Filosofía en español 
Filosofía en español

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Universidad de Madrid
Conferencias dominicales sobre la educación de la mujer
 

cuarta conferencia
 
De la influencia del Cristianismo sobre la mujer, la familia y la sociedad
 
por
D. Fernando Corradi.

 
——
14 de Marzo de 1869.
——
 

MADRID,
Imprenta y Estereotipia de M. Rivadeneyra,
calle del Duque de Osuna, número 3.
 
1869




Señoras:
 

El asunto de que voy a tratar es tan importante que, necesitaría poseer, para desempeñarlo dignamente, la elocuencia de San Agustín, o la sabiduría y erudición de alguna de las otras grandes lumbreras del Catolicismo.

Desgraciadamente no poseo ninguna de estas prendas, y sólo puedo ofrecer a las ilustradas personas que me escuchan el resultado de mis particulares creencias y convicciones.

Retirado a la vida privada, y con el firme propósito de no volver a tomar parte, por ahora, en las ardientes luchas de la política, en que he consumido algunos años de mi vida, no me niego, sin embargo, ni me negaré nunca, cuando a ello se me invite, a contribuir, en cuanto de mí dependa y mis escasas fuerzas alcancen, al mejor éxito de todo pensamiento que se dirija a fomentar entre nosotros el gusto por los estudios útiles y la ilustración de las diferentes clases sociales.

Poseído de estos sentimientos, no sólo acepté gustoso la invitación que me fue hecha por el digno Rector de la Universidad de Madrid para tomar parte en las Conferencias Dominicales, que ha establecido, y por lo cual le felicito, sino que estoy dispuesto a venir aquí de vez en cuando, no a enseñar, porque de ello me considero incapaz, sino a someter al buen juicio de las personas que se sirvan favorecerme con su presencia y atención, las escasas e imperfectas nociones que he adquirido en alguno de los ramos del saber humano.

Vamos a tratar hoy de la influencia del Cristianismo sobre la mujer, la familia y la sociedad, como materia de enseñanza para el bello sexo, bosquejando a grandes rasgos, ligeramente, y según lo exigen el auditorio y el sitio, el cuadro de la portentosa revolución que obraron en el mundo las fecundas doctrinas del Evangelio. Materia es ésta que, por su naturaleza misma, por las consideraciones a que se presta, por los principios que de ella se desprenden, no puede menos de interesar a todo cristiano, a todo buen católico. La ocasión nos convida a ello, pues hoy es el aniversario de la pasión de nuestro señor Jesucristo, que celebra la Iglesia católica todos los años, como una época consagrada a la meditación y a la penitencia.

No hay duda: las cuestiones que se refieren a la influencia moral del Cristianismo y recuerdan los incalculables beneficios que ha proporcionado al género humano, tienen la virtud de avivar y robustecer en nosotros, a despecho de los escépticos, el sentimiento religioso, tan necesario para la vida del alma, como necesarios son para la parte material de nuestra existencia, el agua que bebemos, el aire que respiramos, la luz que nos ilumina.

Por la delicadeza de su organización y exquisita sensibilidad, toma en la mujer el sentimiento religioso un carácter más apasionado, más vehemente que en nosotros; porque, como hay ciertos misterios que se sienten mejor que se explican, la mujer alcanza con el corazón lo que nosotros queremos comprender con el criterio, no pocas veces falible, como todos los juicios humanos.

¡Desgraciados aquellos en quienes ningún influjo ejerce el sentimiento religioso! ¡Desgraciados aquellos que no creen ni esperan! Para mí son todavía más dignos de lástima que de reprobación. Lo digo con sinceridad: nunca he podido explicarme el fenómeno de que haya quien voluntariamente se despoje del sentimiento religioso, privándose así de un manantial de consuelos y satisfacciones.

Los incrédulos y materialistas están condenados a un suplicio sin término ni nombre, como aquellos réprobos para quienes su conciencia se constituye en un fiscal que les acusa, en un juez que les condena, en un verdugo que les castiga. Agitándose incesantemente en el vacío, no encuentran en su alma exhausta fuerza suficiente para resistir los golpes de la arbitrariedad y de la tiranía. Esclavos de la vil materia, sólo se muestran sensibles a los dolores del cuerpo, y su alma, presa en la estrecha cárcel de la carne, no traspasa nunca los límites del mundo terrenal, donde les persiguen y acosan la duda, la incertidumbre, la inquietud, el sobresalto, los remordimientos.

En este valle de miserias y lágrimas, donde al lado de cada flor crecen innumerables espinas, ¿qué es la vida, aún de aquellos seres más halagados por los pasajeros dones de la inconstante fortuna? Los déspotas de la tierra nos oprimen; la envidia y la maledicencia nos calumnian; la injusticia y la ingratitud acibaran nuestros días; la venganza nos persigue; las cadenas de mil preocupaciones sociales nos abruman; la naturaleza inexorable nos arrebata; los seres más queridos; la vejez nos debilita, agobia y rodea de espesas tinieblas, y la muerte, nuestra oculta e inseparable compañera, nos amenaza incesantemente, anunciando su presencia con los dolores y padecimientos con que suele acometernos desde los primeros sollozos de la cuna.

Para tantas miserias y aflicciones, los únicos consuelos, los verdaderos consuelos son los consuelos de la religión. Cuando nuestros enemigos nos maltratan, apelamos con toda confianza al tribunal de Dios. Cuando vemos frustradas nuestras esperanzas en la tierra, nos alienta la idea de que más allá de este hemisferio visible hay otro hemisferio mejor y un mundo de bienaventuranza. Cuando lloramos la pérdida de un objeto querido, echamos, con el auxilio de la fe, un puente sobre el abismo de la eternidad que de su lado nos separa. Cuando en fin, el espíritu se desprende de la materia, nos fortalece y sostiene la seguridad de que encontraremos en el cielo una vida eterna, exenta de amarguras, peligros y aflicciones.

