Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro XI Reinado de Fernando VII

Capítulo XII
Ministerio de San Miguel
La regencia de Urgel
1822 (de agosto a octubre)

Carácter y condiciones de los nuevos ministros.– No podían ser aceptos al monarca.– No permiten al rey salir a San Ildefonso.– Proceso de los sucesos de julio.– Ejecuciones.– Causa que se formó al general Elío.– Muere en un cadalso.– Circunstancias del proceso y de su muerte.– Carta que escribió en la capilla.– Facciones en provincias.– Formación e instalación de la Regencia de Urgel.– Proclama de los regentes.– La que dio por su parte el barón de Eroles.– Reconocen todos los absolutistas la Regencia.– Vuelo que toman las facciones en Cataluña.– Queman los liberales en Barcelona el Manifiesto de la Regencia.– Prisiones arbitrarias.– Mina, nombrado capitán general del Principado.– Emprende la campaña.– Primeras operaciones.– Liberta a Cervera.– Propone el gobierno que se reúnan Cortes extraordinarias.– Repugnancia del rey.– Es vencida.– Decreto de convocatoria.– Manifiesto notable del rey a la nación.– Exequias fúnebres por las víctimas del 7 de julio.– Fiesta cívica popular en el salón del Prado de Madrid.
 

Que después del desenlace de los sucesos de Julio el timón de la nave del Estado en los borrascosos temporales que corrían no había de encomendarse a manos de los hombres del partido moderado, cosa era que estaba en el convencimiento y en la conciencia de todos. La dificultad estaba en encontrar en los del bando opuesto cabezas bastante capaces, caracteres bastante firmes, y brazos bastante vigorosos para sacarla a salvo de tan proceloso mar, y sin que por efecto de un impulso excesivamente enérgico, y no templado por la prudencia, se estrellara contra alguno de los muchos escollos del revuelto piélago.

Decisión, patriotismo, desinterés y pureza no podían negarse a los nuevos ministros. Diputados de oposición en anteriores Cortes tres de ellos, pertenecientes otros dos al ejército revolucionario de la Isla, conocidos también los restantes como hombres del partido exaltado, procedentes todos de las sociedades secretas, en cuyo seno se había elaborado su administración, no muy legal para algunos, o al menos equívoco el modo con que habían sido elevados a aquellos cargos, fue sin embargo su nombramiento recibido con aceptación por los que vituperaban la imprevisión o negligencia de sus antecesores, por los que a vista del gran peligro que habían corrido las libertades públicas, y escarmentados con la odiosa y terrible conspiración que acababa de ser como milagrosamente conjurada, preferían al saber y al talento distinguido el valor y la resolución para arrostrar todo género de peligros. Sus modestas posiciones no hacían esperar verlos de pronto tan altamente encumbrados. Por su capacidad no había brillado ninguno todavía; y si bien no ocupaban el último lugar en la escala de los talentos, y alguno de ellos acreditó en lo sucesivo en una larga y gloriosa carrera poseer cualidades eminentes, que con justicia le colocaron entre nuestros más esclarecidos repúblicos, entonces no había tenido todavía ocasión de desplegarlas, y su posición social aun no correspondía a las elevadas funciones a que fue llamado.

Pero si el nuevo ministerio, por su significación política, y por ser nacido de la secta masónica, disgustó a la parcialidad moderada, y especialmente a los que en ella llevaban el nombre de anilleros, no disgustó en menor grado a la sociedad de los comuneros, rival y enemiga de aquella, como hija emancipada y rebelde a su madre. Quejáronse, pues, y se dieron por agraviados los comuneros de no haber tenido participación en el gabinete; y como éstos eran los más inquietos y acalorados, resultaba que con ser los ministros de la sociedad masónica, y del partido que antes se denominaba exaltado, pasaban para muchos por gente templada, más de lo que las circunstancias requerían. Que no se sabe los puntos a que puede llegar la escala de la exaltación en periodos de lucha y de fanatismo político.

Tales eran los ministros de que se rodeó Fernando VII el 5 de agosto de 1822, en circunstancias que habrían puesto a prueba a los más expertos políticos y a los hombres de más discreción, saber y capacidad. Que no podían ser aceptos a los ojos del rey, cuando sus antecesores, tan diferentes de ellos, no habían logrado obtener su benevolencia, conocíanlo sobradamente ellos mismos, como conocían que no habían de ser agradables a las cortes extranjeras. Mas ellos se propusieron, marchando francamente con los principios de un liberalismo puro y con las doctrinas del partido que se llamaba exaltado, más que esforzarse por vencer repugnancias y antipatías que consideraban invencibles, vigorizar el espíritu público liberal, aprovechando las favorables impresiones del reciente triunfo; más que hacer programas ni manifestaciones políticas, vencer cuanto antes las facciones y sofocar la guerra civil que por todas partes ardía imponente; más que entretenerse en negociaciones diplomáticas, hacer fuerte la nación para hacerla respetar de los gabinetes extranjeros. Pero la dificultad consistía en hacerlo de modo que en vez de contener o reprimir la reacción, no la empujaran más con medidas patrióticas que dieran aliento a la anarquía.

De contado al siguiente día de su nombramiento presentóseles ocasión de contrariar abiertamente la voluntad del rey. Anuncioles Fernando su resolución de trasladarse al real Sitio de San Ildefonso; paso en verdad impolítico en la disposición en que se hallaban los ánimos, y más cuando una fatal experiencia había hecho mirar cada salida del rey a los sitios como síntoma y anuncio de próximas perturbaciones y disgustos. El nuevo ministerio se opuso a ello. El Ayuntamiento por su parte hizo una enérgica representación en el propio sentido. Consultose al Consejo de Estado, al cual hicieron fuerza las razones que ante él expuso el gobierno para oponerse a la salida del rey, y la salida se suspendió. Durante toda la época de aquel ministerio, el rey no salió nunca de la capital. Como medida política, pudo ser conveniente y evitar acaso consecuencias funestas; mas por otra parte aquello mismo daba pié, entre otras cosas, a que los enemigos propalasen que los ministros tenían al monarca en continua cautividad. Obligáronle también a separar de su lado antiguos servidores, y aunque Fernando aparentaba hacerlo sin repugnancia, servíale para quejarse a espaldas de los ministros de la opresión en que éstos le tenían.

Atribuyóseles haber activado el proceso contra los autores de la rebelión militar de julio, como igualmente contra los carabineros y batallón provincial de Córdoba que se habían sublevado en Castro del Río, y sucumbido en la Mancha acosados por las tropas leales. Cierto que el mismo día que se publicó el cambio ministerial fue condenado por un Consejo de guerra a la pena de muerte en garrote el soldado de la guardia real Agustín Ruiz Pérez (6 de agosto), uno de los asesinos del desgraciado Landáburu, cuya sentencia se ejecutó el 9. Mas ni en esto pudieron tener parte los nuevos ministros, ni el delito era de los que podían quedar impunes, ni con éste ni con ningún gobierno. Algo más pudo prestarse a la censura la muerte que sufrió también en garrote (17 de agosto) por igual sentencia de otro Consejo el primer teniente de la misma Guardia don Teodoro Goiffieu, que si bien era un hecho probado la parte que tomó en la insurrección y en los movimientos del 7 de julio, suponíase haber sido sacrificado a exigencias de la fogosa y fanática muchedumbre. Y por último, no ha dejado de inculpárselos el consentir o tolerar que en provincias se persiguiese a los palaciegos desterrados, y aun a las principales y primeras autoridades del gobierno anterior, como Morillo y San Martín.

Pero la víctima más ilustre de esta época de pasión política fue sin duda el general Elío. Desde 1820 yacía en los calabozos de la ciudadela de Valencia este general, instrumento principal de la reacción de Fernando VII en 1814, implacable perseguidor de los liberales valencianos en los seis años siguientes, profundamente aborrecido de todos los que habían sufrido los rigores de su tiranía, y destinado a expiar la sangre de los desgraciados Vidal, Bertrán de Lis y demás que su despotismo había hecho perecer en los cadalsos. Si la ley le hubiera impuesto esta expiación por crímenes o desafueros legalmente probados, su castigo habría sido ejemplo y escarmiento saludable para los que abusan del mando. Mas cuando la pasión, la venganza y el implacable y ciego encono se subrogan a la legalidad y a la justicia, la víctima mueve a compasión, la sangre inmolada mancha a los sacrificadores, y el espíritu recto que antes se sublevaba contra las demasías de un déspota, se levanta después y se indigna contra la tropelía de muchos tiranos.

