Las ceremonias del Congreso
Día 9 de octubre de 1934
La llegada del Cardenal Legado
Hacia Buenos Aires
Pocas horas después de haber salido de Montevideo, el Corte Grande, el magnífico buque italiano en que viaja el Cardenal Pacelli, toma contacto con nuestras naves de guerra, que han salido a escoltarlo. No tardan los dos cruceros y los cuatro exploradores en formar en hilera. Apenas amanece, los pasajeros del Conte Grande aparecen en las cubiertas, ansiosos de ver el espectáculo. Las seis naves de guerra marchan serenamente. Los cruceros están empavesados. Luego, la marinería de todas las naves forma en las cubiertas y a las ocho comienzan las salvas, que aumentan de modo extraordinario la solemnidad del momento. Los barcos marchan con suma lentitud, lo cual les da una mayor majestuosidad.
De pronto, los cruceros se mueven con más rapidez, y van a colocarse a ambos flancos del trasatlántico. Al enfrentarlo, las tripulaciones de los cruceros prorrumpen en tres hurras nutridos. Su Eminencia, desde su veranda privada, bendice a los tripulantes. Luego uno de los cruceros se sitúa delante y otro detrás del Conte Grande, mientras los exploradores marchan dos a cada lado. En el Almirante Brown, la banda toca el Himno Pontificio; y luego vibra allí una diana que repiten los demás barcos de la escuadrilla. A las 10 vuela un hidroavión sobre el trasatlántico, y más tarde comienzan a aparecer los aeroplanos. Una emoción unánime con mueve a los ochocientos viajeros del Conte Grande.
La recepción en las aguas
En el canal de entrada, dos horas después, siendo poco más de mediodía, las aguas se pueblan de embarcaciones. Es imposible contarlas. Las hay de todos los tamaños, de todos los colores, de todas las formas. Algunas son vapores de varios millares de toneladas, como uno de los paquetes que hacen la carrera a Montevideo. Otras son yates, remolcadores, vaporcitos, lanchas a vapor. Todas estas embarcaciones están empavesadas. Los colores pontificios y nacionales las adornan. Las mujeres y los hombres que allí se apiñan, saludan con banderitas pontificias y argentinas, con vítores al Cardenal Legado, al Papa, a Cristo Rey, a la Iglesia. Las tripulaciones también toman parte en el entusiasmo. Vibran en la mañana de oro las sirenas y las músicas. En una de esas naves cantan el Himno Pontificio. Algunas ostentan grandes carteles con leyendas alusivas. Desde diversas embarcaciones se dirigen al Conte Grande, por medio de megáfonos, saludos en español o en italiano, que son contestados desde el trasatlántico. El río presenta un espectáculo nunca visto entre nosotros, un espectáculo que encanta por su policromía y variedad, por su movimiento, por su carácter pintoresco, y que conmueve por el júbilo con que es recibido el representante del Pontífice y por la gigantesca recepción que anuncia la ciudad.
En un momento, en la cubierta reservada al Cardenal, único lugar del Conte Grande que aparecía solitario, surge la figura señoril de monseñor Pacelli. Su presencia suscita el frenesí. Las pequeñas embarcaciones tratan de acercarse al piróscafo. El Cardenal sonríe con complacencia y bendice a los pasajeros de los centenares de embarcaciones.
La entrada del Conte Grande
Así rodeado de fervor, va avanzando con lentitud el gran buque italiano. Se acerca magníficamente empavesado –algarabía de colores,– y lleva en lo alto del palo de mesana la bandera papal. Los aviones lo escoltan desde los aires, y evolucionan desde la ciudad a la nave, como si llevaran al Cardenal los saludos del pueblo.
