
Universidad de Madrid
Conferencias dominicales sobre la educación de la mujer
Del lujo.
Artículo leído
en la conferencia dominical
del 14 de marzo de 1869,
por
Don Antonio María Segovia,
de la Academia Española.
——
MADRID,
Imprenta y Estereotipia de M. Rivadeneyra,
calle del Duque de Osuna, núm. 3.
1869
El Lujo{1}
Señoras:
Achaque es, y desdicha de las cosas humanas, que el mal y el bien anden en todas ellas revueltos y conjuntos. Así lo sabemos y lo decimos todos, y a cada paso lo repetimos, puesto que tal vez se nos escapa en muchos casos la aplicación de esta máxima, regla tan general, que apenas si cabe excepción en ella. Y si no, díganme cuantos aquí me escuchan si puede a primera vista vislumbrarse mal alguno, dificultad ni inconveniente en que los discretísimos oradores que han ocupado esta tribuna en nuestras conferencias nos hayan regalado con tan elegantes oraciones, llenas de sana y provechosa doctrina, sazonadas con rica erudición, adornadas con todas las galas de la oratoria, esmaltadas con todo el brillo del ingenio.
Sube el primero a esta cátedra el Sr. Rector de la Universidad, y con decir que se acredita como digno de ser en efecto el primero, me parece que está dicho todo. Nos habla del Carácter de la educación de la mujer, y cuando parecía que semejante asunto sólo podría ilustrar los entendimientos, acierta el Sr. D. Fernando de Castro a tocar los corazones, y sacar lágrimas a los ojos de todos sus oyentes.
Sucédele en la tribuna el elocuente y elegantísimo Sanromá, y se particulariza tratando de la Educación social de la mujer; y con la profundidad de su saber, su decir sabroso y castizo, y los primores de su elocución, os entretiene, Señoras, y os admira, y os instruye, y os alienta, y os eleva, y os estimula, y os enternece, y os arranca sonrisas de aprobación y exclamaciones entusiastas.
Y para que no creáis que son vanas teorías y conatos estériles de imposible mejoramiento ése de que los dos disertos profesores os han hablado, viene luego otro erudito catedrático, y os pone delante de los ojos la brillante galería de españolas insignes, en que descuellan las dos excelsas figuras femeninas de nuestra historia: la grande Isabel, conquistadora de imperios y de voluntades, reformadora de leyes y de costumbres, virtuosa y buena como esposa, como madre y como reina; la gran Teresa, reformadora también, organizadora, escritora, poetisa y santa. Y discurriendo acerca de estos modelos de altísimo ejemplo, el Sr. Rada y Delgado os presenta reducida a práctica la especulativa, y excita noble emulación en vuestros generosos pechos españoles.
Filósofo y humanista consumado, el Sr. Canalejas os habla otro día de la belleza en abstracto, y de su representación poética, demostrando que ese ideal no es otra cosa que la meta divina a que debe dirigir su carrera progresiva la realidad humana{2}.
Por último, nada digo de la elevación con que el Sr. Corradi, uno de los próceres de la moderna tribuna española, ha tratado hoy su noble asunto de la Influencia del Cristianismo en la sociedad. La impresión que su bello discurso ha hecho en vuestros corazones está tan reciente, que todo elogio en este momento parecería inoportuno.
Para entreverar congruentemente estas riquísimas disertaciones, os han obsequiado también desde aquí egregios poetas con regaladísimos trozos de poesía, y han deleitado vuestros oídos ingeniosas composiciones de nuestros buenos prosistas.
Ahora bien, Señoras mías; después de tanto, y tanto bueno, ¿quién se atreve a ocupar esta tribuna, a menos de sentirse con fuerzas para competir con esos atletas de la oratoria? Y ved aquí el mal, mal pequeño, pero mal al fin, que yo hallo mezclado con lo mucho bueno del sistema de nuestras conferencias: o los hombres más distinguidos de España han de comprometerse a sostenerlas en nivel tan alto, o vosotras habéis de consentir y tolerar que promiscuamente se os hable de cuando en cuando en menos levantado tono, con menos atildado estilo, con más escaso caudal de erudición y de doctrina. Así me atrevería yo a proponerlo como método más práctico de nuestras conferencias.
