Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro XI Reinado de Fernando VII

Capítulo XI
El siete de julio
1822

Asesinato de Landáburu.– Consternación que produce.– Alarma en la población.– Patrullas.– Síntomas de rompimiento serio.– Cuatro batallones de la Guardia real salen de noche de Madrid.– Actitud de la guarnición y milicia.– El batallón Sagrado.– Los Guardias del servicio de palacio.– Sitúanse en el Pardo los batallones insurrectos.– Situación del ministerio y del ayuntamiento.– El general Morillo.– Planes en Palacio.– Representación de diputados a la Diputación permanente.– Nota al Consejo de Estado.– Tratos con los sediciosos.– Faltan al convenio.– Conducta del rey.– Dimisión de los ministros, no admitida.– Invaden los Guardias de noche la capital.– Primer encuentro.– Salen rechazados y escarmentados de la Plaza Mayor.– Heroica decisión de la milicia.– Se acogen los Guardias a la plaza de Palacio.– Se ven cercados.– Se acuerda su desarme.– Desobedecen y salen huyendo de Madrid.– Son perseguidos y acuchillados.– Sensatez y moderación del pueblo de Madrid.– Importancia de los sucesos del 7 de julio.– Contestaciones entre el cuerpo diplomático y el ministro de Estado.– Reiteran los ministros sus dimisiones.– Pide su separación el ayuntamiento.– Consulta el rey al Consejo de Estado.– Contestación de este cuerpo.– Prohíbese el Trágala y los vivas a Riego.– Cambio de ministerio.– San Miguel.
 

En el orden político, como en el mundo físico, y como en la vida social, y hasta en las intimidades de la vida doméstica, cuando soplan los vientos de la discordia, y en vez de emplear para detenerlos o templarlos los medios que la prudencia y la necesidad aconsejan, los aviva la pasión y los arrecia y empuja el resentimiento, no puede esperarse sino conflictos, y choques, y perturbaciones graves. Tampoco del estado político de la nación y de la intolerante y apasionada conducta de los partidos, que en el precedente capítulo acabamos de bosquejar, se podía esperar otra cosa que perturbaciones, choques y conflictos lastimosos. De ello, como apuntamos, era síntoma la actitud nada tranquilizadora que en tropa y pueblo se advirtió la tarde misma que se cerraron las Cortes, y fue principio la refriega que ocurrió al regreso y entrada del rey en palacio.

Aquella misma tarde los destacamentos que hacían el servicio del regio alcázar, a más de obligar al pueblo con ásperas maneras y ademanes hostiles a desalojar el altillo que dominaba la plazuela, entregáronse a disputas acaloradas y a actos de indisciplina, no sin que por lo menos algunos oficiales trataran de enfrenarlos. Y como entre éstos el teniente don Mamerto Landáburu, que pasaba por exaltado, desenvainase el sable para hacer a los soldados entrar en su deber, tres de ellos le dispararon los fusiles por la espalda, cayendo el infeliz sin vida y salpicando su sangre el vestíbulo del palacio mismo. Consternó este suceso y llenó de indignación a los habitantes de la capital. Se formó inmediatamente la guarnición, la milicia voluntaria empuñó las armas, se situó en las plazas de la Constitución y de la Villa, fuertes patrullas recorrían las calles, y la Diputación permanente de Cortes, el Consejo de Estado, la Diputación provincial y el Ayuntamiento se reunieron para deliberar. Mas no habiendo ocurrido otro suceso, fuéronse calmando un tanto los ánimos, la milicia se retiró a sus hogares, continuaron las patrullas, y el ministro de la Guerra mandó formar causa a los asesinos de Landáburu{1}.

La luz del siguiente día encontró las cosas en el mismo estado. Las patrullas continuaban; las tropas en sus cuarteles; en los suyos también los cuatro batallones de la guardia real; y los dos que hacían el servicio de palacio permanecían en sus puestos. En medio de esta aparente calma, una ansiedad general dominaba los espíritus. Casual o meditado el choque de la víspera, augurábase un rompimiento serio y formal. Temíase todo de parte de la Guardia; un batallón de ésta se negó a cubrir el servicio del día; un piquete que iba al mando de un oficial se resistió a seguirle porque hacía tocar el himno de Riego, declarado por las Cortes marcha de ordenanza. Todos eran indicios de una próxima sedición. Trascurrió no obstante todo el día sin alteración material, aunque en estado de alarma y de efervescencia, que se aumentó, cerrada la noche, tomando los guardias desafectos a la Constitución dentro de su cuartel una actitud desembozada, prorrumpiendo en gritos sediciosos, empuñando armas y banderas, formando con sus oficiales, y amenazando a los que entre éstos contrariaban su propósito y pasaban por de opuestas ideas. Propusieron al general Morillo que se pusiera a su cabeza, prometiendo obedecerle y seguirle: el general desechó la propuesta, pero sin combatir a los sediciosos. Quietos ellos en su cuartel, y como indecisos y perplejos sobre el modo de ejecutar su plan, dieron tiempo a que se apercibiera la población y a que se reunieran en el cuartel de artillería, frente a las caballerizas de palacio, oficiales, diputados, generales, entre éstos don Miguel de Álava, con alguna fuerza, inclusos oficiales y soldados de la Guardia que no habían querido entrar en la sedición, preparados todos al parecer a la defensa. Morillo corría de unos en otros, procurando evitar un rompimiento, pero siendo inútil su tentativa.

En tal estado, y a altas horas de la noche, dejando los guardias dos de sus batallones acampados en la plaza de palacio, salieron los cuatros restantes silenciosamente de Madrid; resolución extraña e incomprensible, pero acto ya de manifiesta y declarada insurrección. Súpose que se habían dirigido al real sitio del Pardo, a dos leguas escasas de la capital, y sentado allí sus reales. Ni se atinaba el designio que semejante movimiento envolviese, ni ellos parecían guiados sino por un inexplicable aturdimiento. Difundiose la agitación en Madrid, y se corrió a las armas, siendo el cuartel de artillería como el foco de la fuerza constitucional, cuyo mando se dio primeramente al general Álava, después a Ballesteros, pero declarando por último el jefe del cuartel que él no obedecería otras órdenes que las que emanaran de la autoridad superior legítima de Madrid, que era el capitán general don Pablo Morillo. Así amaneció el 2 de julio (1822), viéndose el singular espectáculo de dos fuerzas enemigas, observándose sin moverse, la una en la plaza de palacio, la otra en el cuartel de artillería: Morillo mandando las dos fuerzas opuestas, la una como comandante de la Guardia, la otra como capitán general: los ministros asistiendo a palacio y despachando con el rey, y el rey o cautivo de sus propios guardias, o jefe y caudillo de la rebelión, que era lo que se tenía por más cierto.

