorio español, salga a recibir a S. M. hasta encontrarle, y acompañarle a la capital con la correspondiente comitiva.
11. El presidente de la Regencia presentará a S. M. un ejemplar de la Constitución política de la monarquía, a fin, de que instruido S. M. en ella, pueda prestar con cabal deliberación y voluntad cumplida el juramento que la Constitución previene.
12. En cuanto llegue el rey a la capital vendrá en derechura al Congreso a prestar dicho juramento, guardándose en este caso las ceremonias y solemnidades mandadas en el reglamento interior de las Cortes.
13. Acto continuo que preste el juramento prescrito en la Constitución, treinta individuos del Congreso, de ellos dos secretarios, acompañarán a S. M. al palacio, donde, formada la Regencia con la debida ceremonia, entregará el gobierno a S. M., conforme a la Constitución y al artículo 2.º del decreto de 4 de setiembre de 1813. La diputación regresará al Congreso a dar cuenta de haberse así ejecutado, quedando en el archivo de Cortes el correspondiente testimonio.
14. En el mismo día darán las Cortes un decreto con la solemnidad debida, a fin de que llegue a noticia de la nación entera el acto solemne por el cual, y en virtud del juramento prestado, ha sido el rey colocado constitucionalmente en el trono. Este decreto, después de leído en las Corte, se pondrá en manos del rey por una diputación igual a la precedente, para que se publique con las mismas formalidades que todos los demás, con arreglo a lo prevenido en el artículo 14 del reglamento interior de las Cortes.
Lo tendrá entendido la Regencia del reino para su conocimiento, y lo hará imprimir, publicar y circular.
Dado en Madrid a 2 de febrero de 1814.– (Siguen las firmas del presidente y secretario).– A la Regencia del reino.
VII
Manifiesto de las Cortes a la Nación española.
Españoles: Vuestros legítimos representantes van a hablaros con la noble franqueza y confianza, que aseguran en las crisis de los Estados libres aquella unión íntima, aquella irresistible fuerza de opinión con las cuales no son poderosos los combates de la violencia, ni las insidiosas tramas de los tiranos. Fieles depositarias de vuestros derechos, no creerían las Cortes corresponder debidamente a tan augusto encargo, si guardaran por más tiempo un secreto que pudiese arriesgar, ni remotamente, el decoro y honor debidos a la sagrada persona del rey, y la tranquilidad e independencia de la nación; y los que en seis años de dura y sangrienta contienda han peleado con gloria por asegurar su libertad doméstica, y poner a cubierto a la patria de la usurpación extranjera, dignos son, sí, españoles, de saber cumplidamente a donde alcanzan las malas artes y violencias de un tirano execrable, y hasta qué punto puede descansar tranquila una nación cuando velan en su guarda los representantes que ella misma ha elegido.
Apenas era posible sospechar, que al cabo de tan costosos desengaños intentase todavía Napoleón Bonaparte echar dolosamente un yugo a esta nación heroica, que ha sabido contrastar por resistirle, su inmensa fuerza y poderío, y como si hubiéramos podido olvidar el doloroso escarmiento que lloramos, por una imprudente confianza en sus palabras pérfidas; como si la inalterable resolución que formamos, guiados como por instinto, a impulso del pundonor y honradez española, osando resistir cuando apenas teníamos derechos que defender, se hubiera debilitado ahora que podemos decir tenemos patria, y que hemos sacado las libres instituciones de nuestros mayores, del abandono y olvido en que por nuestro mal yacieran, como si fuéramos menos nobles y constantes, cuando la prosperidad nos brinda, mostrándonos cercanos al glorioso término de tan desigual lucha, que lo fuimos con asombro del mundo y mengua del tirano, en los más duros trances de la adversidad, ha osado aún Bonaparte, en el ciego desvarío de su desesperación, lisonjearse con la vana esperanza de sorprender nuestra buena fe con promesas seductoras, y valerse de nuestro amor al legítimo rey para sellar juntamente la esclavitud de su sagrada persona y nuestra vergonzosa servidumbre.
Tal ha sido, españoles, su perverso intento, y cuando, merced a tantos y tan señalados triunfos, veíase casi rescatada la patria, y señalaba como el más feliz anuncio de su completa libertad la instalación del Congreso en la ilustre capital de la monarquía, en el mismo día de este fausto acontecimiento, y al dar principio las Cortes a sus importantes tareas, halagadas con la grata esperanza de ver pronto en su seno el cautivo monarca; libertado por la constancia española y el auxilio de los aliados, oyeron con asombro el mensaje, que de orden de la Regencia del reino les trajo el secretario del Despacho de Estado acerca de la venida y comisión el duque de San Carlos. No es posible, españoles, describiros el efecto, que tan extraordinario suceso produjo en el ánimo de vuestros representantes. Leed esos documentos, colmo de la alevosía de un tirano; consultad vuestro corazón, y al sentir en él aquellos mismos efectos que lo conmovieron en mayo de 1808, al experimentar más vivos el amor a vuestro oprimido monarca y el odio a su opresor mismo, sin poder desahogar ni en quejas ni en imprecaciones la reprimida indignación, que más elocuente se muestra en un profundísimo silencio, habréis concebido, aunque débilmente, el estado de vuestros representantes cuando escucharon la amarga relación de los insultos cometidos contra el inocente Fernando, para esclavizar a esta nación magnánima.