Referido dejamos atrás cómo el general Elío había sido envuelto en el proceso que se formó en Valencia sobre la desatentada sublevación de los artilleros, a pesar de haberse negado, o por virtud, o por temor, o por cálculo, a ponerse al frente de los insurrectos, volviendo él mismo a encerrarse en su calabozo para no tomar parte alguna en aquella intentona. Implicado no obstante en el proceso, haciendo servir de cargo una carta que se dijo haberle encontrado, escrita a una hermana que no tenía, y las declaraciones de algunos artilleros, que por salvar su vida se prestaron a todo, pero lejos de habérsele podido probar plenamente el delito que se le imputaba, reuniose el Consejo militar, compuesto de oficiales de la milicia, para fallar la causa (27 de agosto). El comandante general de la provincia, conde de Almodóvar, había hecho dimisión de su cargo. El barón de Andilla que le reemplazó, se relevó del mando por enfermedad dos días antes de reunirse el Consejo. El general a quien por ordenanza le correspondía, excusose también fundado en sus achaques. Negáronse otros a aceptarle por parecidas razones. El brigadier Cisneros en quien recayó, fue obligado también a renunciar en la noche del 26. Por último vino a parar el mando superior de las armas al teniente coronel don Vicente Valterra, acaso por compromisos a que no pudo resistir.

Lleno ya, aunque con ímprobo trabajo, este requisito, reuniose el Consejo en el teatro de la universidad a las diez de la mañana del 27. El defensor de Elío, no pudiendo, o verosímilmente no atreviéndose a asistir en persona, envió su defensa escrita, que leyó el fiscal. A la puerta del edificio se habían reunido grupos imponentes: la ciudad esperaba en pavoroso silencio el resultado del proceso, cuya lectura duró hasta la una de la mañana del 28, hora en que el Consejo se trasladó a la ciudadela, porque Elío había solicitado hablar en justificación de su inocencia. Sacado en efecto del calabozo, y presentado ante el Consejo, habló con la serenidad propia de su rígido y firme carácter. Vuelto a conducir al calabozo, el Consejo procedió a deliberar. El fallo fue unánime, y el general fue condenado a la pena de muerte en garrote vil, previa degradación conforme a ordenanza{1}. Pasado el proceso al comandante general, y evacuado el dictamen por el asesor, todavía Valterra no se atrevió a firmar la sentencia, y ofició al brigadier Espino que se hallaba en Murcia, y a quien por ordenanza correspondía el mando general del distrito, encargándole se presentase con toda urgencia. Como no pareciese ni contestase, despachole un extraordinario para que acelerase su venida, exponiéndole el peligro que con su tardanza corría la tranquilidad pública. Espino sin embargo no llegaba, y el 2 de setiembre grupos de gente feroz pedían a gritos la ejecución de la sentencia: el ayuntamiento ofició a Valterra exhortándole a que pusiera término a aquella conmoción, y Valterra firmó en la noche del mismo día la aprobación de la sentencia, y el 3 lo comunicó en la orden general a la guarnición, refiriendo cuanto había pasado, y en términos que revelaban bien la violencia que se había hecho y la presión que había sufrido.

Oyó Elío su sentencia de rodillas y con resignación admirable, diciendo a los que le invitaban a que se levantase que así lo prescribía la ordenanza, y añadiendo después, que desde su nacimiento estaba escrito en el libro de la vida que el 4 de setiembre de 1822 había de ser el último de su existencia en este valle de lágrimas. Abrazó al fiscal y al escribano, y trasladado a la pieza que había de servirle de capilla, escribió allí a su esposa una carta llena de unción religiosa y de sentimientos tiernos, muy propios de aquella situación, pero que resaltaban más en el hombre de hierro de 1814, en el hombre inexorable que a tantos desgraciados había condenado al último suplicio{2}. Contrastaba su tranquilidad cristiana en la capilla con los gritos de ¡muera el tirano! ¡muera el traidor Elio! que el feroz populacho daba a la parte exterior de la fortaleza. El día 4 (setiembre) fue conducido al patíbulo, vestido de uniforme y con todas sus condecoraciones e insignias, notándose un silencio sombrío en la ciudad, porque aquel hombre tan aborrecido en Valencia por sus crueldades y tiranías, había llegado a excitar la compasión y el interés de los amantes de la justicia, por la convicción de que no era criminal en la causa que le llevaba al suplicio. Al llegar a la puerta del Real un hombre al parecer demente gritó: «¡Elío, no temas!» y rompiendo las filas se dirigía al general: contúvole la guardia, y Elío levantando la cabeza dijo tranquilamente a la escolta: «¡Adelante, adelante!» Llegado al lugar terrible, subió con serenidad al tablado, sufrió inmutable el doloroso acto de la degradación, acomodose por sí mismo la lúgubre túnica, oró arrodillado, y a los pocos momentos dejó de existir, habiendo excitado las simpatías hasta de sus más encarnizados enemigos, de los mismos que le habrían condenado a muerte por sus anteriores desafueros, probados de un modo legal. Al día siguiente entró en Valencia don Asensio Nebot con algunos milicianos nacionales de Madrid, a quienes los valencianos recibieron en triunfo orlando sus fusiles con coronas de laurel en premio de sus hazañas del 7 de Julio.

La guerra civil ardía entretanto en la península, devastando principalmente las provincias de Cataluña, Aragón, Navarra y Vizcaya, y en escala inferior las de Castilla, Galicia, Valencia y Extremadura, alcanzando también a las Andalucías. Con vivo deseo de extinguirla nombraron los nuevos ministros para el mando de las armas jefes activos y resueltos, comprometidos por la causa de la libertad; y así como confiaron el cargo de jefe político de Madrid al brigadier don Juan Palarea, y el de comandante general de Castilla la Nueva a don Francisco Copons, reemplazado después por don Demetrio O'Daly, así encomendaron el mando superior militar de Galicia al general Quiroga, y confirieron a Mina el del ejército de Cataluña, separando además a varios jefes de regimientos que no inspiraban confianza a los nuevos secretarios del Despacho.

Las facciones de Cataluña eran las que habían recibido más considerable aumento, aguijadas y a veces capitaneadas por los curas, que no hacían escrúpulo de ponerse a la cabeza de feroces e ignorantes hordas. Pero quien dio a la rebelión más importancia e impulso fue el barón de Eroles, de la nobleza del país, general de la guerra de la independencia, y de muy diferentes costumbres y tendencias que el Trapense y otros guerrilleros. Interesábale mucho a él y a la causa realista apoderarse de un punto fuerte, y lo consiguió con la toma de la Seo de Urgel, que sin ser fortaleza de primer orden era de gran conveniencia y abrigo a las facciones por su situación en la montaña, y sobre todo por la significación que tenía para con las naciones que protegían el absolutismo.

Desacordes entre sí los agentes de la contrarrevolución española en el extranjero, Eguía, Ugarte, Balmaseda, Mataflorida, Morejón y demás, como lo andaban los que desde el centro reaccionario de España les comunicaban sus planes e instrucciones, el éxito para ellos fatal de la conjuración del 7 de Julio en Madrid había hecho inclinar la balanza del lado de los que, como el marqués de Mataflorida, trabajaban por la restauración completa del más puro absolutismo, sin mezcla de reforma constitucional. Y como le hubiesen sido ofrecidos auxilios de Francia luego que los realistas hubieran tomado una plaza fuerte, y como de Madrid le fueran trasmitidas órdenes para que estableciese en ella una regencia, vio Mataflorida triunfante su política y satisfechas sus aspiraciones, y así invitó inmediatamente al arzobispo preconizado de Tarragona don Jaime Creux y al barón de Eroles para que con él formasen la regencia, que había de establecerse en la Seo de Urgel, como así se verificó el 15 de agosto, tomando el de Mataflorida la presidencia en virtud de autorización real. Así obraba Fernando, en tanto que acá halagaba y entretenía hipócritamente al partido moderado constitucional, y más hipócritamente todavía firmaba sin escrúpulo todo lo que un ministerio exaltado le proponía contra los moderados y contra los absolutistas.