Ya se acerca a la Dársena Norte el Conte Grande. Al enfrentar el Yacht Club, son echadas a volar varias docenas de palomas que llevan pintados en las alas los colores nacionales y los pontificios. Surgen las primeras multitudes: en el Yacht Club, en otros lugares de la ribera. Y al mismo tiempo, vibran con estridencia todas las sirenas de los grandes buques anclados en el puerto. Los viajeros observan los rascacielos de la gran urbe de dos millones y medio de habitantes, y, emocionadamente, contemplan una gigantesca cruz que se alza sobre el esqueleto de un edificio en construcción, de no se sabe cuántos pisos. Es imposible hacerse oír en medio de la gritería de las muchedumbres, de las pitadas de los barcos, del estridor de las sirenas. Millares de banderitas y de pañuelos dan movimiento a las imponentes masas humanas. La emoción es enorme en el Conte Grande. Un sacerdote la expresa, exclamando en voz alta: “¡Doy gracias a Dios por haberme permitido ver esto!”.
En el desembarcadero
Ya ha entrado el trasatlántico en la Dársena Norte, y va lentamente acercándose al desembarcadero, arrastrado por los remolcadores. Todo el pasaje se ha reunido en las cubiertas. El Conte Grande atruena con sus saludos reglamentarios, que irrumpen como un lento cañonear. Redoblan las pitadas de los demás barcos, las sirenas, las aclamaciones del público.
En el muelle esperan el Presidente de la República, el ministro de Marina, el Intendente de Buenos Aires, el arzobispo, los cardenales de París, de Lisboa, de Polonia, del Brasil, algunos otros altos prelados, los miembros de la comisión de recepción, y unos pocos altos jefes militares. Dentro del amplio muelle techado, el grupo de personalidades forma un conjunto sobrio y elegante, un cuadro en rojo y negro. Entre los concurrentes se oculta monseñor Napal, el speaker del Congreso Eucarístico, que habrá de adquirir en los días siguientes tanta popularidad. Con su micrófono portátil, informa al mundo entero de los pormenores de la ceremonia.
Son las 15 y 10 minutos cuando el Conte Grande queda amarrado al muelle. Se coloca inmediatamente la planchada. Llenan el aire de la tarde los repiques de las campanas de las iglesias y los sones de las campanas de la Torre de los Ingleses, que saludan al representante del Santo Padre. Se anuncia que el Legado ha abandonado ya sus habitaciones. Hay ansiosa expectativa y contenida emoción entre la comitiva que espera. Pasan dos minutos de nerviosidad. Por fin, a las 15 y 30, el Cardenal Pacelli desciende. Y monseñor Napal anuncia el trascendente acontecimiento de la llegada, por primera vez al Nuevo Mundo, del Secretario de Estado del Gobierno Pontificio, con palabras penetradas de emoción: “¡Su Eminencia el Legado de Su Santidad está ya en América, católicos del mundo!”.
Monseñor Pacelli desciende con paso firme, serenamente, mientras su mirada busca al mandatario argentino. Su Eminencia reconoce al presidente y lo saluda con simpática cordialidad. Palabras breves del general Justo, que el Cardenal agradece con una reverencia. Saludos y presentaciones. El Legado sonríe a los unos, estrecha sus manos a los otros, abraza a los cardenales. La banda de la Escuela Naval Militar toca el himno pontificio y luego el Himno Nacional. En seguida pronuncia su discurso el Intendente de Buenos Aires y le contesta, en perfecto español, el Cardenal Legado, cuyas palabras producen honda impresión.
Ambas oraciones son reproducidas al final de esta crónica.
La espera de la multitud
Mientras tanto, más allá de la verja del desembarcadero, en la vasta extensión abierta que separa el puerto de la ciudad, muchedumbres enormes, jamás vistas en Buenos Aires, ocupan todos los lugares. Negrean de gente los techos de los galpones del puerto, los de los vagones existentes allí cerca, los de todos los edificios más o menos próximos. En los balcones las personas que en ellos se aglomeran, saludan con banderitas y pañuelos. Y abajo, en los lugares más inmediatos al desembarcadero, parece que la multitud va a desbordar en cualquier momento, arrollándolo todo.
Pero la multitud está relativamente tranquila, porque, por medio de tres grandes altoparlantes, oye los discursos y la crónica del recibimiento. Además, la policía ha tomado toda clase de precauciones. Fuertes cables contienen a la multitud; tropas del ejército mantienen libre el espacio en donde ha de formarse la comitiva. Y la previsión de las autoridades es tan minuciosa que ha enviado allí algunas ambulancias de la Asistencia Pública, con su personal médico y sus enfermeras.
