Filosofía en español 
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Parte tercera Edad Moderna

Final España en el reinado de Fernando VII

VII
La reacción del 23, mucho más horrorosa y sangrienta que la del 14

Oportunidad de un recuerdo.– Lo notable de aquella reacción.– La plebe y la clase culta.– La teocracia.– Plan de exterminio.– Amenazas y designios de destruir una raza hasta la cuarta generación.– Consejos humanitarios de los príncipes y gobiernos de la Santa Alianza al rey.– Conducta recíproca de Fernando y del rey de Francia.– La llamada amnistía.– Dos partidos realistas.– Carácter, jefes y fuerzas de cada uno de ellos.– Oscilaciones del rey.– Vence el partido apostólico, perseguidor e inquisitorial.– Acaba de perder a los liberales su impaciencia.– Suplicios horribles.– Principio y origen del bando carlista.
 

«La reacción de 1814 a 1820, dijimos en el principio de esta reseña, derramó en tal abundancia los infortunios en los hombres y en las familias más distinguidas e ilustres de la nación, que parecería la más ruda de las reacciones, si por desdicha no hubiera venido otra más calamitosa y sangrienta en este mismo reinado.»

Bien se comprende que aludíamos entonces a ésta de 1823. Y en el cap. XVIII del último libro de nuestra historia habíamos dicho también: «Difícilmente nación alguna contará en sus anales, tras un cambio político, un período de reacción tan triste, tan calamitoso, tan horrible, tan odioso y abominable, como el que atravesó la desgraciada nación española desde que en 1823 se consideró derrocado el sistema constitucional.» Y aun mucho antes, en nuestro Discurso preliminar, habíamos ya dicho refiriéndonos a esta época: «La reacción se ostentó implacable y espantosa… El iracundo fanatismo del 23 se sublevaba hasta contra la caridad extraña… Declarose una guerra de exterminio contra la raza liberal, como contra una raza maldita. La expiación alcanzaba a todo lo más espigado de la sociedad. El más feliz era el que lograba ganar una frontera, o entregarse a la ventura a los mares. Parecía que la humanidad había retrocedido veinte siglos.»

Por desgracia, lejos de haber exageración en estos juicios, lo difícil es retratar la fisonomía de este período con toda la repugnante deformidad que en realidad tuvo, y de que empezaron a dar triste muestra el memorable decreto de 1.° de octubre, la condenación a muerte sin forma de proceso de los regentes de Sevilla, y el suplicio de Riego. Así como es no poca dicha y ventura haber alcanzado tiempos como los de hoy, en que nos parece fábula la historia de hace solos cuarenta años, y en que tales progresos han hecho la civilización y la cultura, que no se comprende y cuesta trabajo creer que tan bárbaras escenas se representasen no hace aun medio siglo en nuestra patria. De lo que horroriza la manera como entonces se vivía, consuela por fortuna la manera como hoy se vive. Pero es bueno que la historia refresque a la presente generación la memoria de aquellos tiempos, para que comparando juzgue, y juzgando aprecie, y apreciando agradezca lo que tiene, y reconozca lo que debe a los que con su ilustración y sus sacrificios le han preparado y traído tan favorable y prodigiosa mudanza.