Reuniose la corporación municipal, y comenzó a dictar por su parte medidas correspondientes a la situación. Congregose mucha parte de la milicia en la plaza de la Constitución, como guardando la lápida, símbolo de la libertad; y en la de Santo Domingo se situó un destacamento, compuesto de oficiales retirados, de otros no agregados a cuerpo, y de patriotas armados, que tomaron el nombre de batallón sagrado, y cuyo mando se confirió a don Evaristo San Miguel. Pareció hacérsele insoportable a Morillo tal estado de cosas, y prometió públicamente ir a batir los insurrectos, y salió en efecto llevando consigo el regimiento de caballería de Almansa, cuerpo que tenía fama de exaltado, y cuyos oficiales y sargentos pertenecían los más a las sociedades secretas, y así es que salió dando entusiasmados vivas a la libertad. Llegó Morillo con esta tropa al Pardo, habló y exhortó a los sediciosos, pero con extrañeza general volviose sin batirlos ni atraerlos, esperando siempre componerlo todo por medio de arreglos. No es extraño por lo mismo que se hicieran muchos y muy encontrados comentarios sobre su conducta.

No era más definida, ni menos sujeta a interpretación la de los ministros, y ya que planes de absolutismo no les atribuía nadie, tachábaselos por lo menos de inactivos. El ayuntamiento, calculando embarazada la acción ministerial, por estar los ministros encerrados en palacio e incomunicados con las demás autoridades hallándose interpuestos los dos batallones de la Guardia, les ofició reservadamente ofreciéndoles un asilo en la plaza de la Constitución y casa llamada de la Panadería, donde él funcionaba, y donde podrían deliberar más libremente como punto céntrico y defendido. Contestáronle los ministros agradeciendo su ofrecimiento, pero manifestando que su honor y su deber no les permitían en tan delicadas circunstancias abandonar su puesto natural y ordinario. La diputación permanente de Cortes se veía acosada de unos y otros, y recibía representaciones pidiendo remedio, como si fuera fácil cosa para ella ponérsele. Por su parte Riego, que hallándose fuera de Madrid con licencia vino al ruido de los acontecimientos, quiso con su acostumbrada fogosidad excitar a otros y lanzarse él mismo a la pelea, entrando con este motivo en contestaciones agrias con Morillo, que no le castigó por consideración a su carácter de diputado{2}. Mostrábase el general Morillo, conde de Cartagena, tan enemigo del despotismo como de la anarquía, y tan aborrecibles eran para él los partidarios ciegos del uno como los que con sus exageraciones traían la otra.

Llegó en tal estado la noticia de haberse sublevado en Castro del Río, provincia de Córdoba, la brigada de carabineros reales en el mismo sentido que los guardias del Pardo, y que el batallón provincial de aquella capital, sabedor de la rebelión de los carabineros, imitando a los de Madrid, se había salido de la ciudad a unir sus banderas a las de los rebeldes, con muerte del capitán de la milicia nacional que se hallaba de guardia a la puerta, e intentó impedirles la salida. Envalentonáronse con esto los partidarios de la insurrección en la corte, que eran muchos, y pasábanse días en este indefinible y lamentable estado. Mas lo que la voz pública señalaba como el centro y foco de las tramas reaccionarias era la cámara real, y no se equivocaba en esto la voz pública; ni tampoco las encubrían y disimulaban mucho los imprudentes cortesanos, criados, azafatas y gente de la servidumbre, que llenaban las galerías y pasillos de palacio, haciendo alarde de agasajar a los sublevados, y celebrando la conjuración y jactándose de ayudarlos en ella. Dentro de la cámara, rodeado el rey y como escudado por el cuerpo diplomático extranjero, aprovechábanse de las circunstancias los embajadores, y principalmente el de Francia, conde de Lagarde, para dar al movimiento el curso y giro que convenía a los designios de aquella Corte, que eran siempre los de reformar el código de 1812. El rey no los contrariaba, sin perjuicio de entenderse, a espaldas de los embajadores de sus aliados, con los que iban francamente al restablecimiento completo del absolutismo, que a esto más que a lo otro le arrastraban sus simpatías, y este era su carácter, y tal era su manejo.

La Diputación permanente de Cortes se hallaba reunida desde el principio. A ella acudieron, como indicamos antes, los diputados en número de cuarenta (3 de julio), con una vigorosa exposición en que decían: «Cuatro días ha que la capital de las Españas es teatro de escenas aflictivas, y ve a S. M. y a su gobierno en medio de unos soldados rebelados. En tal caso, ni se observa que los ministros den señales de vida, ni que la Diputación permanente se revista de la decisión necesaria para hacer frente a los peligros que la rodean y amenazan. Ya no es tiempo de contemplaciones. El rey, cercado de facciosos, no puede ejercer las facultades de rey constitucional de las Españas: sus ministros, en igual situación, no pueden gobernar el Estado: la Diputación, sin una traición conocida, pierde la consideración de los pueblos. Tiempo es de salir de tan equívoca situación.– Los que suscriben, solo ven dos caminos para salvar la patria, y ruegan a la Diputación permanente que los adopte, a saber: o pedir a S. M. y a los ministros que vengan a las filas de los leales, o declararlos en cautividad, y proveer al gobierno de la nación por los medios que para tales casos la Constitución señala.– Si la Diputación no accede a esta insinuación, los que suscriben protestan ante sus comitentes que no son responsables de los males que han ocurrido, y se aumentarán probablemente. Madrid, &c.»

El rey por su parte pasó aquel mismo día una orden al ministro de la Guerra, mandándole convocar para aquella tarde una junta, compuesta del ministerio, del Consejo de Estado, del jefe político, del capitán general y de los jefes de los cuerpos del ejército, en la cual había de examinarse una nota que acompañaba, promoviendo la cuestión de si no estando garantida su vida, quedaba o no disuelto el pacto social, y entraba de nuevo en la plenitud de sus derechos. Ya se veía aquí claramente cuál de los dos planes de reacción era el preferido por Fernando; y el medio parecía ser el concebido por el desgraciado Vinuesa, de reunir un día todas las autoridades en palacio para apoderarse de ellas, y todo lo demás que era consecuencia de este paso. Por fortuna los ministros, apoyados en la Constitución que declaraba único cuerpo consultivo del rey el Consejo de Estado, y acaso penetrando el objeto o la tendencia, se opusieron a la reunión, y enviaron el documento al Consejo; cuya corporación contestó dignamente al rey, que en el caso de haberse roto el pacto social, no le había roto la nación, y aconsejaba a S. M. saliese del peligroso estado en que se hallaba con una providencia pronta y digna del trono.