La ansiedad de la espera se aumenta al terminar los discursos y más aún al oírse la marcha de Ituzaingó. Se adivina que el Cardenal va a aparecer. La curiosidad mueve a la gigantesca multitud.
Y el Cardenal Pacelli aparece. Ovación clamorosa, que dura varios minutos. Aclamaciones al Legado, al Papa, a la Iglesia. Los Cardenales y demás miembros del cortejo suben a las berlinas. El representante de Su Santidad ocupa la gran carroza en la que, junto al Presidente de la República, hará el trayecto hasta la catedral y en ella revela su satisfacción ante el entusiasmo del pueblo. Mira hacia el gentío y lo bendice con su gesto sereno y aristocrático.
El desfile ante el pueblo
La comitiva se pone en marcha hacia la ciudad. Y así comienza aquella apoteosis del Cardenal Legado. Puede afirmarse que jamás Buenos Aires recibió con tanto entusiasmo a personaje alguno. En muchas ocasiones el pueblo de esta ciudad se ha lanzado a la calle, formando muchedumbres gigantescas; pero nunca ha sido en semejante proporción, ni nunca se ha conocido un fervor igual.
Ocho berlinas, tiradas por caballos, y ocupadas por los cardenales y otros altos personajes preceden a la carroza donde van el Presidente de la República y el Legado de Su Santidad, la que es arrastrada por un par de espléndidos troncos. En el puerto comienza el homenaje excepcional, con las primeras flores que arrojan al Legado unas mujeres del pueblo, con los vítores, con el agitar de las banderitas. Monseñor Pacelli bendice a aquellas multitudes fervorosas.
La plaza San Martín ofrece un espectáculo extraordinario. Desde los escalones por donde se sube a la plaza hasta las ramas de los grandes árboles y los faroles del alumbrado, todo negrea de gente. Entre los grupos escultóricos del monumento a San Martín, sobre los canteros de los jardines, hasta en los balcones en proyecto de una casa en construcción, en todas partes se aglomera el gentío. Los que no poseen banderitas saludan con los pañuelos o con las manos o levantan en alto los sombreros. Y mientras tanto, los aviones atraviesan el cielo como cruces que vuelan, y arrojan millares de papeles. Y siguen repicando las campanas de las iglesias, y todavía se oyen las de la Torre de los Ingleses y desde lejos llegan los sones de las marchas que tocaban algunas bandas.
En las calles Santa Fe y Callao el espectáculo del paso del cortejo es igualmente grandioso. No hay balcón sin colgaduras, algunas muy hermosas. No hay casa sin banderas. En todas las fachadas, en cada piso, el escudo del Congreso patentiza la fe y la adhesión de sus moradores. Los balcones desbordan de gente, sobre todo de mujeres, que arrojan flores a montones a la carroza del Legado. Numerosas jóvenes visten de blanco, y numerosas señoras de negro. Todas ellas están tocadas con mantillas. Las tropas del ejército forman un cordón en todo lo largo de aquel trayecto de una legua, desde el puerto a la Catedral, y presentan las armas al paso de la Comitiva. Alineados junto a las aceras, sesenta mil niños de las escuelas católicas, algunos llevando cruzada en el pecho una banda con los colores pontificios, tremolan sus banderitas para saludar al Legado. Muchos colegios están allí con sus estandartes. En la calle Santa Fe forman los colegios de varones. En Callao, las escuelas de niñas. En la Avenida de Mayo, los alumnos de los institutos de beneficencia.
Y allá va el cortejo espléndido por las calles de Buenos Aires. Lo precede una sección de motosidecars, que avanza lentamente. Luego, el automóvil del introductor de embajadores. Detrás, tiradas por dos caballos, las primeras carrozas ocupadas por los prelados del séquito de su Eminencia y por los altos jefes del ejército y de la armada. Después, las carrozas en que van los cardenales, acompañados por los altos funcionarios argentinos, y por otros ayudantes militares de los cardenales y otros prelados del séquito. Al final, la carroza de gran gala en que van el Cardenal Legado y el Presidente de la República. Y detrás, un escuadrón del regimiento de granaderos a caballo.
