Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad Moderna

Final España en el reinado de Fernando VII

III
Carácter del primer período de la segunda época constitucional

Consecuencias de la transición repentina.– El Rey.– Los ministros.– Las Cortes.– Los partidos.– El pueblo.
 

¿Hubo sinceridad en el juramento del rey? Una Constitución semi-democrática, impuesta del modo violento y afrentoso que hemos visto, no podía ser aceptada con gusto, ni siquiera con aquiescencia benévola por un monarca, que desde príncipe llevaba inoculado y encarnado en sus entrañas el absolutismo, y que tantas pruebas había dado de aborrecimiento a aquella Constitución. El corazón del que la juraba no podía estar en armonía con la palabra que brotaba de sus labios. ¿Podía el pueblo creer en la sinceridad del juramento real? Dudamos que hubiera quien creyese en ella. Copioso manantial de futuros conflictos tenía que ser esta desconfianza mutua entre el rey y el pueblo. ¡Cuánta prudencia era menester para suplir a la confianza! Uno y otro la necesitaban; ni uno ni otro la tuvieron. No hay que preguntar por la primera causa de los males que se vieron sobrevenir.

¿Era sincero a su vez el júbilo y el entusiasmo popular con que en todas partes se celebró el cambio político, y la alegría con que fue proclamada la Constitución? Sobre haberlo sido en el bando liberal no puede abrigarse duda ni haber controversia. Alegrábase también la parte sensata y pacífica de la nación, enemiga de disturbios políticos, al ver un desenlace que evitaba los desastres y horrores de una guerra civil; y la gente que no prevee los peligros remotos que pueda llevar en su seno una mudanza repentina de esta índole, agradecía igualmente verse libre de los que tan de cerca la amenazaban. La alegría de estas clases de gentes, que eran muchas, eclipsaba, y por eso parecía universal, el hondo pesar de los absolutistas por fanatismo o por interés, que no eran pocos; el disimulado disgusto de los revolucionarios que hubieran deseado la prolongación de la lucha para sus personales medros, que eran algunos; y el silencioso descontento de los que conociendo los defectos de la Constitución jurada, y estos eran los menos, temían los efectos de su aplicación a un país poco preparado para ella, hubieran deseado su modificación, y recelaban del bullicioso espíritu de sedición que acababa de destruir el anterior régimen.

Así como Fernando hubiera tal vez evitado esta revolución y los desastres de seis años, si al regreso de su cautiverio hubiera aceptado el código de Cádiz a condición de modificarle en sentido de robustecer la autoridad real, así también se hubieran quizá evitado ulteriores desastres y trastornos, si los promovedores de la revolución la hubieran hecho con el propósito de adoptar el mismo temperamento. Fernando en 1814 nos parece inexcusable, porque pendía de su voluntad y estuvo en su mano el realizarlo, con grandes probabilidades de buen éxito y de que había de serle agradecido. Más disculpable, aunque funesto, aparece a nuestros ojos el error de los revolucionarios de 1820, porque ni tiempo, ni medios, ni facilidad de concierto tenían para pensar en otra cosa que en salir de su deplorable situación y aspirar aire de libertad, derribando lo existente, y reemplazándolo con el opuesto sistema ensayado y con la contraria bandera conocida.

De todos modos, fuese o no inevitable, la transición era repentina, radical, fuerte en extremo, y por lo tanto violenta. ¿Quién no veía el estudio de una forzada y refinada hipocresía en la célebre frase del Manifiesto real de 10 de marzo: «Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional»? ¿Quién podía creer que don Carlos, el infante don Carlos, en la proclama al ejército, diera con ingenuidad a su hermano como título de gloria, el de «Fundador de la libertad de España»? ¿Quién podía persuadirse de que el rey aceptara, con exteriores muestras de apacible conformidad, y sin designios de ulterior venganza, un ministerio impuesto por el pueblo, y formado de los constitucionales más probados y por él más perseguidos? ¿Quién podía augurar bien, al ver de repente convertidos en ministros y consejeros oficiales de Fernando, a éste que salía del calabozo de Peñíscola, a aquél que venía del presidio de Alhucemas, al otro que volvía de las infestas lagunas de la Alcudia, allí por él sumidos, y de allí por la revolución sacados? ¿Quién podía suponerle con gusto rodeado de los improvisados generales revolucionarios de la Isla, destinados a ser sus ayudantes de campo? ¿Qué podía producir el contacto de tan íntimas antipatías? Era poner en frote el acero con el pedernal, y tenían que brotar chispas de fuego. El rey se consideró en su palacio de Madrid en situación parecida a la del castillo de Valencey, con la diferencia de ser otros los guardadores. No hay que preguntar la segunda causa de las colisiones que sobrevinieron.

El empeño de volver de improviso todas las cosas a 1812 podía ser tan peligroso y tan exagerado como había sido el de retrotraerlas todas a 1808. Más disculpable lo de ahora, no era menos provocativo para los del partido derrotado. Aun aquello había de parecer poco a los revolucionarios liberales, como lo otro había parecido poco a los realistas intransigentes. ¿Cuándo no han tenido mucho de semejantes las reacciones?