Digan lo que quieran los incrédulos y ateos, la idea de Dios es innata en el hombre, y no llega a perderla como no se sepulte en un abismo de corrupción e iniquidad. El ente humano propende a reconocer una causa superior y originaria, de donde proceden el orden del universo y todas las maravillas de la naturaleza. Sea cual fuere el país donde habite, sea cual fuere el género de vida a que esté condenado, sean cuales fueren su posición y su clase sociales, la idea de Dios nace con él; le acompaña en todos los actos de la vida; se desenvuelve más y más en el fondo de su conciencia, a medida que adquiere con mayor claridad las nociones del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto; le sirve de regla de conducta, y forma, por decirlo así, parte integrante de su individualidad.

Esa misma multitud de cultos, de que algunos en mal hora pretenden deducir sofísticos argumentos para negar a Dios, es la prueba más irrecusable de su existencia. Nada importa que los antiguos griegos y romanos adorasen a sus torpes dioses del politeísmo; nada importa que en el primitivo Egipto se tributaran los honores divinos a Isis y Osiris, el Sol y la Luna, al buey Apis y hasta al inmundo cocodrilo; nada importa que el inca rinda culto al Sol, el persa al fuego, el indio a Brama, el escandinavo a Odino; nada importa, en fin, que los salvajes del Nuevo Mundo se postren ante ídolos informes, a quienes suelen sacrificar víctimas humanas; porque todos esos cultos, siquiera mitológicos y absurdos unos, groseros y sanguinarios otros, confirman que la idea de Dios reside en embrión en la conciencia humana, como la chispa eléctrica en las entrañas del pedernal, como el fruto en el receptáculo de la flor que le precede. El mismo espectáculo de la naturaleza habla con una elocuencia irresistible. Esa bóveda del cielo, que cubre nuestra cabeza; ese mar insondable, imagen de la eternidad, que nos rodea; esos bosques, que pueblan la superficie de la tierra; esos astros luminosos, que describen periódicamente sus órbitas con admirable regularidad; esas leyes de la atracción y la gravedad, que mantienen inalterable el equilibrio del universo; esa infinita variedad de seres, especies y familias, que de diversos modos y por ocultos fines concurren a la armonía general: ese mecanismo portentoso e incomprensible, en fin, que no acertamos a explicarnos, porque nuestra corta inteligencia, tiene como nuestros sentidos, ciertos límites, que no podemos traspasar; ¡todo, todo revela la mano de un Artífice supremo, inmortal, omnipotente, infinito!

Donde quiera que se relaje, y mucho más si se extingue, el sentimiento religioso, las gentes se entregan a todo género de delirios, que perturban y extravían la imaginación y los sentidos. ¡Díganlo, si no, el castigo y la conducta de aquellos israelitas que en un rapto de sacrílega ingratitud adoraron al Becerro de Oro, expresión del materialismo y de la impiedad! ¡Cuánto enseña también el ejemplo del pueblo francés, durante el régimen del terror, cuando las turbas ebrias de oro y sangre, escandalizaban al mundo con sus excesos y atentados! Pervertidos su entendimiento y su alma con las heréticas máximas de un filosofismo corruptor, llegó, en su frenesí, no sólo a renegar de Dios, después de haberle discutido, ¡sino hasta el punto de levantar altares al ídolo Razón! El castigo fue pronto y terrible. La cuchilla de la guillotina, el férreo despotismo de un soldado y la lanza de los cosacos se encargaron de su expiación. El pueblo francés volvió al conocimiento del verdadero Dios, pero después de haber apurado hasta las heces, entre torrentes de sangre, el cáliz de la vergüenza y la humillación.

La mujer parece destinada por la Providencia para mantener vivo en nosotros el sentimiento religioso, porque necesita amar y creer. Ahí tenéis las mujeres fuertes de la Biblia. Ved cómo Débora, Agar, Judit, Atalia, y muchas más, que recuerda el Antiguo Testamento, supieron y lograron sobreponerse a su propio sexo. El sentimiento religioso arma el brazo de las unas, ilumina la mente de las otras, infundiéndoles el valor, el entusiasmo y la constancia del heroísmo.

Volved los ojos a la esposa y compañera de Poliuto, uno de los mártires del Cristianismo. Con el corazón comprende la existencia del verdadero Dios en Jesucristo, y lejos de desmayar a vista del peligro, alienta y fortalece a su consorte, conduciéndole al martirio como si fuese a recibir los honores y la corona del triunfo en el Capitolio.

Pero no hay que confundir la piedad con esa falsa devoción que hace depender de ciertas menudencias y exterioridades, practicadas como maquinalmente y por la fuerza del hábito, la redención de los crímenes más atroces y la salvación del alma. No: la verdadera piedad es aquella que se funda en el sincero e ilustrado cumplimiento de los deberes religiosos, según el espíritu del Evangelio, y en la práctica de todas las virtudes cristianas, con el firme propósito de ser útiles a nuestros semejantes, a la familia y a la sociedad.

Repulsión inspiran aquellas pecadoras que quisieran conciliar las prácticas religiosas con la satisfacción de sus pasiones, y que antes y después de postrarse al pie de los altares, se entregan a desórdenes deplorables. ¿Qué idea tendrá de nuestra religión la desgraciada que salga de la casa del vicio para frecuentar los templos y confesonarios? ¿Cómo ha de aprovecharle, si reza las oraciones de costumbre, sin darles su verdadero sentido, con los mismos labios acostumbrados a proferir palabras irreverentes, e invoca por mera fórmula el nombre de Dios, a quien olvida unas veces y ofende otras con sus actos?

La historia consigna ejemplos de esas falsas devotas, cuyos nombres han adquirido una triste celebridad. Algunas de ellas nacieron bajo la dorada techumbre de los palacios y se sentaron en el trono de grandes y poderosas naciones. Entendida la religión como la entendían, entre otras, las Margaritas de Borgoña, las Juanas de Nápoles, las Catalinas de Médicis, las Lucrecias Borjas, sería, a no dudarlo, un sarcasmo y una profanación.