Desde mucho antes que llegue a cualquier punto del trayecto se le oye venir. Un rumor como de mar lo anuncia. La expectativa aumenta, el gentío se remueve impaciente. Un automóvil de la Comisión de Prensa del Congreso propaga noticias del avance de la comitiva, e intercala músicas y cantos religiosos entre una y otra. Ya se acercan. Una voz de mando, y las tropas presentan las armas. Las mujeres preparan las flores. La curiosidad es enorme. Los corazones laten más vivamente.
Los hombres que estaban cubiertos se han quitado el sombrero. Hombres, mujeres, niños, todos aplauden y vitorean. Miran con curiosidad las vestiduras rojas de los cardenales a quienes señalan por sus apellidos y por sus títulos, pues ya los conocen por las abundantes fotografías que han publicado los diarios y las revistas. Pero todos están pendientes de la última carroza. La anuncia la emoción colectiva, la gritería, la lluvia de flores. “¡Ahí viene!”, y los cuellos se alargan, y todos se ponen en puntas de pie, y las manos tremolan banderitas o pañuelos y los labios estallan en vítores. A pesar del entusiasmo, hay un grave respeto en aquellas multitudes enormes. Y el Cardenal Pacelli, que sonríe muy finamente, bendice sin cesar a las multitudes, con su gesto sobrio, elegante, hierático.
En algún momento, como en la esquina de Santa Fe y Esmeralda, la multitud ha roto el cordón de tropas. Se teme que quiera acercarse a la carroza, obligándola a detenerse. Pero no sucede así. Y el gentío se mantiene a la distancia, respetuoso, lo que no hubiera hecho tratándose de un personaje político. Y es que el pueblo mira con veneración al augusto representante del Papa.
No menos apasionado es el recibimiento del pueblo en la Plaza del Congreso y en la Avenida de Mayo, donde se ubican con sus banderas las colectividades extranjeras. Al entrar la comitiva en la Plaza del Congreso, un grupo de damas españolas, de mantilla negra, sostenida en la cabeza por peinetones, se aglomera junto a la carroza del Legado. Luego, son las sociedades italianas, las croatas, las francesas, las alemanas, las húngaras, las lituanas. Los alumnos de las escuelas que sostienen algunas de las colectividades extranjeras forman también a lo largo de la Avenida de Mayo. De un lado de la calzada están los niños; del otro los soldados, con la bayoneta calada. En ninguna parte como en la Avenida es más arduo el contener a las multitudes. La carroza marcha allí lentamente, rodeada por los granaderos a caballo y por numerosos sacerdotes que vitorean sin cesar al Cardenal Legado. Al aproximarse a la Plaza de Mayo el entusiasmo de aquellas compactas y enormes masas humanas se vuelve peligroso. En la calle Piedras núcleos considerables irrumpen hacia el centro de la calzada y pretenden acercarse a Monseñor Pacelli. Pero los tumultos no adquieren importancia y la comitiva puede llegar a la Catedral.
En la Catedral
Frente al templo, en las cinco calles que allí desembocan, en la plaza, el gentío forma una masa unida, sin un solo claro. Hasta en la ancha escalinata se apiña la multitud. Cuando las carrozas se detienen y bajan sus ocupantes, la ovación es clamorosa y prolongada. Su Eminencia es rodeado por el Presidente de la República, por los demás cardenales y el resto de la comitiva. Con paso firme y ágil sube los escalones, entre vítores y aplausos. En el peristilo se realiza la breve ceremonia de estilo y luego penetra en la Catedral.
Todo el concurso se pone en pie. Componen la concurrencia solamente miembros del clero secular y regular. En el presbiterio y en la nave central están los prelados, que son ciento setenta. Y en medio de la mayor emoción de los sacerdotes al ver actuar al representante del Papa, que es, además, Secretario de Estado del gobierno de Su Santidad, se desarrolla la ceremonia religiosa.
Cuando concluye y se abren las puertas del templo, llega allí el rumor de la multitud. El Legado abandona la Catedral. No tarda en oírse el “viva” cerrado que saluda su reaparición ante el pueblo.