Y pues que todavía puede esperarse que haya quien, sin ser orador, ni mucho menos, alcance a hablaros aquí en el tono de una conversación sencilla y franca, si bien culta y decorosa, de cosas que a todos nos conviene recordar o aprender, decidamos de común acuerdo que ha de ser permitido a los humildes venir a formar contraste y claro-oscuro con los maestros, y ofreceros algunos platillos de entremés, como para desengrasar vuestro paladar de tan suculentos manjares, y excitaros apetito de volver a saborear platos de más nutritiva substancia.
Confiado yo en que ha de ser así, y dándolo por supuesto, vengo hoy a departir con vosotras amistosamente y a la llana, tomando por asunto uno, de que, a mi parecer, se trata poco relativamente a su importancia social, moral, económica, y aún política: este asunto es el LUJO. Y aunque para tratarle a fondo sería necesario escribir una larga disertación, ya que no un libro, me ceñiré, por no molestaros, a una conversación de breves instantes, tan sencilla y llana, que no exceda los límites de mi capacidad, y tan familiar, que no falte en ella ni aún el saborete acostumbrado de toda conversación íntima: su poquito de murmuración y de tijera.
Hablemos, pues, del lujo; pero, a fin de entendernos y evitar disputas, comencemos, como siempre debiera hacerse, por definir la palabra.– ¿Qué se entiende por lujo?
Después de haber repasado las opiniones contradictorias de cien autores, economistas, estadistas y moralistas, me parece que puede fijarse con claridad la noción del lujo definiéndole: Gasto superfluo e improductivo, sostenido por mera ostentación, o desproporcionado a los recursos de quien le costea.
Podrá parecer algo larga esta definición, pero en mi concepto nada le sobra; y entiendo que tomándola por criterio podremos, no sólo apreciar debidamente los que son gastos de lujo, sino convencernos de que toda disipación es inmoral; aspecto mucho más importante de la cuestión que el puramente económico.– Pongamos algunos ejemplos.
Entro en un café de los principales de Madrid. Le veo adornado de comodísimos sofás y butacas, entapizado el suelo de mullida alfombra; enriquecidos techos y paredes con artesonados y molduras; intercolumnios y hornacinas poblados de bustos y estatuas, no sin arte y buen estilo modelados; gigantescos espejos que de todas partes reflejan y multiplican las innumerables luces despedidas de candelabros, lámparas y arañas del mejor gusto. Las mesas son de hierro y pulido mármol fabricadas; a las corrientes de aire frio que pudieran invadir los salones, cierran el paso tupidas antepuertas (que llaman portières los que no saben o no quieren hablar en castellano). Un enjambre de sirvientes jóvenes, atentos y aseados… (toleradme esta hipótesis, aunque en Madrid parezca inverosímil) discurren por todas partes solícitos, recibiendo órdenes de los concurrentes, y cumpliéndolas con delicada puntualidad y presteza.– Al observar yo aquella reunión de circunstancias que convidan al descanso, recrean la vista, abren el apetito y ofrecen toda la comodidad y regalo apetecibles, me doy el parabién de haber elegido para tomar una modesta taza de café un lugar (o local, como ahora se dice) tan… tan…– ¿Cómo lo explicaría yo?– ¡Ah! sí, tan confortable.– Perdonadme, Señoras mías; si me he aventurado a emplear este adjetivo inglés (que maldita la falta que nos hace en castellano), ha sido porque ya es de buen tono en Francia. Sin el sello, sin el exequatur y salvo-conducto de París, ¿qué español se atrevería hoy a cometer lo que llaman los gramáticos un barbarismo, tomando exóticos vocablos de otra lengua que no fuera la francesa?
Pero volvamos a nuestro asunto.– ¿Hay o no hay lujo en algunas o en todas esas cosas que dejo descritas?