Comparada con las demás religiones que se conocen, la que fundó el divino Salvador, pronto se advierte la inmensa distancia que de ellas la separa, y se adquiere la certidumbre de que es la única perfecta, la única verdadera. El Cristianismo contiene los gérmenes de todos los grandes principios en que se funda la civilización moderna. Convencido de ello, voy a someter brevemente estos principios a la consideración de las Señoras que me escuchan, y a quienes principalmente me dirijo, para que deduzcan conmigo, sin esfuerzo ni violencia, la enseñanza que encierran y la regla de conducta que nos señalan. De esta suerte veremos cómo la perfección moral de la mujer se cifra en la rígida observancia de los preceptos y ejemplos del Evangelio. No siempre se ha de divertir a las Señoras con asuntos agradables y festivos: alguna vez también se debe llamar su atención sobre las graves cuestiones que elevan el alma y el entendimiento.

Del Cristianismo han nacido, entre otras, dos preciosas virtudes, desconocidas de los pueblos gentílicos, a saber: la caridad y la pureza. El amor al prójimo, proclamado por Jesucristo, ha inspirado la caridad, fuente inagotable de todas las virtudes cristianas; la caridad, bálsamo eficaz que cicatriza, cuando no cure, las heridas del alma; la caridad, que hace desaparecer la barrera que separa las diferentes clases sociales, y lleva el consuelo y la esperanza a la oscura y recóndita mansión del infeliz que, sumido en la indigencia, llora con lágrimas de sangre las aparentes injusticias de la suerte.

La caridad es quien conduce a esos misioneros, soldados de la fe, a remotos climas y pueblos bárbaros, para predicar el Evangelio, luz de la civilización, arrostrando la intemperie, el cansancio, el hambre, la sed, el martirio y hasta la muerte.

Por obra y al calor de la caridad se han fundado, y cada día se aumentan, las casas de socorro, beneficencia y misericordia, donde el paciente encuentra oportunos auxilios; la niñez indigente, enseñanza y educación gratuitas; la ancianidad desamparada, un techo y un arrimo; la orfandad afligida, un asilo hospitalario, y hasta el delito mismo, un medio de expiación social con el trabajo y la penitencia.

Inspiradas por el dulce fuego de tan piadosa virtud, esas hermanas misericordiosas, que se han consagrado al servicio de la humanidad doliente, sobreponiéndose a las debilidades propias de su sexo, recorren los campos de batalla para curar a los heridos y enterrar a los muertos; acuden a los hospitales para dar asistencia a los enfermos, sin arredrarles el contagio de malignas epidemias, y se sientan a la cabecera del agonizante, cuyas últimas amarguras dulcifican con los cuidados fraternales que le prodigan, derramando sobre su frente, abrasada por los ardores de la fiebre, como un rocío refrigerante, las lágrimas, las dulces lágrimas de la compasión.

En ninguna de las religiones conocidas figura la caridad como dogma, como deber moral, como virtud. Los falsos dioses, inventados por la malicia de mundanas teocracias, y hechos a su imagen, obran a impulso del odio, del despecho, del resentimiento. Esas mismas divinidades tan poéticas del paganismo, en quienes los gentiles deificaban sus goces, vicios y pasiones, se muestran, siempre que se irritan, duras, inflexibles, vengativas. Júpiter, por ejemplo, para castigar a Prometeo por haber intentado robar el fuego del cielo, le amarra a un enorme peñón, en cuya dolorosa postura, un buitre hambriento le devora las entrañas, sin cesar renacientes. Ofendido Apolo en su amor propio con motivo de haberse atrevido Marsias a disputarle el premio de la música, le desafía, le vence y le desuella vivo. Por su parte el destino, el implacable destino, condena a Edipo, casto y honrado, a ser incestuoso y parricida, entregándole después a las furias infernales.

Compárese la conducta de tan despreciables Númenes con la de Jesús, modelo de humildad, mansedumbre y abnegación. Esos dioses fabulosos del Olimpo, fruto de lamentable aberración, en sus relaciones con los mortales, aspiran a dominarlos, cuando se juzgan ofendidos, por el terror, nada más que por el terror. Jesús, al contrario, procura atraerlos y subyugarlos por el ascendiente del amor y de la misericordia. Los primeros se muestran en medio de un aparato aterrador y armados con los rayos de la venganza. El segundo no emplea más arma que la influencia de sus beneficios. Abofeteado, escarnecido, laceradas sus carnes, clavado en la cruz, vuelve al cielo los ojos, donde resplandece su infinita misericordia, para pedir al Padre común, no el castigo, sino el perdón de sus detractores y verdugos, abriéndoles con su muerte las puertas de la salvación y de la gloria.

El Cristianismo ha hecho de la mujer el ángel de la caridad, desenvolviendo en su corazón los raudales de ternura que atesora, haciéndola sufrir con el que sufre, llorar con el que llora, vestir al desnudo y dar de comer al hambriento. Pero las Señoras que me escuchan, saben mejor que yo que la caridad no consiste sólo en socorrer al necesitado, sino también, bueno es recordarlo, en guardarse de hacer de las faltas e imperfecciones del prójimo un motivo de burla y menosprecio. Quien murmure con maligna intención de sus semejantes, cebándose en sus flaquezas y miserias; quien se complazca en sembrar la discordia en el seno de las familias, por despecho, envidia o resentimiento, no tiene, no, caridad. Al juzgar a los demás, debemos ajustamos al sentido de aquella profunda sentencia que la caridad escribió sobre la puerta de las cárceles, donde ejercen su acción las leyes penales: «Odia el delito y compadece al delincuente.»

La caridad fastuosa, que se ejerce con estudiada publicidad por estímulo de la vanidad y del orgullo, no es tampoco la caridad del Evangelio. El beneficio que se otorga con aparato y en son de menosprecio, se acerca más al insulto que a la conmiseración. Para que sea meritorio a los ojos de Dios, debe ocultarse, como se oculta la Providencia, cuidando de que se sienta y no se vea la mano que lo dispensa. Su acción y sus efectos han de obrar como aquellos modestos arroyos, que sin ruido riegan y fecundizan la tierra.