Y en tanto que esto pasaba, en aquel día mismo, mediaban tratos y negociaciones entre los batallones sublevados del Pardo y los ministros, por medio del jefe de aquellos el conde de Moy, y de algunos oficiales, que vinieron a Madrid a conferenciar con los Secretarios del Despacho, y con el mismo monarca. Convino ya el gobierno, deseoso de restablecer la tranquilidad sin efusión de sangre, en que a pesar del decreto de las Cortes se conservaría la Guardia real tal como estaba, a condición de que una parte de ella fuese a guarnecer a Toledo, y otra a Talavera de la Reina. Pareció esto bien a los comisionados, y en su virtud el ministro de la Guerra expidió el siguiente decreto: –«Excmo. señor.– A consecuencia de cuanto V. E. manifiesta en oficio de este día, que me han entregado don Luis Fernando Mon y don Fortunato de Flores, y después de cuanto los mismos han manifestado personalmente al rey, ha tenido a bien S. M. mandar, que de los cuatro batallones de los regimientos de la Guardia real de infantería que se hallan en el Real Sitio del Pardo, se trasladen dos a Toledo y dos a Talavera de la Reina, a cuyo efecto digo lo conveniente al comandante general de este distrito, coronel interino de los dos regimientos de la Guardia real de infantería, a fin de que de las órdenes correspondientes, acompañándole los correspondientes pasaportes, dados por el mismo comandante general, debiendo emprender desde luego el movimiento para dichos puntos, avisándome haberlo así ejecutado para noticia del rey, que al mismo tiempo espera de su amor y lealtad a su real persona, de V. E., oficiales y tropa que componen los citados batallones, que esta su real voluntad será cumplida inmediatamente. Y de orden del Rey lo digo a V. E. para su cumplimiento.– Dios &c. Palacio 3 de julio de 1822.– Luis Balanzat.»

Sin duda el cumplimiento de esta real orden, a que estaban obligados por deber de obediencia y por el compromiso de un pacto hecho, habría podido conjurar por el pronto el conflicto inmediato que amenazaba. Y a ello parecía estar dispuestos los batallones; pero opúsose Córdoba al convenio, y con su elocuencia arrastró a los demás. Los antecedentes y la historia de este negocio hicieron sospechar que obrase de este modo, no tanto por convicción propia como por inspiraciones, cuando no fuesen mandamientos recibidos de elevada región, superior a la de los ministros. No debió influir poco esta nueva actitud en la renuncia que éstos hicieron de sus cargos el día 4, mucho más siendo la opinión del Consejo de Estado en sus consultas que no hallaba medio honroso de terminar el negocio sino la sumisión de los guardias del Pardo y la retirada de los de palacio a sus cuarteles. Pero el rey no admitió las renuncias de los ministros, siendo la situación de éstos cada vez más comprometida y apurada.

No era muy desahogada ni halagüeña la del rey, atormentado por la incertidumbre, fluctuando entre esperanzas y temores, titubeando entre los diferentes planes que le proponían los que le asediaban. En la mañana del 6 parecía haber prevalecido el que era más conciliatorio, el de la modificación del código de 1812, dividiendo el cuerpo legislativo en dos cámaras, y robusteciendo las prerrogativas del trono. Mas como la tendencia y propensión de Fernando fuese la de ir más allá en el camino de la reacción, cambiose a la tarde la escena, advirtiósele disgustado del acuerdo de la mañana, y dio a entender haberle agradado más y preferido definitivamente el plan de los partidarios del absolutismo puro.

Los ministros habían hecho repetidamente y con instancia dimisión de sus cargos, exponiendo que en tales circunstancias su permanencia no podía producir ningún bien a la nación ni al rey mismo. Siempre el rey se había negado a admitirla. En la mañana del 5 habían repetido la renuncia de la siguiente resuelta manera: «Señor: En circunstancias tan críticas como las actuales, un solo día que permanezca el ministerio en este estado de suspensión e incertidumbre es un gravísimo mal para la nación. Nuestro deber, nuestro honor, y las obligaciones que tenemos para con la patria, igualmente que con V. M., nos ponen en la precisión de suplicar rendidamente V. M. se digne admitir desde luego la dimisión que reiteramos de nuestros destinos, de los cuales nos consideramos exonerados desde ahora.– Señor, A. L. R. P. de V. M.– Madrid, 5 de julio de 1822.» Seguían las firmas de los siete secretarios del Despacho. Grande debió ser su sorpresa, e inmenso su asombro, al recibir la siguiente contestación, escrita toda de letra y puño del rey.– «En consideración a que las actuales circunstancias críticas del Estado podrán haber tenido principio en las providencias adoptadas por los actuales Secretarios del Despacho, de que son responsables conforme a la Constitución, ínterin no varíen las ocurrencias graves del día no admito la renuncia que hacéis de vuestros respectivos ministerios, en cuyo despacho continuaréis bajo la más estrecha responsabilidad.– Palacio a 5 de julio de 1822.»

Al día siguiente dirigieron los ministros una comunicación al rey, contestando a la gravísima inculpación que les hacía, e insistiendo de nuevo en su renuncia. El monarca nada providenció; reiteró el de la Guerra la suya por separado, añadiendo a las anteriores razones que su salud se había quebrantado de tal modo, que se había visto precisado a retirarse a su casa arrojando sangre por la boca, por cuyo motivo le era imposible continuar en el ejercicio de su empleo. Al fin Fernando le admitió aquella noche la renuncia. Los demás quisieron también retirarse, pero se les intimó que no salieran, y se les cerraron las puertas del palacio, quedando allí como arrestados, y condenados a sufrir las tribulaciones de aquella noche, que fueron tan terribles como vamos a ver.

Habían recibido algunos milicianos un aviso anónimo de lo que estaba tramado y se iba a ejecutar, pero no le dieron crédito, y descuidaron, como estaban descuidadas las autoridades, sin que se hubiesen tomado más precauciones que las ordinarias de aquellos días, cuando a eso de la media noche se vio la capital invadida y sorprendida por los cuatro batallones de guardias que estaban en el Pardo, y que entrando con el mayor silencio por el portillo del Conde-Duque, y marchando por la calle Ancha de San Bernardo hicieron alto a la embocadura de la de la Luna, sin que hasta allí hubiesen sido molestados, ni diese nadie aviso de lo que ocurría. Era su plan continuar los tres batallones por la última de estas calles, para caer el uno sobre la Puerta del Sol, y los otros dos sobre la Plaza de la Constitución, donde se hallaban la mayor parte de los milicianos, quedando el cuarto quieto y en reserva hasta que los otros dieran el golpe, para arrojarse sobre el batallón sagrado que estaba en la plazuela de Santo Domingo, y darse luego la mano con los batallones rebeldes de su mismo cuerpo que permanecían en la plaza de Palacio.