Lo que de aquella reacción estremece y aterra, y apenas se concibe que acaeciese en el siglo XIX, no es que el partido vencedor humillara, abatiera, persiguiera y anonadara al partido vencido, que este es el carácter y el achaque común de las reacciones; sino el implacable encono, el sañudo rencor, la especie de hidrofobia de venganza, el plan de exterminio adoptado y seguido como sistema político, las formas rudas y semi-salvajes que revistió. Tampoco nos asombra que la plebe fanática, que el ignorante populacho, que creía proclamar lo bueno cuando gritaba: «¡Viva el despotismo! ¡Vivan las cadenas! ¡Muera la nacion!;» que esa miserable gente, a quien se había hecho creer que la Constitución era un libro irreligioso, los comuneros y masones herejes, los constitucionales impíos, y la libertad política una especie de monstruo infernal, se desatara en groseros insultos y en bárbaras tropelías contra las personas, y las familias, y los objetos, y los emblemas, y hasta contra los trajes y los colores, y contra todo lo que se suponía signo o representación o recuerdo del partido o de la idea liberal. Compréndese que tales gentes persiguieran con furia, y anduvieran en pesquisa y como a ojeo de los que llamaban adictos al sistema, o eran tenidos por liberales, o se sospechaba que lo fuesen, y que los arrastraran a las cárceles hasta colmarlas, o que los maltrataran y golpearan en los sitios públicos, o que los pasearan como a la vergüenza haciéndolos objeto de ludibrio o escarnio, o que atropellaran el asilo doméstico para buscarlos y prenderlos en sus propios hogares, o que los delataran como conspiradores o sospechosos a la inquisitorial policía o a los tribunales especiales y ejecutivos, y que ensañándose hasta con el débil sexo, so pretexto del significativo color del vestido, de la cinta o del lazo, escarnecieran groseramente a la matrona o la doncella, y faltando a todo miramiento de decoro y de decencia social, les arrancasen la prenda de adorno, y les cortaran el cabello, y con otros actos que nos daría bochorno estampar, las hicieran blanco de insultante risa, de torpes dichos y de insolentes burlas: que todo esto se ejecutaba, vergonzoso es recordarlo, en muchos lugares, en poblaciones populosas y en pleno día.

Pero no puede menos de asombrar, que hombres de carrera y de posición social, que autoridades y altos funcionarios, que jueces y tribunales, que consejeros y ministros de una gran nación y de un gobierno regular establecido, dejándose llevar de iguales pasiones y de parecidos instintos a los de la plebe, o consintieran o autorizaran sus demasías, o por lo menos fomentaran, y casi justificaran sus rencores y sus desmanes, con una serie de medidas encaminadas al parecer al mismo objeto de anonadar, extinguir y exterminar a los hombres de opiniones liberales más o menos pronunciadas, ya por actos ejercidos durante el período constitucional, ya por manifestaciones verbales o escritas, ya solamente por sospechas y dudas, y hasta por falta de hechos y pruebas justificativas en favor del gobierno absoluto y del realismo más exagerado, y con un sistema de providencias dirigidas a enaltecer y dar preponderancia, inmunidades, privilegios y amplias y extraordinarias facultades a las corporaciones, institutos, autoridades y funcionarios que tenían a su cargo inquirir, vigilar, espiar, procesar, encarcelar, dictar sentencias e imponer castigos a los adictos al pasado régimen, o a los desafectos o acusados de tibieza en favor de la restauración, hasta hacer desaparecer del suelo español todo lo que se recelara estar contaminado de la idea liberal.

Y aún asombra más, que de los asilos de la religión, de la virtud y de la piedad, que de los lugares sagrados, que de las moradas de los sucesores de los apóstoles, que de las cátedras del Espíritu Santo, que de los labios de los que ceñían mitra, o llevaban la corona del sacerdocio, o vestían el sayal de la penitencia, salieran las pastorales, y los sermones, y las exhortaciones y pláticas, y las palabras y excitaciones, no aconsejando caridad, fraternidad y mansedumbre, sino enardeciendo los ánimos y encendiendo las pasiones del ya sobradamente ensañado pueblo, concitándole a la persecución de los vencidos constitucionales, representándolos como enemigos de la religión, como herejes vitandos, con quienes no habían de unirse «ni aun en el sepulcro,» como monstruos de impiedad, como reos de muerte y merecedores del patíbulo y de hoguera, restableciendo para ellos algunos prelados por su propia autoridad el tribunal del Santo Oficio con el nombre de Junta de Fe, y reproduciéndose las ejecuciones en cadalso y las quemas en estatua.