La situación de los ministros era halagüeña por el lado del amor propio satisfecho; pero las dificultades del gobernar la hacían comprometidísima y nada envidiable. Ministros de la corona, habían de sostener las prerrogativas que la Constitución le dejaba; ¿qué menos? Hombres de gobierno, y responsables del orden público, habían de procurar mantenerle, so pena de desacreditarse y desacreditar el cargo. Pero ministros de un rey, de quien habían recibido recientes y largos agravios, no traídos por él al poder, y convencidos de no serle simpáticos, no podían ser ni defensores entusiastas, ni sostenedores agradecidos. Llamados a la gobernación del Estado por los autores de una revolución en que ellos no habían tomado parte, eran ministros de la revolución, y mal podían resistir a sus exigencias, enfrenar sus demasías o contener sus exageraciones, so pena de pasar por ingratos a los revolucionarios a quienes debían sus puestos. Obra en mucha parte el cambio político de una sublevación militar, habían de halagar a los rebeldes convertidos en héroes, so pena de arrostrar su enojo y de caer envueltos en la impopularidad. Fruto de los trabajos de sociedades secretas, habían éstas de reclamar su premio, y aspirar a una influencia conquistada, que el gobierno no podría negarles, so pena de convertir contra él sus misteriosas armas. Pero mirado el nuevo gobierno de mal ojo por todos los gabinetes del continente europeo, tenía que ser templado y mesurado en su marcha, so pena de atraerse las iras de la Europa absolutista. Era un dificilísimo equilibrio. Necesitábase la firmeza de una roca para resistir inmóvil a los encontrados vientos que de todos los puntos del círculo político habían de desatarse y la habían de combatir.

Tomó el ministerio el único partido que la necesidad y la prudencia le aconsejaban, abroquelarse dentro del más riguroso constitucionalismo, del constitucionalismo aceptado y jurado. ¿Podrían cumplirlo? ¿Sería bastante, dado que pudiesen? Las dificultades vinieron todas. Formáronse nubes en todos los puntos del horizonte; soplaron vientos de todas partes. Los directores de la revolución pretendían, como único medio de prevenir la resurrección del absolutismo, que se impusiera miedo al monarca descontento, y que el gobierno siguiera marchando revolucionariamente, porque la revolución no estaba concluida, sino empezada. El masonismo, antes perseguido y oculto, hizo alarde de pública existencia, estableció la propaganda, ganó prosélitos, organizóse en grande escala, y era al propio tiempo una salvaguardia contra proyectos realistas, y una conjuración permanente contra el gobierno. Las sociedades patrióticas, los clubs-cafés, esos focos de exaltación política, de constitucionales ardorosos e ingenuos, de liberales ambiciosos y vengativos, de bulliciosos desocupados, de pretendientes a empleos, de oradores elocuentes, de habladores vulgares, de tribunos de gran talento, y de gran incapacidad, ingeridas en gobierno intruso censor del gobierno oficial, comienzan por pedir con aire de mandar, que sea separado un ministro, por no ser de la confianza ni del agrado del gobierno del Café. El gobierno de Fernando rechaza la pretensión del gobierno de Lorencini, y se indispone y rompe el gobierno oficial con una parte de los gobernantes oficiosos.

Comienzan pronto los motines populares, de los liberales exaltados contra las tiránicas autoridades realistas, de los realistas furiosos contra las autoridades constitucionales. En Valencia se prende tumultuariamente al despótico y sanguinario Elío, y en Zaragoza se amotinan grupos de paisanos proclamando el antiguo régimen. ¿Puede el gobierno enfrenar con mano igualmente dura a los unos y a los otros? Dificilísimo era el equilibrio. Decían bien los que pretendían que gobernara todavía revolucionariamente, porque la revolución estaba comenzando. Si el gobierno había de vivir, necesitaba excitar el entusiasmo liberal. Por eso, en vez de disolver el pequeño ejército de la Isla, tiene que halagarle, y sin mirar a que haya sido ejército rebelde, sino a que ha sido el proclamador de la Constitución, le aumenta y le hace la fuerza militar privilegiada. Cuéstale disgustos, porque porque el rey ve en ello un agravio y un propósito de darle en ojos; los hombres templados se asustan y le motejan de revolucionario e irreflexivo, y los jefes de aquellos cuerpos se ensoberbecen y miden con él su poder. Ofende al gobierno aquella rivalidad presuntuosa, disuelve el cuerpo y se acarrea más serios disgustos; se enajena a los caudillos de la revolución, al partido liberal fogoso, a los bulliciosos de las sociedades secretas y de los clubs. Dificilísimo era el equilibrio.

Cauto y mesurado, como receloso y tímido, al anunciar a los gabinetes extranjeros la mudanza ocurrida, aun así recibió en general respuestas tibias, alguna destemplada, arrogante y amenazadora, como quien estaba acostumbrado con Fernando VII a regir la España desde San Petersburgo. Por fortuna ninguno se declara abierto enemigo; pero todos le ponen semblante ceñudo y hosco, que indica desabrimiento ahora, y augura rompimiento para el porvenir. El gobierno español no se atreve a estrechar tratos con los liberales de otros países, por temor de exasperar a los monarcas extranjeros, y con esta conducta se atrae la censura de vacilante y flojo de parte de los ardientes liberales españoles. Caminaba por entre espinas y sobre ascuas, con su Constitución en la mano, huyendo de caer en encontrados escollos, pero bamboleando y en peligro de sumirse en ellos.

Dos conspiraciones realistas se frustran en vísperas de abrirse las Cortes, y de ambas se suponía cómplice al rey. ¡Qué preludio para la armonía entre los poderes constitucionales! Pero Fernando ha hecho hábito del disimulo, y en la sesión regia de apertura compone su semblante y le enseña risueño, como el primero en participar del regocijo general. La alegría de Fernando era como aquella risa magnética que la hilaridad de muchos arranca a veces a los mismos que están apenados.