En cuanto a la pureza, forzoso es reconocer y confesar que todas las demás religiones tienen algo de terreno, de material. El Cristianismo habla principalmente al espíritu, al alma. Prescribe la castidad, ya como un sacrificio, ya como una virtud. Y sin oponerse a las leyes de la naturaleza, sin contrariar, bajo ningún concepto, las relaciones providenciales que Dios mismo ha establecido entre uno y otro sexo para los fines de la creación, infunde el sentimiento de la castidad en el corazón del mismo seglar, y desenvuelve y fortifica en la mujer, el pudor, azucena delicada, cuyo perfume la embellece. Ese sentimiento, a que ha dado vida y forma, por decirlo así, el Cristianismo; ese sentimiento, de que todos participamos, pero que es más intenso y general en el bello sexo; esa especie de sensibilidad, que induce a la tímida virgen a ocultar a las miradas ajenas, y aun a las suyas propias, los secretos atractivos con que le dotó la naturaleza, por un misterio semejante al que obliga a la flor llamada sensitiva a recogerse en sí misma, apenas percibe el contacto de cualquier agente exterior; ese instinto contagioso, cuya acción revela la tendencia del espíritu a sobreponerse al despotismo de la materia; el pudor, en fin, era considerado por los pueblos gentiles como una superfluidad embarazosa, de que la mujer debía y podía despojarse en sus relaciones con la sociedad.

En Esparta, donde, por las leyes de Licurgo, las mujeres eran de uso común, no se conocía el pudor. Las jóvenes se presentaban desnudas en los circos, anfiteatros y sitios públicos para disputar a los guerreros el premio del baile, de la lucha, de la carrera, del pugilato y del manejo de las armas. En Atenas y en Roma las vírgenes hacían el sacrificio del pudor en las fiestas de Venus y en las aras de Príapo, con mengua y escándalo de la Sana razón. En Oriente, la mujer, víctima y granjería de la poligamia, no puede aquilatar el precio del pudor, aun cuando instintivamente sienta sus efectos. Encerrada allí, en las impenetrables paredes del serrallo, sólo se la considera como un instrumento destinado a satisfacer los caprichos de sus indolentes y lascivos señores.

Afortunadamente en el mundo cristiano la mujer posee el pudor como un quid divinum que en cierto modo la idealiza, y haciéndola más digna de respeto y estimación, la presenta a nuestros ojos como una prenda de consuelo y una garantía de felicidad. La Virgen Santísima, Madre de Dios, siempre pura o inmaculada, que concibió sin pecado, es el emblema místico del pudor que debe siempre acompañar a la virgen, a la esposa y a la madre cristiana, hasta en las funciones de la naturaleza.

Tan poseída estaba de este espíritu la reina doña Isabel la Católica, cuyas virtudes han hecho inmortal, que cuando postrada en el lecho de la muerte, tuvo que recibir la extremaunción, no permitió que se la descubriesen los pies, por temor de quebrantar las leyes del recato y de la honestidad.

El Cristianismo, no sólo embalsamó a la mujer con el perfume del pudor y de la castidad, sino que la colocó en la familia al lado del hombre, como una compañera inseparable, para auxiliarle en sus trabajos y consolarle en sus infortunios; como el ángel custodio de los hijos, a quienes está llamada a enseñar las primeras nociones de los conocimientos humanos; porque con su corazón de madre cristiana puede comprender mejor que nosotros que el principal agente de la educación es el amor; como una intercesora misericordiosa, destinada a templar la severidad de los castigos paternales, poniendo en práctica el saludable consejo de San Juan Crisóstomo, de que «la corrección ha de hacerse con prudencia y caridad.»

Jesús consagró el libre albedrío, como una ley providencial en el mecanismo del universo, y desde ese momento sufrieron una trascendental revolución las nociones del derecho, del deber y de la justicia, que habían sido hasta entonces instintos imperfectos, no pocas veces contrariados por el egoísmo y las malas pasiones. Bajo el influjo de tan fecunda y luminosa doctrina, el hombre se vivifica y regenera, adquiere una dignidad que le era desconocida, se siente dueño de sus actos, conoce que tiene derecho a disponer de sí propio, de donde proceden el de pensar, el de hablar, el de escribir, el de comunicarse con sus semejantes, el de reunirse, el de asociarse, el de adorar a Dios como le dicte su conciencia; derechos todos de cuyo uso y abuso es responsable en la tierra ante los tribunales constituidos, que representan la justicia humana, y allá en el cielo ante el tribunal de Dios, que representa la justicia divina.

Despójese al ser humano del libre albedrío, y quedará convertido en un autómata sin voluntad propia, en un instrumento de la ciega fatalidad gentílica, que le encadenaba al carro del destino, o del fatalismo mahometano, que niega a los sectarios del Corán el derecho a disponer de sí propios, bajo el concepto de que el bien o el mal de que sean autores se halla escrito de antemano con caracteres irrevocables en las misteriosas páginas del libro de lo futuro. Sin el libre albedrío, el calumniador que hinca el diente ponzoñoso en nuestra honra; el adúltero que profana el tálamo nupcial y la santidad de un sacramento; él usurpador que se apropia el bien ajeno; el homicida que hiere y mata, carecerían de verdadera responsabilidad moral; porque sería preciso suponer que obraban, no con deliberado propósito, sino a impulsos de una fuerza superior e irresistible. Porque tenemos la libertad de elegir entre el bien y el mal, en que Dios dejó a nuestros primeros padres, somos responsables de nuestros actos; merecedores de premio si practicamos la virtud, y dignos de castigo si a sabiendas nos entregamos al vicio y a los delitos.