Casi es menos asombroso, aunque también lo es mucho, ver al rey constitucional de los tres años creyéndose ahora absoluto sin serlo, dominado por la teocracia y por la plebe, sujeto ahora él mismo, no a las trabas legales de una Constitución, sino al despotismo del bando apostólico, y a la tiranía de la democracia, consintiendo los desmanes de las turbas, autorizando el sistema de horca permanente, trasmitiendo el ejercicio del poder real a la policía y a los voluntarios realistas, y aprobando las bárbaras sentencias de las comisiones militares. Decimos que casi nos asombra esto menos, al ver los plácemes y felicitaciones que al rey se elevaban por la política de destrucción del partido liberal que se seguía; al ver que los cabildos eclesiásticos le exhortaban a que no aflojara, antes bien arreciara en el rigor contra los detestables y detestados constitucionales; al ver que corporaciones municipales de las primeras poblaciones de España le decían que no quedaba para aquellos perversos más arbitrio que el suplicio, que sus delitos los ponían fuera de la ley social, y que el bien común exigía y reclamaba su completo exterminio; al ver que la Gaceta no los designaba con epítetos más suaves ni más cultos que los de pillos, asesinos o ladrones; que el religioso y evangélico redactor del Restaurador, premiado después con una mitra, denominaba a los liberales de ambos sexos bribones y bribonas de la negrería, y que la máxima cristiano-filosófica que más continuamente resonaba en sus reales oídos era que se debía exterminar las familias de los negros hasta la cuarta generación, y el principio filantrópico y humanitario de que el odio hacia ellos debía trasmitirse de padres a hijos… hasta la más remota e incalculable posteridad.

¿Qué extraño es que a nosotros nos asombre y estremezca tan terroroso sistema político, cuando los mismos gabinetes de la Santa Alianza a quienes se debía la restauración española se quedaron absortos de tan feroz despotismo? ¿Pudo llegar a más, y hay nada que justifique más, nuestro juicio, que haberse considerado el representante del soberano más absoluto de Europa en la necesidad y en el deber de aconsejar a Fernando que moderara la tiranía, aflojara en sus rigores, y adoptara una política más tolerante y templada? ¿Y cómo sería el prebendado, confesor y primer ministro de Fernando, cuando el embajador de Rusia tuvo que pedir su alejamiento del poder, siquiera se le confiriese en premio de sus evangélicos servicios el báculo del apóstol? Merced a este extraño impulso, el canónigo don Víctor Sáez, el autor del famoso decreto de 1.° de octubre, dejó la dirección de los negocios de Estado para pasar a regir espiritualmente una diócesis.

También hemos visto con qué insistencia y empeño el rey Luis XVIII de Francia, y su ministro de relaciones extranjeras, y su embajador en Madrid, aquellos a quienes más directamente debía Fernando su restablecimiento, y a quienes estaba más estrechamente obligado, le exhortaban, aconsejaban y pedían que fuera menos implacable y más clemente con los constitucionales vencidos, que emprendiera una marcha más conforme a la civilización, y abandonando la rudeza despótica que las luces del siglo repugnaban, estableciese una forma de gobierno más acomodada a ellas y más razonable.

En este punto no sabemos qué admirar ni qué censurar más; si la ingratitud de Fernando para con el monarca y el gobierno francés, cuyo influjo y cuyas armas le habían devuelto la plenitud del poder, y de cuyos ejércitos necesitaba todavía para sostenerle, desairándolos descortésmente y negándose a lo que de él tan razonablemente solicitaban; o la flojedad de aquel soberano y de aquel gobierno en limitarse al papel de consejeros tímidos, y no tomar el de resueltos mandadores, usando del derecho que tenían a obligarle a establecer en España una monarquía templada con formas representativas, más o menos populares, si era verdad que había éste sido siempre el objeto de su intervención, y que tal fuese ahora su deseo. Pues qué, ¿se había creído meses antes con derecho a intervenir y a derribar por la fuerza un gobierno constitucional, porque le calificaban de anárquico, y no le tenían ahora para derrocar un despotismo que mostraban serles odioso y que era más anárquico todavía? Y si ahora para empujar a Fernando por la senda de la justicia, de la templanza y de las reformas políticas, juzgaban no serles lícito exceder los límites de simples consejeros, ¿por qué entonces no se contuvieron también dentro de la línea del aconsejar? Si so pretexto de revolución intervinieron y obraron, ¿no son también revoluciones las reacciones sangrientas? ¿Se puede invadir una nación so color de sofocar desórdenes de un partido, y después de invadida y dominada consentir que sea presa de mayores desórdenes de otro? ¿Cómo entendía el gabinete de las Tullerías esta diferencia de obligaciones y de derechos?