Desde aquí me parece que advierto cierta sonrisita maliciosa, y adivino su objeto. Sospecho que se trata de acusarme de inconsecuencia, y que la que he llamado modesta taza de café va a ser calificada como gasto superfluo, y por lo tanto de lujo.– No sostendré yo, a fe mía, que sea éste en rigor artículo de primera necesidad; pero reparad, Señoras, que, sobre no tomarle yo diariamente, ni semanalmente, ni mensualmente siquiera, este aromático digestivo, este ligero excitante del cerebro, cuyo coste es mínimo comparado con el guarismo de mi presupuesto de ingresos, puede permitirse alguna vez a quien pasa el día trabajando, y no gasta un solo maravedí ni en el tabaco, ni en el juego más lícito, ni en la bárbara diversión de los toros, ni en otros devaneos y superfluidades.– Algo más de lujo será el café en aquel viejo desaliñado y sucio, cesante sin derechos pasivos, cuya numerosa familia se desayuna con una negra pócima de a peseta la libra, llamada, por eufemismo, chocolate, come una sopa chirle y un pucherete de a cinco garbanzos por barba, y con menos grasa que el gabán del papá, merienda privaciones y esperanzas, y hace la cena con bostezos y desengaños!
Lujo, sí, lujo es la taza de café diaria y el cigarrillo perpetuo para quien arranca ese puñado de reales mensualmente a la manutención ya escasa de su esposa miserable y de sus hijos; pero no lo será ciertamente para personas que, después de cubiertas todas las necesidades de los suyos, dedicando además a las ajenas una parte de su salario o de su renta, como la caridad exige, y aun habiendo dejado como en reserva lo que la previsión aconseja para necesidades imprevistas, se recrea tal cual día en el inocente placer de esa aromática infusión, que ni embriaga ni destruye.
Por cuyo ejemplo podemos ya venir en conocimiento de una circunstancia importantísima, a saber: que la idea del lujo es puramente relativa.
Pero todo ese ostentoso adorno de las casas públicas llamadas cafés, de las fondas, de los… –No, no he de decir restaurants aunque me aspen.– Todo ese aparato fastuoso de riqueza, para dar de comer y de beber a cualquier quidam que va a hacer un gasto de seis pesetas, ¿no es pura superfluidad? ¿no es lujo inútil?
No lo es, a mi ver, si mi definición se da por buena. El dueño del café ha gastado en efecto grandes sumas para adornarle; pero, lejos de hacerlo por mera ostentación, ni ser éste un gasto improductivo, lo hace para atraer al público y granjear parroquianos, los cuales no acudirían allí sin aquel incentivo, o acudiendo, no permanecerían tan largo tiempo, ni harían por consiguiente el gran consumo en que consiste la mayor ganancia del cafetero.
No podremos decir otro tanto de toda clase de tiendas o despachos públicos. Si yo voy, por ejemplo, a comprarme un sombrero, con tal de que me le den de buena calidad y en precio equitativo, ¿qué me importan los primores arquitectónicos y el ornato de la sombrerería, a la que no voy a pasar largos ratos de descanso y recreo, en donde no me he de detener cinco minutos?
—Siendo eso así (me observarán acaso), habremos de decir que están locos y no conocen sus verdaderos intereses los tenderos, mercaderes y menestrales, que a porfía exornan sus tiendas, almacenes y talleres, con el único fin de atraer compradores; como si a éstos les fuese mucho en tales garambainas, que ninguna relación tienen con la bondad de la mercancía, y antes bien no pueden menos de influir desfavorablemente en su precio, pues el que mucho gasta no puede vender barato.
Responderé diciendo: que, en efecto, no estoy muy lejos de creer que la mayor parte de los tales se equivocan grandemente en dirigir de esa manera su especulación; y sin embargo, no lo extraño, porque la manía del lujo es tan contagiosa, que no hay epidemia que en este punto se le iguale. Imposible parecería, si la historia no lo atestiguase, y si no lo confirmase nuestra propia experiencia, que hay épocas en que se apodera de los pueblos la pasión desenfrenada del lujo y de la ostentación; así como en todos tiempos y en todas partes hay personas cuyo prurito es el de gastar el dinero por mero afán de derrocharle: manía diametralmente opuesta a la del avaro que atesora sin saber por qué ni para qué, y vicio no menos censurable.