La visita al Presidente
Desde la Catedral Monseñor Pacelli se dirige al palacio en que va a alojarse. Ahora va por la avenida Roque Sáenz Peña, en donde se aglomera parte del público, que quiere verle otra vez. Igual entusiasmo hasta que llega a su casa, en la avenida Alvear.
Allí descansa una hora, y enseguida parte en automóvil hacia la casa de Gobierno, para devolver sus atenciones al Presidente de la República.
En la Casa de Gobierno se le tributa una recepción brillantísima. En el salón blanco esperan los representantes de los tres poderes del Estado, todo el cuerpo diplomático, prelados argentinos y extranjeros, jefes del ejército y de la armada, altos funcionarios y numerosas personas invitadas al acto.
Una salva de aplausos estruendosa acoge la llegada de Su Eminencia. Los aplausos no cesan hasta que el Legado y el Presidente se estrechan las manos.
Después de las presentaciones y los saludos, el representante, en un aparte, manifiesta al Presidente de la República su satisfacción por el elocuentísimo recibimiento, que revela el fervor católico del pueblo de Buenos Aires. Declaró que, sin hipérbole, podía calificarse de “maravilloso” el recibimiento que se le ha tributado.
Y sale del salón y de la Casa de Gobierno entre los vítores y los aplausos. Todavía en las calles por donde pasa hay numerosas personas que quieren verlo nuevamente.
Ha terminado la recepción. Quienes han presenciado las grandes aglomeraciones humanas en nuestra ciudad en los últimos treinta años, no recuerdan nada semejante. Se hubiera dicho que toda la ciudad estaba en las calles, que toda la ciudad se sentía católica y quería demostrar su adhesión y su amor al Papado. ¿Dónde estaban los enemigos de la Iglesia, los que la injurian todos los días? No se ha oído una palabra inconveniente, ni siquiera se ha visto una sonrisa de desprecio o una mueca de odio. Si hubo entre esas masas enormes algunos enemigos o indiferentes, ellos debieron haberse contagiado del entusiasmo general, o permanecieron silenciosos, acaso impresionados por la grandiosidad del espectáculo, por la evidencia del poder de la Iglesia.
Buenos Aires, habitualmente un poco escéptica, se sintió joven, fuerte, ardorosa, llena de fe. Tal vez Dios tocó los corazones para que fuera honrado el representante del Vicario de Cristo. Tal vez Dios, que dispuso la belleza de aquel día primaveral, embelleció también las almas de los hombres, las exaltó de esperanza, las impulsó al entusiasmo. Aquella tarde del 9 de octubre de 1934, Cristo comenzó a reinar en Buenos Aires.
Discurso del Intendente Municipal
Saludo en vos al soberano más poderoso de la tierra. Su poder no está fundado en la fuerza, ni en la grandeza material. Sus armas no son armas mortíferas, sino armas de vida. Es el más poderoso y también el más grande. Su fuerza es sólo espiritual. Por eso todos los pueblos pueden verlo engrandecerse sin peligro para ninguno de ellos y para mayor gloria de todos. Por eso todos los estados, comenzando por aquellos cuyo poder político se basa en el pueblo, pueden inclinarse ante su soberanía sin desmedro de la propia. Por eso el imperio de esa soberanía, al actuar sobre la conciencia de cada hombre, lo hace más libre cuanto más responsable y dueño, por lo tanto, de una responsabilidad soberana.
Llegáis, señor, a estas playas argentinas en un momento trágico para la historia del mundo. Todo está pareciendo que nos hallamos en medio de una crisis de la civilización, de una nueva etapa, de un nuevo cielo histórico. Hay millones y millones de seres humanos en el mundo que carecen de pan y de trabajo. La miseria sacude muchas vidas, quizá más que nunca, y los estados y los pueblos tratan afanosamente de hallar la luz que los liberte de esta “selva obscura”. La conciencia humana debe sentir, tiene que sentir que es una hora de justicia. Cada uno ha de tenerlo suyo. Cada uno ha de recibir su parte en la organización del Estado y en la sociedad, bien sea su parte de trabajo para que, por la acción de todos y cada uno, se salve la dignidad humana.