¿Pero que se podía esperar, cuando permaneciendo aquí todavía sus ejércitos y sus generales, ni siquiera tuvo ni el valor ni la dignidad de hacer que se respetaran y cumplieran las formales y solemnes capitulaciones que en buena ley de guerra habían pactado sus generales y los nuestros, y no que tuvo la insigne flaqueza y pasó por la indigna humillación de ver y consentir que lo estipulado se rompía, que los ejércitos se disolvían y licenciaban, que los grados no se reconocían, y que los generales y jefes, que debían confiar en la fe de los tratados, se vieran forzados a emigrar o a sufrir la misma ruda persecución que todos los demás españoles que se habían adherido al sistema derrocado?

Mas no por eso negaremos a aquel gobierno el mérito de haber instado con empeño y con insistencia al rey a que otorgase una amnistía amplia y general en favor de los perseguidos. Tardía y perezosamente accedió el rey a sus repetidos ruegos, y aun valiera más que no la hubiera concedido. El decreto de indulto y perdón general de 1824 no fue sino una verdadera parodia de amnistía, un sangriento sarcasmo, una burla de la desgracia. Conviniendo en que por entonces fuesen justas o razonables algunas excepciones, indignó ver que fuesen más los exceptuados que los comprendidos en el perdón. Fue además una decepción palpable; porque sabidas las excepciones de antemano y comunicadas a la policía, pudo ésta más a mansalva y a golpe más seguro preparar y ejecutar la prisión de los exceptuados, desprevenidos y confiados en que los iba a alcanzar la clemencia real, convirtiéndose así en alevoso lazo lo que se presentaba con color de generoso olvido y de reconciliación. ¿Y por qué en lugar de exhortarse en los templos, como se encargaba en la última cláusula, a sacrificar en los altares de la religión y de la patria los resentimientos y los agravios, tolerábase que ignorantes y fanáticos misioneros siguieran predicando odios y atizando y encendiendo venganzas? Produjo, pues, el decreto de amnistía casi ninguna satisfacción, y muchos y nuevos arrestos, persecuciones y tropelías, de modo que dio en llamársele decreto de proscripción.

Así y todo, y con ser tan menguada, y no haber satisfecho ni contentado a los liberales, desatáronse más contra ella los exaltados e intransigentes realistas, que ni el nombre siquiera de amnistía toleraban, cuanto más la tendencia hacia la templanza y la moderación que observaban en los ministros que habían sucedido a don Víctor Sáez. Y de tal manera trabajaron, que consiguieron la caída de aquellos ministros.

Formáronse con éste y otros motivos semejantes en derredor del rey dos partidos realistas, que al modo de los que habían dividido a los constitucionales, podríamos llamar también exaltado y moderado. Afiliáronse en el primero los que rechazaban toda idea de tolerancia para con los liberales, los que no admitían tregua en la persecución, los partidarios del sistema de exterminio. Militaban en el segundo los de opiniones, aunque absolutistas, más templadas, y otros de sentimientos, aunque realistas, más humanitarios, y de ideas, aunque muy monárquicas, menos reaccionarias y más conciliadoras. Pertenecían al primero los del bando llamado apostólico, compuesto de la parte más fanática del alto y bajo clero, adicta a la antigua Inquisición, los jefes de los voluntarios realistas y de las bandas de la Fe, y lo más furibundo y vengativo de la plebe. Formaban el segundo hombres de Estado, conocedores del espíritu del siglo, y no poseídos del vértigo de la venganza. Unos iban teniendo ya representantes en el ministerio. Simbolizaban la política de tolerancia los ministros Casa-Irujo, Ofalia y Cea Bermúdez; sostenían la política del terror y de los cadalsos los sucesores del canónigo Sáez, Calomarde y Aymerich. Aquellos tenían en su favor la influencia de la Francia. Contaban éstos con el apoyo material de los batallones de voluntarios realistas, teniendo su fuerza moral en la policía y en la sociedad secreta del Ángel exterminador, y pareciéndoles ya poco realista el rey, buscaron y designaron como cabeza de su partido al infante don Carlos, su hermano, presunto y casi seguro heredero entonces del trono; principio del partido carlista, que tanto había de crecer después.