Instalose la Regencia de Urgel con todo aparato y solemnidad, enarbolando una bandera con las armas reales de un lado, y del otro una cruz con el lema: In hoc signo vinces, y proclamando un rey de armas y el alférez mayor de la ciudad, como en las antiguas proclamaciones de los reyes: ¡España por Fernando VII! Y todo esto con músicas y repiques de campanas, y seguido de una procesión que recorrió con toda pompa las calles. Aquel mismo día publicó la Regencia un Manifiesto, en que se ofrecía que todas las cosas se restituirían al ser y estado que tenían el 9 de marzo de 1820, declarándose nulo y de ningún valor lo hecho desde aquel día en nombre del rey. Pero lo extraño y singular fue, que no participando de estas ideas el barón de Eroles, siendo por el contrario hombre de opiniones templadas, y habiendo manifestado ya antes que quería se diese una Constitución al pueblo, al mismo tiempo que suscribió el Manifiesto con los demás regentes, dio él separadamente y de su cuenta una proclama, en que decía: «También queremos Constitución; queremos una ley estable por la que se gobierne el Estado; pero queremos al mismo tiempo que no sirva de pretexto a la licencia ni de apoyo a la maldad; queremos que no sea interpretada maliciosamente, sino respetada y obedecida; queremos en fin que no sea amada sin razón, ni alabada sin discernimiento. Para formarla no iremos a buscar teorías marcadas con la sangre y desengaño de cuantos pueblos las han aplicado, sino que recurriremos a los fueros de nuestros mayores; y el pueblo español, congregado como ellos, se dará leyes justas y acomodadas a nuestros tiempos y costumbres bajo la sombra de otro árbol de Guernica… El rey, padre de sus pueblos, jurará como entonces nuestros fueros, y nosotros le acataremos debidamente.{3}»

No obstante esta divergencia de opiniones, reflejo de la que hemos notado entre los que conspiraban y combatían contra el sistema constitucional, no menos desacordes entre sí que los liberales, prevaleció el sistema absolutista puro de la mayoría de la Regencia, que era en verdad el más acepto y agradable al rey. El mismo Morejón, que tanto había trabajado en París por la reforma de la Constitución con las dos cámaras, envió su adhesión al Manifiesto, acaso obedeciendo a órdenes superiores. Eguía consultó a la junta de Navarra, al inquisidor general y a otros personajes, pidiéndoles consejo, y con su respuesta se sometió a la Regencia, despachando expresamente con el acta del reconocimiento a su sobrino Urbistondo. Otro tanto hicieron los obispos expatriados, las juntas Apostólicas de Galicia, Aragón, Navarra y Mequinenza, y en general todas las corporaciones e individuos, así militares como paisanos, que defendían la causa realista.

Con la instalación de la Regencia tomaron vuelo y cobraron brío las facciones, señaladamente en Cataluña, acaudilladas por Romagosa, el Trapense, Romanillos, Mosen Antón, Misas, Miralles y otros cabecillas, que reconocían por jefe al barón de Eroles, y algunos de los cuales conducían cuerpos de más de dos mil hombres, que con la protección del país, y hasta de las mujeres, o burlaban la persecución de las tropas, o las sorprendían ellos muchas veces. Así sucedió, que habiendo bajado incautamente a la población los soldados que guarnecían el fuerte de Mequinenza, apoderáronse de ellos los vecinos, los cuales, trepando al castillo que encontraron indefenso, asesinaron al gobernador, y se ensangrentaron después con los infelices y sorprendidos soldados. Corríase por Aragón el Trapense, donde tuvo algunos encuentros desfavorables; si bien la columna de Tabuenca que le había escarmentado cayó después en manos del barón de Eroles, que quitó indignamente la vida a aquel intrépido jefe después de haberse rendido. Andaban también por Aragón otras bandas de gente desalmada y soez capitaneadas por cabecillas como Capapé, Rambla, Chambó y otros, a quienes perseguían Zarco del Valle y el Empecinado. En Navarra el general Quesada, ayudado por don Santos Ladrón, Uranga, Juanito y otros varios, no habiéndole permitido López Baños tomar ninguna plaza, estableció su base de operaciones en el fuerte de Irati, sobre la misma frontera. Agitaba el cura Merino la Castilla; devastaba Cuevillas el antiguo reino de León, y saliendo Zaldívar de la Serranía de Ronda, esparcía el terror en los campos de Andalucía.

Irritados, por el contrario, los liberales de Cataluña con la declaración de la Regencia de Urgel, hiciéronla quemar en Barcelona por mano del verdugo. Hubo con este mismo motivo muchas prisiones de sujetos desafectos a la causa de la libertad; acaso lo fueron con razón y justicia algunos, tal vez otros por resentimientos y venganzas personales, como en casos semejantes acontecer suele. Los más fueron conducidos de noche a la ciudadela, y embarcados al día siguiente para las Baleares. Deplorables excesos, pero propios de la exaltación de las pasiones, provocada por multitud de causas, y que todo el celo y energía de las autoridades no bastaba a contener.

Foco principal de la guerra el Principado de Cataluña, derramadas por él facciones numerosas, y dueñas de casi toda la montaña, protegidas por la Francia, de donde sacaban municiones, pertrechos y recursos, y en cuyo suelo encontraban asilo en sus persecuciones o reveses, con un gobierno que funcionaba a nombre del rey, y en correspondencia la junta con los gabinetes extranjeros enemigos de la Constitución española, con razón atendió el gobierno de Madrid y se consagró con preferencia a emplear todos los medios posibles para apagar el fuego que vorazmente ardía en el Principado; y fue atinado acuerdo el enviar e investir del mando superior militar y político de aquellas provincias a un hombre de los antecedentes, de las prendas y de la reputación del general Mina, cuyos compromisos y cuya decisión por la causa de la libertad inspiraban completa confianza. Escasos fueron los recursos y las fuerzas que el gobierno pudo poner a disposición de tan distinguido guerrero, atendido el incremento que la facción había tomado en Cataluña, donde contaba por lo menos con un quíntuplo de la fuerza que aquél podía recoger y llevar.

Tomó sin embargo sobre sus hombros la difícil empresa que se le confiaba, y después de haber conferenciado en Madrid con los ministros, y elegido los jefes que habían de ayudarle, emprendió su marcha, deteniéndose lo puramente necesario para que se le incorporaran algunos regimientos. En Lérida dio una juiciosa y enérgica proclama a todos los habitantes del país (10 de setiembre), formó la primera división, cuyo mando confirió interinamente al brigadier Torrijos, y con noticia de que Cervera se hallaba ocupada por tres mil facciosos al mando del barón de Eroles, Romanillos y Miralles, y que tenían sitiada la guarnición en el edificio de la Universidad, púsose en movimiento el 13. Al día siguiente cayó sobre aquella ciudad, que no solamente había abandonado la facción, sino todos los habitantes, encontrando en ella solamente dos mujeres, consecuencia del mal trato que aquellos moradores habían experimentado otras veces de parte de las tropas leales, «y que no era, según consignó el mismo general en sus Memorias, lo que menos daño hacía a nuestra causa.» Publicó por lo tanto un bando prometiendo a los vecinos seguridad y protección en sus personas y propiedades, y castigos rigorosos por toda falta de subordinación y desorden en la tropa. Con lo cual se dispuso a proseguir la comenzada campaña. Pero dejémosle allí por ahora para dar cuenta de otros sucesos.

