Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro XI ❦ Reinado de Fernando VII
Capítulo IV
Revolución del año veinte
Segunda época constitucional
1820 (de enero a julio)
Alzamiento militar en las Cabezas de San Juan.– Proclamación de la Constitución de Cádiz.– Riego.– Quiroga.– Comprometida y apurada situación de los jefes y de los cuerpos sublevados.– Expedición desesperada de Riego.– Disuélvese su columna.– Espíritu del país.– Insurrección en la Coruña.– Acevedo.– Triunfa en Galicia la revolución en favor de la libertad.– Alarma en la corte.– Proclámase la Constitución en Zaragoza.– El marqués de Lazán.– Junta.– Revolución en Barcelona.– Villacampa: Castaños.– En Pamplona: Mina.– En Cádiz: Freire.– Horrible acuchillamiento del pueblo.– Proclama la tropa la Constitución en Ocaña: el conde de La-Bisbal.– Consternación del rey y del gobierno.– Decreto de 6 de marzo, mandando celebrar Cortes.– Actitud imponente de la población de Madrid.– Susto y alarma en palacio.– Decreto de la noche del 7, decidiéndose el rey a jurar la Constitución.– Regocijo popular el 8.– Graves sucesos del 9.– Conflicto del rey.– Jura la Constitución ante el Ayuntamiento.– Nombramiento de una Junta consultiva provisional.– Abolición definitiva de la Inquisición.– Manifiesto del rey a la nación española.– Palabras célebres de este documento.– Juran las tropas de la guarnición el nuevo código.– Proclama del infante don Carlos.– Cómo se recibió el cambio político en las provincias.– Prisión del general Elío en Valencia.– Decretos restableciendo los de las Cortes extraordinarias y ordinarias.– Convocatoria a Cortes.– Oblígase a todos los ciudadanos a jurar la Constitución.– Penas a los que no lo hicieren.– Premios a los jefes militares que la proclamaron en Andalucía.– Exagerado liberalismo de la Junta.– Ministerio constitucional.– Sociedades patrióticas.– Espíritu de estas reuniones.– Intentona reaccionaria en Zaragoza.– Entrada del general Quiroga en Madrid.– Recibimiento que le hace el pueblo.– Conspiraciones contra el régimen constitucional.– La del cuartel de Guardias.– Preparativos para la apertura de las Cortes.
Era el 1.º de enero de 1820. Tiempo hacia que los estragos de la fiebre amarilla asolaban los pueblos de la provincia de Cádiz y de una buena parte de las costas andaluzas. Los cuerpos del ejército expedicionario se acantonaban más o menos agrupados o dispersos, según que las precauciones para preservarlos de la peste aconsejaban. Estábanlo a la sazón en las Cabezas de San Juan, Arcos, Villamartín, Alcalá de los Gazules y otros comarcanos. En el primero de aquellos, puesto a la cabeza del batallón de Asturias su comandante don Rafael del Riego, anticipándose precipitadamente a todos, arengó a los soldados y proclamó al frente de banderas la Constitución de 1812. Pasando en seguida con su batallón a Arcos de la Frontera, donde se hallaba el general en jefe con su estado mayor, y sorprendiendo de noche y desarmando la guardia de su alojamiento, arrestó al descuidado e inepto conde de Calderón, así como a los generales Blanco, Salvador y Fournás. Saliole bien aquel rasgo de intrepidez, y las tropas sorprendidas, aunque no todas de buena voluntad, se vinieron a su bandera. Habíase movido también el mismo día el batallón de Sevilla, que se hallaba en Villamartín, y llegaba ya cerca de Arcos.
Muy poco después, aunque no al mismo tiempo ni tan pronto, por las circunstancias y las dificultades que le rodeaban, el coronel don Antonio Quiroga, el designado por las juntas para ponerse a la cabeza del movimiento, rompía su prisión de Alcalá de los Gazules (2 de enero, 1820), y puesto al frente del batallón de España, daba también el grito de libertad. Conforme al plan convenido, dirigiose a Medina-sidonia, donde se le incorporó, según lo tratado, el batallón de la Corona, con los cuales marchó luego a la Isla Gaditana. Por sorpresa y sin dificultad franqueó el puente de Suazo, y entró en la ciudad de San Fernando (3 de enero, 1820). El objeto era penetrar en Cádiz, cuyas puertas habían de abrir los conjurados de dentro. Pero desaprovecharon unos y otros algunas horas del día, y dieron tiempo a que el teniente de rey de la plaza Rodríguez Valdés y el general Álvarez Campana preparasen la defensa, y a que unas compañías al mando del joven oficial don Luis Fernández de Córdoba (que comenzó ahora a dar a conocer las prendas militares en que después había de distinguirse tanto) saliese a apoderarse del sitio llamado la Cortadura, en el arrecife que conduce a San Fernando; de modo que cuando llegaron los batallones de Quiroga, mandó Córdoba hacer fuego, amedrentáronse los agresores, y retrocedieron a la Isla. Los de dentro de Cádiz no se atrevieron ya a moverse, y de esta manera quedó la Isla Gaditana dividida, mitad por los sublevados, desde Torre Gorda al puente de Suazo con San Fernando, mitad por las autoridades y tropas realistas, desde la Cortadura al mar con Cádiz. Galiano, Vallesa y Mendizábal habían trabajado en la preparación de todos estos sucesos, y seguían trabajando, el primero dentro de Cádiz, los otros dos, el uno al lado de Quiroga, el otro al de Riego. Ni uno ni otro de estos dos jefes se mostraban los más apropósito para empresa tan grande como la que habían acometido{1}.
Cuando Riego tuvo noticias, que tardó en tenerlas, de las operaciones de Quiroga, determinó pasar a San Fernando. Habíasele agregado ya el batallón de Aragón. A su paso por Jerez de la Frontera proclamó la Constitución de Cádiz, y en el Puerto de Santa María se le juntaron el brigadier graduado O'Daly, el comandante Arco-Agüero, los del batallón de Asturias don Santos y don Evaristo San Miguel, hermanos, y otros jefes, fugados del castillo de San Sebastián de Cádiz, donde La-Bisbal los había encerrado desde el suceso del Palmar del Puerto. Avistáronse al fin Riego y Quiroga en San Fernando (6 de enero), renovose el nombramiento de general hecho en este último, no sin celos del primero, a quien repugnaba reconocer superioridad de mando en otro, y entretuviéronse en proclamar la Constitución allí donde se habían congregado las primeras Cortes. También fue a unírseles López Baños con sus artilleros y con el batallón de Canarias; y aunque otros cuerpos no concurrieron al movimiento faltando a lo ofrecido, para principio de sublevación no dejaba de ser ya fuerza imponente y respetable. Pero malogrose allí un tiempo precioso, y nada hay que mate tanto las insurrecciones como la indecisión y la apatía. Su única operación en muchos días fue apoderarse por sorpresa del arsenal de la Carraca, de donde sacaron algunos recursos, vendiendo materiales, con perjuicio de los intereses del Estado. Una tentativa que hizo en Cádiz el coronel Rotalde con el batallón de Soria, y de acuerdo con los amigos de la libertad (24 de enero), tuvo infeliz éxito, como inoportuna y tardía. El mismo Fernández de Córdoba, con su actividad y su denuedo, lo deshizo todo, atrayéndose los soldados y arrestando a los oficiales: el que estaba a la cabeza de los sublevados pudo fugarse con algunos de sus cómplices al ejército de Quiroga.
Había en este ejército, compuesto de unos 5.000 hombres, más ardor y entusiasmo que concierto y disciplina. La autoridad de Quiroga, dice un testigo de vista, era poco más que titular, y ejercida con corto acierto. Nadie mandaba y todos servían. Procurábase por algunos infundir una confianza que no había: escribíanse con este objeto papeles arrogantes, y pusiéronse a redactar una especie de Gaceta Alcalá Galiano y San Miguel, hombres ambos de buena pluma y talento. Pero es lo cierto que entretanto dieron tiempo a que el gobierno de Madrid, sobresaltado al principio con las noticias del alzamiento que llegaban abultadas, algo más sereno después, expidiera órdenes a don Manuel Freire, general acreditado en la guerra de la independencia, para que fuese contra los sublevados. Tomó éste, aunque no con gusto, el mando de las tropas, tampoco muy de confianza; pero así y todo el ejército insurreccionado se vio por su inacción comprometido entre las tropas de Freire y la guarnición de Cádiz.