Colocado el rey entre las influencias de estos dos partidos, como entre dos contrarios vientos, su táctica y sistema era guardar cierta especie de equilibrio para no enajenarse ninguno de ellos, ya teniendo en el ministerio mismo hombres de los dos bandos, y halagándolos alternativamente, ya siguiendo la misma alternativa en el reemplazo de los que cesaban por renuncia o por exoneración. Esto explica la templanza que en ciertos períodos se advertía, en que parecía amainar algo la tormenta, o arreciar menos el huracán de la persecución, gozando de breves respiros los pocos liberales que ya iban quedando, o por haber los demás acabado trágicamente, o por hallarse bajo los cerrojos de la prisión, o por haber tenido la fortuna de ganar una frontera. Mas eran estas treguas de corta duración, porque apretaba en estos casos la parcialidad apostólica, a la cual no le era muy violento a Fernando ceder, y más viendo que en lo que a ésta disgustaba no era obedecido, y pronto recobraba su influjo, renovándose entonces la reacción con la misma furia y tomando el mismo carácter de crueldad que si no se hubiera nunca desahogado.

Todo estaba preparado, combinado y dispuesto para favorecer el propósito y plan de este partido, que era anonadar, extinguir, exterminar hasta sus últimos restos todo lo que tinte o color de liberal tuviese. Porque aquella serie de medidas y providencias, que hemos antes indicado, formaban y constituían como una red, de la cuál difícilmente se podía escapar nadie. Primeramente ellos, los hombres de este partido, se habían apoderado de los más altos puestos, eclesiásticos, militares y civiles, porque las mitras y las prebendas, las togas y las varas de la justicia, los mandos del ejército y de los cuerpos de voluntarios realistas, las plazas de los Consejos y de las secretarías, los empleos civiles y administrativos, los cargos superiores e inferiores de la policía, todo se había puesto desde el principio en manos de los que más se habían distinguido y señalado por su intolerante y extremado realismo. Para ellos habían sido los premios, las distinciones, los escudos de fidelidad, los privilegios y exenciones, las facultades extraordinarias: ellos habían inspirado o dictado aquellas medidas, y eran los encargados de su ejecución.