El gobierno, vistos los enormes gastos que la situación del país exigía, atendidos los apuros pecuniarios que se experimentaban, y teniendo presentes otras muchas consideraciones políticas, propuso al rey que se convocaran Cortes extraordinarias. La medida encontró en Fernando la repugnancia que era de esperar, pero resueltos los ministros a gobernar con arreglo a su sistema o a dejar sus puestos, fueron venciendo la resistencia del monarca, hasta recabar de él que accediese a convocarlas para los primeros días de octubre. El decreto de convocatoria se expidió el 15 de setiembre. Y como el gobierno creyese conducente para reanimar el espíritu público que el rey diese un Manifiesto a la nación alusivo a la situación del país, también condescendió a ello Fernando, y en su virtud al siguiente día 16 se publicó el famoso documento, que contenía ideas y frases como las siguientes:

«Españoles: Desde el momento en que, conocidos vuestros deseos, acepté y juré la Constitución promulgada en Cádiz el 10 de marzo de 1812, no pudo menos de dilatarse mi espíritu con la grata perspectiva de vuestra ulterior felicidad. Una penosa y recíproca experiencia del gobierno absoluto, en que todo suele hacerse en nombre del monarca menos su voluntad verdadera, nos condujo a adoptar gustosamente la ley fundamental, que señalando los derechos y obligaciones de los que mandan y de los que obedecen, precave el extravío de todos, y deja expeditas y seguras las riendas del Estado, para conducirle por el recto y glorioso camino de la justicia y de la prosperidad. ¿Quién detiene ahora nuestros pasos? ¿Quién intenta precipitarnos en la contraria senda? Yo debo anunciarlo, españoles: yo, que tantos sinsabores he sufrido de los que quisieran restituirnos a un régimen que jamás volverá… Colocado al frente de una nación magnánima y generosa, cuyo bien es el objeto de todos mis cuidados, contemplo oportuno daros una voz de paz y de confianza, que sea al mismo tiempo un aviso saludable a los maquinadores que la aprovechen para evitar el rigor de un escarmiento.

»Los errores sobre la forma conveniente de gobierno estaban ya disipados al pronunciamiento del pueblo español en favor de sus actuales instituciones… Pero este odio contra ellas no llegó a ser extinguido, antes cobrando vehemencia se convirtió criminalmente en odio y furor contra los restauradores y los amantes del sistema. Ved aquí, españoles, bien descubierta la causa de las agitaciones que os fatigan… Las escenas que produce esta lucha entre los hijos de la patria y sus criminales adversarios son demasiado públicas para que no llamen mi atención, y demasiado horrorosas para que no las denuncie a la cuchilla de la ley, y no conciten la indignación de cuantos se precian del nombre de españoles. Vosotros sois testigos de los excesos a que se ha entregado y se entrega esa facción liberticida. No necesito presentaros el cuadro que ofrecen Navarra, Cataluña, y otras más provincias de este hermoso suelo. Los robos, los asesinatos, los incendios, todo está a vuestra vista… Fijadla sobre ese trono de escarnio y de ignominia erigido en Urgel por la impostura…– La Europa culta mira con horror estos excesos y atentados. Clama la humanidad por sus ofensas, la ley por sus agravios, y la patria por su paz y su decoro. ¿Y yo callaría por más tiempo? ¿Vería tranquilo los males de la magnánima nación de que soy jefe? ¿Escucharía mi nombre profanado por perjuros que le toman por escudo de sus crímenes? No, españoles; los denuncia mi voz al tribunal severo de la ley; los entrega a vuestra indignación y a la del universo. Sea esta vez el iris de paz, la voz de la confianza, que aplique un bálsamo a los males de la patria.– Valientes militares, redoblad vuestros esfuerzos para presentar en todos los ángulos de la península sus banderas victoriosas…– Ministros de la religión, vosotros que anunciáis la palabra de Dios, y predicáis su moral de paz y mansedumbre, arrancad la máscara con que se cubren los perjuros: declarad que la pura fe de Jesucristo no se defiende con delitos, y que no pueden ser ministros suyos los que empuñan armas fratricidas: fulminad sobre estos hijos espurios del altar los terribles anatemas que la Iglesia pone en vuestras manos, y seréis dignos sacerdotes y dignos ciudadanos.– Y vosotros, escritores públicos, que manifestáis la opinión, que es la reina de los pueblos; vosotros, que suplís tantas veces la insuficiencia de la ley y los errores de los gobernantes, emplead vuestras armas en obsequio de la causa nacional con más ardor que nunca… Curad llagas, no las renovéis; predicad la unión, que es la base de la fuerza…

»Las modernas Cortes españolas han reformado notables abusos, aunque queden otros por reparar. La sabiduría de sus deliberaciones ha acreditado con qué grandes fundamentos las luces del siglo reclaman el régimen representativo. Nadie toca más de cerca las necesidades de los pueblos, nadie las expone con más celo que los diputados por ellos escogidos. Yo me lo prometo todo del acierto de los vuestros, de vuestra unión íntima y sincera, de la activa cooperación de la autoridades económicas y populares, de la decisión del ejército permanente y milicia nacional, para completar la grande obra de vuestra regeneración política, y ascender al grado de elevación a que están destinadas las naciones que estiman en lo que vale la libertad. Mi poder, mi autoridad y mis esfuerzos concurrirán siempre a este fin.– Palacio, 16 de setiembre de 1822.– Fernando

Tal fue el documento que los ministros redactaron y el rey suscribió. Ni como producción literaria, ni como obra política podría resistir bien al escalpelo de una crítica severa. Pero las ideas eran sanas, bueno el propósito, y propio el lenguaje del partido que se hallaba en el poder. El rey se acomodaba bien a pronunciar las palabras que sus ministros, cualesquiera que fuesen, querían poner en sus labios. Solo una vez había añadido algo de su cuenta, y había producido un gran escándalo y una gran perturbación. Fuera de aquel caso, Fernando se prestaba a todo: con un ministerio liberal exaltado acomodábase a hablar a la nación el lenguaje del más puro y avanzado constitucionalismo; si escribía a Luis XVIII de Francia, pintaba con vivos colores los funestos efectos de las doctrinas y teorías de una libertad exagerada que no servían sino para traer continuamente agitadas las naciones; pero no buscando el remedio en la inquietud sepulcral del absolutismo, sino en el renacimiento de las antiguas instituciones de España; y al propio tiempo ordenaba la formación de la Regencia de Urgel, y mandaba a su presidente que proclamara el absolutismo{4}. Este era el manejo de Fernando, conocido ya a fuerza de usarle, y por eso los autores del Manifiesto pusieron en su boca lo que creyeron conveniente, pero con pocas ilusiones sobre el efecto que produciría.

En el mismo día que se dio el decreto de convocatoria a Cortes (15 de setiembre) se celebró en la capital una solemne fiesta religiosa y fúnebre en conmemoración de los que habían perecido el 7 de Julio con las armas en la mano en defensa de la libertad. Túvose esta solemnidad en el templo de San Isidro, donde concurrieron los ministros, las autoridades todas, las diputaciones de los cuerpos de la guarnición y milicia, desde soldados hasta generales, junto con un concurso inmenso, llamando la atención en medio de la corporación municipal un grupo de siete mujeres enlutadas, esposas o parientes de los muertos. Celebró de pontifical el obispo auxiliar; un elocuente orador dijo el sermón de honras, y durante las exequias, repetidas descargas saludaron los manes de las víctimas. Terminada la función, desfilaron todas las tropas por delante de la lápida constitucional.

Plausible era esta ceremonia fúnebre, como lo son siempre los sufragios que la religión recomienda consagrar a los difuntos, y más a los que han sucumbido por una causa patriótica y noble. Mas no fue, ni podía ser mirada del mismo modo por muchos otra fiesta puramente cívica y más bulliciosa que se dispuso y celebró a los pocos días (24 de setiembre). Fue ésta una comida popular que se dio al aire libre en el Salón del Prado. Bajo un inmenso toldo se colocaron cerca de ochocientas mesas de a 12 cubiertos cada una, a las cuales se sentaron a comer sobre siete a ocho mil personas, que era el número que se suponía o calculaba de las que habían llevado armas en el mencionado día 7 de Julio, que se proponían simbolizar. Había cuatro mesas de preferencia de a cincuenta cubiertos, destinadas para las autoridades y para ciertas corporaciones, y en ellas se sentaron también los heridos y parientes de las víctimas. En las demás se colocó la tropa, después de formar pabellones con las armas, confundidos los coroneles y jefes con los soldados rasos. Brindaban todos indistinta y alternativamente, y las músicas aumentaban la alegría del convite, que toda la población de Madrid acudió a presenciar. Abundaron los brindis, las arengas y discursos, los versos, las canciones, y cuanto en casos tales contribuye a dar animación, a excitar el entusiasmo, y a abrir los corazones al regocijo.