Para desgracia de los amigos de la libertad, en las primeras Cortes de esta segunda época los que hasta entonces habían marchado unidos se dividen en dos partidos rivales: el de los hombres templados, y el de los más ardientes y fogosos; principio y origen de las fracciones exaltada y moderada, de largas y funestas consecuencias entonces, y en los tiempos que habían de seguir, y que nos habían de alcanzar. ¿Quién diría que los constitucionales del año 12 habían de pasar por templados y tibios al lado y al frente de los constitucionales del año 20? Y sin embargo, no era un fenómeno; era un resultado natural y común a las reacciones. La de la libertad en 1820 tenía que ser más exaltada que la de 1810, como la del absolutismo en 1823 la habremos de ver más exaltada que la de 1814. Los constitucionales de Cádiz, amaestrados con la persecución, con el infortunio y con los desengaños, habían templado su ardor primitivo, y se contentaban ahora con ver revivir y con poder sostener lo que entonces habían alcanzado.

Los revolucionarios del año 20, en general más jóvenes, y engreídos con su reciente triunfo, eran como los soldados enardecidos con la victoria que persiguen al enemigo acuchillándole para que no pueda reponerse. Aquellos alegaban el mérito de haber sido los fundadores de la libertad; éstos reclamaban el premio de haberla reconquistado. Aquellos aducían en su favor estar aquilatado su liberalismo en la piedra de los padecimientos; éstos tenían en el suyo haber hecho ellos solos la revolución, y llamado a aquellos al poder con generosidad no común. Aquellos se proclamaban los primeros mártires de la libertad; éstos les achacaban no haber sabido sostenerla. Aquellos representaban la instrucción y el saber; éstos la energía y la resolución. Entre los últimos los había sobresalientes en erudición y en elocuencia; pero eran en menor número; lo uno, porque a las Cortes de la primera época habían sido llamados y llevados los que por sus conocimientos descollaban en la nación; lo otro, porque en los seis años de despotismo pocos medios de ilustración, si acaso algunos, había suministrado el gobierno, y difícilmente en tan rudo sistema habían podido los individuos adquirirla por sí mismos.

En mayoría el gobierno, porque el gran número de diputados elegidos lo eran de los que pertenecieron a las Cortes extraordinarias y ordinarias del 10 al 14, contaba la minoría exaltada con algunos oradores nuevos tan ardorosos y de tanto valer como Alcalá Galiano, Romero Alpuente y Moreno Guerra, y tenía el apoyo del centro masónico, en que había escritores y militares de crédito, como Gallardo, San Miguel, Velasco y Manzanares, y con el de las sociedades patrióticas, algunas de las cuales habían reemplazado con ventaja a la suprimida de Lorencini, como la Fontana de Oro, imitación más que copia de los famosos clubs de los Franciscanos y Jacobinos de la revolución francesa, abrasadas de inquietud y de deseos de dominación, con pretensiones de gobernar desde el salón de las reuniones, con grande influjo en la opinión pública que con sus ardientes arengas seducía y arrastraba, y especie de máquinas de guerra en ejercicio casi incesante para combatir el baluarte no muy robusto y fuerte del gobierno, sin las cuales no se creía entonces posible vivir, y con las cuales no era casi posible gobernar, porque no era posible disgustarlas sin peligro inminente de caer. Esta era la fuerza moral de la oposición; su fuerza material estaba en el ejército revolucionario de la Isla, cuyo jefe era entonces Riego.

Por eso el atrevido golpe de disolver aquel ejército fue como la segunda señal de guerra entre el gobierno y el bando exaltado. Aquella disolución trae a Riego a Madrid. Llamado por el gobierno, o excitado por su hermano, o empujado por los de Cádiz, la presencia de Riego en Madrid se convierte en un grande y ruidoso acontecimiento. ¿Qué fue lo que le dio tanta importancia? Hemos observado que los partidos políticos más avanzados son en todas partes dados al espectáculo y a la exhibición; y que ellos, los que blasonan de más independientes, suelen adorar a un ídolo, que no siempre está dotado de aquellas condiciones privilegiadas que pudieran hacerle digno de la apoteosis. Difícil es también en el ídolo no dejarse embriagar ni perturbar con el incienso de sus adoradores.

Riego era entonces el ídolo de los liberales exaltados. Riego, antes modesto y sencillo, se presenta arrogante y pretencioso. Riego, jefe accidental del disuelto ejército revolucionario, no resiste al frente de las tropas la orden de disolución, y viene a echar fieros a los ministros y los reconviene destempladamente a sus propias barbas. El pueblo, que se ha imaginado un Riego a su modo, el pueblo que se ha formado un ídolo, se entusiasma y enloquece con su presencia, le aclama, le victorea, le festeja, le pasea en procesión. Arco Agüero y Quiroga habían sido antes sucesivamente recibidos en triunfo; aquellas recepciones han sido pálidas en cotejo de la que ahora se hace a Riego. Ninguna antes fue tan estruendosa; creemos que ninguna ha llegado a serlo tanto después. Las turbas enronquecen a fuerza de victorear en las calles; en el banquete que le da la sociedad de la Fontana de Oro en el salón de sus sesiones, los brindis, los discursos laudatorios, chispean de entusiasmo; en el teatro llega éste al delirio, excitado por las canciones patrióticas llenas de alusiones al héroe, al ídolo de la fiesta. Pero el ídolo no se ha rodeado de misterio; el ídolo ha hablado mucho en las calles, en el salón del banquete y en el coliseo. El ídolo ha mostrado en todas partes no poseer dotes sobrehumanas, ni de orador, ni de político, ni de filósofo. Los hombres de talento de su bando, los hombres de más valía que le eran adictos, sienten convertirse el entusiasmo en tibieza; los unos guardan significativo silencio, los otros indican con maligna sonrisa la desaprobación o el bochorno. Para la muchedumbre no ha perdido Riego con sus arengas vulgares, con sus dichos y con su trágala. Para el pueblo gana, en vez de perder su ídolo, cuando por condición o por cálculo desciende hasta medirse con él, y sigue adorándole con tal que le encuentre siempre el más exaltado y el más resuelto de los de su partido.