Mas quiso la suerte que al llegar la primera columna a la embocadura de la calle de Silva tropezara con una patrulla del batallón sagrado mandada por el ex-guardia don Agustín Miró, y dándose el quién vive, y reconociéndose enemigos se hicieron fuego. Desconcertáronse los invasores al verse de este modo descubiertos, quedando de entre ellos prisionero el teniente don Luis Mon, así como el estruendo de aquel primer encuentro sirvió de despertador a la población y a las tropas liberales. Solo en un punto de la capital se había estado siempre alerta y sobre aviso. Este punto era el palacio real, donde nadie se había acostado aquella noche, y donde varios personajes habían concurrido, prontos a recoger el fruto de la invasión que esperaban y del triunfo que por seguro tenían. No así el general Morillo, que en su honradez y lealtad no sospechando ni teniendo por verosímil el golpe de mano intentado por los guardias, recibió como a ilusos o engañadores a los paisanos que le dieron la primera noticia y los puso arrestados. Mas saliendo de su error con la presentación del oficial prisionero y con otras pruebas fehacientes, montó en cólera contra los invasores, desenvainó la espada, y partió a tomar las disposiciones que le correspondían como a jefe de las armas, airado y resuelto a castigar y escarmentar tamaña falsía.

Por más que algunos jefes de los rebeldes comprendieran haberles fallado el golpe, habríales sido ya vergonzoso retroceder. La primera columna avanzó y llegó sin estorbo a la Puerta del Sol, mas no pudo apoderarse de la Casa de Correos, donde está la guardia del principal, cerrada la puerta por los soldados, y atrancada con una gran piedra a falta de cerradura. La que se dirigió a la Plaza de la Constitución acometió aquel recinto por tres puntos, con un ímpetu que creía no podrían resistir los inexpertos nacionales. Hízose notar por su arrojo un guardia de blanca y larga barba, que llegó a tocar con la mano la boca de uno de los dos cañones. Pero los milicianos, mandados por el brigadier Palarea en tanto que llegaba el general Ballesteros, con inesperada serenidad, pero con el valor de la indignación, acribillaban con sus fuegos a los agresores, y los unos eran rechazados a la bayoneta, mientras la artillería diezmaba las filas de los otros, viéndose obligados todos a retroceder y ampararse a la columna de la Puerta del Sol. Mas allí se encontraron con el fuego certero de dos piezas de artillería que el general Ballesteros había llevado del parque, con que desconcertadas las haces de la Guardia emprendieron el camino de la Plaza de Palacio al abrigo de los dos batallones que allí había, y no se habían movido de sus puestos. Siguieron a su alcance los vencedores, y del batallón de patriotas de la plazuela de Santo Domingo acudieron también por diferentes calles a confluir en el mismo punto, haciendo todos alto frente a Palacio, detenidos como por respeto ante aquel para ellos sagrado recinto. Sin embargo, afírmase que una bala de fusil penetró por una de las ventanas del regio alcázar, aumentando el pánico que ya reinaba dentro de aquel asilo{3}.

La victoria se había declarado por las armas constitucionales. Hora y media de combate les había bastado para triunfar completamente de tropas que se consideraban como invencibles. La luz del nuevo día disipó las ilusiones de los reaccionarios, que dos horas antes, durante las tinieblas de la noche, se saboreaban con la caída del régimen constitucional y el entronizamiento seguro del despotismo. Las huestes que iban a ser los instrumentos de aquella reacción se hallaban armadas todavía, y en un sitio que consideraban como asilo, pero vencidas y sin retirada. ¿Cuál iba a ser la suerte de estas tropas? El rey manifestó sus deseos de que cesasen las hostilidades, acaso porque creyó en peligro su propia existencia. Dícese que el general Ballesteros contestó al encargado de esta misión: «Diga V. al rey que mande rendir las armas inmediatamente a los facciosos que le cercan, pues de lo contrario las bayonetas de los libres penetrarán persiguiéndolos hasta su real cámara.» Mas no obstante tan áspera respuesta, mandó aquel general cesar las hostilidades, y tratose de parlamento, enviando Ballesteros el emisario del rey al conde de Cartagena.

Formose para tratar este negocio una gran junta, compuesta de individuos de la Diputación permanente de Cortes, de dos de la de provincia, de consejeros de Estado, generales{4} y otros personajes de importancia, que se reunieron en la casa llamada de la Panadería. Asistieron a la junta el marqués de Casa-Sarriá, y los comandantes de los sublevados Heron y Salcedo, que autorizados por el rey expusieron, que el deseo de S. M. era que no se derramase sangre, y que no parecía decoroso al esplendor del trono que fuese desarmada su Guardia; medida que por otra parte las circunstancias y la opinión exigían. Así vino a reconocerse después de una animada polémica, puesto que se convino en que los cuatro batallones que habían invadido la población depusiesen las armas, y en que los dos de la plaza de Palacio saliesen armados a situarse en Vicálvaro y en Leganés. Mas al saber los guardias de aquellos primeros las condiciones con que se los perdonaba, en vez de someterse al desarme prorrumpieron en gritos sediciosos, y pronunciándose de nuevo en rebelión bajaron tumultuariamente al Campo del Moro, y por la puerta de la Vega tomaron el camino de Alcorcón.

En pos de los fugitivos partieron inmediatamente las tropas del ejército y milicia, mandadas por Copons, Ballesteros, Palarea, y el diputado a Cortes don Facundo Infante, coronel a la sazón{5}, quedando el palacio real casi desguarnecido y sin defensa; siendo de notar y de aplaudir, que después de una lucha y una crisis tan terrible, y de un triunfo que era tan popular, y a pesar de la indignación que causó en los ánimos tan irritante trama, ni se profirieron gritos de venganza, ni se dirigió un insulto al soberano, ni se traspasaron los umbrales de la regia morada. ¡Admirable moderación en revoluciones de esta índole! Los fugitivos fueron los que pagaron cara aquella tarde su segunda rebelión. Ametrallados primero, acuchillados después por la caballería de Almansa, a cuyos soldados no pudieron contener los oficiales, perecieron muchos, y los demás fueron casi todos cayendo prisioneros, individualmente unos, en grupos y pelotones otros. Los dos batallones que habían guarnecido a palacio, fueron diseminados por Tarancón, Ocaña, Alcalá de Henares y otros pueblos.