Riego era el que llevaba con más impaciencia aquella quietud y la subordinación a Quiroga. Así, después de unas pequeñas e inútiles excursiones, determinó hacer otra mayor, saliendo de San Fernando (29 de enero, 1820) con una columna lo menos de 1.500 hombres, con objeto de promover la insurrección, ya en otros cuerpos, ya en el país mismo. Iba con ellos San Miguel, y la dirección fue a Algeciras, donde fue recibido con un aplauso estéril. Permaneció allí hasta el 7 de febrero, sin otro fruto que sacar algunos recursos de la plaza de Gibraltar. No pudiendo volverse a la Isla, por tenerla ya las tropas de Freire bloqueada, tomó rumbo a Málaga, de donde huyó el general Caro; mas en lugar de la buena acogida que se había imaginado, hallose perseguido por don José O'Donnell, hermano del conde de La-Bisbal, con quien tuvo que batirse en las calles. Encaminose entonces a Córdoba, donde llegó tan menguada su hueste, que no excedía de tres a cuatro centenares de hombres (7 de marzo): tanta había sido la fatiga, el desaliento y la deserción. Por fortuna para él, con ser Córdoba una población grande, y con haber en ella fuerza de caballería, ni la tropa ni el pueblo le impidieron alojarse en el convento de San Pablo, y aunque no halló ni entusiasmo ni aun simpatía por su causa, tampoco fue molestado por nadie, y pudo recoger algunos víveres. La vacilación, la incertidumbre y el cansancio aumentaron la deserción de su gente, en términos que cuando llegó a la tierra que divide a Extremadura de Andalucía, solo llevaba cuarenta y cinco hombres, que al fin se separaron de él y se dispersaron. Y como Quiroga permaneciese bloqueado en la Isla, costándole no poco trabajo contener a los desertores, y como los pueblos, pasado ya más de mes y medio del alzamiento de las Cabezas de San Juan, no mostrasen ni interés por el triunfo de la revolución, ni tampoco deseo de destruirla, ella habría acabado, no por los esfuerzos del gobierno, que tampoco dio muestras de grande energía y actividad, sino por sí misma y por consunción, si en alguna parte no hubiera estallado alguna llamarada de fuego que viniera a darle vida.
Sucedió esto el 21 de febrero en otro extremo de la Península, donde antes había fracasado y concluido trágicamente otro conato de insurrección, en la Coruña. Ahora, con más fortuna que Porlier, el coronel don Félix Acevedo, contando con la guarnición y con el pueblo, proclamó la Constitución y arrestó a las autoridades, incluso el capitán general don Francisco Venegas. Siguió muy pronto su ejemplo el Ferrol (23 de febrero), y tras él Vigo y otras poblaciones. Asustose el conde de San Román, que mandaba las armas en Santiago, y replegose a Orense. Mas la junta que se formó en la Coruña, y a cuya cabeza se puso al ex-regente don Pedro Agar{2}, hizo marchar sus fuerzas hacia Orense, con cuya noticia aturdido el de San Román, huyó a Castilla, dejando la Galicia abandonada a los insurrectos{3}. Golpe fue éste que al propio tiempo que vivificaba la llama de la insurrección casi al extinguirse en Andalucía, confundió y alarmó a los ministros de tal modo, que con haber venido Elío en posta de Valencia a Madrid a ofrecerse a mandar las tropas realistas de Andalucía o a servir en ellas como simple soldado, la corte temió sus exageraciones, y creyendo hasta peligrosa su estancia en Madrid diole orden de que regresara a Valencia.
Con razón se había alarmado la corte, la cual ya esperaba sin duda y no tardó en recibir noticias graves de otros puntos de España. El 5 de marzo, reunidos como por un impulso común en la plaza de Zaragoza el pueblo, el ayuntamiento, la guarnición, el capitán general y otras autoridades y personas notables de la ciudad, todos juntos y a una voz proclamaron la Constitución de 1812, y levantaron y firmaron un acta solemne, y nombraron una Junta superior gubernativa del reino de Aragón, cuyo presidente era el capitán general marqués de Lazán, y vocales el exministro de Hacienda don Martín de Garay y otros personajes de cuenta.
Apenas este suceso se supo en Barcelona, una gran parte del pueblo, y con ella la oficialidad de la guarnición, agolpose a las puertas del palacio del capitán general pidiendo se jurase la Constitución (10 de marzo). Contestó el general Castaños, que si en algún caso se viera en la necesidad de ceder al pueblo, jamás cedería a insurrecciones militares; con cuya respuesta la oficialidad se retiró a sus cuarteles. Mas como insistiese el pueblo, el general y las autoridades, convencidas de no poder contar con la fuerza armada, se vieron en la precisión de acceder a sus clamores. El capitán general fue destituido, y en su lugar fue aclamado don Pedro Villacampa, que se hallaba en Arenis de Mar. Llegado que hubo el nuevo capitán general a Barcelona, la guarnición, que había permanecido tranquila, salió formada a jurar la Constitución. Pedía el pueblo el arresto de don Francisco Javier Castaños, pero Villacampa se limitó a notificarle la conveniencia de que saliese de la ciudad, dándole a escoger punto, como así lo verificó Castaños dirigiéndose a Castilla, país que eligió, acompañado con escolta de oficial. Recibiéronse allí el 12 las noticias de haberse proclamado la Constitución, en forma y con circunstancias muy semejantes, en Tarragona, Gerona y Mataró{4}.
Verificaba en los mismos días otro igual pronunciamiento en Pamplona la tropa de la guarnición (11 de marzo), obligando al virrey conde de Ezpeleta a que permitiese jurar la Constitución. Tanto por esta condescendencia como por respeto a sus canas, conservose todavía el mando militar al virrey hasta que llegó Mina. Este ilustre caudillo de la guerra de la independencia que acababa de regresar de Francia, en connivencia con los revolucionarios españoles, levantó el estandarte de la libertad en Santisteban, y recibido en Pamplona con el entusiasmo que aquel pueblo le conservaba, formose la Junta de gobierno, separose al virrey Ezpeleta, y fue nombrado él para sustituirle.
Habíanse realizado todos estos movimientos sin haber tenido apenas que lamentar desgracias personales. La fatalidad quiso que no sucediese así en Cádiz. Había entrado en aquella plaza el general Freire (9 de marzo, 1820). Corriose la voz de que iba dispuesto a proclamar la Constitución. El partido liberal suponía inclinado a lo mismo al capitán general de marina don Juan María Villavicencio, atendida su conducta tolerante y benévola con los amigos de la libertad. Juntos los dos generales en una casa, y persuadido el pueblo de aquella idea, y creyendo llegado el caso que anhelaba, agrupose en gran número delante de las ventanas del alojamiento de aquellos. Asomose Freire, y apenas fue visto por la multitud, prorrumpió ésta en acalorados vivas a la Constitución, y sin escuchar lo que les decía o intentaba decirles fueron los grupos en busca de una lápida, que colocaron con algazara en el sitio en que en anterior época había estado, que era precisamente frente a la habitación de los generales. Derramándose después el pueblo por las calles y plazas, abrazábanse alegremente unos a otros repitiendo los vivas y agasajando a los soldados que encontraban. Por la noche se iluminó la población, se voltearon las campanas, y todo era regocijo y contento.
Tres oficiales de marina salieron a dar cuenta de tan fausto suceso al ejército constitucional acantonado en San Fernando, que se hallaba en situación harto comprometida y apurada. Las aclamaciones con que lo celebraron lo demostraban bien. A propuesta de los mismos emisarios se acordó que pasasen a Cádiz otras tantas personas que representando al general y al ejército los pusieran en relaciones amistosas con los de la plaza. Dio Quiroga esta misión a los coroneles Arco-Agüero y López Baños, y de la clase civil a don Antonio Alcalá Galiano, en quien mediaba también la circunstancia favorable de ser sobrino carnal del general de la armada Villavicencio. Los comisionados encontraron la población entregada a la más bulliciosa alegría (10 de marzo, 1820), como que se preparaba la solemne ceremonia de la jura de la Constitución. El pueblo los recibió con júbilo y les hizo todo género de agasajos. No observaron la misma disposición ni tan cordial acogida ni en las autoridades ni en la tropa. De todos modos, la población gaditana, llena de entusiasmo, se había apiñado en la plaza de San Antonio, donde se levantó un estrado para la jura, ansiando que se verificara la ceremonia, y deseando gozar de los festejos que la seguirían.
En tal estado aparécense de repente y desembocan en la plaza los batallones de Guías del general y de la Lealtad, haciendo fuego con bala sobre la inerme y confiada multitud, sin que precediera intimación alguna, sembrando por todas partes el espanto y la muerte: hombres, mujeres, ancianos, niños, criaturas que se lactaban al pecho de sus madres, caían indistintamente a los tiros de fusil o ensartados en las bayonetas de los soldados, o atropellados por la muchedumbre misma al querer moverse para salvar su vida dentro de sus propios hogares. Mas ni aun allí estuvieron seguros los que a aquel sagrado asilo se refugiaron, porque derramándose la desenfrenada soldadesca por las calles y las casas, entregose al pillaje, al saqueo, a la violación, a la lascivia y a la matanza, a todo género de criminales excesos, de los que hacen estremecer y la decencia repugna nombrar. Acabó aquel terrible día entre horrores y lamentos. El general dictó, aunque tarde, algunas disposiciones para restablecer el reposo, y por la noche rondaron la ciudad patrullas de oficiales. Pero a la mañana siguiente, so pretexto de un tiro disparado por un paisano, lanzose otra vez la soldadesca a las calles, y renováronse por buen espacio las trágicas y horrorosas escenas de la víspera, corriendo por todas partes la sangre, y cubriendo la ciudad entera pavoroso luto{5}.