El gobierno a su vez mide y calcula las fuerzas de Riego y de los suyos, ha observado sus flaquezas y sus extravagancias, y pareciéndole que puede vencerlos y castigarlos, destina a Riego de cuartel a Oviedo, haciéndole salir sin demora, y aleja al propio tiempo de la corte a Velasco, Manzanares, San Miguel, y otros militares sus allegados. «Parecíase esto a un destierro, dice a este propósito un ilustrado escritor contemporáneo, arma pésima de uso frecuente para el gobierno español, y a la cual no han renunciado o renuncian las diferentes parcialidades que han estado y siguen gobernando a España.» Tiene razón el escritor que así juzga. Son un grande error, propio de gobiernos débiles, estos semi-castigos, de que más que nadie se alegran, en vez de apenarse, los desterrados; porque sin ser mártires, y muchas veces sin sus virtudes y padecimientos, marchan de cierta aureola de martirio rodeados, y reclaman a su tiempo la palma y la corona. Los partidos que cuentan mártires, o verdaderos o ficticios, se creen con derecho a conspirar. ¡Cuántos mártires, y cuántos héroes sin merecimientos han hecho los gobiernos indiscretos o débiles!

A la providencia contra Riego sigue inmediatamente un motín en la capital. Promuévese entre los que gritan solamente «Viva el rey» y los que quieren que se añada «Constitucional.» A falta de este pretexto de choque, habríase inventado otro. Cuando los ánimos están encendidos, cualquier chispa basta para levantar llamarada. A la gritería popular acompaña su séquito ordinario de excesos; los voceadores se retiran después de desgañitarse, más fatigados que reprimidos, roncos, pero no castigados. Solo al día siguiente hace el gobierno alarde de fuerza, y cuando había silencio y quietud aparecen las calles sembradas de tropas, y artilleros con mecha encendida al pié de los cañones cargados, y proclamas en que se habla de exterminar a los alborotadores, que eran los restauradores de la Constitución y de la libertad, a quienes debe su existencia el gabinete que amenaza ser su exterminador, cuando no se movían, al día siguiente de estar casi inactivo cuando ellos se agitaban en bullicio y se entregaban a desmanes. Obsérvese cuánta imprudencia de parte de unos y de otros se va acumulando.

Y continúa en las Cortes al siguiente día. Por parte de la oposición, el instruido y extravagante Moreno Guerra saca con poca habilidad a plaza los sucesos de la víspera, y habla ligeramente de una conjuración tolerada por los ministros. Por parte de los ministros, el juicioso y sesudo Argüelles pierde su aplomo amenazando con las páginas de una historia que no ha de poder abrir, y que dan nombre poco grave a la sesión. Quiroga hace la censura de Riego, y Martínez de la Rosa derrama, aunque hábilmente, una semilla de rivalidad entre Riego y Quiroga. Así los constitucionales parecía trabajar por destruirse a sí mismos. El gobierno ha quedado vencedor en las calles y en el congreso; pero el alarde imprudente de triunfo de sus parciales irrita a los exaltados. La sociedad de la Fontana se proclama oprimida y cierra sus sesiones públicas; sepáranse de ella los hombres templados; son expulsados otros por ministeriales, y quedan solos los exaltados puros, en una especie de retraimiento indefinido, ansiando y esperando ocasión de vengarse. Así se van descomponiendo con peligro de recio choque los resortes de la máquina constitucional. El rey lo observa risueño, gozando en su interior, y palaciegos y absolutistas se regocijan y cobran ánimo.

De pronto se observa a estos mismos ministros, vencedores de la oposición en las Cortes, seguir las tendencias del partido de la oposición; aprobar los ofrecimientos hechos por Riego y Quiroga al disuelto ejército revolucionario; otorgar pensiones a las viudas o huérfanos de los que hubiesen muerto por la libertad; honrar solemnemente la memoria de Lacy y de Porlier; aprobar las leyes de desvinculación, de reducción de diezmos, de supresión de órdenes religiosas, de sujeción de eclesiásticos a la jurisdicción ordinaria, a ciencia y con conocimiento de ser todas estas medidas del alto desagrado del rey. Pero de pronto también se observa a estos mismos ministros tomar opuesto rumbo; regularizar y enfrenar la imprenta, que andaba desmandada y en demasía libre; apagar los hornos revolucionarios de las sociedades secretas; poner trabas a las sociedades patrióticas, y limitar y sujetar a reglas el derecho de reunión. Las primeras medidas halagaban al partido liberal exaltado, tanto como desazonaban al monarca, y agriaban a la aristocracia, al clero y al bando realista en general; como las últimas, en orden inverso, lisonjeaban a los hombres de estas clases y de estas opiniones, al compás que exacerbaban a los amigos ardientes de las reformas, y daban ocasión y pié a los socios de los clubs para proseguir en su actitud de permanente conspiración.