Así acabó en su parte militar y de material pelea la famosa jornada del 7 de julio de 1822, célebre en los anales políticos de España, no por la duración de la lucha, ni por la sangre que en ella se vertiera{6}, aunque muy sensible por ser toda sangre de hermanos, sino por la naturaleza de la conspiración, por los altos personajes que en ella intervenían, por la crisis terrible en que puso a la nación, por la reacción espantosa que habría seguido a su triunfo, por el heroísmo con que fue rechazada, y por la templanza y sensatez con que se condujeron, al menos en aquellos momentos, los vencedores. «Yo los he visto salir de sus filas, decía el general Ballesteros en su proclama, no sin riesgo de la vida, y con pañuelos blancos y otras señales de paz, ofrecer sus brazos y su amistad a los mismos que por error o seducción se habían declarado enemigos suyos y de la patria.» A las diez de la mañana del siguiente día (8 de julio) veíase levantado un sencillo altar en la plaza de la Constitución, teatro del sangriento choque de la víspera; delante de él formadas en cuadro la tropa y la milicia que habían peleado y vencido; a su presencia y a la de todas las autoridades y de un inmenso pueblo, el obispo auxiliar de Madrid entonó un solemne Te-Deum en aquel altar de la patria, dando gracias a Dios por haberla libertado de la tiranía con que se había intentado esclavizarla. ¡Ojalá hubiera durado mucho la respetuosa templanza, desnuda al parecer de pasiones, que se observó en los asistentes a aquella solemnidad cívico-religiosa{7}!

Casi coincidió con el vencimiento de los guardias de Madrid el de los sublevados en Córdoba y Castro del Río. Habían perdido éstos la ocasión de apoderarse de Córdoba; la misma flojedad que para esta empresa, que tan fácil les habría sido, la tuvieron para batirse en Montilla con el regimiento de la Constitución, dejándose vencer de menos fuerza que la que ellos eran. Desanimados con esto, cobrando aliento sus contrarios, y cayendo luego sobre los rebeldes numerosas fuerzas de línea y milicianos nacionales de las vecinas poblaciones, no pudieron ya resistir y tuvieron que entregarse.

No obstante haber presenciado el cuerpo diplomático extranjero el comportamiento de la tropa y pueblo de Madrid, y haber visto con sus propios ojos que ningún riesgo había corrido la persona del monarca, pasó aquel mismo día al ministro de Estado la siguiente nota:

«Después de los deplorables acontecimientos que acaban de pasar en la capital, los que abajo firman, agitados de las más vivas inquietudes, tanto por la horrible situación actual de S. M. C. y de su familia, como por los peligros que amenazan a sus augustas personas, se dirigen de nuevo a S. E. el señor Martínez de la Rosa, para reiterar, con toda la solemnidad que requieren tan inmensos intereses, las declaraciones verbales que ayer tuvieron el honor de dirigirle reunidos.

»La suerte de España y de la Europa entera depende hoy de la seguridad y de la inviolabilidad de S. M. C. y su familia. Este depósito precioso está en manos del gobierno del rey, y los que abajo firman se complacen en renovar la protesta, de que no puede estar confiado a ministros más llenos de honor, y más dignos de confianza.

»Los que abajo firman, enteramente satisfechos de las explicaciones llenas de nobleza, lealtad y fidelidad a su Majestad Católica que recibieron ayer de la boca de su excelencia el señor Martínez de la Rosa, no por eso dejarían de hacer traición a sus más sagrados deberes, si no reiterasen en este momento, a nombre de sus respectivos soberanos, y de la manera más formal, la declaración de que de la conducta que se observe respecto de S. M. C. van a depender las relaciones de España con la Europa entera, y que el más leve ultraje a la majestad real sumergirá la península en un abismo de calamidades.

»Los que abajo firman se aprovechan de esta ocasión para renovar a S. E. el señor Martínez de la Rosa las veras de su muy alta consideración.

J. V. Arzobispo de Tiro.
El conde de Brunetty.
El conde de la Garde.
De Schepeler.
El conde Bulgari.
De Sarubuy.
El conde ce Dornath.
Aldevier.
De Castro.

Madrid, 7 de julio de 1822.

Martínez de la Rosa le dio al otro día la siguiente extensa respuesta:

«Son notorios los acontecimientos desagradables de estos últimos días, desde que una fuerza respetable, destinada especialmente a la custodia de la sagrada persona de S. M., salió sin orden ninguna de sus cuarteles, abandonó la capital y se situó en el real sitio del Pardo a dos leguas de ella. Este inesperado incidente colocó al gobierno en una posición tan difícil como singular: la fuerza destinada a ejecutar las leyes sacudió el freno de la subordinación y la obediencia; y militares destinados a conservar el depósito de la sagrada persona del rey, no solo lo abandonaron, sino que atrajeron la expectación pública hacia el palacio de S. M. por estar custodiado por sus compañeros de armas. En tales circunstancias conoció el gobierno que debía dirigir todos sus esfuerzos hacia dos puntos capitales. Primero, conservar a toda costa el orden público de la capital, sin dar lugar a que el estado de alarma, ni la irritación de las pasiones diesen lugar a insultos ni desórdenes de ninguna clase. Segundo, tentar todos los medios de paz y de conciliación, para traer a su deber a la fuerza extraviada, sin tener que acudir a medios de coacción, ni llegar al doloroso extremo de verter sangre española. Respecto del primer objeto, han sido tan eficaces las providencias del gobierno, que el estado público de la capital en unos días tan críticos ha ofrecido un ejemplo tan singular de la moderación y cordura del pueblo español, que ni han ocurrido aquellos pequeños desórdenes, que acontecen en todas las capitales en tiempos comunes y tranquilos. Respecto del segundo objeto, no han tenido tan buen éxito las gestiones practicadas por el gobierno, por la pertinaz obstinación de las tropas seducidas: se han empleado en vano todas las medidas conciliatorias que han podido dictar la prudencia y el más ardiente deseo de evitar consecuencias desagradables; se han agotado todos los medios para disipar los motivos de alarma y de desconfianza, que pudieran servir de motivo o pretexto a la tropa insubordinada; se la destinó a dos puntos, repitiéndoles el gobierno por tres veces y en tres diversas ocasiones la orden de ejecutarlo; se pusieron en práctica cuantas medidas conciliatorias sugirió al gobierno el Consejo de Estado, consultado tres veces con este motivo, y el ministerio llevó hasta tal grado su condescendencia, que ofreció a las tropas del Pardo que enviasen los jefes u oficiales que quisieran, a fin de que oyesen de los mismos labios de S. M. cuál era su voluntad, y cuáles sus deseos; cuyo acto se verificó efectivamente, aunque sin producir el efecto que se anhelaba.