Partiendo de este principio, los poderes temporales y las instituciones humanas, considerados a la luz de la filosofía evangélica, no son hechura de Dios, ni obra de la casualidad, ni el resultado de las leyes de la materia, sino el hombre mismo, el hombre en acción, haciendo uso del derecho a disponer de sí propio, y aplicando su entendimiento, memoria y voluntad, las tres potencias del alma, dentro de la órbita trazada por la invisible mano del sumo Hacedor, que, en su alta sabiduría, quiso conceder al ser racional, entre otros, el don de producir para que fuese el cerebro del mundo y el rey de la creación. Bajo este concepto, cada pueblo, como cada individuo, es responsable ante Dios y los hombres, de los actos que ejerza y del uso que haga de su poder, de su fuerza y de sus derechos.

La mujer, por su parte, desde que, emancipada por el Cristianismo, ocupa el lugar que le corresponde, interviene más de lo que a primera vista parece en la formación y vicisitudes de las instituciones humanas. Destinada a ser compañera, y no sierva, del hombre, no puede menos de tener un vivísimo interés en que el gobierno de su patria responda a los altos fines para que la Providencia formó al hombre, y robustezca, en vez de relajar, los vínculos de la religión, de la familia y de la sociedad. Bien en concepto de esposa o de madre, ya en el de hija o de hermana, ¿cómo ha de mirar con indiferencia los desastrosos efectos de un régimen, fundado en la injusticia y en la opresión?

¿Puede acaso conformarse de buen grado con leyes que anulen o perviertan al que ha de ser su apoyo y su protector sobre la tierra? La dignidad del hombre es un patrimonio de la mujer. Toda medida, de cualquier género que sea, política, económica o social, que ofenda al primero, le humille o empobrezca; condena la segunda, al llanto, a la vergüenza o a la miseria. Las malas leyes afectan a uno y otro sexo, y se hacen sentir de un modo deplorable en la vida doméstica, por los intereses que lastiman, por los sacrificios que exigen, por las privaciones que imponen.

El único lenitivo en tales casos, y cuando se pierde toda esperanza de remedio, se encuentra en la piadosa resignación que recomienda el Evangelio, y en la influencia misma que más o menos visiblemente ejerce la religión sobre las cosas humanas. En todos los países, la mayor parte de los actos civiles que proceden de las instituciones temporales reciben una sanción religiosa. Con mayor motivo en el mundo cristiano y católico la religión no puede menos de influir sobre las condiciones de nuestra existencia social, porque nos acompaña desde la cuna hasta el sepulcro. Ella al nacer nos purifica con las aguas del bautismo: ella nos regenera periódicamente con la confesión ante el tribunal de la penitencia: ella santifica los vínculos de la familia, haciéndonos honrar a nuestros padres, origen de toda autoridad: ella despoja al matrimonio del carácter de apetito sensual, para elevarlo a la categoría de un sacramento: ella, en el trance de la agonía, y cuando extiende sobre nosotros sus alas el ángel de la muerte, nos infunde el espíritu de Dios con la extremaunción y nos abre las puertas de la eternidad.

Tócale a la mujer católica aconsejar al varón, digno de este nombre, según la clase de lazos que con él le liguen, que condene todo género de tiranía, venga de donde viniere, mientras juzgue posible contrarrestarla, y pedir a Dios su divino amparo cuando adquiera el convencimiento de que son inútiles los votos y esfuerzos del patriotismo.

El Cristianismo representa también la consagración de la justicia, personificada en el divino Salvador. La justicia es una revelación de la conciencia humana, que tradujo y consignó el Evangelio. Pese a quien pesare, fija y señala el límite de los derechos y el término do toda soberanía. Allí donde se conculcan sus preceptos, la libertad degenera en licencia; la autoridad, en despotismo.

La justicia entraña el triple consorcio de la libertad, igualdad y fraternidad. Es la libertad, porque para hacernos responsables de nuestra conducta, nos deja dueños de nosotros mismos, árbitros de nuestras acciones. Es la igualdad, porque condena todo género de privilegios, y, midiendo a todos por la misma medida, da a cada cual lo que de derecho le pertenece, ordenándonos no hacer a los demás lo que no quisiéramos para nosotros mismos. Es la fraternidad, porque, siendo todos hijos de un padre común, justo es que amemos a nuestros semejantes como a nuestros hermanos.

Como consecuencia de esa trinidad filosófica, el que ha nacido a orillas del humilde arroyo en cualquiera comarca de Europa, y el que habita en las remotas márgenes del caudaloso Orinoco; el que vegeta en los inflamados arenales de la Libia o bajo el sol de la zona tórrida, y el que ocupa las glaciales regiones de la Siberia; el que goza todas las ventajas de la civilización moderna, y el que vaga desnudo y sin hogar por los incultos bosques del nuevo mundo; el que reside en suntuosos palacios, y el que se alberga en miserable choza; el monarca y el súbdito; el blanco y el negro; el mulato y el cobreño; el de azulada tez y el rojizo, sea cual fuere la raza a que pertenezcan, a los ojos del Cristianismo, que no hace diferencias entre los hijos de un padre común, todos son libres, todos iguales, todos hermanos.

Para comprender la justicia y practicarla con relación o sus semejantes, la mujer no necesita dedicarse a profundas investigaciones. Le basta poner la mano sobre el corazón, consultar su conciencia y ver si lo que se trata de hacer a cualquiera de sus prójimos lo quisiera para sí misma. En ese examen de conciencia hallará la regla infalible de su conducta. Si desea ser amada y favorecida, debe amar y favorecer; pues aunque no siempre se encuentra en el mundo correspondencia, goza más el alma con los buenos afectos que el sentimiento de la justicia inspira, que con la cruel satisfacción del rencor y de la venganza.

De las entrañas mismas del Cristianismo se desprende la doctrina del progreso, como ley de continuidad a que obedece el género humano. Esa tendencia, más o menos impulsiva, más o menos visible, pero siempre existente, hacia un tipo de perfección que nos atrae y que no alcanzamos, se ha traducido en los idiomas usuales por la palabra progreso, que repiten hoy, según el padre Félix, todas las voces de la humanidad, todos los ecos del mundo.