No le bastaba a Bonaparte burlarse de los pactos, atropellar las leyes, insultar la moral pública; no le bastaba haber cautivado por perfidia a nuestro rey e intentado sojuzgar a la España, que le tendió incautamente los brazos como al mejor de sus amigos, ni estaba satisfecha su venganza con desolar a esta nación generosa con todas las plagas de la guerra y de la política más corrompida; era menester aun usar todo linaje de violencia para obligar al desvalido rey a estampar su augusto nombre en un tratado vergonzoso; necesitaba todavía presentarnos un concierto celebrado entre una víctima y un verdugo, como el medio de concluir una guerra tan funesta a los usurpadores como gloriosa a nuestra patria; deseaba por último lograr por fruto de una grosera trama, y en los momentos en que vacila su usurpado trono, lo que no ha podido conseguir con las armas, cuando a su voz se estremecían los imperios, y se veía en riesgo la libertad de Europa. Tan ciego en el delirio de su impotente furor, como desacordado y temerario en los devaneos de su próspera fortuna, no tuvo presente Bonaparte el temple de nuestras almas, ni la firmeza de nuestro carácter, y que si es fácil a su astuta política seducir o corromper a un gabinete, o a la turba de cortesanos, son vanas sus asechanzas y arterías contra una nación entera, amaestrada por la desgracia, y que tiene en la libertad de imprenta y en el cuerpo de sus representantes el mejor preservativo contra las demasías de los propios, y la ambición de los extraños.
Ni aun disfrazar ha sabido Bonaparte el torpe artificio de su política. Estos documentos, sus mal concertadas cláusulas, las fechas, hasta el lenguaje mismo descubren la mano del maligno autor, y al escuchar en boca del augusto Fernando los dolorosos consejos de nuestro más cruel enemigo, no hay español alguno, a quien se oculte que no es aquella la voz del deseado de los pueblos, la voz que resonó breves días desde el trono de Pelayo, pero que anunciando leyes benéficas y gratas promesas de justa libertad, nos preservó por siempre de creer acentos suyos los que no se encaminaban a la felicidad y gloria de la nación. El inocente príncipe compañero de nuestros infortunios, que vio víctima a la patria de su ruinosa alianza con la Francia, no puede querer ahora ni nunca, bajo este falso título, sellar en este infausto tratado, el vasallaje de esta nación heroica, que ha conocido demasiado su dignidad, para volver a ser esclava de voluntad ajena: el virtuoso Fernando no puede comprar a precio de un tratado infausto, ni recibir como merced de un asesino, el glorioso título de rey de las Españas: título que su nación le ha rescatado, y que pondrá respetuosa en sus augustas manos, escrito con la sangre de tantas víctimas, y sancionados en él los derechos y obligaciones de un monarca justo. Las torpes sospechas, la deshonrosa ingratitud, no pudieron albergarse ni un momento en el magnánimo corazón de Fernando, y mal pudiera, sin mancharse con este crimen, haber querido obligarse por un pacto libre, a pagar con enemiga y ultrajes los beneficios del generoso aliado, que tanto ha contribuido al sostenimiento de su trono. El padre de los pueblos, al verse redimido por su inimitable constancia, ¿deseará volver a su seno rodeado de los verdugos de su nación, de los perjuros que le vendieron, de los que derramaron la sangre de sus propios hermanos, y acogiéndoles bajo su real manto, para librarlos de la justicia nacional, querrá que desde allí insulten impunes y como en triunfo, a tantos millares de patriotas, a tantos huérfanos y viudas como clamarán en rededor del solio por justa y tremenda venganza contra los crueles patricidas? ¿o lograrán estos por premio de su traición infame que le devuelvan sus mal adquiridos tesoros las mismas víctimas de su rapacidad, para que se vayan a disfrutar tranquila vida en regiones extrañas, al mismo tiempo que en nuestros desiertos campos, en los solitarios pueblos, en las ciudades abrasadas no se escuchen sino acentos de miseria y gritos de desesperación?
Mengua fuera imaginarlo, infamia consentirlo; ni el virtuoso monarca, ni esta nación heroica se mancharán jamás con tamaña afrenta, y animada la Regencia del reino de los mismos principios que han dado lustre y fama eterna a nuestra célebre revolución, correspondió dignamente a la confianza de las Cortes y de la nación entera, dando por única respuesta a la comisión del duque de San Carlos, una respetuosa carta dirigida al señor don Fernando VII, en que guardando un decoroso silencio acerca del tratado de paz, y manifestando las mayores muestras de sumisión y respeto a tan benigno rey, le habrá llenado de consuelo, al mostrarle que ha sido descubierto el artificio de su opresor, y que con suma previsión y cordura, ya al principiar el aciago año de 1811, dieron las Cortes extraordinarias el más glorioso ejemplo de sabiduría y fortaleza; ejemplo que no ha sido vano, y que mal podríamos olvidar en esta época de ventura, en que la suerte se ha declarado en favor de la libertad, y de la justicia.
Firmes en el propósito de sostenerlas, y satisfechas de la conducta observada por la Regencia del reino, las Cortes aguardaron con circunspección a que el encadenamiento de los sucesos y la precipitación misma del tirano, les dictasen la senda noble y segura que debían seguir en tan críticas circunstancias. Mas llegó muy en breve el término de la incertidumbre: cortos días eran pasados, cuando se presentó de nuevo el secretario del Despacho de Estado a poner en noticia del Congreso, de orden de la Regencia los documentos que había traído don José Palafox y Melci. Acabose entonces de mostrar abiertamente el malvado designio de Bonaparte. En el estrecho apuro de su situación, aborrecido de su pueblo, abandonado de sus aliados, viendo armadas en contra suya a casi todas las naciones de Europa, no dudó el perverso intentar sembrar la discordia entre las potencias beligerantes, y en los mismos días en que proclamaba a su nación, que aceptaba los preliminares de paz, dictados por sus enemigos, cuando trocaba la insolente jactancia de su orgullo en fingidos y templados deseos de cortar los males que había acarreado a la Francia su desmesurada ambición, intentaba por medio de este tratado insidioso, arrancado a la fuerza a nuestro cautivo monarca, desunirnos de la causa común de la independencia europea, de concertar en nuestra deserción del grandioso plan formado por ilustres principios, para restablecer en el continente el perdido equilibrio, y arrastrarnos quizá al horroroso extremo de volver las armas contra nuestros fieles aliados, contra los ilustres guerreros, que han acudido a nuestra defensa. Pero aun se prometía Bonaparte más delitos y escándalos por fruto de su admirable trama: no se satisfacía con presentar deshonrados ante las demás naciones, a los que han sido modelo de virtud y heroísmo; intentaba igualmente que cubriéndose con la apariencia de fieles a su rey, los que primero le abandonaron, los que vendieron a su patria, los que oponiéndose a la libertad de la nación, minan al propio tiempo los cimientos del trono, se declarasen resueltos a sostener como voluntad del cautivo Fernando, las malignas sugestiones del robador de su corona, y seduciendo a los incautos, instigando a los débiles, reuniendo bajo el fingido pendón de lealtad, a cuantos pudiesen mirar con ceño las nuevas instituciones, encendiesen la guerra civil en esta nación desventurada, para que destrozada y sin alientos, se entregase de grado a cualquier usurpador atrevido.