La red estaba urdida y tramada de modo, que difícilmente podría, como dijimos, escaparse nadie. La Junta secreta de Estado, compuesta de individuos del absolutismo más ardiente: el Gran Índice de la policía, o padrón general, en que se anotaba lo que cada español había sido durante el régimen constitucional; los informes reservados que se pedían a los curas, frailes y comandantes de realistas para hacer las calificaciones: las delaciones autorizadas y premiadas: el inicuo sistema de las purificaciones, sin cuyo requisito no se podía obtener ni recobrar sueldo, ni empleo, ni honor, ni profesión, ni cargo alguno: aquellas purificaciones, extendidas y exigidas a todas las clases y categorías sociales, a todos los eclesiásticos desde el prelado hasta el capellán, a todos los empleados civiles altos y bajos, a todos los militares desde el general hasta el sargento y aún hasta el soldado, a los profesores y maestros y a los simples escolares y alumnos, al comerciante y al industrial, al abogado, al médico y al artesano, a los cómicos, a los toreros, y hasta a las mujeres: aquellos largos, prolijos y laboriosísimos informes que se necesitaban para aparecer puro y limpio de la más leve mancha y sombra de pecado, de hecho, de dicho, o de intención liberal: la diabólica invención de los espontaneamientos, indultando a los individuos de sociedades secretas que espontáneamente se denunciaran a sí mismos, con tal que denunciaran también a sus cómplices y los lugares de la asociación, con la entrega de los emblemas y papeles: la declaración de reos de lesa majestad divina y humana a los que no se espontanearan: la provocación a las delaciones, manantial fecundo de calumnias, de venganzas y de procesos: las comisiones militares ejecutivas y permanentes, tribunales de terror, cuyos sumarios procedimientos y sangrientas sentencias, a veces por causas despreciables o baladíes, a veces por una palabra indiscreta o necia, daban cotidiano alimento a los presidios y a los patíbulos: los bandos de policía, en que se declaraba justiciables a los que recibiesen por el correo, o de otro modo, papeles que hablaran de política, y a los que se correspondieran con los padres, hijos, esposos o parientes emigrados: ¿quién podía escapar de tantas y tan espesas redes tendidas a los que eran blanco y objeto de la pesquisa y saña del sangriento bando?

Dio a éste nueva ocasión y pretexto para arreciar en sus rigores y para persuadir al rey de la necesidad de su sistema de exterminio, así como acabó de perjudicar a los desdichados liberales, la impaciencia de algunos de sus amigos emigrados en Gibraltar y en otros puntos. Disimulable su impaciencia, pero inconveniente; natural su deseo, pero prematuro; patriótica su intención, pero indiscreta; justa la indignación que los impulsaba, pero temeraria la empresa entonces e irrealizable; sus audaces agresiones, con más valor que prudencia emprendidas, solo sirvieron para aumentar el catálogo de las víctimas, multiplicar los martirios, y hacer más terrible este período de sangre. Aun sería de algún modo excusable esta cruel severidad para con los conspiradores liberales, si se hubiera empleado de la misma manera con los conspiradores del bando ultra-realista que por entonces se alzaron también en rebelión e hicieron armas contra el gobierno establecido. Pero era una irritante desigualdad, pero era un imprudente alarde de parcialidad y de injusticia, que mientras los soldados y paisanos cogidos al coronel Valdés eran fusilados a centenares sin piedad ni conmiseración, por ser empresa liberal la suya, se absolviera al brigadier Capapé y se dejara impunes a sus secuaces, por ser empresa apostólica y ultra-realista; y que mientras se regaban con sangre liberal los campos de Tarifa y de Cartagena, no se vertiera una gota de sangre realista en los de Zaragoza. Esta era la justicia que mandaban hacer.

Mas no aglomeremos hechos. Ni necesitamos tampoco rebuscarlos en la parte recóndita y secreta de los archivos, donde sabemos existen en abundancia, para acabar de dibujar la fisonomía y de bosquejar rasgos que dan carácter a este desventurado período. Bástenos recordar dos de los que van estampados en nuestra historia. Es el uno el suplicio del valeroso adalid de la libertad de su patria, del célebre caudillo de la guerra de la independencia, don Juan Martín, el Empecinado. No es la muerte en horca de este famoso guerrero lo que subleva los sentimientos de las almas medianamente humanitarias; que en horca morían entonces muchos esclarecidos e insignes capitanes del ejército español, y muchos ilustres ciudadanos, honra y gloria de España. No es lo que indigna el sacrificio de una víctima, obra y producto de un irregular y amañado proceso para forjar artificialmente un delito; que no era entonces cosa rara confeccionar informales procesos para buscar crímenes en aquellos que había ya una resolución preconcebida de llevar al cadalso. Lo que horroriza y estremece y hace rebosar el corazón de ira santa, son los prolongados y bárbaros tormentos y martirios que con refinada crueldad se hizo sufrir a aquel desgraciado antes de arrancarle la vida: martirios y tormentos de que solo se podría hallar ejemplo en pueblos salvajes, o allá en los tiempos de la feroz persecución de Diocleciano contra los cristianos. Si hubiese quienes dudaran de los eminentes servicios prestados a su rey y a su patria por el martirizado y ajusticiado en Roa, «leed, les diríamos, su nombre esculpido en oro en el santuario de las leyes entre los mártires de la libertad española.»