¿Obraba el gobierno en esta al parecer indefinible alternativa movido solamente por el miedo que alternadamente también le infundieran, ya el enojo y la actitud amenazadora del bando demagógico, ya el de la parcialidad absolutista? Tal es el juicio que hallamos en respetables escritores. Nosotros creemos sin embargo que no era solo el temor, aunque su parte de influjo no le negamos, el que hacía inclinar a un lado o a otro la balanza ministerial. ¿Por qué no hemos de conceder también una buena parte a sus opiniones? Templados como aparecían los ministros al lado de los liberales de la nueva generación, si bien en lo que al orden público tocaba se acordaban de que eran ministros de la corona y guardadores de la sociedad y de la ley, en materias de reformas políticas profesaban ideas tan avanzadas, que bien lo demostraron en lo de querer obligar al rey a suscribir y sancionar lo que sabían le era más repugnante y violento, la supresión y reforma de las órdenes religiosas.

El rey, que hasta entonces ha procurado disfrazar con más o menos disimuladas exterioridades su aversión profunda a la Constitución, a las Cortes y a los ministros, no tiene ya paciencia para ocultar su reprimido odio, y escoge este terreno para romper con sus propios consejeros. Esta vez el rey eligió mejor arma de combate que sus ministros. En negar la sanción, moviérale la conciencia, el interés o el designio de vengarse, estaba dentro del derecho constitucional. Podría ser imprudente provocación, pero el recurso era legal. Arma de peor ley, y hecho feo fue el de los ministros, de obligarle a la sanción amedrentándole con un fingido motín. En política un mal paso nunca conduce a término bueno. El rey conoce la ficción, y como todo el que gusta de burlar a otros, y se precia de artero, siente sobre todas las cosas haber sido burlado, y jura venganza.

Si hemos de sacar provechosa enseñanza de la historia, menester es que reparemos en las evoluciones de una revolución y en sus consecuencias. Para vengarse el rey de sus ministros, hace que los palaciegos y principales realistas entablen tratos y se coliguen con los liberales exaltados y de las sociedades secretas: la idea encuentra eco: primera coalición política, aunque entonces no tenía el nombre que hoy tiene. Era cosa peregrina ver entenderse y concertarse Alcalá Galiano con el padre Cirilo, representantes de los dos partidos extremos, guiados por la pasión común del odio, discurriendo un ministerio monstruo con que reemplazar al que gobernaba, porque monstruo tenía que ser, habiendo de componerse de elementos tan encontrados. Pero antes de venir a concierto, el deseo de la venganza, pésimo consejero de los reyes, sugiere a Fernando el loco pensamiento de recobrar su autoridad absoluta, y empieza a ejercerla con el imprudente nombramiento de un capitán general para Madrid sin conocimiento de sus ministros responsables. La contestación a tan temerario paso fue un alboroto popular, fecundo en atropellos, desórdenes, desacatos y desmanes, que los ministros resentidos no cuidan de enfrenar, y acaso ven con fruición. El rey se amedrenta, cede, reconoce el nombramiento, es obligado a volver de San Lorenzo a Madrid, y a su entrada en la corte le abruma una lluvia de personales insultos y de horribles denuestos, más desdorosos para los que los profieren que para la majestad que ultrajan, y propios para engendrar gran depósito de rencor en el corazón del monarca escarnecido. ¡Qué elementos para labrar la felicidad pública! Las imprudencias de unos y otros van dando sus amargos frutos.

Descubiertas las intenciones del rey, en campaña ya algunas facciones absolutistas, soliviantado el pueblo liberal, convencido el ministerio del aborrecimiento del monarca, busca el gobierno la alianza de los exaltados, castigados por él poco antes, y se coliga con ellos. Segunda coalición política. ¿Cuál de las dos será más moral y más edificante? En la primera se ligaban el rey y los más acalorados anti-realistas contra el ministerio y sus parciales; en la segunda se unen el gobierno y los exaltados contra el monarca y sus adictos. En aquella se vio el peregrino espectáculo de tratar de entenderse Alcalá Galiano y Fr. Cirilo Alameda; en esta el de la extraña avenencia de Argüelles y Riego, y de los amigos de uno y otro. El resultado inmediato de esta última fue tener entrada en el ministerio y ocupar superiores cargos militares y altos puestos Riego y sus amigos los desterrados de setiembre; primera condición de las coaliciones. No hay nada que exceda el orgullo y las pretensiones de los desterrados por un gobierno, cuando son llamados como necesarios por el gobierno mismo. Sucede con las coaliciones lo que con las intervenciones extrañas; los buscados se sobreponen siempre a los que los invocaron como auxiliares. Esta no es condición antepuesta, pero es una consecuencia segura. En todos los partidos comprimidos o sujetos que mudan repentinamente y con ventaja de posición, pasando de oprimidos a dominadores, hay siempre una parte que se cree autorizada para traspasar todos los límites de la prudencia y de la consideración. Esta parte del bando exaltado prosiguió denostando con frecuencia al rey, y más todavía a la guardia de su persona. De aquí el choque con los guardias de Corps, la asonada de los tres días, de que muy pocos, si acaso alguno, se han atrevido a culparlos a ellos, su encerramiento en el cuartel, su sumisión, y el licenciamiento y disolución del cuerpo. Nueva humillación para el rey, y nuevo motivo de resentimiento y enojo.