Los tres comisionados del ejército constitucional, insultados por las tropas y corriendo riesgo sus vidas, hubieron de salvarlas con trabajo, refugiándose cada cual donde pudo. Reclamaron los tres al día siguiente la seguridad de sus personas, en nombre al menos de las leyes de la guerra. La respuesta que a su demanda obtuvieron fue mandarlos prender y encerrar en el castillo de San Sebastián. Si no se dio orden para pasarlos por las armas, corrió la voz de que tal era el pensamiento de la autoridad que gobernaba a Cádiz. Solo recobraron la libertad a favor del suceso que ahora diremos.
No hemos encontrado nada que justifique, ni atenúe siquiera tamaña felonía, incomprensible en un hombre de las prendas del general don Manuel Freire. Fue aquel horrible hecho tanto más lamentable, cuanto que a los dos días llegó a Cádiz la noticia oficial de haber jurado el rey la Constitución, y mandado que se jurase en todo el reino. Que todos los alzamientos que hasta ahora hemos referido verificáronse antes de saberse lo que en la corte pasaba, de lo cual daremos ahora cuenta a nuestros lectores.
Asustado ya el gobierno con el levantamiento militar de Andalucía, y más aún con el de Galicia, ignorante todavía de las sublevaciones de otras ciudades, pero presintiéndolas sin duda, y sintiéndose débil para atajar la revolución, y careciendo de resolución y energía para ponerse al frente de ella y dirigirla, tomó un término medio, de esos que demuestran la debilidad del poder, y no dan el resultado eficaz que se apetece y busca. Tal fue el decreto de 3 de marzo, que uno de nuestros hombres políticos de entonces calificó de «un verdadero sermón{6},» en que el rey, oída una junta que presidia su hermano el infante don Carlos, manifestaba los males que se advertían en la administración del reino en todos sus ramos, se proponía consultar sobre su remedio a diferentes cuerpos del Estado, y principalmente al Consejo, y de una manera embozada y oscura dejaba entrever la promesa de reunir la nación por estamentos{7}.
En tal estado, habiéndose confiado el mando del ejército que se formaba en la Mancha al conde de La-Bisbal, al llegar el conde a Ocaña, puesto al frente del regimiento Imperial Alejandro que mandaba su hermano, proclamó la Constitución de Cádiz y la hizo jurar a oficiales y soldados, el mismo que ocho meses antes (en 8 de julio de 1819) había arrestado en el Palmar a los jefes militares que intentaban proclamarla. Este inopinado golpe acabó de desconcertar a la corte, al gobierno y al rey, a tal extremo, que sin pensar siquiera en ensayar medidas vigorosas, pasó el monarca de repente de un extremo a otro, y asombró a todos el decreto siguiente, que se publicó por Gaceta extraordinaria:
«Habiéndome consultado mis Consejos Real y de Estado lo conveniente que sería al bien de la monarquía la celebración de Cortes; conformándome con su dictamen, por ser con arreglo a las leyes fundamentales que tengo juradas, quiero que inmediatamente se celebren Cortes, a cuyo fin el Consejo dictará las providencias que estime oportunas para que se realice mi deseo, y sean oídos los representantes legítimos de los pueblos, asistidos con arreglo a aquellas de las facultades necesarias; de cuyo modo se acordará todo lo que exige el bien general, seguros de que me hallarán pronto a cuanto pida el interés del Estado y la felicidad de unos pueblos que tantas pruebas me han dado de su lealtad, para cuyo logro me consultará el Consejo cuantas dudas le ocurran, a fin de que no haya la menor dificultad ni entorpecimiento en su ejecución. Tendreislo entendido y dispondréis lo correspondiente a su puntual cumplimiento.– Palacio 6 de marzo de 1820.{8}»
Pero al compás que el monarca y sus consejeros ponían de manifiesto su flaqueza y cobardía, cobraban ánimo y se envalentonaban los amigos de la libertad, a quienes el suceso de Ocaña había inflamado como la chispa de fuego que cae sobre la pólvora. El decreto del 6 ya no les satisfacía, porque en él no se restablecía abiertamente el código de Cádiz. Habíanse acogido a Madrid muchos liberales huyendo la persecución que en los pueblos sufrían, menos inseguros aquí, como menos conocidos, y más al abrigo de los resentimientos de localidad. Entre éstos y los naturales o de ordinario residentes en la corte, fácilmente y como por un impulso instintivo y simultáneo, se plagó de grupos la Puerta de Sol, centro de todos los movimientos populares. Los murmullos, la actitud, la agitación de la muchedumbre llevaron la consternación al regio alcázar, donde todos se movían atolondrados y confusos, sin que hubiese quien aconsejara al rey una resolución enérgica y vigorosa para salvar con dignidad la corona de aquel conflicto. Y cuenta que no se sabían entonces otras sublevaciones de las provincias que la de Galicia, y que eran los momentos en que Quiroga aun se encontraba bloqueado en la Isla, y Riego disolvía su ya harto dispersa e insignificante columna.
La fermentación popular crecía y se extendía desde la Puerta del Sol por las gradas de San Felipe y plaza de Oriente delante de palacio. Llamado por el gobierno el general Ballesteros para que explorara el espíritu de las tropas de la guarnición y discurriera y aconsejara el medio de salir de aquel conflicto, el general manifestó que con la tropa no podía contarse, y que no veía remedio al mal. Díjose además al rey que la guarnición, inclusa la guardia real, tenía el proyecto de apoderarse aquella noche del Retiro, y desde allí enviarle diputaciones suplicándole que jurase la Constitución. Más y más aturdidos los palaciegos, y aterrada la tímida reina Amalia, decidiose Fernando a expedir y firmar, ya muy avanzada la noche, el decreto siguiente:
«Para evitar las dilaciones que pudieran tener lugar por las dudas que al Consejo ocurriesen en la ejecución de mi decreto de ayer para la inmediata convocación de Cortes, y siendo la voluntad general del pueblo, me he decidido a jurar la Constitución promulgada por las Cortes generales y extraordinarias en el año de 1812. Tendreíslo entendido y dispondréis su pronta publicación.– Rubricado de la real mano.– Palacio 7 de marzo de 1820.{9}»
Supieron pocos aquella noche esta novedad; pero publicada y difundida al día siguiente, produjo loco entusiasmo en muchos, esperanzas en algunos, temores en otros. Pasose el día en demostraciones de júbilo, la gente ardiente colocó una lápida provisional en la Plaza Mayor, y discurría por las calles llevando el libro de la Constitución en la mano, alumbrado por hachas de viento, y obligando a los que pasaban a acatarle y besarle con la rodilla en tierra. Por la noche forzaron las turbas las puertas del edificio de la Inquisición, dieron suelta a los presos, destrozaron los instrumentos de la tiranía, y saquearon su biblioteca y archivo. Síntoma funesto de lo que podía esperarse de un pueblo entregado a sus inmoderados ímpetus, si no se comprimían con medidas enérgicas y oportunas para atajarlos. Poca cosa fue y no podía ser bastante, el mandar que se diese libertad a los presos por opiniones políticas, y que el general Ballesteros reorganizara el disperso ejército del centro, para que pudiera servir de apoyo a la corona en las eventualidades y conflictos que pudieran sobrevenir. Así fue que al día siguiente se vio el trono humillado y escarnecido por aquella misma multitud que no se había sabido enfrenar.
Terribles y fatales fueron los sucesos del 9 de marzo para el prestigio de la persona del monarca y de la institución de la monarquía. Una muchedumbre acalorada y frenética se agolpó en la plaza y a las puertas del Real Palacio, prorrumpiendo en amenazas y gritos sediciosos: la guardia permaneció admirablemente tranquila, ¡a tanto llegaba ya el triste abandono del rey! y creciendo con esto la audacia de las turbas, penetraron en el patio de Palacio, y hubo quienes comenzaron a subir la escalera con resolución al parecer de invadir la regia morada, y con síntomas de reproducirse en España algunas de las terribles jornadas de la revolución de París. Merced a la influencia de algunas personas de la corte que bajaron, se contuvo la multitud. Pero ésta, a imitación de los revolucionarios franceses, nombró seis comisionados que presentaran al rey sus peticiones{10}. Puestos los llamados diputados del pueblo a la presencia del rey, y accediendo éste a la primera de sus pretensiones, ordenó al marqués de las Hormazas, que había sido alcalde en 1814, y al de Miraflores que lo había sido en 1813, que pasasen a las casas consistoriales a restablecer el ayuntamiento del año 14. Pero el de las Hormazas fue rechazado por la multitud a causa de sus opiniones realistas y ser tío del general Elío, y solo acompañó a los amotinados el de Miraflores.
Llegado que hubieron a la casa de la Villa, se procedió a pasar oficios a los concejales de 1814, pero siendo desde luego aclamados alcaldes don Pedro Sainz de Baranda, que tan señalados servicios había hecho a la capital durante la dominación francesa, y don Rodrigo Aranda: el marqués de Miraflores fue recusado por haber ejercido el cargo en 1813. Fueron concurriendo los regidores citados, y quedó instalado el Ayuntamiento constitucional de 1814. Los seis sujetos que se decían comisionados del pueblo propusieron inmediatamente de palabra y por escrito que aquel mismo día el reinstalado ayuntamiento recibiese del rey el juramento de la Constitución. Acordose así, y en su virtud anticipose el marqués de Miraflores a dar noticia a S. M. de este acuerdo y del resultado de su comisión. Siguiéronle el ayuntamiento y los comisionados del pueblo, y recibidos todos por el rey en el salón de Embajadores, juró Fernando a su presencia bajo el dosel del trono la Constitución política de la monarquía promulgada en Cádiz a 19 de marzo de 1812. Acto continúo dio orden al general Ballesteros para que la jurase también el ejército, y el ayuntamiento regresó a las casas consistoriales, desde cuyos balcones lo anunció al pueblo, publicándolo después por carteles, y acordando que en celebridad del suceso se cantase un solemne Te-Deum{11}.