Tan malvados designios no pudieron ocultarse a los representantes de la nación, y seguros de que la franca y noble manifestación hecha por la Regencia del reino a las potencias aliadas les habrá ofrecido nuevos testimonios de la perfidia del común enemigo, y de la firme resolución en que estamos de sostener a todo trance nuestras promesas, y de no dejar las armas hasta asegurar la independencia de la nación, y asentar dignamente en el trono al amado monarca, decidieron que era llegado el momento de desplegar la energía y firmeza, dignas de los representantes de una nación libre, los cuales al paso que desbaratasen los planes del tirano, que tanto se apresuraba a realizarlo, y tan mal encubría sus perversos deseos, que diesen a conocer que eran inútiles sus maquinaciones, y que tan pundonorosos como leales, sabemos conciliar la más respetuosa obediencia a nuestro rey con la libertad y gloría de la nación.
Conseguido este fin apetecido, cerrar para siempre la entrada del pernicioso influjo de la Francia, afianzar más y más los cimientos de la Constitución tan amada de los pueblos, preservar el cautivo monarca, al tiempo de volver a su trono, de los dañados consejos de extranjeros, o de españoles espurios, librar a la nación de cuantos males pudiera temer la imaginación más suspicaz y recelosa, tales fueron los objetos que se propusieron las Cortes al deliberar sobre tan grave asunto, y al acordar el decreto de 2 de febrero del presente año. La Constitución les prestó el fundamento; el célebre decreto de 1.º de febrero de 1811, les sirvió de norma; y lo que les faltaba para completar su obra, no lo hallaron en los profundos cálculos de la política, ni en la difícil ciencia de los legisladores, sino en aquellos sentimientos honrados y virtuosos, que animan a todos los hijos de la nación española, en aquellos sentimientos, que tan heroicos se mostraron a los principios de nuestra santa insurrección, y que no hemos desmentido en tan prolongada contienda. Ellos dictaron el decreto, ellos adelantaron de parte de todos los españoles la sanción más augusta y voluntaria, y si el orgulloso tirano se ha desdeñado de hacer la más leve alusión en el tratado de paz, a la sagrada Constitución que ha jurado la nación entera, y que han reconocido los monarcas más poderosos, si al contrahacer torpemente la voluntad del augusto Fernando, olvidó que éste príncipe bondadoso mandó desde su cautiverio, que la nación se reuniese en Cortes para labrar su felicidad, ya los representantes de esta nación heroica acaban de proclamar solemnemente, que constantes en sostener el trono de su legítimo monarca, nunca más firme que cuando se apoya en sabias leyes fundamentales, jamás admitirán paces ni conciertos ni treguas con quien intenta alevosamente mantener en indecorosa dependencia al augusto rey de las Españas, o menoscabar los derechos que la nación ha rescatado.
Amor a la Religión, a la Constitución y al Rey, este sea, españoles, el vínculo indisoluble que enlace a todos los hijos de este vasto imperio, extendido en las cuatro partes del mundo, este el grito de reunión que desconcierte como hasta ahora las más astutas maquinaciones de los tiranos, este, en fin, el sentimiento incontrastable que anime todos los corazones, que resuene en todos los labios, y que arme el brazo de todos los españoles en los peligros de la patria.
Antonio Joaquín Pérez, Presidente.– Antonio Díaz, diputado Secretario.– José María Gutiérrez de Terán, diputado Secretario.
Madrid 19 de febrero de 1814.
VIII
Representación de los llamados persas.
Señor:
Era costumbre en los antiguos persas pasar cinco días en anarquía después del fallecimiento de su rey, a fin de que la experiencia de los asesinatos, robos y otras desgracias les obligase a ser más fieles a su sucesor. Para serlo España a V. M. no necesitaba igual ensayo en los seis años de su cautividad; del número de los españoles que se complacen al ver restituido a V. M. al trono de sus mayores, son los que firman esta reverente exposición con el carácter de representantes de España; mas como en ausencia de V. M. se ha mudado el sistema al momento de verificarse aquella, y nos hallamos al frente de la nación en un Congreso que decreta lo contrario de lo que sentimos, y de lo que nuestras provincias desean, creemos un deber manifestar nuestros votos y circunstancias que los hacen estériles, con la concisión que permita la complicada historia de seis años de revolución...
Quisiéramos grabar en el corazón de todos, como lo está en el nuestro el convencimiento de que la democracia se funda en la instabilidad e inconstancia; y de su misma formación saca los peligros de su fin. De manos tan desiguales como se aplican al timón, solo se multiplican impulsos para sepultar la nave en un naufragio. O en estos gobiernos ha de haber nobles, o puro pueblo; excluir la nobleza destruye el orden jerárquico, deja sin esplendor la sociedad, y se la priva de los ánimos generosos para su defensa; si el gobierno depende de ambos, son metales de tan distinto temple, que con dificultad se unen por sus diversas pretensiones e intereses....
La nobleza siempre aspira a distinciones; el pueblo siempre intenta igualdades: éste vive receloso de que aquella llegue a dominar; y la nobleza teme que aquel le iguale; si, pues, la discordia consuma los gobiernos, el que se funda en tan desunidos principios, siempre ha de estar amenazado de su fin...