Creced y multiplicaos, dijo Dios; cuyo mandato significa en el orden moral que el hombre se exceda a sí mismo y llene bajo todos conceptos los fines de la creación. Jesucristo, por su parte, determinó con caracteres más sensibles ese principio filosófico, dirigiendo a sus discípulos la siguiente elocuentísima amonestación, consignada en el Evangelio según San Mateo: «Sed perfectos como perfecto es vuestro Padre celestial.»

Para cumplir el precepto y acercarse en lo posible a ese grado de perfección sobre-natural, el hombre, como individuo, y el género humano, como entidad colectiva, necesitan hacer en el tiempo y en el espacio una serie de esfuerzos consecutivos, que constituyen el progreso.

Sin embargo, esas aspiraciones a una perfección de que no somos capaces, no se realizan en la práctica sino por medio de una serie gradual de actos sucesivos. En el orden moral, como en el físico, las obras humanas, desde que se principian hasta que se terminan, tienen que recorrer todos los trámites de una progresión creciente. Nada se produce y completa de golpe, de una vez, nada. El hombre mismo, el ser más perfecto de la creación, no nace desde luego hombre, en el sentido de la palabra. Para serlo, necesita recorrer, una por una, todas las edades que median entre la niñez y la virilidad. Y cuando por efecto de su orgullo y soberbia, resabios del pecado primitivo, trata de violentar las leyes de la naturaleza y de la Providencia, vuelve hacia el punto de partida, y retrocede, en vez de adelantar, en el camino de la civilización.

«Sed perfectos, como perfecto, es vuestro Padre celestial.» Esta máxima, no sólo habla con los hombres, sino que impone a la mujer la obligación de trabajar un día y otro día, un año y otro año, para mejorarse gradual y sucesivamente hasta hacerse superior a ella misma. Tan saludable ejercicio robustece, desenvuelve y acrecienta las fuerzas de su espíritu y de su entendimiento.

Desgraciadamente no se conocía la verdadera religión cuando Jesucristo nació en los gigantescos dominios del imperio romano, bajo humilde techo, consagrado por la pobreza y el trabajo, símbolos de la modestia y laboriosidad humanas. Dominaba la más torpe idolatría y el más degradante sensualismo. Con burla y menosprecio eran acogidas las predicciones de los falsos oráculos; y los sacerdotes gentílicos, avergonzados de sí mismos, ocultaban en el fondo de los templos su rubor y su impotencia. El mundo estaba sumido en las tinieblas del error y de la perversidad. Difundidos por el abuso de la fuerza y la conquista; habían echado profundas raíces todos los vicios de la civilización pagana. Bajo el influjo de costumbres pervertidas y leyes atentatorias, dominaban los inhumanos derechos de la guerra; la opresión doméstica, fundada en el atroz dominio que los padres ejercían sobre su mujer y sus hijos; las funciones del circo de fieras y la lucha de los gladiadores, elevadas a la categoría de institución; el adulterio y el concubinato; el culto a las riquezas; la degradación de la mujer; la esclavitud social; el tormento como prueba; el suicidio como deber moral; el censo expoliador; la confiscación de bienes, para hacer frente a los despilfarros del tesoro imperial con el peculio de los buenos y laboriosos ciudadanos. ¡Qué cuadro tan vergonzoso y aterrador!!

Entonces bajó del cielo el Redentor, modelo de castidad y pureza, para purificar la tierra, infestada con el contagio de tantas iniquidades. La espléndida aureola que ciñe su frente forma al rededor suyo una atmósfera embalsamada con el aroma de la virtud y de la santidad.

Al verle, como sucede siempre cuando se aproxima un gran acontecimiento, experimentan una vaga impresión y un consuelo indefinible todos aquellos que en su fuero interno condenaban los atentados y delirios del mundo pagano. Cuantos gemían y lloraban, cuantos eran objeto de menosprecio o víctimas de la opresión, pronto le rodean, le escuchan, le hablan, le aplauden, le siguen y le proclaman. Los pobres le adoran, los afligidos le bendicen. Una multitud atónita y entusiasta acude a oír las inspiradas palabras que brotan de sus divinos labios. Encuentra discípulos en todas las clases sociales, y recorre las ciudades y los campos, precedido de unánimes aclamaciones.

Llégase a los esclavos del paganismo, que regaban con lágrimas de hiel y sangre el suelo donde gemían, y les dice: «¡Sois hombres, sois libres, todos sois iguales!»

A su voz sobrenatural rómpense las cadenas de la servidumbre, y la dignidad humana sale triunfante del fango de la degradación.

Acércase a los árbitros y explotadores de una generación caduca, dividida en opresores y oprimidos, en víctimas y verdugos, y les dice: «Todos sois hermanos, todos hijos de un Padre común. ¡Amad a vuestros enemigos; haced bien a los que os aborrecen!»

Preséntase a los soberbios engreídos, que en su hidrópico orgullo se juzgaban con títulos para ser adorados como otras tantas divinidades, y les dice «¡A los humildes pertenece el reino de los cielos!»

Dirígese a los díscolos, que se dejaban arrebatar por los impulsos de la cólera y de la violencia, y les dice: «¡Los pacíficos serán llamados por Dios!»

Interpela a los homicidas, que todo lo fían al hierro y al fuego, y les dice: «¡Quien sacare espada, a espada morirá!»

Acude a quien sufre los rigores de inexorable opresión por una causa legítima, y le dice: «Bienaventurados aquellos que sufren por la justicia.»

Entra en el templo, profanado por el tráfico, y expulsa a los mercaderes, que habían convertido la morada del Señor en una casa de contratación, y les dice con el dedo: «Salid», para significar que las cosas grandes y santas no deben ser objeto de mundana granjería y especulación.

Levanta a la mujer del polvo, donde estaba sumida, y le dice: «Compañera, y no sierva, eres del hombre.» Sentencia que la emancipa, la enaltece y la regenera.