Vuestra presencia, señor, a las puertas de Buenos Aires, aparece a nuestro espíritu como un símbolo de la predicación de Jesús a las puertas de Jerusalén. No supo conocer Jerusalén la presencia de Dios. Dios le dio ese día, refiere el Evangelista, para que conociera lo que podía traerle la paz y la justicia. Pero todo estaba oculto a sus ojos. Por eso dijo Jesús: “Vendrán días sobre ti en que tus enemigos te circunvalarán y te rodearán de contramuros y te estrecharán por todas partes y te echarán por tierra a ti y a tus hijos y habitantes, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, por cuanto has desconocido el tiempo que Dios te ha visitado.”
Emisario de Cristo-Rey que traéis a todos los hombres un mensaje de paz, que ese mensaje sea escuchado. Es el voto fervoroso con que saludamos vuestra llegada a Buenos Aires. Que nos sea dada la paz del Señor. Ella no está fundada en las conciencias inermes ni en los hombres indefensos. No basta, no, quitarles a los hombres y a los pueblos los instrumentos de muerte. Caín no necesitó de muchas armas mortíferas para matar a su hermano. Es necesario que la conciencia humana renuncie para siempre a la guerra del hombre contra el hombre. Fray Luis de León tiene una página magnífica en que lo expresa poéticamente ante la armonía sideral: “Esta vista, ese cielo que se nos descubre agora y el concierto que tienen entre sí aquestos resplandores que lucen en él, nos dan de la paz suficiente testimonio, porque ¿qué otra cosa sino paz o ciertamente una imagen perfecta de la paz es esto que agora vemos en el cielo y que con tanto deleite se nos viene a los ojos?... Y si estamos atentos a lo que en nosotros pasa, veremos que este concierto y orden de las estrellas, mirándolo, pone en nuestras almas sosiegos; y veremos que con sólo tener los ojos clavados en él con atención, sin sentir de qué manera, los deseos nuestros y las afecciones turbadas que confusamente movían ruido en nuestros pechos de día, se van aquietando poco a poco y como adormeciéndose se reposan tomando a cada uno su asiento; y reduciéndose a su lugar propio se ponen sin sentir su sujeción y concierto. Mas, ¿qué digo de nosotros que tenemos razón? Esto insensible y aquesto ruido del mundo los elementos y la tierra y el aire y los brutos se ponen todos en orden y se aquietan luego que poniéndose el sol se les presenta aqueste ejercito resplandeciente.”
Como en la naturaleza, sabemos que la paz de Cristo es la paz de la armonía y del sosiego. Pero el sosiego no es la prosperidad ni la abundancia. Jerusalén estaba en la opulencia, como lo dijera la palabra de David, quien se preguntaba: “¿Feliz llamaron al pueblo que gozaba de estas cosas?” “Feliz llamo yo –se respondía– al pueblo que tiene al Señor por su Dios.” Su paz y su sosiego no son los de los cementerios. Lo que ofrece Cristo, y lo que vemos en vos, señor, es la guerra del espíritu, fuego para las almas para que se purifiquen en él, desprendiéndose de la grosería de las cosas materiales.
En ninguna parte la justicia se manifiesta más claramente ni existe con más realidad que en el templo. El templo es la morada de la justicia. La plegaria de cada uno tiene el valor que le da su propio fervor, sin distinguir el ignorante o el sabio, el peor o el mejor, el pobre o el rico. Es el único lugar en que existe un valor de conjunto, una unión espiritual. De la oración de cada uno surge una oración común.
Volvamos al Evangelista, que concluye: “Todos los días enseñaba en el templo”. Todavía sigue enseñando en el templo Cristo, desde el tabernáculo, por un prodigio de amor que supera a todos los milagros y a todos los prodigios místicos, está como entonces presente en la tierra. Cada pueblo y cada alma es la Jerusalén que él quería conquistar. La lección es la misma: conseguir que el hombre, al renunciar en su corazón a las cosas materiales, se eleve sobre ellas y se adelante ya en la tierra la posesión de la Jerusalén celeste, que es la tierra de la bienaventuranza en la que está apagada toda violencia y toda injusticia.