Leímos que al instalarse las Cortes por su primer decreto en la Isla a 24 de setiembre de 1810 (dictado, según se dijo, a las once de la noche), se declararon los concurrentes legítimamente constituidos en Cortes generales y extraordinarias, y que residía en ellas la soberanía nacional. Mas, ¿quién oirá sin escándalo que en la mañana del mismo día, este Congreso había jurado a V. M. por soberano de España, sin condición, ni restricción, y hasta la noche hubo motivo para faltar al juramento? Siendo así que no había tal legitimidad de Cortes; que carecían de la voluntad de la nación para establecer un sistema de gobierno, que desconoció España desde el primer rey constituido: que era un sistema gravoso por los defectos ya indicados, y que mientras el pueblo no se desengaña del encanto de la popularidad de los congresos legislativos, los hombres que pueden ser más útiles, suelen convertirse en instrumento de su destrucción sin pensarlo. Y sobre todo fue un despojo de la autoridad real sobre que la monarquía española está fundada, y cuyos religiosos vasallos habían jurado, proclamando a V. M. aun en el cautiverio.
Tropezaron, pues, desde el primer paso en la equivocación de decir al pueblo, que es soberano y dueño de sí mismo después de jurado su gobierno monárquico, sin que pueda sacar bien alguno de este ni otros principios abstractos, que jamás son aplicables a la práctica, y en la inteligencia común se oponen a la subordinación, que es la esencia de toda sociedad humana: así que el deseo de coartar el poder del rey de la manera que en la revolución de Francia, extravió aquellas Cortes, y convirtió el gobierno de España en una oligarquía, incapaz de subsistir por repugnante a su carácter, hábitos y costumbres. Por eso apenas quedaron las provincias libres de franceses, se vieron sumergidas en una entera anarquía, y su gobierno a pasos de gigante iba a parar en un completo despotismo...
Al cotejar estos pasos con los dados en Cádiz por las Cortes extraordinarias, al ver que no les habían arredrado las tristes resultas de aquellos, sin desengañarse de que iguales medidas habían de producir idénticos efectos, admiramos que la probidad y pericia de algunos concurrentes a aquellas Cortes, no hubiesen podido desarmar tantos caprichos, hasta que nos enteramos de que por los exaltados novadores se formó empeño de que asistiese a presenciar las sesiones el mayor pueblo posible, olvidando en esto la práctica juiciosa de Inglaterra.
Eran, pues, tantos los concurrentes, unos sin destino, otros abandonando el que habían profesado, que públicamente se decía en Cádiz ser asistentes pagados por los que apetecían el aura popular, y habían formado empeño de sostener sus novaciones; mas esto algún día lo averiguará un juez recto. La compostura de tales espectadores era conforme a su objeto: vivas, aplausos, palmadas, destinaban a cualquiera frase de sus bienhechores; amenazas, oprobios, insultos, gritos e impedir por último que hablasen, era lo que cabía a los que procuraban sostener las leyes y costumbres de España.
Y si aun no bastaban, insultaban a estos diputados en las calles seguros de la impunidad. El efecto debía ser consiguiente en estos últimos amantes del bien: esto es, sacrificar sus sentimientos, cerrar sus labios, y no exponerse a sufrir el último paso de un tumulto diario: pues aunque de antemano se hubiesen ensayado como Demóstenes (que iba a escribir y declamar a las orillas del mar, para habituarse al impetuoso ruido de las olas), esto podía ser bueno para un estruendo casual que cortase el discurso; mas no para hacer frente a una ocurrencia tumultuada y resuelta, que hería el pundonor...
Si lo indefinido de los votos de algunas resoluciones del Congreso han podido hacer dudar un momento a V. M. de esta verdad, le suplicamos tenga por única voluntad la que acabamos de exponer a V. R. P., pues con su soberano apoyo y amor a la justicia, nos hallará V. M. siempre constantes en las acertadas resoluciones con que se aplique el remedio. No pudiendo dejar de cerrar este manifiesto, en cuanto permita el ámbito de nuestra representación, y nuestros votos particulares con la protesta de que se estime siempre sin valor esa Constitución de Cádiz, y por no aprobada por V. M. ni por las provincias; aunque por consideraciones que acaso influyan en el piadoso corazón de V. M. resuelva en el día jurarla; porque estimamos las leyes fundamentales que contiene, de incalculables y trascendentales perjuicios que piden la celebración de unas Cortes especiales legítimamente congregadas en libertad, y con arreglo en todo a las antiguas leyes.
Madrid 12 de abril de 1814.
IX
Célebre manifiesto de 4 de mayo en Valencia.
Desde que la Divina Providencia, por medio de la renuncia espontánea y solemne de mi augusto padre, me puso en el trono de mis mayores, del cual me tenía ya jurado sucesor el reino por sus procuradores juntos en Cortes, según fuero y costumbre de la nación española, usados desde largo tiempo; y desde aquel fausto día que entré en la capital en medio de las más sinceras demostraciones de amor y lealtad con que el pueblo de Madrid salió a recibirme, imponiendo esta manifestación de su amor a mi real persona a las huestes francesas, que con achaque de amistad se habían adelantado apresuradamente hasta ella, siendo un presagio de lo que un día ejecutaría este heroico pueblo por su rey y por su honra, y dando el ejemplo que noblemente siguieron todos los demás del reino; desde aquel día, pues, pensé en mi real ánimo, para responder a tan leales sentimientos y satisfacer a las grandes obligaciones en que está un rey para sus pueblos, dedicar todo mi tiempo al desempeño de tan augustas funciones y a reparar los males a que pudo dar ocasión la perniciosa influencia de un valido durante el reinado anterior.
Mis primeras manifestaciones se dirigieron a la restitución de varios magistrados y otras personas a quienes arbitrariamente se había separado de sus destinos, pues la dura situación de las cosas y la perfidia de Bonaparte, de cuyos crueles efectos quise, pasando a Bayona, preservar a mis pueblos, apenas dieron lugar a más. Reunida allí la real familia, se cometió en toda ella, y señaladamente en mi persona, un atroz atentado, que la historia de las naciones cultas no presenta otro igual, así por sus circunstancias, como por la serie de sucesos que allí pasaron, y violado en lo más alto el sagrado derecho de gentes, fui privado de mi libertad y de hecho del gobierno de mis reinos, y trasladado a un palacio con mis muy amados hermano y tío, sirviéndonos de decorosa prisión casi por espacio de seis años aquella estancia.