A propuesta de los mismos comisionados del pueblo, y era otra de las peticiones que llevaban, accedió el rey a que se nombrase una Junta consultiva provisional, en tanto que se reuniesen las Cortes, cuyos individuos fueron, el cardenal de Borbón, arzobispo de Toledo, tío del rey, presidente, el general don Francisco Ballesteros, don Manuel Abad y Queipo, obispo electo de Mechoacán, don Manuel Lardizábal, don Mateo Valdemoros, don Vicente Sancho, el conde de Taboada, don Francisco Crespo de Tejada, don Bernardo Tarrius y don Ignacio Pezuela, todas personas respetables y dignas de la confianza que en ellas se depositaba, y cuya instalación, si bien constituía al rey en una verdadera tutela, se vio después haber sido oportunísimo acuerdo, por los grandes males que evitó con su prudente conducta, y pudiendo decir como dijo, «que la revolución y variación de gobierno se había hecho con seis años de paciencia, un día de explicación y dos de regocijo.» ¡Ojalá hubiera podido decirse lo mismo de los tiempos que siguieron a este breve período!
En aquel mismo día, y oída ya la opinión de la Junta recién creada, se dio otro decreto aboliendo para siempre el odioso tribunal de la Inquisición, que el rey a su regreso de Francia había restablecido, mandándose en él que inmediatamente fueran puestos en libertad todos los presos en las cárceles del Santo Oficio por opiniones políticas o religiosas, y que las causas de estos últimos pasasen a los reverendos obispos en sus respectivas diócesis{12}. El pueblo recibió con júbilo este memorable decreto, y por fortuna pasose el resto de aquel día en demostraciones de regocijo.
Al siguiente apareció el famoso Manifiesto del rey a la Nación española: aquel Manifiesto por lo menos tan famoso como el de 4 de mayo de 1814, aunque en sentido diametralmente opuesto: aquel documento célebre, en que se estampaban frases como éstas: «Cuando yo meditaba… las variaciones de nuestro régimen fundamental que parecían más adaptables al carácter nacional, y al estado presente de las diversas porciones de la monarquía española, así como más análogas a la organización de los pueblos ilustrados, me habéis hecho entender vuestro anhelo de que se restableciese aquella Constitución, que entre el estruendo de las armas hostiles fue promulgada en Cádiz el año 1812, al propio tiempo que con asombro del mundo combatíais por la libertad de la patria. He oído vuestros votos, y cual tierno padre he condescendido a lo que mis hijos reputan conducente a su felicidad. He jurado esa Constitución por la cual suspirabais, y seré siempre su más firme apoyo. Ya he tomado las medidas oportunas para la pronta convocación de las Cortes. En ellas, reunido a vuestros representantes, me gozaré de concurrir a la grande obra de la prosperidad nacional.»– Y sobre todo, estas otras palabras, que con el tiempo, visto el ulterior comportamiento de Fernando, han adquirido una triste celebridad, y se citan como ejemplo de insidiosa falsía: «Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional.{13}»
Juraron aquel mismo día las tropas de la guarnición con toda solemnidad el código proclamado. Se restablecieron los ministerios de la Gobernación y de Ultramar, confiándose el primero a don José García de la Torre, que era ya ministro interino de Gracia y Justicia, y el segundo, también interinamente, a don Antonio González Salmón, que lo era de Hacienda. Restableciose por otro decreto (11 de marzo) la libertad de imprenta. Del mismo modo se reinstaló, con arreglo a la Constitución, el Supremo Tribunal de Justicia (12 de marzo), suprimiéndose los antiguos Consejos, y se consagró además aquel día a la fiesta popular de la colocación de la lápida de la Constitución, que se hizo con la ceremonia más solemne, con gran concurrencia y público regocijo, y repartiéndose al pueblo con profusión ejemplares del Manifiesto del rey. El infante don Carlos, como jefe del ejército, dio con motivo de la jura una proclama a las tropas, en la cual, entre otras cosas, después de exhortarlas al amor y defensa de la patria, del trono y de la persona del rey, al respeto de las leyes, a la disciplina, y al mantenimiento del orden público, les decía: «De este modo el solio augusto de los Alfonsos y de los Fernandos hará brillar a esta heroica nación con un esplendor no conocido en los más gloriosos siglos de la monarquía: Fernando VII, nuestro rey benéfico, el fundador de la libertad de España, el padre de la patria, será el más feliz, como el más poderoso de los reyes, pues que funda su alta autoridad sobre la base indestructible del amor y veneración de los pueblos.»– Y concluía: «Militares de todas clases: que no haya más que una voz entre los españoles, así como solo existe un sentimiento: y que en cualquier peligro, en cualquiera circunstancia nos reúna alrededor del trono el generoso grito de: ¡Viva el Rey! ¡Viva la Nación! ¡Viva la Constitución!– Madrid 14 de marzo de 1820.– Carlos.»
Según que la noticia de esta mudanza política se iba comunicando oficialmente y difundiéndose por las provincias, recibíanse contestaciones manifestando el júbilo que tales nuevas habían producido. Y era verdad entonces la alegría que una gran parte de la población experimentaba de salir de aquel estado de opresión, sin públicos trastornos ni desgracias personales, y de entrar nada menos que de real orden en un sistema de expansión y de libertad. Mandose formar causa en averiguación de los culpables de los horribles asesinatos ejecutados por la tropa en la ciudad de Cádiz, en los días 10 y 11, donde por lo mismo se recibió con más delirio la noticia de haber jurado el rey la Constitución. Publicose con este motivo en la Gaceta toda la correspondencia que había mediado entre las autoridades y jefes de las armas y de la marina de aquella plaza: viose en toda su fealdad el hecho abominable de haber ametrallado a un pueblo indefenso, engañado y desapercibido, y gracias que se logró sacar de allí y embarcar sin nuevos desastres los batallones de Guías y de la Lealtad, ejecutores de la mortandad y del saqueo, contra los cuales el pueblo se hallaba con sobra de razón enfurecido{14}.
No menos resentimientos había creado en Valencia el tiránico proceder del general Elío, y aún duraban las impresiones producidas por los suplicios de Vidal y sus desgraciados compañeros, cuando en la mañana del 10 de marzo recibió el general el real decreto del 7, que inmediatamente mandó publicar, acompañándole con una breve proclama, en completa contradicción con una alocución que el día 3 había dado a los pueblos de aquel antiguo reino. En vista del cambio político verificado en la corte, tan contrario a sus ideas, reunió los jefes de la guarnición para manifestarles que no podía continuar ejerciendo el mando superior de las armas, y convocó el ayuntamiento para las tres de la tarde con el objeto de resignar en sus manos la autoridad. Mandó además poner en libertad a los presos en las cárceles de la Inquisición, y muchos grupos se agolparon a las puertas del tribunal a recibir y felicitar a los allí detenidos, entre los cuales se hallaba el brigadier conde de Almodóvar, cuya presencia inspiró a todos las más vivas simpatías. A pesar de los grupos, la población no presentaba todavía una actitud hostil, cuando a las tres de la tarde salió Elío de su palacio a caballo con una pequeña escolta y seguido de algunos miñones, en dirección del Ayuntamiento. Su presencia excitó sordos murmullos en las gentes: dos hombres se lanzaron a su encuentro, cogieron las riendas del caballo, y le obligaron a detenerse. Uno de ellos, persona caracterizada, le intimó con cierta energía que su autoridad había cesado ya; replicole el general algunas palabras, pero temiendo sin duda la actitud de la muchedumbre, aunque desarmada, retrocedió al palacio, siguiéndole los grupos, y protegiéndole los miñones.
La guardia se puso sobre las armas, y las puertas de la capitanía general se cerraron inmediatamente. Alentados con este primer triunfo los constitucionales, y creciendo en la ciudad la efervescencia, proclamose capitán general al conde de Almodóvar, el cual, puesto al frente del movimiento, pasó a palacio: franqueole la guardia la entrada, y recibiole Elío con un abrazo. En tanto que los dos conferenciaban, aumentose en la plaza el tumulto: a excitación del mismo Elío asomose al balcón el de Almodóvar, para exhortar a la multitud a que se aquietase, asegurándole que Elío renunciaba con gusto el mando. El pueblo gritó entonces que saliera el mismo Elío, pues sospechaba que se había fugado. Dejose ver en efecto al lado del conde, pero a su vista se exaltó más la muchedumbre, y solo se serenó la tormenta bajo la promesa que el de Almodóvar empeñó de responder de su persona. Así aquietado el tumulto, y apenas hubo anochecido, por consejo de Almodóvar se trasladó Elío a la ciudadela, como punto de más seguridad para él. Para uno y otro fue fatal esta resolución. Elío tuvo tiempo para haber abandonado a Valencia, y negándose a la fuga que su esposa le aconsejaba, se entregó él mismo a la suerte que la Providencia le tenía destinada. El de Almodóvar hizo entonces un gran servicio, evitando con su prudencia los desórdenes que sin duda habrían estallado en la población, y haciendo que la Constitución se proclamara y se instalaran las nuevas autoridades pacíficamente: pero la promesa de responder de la persona de Elío había de ser causa de disturbios graves y de personales disgustos.