El otro hecho, de diferente índole, fue la institución de una fiesta anual cívico-religiosa en conmemoración de la prisión de Riego en la ermita de Santiago en que se refugió y fue aprehendido, con su solemne procesión, su sermón, y asistencia de dos cabildos, con su señalamiento de rentas al santero que le prendió, como si fuese la congrua sustentación de un ministro del altar. ¡Inaudita profanación de la religión santa predicada y enseñada por el Divino Maestro! Si era verdadero fanatismo político y religioso, maravilla que a tal punto llegaran el del rey y el de sus consejeros: si era la hipocresía del fanatismo, que también el fanatismo tiene su hipocresía, era un ultraje a la religión, haciéndola servir de manto para disfrazar míseras pasiones humanas, y un criminal abuso de la ignorancia y credulidad del vulgo y de la plebe. El primer hecho demuestra hasta dónde llegaba la crueldad insaciable del partido apostólico; el segundo prueba a qué extremo rayaba la realidad o la simulación del fanatismo religioso y político.

Y así con todo, quejábase este partido de estar comprimida y como enfrenada la reacción; acusaba al rey y a algunos de sus ministros de tolerancia y de lenidad; parecíanle suaves las medidas del gobierno, y calificaba de flojas las autoridades. Si se mandaba disolver las bandas de la Fe, aun fundando la providencia para suavizarla en la sola razón de ser costosas al tesoro, levantábase un clamor, que no se acallaba ni con convertir a los facciosos en oficiales de ejército. Si se daba un reglamento a los cuerpos de voluntarios realistas, exigiendo siquiera algunas condiciones en sus oficiales, y encomendando a los capitanes generales su ejecución, era desobedecido, y quemado por mano del verdugo, juntamente con la estampa del ministro que le había firmado. Si el rey se negaba al restablecimiento de la Inquisición que se le pedía, por el veto que a esto le ponía el gobierno francés, restablecíanla en sus diócesis por propia autoridad algunos prelados, y los apostólicos del estado seglar desacreditaban al rey pintándole dominado por los herejes e impíos. Si, cediendo a los ruegos de los aliados, otorgaba un simulacro de amnistía, enojábase la gente apostólica, y encargábanse Calomarde, la policía y los misioneros de mostrar con los hechos cuán poco significaba un vano nombre. Si un ministro de ideas templadas lograba apartar del lado del rey a un confidente y consejero furibundo, dañino y desatentado, otros ministros obligaban al monarca a retractarse públicamente y pregonar su flaqueza en un documento solemne a satisfacción de la parcialidad más exagerada, y la obra de Cea Bermúdez era destruida por Calomarde y Aymerich. Si un ministro de la Guerra por un sentimiento de justicia y de piedad suprimía las terribles comisiones militares, se alzaban airados en voces y en armas contra aquella humanitaria medida y contra aquel indulgente ministro los intransigentes partidarios del terror. Si el rey confiaba las secretarías a hombres que mostraran tendencias a ir templando los furores de la reacción, enviábanse a todas partes emisarios a sublevar el reino con la alarmante voz de que dominaban otra vez en palacio los comuneros y masones, y de que se iba a proclamar de nuevo la maldecida Constitución.