En medio de esta aflicción siempre estuvo presente a mi memoria el amor y lealtad de mis pueblos, y era en gran parte de ella la consideración de los infinitos males a que quedaban expuestos, rodeados de enemigos, casi desprovistos de todo para poder resistirles, sin rey y sin un gobierno de antemano establecido, que pudiese poner en movimiento y reunir a su voz las fuerzas de la nación, y dirigir su impulso y aprovechar los recursos del Estado para combatir las considerables fuerzas que simultáneamente invadieron la Península y estaban pérfidamente apoderadas de sus principales plazas.
En tan lastimoso estado expedí, en la forma que rodeado de la fuerza lo pude hacer, como el único remedio que quedaba, el decreto de 5 de mayo de 1808, dirigido al Consejo de Castilla, y en su defecto a cualquiera chancillería o audiencia que se hallase en libertad, para que se convocasen las Cortes, las cuales únicamente se habrían de ocupar por el pronto en proporcionar los arbitrios y subsidios necesarios para atender a la defensa del reino, quedando permanentes para lo demás que pudiese ocurrir; pero este mi real decreto, por desgracia, no fue conocido entonces, y aunque lo fue después, las provincias proveyeron, luego que llegó a todas la noticia de la cruel escena en Madrid por el jefe de las tropas francesas en el memorable día 2 de mayo, a un gobierno por medio de las juntas que crearon. Acaeció en esto la gloriosa batalla de Bailén; los franceses huyeron hasta Vitoria, y todas las provincias y la capital me aclamaron de nuevo rey de Castilla y León; en la forma en que lo han sido los reyes mis augustos predecesores. Hecho reciente de que las medallas acuñadas por todas partes dan verdadero testimonio y que han confirmado los pueblos por donde pasé a mi vuelta de Francia con la efusión de sus vivas que conmovieron la sensibilidad de mi corazón, adonde se grabaron para no borrarse jamás.
De los diputados que nombraron las juntas, se formó la Central, quien ejerció en mi real nombre todo el poder de la soberanía desde setiembre de 1808 hasta enero de 1810, en cuyo mes se estableció el primer Consejo de Regencia, donde se continuó el ejercicio de aquel poder hasta el día 24 de setiembre del mismo año, en el cual fueron instaladas en la isla llamada de León las Cortes llamadas generales y extraordinarias, concurriendo al acto del juramento 104 diputados, a saber: 57 propietarios y 47 suplentes, como consta del acta que certificó el secretario de Estado y del despacho de Gracia y Justicia, don Nicolás María Sierra. Pero a estas Cortes, convocadas de un modo jamás usado en España aun en los casos más arduos y en los tiempos más turbulentos de minoridades de reyes, en que ha solido ser más numeroso el concurso de procuradores que en las Cortes comunes y ordinarias, no fueron llamados los estados de nobleza y clero aunque la Junta Central lo había mandado, habiéndose ocultado con arte al Consejo de Regencia este decreto y también que la junta se había asignado la presidencia de las Cortes; prerrogativa de la soberanía, que no habría dejado la regencia al arbitrio del Congreso, si de él hubiese tenido noticia.
Con esto quedó todo a disposición de las Cortes, las cuales en el mismo día de su instalación y por principio de sus actos, me despojaron de la soberanía poco antes reconocida por los mismos diputados, atribuyéndola a la nación, para apropiársela así ellos mismos, y dar a esta, después de tal usurpación, las leyes que quisieron, imponiéndola el yugo de que forzosamente las recibiese en una Constitución, que sin poder de provincia, pueblo ni junta, y sin noticia de las que se decían representadas por los suplentes de España e Indias, establecieron los diputados, y ellos mismos sancionaron y publicaron en 1812.
Este primer atentado contra las prerrogativas del trono abusando del nombre de la nación, fue como la base de los muchos que a este siguieron, y a pesar de la repugnancia de muchos diputados, tal vez del mayor número, fueron adoptados y elevados a leyes que llamaron fundamentales, por medio de la gritería, amenazas y violencias de los que asistían a las galerías de las Cortes, con que se imponía y aterraba, y a lo que era verdaderamente obra de una facción, se le revestía del especioso colorido de voluntad general, y por tal se hizo pagar la de unos pocos sediciosos que en Cádiz y después en Madrid ocasionaron a los buenos cuidados y pesadumbres.
Estos hechos son tan notorios, que apenas hay uno que los ignore, y los mismos Diarios de las Cortes dan harto testimonio de todos ellos. Un modo de hacer leyes tan ajeno de la nación española, dio lugar a la alteración de las buenas leyes con que en otro tiempo fue respetada y feliz. A la verdad, casi toda la forma de la antigua constitución de la monarquía se invocó, y copiando los principios revolucionarios y democráticos de la Constitución francesa de 1791, y faltando a lo mismo que se anunció al principio de la que se formó en Cádiz, se sancionaron, no leyes fundamentales de una monarquía moderada, sino las de un gobierno popular con un jefe o magistrado, mero ejecutor delegado, que no rey, aunque allí se le dé este nombre para alucinar y seducir a los incautos y a la nación.
Con la misma falta de libertad se firmó y juró esta nueva Constitución, y es conocido de todos, no solo lo que pasó con el respetable obispo de Orense, pero también la pena con que, a los que no la jurasen y firmasen, se amenazó. Para preparar los ánimos a recibir tamañas novedades, especialmente las respectivas a mi real persona y prerrogativas del trono, se circuló, por medio de los papeles públicos, en algunos de los cuales se ocupaban diputados de Cortes, abusando de la libertad de imprenta establecida por estas, hacer odioso el poderío real dando a todos los derechos de la majestad el nombre de despotismo, haciéndose sinónimos los de rey y déspota, y llamando tiranos a los reyes, habiendo tiempo en que se perseguía a cualquiera que tuviese firmeza para contradecir o siquiera disentir de este modo de pensar revolucionario y sedicioso, y en todo se aceptó el democratismo, quitando del ejército y armada, y de todos los establecimientos que de largo tiempo habían llevado el título de reales, este nombre, y sustituyendo el de nacionales, con que se lisonjeaba al pueblo, quien a pesar de tan perversas artes, conservó con su natural lealtad los buenos sentimientos que siempre formaron su carácter.