Veamos lo que pasaba en las esferas del gobierno. Aparece en primer término por su importancia el decreto de convocatoria a Cortes para las ordinarias de 1820 y 21, a cuyo efecto se mandaba por el artículo 2.º proceder inmediatamente a las elecciones de diputados en toda la monarquía; mas ni éstas podían hacerse ya este año en los períodos y con los intervalos que prescribía la Constitución, ni las Cortes reunirse en la época en el mismo código determinada: señaláronse aquellos por esta vez, y se fijó el 9 de julio próximo para dar principio a las sesiones. Respecto a los diputados de las provincias de Ultramar, que por la premura del tiempo no podían acudir, se acordó apelar, ínterin se hacían las elecciones y venían a España, al medio de los suplentes, usado ya en 1810 para las Cortes extraordinarias, decretado por el consejo de Regencia{15}.
La Junta provisional, con cuya consulta se hacía todo, dio muestras al propio tiempo que de energía y actividad, de mucha circunspección y prudencia, en las circunstancias siempre difíciles de un cambio radical en el sistema de la gobernación de un Estado. Y si bien hubiera sido de desear que anduviese más acertada en algunas disposiciones de que luego nos haremos cargo, no fue poca gloria para ella que la transición política se verificase sin sangre y sin lágrimas, caso por desgracia raro en tales períodos, y que honrará siempre a sus respetables individuos. Su propósito fue, y así lo realizaba, ir restableciendo aquellos decretos de las Cortes de la primera época constitucional que eran indispensables para la instalación del nuevo régimen, y más convenientes para su oportuno desarrollo. A consulta suya se restituyeron a la organización y estado que entonces tenían las audiencias y ayuntamientos constitucionales; se restableció el decreto y reglamento de la milicia nacional; volvió a establecerse el Consejo de Estado, entrando en él personas tan caracterizadas y dignas como el presidente que había sido de la antigua Regencia don Joaquín Blake, y los ex-regentes don Pedro Agar y don Gabriel Ciscar; y a este tenor se pusieron en planta muchos otros decretos de las referidas Cortes, y se destinó a los llamados Persas a varios conventos, hasta que las Cortes decidieran de su suerte. Se proveyeron las embajadas y legaciones en hombres ilustres adictos al régimen constitucional. Las capitanías generales se confiaron a los militares que habían dado más pruebas de igual adhesión: se confirmó en el mando superior militar de Cataluña y Navarra a Villacampa y a Mina, que habían sido, como vimos, aclamados por el pueblo en Barcelona y Pamplona; y se dispuso que se encargaran del gobierno político de las provincias los mismos que desempeñaban aquellos cargos en 1814, así como todos los demás empleados públicos que en aquella fecha fueron separados de sus destinos por afectos al gobierno constitucional, y no por causa justa legalmente probada y sentenciada. Era un sistema de reparación, que indemnizaba en lo posible de las vejaciones, injusticias y padecimientos sufridos en el trascurso de seis años por aquella causa.
También los desterrados y proscriptos por haber recibido empleos del rey José, o conservádolos durante su dominación, obtuvieron al fin de la Junta una medida reparadora, que llevó el consuelo a multitud de familias en su larga expatriación, alzándoles el destierro, y mandando que se les devolviesen los bienes secuestrados.
Pero al lado de estos actos de justicia, de conciliación y de humanidad, brotaban otras disposiciones que revelaban no estar exenta la Junta de cierto espíritu de apasionamiento y de exaltación, que en tales cambios suele apoderarse hasta de los hombres de mas seso y madurez, los cuales no advierten que condenando la tiranía que acaban de sacudir, imponen a su vez otra a sus adversarios. Ya era bastante violento y duro obligar a los ciudadanos de todas las clases a jurar individualmente la Constitución, como si no fuese un deber natural respetar las leyes vigentes y obedecer a las autoridades constituidas. Pero el decreto en que se declaraba indigno de la consideración de español, se extrañaba del reino, y se destituía de todos sus empleos, emolumentos y honores, a todo el que al prestar el juramento usase de cualquier protesta, reserva o indicación contraria al espíritu de la Constitución, era poner en tortura las conciencias de los hombres, daba ocasión y pie a imputaciones y venganzas, y ponía a muchos en la cruel alternativa del perjurio o de la miseria{16}.
Compréndese que se mandara establecer enseñanza y dar lecciones de doctrina constitucional, a pesar de la poca preparación que para ello había, en todas las escuelas, colegios y universidades del reino; pero poner también cátedras de Constitución en los seminarios conciliares y en los conventos, y prescribir a todos los párrocos y ecónomos que explicaran a sus feligreses todos los domingos y días festivos la Constitución política de la nación, como parte de sus obligaciones, manifestándoles al mismo tiempo las ventajas que acarrea a todas las clases del Estado, y rebatiendo las acusaciones calumniosas con que la ignorancia y la malignidad hayan intentado desacreditarla,{17}» era desconocer completamente el corazón humano, pretender lo que era casi imposible cumplir, forzar a unas clases en lo general de ideas anti-liberales, y faltas de ilustración y conocimientos para adoctrinar de lo que no entendían, o entendían poco, a hacer, dado que les fuese posible, lo que repugnaba a sus convicciones y sentimientos, y era en fin, en vez de atraerlas por medios políticos, persuasivos y suaves, afirmarlas en la antipatía con que muchos de sus individuos miraban las nuevas instituciones.
Los jefes de la revolución militar de Andalucía, no obstante el escaso impulso y el ningún progreso que bajo su dirección alcanzó aquel movimiento, se vieron elevados desde comandantes a mariscales de campo, saltando por los grados intermedios de la milicia, lo cual fue mirado por muchos, tanto en España como en el extranjero, como un escándalo en lo presente y como un ejemplo fatal para lo venidero{18}. Hay que reconocer, sin embargo, que este acto no dejaba de ser caso de compromiso para la Junta, puesto que estos ascensos habían sido ya concedidos como premio a las mismas personas por una junta, aunque de vida oscura, que en San Fernando se había formado, y habíalo hecho «a nombre de la patria libertada y agradecida,» y procediendo como gobierno, a petición de oficiales y paisanos reunidos, si bien esperando la confirmación del gobierno que se estableciera en Madrid, y así se solicitó. Y esto se hizo, no sin que algunos opinaran que no estaba bien que apareciesen interesados los que aspiraban a ser libertadores, pero reflexionando otros que era indispensable que estuviesen investidos de grados superiores, si habían de conservar su influjo y poder. Y pareció sin duda conveniente a la Junta consultiva de Madrid guardar consideración en este punto dado a la de San Fernando, así como la tuvo con la de Galicia conservándola por su carácter especial hasta la reunión de las Cortes, no obstante haber disuelto las que en otras partes se habían establecido. Se licenció el ejército expedicionario de América, por tanto tiempo y a tanta costa reunido en la provincia de Cádiz. Se envió a sus casas los cuerpos de milicias provinciales, inclusos los de la guardia real, y se disolvió también el pequeño ejército de Galicia que con el conde de San Román se había mantenido leal al rey. Con esto, al modo que sucedió después de la guerra de la independencia, se plagaron los caminos de salteadores, que traían consternados a los viajeros y traficantes y a las poblaciones pequeñas, y más adelante habían de servir de cimiento y núcleo de las facciones.
La dificultad era lo que había de hacerse con el pequeño ejército de San Fernando, a cuyos jefes se acababa de premiar, y que no obstante sus escasos progresos en los días de la revolución era el que había dado el grito de libertad y se le miraba como el libertador de la patria. Disolverle sería hacerle enemigo, enojar a los interesados en el nuevo orden de cosas, y privarse el gobierno del apoyo de más confianza. Acordose por el contrario aumentarle, haciendo de él dos divisiones, una en Sevilla al mando de Riego, otra en la Isla Gaditana al de Quiroga, y confiriendo el mando general al capitán general de Andalucía don Juan O'Donojú, no desagradable a los constitucionales, por la fama de antiguo liberal que tenía, y porque se sabía no haber sido extraño a los planes de los sublevados, con quienes trataba, y a quienes por lo menos había dejado obrar: si bien es verdad que su carácter, no ajeno a la envidia, le condujo después a fomentar la deplorable desunión que nació luego entre los jefes de aquel mismo ejército.