Concluida la comida, y levantados los manteles y separadas las mesas, se bailó en el Salón hasta muy entrada la noche, mezcladas y confundidas personas de todas las clases y categorías sociales, así militares como civiles. La población se iluminó aquella noche espontáneamente, y grupos numerosos recorrían alegremente las calles, tocando marchas, entonando himnos patrióticos y dando vivas a la libertad. Afirman algunos escritores contemporáneos que en medio de los expansivos desahogos de aquella bulliciosa fiesta, que llaman de unión y fraternidad, no se oyeron ni voces descompuestas, ni expresiones de odio, ni amenazas de venganza, ni demostración alguna que pudiera acibarar el gozo a que todos parecían entregados. Así pudo ser, aunque no todos aseguran que reinara tan laudable templanza y moderación. Alguno añade, que nadie aquel día fijaba los ojos en el velo fúnebre con que se iba cubriendo el porvenir de España. Pero la verdad es que no por eso el velo se iba condensando menos, y que mientras los patriotas de Madrid se entregaban en el paseo del Prado a los goces del banquete monstruo, y en las calles al júbilo de los cantos populares, la guerra civil ardía furiosa en las provincias, y la sangre corría en los campos, y dentro y fuera de España se preparaba la tumba en que había de hundirse aquella libertad que los madrileños celebraban con tan inmoderada alegría.



 
Manifiesto de la Regencia, compuesta del marqués de Mataflorida, el arzobispo de Tarragona don Jaime Creux, y del barón de Eroles, dado en Urgel a 15 de agosto de 1822.


«Españoles: Desde el 9 de marzo de 1820 vuestro rey Fernando VII está cautivo, impedido de hacer el bien de vuestro pueblo y regirlo por las antiguas leyes, Constitución, fueros y costumbres de la Península, dictadas por Cortes sabias, libres e imparciales. Esta novedad es obra de algunos que, anteponiendo sus intereses al honor español, se han prestado a ser instrumento para trastornar el altar, los tronos, el orden y la paz de la Europa entera. Para haberos hecho con tal mudanza el escándalo del orbe no tienen otro derecho que la fuerza adquirida por medios criminales, con la que, no contentos de los daños que hasta ahora os han causado, os van conduciendo en letargo a fines más espantosos. Las reales órdenes que se os comunican a nombre de S. M. son sin libertad ni consentimiento; su real persona vive entre insultos y amarguras desde que, sublevada una parte de su ejército y amenazado de mayores males, se vio forzado a jurar una Constitución hecha durante su anterior cautiverio (contra el voto de la España), que despojaba a ésta de su antiguo sistema, y a los llamados a la sucesión del trono de unos títulos de que S. M. no podía disponer; ni cabía en sus justos sentimientos sujetar esta preciosa parte de la Europa a la cadena de males que hoy arrastra, y de que al fin ha de ser la triste víctima, como lo fue su vecina Francia, por iguales pasos. Habéis ya experimentado el deseo de innovar en todo con fines siniestros; cotejad las ofertas con las obras, y las hallaréis en contradicción; si aquellas pudieron un momento alucinaros, éstas deben ya teneros desengañados: la religión de vuestros padres, que se os ofreció conservar intacta, se halla despojada de sus templos, sus ministros vilipendiados, reducidos a mendicidad, privados de su autoridad y jurisdicción, y tolerados cuantos medios puedan abrir la puerta a la desmoralización y al ateísmo; los pueblos en anarquía, sin posibilidad de fomento y sin esperanza de sacar fruto de su sudor e industria; vuestra ruina es cierta si para el remedio no armáis vuestro brazo, en lo que usaréis del derecho que con razón nadie podrá negaros. Sorprendidos del ataque que ha sufrido vuestro orden, paz, costumbres e intereses, miráis insensibles a vuestro rey arrancado de su trono, a esa porción de novadores apoderados de vuestros caudales, ocupando los destinos públicos, haciendo arbitraria la administración de justicia para que sirva al complemento de sus fines, poblando las cárceles y los cadalsos de víctimas porque se propusieron impugnar esta violencia, cuyos autores, por más que declamen y aparenten, no tienen derecho para haberla causado, primero con tumultos, y después con los electos a virtud de sobornos y amenazas se han apropiado el nombre de Cortes, y suponen la representación nacional con la nulidad más notoria. Os halláis huérfanos, envueltos en partidos, sin libertad y sumergidos en un caos. Las contribuciones que se os exigen, superiores a vuestras fuerzas, no sirven para sostener las cargas del Estado; los préstamos que ya pesan sobre vosotros han servido solo para buscar socios y agentes de vuestra ruina; no estáis seguros en vuestras casas, y la paz ha sido arrancada de entre vosotros para despojaros de vuestros bienes. Entre los daños que ya habéis sufrido, es la pérdida de unidad de vuestros territorios: las Américas se han hecho independientes, y este mal desde el año 12 en Cádiz ha causado y causará desgracias de trascendentales resultas. Vuestro suelo, amagado de ser teatro de nuevas guerras, presenta aun las ruinas de las pasadas. Todo es consecuencia de haber sacudido el gobierno monárquico que mantuvo la paz de vuestros padres, y al que, como el mejor que han hallado los hombres, han vuelto los pueblos cansados de luchar con ilusiones; las empleadas hasta hoy para seduciros son las mismas usadas siempre para iguales movimientos, y solo han producido la destrucción de los Estados. Vuestras antiguas leyes son fruto de la sabiduría y de la experiencia de los siglos; en reclamar su observancia tenéis razón; las reformas que dicta el tiempo deben ser muy meditadas, y con esta conducta os serán concedidas; ellas curaban vuestros males, ellas proporcionaban vuestra riqueza y felicidad, y con ellas podéis gozar de la libertad que es posible en las sociedades, aun para expresar vuestros pensamientos. Si conjuraciones continuas contra la vida de S. M. desde el año 14, si satélites ocultos de la novedad desde entonces han impedido la ejecución de las felices medidas que el rey había ofrecido y tenía meditadas, si una fermentación sorda, enemiga de las antiguas Cortes españolas, todo lo traía en convulsión, esperando el momento en que se convocasen para hacer la explosión que se manifestó el año 20, a pesar de haber mandado Su Majestad se convocasen antes que se le obligase a jurar esa Constitución de Cádiz que estableció la soberanía popular, ayudadnos hoy con vuestra fidelidad y energía para que en juntas libres y legítimamente congregadas sean examinados vuestros deseos y atendidas las medidas en que creáis descansar vuestra felicidad sobre todo ramo, en las que tendréis un seguro garante de vuestro reposo, según vuestra antigua Constitución, fueros y privilegios. Todo español debe concurrir a parar este torrente de males; la unión es necesaria; mejor es morir con honor, que sucumbir a un martirio que pronto os ha de llevar al mismo término, pero cubiertos de ignominia. La nación tiene aun en su seno militares fieles, que, sin haber olvidado sus primeros juramentos, sabrán ayudarnos a reponer en su trono al rey, a restituir la paz a las familias y volverlas al camino que las enseñaron sus mayores, apagando tales novedades, que son quimeras de la ambición; en fin, una resolución firme nos sacará del oprobio; la Iglesia lo reclama, el estado del rey lo pide, el honor nacional lo dicta, el interés de la patria os invoca a su defensa. Conocida, pues, esta verdad por varios pueblos y particulares de todos estados de la Península, nos han reiterado sus súplicas para que hasta hallarse el señor don Fernando VII en verdadera libertad, nos pongamos en su real nombre al frente de las armas de los defensores de objetos tan caros, proporcionando al gobierno la marcha que pide la felicidad de la nación, poniendo término a los males de la anarquía en que se halla sumergida; y convencidos de la razón de su solicitud, deseando corresponder a los votos de los españoles amantes de su altar, trono y patria, hemos aceptado este encargo, confiando para el acierto en los auxilios de la divina Providencia, resueltos a emplear cuantos medios estén a nuestro alcance para salvar la nación, que pide nuestro socorro en la crisis quizá más peligrosa que ha sufrido desde el primer momento de la fundación de su monarquía: a su virtud, constituyéndonos en gobierno supremo de este reino, a nombre de S. M. el señor don Fernando VII (durante su cautiverio) y en el de su augusta dinastía (en su respectivo caso), al solo fin de preservar los legítimos derechos y los de la nación española, proporcionarle su seguridad y el bien de que carece, removiendo cuantos pretextos han servido a seducirla, mandamos:

1.º Se haga saber a todos los habitantes de España la instalación del presente gobierno para el cumplimiento de las órdenes que de él dimanen, persuadidos de que por su desobediencia serán tenidos como enemigos de su legítimo rey y de su patria. A su virtud, las cosas serán restituidas por ahora bajo la puntual observancia de las ordenanzas militares y leyes que regían hasta dicho día 9 de marzo de 1820.