De todo esto, luego que entré dichosamente en mi reino, fui adquiriendo fiel noticia y conocimiento, parte por mis propias observaciones, parte por los papeles públicos, donde hasta estos días con imprudencia se derramaron especies tan groseras e infames acerca de mi venida y de mi carácter, que aun respecto de cualquier otro serían muy graves ofensas dignas de severa demostración y castigo. Tan inesperados hechos llenaron de amargura mi corazón, y solo fueron parte para templarla las demostraciones de amor de todos los que esperaban mi venida, para que con mi presencia pusiese fin a estos males, y a la opresión en que estaban los que conservaron en su ánimo la memoria de mi persona y suspiraban por la verdadera felicidad de la patria. Yo os juro y prometo a vosotros, verdaderos y leales españoles, al mismo tiempo que me compadezco de los males que habéis sufrido, no quedaréis defraudados en vuestras nobles esperanzas. Vuestro soberano quiero serlo para vosotros, y en esto coloca su gloria; en serlo de una nación heroica que con hechos inmortales se ha granjeado la admiración de todas, y conservado su libertad y su honra.
Aborrezco y detesto el despotismo; ni las luces y cultura de las naciones de Europa lo sufren ya, ni en España fueron déspotas jamás sus reyes, ni sus buenas leyes y Constitución lo han autorizado, aunque por desgracia de tiempo en tiempo se hayan visto como por todas partes y en todo lo que es humano, abuso de poder, que ninguna Constitución posible podrá precaver del todo, ni fueron vicios de la que tenía la nación, sino de personas y efectos de tristes, pero muy rara vez vistas circunstancias, que dieron lugar y ocasión a ellos. Todavía para precaverlos cuanto sea dado a la previsión humana, a saber, conservando el decoro de la dignidad real y sus derechos, pues los tiene de suyo, y los que pertenecen a los pueblos, que son igualmente inviolables, yo trataré con sus procuradores de España y de las Indias, y en Cortes legítimamente congregadas compuestas de unos y otros, lo más pronto que restablecido el orden y los buenos usos en que ha vivido la nación y con su acuerdo han establecido los reyes mis augustos predecesores, las pudiere juntar: se establecerá sólida y legítimamente, cuanto convenga al bien de mis reinos, para que mis vasallos vivan prósperos y felices en una religión y en un imperio unidos en indisoluble lazo; en lo cual y en solo esto consiste la felicidad temporal de un rey y un reino que tienen por excelencia el título de Católicos, y desde luego se pondrá mano en preparar y arreglar lo que parezca mejor para la reunión de las Cortes, donde espero queden afianzadas las bases de la prosperidad de mis súbditos que habitan uno y otro hemisferio.
La libertad y seguridad individual y real quedarán firmemente aseguradas por medio de leyes que afianzando la pública tranquilidad y el orden, dejen a todos la saludable libertad, en cuyo goce imperturbable, que distingue a un gobierno moderado de un gobierno arbitrario y despótico, deben vivir los ciudadanos que estén sujetos a él. De esta justa libertad gozarán también todos, para comunicar por medio de la imprenta sus ideas y pensamientos, dentro, a saber, de aquellos límites que la sana razón soberana e independiente prescribe a todos para que no degenere en licencia, pues el respeto que se debe a la religión y al gobierno, y el que los hombres mutuamente deben guardar entre sí, en ningún gobierno culto se puede razonablemente permitir que impunemente se atropelle y quebrante. Cesará también toda sospecha de disipación de las rentas del Estado, separando la tesorería de lo que se asignare para los gastos que exijan el decoro de mi real persona y familia y el de la nación a quien tengo la gloria de mandar, de la de las rentas que con acuerdo del reino se impongan y asignen para la conservación del Estado en todos los ramos de su administración, y las leyes que en lo sucesivo hayan de servir de norma para las acciones de mis súbditos serán establecidas con acuerdo de las Cortes. Por manera que estas bases pueden servir de seguro anuncio de mis reales intenciones en el gobierno de que me voy a encargar, y harán conocer a todos, no un déspota ni un tirano, sino un rey y un padre de sus vasallos.
Por tanto, habiendo oído lo que únicamente me han informado personas respetables por su celo y conocimientos, y lo que acerca de cuánto aquí se contiene se me ha expuesto en representaciones que de varias partes del reino se me han dirigido, en las cuales se expresa la repugnancia y disgusto con que así la Constitución formada en las Cortes generales y extraordinarias, como los demás establecimientos políticos de nuevo introducidos, son mirados en las provincias, y los perjuicios y males que han venido de ellos y se aumentarían si yo autorizase con mi consentimiento y jurase aquella Constitución; conformándome con tan generales y decididas demostraciones de la voluntad de mis pueblos, y por ser ellas justas y fundadas, declaro, que mi real ánimo es no solamente no jurar ni acceder a dicha Constitución, ni a decreto alguno de las Cortes generales y extraordinarias y de las ordinarias actualmente abiertas: a saber, los que sean despresivos de los derechos y prerrogativas de mi real soberanía establecidas por la Constitución y las leyes en que de largo tiempo la nación ha vivido, sino el de declarar aquella Constitución y aquellos decretos nulos y de ningún valor ni efecto, ahora ni en tiempo alguno, como si no hubiesen pasado jamás tales actos y se quitasen de enmedio del tiempo, y sin obligación en mis pueblos y súbditos de cualquiera clase y condición a cumplirlos ni guardarlos. Y como el que quisiere sostenerlos y contradijese esta mi real declaración, tomada con dicho acuerdo y voluntad, atentaría contra las prerrogativas de mi soberanía y la felicidad de la nación, y causaría turbación y desasosiego en estos mis reinos, declaro reo de lesa Majestad a quien tal osare o intentare, y que como a tal se le imponga pena de la vida, ora lo ejecute de hecho, ora por escrito o de palabra, moviendo o incitando o de cualquier modo exhortando y persuadiendo a que se guarden y observen dicha Constitución y decretos.