Sensible es decirlo, Señoras, pero me habéis de perdonar la franqueza de declarar que, así como entre las mujeres se encuentran los más loables modelos de economía doméstica, así también son más frecuentes en las personas de vuestro sexo los casos del hidrópico frenesí del lujo. Y me atrevo a decir más todavía: las mujeres, y solamente las mujeres, son las que propagan ese funesto contagio, así como también son ellas las únicas que pueden contener el torrente de tan pernicioso desenfreno. La mujer da en este punto la pauta, y justifica, como en otros muchos, aquel sabido apotegma de que los hombres hacen las leyes, y las mujeres las costumbres.
Síntoma es éste del lujo, síntoma infalible de decadencia y de desmoralización al mismo tiempo. Inoculado en el alma este insaciable apetito de lucir, de sobresalir, de distinguirse, no se repara en los medios de satisfacerle{3}. Y para demostrarlo, antes de apelar a las lecciones de la historia, desentrañemos sus causas, y nos convenceremos de que no puede ser de otra manera.
Estimulado el hombre a satisfacer las primeras necesidades de la material envoltura en que su espíritu vive aprisionado, luego que las encuentra satisfechas, y con su natural propensión a mejorarlo todo y progresar en cualquier camino, las va multiplicando y transformando. Primero sólo piensa en alimentarse, después trata de regalarse; primero se viste cubriendo su desnudez, después trata de abrigarse; después que se abriga trata de adornarse. Para guarecerse de las inclemencias meteorológicas se construye una cabaña; después crece la cabaña y se hace casa; la casa por fin se convierte en palacio. La cabaña se construyó en el campo para gozar la sombra de los árboles, el aroma de las flores y la frescura del arroyuelo; al palacio se traen, al contrario, artificiosa y dispendiosamente el arroyo, y aun el río, y el lago, y el torrente, y las flores, y los prados, y los arbustos; sólo que ya los campos se llaman jardines y pensiles, los torrentes se llaman cascadas, parques los bosques, y estanques las lagunas. Así es como con su facultad cuasi ilimitada de avasallar la naturaleza y transformar sus productos, adelanta su industria desde la satisfacción de las necesidades naturales hasta el recreo y deleite de los sentidos: con su ingénito amor a la belleza, se esfuerza a embellecer cuanto le circunda.
Pero aquí es justamente donde está el escollo; porque confundiendo lo que es noble aspiración de su espíritu con los groseros apetitos de la materia, cae en un refinamiento sensual, que produce la sed hidrópica de la molicie y de los goces materiales. Vienen el orgullo y la soberbia, y le corrompen más todavía, y por el afán de lucir, de brillar, de eclipsar a sus iguales, vive atormentado del incesante anhelo de ostentación, de disipación, de lujo.
Cuando entre estas excitaciones coexistentes de los apetitos de la materia y del espíritu, logra este último el predominio; cuando la modestia prevalece sobre la vanidad; cuando los gustos de la inteligencia alcanzan la victoria sobre el deleite de los sentidos; cuando la moderación y la prudencia ocupan el puesto de la disipación y de la intemperancia, no puede tener entrada la necia pasión del lujo, del boato, ni nos creamos necesidades ficticias descuidando otras más reales y verdaderas.
Dos pueblos antiguos, Grecia y Roma, cuya historia es un manantial inagotable de ejemplos de cuanto malo y bueno puede hacer la especie humana al emprender el camino de la civilización, nos ofrecen por lo mismo lecciones útiles acerca de lo fácil que es descarriarse cuando no alumbra nuestros pasos la antorcha de la razón. No tengo espacio ahora, ni se adapta bien a mi humilde propósito, el recordaros, Señoras, estos ejemplos; baste decir que el lujo que los antiguos romanos especialmente llegaron a desplegar en sus viviendas y edificios públicos, en sus muebles, en sus ropajes y atavíos, en sus mesas y en sus baños, en sus diversiones y espectáculos, deja muy atrás las más extravagantes disipaciones de la edad moderna, y sobrepujan a toda imaginación.