Visita a los tristes y los consuela, habla a los impíos y los convierte, amonesta a los pecadores y los redime, exhorta a los débiles y los fortifica, enseña a los incrédulos y los ilumina, predica a los egoístas, a los avaros, y los entusiasma, los mejora y los salva, lava los pies a los pobres y los purifica, prodiga sus cuidados a los enfermos y los cura, toca los ojos a los ciegos y les devuelve la vista, extiende la mano sobre los restos mortales de los difuntos y los resucita.

Para obrar tantos y tales portentos, era preciso que Jesucristo fuese un Dios, un verdadero Dios, convertido temporalmente en hombre por un milagro de amor y clemencia.

¡Ah! ¡Aquellos que, a fuer de filósofos y eruditos, pretenden negar la divinidad de Jesucristo, cometen un sacrilegio a los ojos de Dios y una iniquidad ante el tribunal de la conciencia humana! Sacrilegio e iniquidad; porque, empeñándose en despojar a las fecundas máximas del Evangelio, sancionadas con la preciosa sangre del Gólgota, de su carácter divino, no sólo atentan a su virtud, a su prestigio y a su eficacia, sino que aspiran a extinguir en nosotros la fe, columna firmísima a que nos asimos en los terremotos de la vida; la fe, que nos regenera y salva; la fe, que hace a los héroes y a los mártires; la fe, que convierte al lecho mortuorio en un arco de triunfo, por donde pasa el que cree, el que sufre, el que reza, el que espera!

Impulsados por la fe los primeros cristianos, al ver proscriptas sus creencias, bajaron a las lóbregas concavidades de las catacumbas para entregarse libremente al servicio de Dios y a sus ceremonias religiosas. Allí, rodeados de los sepulcros de sus correligionarios y hermanos, a la vista de los sudarios ensangrentados de las víctimas de la superstición y de la tiranía, que conservaban como otras tantas reliquias; al opaco resplandor de las lámparas sepulcrales, cuya incierta claridad reemplazaba la luz del día; al rumor del mundo que se agitaba sobre su cabeza: al oír el crujido de las cadenas que arrastraban los esclavos del paganismo, alternando con el estrépito producido por las músicas con que celebraban sus orgías los potentados de una generación sensual y corrompida, recitaban con entusiasta fervor sus oraciones, constituían una nueva sociedad humana con los huesos y cenizas de sus mártires, y preparaban en las entrañas de la tierra la libertad del hombre y la regeneración del mundo.

No hay que hacer responsable, no, a la religión católica, hija del Cristianismo, de los abusos, y hasta de los crímenes que desgraciadamente se han cometido en su nombre. No dejará de ser menos perfecta y santa porque el fanatismo haya convertido no pocas veces en una doctrina de persecución y de muerte la que lo es de caridad y mansedumbre, encendiendo las abominables hogueras de la Inquisición sobre los altares mismos consagrados al Redentor.

La Iglesia cristiana y católica ha sido tan benéfica como civilizadora. Ella recogió los manuscritos griegos y latinos que se salvaron del naufragio de las luces, ocasionado por la irrupción de los pueblos septentrionales, para que fuesen el eslabón que uniera la cadena de los conocimientos pasados con la cadena de los conocimientos futuros.

Esas mismas comunidades religiosas, que han caído en desuso, y que ya han hecho innecesarias el transcurso de los tiempos, el progreso de la civilización y las nuevas necesidades creadas, fueron en otras épocas de fuerza y vandalismo, en que la justicia se remitía a la punta de la espada, unos asilos de beneficencia, unas aulas de científica enseñanza, unos archivos de la civilización humana.

Durante la Edad Media, tempestuosos siglos de luchas y expoliaciones, frente de los castillos feudales, donde habitaba una aristocracia guerrera, turbulenta y usurpadora, y en cuya puerta se veía la horca y el cuchillo, símbolo del despotismo del señor y de la esclavitud del siervo, se levantaba, como una protesta contra la violencia, el convento católico, en cuyo recinto hablaba con mudo pero elocuente lenguaje, la cruz del Redentor, símbolo de concordia, de paz y de fraternidad.

No hay que atribuir tampoco a la religión fundada por el Salvador la intolerancia, esa intolerancia de que hemos sido víctimas, y cuyos estragos lamentamos y nos aquejaran por largo tiempo, como la herida que deja un arma emponzoñada. Muy al contrario, Jesús llevó la tolerancia hasta la abnegación, hasta el sacrificio, hasta el punto de mandarnos amar a nuestros enemigos y hacer bien a quien nos aborrezca. Obra exclusiva fue, no lo dudéis, de una política absurda y tiránica, que, interpretando torcidamente y con siniestros fines los preceptos y el espíritu del catolicismo, ha empobrecido y despoblado nuestro hermoso país.

Si nuestros campos están casi desiertos; si las tres cuartas partes de nuestro territorio se ven despobladas en términos de que se recorren a veces leguas y leguas sin encontrar una casa, un árbol, un plantío, ningún signo de la laboriosidad humana; si nuestra industria no prospera; si nuestra agricultura continua estacionaria; si nuestro comercio es exiguo; si caminamos a retaguardia y como a remolque de los pueblos más cultos; si hemos permanecido hasta hoy en un aislamiento forzoso e inhospitalario, que fomentó el exclusivismo y las preocupaciones del vulgo, no hay que atribuirlo, no, al Cristianismo, antorcha del progreso y de la civilización, sino a ese régimen suspicaz, opresor y supersticioso, de que fue, con mengua nuestra, uno de sus principales intérpretes, Carlos II el Hechizado, y cuya acción deletérea detuvo nuestros pasos y sofocó en su origen los gérmenes de nuestra prosperidad, arrasando, como preñada nube de langostas, una por una, todas las espigas del campo de la civilización española.

«¡La intolerancia!... no más intolerancia.» Busquemos nuestro criterio en el espíritu del Evangelio, que habla a la inteligencia, al corazón y parece como que nos dice: «Respetad las opiniones ajenas si queréis que se respeten las vuestras.»