»A pesar de todo, y sin perjuicio de haber adoptado las precauciones convenientes, todavía fueron tales los sentimientos moderados del gobierno, que no solo no empleó contra los insubordinados las tropas existentes en la capital, sino que para alejar todo aparato hostil, no desplegó otros medios que estaban a su disposición, y de que pudo legítimamente valerse, desde el momento que sus órdenes no fueron obedecidas como debían; pero tantos miramientos por parte del gobierno, en vez de hacer desistir de su propósito a los batallones extraviados, no sirvieron sino para que alentados en su culpable designio, intentasen llevarlo a efecto por medio de una sorpresa sobre la capital. Pública ha sido su entrada hostil en ella; públicos sus impotentes esfuerzos para sorprender y batir a las valientes tropas de la guarnición y de la milicia nacional; y público, en fin, el éxito que tuvo su temerario arrojo. En medio de esta crisis, y de la agitación que debió producir en los ánimos una agresión de esta clase, se ha visto el singular espectáculo de conservar la tropa y milicia la más severa disciplina, sin abusar del triunfo, sin olvidar en medio del resentimiento que eran españoles los que habían provocado tan fatal acontecimiento. Después de sucedido no era prudente, ni aun posible que permaneciesen los agresores en medio de la capital, ni guardando a la persona del Rey, objeto de la veneración y respeto del pueblo español. Así es que se encargó de esta guardia preciosa un regimiento, modelo de subordinación y disciplina, y las tropas y el público conocieron y respetaron la inmensa distancia que había entre una Guardia Real insubordinada, y responsable ante la ley de sus extravíos, y la augusta persona del Rey, declarada sagrada e inviolable por la ley fundamental del Estado.

»Jamás pudo recibir S. M. y real familia más pruebas de adhesión y respeto que en la crisis del día de ayer, ni jamás apareció tan manifiesta la lealtad del pueblo español, ni tan en claro sus virtudes. Esta simple relación de los hechos, notorios por su naturaleza, y de que hay tan repetidos testimonios, excusa la necesidad de ulteriores reflexiones sobre el punto importante a que se refiere la comunicación de VV. EE. y VV. SS. de ayer, cuyos sentimientos no pueden menos de ser apreciados debidamente por el gobierno de S. M., como proponiéndose un fin tan útil e interesante bajo todos sus aspectos y relaciones.– Tengo la honra, &c.

Francisco Martínez de la Rosa.

Madrid, 8 de julio de 1822.

Los ministros, que durante la noche del 6 al 7 habían estado como aprisionados dentro del palacio, fueron llamados por el rey a su cámara, donde los recibió con halagos, y solicitó de ellos un apoyo que conocían no poderle prestar. Así fue que en vez de querer continuar en sus puestos, le reprodujeron aquel mismo día la solicitud tantas veces hecha de que les admitiese la renuncia, e hiciéronlo en las dignas frases siguientes:

«Señor: Nuestra posición durante la noche anterior, que es notoria a V. M., había acabado de imposibilitarnos para continuar por más tiempo al frente de las Secretarías del Despacho. Ahora que se han mejorado las circunstancias, es llegado el caso de dejar la dirección de los negocios, sin que parezca que abandonamos a V. M. en el momento del peligro. Esperamos, pues, de la bondad de V. M. que se dignará admitir la dimisión de dichos destinos, en cuyo ejercicio hemos cesado de hecho, protestando a V. M. los sentimientos que nos animan y animarán siempre de respeto y adhesión a su sagrada persona.– Dios, &c.– Señor, A. L. R. P. de V. M.– Francisco Martínez de la Rosa.– José María Moscoso de Altamira.– Diego Clemencín.– Nicolás Garelly.– Felipe de Sierra y Pambley.– Jacinto Romarate.– Palacio 7 de julio de 1822.»

El Ayuntamiento por su parte dirigió con fecha del 9 una representación al rey, en la cual, entre otras cosas, le pedía la pronta exoneración de aquellos ministros. «Para dar la primera prueba, le decía, de que V. M. ha abrazado sinceramente esta causa (la de la Constitución), nada es tan necesario como nombrar en reemplazo de los ministros que han hecho dimisión de sus empleos, hombres de conocida ilustración y notoriamente adictos al sistema, y de una energía y actividad capaces de alentar el cuerpo social, exánime y moribundo por la mala fe de muchos, o la indolencia o impericia de no pocos.» Y añadía: «Vuestra corte, Señor, o sea vuestra servidumbre, se compone en el concepto público de constantes conspiradores contra la libertad. La permanencia de uno solo de ellos privaría a V. M. de la confianza de sus leales españoles… No interesa menos, Señor, para que se restablezca completamente el sosiego público y renazca la seguridad, el ejemplar y pronto castigo de los malvados y perjuros que han hecho correr la sangre inocente de los que no tenían otro delito que el de haberse mantenido fieles a sus sagrados juramentos. Un castigo pronto y severo, tal como exigen las leyes para su conservación, ahorra muchas víctimas, economiza la preciosa sangre española, y evita los horrendos crímenes que son causa de que se derrame, &c.»

Respecto al ministerio, ya el rey había pasado el 8 una real orden al Consejo de Estado, cuyo presidente era el ilustre don Joaquín Blake, mandándole le propusiese lista triple de personas capaces de suceder a los actuales secretarios del Despacho. Pero aquella corporación, que tenía acerca de los ministros una opinión enteramente contraria a la del Ayuntamiento, expuso a S. M. que «si siempre estas variaciones traen inconvenientes y peligros, la que en aquel momento se pretendía traería la ruina cierta de la nación, y antes la del trono de S. M.» Y se atrevió también a decirle, «que no sería extraño que con tan intempestiva mudanza se fortificasen las sospechas que se había procurado hacer cundir, de que los facciosos han creído tener para ellos de su parte la voluntad de S. M.{8}» Pidió, sin embargo, nuevamente el rey al Consejo la propuesta de personas para ministros, y el Consejo no solo insistió en su anterior consulta, sino que le hizo grandes elogios de los actuales (10 de julio), diciendo que se estaba en el caso de empeñar el honor, el patriotismo y el celo por el bien público de los últimos siete secretarios para que continuaran dando nuevas pruebas de estas virtudes, y mereciendo bien de la patria en momentos en que tanto necesitaba de los esfuerzos de sus hijos.

A pesar de todo, nombró el rey aquel mismo día ministro de la Gobernación de la Península a don José María Calatrava, en reemplazo de Moscoso de Altamira; medida que se consideró como transitoria. Y en cuanto al segundo extremo de la exposición del Ayuntamiento, referente al castigo de los conspiradores contra la libertad, el rey, procediendo según su costumbre, de sacrificar después de un plan frustrado a los que más por él se habían comprometido, no solo dio las gracias a las autoridades y milicia por su valeroso comportamiento, sino que mandó formar causa a su Guardia, nombrando fiscal de ella a don Evaristo San Miguel, separó de su lado a su mayordomo mayor, capitán de alabarderos y primer caballerizo, que lo eran el duque de Montemar, el de Castroterreño y el marqués de Bélgida, y confinó a diferentes y apartados puntos al marqués de Castelar, al de Casa-Sarriá, y a los generales Longa y Aymerich, que habían sido los hombres de su predilección y confianza.