La fastuosa vida de Lúculo, por ejemplo, parecería hoy fabulosa a los más sibaríticos y opulentos derrochadores de nuestra moderna Europa, si los historiadores, los filósofos y los poetas, especialmente los satíricos, de aquella era, no nos lo atestiguaran con sus más minuciosos pormenores. Lúculo no sólo tenía uno, sino muchos espaciosos aposentos destinados para comedores, los cuales frecuentemente se veían todos llenos de amigos, de clientes y de parásitos convidados a sus cenas espléndidas. La nomenclatura sola es infinita de los esclavos que servían aquellas mesas, además del archimagirus (cocinero jefe) y de los coqui (marmitones y panaderos que preparaban la comida). Había el tricliniarcha, que cuidaba del arreglo y disposición de las mesas; el lectisterniator, que extendía y preparaba los lechos o sofás en que se recostaban para comer los convidados; el prægustator, que probaba los manjares para ver si estaban bien condimentados, y alejar toda sospecha de veneno; el scissor y el carptor, que podríamos llamar trinchadores, oficio desempeñado en las mesas de nuestra aristocracia por el que llaman en francés maître d'hôtel, olvidando que nuestros abuelos le llamaban maestre-sala. Había escanciadores, encargados de servir los vinos y presentar las copas, cada uno de los cuales se titulaba œnophorus, pincerna o pocillator, según sus funciones. Estos y otros, exclusivamente destinados al servicio del banquete, nada tenían que ver con los músicos{4}, juglares{5} y saltatrices destinados a regocijarle, ni aun con otros treinta o cuarenta servidores, a cuyo cargo estaban otros oficios en la casa{6}.
Del lujo de estos banquetes y su coste no tengo tiempo para hablaros; basta insinuar que Julio César, escandalizado de sus excesivos despilfarros, cayó en el error de sujetar la comida a leyes suntuarias, y en la arbitrariedad de enviar esbirros, soldados y lictores a arrebatar de las mesas mismas los manjares prohibidos.– Pues bien; tan contagiosa es la manía del lujo, que ese mismo César, después de haber querido ponerle freno y cortapisa, dio un espléndido banquete en que se sirvieron, entre otros innumerables y costosos platos, seis mil murenas (especie de lampreas). ¡El gasto total del festín se calculó en ochenta millones de nuestros reales de vellón!
A todas estas y otras locuras superaron las del emperador Heliogábalo, de odiosa e impúdica recordación; pero las omito por no cansaros, y por la misma razón callaré lo mucho que pudiera decirse sobre el lujo en los trajes, y los inmensos tesoros que se gastaban en joyas y pedrería. Omitiré, asimismo, la descripción de iguales costumbres en Grecia, donde hasta las viles cortesanas enriquecidas aturdían el mundo con su prodigalidad y escandaloso lujo.
Acaso parecerá a alguno de los que me escuchan que estos ejemplos de la disipación antigua antes disculpan que condenan el que se llama lujo en la edad moderna.– A lo cual responderé con varias observaciones.– Primera: que donde quiera que hay desproporción entre los recursos y los gastos, hay en éstos, si no son forzosos, lujo censurable, como lo dejo probado con el sencillísimo ejemplo de la taza de café.– Segunda: que siendo el lujo pasión insaciable, bien pudiera el de nuestra época, que va en incremento, llegar a los excesos de la antigua.– Tercera: que no me parece inoportuno poneros delante de los ojos el cuadro de una sociedad pagana, degradada y corrompida, como útil para el escarmiento de esta sociedad nuestra que se titula cristiana y que blasona de morigerada y culta. Reparad también qué clase de personas forman los más conspicuos ejemplares de la disipación desenfrenada, antiguamente como ahora: los déspotas y los tiranos opresores de la humanidad, las meretrices, cortesanas, y hetairas, procónsules rapaces, magistrados venales y concusionarios, los que con la sangre de millares de esclavos han granjeado una escandalosa opulencia… Modelos, por cierto, bien poco dignos de imitarse.