Por eso será bienaventurado este pueblo si conoce su hora, si comprende el mensaje de Cristo: “En esta hora de la paz que le ha sido dada.”
Contesta el Cardenal Legado
Cuando terminó su discurso el doctor Vedia y Mitre, todos los ojos se dirigieron hacia el Cardenal Pacelli.
Con la sorpresa consiguiente, el Legado Pontificio, con ademán medido y breve, pronunció una brillante improvisación, expresándose en idioma español, fluido de giros elegantes, de pleno dominio de los adjetivos y de matices sorprendentes, al par que con un acento de extraordinaria propiedad. Dijo así el Cardenal Pacelli:
Agradecemos a V. E. las corteses y elocuentes palabras de bienvenida que acaba de pronunciar.
La gran ciudad de Buenos Aires ha hecho oír la voz de su proverbial hidalguía y de su fe acendrada por medio de V. E., que es su auténtico y autorizado representante.
Grande es nuestro reconocimiento por todo lo que contienen las palabras de V. E. de halagüeño para nosotros; pero es mucho mayor por lo que esas palabras significan de homenaje y de adhesión fervorosa al Padre Santo, Augusto Soberano, de cuyo excelso trono fluyen los más saludables y benéficos efectos a todos los campos de la vida humana. Nuestra humilde persona desaparece completamente ante la trascendencia de la misión que se nos ha confiado; y por eso V. E., y con V. E. la Nación toda, ven en nosotros tan sólo al Legado del Papa, el Sumo Pontífice Pío XI, gloriosamente reinante, quien por primera vez en la historia ha querido enviar un miembro del Sacro Colegio como representante suyo a la América latina, tan predilectamente amada del Vicario de Jesucristo. Y las palabras de V. E. y la generosa, imponente, magnífica acogida que se ha preparado al enviado del Papa muestran elocuentemente cómo corresponde el pueblo argentino y sudamericano a esa predilección del Padre común de la cristiandad.
Siempre hubiera sido para nosotros de viva complacencia una visita a la gran ciudad del Plata, pero nunca como ahora. A la complacencia que en toda otra ocasión hubiéramos experimentado de vernos en medio de un pueblo noble e hidalgo y en una tierra llena de maravillas naturales y de grandes recuerdos históricos, se une ahora el placer y, mejor diré, la consolación divina de presidir unas fiestas que creo podemos llamar, sin hipérbole, las más grandes solemnidades católicas que jamás haya presenciado la inmensa América latina.
Nuestro corazón está henchido de múltiples sentimientos, que V. E. adivinará, sin duda; pero sobre ellos flota ya desde el primer momento, dominándolos todos, una esperanza que es al mismo tiempo deseo y plegaria. Mirando los días que ahora comienzan, los vemos como días de paz evangélica, de labor apostólica y de fervores sobrenaturales. Nos consideramos como mensajeros de la paz de Dios que el mundo no puede dar, como animadores de las almas apostólicas que estos días han de congregarse aquí y como portadores, aunque sea en vaso de arcilla, de aquel fuego divino que Jesucristo vino a traer a la tierra. Anhelamos y pedimos que la paz penetre hasta lo más íntimo de las almas, que los frutos del apostolado hinchen las trojes del padre de familia y que ni un solo corazón esquive las llamas del Corazón de Cristo. Son éstos los caminos por donde nuestros deseos andan buscando la mayor gloria de la Santa Iglesia y el provecho de la gran República del Plata y de todo el continente americano.
En la persona de V. E. saludamos al pueblo bonaerense con verdadera efusión de la más alta estima y del más encendido afecto. A todos los hijos de esta ilustre ciudad y a cuantos han de participar en esta gran Asamblea Eucarística quisiéramos que llegara la expresión de nuestra gratitud y nuestra bendición. Desde ahora, unidos en un solo pensamiento y en una sola aspiración, buscaremos todos que se realice lo que se ha impreso en los programas del Congreso Eucarístico Internacional, con frase que lleva en sus letras llamaradas insaciables de celo, el triunfo mundial de Jesucristo, Rey de la Paz.