Uno de aquellos mismos días (el 9) llamó el rey al general Riego, manifestole la estimación en que le tenía, que no deseaba sino el bien de todos los españoles, y que en lo sucesivo no daría entrada en su corazón a los consejos de hombres pérfidos. Debió creer el cándido general la súbita conversión del monarca, y corrió al ayuntamiento, al cual regaló una medalla de plata con emblemas de la Constitución, y saliendo a uno de los balcones arengó a la milicia que en la calle se hallaba formada, y entre otras cosas le dijo que deseando el rey que no se cantase el Trágala, por los disgustos que había originado, había ofrecido a S. M. que se haría así, y les rogaba que lo cumpliesen, así como les suplicaba que no victoreasen más su nombre, puesto que se había convertido en grito de alarma. Ambas cosas le prometieron los milicianos, y el ayuntamiento en su virtud dio una alocución, prohibiendo la canción del Trágala y los vivas a Riego, y mandando prender al que no obedeciese la orden.

No obstante la consulta e informe del Consejo, Martínez de la Rosa y Garelly insistieron en su dimisión, y la presentaron por octava o décima vez, el primero con fecha 19 de julio, el segundo con la del 22, y en términos aún más vigorosos y resueltos que las anteriores. El rey admitió la de Garelly al siguiente día 23; la de Martínez de la Rosa, reiterada el 26, fue al fin admitida el 27. Este distinguido hombre público cedió a favor de la nación todos los sueldos que le correspondían por el tiempo que había desempeñado la secretaría de Estado, por cuyo desprendimiento le dio el rey las gracias, y lo mandó publicar en la Gaceta. Provistos interinamente casi todos los ministerios, a excepción de el de la Guerra, que se confirió al general López Baños, comandante general que era de Navarra y Provincias Vascongadas, reservose la designación del resto del gabinete hasta que este ministro viniese a Madrid.

Vino en efecto a principios de agosto, y fácilmente se puso de acuerdo con el rey para la formación del nuevo ministerio. Nombrose, pues, ministro de Estado (5 de agosto) a don Evaristo San Miguel, ayudante general de Estado mayor, que equivalía entonces al empleo de coronel; de la Gobernación de la Península a don Francisco Gasco; de la de Ultramar a don José Manuel Vadillo; de Gracia y Justicia a don Felipe Navarro; interino de Hacienda a don Mariano de Egea, director de rentas, y de Marina al capitán de fragata don Dionisio Capaz, casi todos ex-diputados de las Cortes de 1813, o al menos de las de 1820 y 1821.

Así acabó el ministerio de Martínez de la Rosa, y con él la administración del partido moderado, que desde 1820, con ministerios de matices más o menos vivos, había empuñado las riendas del gobierno. Acusóseles por unos de haberlas abandonado en los momentos en que no podían menos de tomarlas los hombres de ideas más avanzadas. Criticóselos por otros de faltos de acción, de excesivamente temerosos de las máximas y reformas revolucionarias, y de haberse suicidado por la esperanza de modificar el código de que recibían la fuerza para contrarrestar las tendencias reaccionarias del monarca; mientras otros los censuraban por no haberse puesto resueltamente de parte de la reforma de la Constitución, tal como la Francia lo deseaba y proponía. La verdad es, que atendido el apasionamiento y la exacerbación de los partidos, las conspiraciones incesantes de unos y otros, y la que se fomentaba y mantenía dentro del mismo palacio, su posición era en extremo espinosa y difícil, y dificilísimo guiar y conducir con acierto la nave del Estado, por mucha que fuese, como lo era, su ilustración, y por rectas que fuesen, como lo eran, sus intenciones. Y la verdad es también, que como afirma un escritor no apasionado de aquel ministerio, con el monarca al frente, la libertad era imposible, y con la ley en la mano no se podía atacar al monarca.» Por lo demás, después de los sucesos de julio no podían dejar de pasar las riendas del gobierno a manos de hombres de otro partido.




{1} Se concedió a su viuda el sueldo entero que él disfrutaba, y se declaró que sus hijos serían educados a expensas de la nación. Fernando rubricó este decreto.

{2} Cuéntase que habiéndole propuesto Riego atacar la guardia real, le preguntó con cierta irónica sonrisa: «¿Y quién es usted? –Soy, le respondió aquél, el diputado Riego.– Pues si es vd. el diputado Riego, le replicó Morillo, vaya vd. al Congreso, que aquí nada tiene que hacer.» Y le volvió la espalda. Que entonces Riego dijo a sus amigos: «La libertad se pierde hoy; estamos rodeados de precipicios.» Añádese que estas palabras hicieron correr entre los milicianos la voz de que los vendían, pero que el conde de Cartagena se mostraba superior a todos estos rumores y alarmas.

{3} Entre los agresores que acometieron la plaza iba el bizarro oficial don Luis Fernández de Córdoba, a quien no sirvió el aliento que procuró inspirar a los suyos. Por parte de los constitucionales dio el general Álava un testimonio de heroico valor y serenidad, mandando las operaciones sentado en una silla, a causa de hallarse padeciendo gravemente de sus inveterados males. Morillo se dedicó a ganar el edificio de las reales Caballerizas, a donde acudieron también los guardias que se habían mantenido leales.

{4} Los jefes militares que defendían aquel día la causa constitucional eran Morillo, conde de Cartagena, Ballesteros, Álava, Copons, Riego, el conde de Oñate, el duque del Parque, Palarea, Infante, San Miguel, Grases y otros varios.

{5} Dice un escritor que al llegar a este tiempo Morillo a las puertas de palacio, el rey se asomó al balcón, y le mandó perseguir a los batallones de su guardia, gritando: «¡a ellos! ¡a ellos!» «Rasgo de cobardía y de bajeza, añade, indigno de un pecho honrado,» &c.

{6} Si hemos de creer los partes oficiales, poca fue la que se derramó en los ataques de la noche, pues según el del comandante de la Milicia nacional situada en la Plaza Mayor, la pérdida de los milicianos consistió en tres muertos, cuarenta y un heridos y diez y seis contusos; la de los guardias en catorce muertos, sin expresarse el número de heridos. La pérdida en la plazuela de Santo Domingo, según el parte de don Evaristo San Miguel, no pasó de cuatro muertos.

La mayor fue la que tuvieron los guardias fugitivos en el alcance de la tarde.