Morir debía el divino Redentor, intérprete de la verdad, porque los soberbios le odiaban, los déspotas le temían, los impenitentes reacios le acusaban, los envidiosos e impíos le maldecían, los falsos doctores le condenaban, y se reunían para perderle todos aquellos que, pervertidos por los vicios y cegados por la intolerancia, creían ver en Jesucristo una acusación elocuente, una protesta viva y una sentencia futura.

Todas esas pasiones, personificadas en sus enemigos, arrastran a Jesús al tribunal de Poncio Pilato, y allí en ronco y feroz clamoreo piden, exigen la muerte del justo, del inocente.

¡Muera! gritan los ancianos de Judea, porque, aferrados en sus añejas preocupaciones y torpes abusos, no pueden perdonarle la nueva luz que derrama con su irresistible elocuencia.

¡Muera! gritan los príncipes de los sacerdotes, ¿por qué? porque se sentían humillados y confundidos por la autoridad que posee, que eclipsa el prestigio de su autoridad, y por la fascinación que ejerce con su angelical presencia.

¡Muera! gritan los escribas y fariseos, porque separándose de sus tradiciones de odio y resentimientos, presenta a Jehová, no como a un Dios inexorable que se venga, ¡sino como a un Dios misericordioso que perdona!

¡Muera! grita la muchedumbre, porque, descreída, viciada, ignorante, ¡creía descubrir en el divino Maestro un heresiarca y un atrevido impostor!

La justicia humana, representada por Poncio Pilatos, se lava las manos en el pretorio; la Justicia divina calla; las profecías se cumplen y el cruento sacrificio se prepara. El precio de la sangre se escapa de manos del traidor, y allí donde Judas se ahorca por odio a sí mismo, quedan escritos, como un terrible epitafio, el éxito de la prevaricación y el fin de sus remordimientos.

…………

Fieros soldados se apoderan de Jesucristo, y le conducen como si fuese un empedernido malhechor. Marcha entre armas, por un abuso de la fuerza, ¡qué cuadro tan significativo! el Apóstol de la humildad y de la mansedumbre. Arrojan sobre sus hombros un manto de grana para escarnecerle y vilipendiarle. Ciñen a su cabeza tosca corona de punzantes espinas y colocan en su mano derecha un cetro de frágil caña, sin presumir que allá en el cielo adorna sus sienes ilimitada diadema de innumerables estrellas, y le autoriza como Soberano, el cetro omnipotente del universo.

Le infaman con mentidos homenajes, y le llaman rey en son de burla y menosprecio. Ciegos, desatentados, furiosos, lo insultan, le provocan, le escupen, le atropellan. Lleva en su frente la señal de una profunda herida abierta con aguda y penetrante caña. Inundado en sangre, cubiertos los ojos de un opaco velo, abrasado por los ardores de la sed, doloridos los miembros, luchando su espíritu con mortales congojas, atronado por feroces clamores, llega por fin al tenebroso páramo del Gólgota, donde sus asesinos y verdugos consuman la obra de perdición y muerte, clavándole en la cruz, suplicio afrentoso, entre dos ladrones, símbolo el uno del delito, que se arrepiente; imagen espantosa el otro del crimen, que no aspira a la absolución.

Los sayones empedernidos, burlándose de su dolor, le dan a beber vinagre mezclado con amarga hiel. Obedeciendo a su sed de rapiña, los soldados del Pretor se reparten su manto en cuatro pedazos, y juegan su túnica a la suerte, entregándose a tan abominables actos al pie del cadáver ensangrentado, de que se exhalaba el espíritu divino. Multitud de mujeres curiosas e impenitentes le contemplan desde lejos con los ojos enjutos y la sonrisa del sarcasmo en los labios.

Jesús ha muerto como hombre; pero sus doctrinas, saliendo triunfantes del sepulcro, despiden una vivísima luz, que ha iluminado e iluminará hasta la consumación de los siglos, el camino de las generaciones. Jesús ha muerto; pero vive y vivirá en el Evangelio, para que el mundo cristiano y católico conozca sus deberes y derechos, y tome lecciones de amor, caridad y abnegación.

Jesús, a los ojos de la historia, es el agente destinado para hacer la providencial revolución que había de trasformar la faz de las sociedades humanas, y construir sobre los escombros del paganismo, cuya, al parecer espléndida cultura, llevaba en sus entrañas el germen de la corrupción y de la muerte, el edificio de la civilización moderna.

Jesús, a los ojos de la filosofía, es el maestro que enseñó la verdad en medio de las tinieblas del error; que varió las relaciones morales establecidas entre los hombres por la guerra y la conquista; que hizo nacer de un nuevo origen las nociones del derecho, del deber y de la justicia.

Jesús, a los ojos de la religión, es el Hijo de Dios, uno y trino, que se hizo hombre para redimirnos de la esclavitud del pecado; es el vínculo de concordia entre el cielo y la tierra; es el ángel custodio de la inocencia; es la misteriosa personificación de la fe, esperanza y caridad, triple dechado de virtudes que convierte en benéfico rocío las lágrimas del desgraciado, y siembra de flores el camino que ha de conducirnos a la eternidad.




Conferencias publicadas

Discurso inaugural, leído por D. Fernando de Castro.

Primera conferencia: Sobre la educación social de la mujer, por D. Joaquín María Sanromá.

Segunda conferencia: Sobre la educación de la mujer por la historia de otras mujeres, por D. Juan de Dios de la Rada Delgado.

Tercera conferencia: Sobre la educación literaria de la mujer, por D. Francisco de Paula Canalejas.

Del Lujo: Artículo leído en la Conferencia dominical del 14 de Marzo de 1869, por D. Antonio María Segovia.

Estas Conferencias se hallan de venta en la portería de la Universidad, en el Ateneo de Madrid, y en las librerías de Durán, Bailly-Baillière, Leocadio López y San Martín, al precio de un real de vellón.

(contracubierta)

[ Edición íntegra del texto contenido en un opúsculo impreso sobre papel en Madrid 1869, de 36 páginas más cubiertas. ]