Declaraciones del Cardenal Pacelli
Luego de terminadas las ceremonias oficiales de recepción, el Cardenal Pacelli formuló la siguiente declaración, con el objeto de hacerla pública por medio de la prensa argentina:
Mientras el mundo entero vuelve sus ojos a Buenos Aires, donde la humanidad redimida celebra un nuevo triunfo de su divino Rey, vivo y presente en la Santísima Eucaristía, me es grato transmitiros, por mi humilde persona, la aprobación, la bendición y la participación del Sumo Pontífice Pío XI, Vicario de Cristo en la tierra.
Mensajero de aquel que en la tierra representa al rey de la justicia y príncipe de la paz, expreso mis ardientes votos por que, como hoy en Buenos Aires, bajo la enseña eucarística, los representantes de todos los pueblos fraternicen en un solo e idéntico canto de gloria a Dios y en un solo e idéntico propósito de perfección, así siempre y por toda la tierra reine la misma unión fraternal de entendimiento y corazones bajo el imperio augusto y suave del Dios que vive en nuestros altares.
¡A todas las generosas actividades de los católicos argentinos; a sus obras de piedad, caridad y beneficencia social; a sus iniciativas en el campo de la cultura y de la educación; a la actividad de su prensa católica; a todas las múltiples y florecientes instituciones de la acción católica –ideal tan vehementemente acariciado por el corazón de nuestro Padre Pío XI–, envío al tocar la tierra argentina mi aplauso, mi voz de aliento, mis faustos presagios, mientras invoco sobre todo este tesoro de buenas obras y de buenas voluntades la bendición propiciatoria del Señor!
Honores al Emmo. Cardenal Legado
El Ministerio de Guerra, dio el siguiente decreto acerca de los honores que se habían de tributar al Eminentísimo Cardenal Legado de Su Santidad.
Las unidades que rendirán honores
1º El 9, a las 15.20, formarán (uniforme Nº 1), las siguientes unidades:
a) Agrupación de Marina:
Comandante: capitán de fragata D. Calixto Oliver.
Escuela naval militar.
Escuela de Mecánica.
Fuerzas de desembarco de la División Cruceros y Escuadrilla de Exploradores.
b) Agrupación de Infantería:
Comandante: General de brigada D. Camilo Idoate.
Escuela de suboficiales Sargento Cabral (Batallón de Infantería).
Escuela de Mecánicos.
Regimiento Nº 1 de infantería Patricios.
Regimiento Nº 2 de infantería General Balcarce.
Regimiento Nº 3 de infantería.
Regimiento Nº 4 de infantería (Esc. I.)
c) Agrupación de Armas montadas:
Comandante: General de brigada D. Nicolás C. Accame.
Escuela de Comunicaciones.
Regimientos de artillería números 1, 2 y 6.
Regimiento Granaderos a Caballo General San Martín.
Regimiento Nº 2 de caballería Lanceros General Paz.
Regimiento Nº 8 de caballería Cazadores General Necochea.
El Comandante de las fuerzas
2º Nómbrase comandante de las fuerzas al señor inspector general de división don Tomás Martínez, con estado mayor y escolta del estado mayor general del ejército.
La colocación
3º Las fuerzas indicadas en a), b) y c) tomarán colocación desde la salida del desembarcadero de la Dársena Norte siguiendo por las calles San Martín, Florida, Santa Fe, Callao, Avenida de Mayo hasta la Catedral, frente a la cual se encontrará una compañía de infantería, el Colegio Militar, con bandera y banda, para rendir honores. Las tropas de la Armada cubrirán el trecho a partir del desembarcadero; las del ejército el resto
Los honores a rendirse
4º Una compañía de la Escuela, naval militar, con bandera y banda, rendirá los honores correspondientes frente al desembarcadero de la Dársena Norte.
5º Un escuadrón del regimiento Granaderos a caballo General San Martín, deberá encontrarse en el patio de la Dirección de Inmigración, a las 15 horas, para servir de escolta hasta la Catedral y posteriormente hasta la residencia que ocupará Su Eminencia el Cardenal Legado.
6º Los honores a rendir por las tropas serán los que corresponden al Excmo. señor Presidente de la Nación (armas presentadas y marcha de Ituzaingó).