2.º Se declara que desde este día, en que por la fuerza y amenazas fue obligado el señor don Fernando VII a jurar la Constitución que en su ausencia y sin su consentimiento se había hecho en Cádiz el año 12, se halla Su Majestad en un riguroso cautiverio. Por lo mismo, las órdenes comunicadas en su real nombre serán tenidas por de ningún valor ni efecto, y no se cumplirán hasta que Su Majestad, restituido a verdadera libertad, pueda ratificarlas o expedirlas de nuevo.

3.º Los que han atentado contra la libertad de S. M. y los que continúen manteniéndole en el mismo cautiverio públicamente por la fuerza o con su auxilio cooperativo, serán juzgados con arreglo a las leyes, y sufrirán las penas que las mismas imponen a tan atroz delito.

4.º Se declara que las Cortes que en Cádiz dictaron dicha Constitución, no tuvieron la representación nacional, ni libertad algunos de los congregados en ellas para expresar y mantener sus sentimientos. Que las Cortes sucesivas, compuestas en gran parte de individuos electos por sobornos y amenazas, y marcada la fórmula de sus poderes en un estado de violencia y anarquía, tampoco han podido representar la nación ni acordar sólidamente providencia alguna que pueda obligar a los habitantes de esta Península y sus Américas.

5.º Persuadidos de la fidelidad de gran parte del ejército que servía bajo las banderas de la religión, del rey y de la patria dicho día 9 de marzo; que unos han tenido que sucumbir a la fuerza, otros han creído hasta ahora inútil manifestar sus sentimientos, otros no fueron instruidos de la violencia con que S. M. sucumbió a prestar dicho juramento, ni de la falta de libertad y consentimiento en las órdenes comunicadas a su real nombre; y convencidos de que éstos, para que no se aumenten los males, desean evitar la ocasión (precisa en otro caso) de que las tropas extranjeras pisen la Península, en las que habían de echar de menos la benignidad que pueden hallar hoy en S. M. restituido a su trono; invitamos a todos los militares amantes y fieles a los referidos objetos que forman su deber, que se reúnan a estas banderas, las cuales gobernaremos durante el cautiverio de Su Majestad. A su virtud, a todos los soldados que se nos presenten les serán abonados dos años de servicio, un real de plus; se les dará dos duros a los que se presenten con armamento, y una onza de oro a los soldados de caballería que se presenten con caballo. A los sargentos y cabos, a más de gratificarlos, se les tendrá presentes para los inmediatos. Y como gran parte del cuerpo de oficiales desea dar testimonio de su verdadera fidelidad, sin alternar con criminales, examinada que sea su conducta, y colocados en el lugar a que cada uno corresponda, según su mérito y graduación, se les concederá el ascenso al empleo inmediato, y aun mayores gracias si vienen a nuestras banderas con alguna tropa. Se advierte que estas ventajas solo se concederán a los que se presenten dentro de dos meses.

6.º Para impedir que la distancia a que se hallen algunos militares de los que trata el artículo anterior, de las banderas de S. M. que están a nuestro cargo, no les sirva de obstáculo para ser partícipes de las gracias contenidas en el mismo, declaramos que para gozar de ellas bastará que en la corte y en cualquier otro sitio donde se encuentren al llegar a su noticia esta resolución, se declaren manifiestamente en defensa de la augusta persona de S. M. y de sus derechos, poniéndose en correspondencia directa con este gobierno supremo o con los comandantes sujetos a nuestras órdenes en los puntos más inmediatos, entendidos de que cualquier particular servicio con que se distingan en favor de la real persona será recompensado con la mayor amplitud.

7.º Los fueros y privilegios que algunos pueblos mantenían a la época de esta novedad, confirmados por Su Majestad, serán restituidos a su entera observancia; la que se tendrá presente en las primeras Cortes legítimamente congregadas.

8.º Las contribuciones serán reducidas al mínimum posible, recaudadas por el menor número de empleados y con la mayor prudencia y moderación; lo que se rectificará al oír la voz libre de la nación, según su constitución antigua.

9.º Para lograr el acierto y que la voz sensata de la nación sea la que guíe nuestros pasos, serán convocados con arreglo a antiguos fueros y costumbres de la Península, representantes de los pueblos y provincias, que nos propongan los auxilios que deban ser exigidos, los medios de conseguirlos con igualdad, sin ruina de los vecinos; los males de que se sientan afligidos y crean haber padecido en las revoluciones que desgraciadamente se han experimentado, para que a nombre de S. M. y durante su cautiverio, podamos proporcionarles consuelos con medidas que les aseguren en lo sucesivo su bien y su tranquilidad.

10. Considerando el mérito que contrae esta provincia en ser la primera que con heroico esfuerzo repite a su rey los más vivos sentimientos de su antigua fidelidad, y que gran parte de su subsistencia depende de su industria y comercio, la proporcionaremos y a sus vecinos en particular, cuantas gracias y privilegios estén a nuestro alcance para su fomento, las que se harán extensivas a otras, según se las hallare acreedoras por igual energía, exceptuando solo los pueblos que se manifiesten desobedientes a este gobierno.

11. Deseando este gobierno supremo dar un testimonio a la Europa entera de ser el único deseo que la anima restablecer la paz y el orden, apagando ideas subversivas contra la religión y los tronos, encargamos a todas las autoridades sujetas a nuestra jurisdicción, celen con la mayor actividad que en toda la extensión de ella no se abrigue ningún sujeto, sea de la clase y jerarquía que fuese, que en público o en secreto, directa o indirectamente, haya intentado o intente trastornar cualquiera de los tronos de la Europa y sus gobiernos legítimos; que si algún reo de esta clase fuese aprehendido, se le asegure a disposición de este gobierno supremo para ulteriores providencias.

12. Siendo harto notorio el escándalo con que se insulta la respetable persona de S. M., y la repetición de conatos contra su apreciable vida, que es el más seguro garante de la felicidad de España, se declara que de repetirse iguales excesos a pesar del encargo de este gobierno, que expresa la voluntad de la nación, no omitiremos medida hasta que se realice en sus autores un castigo que sirva de escarmiento a las sucesivas generaciones; por el contrario, serán concedidos premios a los que contribuyan a su defensa.– Dado en Urgel, a 15 de agosto de 1822.– El marqués de Mataflorida.– El arzobispo preconizado de Tarragona.– El barón de Eroles.



 
Manifiesto del barón de Eroles, dado en Urgel a 15 de agosto de 1822.