Y para que entretanto que se restablece el orden, y lo que antes de las novedades introducidas se observaba en el reino, acerca de lo cual sin pérdida de tiempo se irá proveyendo lo que convenga, no se interrumpa la administración de justicia, es mi voluntad que entretanto continúen las justicias ordinarias de los pueblos que se hallan establecidas, los jueces de letras adonde los hubiere, y las audiencias, intendentes y demás tribunales en la administración de ella, y en lo político y gubernativo, los ayuntamientos de los pueblos según de presente están, y entre tanto se establece lo que convenga guardarse, hasta que oídas las Cortes que llamaré, se asiente el orden estable de esta parte del gobierno del reino. Y desde el día que este mi real decreto se publique, y fuere comunicado al presidente que a la sazón lo sea de las Cortes, que actualmente se hallan abiertas, cesarán éstas en sus sesiones, y sus actas y las de las anteriores, y cuantos expedientes hubiere en su archivo y secretaría, o en poder de cualquiera individuo, se recogerán por las personas encargadas de la ejecución de este mi real decreto, y se depositarán por ahora en la casa ayuntamiento de la villa de Madrid, cerrando y sellando la pieza donde se coloquen. Los libros de su biblioteca pasarán a la Real, y a cualquiera que trate de impedir la ejecución de esta parte de mi real decreto de cualquier modo que lo haga, igualmente le declaro reo de lesa majestad, y que como a tal se le imponga pena de la vida.
Y desde aquel día cesará en todos los juzgados del reino el procedimiento en cualquier causa, que se halle pendiente por infracción de Constitución; y los que por tales causas se hallaren presos, o de cualquier modo arrestados, no habiendo otro motivo justo según las leyes, sean inmediatamente puestos en libertad. Que así es mi voluntad, por exigirlo todo así el bien y felicidad de la nación.
Dado en Valencia a 4 de mayo de 1814.
YO EL REY.
Como secretario del rey con ejercicio de decretos y habilitado especialmente para éste.–
Pedro de Macanaz.
X
Órdenes que mediaron para las prisiones de los diputados.
Real orden del señor don Pedro Macanaz al señor don Francisco Leiva.
El rey, al mismo tiempo que se ha servido nombrar al teniente general don Francisco Eguía gobernador militar y político de Madrid, capitán general de Castilla la Nueva, y encargado por ahora del gobierno político de toda la provincia, ha resuelto se proceda al arresto de varias personas, cuya lista se ha dirigido a dicho general. Y confiando Su Majestad del celo y prudencia de V. S. que en tal ocasión, de tanto interés para su servicio y bien de la nación, desempeñará V. S. esta confianza con la actividad que tiene acreditada, quiere que presentándose a aquel general para ponerse de acuerdo acerca de la ejecución en esta parte del real decreto que se le comunicó, lo ejecute V. S. con arreglo a lo que se previene en él.
De real orden lo comunico a V. S. para su cumplimiento.– Dios guarde a V. S. muchos años.– Valencia 4 de mayo de 1814.– Pedro Macanaz.– Señor don Francisco de Leiva.
Oficio del señor capitán general don Francisco Eguía al mismo señor Leiva.
Con fecha 4 del corriente, el señor don Pedro Macanaz, de orden del rey, me dice entre otras cosas lo siguiente:
«Disponga V. E. con la mayor actividad, y sin pérdida de tiempo ni de diligencia, que sean arrestados simultáneamente y puestos sin comunicación los sujetos cuya lista acompaño. Y como para esto sea necesario se valga V. E. de personas de toda confianza, nombra S. M. a los ministros togados don José María Puig, don Jaime Álvarez Mendieta, don Ignacio Martínez de Villela, don Francisco Leiva y don Antonio Galiano, para que procedan al arresto de todas las personas y al recogimiento de sus papeles, a saber, de aquellos que se crean a propósito para calificar después su conducta política. Pero es el ánimo de Su Majestad que en este procedimiento, además del buen tratamiento de las personas, se guarde lo que las leyes previenen; y por esto manda, que arrestados que sean, y quedando centinela en sus respectivas habitaciones interiores, cuya llave o llaves recojan los mismos interesados, se haga entender a éstos nombren persona de confianza para que asista al reconocimiento de papeles, y rubrique con el escribano que asista a la diligencia aquellos que se separen con el expresado fin.
»El cuartel de guardias de Corps y la cárcel de la Corona son lugares apropósito para la custodia de los más señalados. Y respecto hay entre ellos algunos eclesiásticos se impartirá el auxilio del vicario de Madrid; y en todo caso por nada se suspenderá el arresto. Conviene, pues, para que no se frustre tan importante diligencia, que se ponga V. E. de antemano de acuerdo con los expresados ministros, a quienes se dirigen los adjuntos oficios, procurando evitar se trasluzca su comisión, para lo cual se tomarán las convenientes precauciones.»– Lo que comunico a V. S. para su inteligencia y cumplimiento, incluyéndole una lista de los que deben ser arrestados.
Dios guarde a V. S. muchos años.– Madrid 9 de mayo de 1814.– Francisco Eguía.– Señor don Francisco de Leiva.
Lista primera de los que debían ser presos según el anterior oficio.