En épocas de agitación y de fervor político, ¿qué fracción, por más que de ello blasone, puede estar segura de ser la más avanzada? Se hace gala y se toma por título de gloria ir más allá de los que van más adelante, y se recorre la escala de las ideas, que si no es infinita, se asemeja a lo que no reconoce límites. Los constitucionales del 12 han parecido liberales moderados y tibios a la sociedad masónica, motora de la revolución del 20. Ahora la conducta de la sociedad masónica coaligándose con los ministros y los constitucionales del 12, parece floja y templada a muchos de sus miembros, que no pudiendo sufrir tanta moderación, se separan de ella para crear otra secta más exaltada, y se funda la sociedad de los Comuneros, que se dice secreta, porque es también ridículamente simbólica, pero que de hecho es pública, porque se llena instantáneamente de neófitos que ni por su clase ni por sus hábitos se avienen bien con el secreto. Nuevo germen de rivalidad y discordia entre los liberales, y nueva semilla de confusión y desarreglo.

Mas no es nunca una sola parcialidad la que se exalta y enardece; exáltase y se enardece también, y al mismo compás, la parcialidad contraria. Ambas provocan e irritan a sus adversarios; pero ningún partido se confiesa el provocador, porque todos consideran actos legítimos, o por lo menos disculpables, los excesos y demasías que con su contrario cometen. No eran menguadas ni escasas las que cometían los liberales; y los realistas distaban mucho de tener ni la prudencia ni la resignación de los vencidos. La provocación era mutua; común la irritación, los choques casi inevitables, y la avenencia imposible.

Los consejeros secretos de Fernando ni templaban sus iras, ni cuando las guiaban lo hacían sino con torpeza insigne. El medio que le inspiraron para desacreditar a los ministros que aborrecía y desprenderse de ellos, era sin disputa eficaz, pero no dejaba de ser una insidia grosera y de mala índole, que por fortuna ha sido único ejemplar en la historia de los gobiernos representativos, y es de esperar que no se reproduzca nunca. Leer en el discurso solemne de la apertura de un Congreso, a la faz de la representación nacional y rodeado de sus ministros, palabras puestas de su cuenta, acusando a estos mismos ministros de flojos y criminales en el gobernar, y haciéndolos culpables de los insultos y denuestos que del pueblo recibía, era darles una muerte política, segura, repentina y pública. El golpe era eficacísimo y certero, como preparado a su gusto y a mansalva, pero el arma no es de las que pueden entrar en las permitidas como de buena ley. Tenía sobrada razón para quejarse de los insultos que le prodigaban; teníala acaso también para atribuirlo en gran parte a la tolerancia o flojedad de los ministros; pero acusarlos de aquel modo, era, ni saber ser rey constitucional, ni tener valor para proclamarse absoluto. Grande fue el bochorno de los así tratados: la dimisión era consiguiente: la exoneración indispensable: cruzáronse, porque se hicieron ambas casi simultáneamente.

Pedir el rey a las Cortes que le designaran nuevos ministros, era, o una ignorancia o una hipocresía inconstitucional. En negarse a ello hicieron bien las Cortes, pero poco prácticas todavía en el mecanismo del gobierno parlamentario, cayeron en inconveniencias que en tiempos posteriores han podido parecer o debilidades o extralimitaciones. Señalando una pensión de 60.000 rs. a cada uno de los ministros caídos, hacían una censura no muy disfrazada del rey por su separación, y mostraban que la mayoría de los diputados les era adicta. No sin razón lo consideró el monarca como un desaire, y se pico de ello, pero no la tuvo en mirarlo como un ataque a la prerrogativa real de escoger libremente sus ministros, puesto que acababa de abdicarla pidiendo a las Cortes que ellas mismas se los propusieran. De todos modos la escisión entre los dos poderes quedaba viva.

Nueva legislatura; nuevo ministerio; pero nuevas dificultades para gobernar. Nuevas y mayores, en el exterior y en el interior; allí, porque las potencias absolutistas han tomado ya una actitud resuelta; han destruido la Constitución de Nápoles; significan que no quieren gobiernos representativos; la abolición del de España podrá quedar aplazada, pero no puede ser sino una tregua, cuyo rompimiento será cuestión de oportunidad: aquí, porque las Cortes se muestran por lo menos tibias y recelosas con el gobierno, las partidas realistas se atreven a presentarse armadas en los campos; las conjuraciones crecen; se considera al trono como el foco de las conspiraciones; la demagogia de las sociedades secretas se ostenta irritada y amenazadora; no se divisa en parte alguna elemento moderador que pueda cortar desavenencias ni dar esperanzas de sosiego. El gran temor del gobierno y de las Cortes es la reacción, y a evitarla consagran sus primeras tareas, y dedican con preferencia sus providencias y medidas: ley de 17 de abril para atajar las insurrecciones; decretos contra eclesiásticos conspiradores o atizadores imprudentes, o contra clérigos facciosos; reglamentos de milicia nacional; ley constitutiva del ejército; premios a los caudillos del ejército revolucionario, y otras por este orden. Fundado era el temor; racional la desconfianza; ciertas las conspiraciones; las precauciones indispensables; las medidas necesarias; y más o menos prudentes, más o menos exageradas u oportunas, eran todas legales, como dictadas por los legítimos poderes.