No quiero yo decir por esto (¡Dios me libre!) que todo el que gasta lujo haya de pertenecer forzosamente a una de esas clases, no por cierto. Tampoco pretendo negar al hombre, y mucho menos a la mujer, poseedores de riquezas legítimamente adquiridas, que empleen una parte de ellas en la comodidad y el adorno de su persona, y aún en cierta ostentación y satisfacción del buen gusto. Aquella persona que, cubiertas todas sus formales atenciones, y después de haber distribuido con mano generosa una parte de sus rentas entre los menesterosos y desvalidos, emplea otra parte, con tal que no sea excesiva, en dar alimento al comercio y a la industria, en recrearse en las obras de las bellas artes; esa persona, digo, queda exenta de mi censura, con tal, repito, que la moderación, la previsión y la prudencia regulen sus gastos, y que la vanidad y el orgullo no sean sus consejeros.
¡Orgullo y vanidad! ¿Y en qué ni cómo puede satisfacerlos el desatinado lujo?– Venid conmigo, Señoras, a los paseos públicos, a los espectáculos, y decidme aquella mujer, por ejemplo, joven y hermosa, tan espléndidamente ataviada, que tan ufana y arrogante se muestra en su lujosa carretela, o en el ricamente decorado palco de la opera, ¿en qué funda su vanidad? ¿En su juventud?– Cualidad apreciable, pero inútil si es mal aprovechada; pasajera de suyo, y más pasajera todavía para quien la aja y destruye con el desarreglo del fausto y la molicie.– ¿Es en la hermosura?– Prenda es ésta igualmente apetecible, pero de la cual no hay por qué envanecerse, pues que el Criador es quien la da, y la criatura quien la desfigura ridículamente con trajes y adornos extravagantes, y quien prematuramente la marchita.– ¿Serán acaso fundamento de su vanidad el oro y la pedrería de que va cubierta, a guisa de escaparate de joyero?– En efecto, admirables son esas producciones de la naturaleza, realzadas por el primor del arte; pero esa mujer ignora las miserables vidas que se han sacrificado para contribuir a su adorno. Ignora el padecer de los que se emplean en arrancar el oro a las entrañas de la tierra; ignora que el diamante no es más que un poco de carbono cristalizado, que buscaron para ella, y sin ningún mérito suyo, unos infelices trabajadores en las minas del Brasil o de Golconda; ignora que la perla no es más que una excrecencia anómala que se forma como un vicio en la concha de un molusco{7}; ignora que de dos especies de turquesas que hay, la más común en el comercio{8} no es otra cosa que un pedazo de diente o de otro hueso de un animal fósil, que accidentalmente ha recibido en su sepultura un poco de óxido de cobre con que le ha teñido la naturaleza.
Son, pues, las piedras preciosas curiosidades naturales muy estimables: concedo a la gente rica el que se adorne con ellas, y premie así las tareas del operario y del artífice, pero no le doy permiso a persona alguna de envanecerse por lo que no ha hecho, y tal vez ni siquiera ha pagado; pues no son raros los casos, de mujeres sobre todo, que se presentan muy ufanas con esos riquísimos productos del comercio y de la industria, no siendo ellas más que otra mercancía comprada por la misma bolsa que ha costeado sus diamantes.
Entended bien, Señoras, que la mujer fastuosa que os he señalado con el dedo no es la rica dama de nuestra aristocracia, la acaudalada propietaria, que gasta en su adorno una mínima parte de sus rentas, sino aquella de quien, viéndola pasar, dice el vulgo: «¿De dónde saldrá todo eso?»