Resultado de aquel sistema, llámese de equilibrio o de fluctuación entre realistas menos intolerantes y absolutistas de todo punto intransigentes, intentado por Fernando VII, pasado al parecer el período álgido de la reacción; de aquel rodearse, a veces simultánea, a veces sucesivamente, de ministros de los dos bandos; de aquella mezcla de medidas de tolerancia y de exterminio, aunque siempre pasajeras y parciales aquellas, generales y casi normales éstas; de aquellos brevísimos paréntesis que se hacían al encarnizamiento sistemático; de aquellos fugaces respiros que en intervalos imperceptibles se dejaba a los perseguidos a hierro y a fuego; resultado, decimos, de todo esto fue, que los hombres del partido apostólico, el más numeroso, activo y audaz, y que no admitía ni indulgencia y templanza, ni tregua y descanso en la tarea de perseguir hasta aniquilar la generación liberal, se fueron disgustando del rey, y pasaron gradualmente del disgusto a la murmuración y censura de su política, de la censura y la murmuración de la política a la tibieza y enfriamiento hacia la persona, de la tibieza al desafecto, del desafecto al abandono, y de éste a la conspiración contra aquel mismo soberano tan ardorosamente por ellos proclamado.

Para ellos Fernando no sabía ser rey absoluto, porque no era bastante despótico; y no era bastante despótico, porque no era bastante sanguinario y cruel; ni tampoco era bastante religioso, porque no era bastante fanático. A su lado había un príncipe y una princesa, que llenaban más a su gusto estas condiciones, que debían sucederle en el trono, y serían unos excelentes reyes, ajustados al molde y tipo de los reyes absolutos que ellos concebían y deseaban; y los apostólicos se convirtieron en carlistas. Limitados al principio a emplear su gran influencia con Fernando para desviarle del camino de la tolerancia, cada vez que por él le veían deslizarse, y encarrilarle de nuevo por las sendas del rigor; irritados después con cada acto de indulgencia o con cada medida de templanza, que ellos traducían de debilidad y casi de traición, rompieron al fin en rebelión abierta y alzaron pendones contra su rey.

Fue el primero que los enarboló el aventurero francés Bessières, republicano indultado antes, ultra-realista ahora, que pagó con la vida sus culpas presentes y pasadas, a manos de otro francés, aunque con título de conde de España, realista ahora y siempre: que fue singular y notable coincidencia, que dos franceses ventilaran con las armas en el campo la cuestión de cuál de las dos clases de despotismo había de prevalecer en España. Aunque las causas que impulsaron a Bessières a alzar la bandera de la rebelión quedaron envueltas en el misterio, por haber sido arcabuceado sin juicio ni declaración, y sus papeles reducidos a pavesas con intención deliberada y acaso de orden superior por el conde, nadie por lo mismo dejó de comprender que había sido empujado por altos personajes de la Corte, y que la empresa había nacido en lugares tan elevados, que casi tocaban a las gradas del trono. La misma severidad aconsejada al rey, el rigor mismo que se empleó con aquellos rebeldes, que fue grande, el empeño que se mostró en acabar rápidamente con el corifeo de la intentona y con los que le habían seguido, dio más a conocer el interés que había en ahogarla de modo que no pudieran revelarse grandes complicidades.

Pero aquel mismo rigor, que no se esperaba, excitó las iras de los ultra-realistas y apostólicos, de los que, con más o menos publicidad, reconocían ya por jefe al hermano del rey. En vano para templar su enojo, y como en desagravio y compensación se intentó satisfacerles con otra víctima del bando opuesto, arrojándoles la cabeza del Empecinado. En vano, con el mismo objeto de satisfacerles, se sacrificó a un ministro, realista ilustrado y tolerante, reemplazándole con otro, representante siempre, aunque ya caduco, del más extremado absolutismo. En vano fue también, como prenda y garantía para los resentidos, la conservación de Calomarde en el ministerio. Nada de esto satisfizo a los que se consideraban agraviados, ni cesaron por eso en sus planes.

Ya entonces se habían visto síntomas de que la trama tenía ramificaciones en varios puntos y comarcas de la península. Pero contenido y oculto por algún tiempo el fuego con el rápido y ejemplar escarmiento de la primera sedición, no tardó en estallar con más fuerza rompiendo en voraces llamas en el principado de Cataluña.

Mas este importantísimo suceso merece ser considerado aparte, porque él abrió un nuevo período e imprimió nueva fisonomía a la política de los últimos años de este reinado.