{7} En aquel mismo día apareció en la Gaceta el siguiente artículo, fechado del 7:

«Hoy ha visto esta capital una de las escenas más execrables que se pueden imaginar. Esta patria común de todos los españoles, este pueblo pacífico y generoso, modelo de todas las virtudes sociales, se ha visto atacado en su propio seno por aquellos mismos a quienes las leyes del honor y de la naturaleza imponían solemnemente la sagrada obligación de defenderle. Uno de los cuerpos de la Guardia real que han levantado estos días el estandarte de la insurrección contra su patria y contra su mismo rey, a quien aparentaban defender, vino anoche desde el Pardo a atacar la capital por el punto de la Plaza, hasta cuyas inmediaciones logró penetrar, favorecido de la oscuridad.

»Estos facciosos emprendieron sin duda semejante operación, y contaron con un feliz resultado, porque creían neciamente que la Milicia nacional, cuya principal fuerza estaba situada en aquel punto, se dejaría arrollar cobardemente por ellos, y lograrían cuando menos quitarle la artillería. Pero ¡cuán fallidas les salieron sus esperanzas! Esta Milicia heroica les hizo un vivísimo fuego con un valor digno de la causa de la libertad.

»Esta Milicia, verdaderamente nacional, lauro y honra eterna de su patria, sostenida por la artillería, logró rechazar a aquellos genízaros, que allá en su bárbaro orgullo contaban con una victoria fácil, concurriendo igualmente a ello los demás cuerpos de esta benemérita guarnición, y la mayor parte de la oficialidad, muchos sargentos, cabos y soldados de la misma Guardia real, que habían podido abandonar a los insubordinados, los cuales todos a competencia han cooperado a la conservación de nuestras libertades, y salvar a esta populosa capital de los horrores del desorden, de la sedición y de los asesinatos, dando las más relevantes pruebas de su valor, de su disciplina, de su amor a la patria y de su decisión a sostener sus sagrados juramentos.

»Los dignos militares que en este día, de solemne memoria, han dirigido esta gloriosa acción, y han salvado a su patria, harán la relación de estos sucesos tales como han sido, refiriendo todos sus interesantes pormenores; pero entretanto no podemos menos de levantar nuestra débil voz a la faz de todo el universo para afear este enorme crimen, y demostrar una tierna gratitud a nuestros heroicos defensores. Venir a ejercer los furores de la guerra dentro de una gran población, dentro de la misma capital de las Españas, exponiéndola a todos los horrores de un combate, al incendio, al saqueo, a la muerte de millares de víctimas inocentes, es una maldad tan espantosa que nadie podía imaginarla, ni que hubiese españoles capaces de cometerla. Sin embargo, es muy cierto que este atentado inaudito se ha cometido por soldados españoles.

»¿Y cuál ha sido el motivo de tan bárbaro arrojo? ¿Cuál la razón poderosa que estos hombres han tenido para despedazar de este modo el seno de su madre patria? El restablecer al rey en su poder absoluto, es decir, el esclavizar la patria, el hacerla doblar la cerviz al yugo de una infame servidumbre, el volverla a sumergir en la más profunda barbarie para que sea la más desventurada de todas las naciones. Este es el fin que se proponían y proponen estos hombres indignos del nombre español. ¡Oh, qué días de dolor y de luto nos darían si consiguiesen que triunfase su detestable causa! La imaginación más viva e inflamable es incapaz de calcularlos: oprobio, miseria, ignorancia, pobreza, despoblación, ruina, costumbres depravadas, perfidias, delaciones, persecución, suplicios…

»Estos serían los amargos frutos que cogería la nación española, si se dejase arrebatar la libertad que ha adquirido a costa de inmensos sacrificios, y de que es tan digna y acreedora. Pero ¿quiénes son los hombres que pretenden privarla de tan inapreciable bien? ¿Dónde están sus luces, sus talentos y sus virtudes para gobernar y hacer feliz a un gran pueblo? Cuando fueron árbitros de su suerte, ¿qué beneficios le hicieron? ¿qué papel representó en los seis años de arbitrariedad la magnánima nación española entre las demás naciones de la Europa a quienes enseñó a defender su independencia? Pero ¿qué dignidad, qué grandeza, qué decoro había de tener un pueblo esclavizado y entregado a manos de una facción egoísta y acostumbrada a la adulación cortesana, de una facción que abusaba de la confianza y del poder del rey solo para saciar su codicia y ambición?

»Partidarios del poder absoluto, si no fuerais los más ignorantes y estúpidos de los hombres, os avergonzaríais de la mala causa que defendéis. Si semejantes hombres fueran capaces de razón, se convencerían de que es imposible restablecer el despotismo, a no ser sobre sangre y ruinas; y en fin, llegarían a persuadirse de que en el estado actual de civilización solo puede ser partidario del poder absoluto un bárbaro o un malvado.

»No nos es posible especificar por ahora cual deseáramos los pormenores del ataque de este día, en que acabó de sucumbir el partido anti-constitucional, y quedaron frustradas todas sus locas esperanzas; pero a lo menos diremos que los individuos de la Guardia real, que no conociendo el espíritu público de la Milicia voluntaria de Madrid, de su guarnición, y de todos sus decididos habitantes (de los que muchísimos espontáneamente se han presentado también a la defensa de la libertad), intentaron tan temeraria empresa, fueron víctimas de su necio orgullo, y los que pudieron escapar de la venganza de los valientes se metieron apresuradamente en Palacio, donde se hallaba el resto de los insubordinados. El gobierno no vio ya otro medio que el de tomar prontamente medidas vigorosas. A media tarde salieron huyendo por la parte del río los que por la mañana se ocultaron en el recinto de Palacio, y han sido perseguidos por la caballería y artillería: el resto de los insubordinados cedió, y salieron inmediatamente esta tarde para varios pueblos de las cercanías de la capital, habiendo entrado a hacer la guardia de palacio el regimiento del Infante don Carlos, y quedando calmada ya la efervescencia de los ánimos y tranquilizados todos los espíritus. Bien quisiéramos publicar todas las circunstancias ocurridas en este día; pero no es fácil poder expresarlas por ahora con entera exactitud.»

En los siguientes días se fueron insertando los partes oficiales de cada uno de los jefes de las tropas leales, de los cuales, aparte de los consiguientes pormenores, consta en sustancia lo mismo que llevamos referido.

{8} Hacía además el Consejo en aquel documento la siguiente juiciosa reflexión: «Por desgracia es ya escandalosamente dilatada la lista de los que llamados al ministerio han salido de él, aunque no se incluyesen en ella más que las personas que han ejercido estas funciones desde el restablecimiento del sistema actual. Los que son capaces de desempeñar estas funciones no son en gran número, ni aun en los países más adelantados en ilustración, y a V. M. se le induce a estas frecuentes mudanzas del ministerio, cuando desgraciadamente no puede ser grande la latitud para la elección.»