Gastad, Señoras mías, gastad las que sois ricas: con eso fomentaréis, siquiera sea indirectamente, el trabajo. Pero no vayáis a estrenar carroza a la Fuente Castellana, sin haberle dado antes al cochero las señas de la humilde morada de una familia indigente, para que os lleve a vaciar allí vuestro bolsillo. No estrenéis un aderezo sino el día en que hayáis regalado una máquina agrícola a un colono pobre. No compréis una sarta de ricas perlas sino el día que hayáis consolado un infortunio. Comprad brillantes, pero comprad también cuadros, y estatuas, y libros, y grabados; no ocupe vuestro guarda-joyas doble espacio que vuestra biblioteca. Pagad a la modista ricos trajes; pero pagadles también la pensión del colegio a algunas huérfanas. Entregaos racionalmente a los goces de los sentidos; pero preferid los del espíritu, los de la inteligencia, los del corazón.– Los del corazón sobre todo, y el primero de todos sus goces, que es la caridad.
Y si vuestras facultades no os permiten el lujo, desdeñadle. Consolaos con esta reflexión: que las que más propenden a emperejilarse, enjaezarse, y sobre-cargarse de adornos y oropeles, después de las mujeres disolutas, son las tontas, las viejas y las feas.
La mujer cuyos ojos resplandecen con un destello de la divina inteligencia; cuyo rostro brilla con el esplendor de la virtud modesta, cuyo continente y ademanes tienen la inefable gracia de la ingenuidad y el suave aroma del candor sencillo; cuya conversación descubre una índole bondadosa y un entendimiento cultivado; cuyo traje y atavío son ordenados por un como instinto de honesto recato, de pulcro aseo y de natural buen gusto…; creedme, una mujer así no necesita joyas ni dijes; no necesita perlas, ni diamantes, ni pasamanerías, ni plumas, ni brocados, ni blondas, ni terciopelos. Su alma es el mejor adorno de su cuerpo; y sin tener que envidiar a nadie, será de muchas lujosas y opulentas amarguísimamente envidiada.
Ahora, Señoras mías, sólo me resta pediros perdón de haberos cansado por tan largo tiempo: si os sentís fatigadas, no será culpa de mi asunto, sino de la manera de tratarle. Perdonadme, repito, esta enfadosa perorata. Vuestra indulgencia reclamo, no vuestros aplausos: el prodigar aplausos a esta retahíla de mal zurcidas cláusulas sería también un LUJO; es decir, un despilfarro del caudal, aunque tan pingüe, de vuestra benevolencia.
——
{1} Van añadidos por nota algunos trozos que se omitieron en la lectura por no hacerla tan pesada.
{2} Con su brillante diatriba en contra de los espectáculos obscenos de estos días, la elocuencia del Sr. Canalejas ha dado inmediatos frutos, que no tardarán mucho en producir sus efectos.
{3} Más Lais y Phryneas, más Nereas y Thais ha producido el amor al lujo que el amor al deleite; más honras ha vendido la vanidad que la concupiscencia.
{4} Citharistriæ y citharistæ, symphoniaci, psaltriæ &c.
{5} Fatui, moriones, nani, &c.
{6} Ordinarii, vulgares, mediastini, vicarius, janitor y janitrix, ostiarius, silentiarius, atriensis, cubicularius, scoparius, arcarii, nomenclatores, anteambulones, pedisequi, numidæ, vestiplicæ, y otros tantos.
{7} La concha del nácar, o madre-perla.
{8} La odontolita, a diferencia de la turquesa calaita.
Conferencias publicadas
Discurso inaugural, leído por D. Fernando de Castro.
Primera conferencia: Sobre la educación social de la mujer, por D. Joaquín María Sanromá.
Segunda conferencia: Sobre la educación de la mujer por la historia de otras mujeres, por D. Juan de Dios de la Rada Delgado.
Tercera conferencia: Sobre la educación literaria de la mujer, por D. Francisco de Paula Canalejas.
Cuarta conferencia: Acerca de la influencia del Cristianismo sobre la mujer, la familia y la sociedad, por D. Fernando Corradi.
Estas Conferencias se hallan de venta en la portería de la Universidad, en el Ateneo de Madrid, y en las librerías de Durán, Bailly-Baillière, Leocadio López y San Martín, al precio de un real de vellón.
(contracubierta)
[ Edición íntegra del texto contenido en un opúsculo impreso sobre papel en Madrid 1869, de 22 páginas más cubiertas. ]