En medio de los nobles e hidalgos sentimientos que distinguían a los individuos de la Junta, dejábanse dominar de un exagerado liberalismo, y con el afán de asegurar las nuevas instituciones no reparaban en el mal efecto que ciertas medidas habían de hacer a clases enteras, y aun al monarca mismo, haciéndoles de este modo, en vez de atraerlos, tomar más repugnancia a un cambio político que, como impuesto, no podían mirar con gusto ni con benevolencia. Después de algunos nombramientos de ministros en interinidad, la Junta propuso al rey un ministerio compuesto de personas dignísimas e ilustres, pero de aquellas que por haber sufrido rudas e injustas persecuciones y haber probado los calabozos y los presidios, ni ellos habrían de mirar con ojos cariñosos al que contemplaban autor de sus privaciones y padecimientos de seis años, ni el rey podría verse con gusto, y sin cierta recelosa desconfianza, rodeado de aquellos consejeros cuya presencia le renovaba cada día la memoria de su propia ingratitud e injusticia. No podía pues haber verdadera confianza y concordia entre el rey y los ministros que había aceptado, que eran don Evaristo Pérez de Castro, don Manuel García Herreros, don José Canga Argüelles, don Agustín Argüelles, el marqués de las Amarillas, don Juan Jabat y don Antonio Porcel{19}, encargados respectivamente y por su orden de los ministerios de Estado, Gracia y Justicia, Hacienda, Gobernación, Guerra, Marina y Ultramar: varones todos de distinguido mérito, pero que representaban recuerdos poco gratos para ellos y para el monarca.
Otro tanto decimos de haberle dado para ayudantes de campo (24 de abril), como jefe supremo que era del ejército por la Constitución, a los tenientes generales don Francisco Ballesteros, marqués de Campoverde, don Juan O'Donojú, don Pedro Villacampa y don José de Zayas; a los mariscales de campo don Antonio Quiroga y don Rafael del Riego, y al brigadier conde de Almodóvar, «en atención (decía la real orden respecto a este último) a sus muy particulares servicios, y sin que en ningún caso pueda hacer ejemplar.» Puede comprenderse lo poco agradable que le sería verse en contacto íntimo y confiada la guarda de su persona especialmente a aquellos que más genuinamente representaban la sublevación militar y el principio revolucionario. Y como nadie suponía que el rey hubiera abrazado con beneplácito y espontaneidad el cambio de instituciones, debió calcularse que se consideraría como preso entre aquellos ministros y estos ayudantes de campo, y la Junta que se los imponía. No podía augurarse bien de esta combinación y amalgama de elementos tan encontrados.
Conocíanlo sobradamente todos los ministros, como hombres de talento que eran; mas por lo mismo creyeron y convinieron en que el mejor sistema de gobierno y de conducta que podían trazarse era la observancia de la Constitución y de las leyes, en todo cuanto les fuese posible, y en lo posible también ir convirtiendo la situación de revolucionaria en normal. Pero si difícil les era hacerse agradables al trono, aun sustentando con celo sus menguadas prerrogativas, tampoco les era fácil contentar a los autores, directores y ejecutores de la revolución, que si bien tributaban respeto a la ley constitucional, no consideraban aquella terminada, ni se conformaban con medidas propias de un gobierno regular y asentado. Acaso los ministros, hombres de la anterior época constitucional, y buscados y traídos ahora para dirigir el timón del Estado, no comprendieron bien ni lo que debían a los hombres nuevos por quienes habían venido al poder, ni lo que de ellos habían de necesitar, y miráronlos con cierta tibieza como a gente de menos valía, y no los trataron, dado que lo fuesen, con toda la consideración que las circunstancias demandaban, de lo cual se daban ellos por descontentos y quejosos, y fue principio de prontas desavenencias que habían de ir tomando cuerpo.
Habiendo sido impulsada y hecha la revolución por una sociedad secreta, naturalmente había de hacer alarde del triunfo, y aspirar a ejercer influencia grande en la marcha del nuevo gobierno. En boga con esto la secta masónica, antes tan perseguida y que solo pudo salvarse a fuerza de envolverse en el sigilo y el misterio, ahora haciendo gala de cierta publicidad, fue atrayendo prosélitos, por curiosidad unos, por imitación otros, y otros por la esperanza de medrar a su sombra. Se aumentó pues y organizó el cuerpo masónico, cuyo centro y representación se fijó en la capital, y se extendieron también las logias en los cuerpos militares, donde sargentos, oficiales y jefes alternaban y se trataban como hermanos, con lo cual ganaría la fraternidad de secta, pero relajábase lastimosamente la subordinación militar y desaparecía la disciplina. A su ejemplo y sin secreto ni recato se formaron en la Corte otras reuniones o sociedades, un tanto parecidas a los famosos clubs de la revolución francesa, cuya intención y propósito parecía ser alentar el espíritu público y consolidar la revolución, pero donde se ventilaban con calor las cuestiones políticas, y la manera de tratarlas resentíase, por un lado de inexperiencia, por otro del temple y calidad de las personas que a aquellos locales concurrían. «Allí las pasiones, dice un escritor contemporáneo, cubriéndose con la máscara del patriotismo, agriaban los ánimos y creaban los descontentos, fulminando rayos contra los individuos más condecorados del país.»
Era entre éstas la más notable la que se reunía en el café de Lorencini, situado en la Puerta del Sol; y fue también la que más pronto comenzó a obrar como si fuese un cuerpo político, y la indulgencia con que esto se la toleraba le inspiró una audacia que degeneró en imprudencia. No contenta con la libertad de la palabra, aspiraba a arrogarse cierto manejo y participación en el poder, y salían de ella pretensiones atrevidas. Disgustada desde el principio del nombramiento del marqués de las Amarillas para el ministerio de la Guerra, y después de haberse desatado muchas veces en amargas invectivas contra este personaje{20}, propasose a enviar una comisión a Palacio a pedir a los demás ministros la separación de su colega. Presentose la comisión, no con modos de peticionaria, sino en aire y son de tumultuaria exigencia. Mantuviéronse los ministros firmes y enteros, y si bien a algunos no desagradaba que la demostración se dirigiese contra quien no tenía su procedencia ni sus títulos de proscripción, para ellos fue lo primero sostener el principio de autoridad, y así la respuesta que dieron a los comisionados fue mandarlos prender y formarles causa. La determinación fue aplaudida generalmente por todos los hombres de orden, pero compréndese bien cómo la recibiría la sociedad, y el efecto que haría en la gente exaltada. De todos modos era ya un principio de rompimiento entre el gobierno y la parte más fogosa de los liberales. Pero ya entonces también se decía, y se tenía por cierto que los enemigos de la libertad, y al rey mismo le achacaban este maligno designio, fomentaban por bajo de cuerda y por medio del oro la exaltación de estas reuniones, a fin de que las exageraciones mismas desacreditaran la revolución, y concitaran más contra ella la enemiga de los amantes del orden social.
Distinguíase entre estos clubs el que se formó en el café llamado la Fontana de Oro, por la clase y categoría de las personas concurrentes, que ya eran de más importancia, y principalmente por los discursos políticos que allí pronunciaban oradores fogosos y de fácil y elocuente palabra, algunos de los cuales se hicieron después notables y célebres en la tribuna del parlamento.
Mientras estas reuniones empujaban hacia un exagerado liberalismo, manifestose en Zaragoza el primer síntoma público de descontento y estalló la primera intentona reaccionaria (14 de mayo), reuniéndose en grupos los vecinos de varias parroquias, que intentaron arrancar la lápida de la Constitución, y lograron turbar la tranquilidad pública. Pero el celo y energía de las autoridades, y el decidido auxilio que les prestaron así la tropa como la milicia nacional, deshicieron el tumulto, restablecieron el orden, sin más desgracia que un solo herido, y se prendió a unos treinta de aquellos alborotadores{21}. Con esto crecía y se avivaba el entusiasmo de los liberales, despertábase su recelo y se aumentaba su vigilancia sobre los absolutistas, procuraban tenerlos reprimidos, y así, en vez de amortiguarse, se inflamaban los resentimientos y los odios, de que el motín de Zaragoza no había de ser sino una leve muestra.
Este entusiasmo de los liberales se desplegó de una manera ostentosa en la capital del reino, con motivo de la llegada del nuevo general Quiroga (23 de junio), que elegido diputado por la provincia de su naturaleza, había salido el 12 de San Fernando, y recibido en las poblaciones del tránsito agasajos y obsequios. A su entrada en Madrid un inmenso gentío le aclamó con vivas y plácemes; las casas estaban adornadas con vistosas colgaduras; llevósele a descansar a las salas del ayuntamiento; pasó a Palacio a presentarse a Sus Majestades; volvió a las casas consistoriales, y de allí fue conducido en medio de una inmensa multitud al local en que se le tenía preparado un suntuoso banquete, durante el cual tocaron las músicas y se cantaron himnos patrióticos. Por la noche su presencia en el teatro volvió a excitar el entusiasmo público. De todo esto daba cuenta muy formal el diario oficial del gobierno.