Catalanes: tiempo había que lloraba en secreto vuestras desgracias, sin atreverme a tomar parte en ellas por temor de agravarlas; mas viéndoos con las armas en la mano, resueltos a conservar intacta la religión, las costumbres de vuestros mayores y la inviolabilidad del monarca, ¿cómo es posible que yo permanezca frío espectador de esta contienda? No, catalanes, vuestro bienestar ha sido siempre el primer anhelo de mi corazón, y en vuestros votos, vuestra felicidad y vuestra gloria he fundado siempre mis votos, mi felicidad y mi gloria. Contando con vuestra fidelidad y decisión, jamás vaciló mi ánimo en los mayores peligros; y fiados vosotros en mi celo y lealtad, jamás desesperasteis de la salvación de la patria. No se trata ahora de riesgos como aquellos, ni de lidiar contra un poder colosal. Provincias enteras sostienen vuestra causa, otras se preparan para el alzamiento, y aun en aquellas en que los constitucionales más confían, hay sin comparación mayor número de votos en nuestro favor que en el suyo. El ejército, cuyo exterminio por más que le debiesen, entraba en el número de sus decretos, que temiendo la reacción de su alucinamiento habían procurado aniquilarle de mil maneras, reduciéndolo a un estado puramente nominal, relajando la disciplina y la subordinación para mejor asegurar su caída, ¿cómo reflexionando en su abatimiento, puede ser del partido de los que han obrado su ruina? Ni ¿cómo constituirse defensor de quien lo desdora y lo destruye? No: el ejército español, oyendo la voz de la razón y de la patria, que no desconoció jamás, entrará en sus verdaderos intereses, abandonando a los que, guiados de una loca ambición, los han disuadido de sus primeros deberes. La Guardia real de infantería, los carabineros reales, regimientos enteros de milicias provinciales han comenzado a dar el ejemplo, y todos los que se precian de españoles lo seguirán, quedando solo en las filas enemigas la chusma de los comuneros y de los detestables anarquistas. Quédense en hora buena con los compañeros de sus tenebrosos conciliábulos, entonando canciones infamantes y licenciosas; que éste es el medio de purgar de una vez nuestro suelo de monstruos tan inmundos. Muchos los han seguido de buena fe, porque contemplando el estado decadente de la nación creyeron que se levantaría de su letargo, deslumbrados con los mágicos nombres de libertad, justicia, ley y Constitución, y con las falaces ofertas que aquellos nos hacían. Sin omitir medio de alucinarnos, ellos nos ofrecieron todo lo que podía excitar el anhelo de un pueblo sencillo, pero ya hemos conocido que el arte de engañar a los hombres no es el arte de hacerlos felices. Ellos nos han ofrecido la felicidad en falsas teorías, que solo nos han traído la desunión y la miseria; han proclamado la libertad con palabras, ejerciendo la tiranía con los hechos; han asegurado que respetarían la propiedad a todos los españoles, y no hemos visto más que usurpaciones y despojos; han ofrecido respeto a las leyes, y han sido los primeros en violarlas después de establecidas; han declarado inviolable la persona del rey, y han permitido y tal vez provocado, que lo apedreasen y llenasen de insultos; le han concedido entre sus atribuciones la del nombramiento de todos los empleos, y no han querido admitir a hombres contra quienes nada se ha probado; se le ha otorgado la elección libre de ministros bajo una responsabilidad establecida, y sin exigirla según la ley, han hallado sofismas para arrancárselos, declarando de un modo no practicado aun por nación alguna que habían perdido la fuerza moral; finalmente, han ofrecido reiterados derechos a la seguridad individual, y se han visto allanadas las casas de mil ciudadanos virtuosos, arrancados del seno de sus familias para deportarlos a islas y a países remotos, sin otra averiguación que los alaridos de los comuneros, y hemos visto ensangrentado el martirio y sacrificada la víctima en la mansión sagrada por las leyes. Todo lo hemos visto por nuestros propios ojos; y ¿aún querrán esos impíos escudarse del nombre de la Constitución, tratarnos de perjuros, siendo ellos los primeros en violarla y engañar a los pueblos con mentidas ofertas de felicidad?—También nosotros queremos Constitución, queremos una ley estable por la que se gobierne el Estado; pero queremos al mismo tiempo que no sirva de pretexto a la licencia ni de apoyo a la maldad; queremos que no sea interpretada maliciosamente, sino respetada y obedecida; queremos, por fin, que no sea amada sin razón ni alabada sin discernimiento. Para formarla no iremos en busca de teorías marcadas con la sangre y el desengaño de cuantos pueblos las han aplicado, sino que recurriremos a los fueros de nuestros mayores, y el pueblo español congregado como ellos, se dará leyes justas y acomodadas a nuestros tiempos y costumbres bajo la sombra de otro árbol de Guernica. El nombre español recobrará su antigua virtud y esplendor, y todos viviremos esclavos, no de una facción desorganizadora, sí solo de la ley que establezcamos. El rey, padre de sus pueblos, jurará, como entonces, nuestros fueros, y nosotros le acataremos debidamente.– Catalanes: todas las autoridades que nos gobiernan, fundándose en el clamor de los pueblos y en el voto general de la provincia, me han nombrado para el mando en jefe de ella y de su ejército. Esta circunstancia juzgo digna de expresarse, porque nadie entienda que ciego de ambición trato de promover una guerra civil, sino de sostener y animar una causa justa y reconocida espontáneamente tal por casi todos los catalanes, que han podido manifestar sus sentimientos con libertad, siendo proclamada a la vez en varias provincias de España, a pesar de los graves riesgos que se oponen a su pronunciamiento. Si me veis, pues, estrechamente unido a vuestra Regencia y al frente de vuestras tropas, es con la firme resolución de asegurar vuestro triunfo por todos los medios que dictan la justicia, la experiencia y la razón. Resuelto a no transigir con nada que se oponga al bien público, conozco que tendré que lidiar con pasiones, con preocupaciones, y con hombres que solo miran las calamidades de su patria como un medio oportuno de saciar su ambición y su codicia. Desde ahora les declaro guerra abierta, cualquiera que sea el disfraz con que se vistan; pero es preciso que todos los hombres de bien me auxilien y sostengan, si no quieren que las armas de la intriga y del egoísmo prevalezcan sobre las intenciones puras y desinteresadas. Campo abierto tiene en diferentes ramos el que quiera dar pábulo a una noble ambición; pero guárdese nadie, sin merecerlo y sin desempeñarlo bien, de romper el puesto asignado al valor y al mérito. El amor a la patria, a la religión y al rey no se acredita solicitando empleos, sino mereciéndolos, no se acredita promoviendo el desorden con pretensiones inoportunas, sino auxiliando el orden con voluntad y con obras. El que por primer paso y sin haber contraído todavía ningún mérito solicita un ascenso, da justo lugar a creer que lo que se propone es hacer su fortuna, no el salvar la patria. Y ¿de qué tratamos, de su salvación obrando con patriotismo y desinterés, o de hacer su ruina gravándola con obligaciones insoportables? ¿Peleamos por la felicidad de los pueblos, o por hacer la fortuna de algunos individuos? ¿Se trata de saciar la ambición indecente de esos hombres, o de dejar lugar al mérito y aptitud acreditada de buenos jefes y oficiales, que no han tenido aún ocasión de unirse a una causa que tienen consagrada en el corazón? ¿Nos enajenaremos de toda esta gente útil y digna de la atención de la patria, para ensalzar exclusivamente a los hasta ahora presentados, o a los que ha reunido la casualidad? Los primeros son amantes de su patria, y no quieren preferencia alguna que ceda en perjuicio de ella; y los segundos, si es que los hay, para nada los queremos, y aún es de preferir que vayan a engrosar las filas de nuestros enemigos. Los defensores del trono y del altar se han de distinguir por su moderación y virtud: lo demás sería participar de los mismos vicios que combaten.– El orden, la obediencia y la justicia han de presidir en todo. Este es el plan de la Regencia del reino, y el que yo trato de auxiliar con todo mi poder, sin menoscabar en nada los servicios distinguidos de los comandantes de las divisiones que abrieron esta empeñada lid, y los valientes que los siguieron: es preciso conducir el ejército a una organización sólida, que augura la existencia y subordinación del soldado, la exactitud de las evoluciones, la precisión de las maniobras, la aptitud para todos los lances que proporcionan los sucesos de la guerra, y aquel orden, en fin, tan necesario sin el que es imposible el manejo de grandes masas. El pueblo y los soldados, conociendo las infinitas ventajas que les resultan de este arreglo, es menester que obren a competencia para establecerlo, cumpliendo con celo eficaz las paternales disposiciones del gobierno. De este modo adquiriremos en breve una actitud imponente, y estaremos en disposición de dar la ley a nuestros enemigos, cuando al contrario ni es posible separarse del apoyo de las montañas, ni combinar con acierto ninguna grande empresa militar. Recordad lo que fue Cataluña durante la última guerra con Francia: mientras que descuidamos el orden y la disciplina, todo fueron pérdidas y derrotas; pero apenas restablecimos la ordenanza en todo su vigor, que un pequeño ejército bastó para recobrar una gran parte de la provincia, conseguir tantos triunfos como combates, y llevar aún fuera de ella nuestras armas vencedoras. ¿Quién será, pues, el insensato que no ceda a la evidencia de estos datos y al ejemplo constante de todas las naciones? Creed, catalanes, que el que os hable en otro sentido os engaña manifiestamente, y así denunciádmelo para castigarlo como traidor a la patria. Catalanes, ella os llama a las armas, pero sobre todo al orden, a la obediencia y a la ciega confianza de quien os gobierna. Con estas virtudes yo os aseguro la victoria, y con vuestro esfuerzo enseñaréis a vuestros enemigos y a las generaciones venideras, que el monarca y la nación no pueden separarse el uno de la otra sin que esta separación produzca los mayores sacudimientos y quebrantos políticos; que el error, los prestigios y las facciones no tienen más que un tiempo determinado, durante el cual les es por desgracia concedido engañar al pueblo y prevalecer sobre los reyes, pero que al fin es también dado a los pueblos y a los reyes el reunirse para su mutua felicidad, y el día que se consuma esta reunión de familia borra años enteros de seducciones, de calamidades y de crímenes.– Cuartel general de Urgel, 15 de agosto de 1822.– El barón de Eroles.