No así las violencias y tropelías a que se entregó la parte arrebatada y demagógica del bando liberal; los alborotos y motines, las arbitrarias prisiones de Barcelona y la Coruña, y el horrible asesinato del canónigo Vinuesa, negro borrón y mancha indeleble de la noble causa de la libertad en este período revolucionario. Cuando recordamos, porque lo recordamos todavía, cómo hacía gala y alarde la gente exaltada de adoptar como símbolo y emblema glorioso el martillo con que fue ferozmente aplastado y deshecho el cráneo del cura de Tamajón, quisiéramos poder persuadirnos de que tan repugnantes escenas no pasaban en la hidalga nación española, y que nos hallábamos trasportados a las cárceles de París en las salvajes matanzas del período álgido de la revolución francesa. Si el gobierno, asustado de tales escándalos y con el fin de evitar asonadas y bullicios, confiaba la autoridad a hombres de orden, y de carácter entero y firme, como Latre, Morillo y San Martín, otras autoridades con imprudentes ligerezas comprometían ellas mismas la tranquilidad pública cuya conservación les estaba encomendada. Riego, con ser capitán general de Aragón, Riego, tan ardoroso y sincero constitucional como puerilmente ganoso de popular aplauso; Riego, tan celoso y desinteresado como flacamente presuntuoso; tan dado a sermonear a la plebe como desprovisto de dotes de predicador; tan intransigente con el absolutismo como fácil en fiarse de misteriosos aventureros y de fingidos y extravagantes apóstoles de la demagogia; Riego se convierte sin advertirlo en el primer agitador de las masas, y se hace sin intención y por simple vanidad elemento de perturbación y desasosiego.

El gobierno, separándole del mando, y participándoselo en forma irregular y poco discreta, cree alejar una tormenta, y provoca muchas tempestades. Los idólatras nunca sufren que se maltrate a su ídolo. ¿Olvidó el gobierno que Riego era el ídolo de las sociedades secretas y de la parcialidad exaltada, o le derribó por necesidad y a sabiendas? En setiembre de 1820 el ministerio Argüelles separa a Riego de la capitanía general de Galicia y le envía de cuartel a Asturias: los adoradores del ídolo promueven una asonada en las calles de Madrid y dan ocasión en las Cortes a la célebre sesión de las Páginas. En setiembre de 1821 el ministerio Feliú separa a Riego de la capitanía general de Aragón y le envía de cuartel a Cataluña: los adoradores del ídolo pasean su imagen en procesión solemne por las calles de la capital, y dan lugar a la famosa escena llamada por sarcasmo la batalla de las Platerías. El día de San Rafael se convierte en despique en una especie de fiesta patriótica, y se hace moda entre la gente bulliciosa y turbulenta pasear en procesión el retrato de Riego por las poblaciones de España. No era posible a los exaltados constitucionales tolerar a un ministerio que de aquella manera obraba; no era posible al ministerio gobernar con los exaltados que esto hacían. Los realistas ganaban en ello. El gran conspirador de palacio conspiraba por inclinación, no por necesidad, porque los constitucionales se encargaban de conspirar contra sí mismos.

Desde la separación de Riego llueven de todas partes representaciones contra el ministerio, acusándole de tibio constitucional, de apagador del fuego y entusiasmo patriótico, de duro en la represión de las demasías de los liberales, de flojo en enfrenar la audacia y las conspiraciones realistas, poco menos que de partícipe y cómplice en los planes de los enemigos de la libertad. Era el santo y seña de los amigos de Riego: él le había dado con su representación desde Lérida; porque Riego o hablaba o representaba; no callaba nunca, y sus amigos tampoco. Las representaciones, espontáneas unas, arrancadas por la intimidación y la violencia otras, fundadas en parte, y en parte exageradas, desautorizaban al gobierno, y acababan con su escaso prestigio. Las autoridades militares y civiles de Cádiz y Sevilla se pronuncian en desobediencia abierta; relevadas por el gobierno, se resisten a entregar el mando; enviadas las que han de reemplazarlas, se niegan a admitirlas; protegidas y alentadas por las sociedades secretas, se atreven a desafiar con la fuerza al gobierno, y amenaza una guerra civil entre los mismos liberales. Criminal era la desobediencia y escandalosa la rebeldía; pero el gobierno no había sido prudente; las autoridades destinadas a Andalucía ni gozaban de opinión en el bando liberal, ni por sus antecedentes eran las más aceptables en aquellas circunstancias. Y bien intencionado, pero falto de tacto el gobierno, separa al propio tiempo del mando de Galicia y destierra sin causa justificada al ilustre Mina, caudillo de crédito entre los constitucionales, con lo que se priva de los servicios de aquel insigne guerrero, y confirma la sospecha de que tiende a desprenderse de los más comprometidos, resueltos y útiles sostenedores de la causa constitucional.