Aproximábase el día señalado para la apertura de las sesiones de Cortes, con cuyo motivo se celebraron varias juntas preparatorias, ya para nombrar la comisión que había de suplir a la permanente, a la cual correspondía presidir la primera junta, ya para elegir la de examen y revisión de poderes, ya para la aprobación de éstos y la de la elección de los diputados suplentes por América, ya en fin para constituirse, lo cual verificaron el 6 de julio, nombrando presidente al señor Espiga, arzobispo electo de Sevilla, diputado por Cataluña, y vice-presidente a don Antonio Quiroga, que lo era por Galicia{22}. La víspera de este acto pasó el rey, acompañado de un solo ayuda de cámara, a ver detenidamente el edificio y salón de las Cortes, mostrándose al parecer sumamente complacido, e informándose de todo con el mayor interés. En aquellos mismos días se expidieron dos decretos restableciendo casi todos los de las Cortes extraordinarias y ordinarias de la primera época constitucional, que no lo habían sido ya por decretos particulares; de modo que la situación política que ahora se creaba venía a ser en todo lo posible el enlace y como la continuación de la de 1814 al tiempo de proclamarse el absolutismo del rey{23}.
Pero en medio de todos estos lisonjeros preparativos tramábanse ocultas conspiraciones contra el régimen constitucional, teniendo algunas el intento de causar una perturbación que impidiera la celebración de las Cortes. Una de ellas, aunque descabellada en su fin y en sus medios, costó a sus autores, Bazo y Erroz, secretario del rey el uno y capellán el otro, ser más adelante inhumanamente sacrificados en la Coruña. Proponíanse éstos, y a su cabeza parece se hallaba el antiguo jefe de guerrillas Echávarri, sacar al rey de Madrid y llevarle a Burgos, donde podría proclamar su autoridad ilimitada. La voz pública supuso al mismo monarca cómplice, o por lo menos sabedor y conocedor de este plan, lo cual produjo que la opinión se fijara en las malas disposiciones del rey, e hizo que los ministros conocieran sobre cuán inseguro cimiento descansaban las leyes.
Otra, que abortó en la noche del 8 al 9 de julio, víspera de abrirse las sesiones, y acaso con el fin de que este solemne acto no se realizara, pudo, si se hubiera llevado a cabo, tener consecuencias fatales. Intentaron los guardias de corps salir tumultuariamente de su cuartel a caballo; el distintivo de los sediciosos era un pañuelo blanco atado al brazo; pero las rondas y patrullas de nacionales, y tal vez más que todo la circunstancia de haber dado muerte en la confusión del tumulto al centinela de estandartes, hizo que se malograse el proyecto. Cuál fuese éste verdaderamente, quedó, si no ignorado, al menos envuelto en cierta misteriosa oscuridad; pues aunque el gobierno mandó instruir causa criminal sobre el suceso, y aun se suponía que algún general, y el mismo gobernador de Madrid tenían noticias del hecho y de su significación, conócese que hubo interés en que no se disiparan las tinieblas que le encubrían{24}.
Pero nada había aún turbado la alegre ansiedad con que se aguardaba el día destinado a la solemne ceremonia de prestar el rey el juramento a la Constitución ante las nuevas Cortes, y de inaugurar éstas sus tareas legislativas.
{1} Don Rafael del Riego, cuyo nombre desde este alzamiento sonó tanto en España, era natural de Asturias, hijo del administrador de correos de Oviedo, en cuya universidad cursó algunos años. Habiéndose decidido por la carrera militar a que su afición le llamaba, entró en 1807 en el cuerpo de Guardias de Corps. Hallándose en 1808 en Asturias cuando se verificó el alzamiento nacional, la junta del Principado le nombró capitán a las órdenes de Acevedo. En la desastrosa retirada, consecuencia de la derrota de la división de Asturias en Espinosa de los Monteros, distinguiose el joven Riego por el arrojo con que desnudó su espada para defender la vida de su general, moribundo y acosado por los franceses. Prisionero de éstos, y conducido a Francia, pasó allí las penalidades propias de aquella triste situación. De regreso a España por la paz general, fue colocado en el cuerpo de Estado Mayor. Había ido como ayudante de la plana mayor al ejército expedicionario, y se hallaba ahora, como hemos visto, de comandante del batallón de Asturias. Tenía a la sazón treinta y siete años.
En cuanto a sus dotes, su contemporáneo Alcalá Galiano hace de ellas la pintura siguiente: «Tenía, dice, alguna instrucción, aunque corta y superficial; no muy agudo ingenio, ni sano discurso; condición arrebatada; valor impetuoso, aunque escasa fortaleza, ya en hechos de noble arrojo o de generoso desprendimiento, ya en puerilidades de una vanidad indecible.»– Sin embargo, este mismo confiesa que cuando se nombró generales a los jefes del alzamiento, Quiroga admitió luego la faja, y Riego solo la tomó después de una larga resistencia.
Otros contemporáneos suyos le han juzgado con más indulgencia, y dicen que cuantos le conocieron y trataron en los primeros meses de su elevación al favor popular, elogiaban su buen natural y su sencillez, sin notársele rasgos de ambición, ni menos de venganza: pero que después el veneno de la adulación trastornó al joven militar.– Memorias históricas sobre Fernando VII, tomo II.
Don Antonio Quiroga, de la misma edad que Riego, era natural de Galicia, y pertenecía a una familia muy considerada en el país. Había comenzado su carrera en la marina, pero en 1808 pasó al ejército de tierra, donde ganó sus grados en la guerra contra los franceses. En el ejército expedicionario obtuvo el empleo de coronel,
{2} Manifiesto de don Pedro Agar, regente que fue de España, al pueblo de la Coruña: 22 de febrero.– La Junta se componía de dicho señor Agar, del coronel Acevedo, el fiscal Busto, el marqués de Valladares, don Manuel Latre, don Juan Antonio de Vega, don Carlos Espinosa y don Joaquín Freire.
{3} Por una de esas fatalidades que suelen suceder en la guerra, aunque solo se cruzaron algunos tiros entre las tropas de San Román y los constitucionales, hizo la desgracia que muriese el jefe de los sublevados Acevedo.
{4} Partes oficiales de don Pedro Villacampa, de 13 y 14 de marzo. Proclama del jefe superior político del Principado de Cataluña.– Parte del gobernador de la plaza de Gerona, &c.
{5} Parte del capitán general del Departamento don Juan Villavicencio al ministro de Marina: Cádiz, 11 de marzo.– Por los horrores que oficialmente se confiesan y describen en este parte se puede inferir cuáles y cuántos serían los que en aquella desgraciada población se cometieron.
{6} El marqués de Miraflores, Apuntes histórico-críticos.
{7} Gaceta del 4 de marzo.
{8} Gaceta extraordinaria del 7 de marzo.
{9} Gaceta extraordinaria del 8.
{10} Fueron éstos don José Quintanilla, don Rafael Piqueras, don Lorenzo Moreno, don Miguel Irazoqui, don Juan Nepomuceno González y don Isidro Pérez.
{11} Miraflores, Apuntes histórico-críticos, y Documentos, número XVIII.– «Nosotros, dice el marqués, presenciamos este acto, que será eternamente célebre en nuestros anales; pero por una de las anomalías en que tanto abunda España, este acto que hubiera en otro país derribado el trono, pasó como un suceso trivial y ordinario.»
{12} Gacetas extraordinarias de 9 de marzo.
{13} Manifiesto de 10 de marzo de 1820.– Gaceta extraordinaria del 12.
{14} Los partes se publicaron en Gaceta extraordinaria del 21.– La orden para formar causa, comunicada a don Juan O'Donojú, nombrado capitán general interino de Andalucía en reemplazo de Freire, comenzaba: «El rey, escandalizado de los horrorosos sucesos ocurridos en Cádiz…» Y concluía: «Que inmediatamente se forme causa a los autores de aquellos desórdenes… Debiendo V. E. darme parte diario de su progreso para ponerlo en noticia de S. M.»
{15} Decreto de 22 de marzo de 1820, convocando a Cortes ordinarias para los años de 1820 y 1821. El rey se ha servido dirigirme el decreto que sigue: –Don Fernando VII, por la gracia de Dios, y por la Constitución de la monarquía española, rey de las Españas, a todos los que las presentes vieren y entendieren sabed; que habiendo resuelto reunir inmediatamente las Cortes ordinarias que, según la Constitución que he jurado, deben celebrarse en cada año; considerando la urgencia con que la situación del Estado, y la necesidad de poner en planta en todos los ramos de la administración pública la misma Constitución, exige que se congregue la representación nacional; y teniendo presentes las variaciones a que obligan las actuales circunstancias, he venido en decretar de acuerdo con la Junta provisional, creada por mi decreto de 9 de este mes, lo siguiente:
Art. 1.º Se convoca a Cortes ordinarias para los años de 1820 y 1821, con arreglo a lo prevenido en los artículos 104 y 108 del capítulo 6.º, título 3.º, de la Constitución de la monarquía española promulgada en Cádiz por las Cortes generales y extraordinarias de la Nación en 19 de marzo de 1812.
2.º A este efecto se procederá desde luego a las elecciones en todos los pueblos de la monarquía, conforme a lo que la Constitución dispone en los capítulos 1.º, 2.º, 3.º, 4.º y 5.º del título 3.º, en la forma que aquí se previene.
3.º El haber desempeñado la legislatura en las Cortes extraordinarias de Cádiz, o en las ordinarias de 1813 y 1814, no impide a los individuos que las compusieron, poder ser elegidos diputados para las inmediatas de los años de 1820 y 1821.