Don Bartolomé Gallardo, calle del Príncipe.– Don Manuel Quintana.– Don Agustín Argüelles, calle de la Reina.– Conde de Toreno, dicen que marchó.– Don Isidoro Antillón, marchó según dicen a Aragón.– Conde de Noblejas y hermano.– Don José María Calatrava.– Don Juan Corradi.– Don Juan Nicasio Gallego, dicen que marchó a Murcia.– Don Nicolás García Page, calle de Hita, número 5, cuarto principal.– Don Manuel López Cepero, calle de San José, casa de la imprenta.– Don Francisco Martínez de la Rosa, ídem ídem.– Don Antonio Larrazabal, calle de Jacometrezo, casa de Villadarias.– Don José Miguel Ramos Arispe.– Don Tomás Istúriz, calle de Alcalá, frente a las Calatravas, desde el esquinazo de la calle de Cedaceros hacia el Prado, segundo portal.– Don Ramón Feliú.– Don Joaquín Lorenzo Villanueva.– Don Antonio Oliveros.– Don Diego Muñoz Torrero.– Don Antonio Cano Manuel, calle de Alcalá, junto a las Calatravas.– Don Manuel García Herreros, en la plazuela de Celenque, en la imprenta.– Don Juan Álvarez Guerra.– Don Juan O’Donojú.– Don José Canga Arguelles, calle del Príncipe, casa de San Ignacio, cuarto segundo.– Don Miguel Antonio Zumalacárregui.– Don José María Gutiérrez de Terán.– Máiquez y Bernardo Gil, cómicos.– El Conciso y Redactor general.– F. Beltrán y un hermano suyo.– Don Dionisio Capaz.– Don Antonio Cuartero.– Don Santiago Aldama.– Don Manuel Pereira.– Don José Zorraquín, calle Mayor, frente a la fábrica de Talavera, que también es fábrica de sedas.– Don Joaquín Díaz Caneja.– El cojo de Málaga.
Copia del borrador del señor general don Francisco Eguía al auditor de Guerra don Vicente María Patiño.
A don Vicente María Patiño. Remito a V. S. un ejemplar del soberano decreto de S. M. don Fernando VII, dado en Valencia a 4 del corriente, con el adjunto pliego apertorio para el señor presidente de las Cortes ordinarias, a fin de que enterado V. S. de todo lo que el rey tuvo a bien decretar, con respecto al particular de Cortes y demás a ellas referente, pase V. S. desde luego a entregar en persona al referido señor presidente el expresado pliego, y en seguida a poner en ejecución todo lo prevenido por Su Majestad sobre este punto, prometiéndome de su celo y amor al servicio del rey, desempeñará esta delicada comisión con toda exactitud, conforme a las reales intenciones de S. M., dándome aviso de quedar enterado, y avistándose conmigo en caso de contemplarlo útil para el mejor desempeño del encargo que dejo a su cuidado.– Dios guarde a V. S. muchos años.– Madrid 10 de mayo de 1814.
Copia de la contestación original del señor Patiño al señor general Eguía.
Excmo. señor: En seguida de haberme separado de V. E. después de haberle acompañado en el real palacio, pasé sin perder momento a la casa habitación del señor presidente de las Cortes cesantes, y le entregué su pliego, que al simple anuncio de que incluía un soberano decreto de S. M. lo recibió con todo el debido acatamiento, y enterado de su contenido, expresó obedecería desde luego cuanto S. M. tenía a bien ordenar, y que estaba pronto por su parte a ejecutarlo y hacer que se ejecutase: mas siendo ya las dos y media de la madrugada, y casi imposible conseguir se reuniesen los secretarios de Cortes, hemos acordado que desde luego me fuese yo a la casa de doña María de Aragón y tomase todas las medidas oportunas para poner en debida custodia los papeles de la secretaría, según me estaba mandado. En efecto, con el auxilio del comandante de la guardia reconocí todo el edificio, recogí las llaves, no solo las que tenían en su poder los porteros, mas si también la maestra que estaba a cargo del ingeniero del mismo edificio, y dejando colocadas las centinelas que creí necesarias me retiré. El expresado señor presidente quedó conmigo en que contestaría a V. E. esta mañana. Todo lo que participo a V. E. para su inteligencia y demás fines que convenga.
Dios guarde a V. E. muchos años. Madrid 11 de mayo de 1814.– Excmo. señor.– Vicente María Patiño.– Excmo. señor don Francisco Eguía.
Copia de la contestación original del señor don Antonio Joaquín Pérez, presidente de las Cortes ordinarias, al señor general Eguía.
Excmo. señor: Antes de las tres de esta mañana ha puesto en mis manos el auditor de guerra don Vicente María de Patiño el oficio que V. E. se ha servido pasarme como a presidente de Cortes, con el real decreto de 4 del corriente, por el que S. M. el señor don Fernando VII, nuestro soberano, que Dios guarde, se ha servido disolver las Cortes y mandar lo demás que en el mismo decreto se previene. En su puntual y debido cumplimiento, no solamente me abstendré de reunir en adelante las Cortes, sino que doy por fenecidas desde este momento, así mis funciones de presidente, como mi calidad de diputado en un congreso que ya no existe. Con la anticipación que me ha sido posible tengo distribuido a los secretarios de Cortes los cuatro ejemplares del mencionado real decreto, que con aquel fin se sirvió V. E. acompañarme; y habiendo significado al auditor comisionado mi pronta disposición a auxiliarle, sin reserva de personalidad, de hora, ni de trabajo, tengo el honor de ratificarla V. E. para cuanto sea de su mayor agrado.
Dios guarde a V. E. muchos años. Madrid a 11 de mayo de 1814.– Excmo. señor.– Antonio Joaquín Pérez.– Excmo. señor don Francisco de Eguía.
Copia de otro oficio original de don Vicente María Patiño al señor general Eguía.
Excmo. señor: En la mañana de hoy quedó depositado en las casas consistoriales de esta villa y en la Biblioteca Real todo lo perteneciente a las extinguidas Cortes, su secretaría, archivo y biblioteca, que existía en la casa de don Manuel Godoy, y entregué al comisionado del intendente de esta provincia las llaves del mismo edificio, quedando en mi poder la del salón de las mismas, donde existe el dosel, sitial, tapete y almohadón, los bancos, catorce arañas de cristal, y las mesas y sillas de la misma pieza con sus alfombras; cuyos muebles juzgo deben permanecer en el mismo sitio hasta que S. M. tenga a bien resolver otra cosa, y señalar a dónde deban colocarse.
Dios guarde a V. E. muchos años. Madrid 22 de mayo de 1814.– Excmo. señor.– Vicente María Patiño.– Excmo. señor capitán general de Castilla la Nueva.