Y como si no fuesen bastantes para descomponer la máquina del Estado los errores y desaciertos de los gobernantes, la desobediencia y rebeldía de los gobernados, los desbordamientos y ferocidades de la ruda plebe, las locuras y provocaciones de los fanáticos por la libertad, la insultante audacia de los fanáticos por el absolutismo, la guerra en los campos, los tumultos en las plazas, la insubordinación en el ejército, la subversión aconsejada en los púlpitos, las arengas disolventes de los clubs, y la conspiración permanente en el trono; y como si las sociedades secretas conocidas no fuesen sobrados focos de discordia y de perturbación, todavía se multiplicaron éstas, desmembrándose y subdividiéndose y desmenuzándose los partidos; y como de la masonería se derivó la rama de los comuneros, así vinieron después los carbonarios y los anilleros a aumentar la confusión en el bando liberal, y a imitación suya en el absolutista tras la Junta apostólica vino el Ángel exterminador, nombre terrible que revelaba las intenciones humanitarias y los propósitos evangélicos de los que blasonaban de apostólicos más puros. ¿Era posible gobernar en tal estado de desconcierto y de desorden? ¿Podía arraigarse la libertad en tal estado de desquiciamiento y de anarquía?

Había no obstante y por fortuna, en medio de este caos, un poder que funcionaba con más seso y cordura de lo que era de esperar en época tan revuelta y de tanto y tan universal apasionamiento. Este poder eran las Cortes. Aparte de algunas ligerezas, inconveniencias y errores, propios de la atmósfera que se respiraba, y por tanto no del todo indisculpables, especialmente en su segundo período, como los que hicimos notar en la ley constitutiva del ejército, debiéronse a las Cortes de los años 20 y 21 leyes políticas y administrativas admirables, atendida la lucha viva de los partidos. Asombra ver, especialmente a las Cortes extraordinarias, ocuparse con una serenidad y un aplomo que serían recomendables aun en tiempos tranquilos, en discutir y resolver graves cuestiones de administración y de derecho, de organización militar y civil, y de orden político y social. Cierto que los objetos y asuntos de sus tareas estaban determinados, pero de todos modos admira, cuando fuera del santuario de las leyes se agitaban y hervían y se desbordaban las pasiones, y se movían y chocaban todas las parcialidades políticas, verlas discurrir y adoptar nuevos sistemas económicos, promover y organizar la beneficencia, reformar las aduanas y aranceles, mejorar el resguardo marítimo, redactar códigos, hacer planes generales de estudios, y fomentar y regularizar la enseñanza en todos sus ramos, con impasible serenidad y como si la nación se encontrase en circunstancias normales.

Mérito no menor tuvo para nosotros, aunque no todos piensen así, el valor y la resolución con que acometieron la reforma y represión de la desencadenada imprenta, y la limitación y correctivo del derecho o exagerada práctica de petición y reunión, siendo como eran el desenfreno de la imprenta, las representaciones colectivas y las sociedades patrióticas, las tres poderosas palancas que el partido más revolucionario y exagerado tenía puestas en continuo juego y ejercicio para aturdir al gobierno y embarazarle en su marcha, poniendo al país en perpetuo desasosiego y anarquía. Dos ilustres diputados, dos oradores insignes son acometidos y atropellados al salir de la sesión por las turbas demagógicas: por milagro se salvan sus personas de los aguzados puñales de los asesinos. ¿Qué delito han cometido aquellos dos esclarecidos representantes del pueblo? El delito de Toreno y de Martínez de la Rosa, que fueron los atropellados, era haber probado con elocuente voz en la tribuna que el abuso y el desorden eran los mayores enemigos de la libertad.

¡Así habían extraviado y perturbado las sociedades secretas los cerebros de las ignorantes masas! El atentado fue tan horrible, que todo el mundo huía de aparecer cómplice en él; en las Cortes le anatematizaron con indignación los hombres más exaltados, y en las bóvedas del templo de las leyes resonaron estas enérgicas palabras:

«Traidores, asesinos, cobardes… apellidándoos liberales… os habéis atrevido ayer a acercaros al suntuario de las leyes con el puñal en la mano para acabar con nuestra libertad. Facciosos, traidores, asesinos, cobardes; sí, lo repito, estos son vuestros nombres; no sois españoles, ni podéis, ni debéis ser tenidos por tales. No, la nación española no podrá ni por un momento ser un campo horroroso en que se repitan las escenas sangrientas que ahogaron la libertad en una nación vecina. Si esto es lo que pretendéis, ¡cuán poco conocéis a la nación española! ¡Sacrílegos! ¡Los representantes de la nación española sostener la rebelión, apoyar los desórdenes! Si son estas vuestras esperanzas, huid de un suelo que os detesta……»

Honra y loor a aquellas Cortes.

Salvaguardias del orden y centinelas de la libertad aquellas Cortes en medio de la borrasca que se estaba corriendo, cuando les fueron denunciadas las desobediencias de las autoridades y las sediciones de Andalucía, restablecieron y levantaron el abatido y menospreciado principio de gobierno, y dieron fuerza al poder ejecutivo condenando con valentía a los desobedientes y rebeldes. Hicieron con esto un gran bien. Defendieron las prerrogativas de la corona, y salvaron el orden social. Pero declarando en la segunda parte del mensaje que los ministros habían perdido la fuerza moral para seguir al frente de los negocios, mataron al ministerio, y acaso hicieron sin intención un gran mal, que habría podido tener remedio si no hubiera terminado el plazo improrrogable de aquella legislatura extraordinaria.

Pero aquél concluyó. Al día siguiente, sin interregno alguno parlamentario, comenzaba a funcionar un nuevo Congreso, que venía animado de otro espíritu. El gobierno del Estado se hallaba en manos interinas y débiles, y con estos elementos se inaugura el período más turbulento de la segunda época constitucional, y uno de los más fatales de la moderna historia española.