{1} He aquí los términos de la sentencia: «Visto el memorial presentado en 31 de mayo de 1822 al Excmo. señor Comandante general don Diego Clarke por don José María Bertodano, comandante accidental del segundo batallón de la Milicia nacional local voluntaria de esta plaza, para que permitiese la formación del sumario y seguimiento de proceso a los facciosos de la ciudadela con arreglo a la ley marcial, según la nota que acompañaba, en que está comprendido el general don Javier Elío, a cuya solicitud adhirió S. E., y nombró por fiscal al teniente de granaderos del segundo batallón don Tomás Hernández: Visto también el proceso contra dicho acusado… y habiendo hecho relación de todo al Consejo de guerra, y comparecido en él el reo en la ciudadela de esta plaza, siendo como la una y cuarto de la madrugada de este día, a cuyo fin se trasladó a aquel fuerte el Consejo con la escolta correspondiente: y vistas asimismo las protestas que en el acto hizo el citado acusado, todo bien examinado con la conclusión y defensa: Ha condenado el Consejo y condena al referido teniente general don Javier Elío por unanimidad de votos a la pena ordinaria de garrote, con arreglo a lo prevenido en el art. 1.º de la ley de 17 de abril de 1821, previa la degradación con arreglo a ordenanza.»

{2} Carta escrita por el general Elío el 3 de setiembre de 1822, estando en la capilla.

«Querido hermano: Cuando los días hayan dado treguas al justo dolor, entrega esa a Lorenza. Te conozco demasiado para dudar que la asistirás en todo, siendo el padre de la familia que le pierde. Confío en la misericordia de Dios, los méritos de nuestro Salvador, y ruegos de su Madre Santísima, que mi alma va a pasar a la gloria que nos ganó con su sangre: él nos dé su Santa bendición.– Javier

«Mi dulce compañera: Si recuerdas lo que tengo discurrido contigo y recorres algunos de mis escritos, conocerás que no me sorprende este fin; pero segura como estás de mis sentimientos religiosos, y de los largos padecimientos, que todos se los ofrezco a mi Redentor en memoria de los que padeció por mí, debes estar muy confiada de que mi alma gozará de la presencia del Señor. Todos los demás consuelos que puede tener tu más tierno esposo, son bien inferiores a éste. Todo hombre muere, y muere en aquella hora y de aquel modo que Dios le tiene decretado, y el que muere en su gracia, como yo lo espero, empieza a vivir y deja este mundo miserable, lleno de espinas y de males. Tú tienes bastante experiencia de él, pues unidos de un modo el más propio para ser felices, ¿cuántas penas no hemos padecido? Así que, mi dulce compañera, siente, siente como es justo y lo exige la naturaleza, pero guárdate de abandonarte al dolor, porque eso sería una grave ofensa a Dios, y la mayor pena para mí el recuerdo. ¿Quién es el hombre para no conformarse ciegamente con la voluntad de Dios, a la cual, sin discrepar un ápice, obedecen los cielos y la tierra, y todos los bienaventurados? Eres madre, y madre cristiana, y Dios te impone una doble obligación ahora con respecto a tus hijos, de cuyo abandono te haría grande cargo; pídele y a su Madre Santísima su gracia, pídesela humilde y fervorosamente, que no te la negara, y que tu Javier desde la mansión de los justos, adonde por la misericordia de Dios y de su Madre Redentora nuestra, confía pasar, te ayudará más que lo pudiera hacer en el mundo. Acuérdate de la virtud y cristiandad de tus padres; imita a tu madre en la humildad y piedad; pero no tanto en su excesiva condescendencia con sus hijos. Las madres son propiamente las que forman a las hijas, así como los padres a los hijos. El carácter dócil de las tuyas te ofrece buenas esperanzas de hacerlas virtuosas, que como lo sean, serán ricas y felices: que aprendan la religión, no por rutina, sino por sus sólidos principios: que frecuenten sus actos con toda la devoción que es justo: en los primeros años lo harán solo por costumbre, mas luego lo harán con gusto, y lo harán hacer a sus hijos, si son madres de familia; que sean humildes sin gazmoñería, y que no hagan demasiado aprecio de los dones exteriores, ni de hermosura, ni gracias, ni talento; pues si los poseen, no son de ellas, son de Dios, y se los puede quitar muy pronto; que estimen solo la verdadera virtud; que vistan con decencia, y sobre todo en el templo jamás permitas que usen de trajes o modales que no sean propios de su santo lugar; que no tengan apego a las cosas del mundo, y se fijen en la eterna felicidad. Para esto son hartos los ejemplos que puedes ofrecerles; que lean solo libros selectos; algunos te tengo significados, pero no puedo dejar de recomendarte la lectura del Año cristiano. Se buscan y se leen las vidas de los héroes del mundo que han manchado la tierra acaso con torpezas y causado mil males y horrores a sus semejantes: ¿y se desprecian los héroes del cielo que sacrificaron sus vidas y sus días por consolar a los hombres, y las dieron por nuestro Redentor, y desde el cielo no hacen más que aplacar la ira de Dios? ¡Oh ceguedad de los mortales! En fin, dedícate a su mejor fianza y habrás llenado tus deberes. De Bernardo, ¿qué te puedo decir? Si se ha de separar de tí antes de estar formado, y puede viciarse en un mundo tan peligroso, más vale que fuera un sencillo labrador; tú lo consultarás. La familia de Joaquín te servirá de alivio y consuelo; únete a ella y ayudaos mutuamente. Sobre intereses nada te digo; los pocos que mis largos trabajos y servicios han producido, son tuyos, y tú madre de tus hijos. Aunque la suerte te llame a la pobreza no te afijas: hazte superior a ella, que nadie hay pobre siendo virtuoso: en este punto conozco demasiado tu moderación. Mucho más tendría que decirte, pero los momentos son preciosos y no quiero robarlos al objeto eminente de mi salvación. Después de Dios, invoca, pide y confía en la protección y misericordia de su Madre Santísima, y entrégale tus hijas como se las tengo yo entregadas; que se les arraigue en el alma su devoción, que esa Señora de piedad les asistirá. Su bendición y de la Santísima Trinidad caiga sobre tí y sobre mis tiernos hijos. Así lo pide ahora y los momentos que viva, tu Javier.– Valencia 3 de setiembre de 1822.»

{3} Documentos hallados en el Archivo de la Regencia de la Seo de Urgel.

El marqués de Miraflores en los tomos de Documentos, que sirven de Apéndice a sus Apuntes histórico-críticos para escribir la historia de la revolución de España, ha publicado los que se encontraron en el archivo de la citada Regencia, y que forman una curiosa y apreciable colección. Los Manifiestos van al fin de este capítulo.

{4} Legajo 25 del Archivo de la Regencia de Urgel, el cual comprende las autorizaciones que le dio Fernando VII, en especial a su presidente el marqués de Mataflorida, para la defensa y sostenimiento de la causa del Altar y del Trono.