4.º No pudiendo ya celebrarse las Cortes del presente año en la época prevenida por la Constitución en el artículo 106, darán principio a sus sesiones en 9 de julio próximo.
5.º Por cuanto la necesidad de que se hallen pronto reunidas las Cortes, no da lugar a que se guarden en las elecciones los intervalos que establece la Constitución respecto a la Península, entre las juntas de parroquia, de partido y de provincia, se celebrarán por esta vez las primeras el domingo 30 de abril; las segundas, con intermedio de una semana, el domingo 7 de mayo; y las terceras, con el de quince días, el domingo 21 del mismo, procediéndose en todo conforme a las instrucciones que acompañan al presente decreto.
6.º Verificadas las elecciones de diputados, tendrán éstos el término de un mes para presentarse en esta capital.
7.º Al llegar a ella los diputados de la Península, acudirán al secretario del despacho de la Gobernación, a fin de que se sienten sus nombres, y el de la provincia que los ha elegido, según deberían practicarlo, si existiese la diputación permanente, en la Secretaría de las Cortes, en virtud del artículo 3.º de la Constitución.
8.º Respecto a las particulares circunstancias que concurren para las elecciones de las Islas Baleares y Canarias, por las contingencias del mar, procederán a verificarlas tan pronto como puedan.
9.º Los diputados propietarios de la Península e islas adyacentes deberán traer los poderes amplios de los electores, con arreglo a la fórmula inserta en el artículo 100 de la Constitución.
10. Por lo respectivo a la representación de las provincias de Ultramar, ínterin pueden llegar a las Cortes los diputados que eligieren, se acudirá a su falta por el medio de suplentes, acordado por el Consejo de Regencia en 8 de setiembre de 1810, para las Cortes generales y extraordinarias.
11. El número de estos suplentes será, con arreglo al mismo decreto y hasta que las Cortes determinen lo más conveniente, de treinta individuos, a saber: siete por todo el virreinato de Méjico, dos por la capitanía general de Guatemala, uno por la isla de Santo Domingo, dos por la de Cuba, uno por la de Puerto Rico, dos por las Filipinas, cinco por el virreinato de Lima, dos por la capitanía general de Chile, tres por el virreinato de Buenos-Aires, tres por el de Santa Fe, y dos por la capitanía general de Caracas.
12. Para ser elegido diputado suplente, se exigen las calidades que la Constitución previene para ser propietario.
13. Las elecciones de los treinta diputados suplentes por Ultramar, se harán reuniéndose todos los ciudadanos naturales de aquellos países, que se hallen en esta capital, en junta presidida por el jefe superior político de esta provincia, y remitiendo al mismo sus votos por escrito, los que residan en los demás puntos de la Península, a fin de que examinados por el presidente, secretario y escrutadores que la misma junta eligiere, resulten nombrados los que tuvieren mayor número de votos.
14. Para tener derecho a ser elector de los suplentes por Ultramar, se necesitan las mismas circunstancias que la Constitución requiere para tener voto en las elecciones de los propietarios.
15. Los electores de los referidos suplentes, serán todos los ciudadanos de que trata el artículo 13 de este decreto, que tendrán derecho de serlo en sus respectivas provincias con arreglo a la Constitución.
16. A fin de que la falta de electores de algunas provincias ultramarinas no imposibilite la asistencia de su representación en las Cortes, se reunirán para este solo efecto los de las provincias más inmediatas de Ultramar, según el artículo 18 del citado Reglamento de 8 de setiembre de 1810, en la forma siguiente: los de Chile a los de Buenos Aires; los de Venezuela o Caracas a los de Santa Fe; los de Guatemala y Filipinas a los de Méjico, y los de Santo Domingo y Puerto Rico a los de la Isla de Cuba y las dos Floridas.
17. Cada elector de los suplentes hará antes en el ayuntamiento constitucional del pueblo de su residencia, la justificación de concurrir en él las calidades que se requieren para ejercer este derecho; y por conducto del mismo ayuntamiento remitirá con su voto respectivo dicha justificación al jefe superior político de Madrid, antes del domingo 28 de mayo, día en que se harán las elecciones de los diputados suplentes.
18. Los diputados suplentes se presentarán al secretario del despacho de la Gobernación de Ultramar para los efectos indicados en el artículo 7.º de este decreto, respecto a los propietarios de la Península.
19. Verificado en junta general de los electores que residan en la corte, el escrutinio de los votos de que deben resultar elegidos los individuos para suplentes de Ultramar, todos los electores presentes en representación de sus provincias otorgarán por sí, y a nombre de los demás que hayan remitido sus votos por escrito, poderes amplios a todos y a cada uno de los diputados suplentes, nombrados a pluralidad, según la forma inserta en el artículo 100 de la Constitución, entregándoles dichos poderes para presentarse en las Cortes.
20. No existiendo la diputación permanente que debe presidir las juntas preparatorias de Cortes, y recoger los nombres de los diputados y sus provincias, para suplir esta falta, reunidos los diputados y suplentes el día 26 de junio próximo en primera junta preparatoria, nombrarán entre sí a pluralidad de votos y para solo este objeto, el presidente, secretario y escrutadores de que trata el artículo 112 de la Constitución, y luego las dos comisiones de cinco y tres individuos, que prescribe el artículo 113, para el examen de la legitimidad de los poderes, practicándose la segunda junta preparatoria en 1.º de julio, y las demás que sean necesarias hasta 6 del mismo, en cuyo día se celebrará la última preparatoria, quedando constituidas y formadas las Cortes, que abrirán sus sesiones el día 9 del mismo mes de julio; todo conforme a los artículos desde 114 hasta 123 de la Constitución.
21. En conformidad del artículo 104 de la Constitución, se destina para la celebración de las Cortes el mismo edificio que tuvieron las últimas, para lo cual se dispondrá en los términos que expresa el artículo 1.º del reglamento para el gobierno interior de las mismas, formado en Cádiz por las generales y extraordinarias en de setiembre de 1813.
22. Por cuanto las variaciones que se notan en este decreto, respecto a lo establecido por la Constitución, tocante a la convocatoria, juntas electorales, y época en que deben celebrarse las Cortes, son efecto indispensable del estado presente de la Nación, se entenderán solo extensivas a la legislación de los años de 1820 y 1821, excepto lo que pertenece a la diputación permanente, que ya deberá existir en este último año, pues conforme al juramento que tengo prestado interinamente, y prestaré con toda solemnidad ante las Cortes, debe en lo sucesivo observarse en todo escrupulosamente lo que sobre el particular previene la Constitución política de la monarquía. Por tanto, mandamos a todos los tribunales, justicias, jefes, gobernadores y demás autoridades así civiles como militares y eclesiásticas, de cualquiera clase y dignidad, que guarden y hagan guardar, cumplir y ejecutar el presente decreto en todas sus partes. Tendreislo entendido para su cumplimiento, y dispondréis se imprima, publique y circule.
En Palacio, a 22 de marzo de 1820.– A don José María de Parga.– Señalado de la real mano.
{16} Decreto de 26 de marzo
{17} Palabras textuales del Decreto de 24 de abril.
{18} Los así ascendidos fueron don Antonio Quiroga, don Felipe Arco Agüero, don Rafael del Riego, don Demetrio O'Daly y don Miguel López Baños.
{19} Se hicieron estos nombramientos con varias fechas en los meses de marzo y abril.
{20} Don Pedro Agustín Girón, marqués de las Amarillas, no podía ser del agrado de los que se congregaban en el café de Lorencini. General señalado en la guerra de la independencia, y hombre de alguna instrucción, aunque pasaba por adicto a las ideas liberales, y no faltaría a la Constitución que había jurado, no era apasionado de aquel código tal como estaba, y le hubiera preferido modificado en sentido menos popular y más aristocrático, como eran sus aficiones y sus maneras. De carácter firme, y algo desabrido, no era amigo de las sublevaciones militares, y no le eran simpáticos sus promovedores y caudillos. Y como ministro de la Guerra, era el que principalmente tenía que habérselas con éstos y con el ejército llamado libertador, ufanos unos y otros con su triunfo, y que eran los que mas partido tenían en la reunión de que hablamos.
{21} Parte del jefe político don Luis Veyán al ministro de la Gobernación: 15 de mayo.
{22} Los secretarios fueron don Diego Clemencín, don Manuel López Cepero, don Juan Manuel Subrie, y don Marcial Antonio López.
{23} Desde este mes de julio comenzó a publicarse la Gaceta del Gobierno diariamente y en pliego de a folio, en vez de los días alternados y en tamaño de 4.º, en que hasta entonces se había publicado.
{24} Ya antes de este día el gobierno había tenido que dirigir una exhortación a algunos obispos, a causa de los sermones que en varios puntos se habían predicado contra el sistema constitucional; tales como el del famoso padre Maruaga en Cáceres, y el de fray Miguel González en Burgos. También en Sevilla habían aparecido pasquines subversivos, y el gobierno había hecho trasladar de aquella ciudad a las cárceles de Murcia al célebre canónigo Ostolaza, y tomado una parecida providencia con un monje jerónimo y con alguna otra persona.