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Moral a Nicómaco · libro tercero, capítulo IX

Especies diversas de valor

El lenguaje ordinario distingue aún otras especies de valor, pudiendo enumerarse cinco principales. En primer lugar está el valor cívico, que parece aproximarse más al que acabamos de describir. Los ciudadanos, como es fácil observar, arrostran todos los peligros para evitar los castigos o la infamia con que la ley los amenaza, o para conquistar las distinciones que promete. Y he aquí por qué los pueblos más bravos de todos son aquellos en que la cobardía infama y el valor honra. Tales son los héroes que canta Homero; por ejemplo, Diómedes y Héctor. Este exclama{64}:

«Polidamas comenzará por hacerme cargos.»

Y Diómedes:

«Algún día el valeroso Héctor dirá a sus troyanos:
He hecho huir a Diómedes.»

Si el valor cívico se aproxima más que ningún otro a aquel de que hemos hablado en primer lugar, es porque, lo mismo que en este, su fundamento es la virtud producida por un noble pudor y por el deseo del bien. El valor cívico ambiciona el honor; y lo que teme es la censura, que sería vergonzosa. Podrían también colocarse en el mismo rango que los ciudadanos, los que se someten a la coacción que les imponen las órdenes de sus jefes. Sin embargo, están por bajo de aquellos, porque estos obran movidos, no por un pudor laudable, sino por el temor, y no huyen tanto de la deshonra como del castigo. Los jefes, dueños de sus inferiores, convierten sus ordenes en una necesidad, y así Héctor pudo decir{65}:

«El que yo sorprenda huyendo lejos de los suyos,
No podrá sustraerse al diente de mis perros.»

Esto es lo que hacen también los generales cuando ordenan [78] que se castigue sin compasión a los soldados que retroceden, o cuando en otros casos colocan sus tropas delante de fosos u otros obstáculos de este género; siempre ejercen fuerza y coacción. Pero el hombre no debe ser valiente por violencia y necesidad; es preciso que sea bravo únicamente porque es bella cosa el serlo.

La experiencia adquirida en ciertos géneros de peligros puede también producir los efectos del valor; y he aquí cómo Sócrates ha podido creer{66} que el valor es una ciencia. La experiencia puede hacer valientes en muchos y diferentes casos: por ejemplo, la de los soldados en las cosas de la guerra; porque hay muchas circunstancias en esta en que se desvanece el peligro gracias a los soldados experimentados, que descubren la realidad de una sola ojeada; y muchas veces, si parecen tan valientes, es porque los demás no saben precisamente lo que hay. Otro resultado de la experiencia es la infinidad de cosas que esta les enseña y que utilizan contra el enemigo, ya resguardándose ellos mismos, ya defendiéndose, ya atacando; merced todo a su hábito en el manejo de las armas, que les enseña los mejores medios para a la vez obrar y evitar accidentes. Casi podría decirse que combaten completamente armados contra gentes desarmadas, como los atletas de profesión contra los aficionados que no se ejercitan; porque en las luchas de este género no son los más valientes los que provocan con más gusto el combate, sino que son los que se reconocen más fuertes y tienen cuerpos más robustos. Los soldados se hacen cobardes cuando los peligros son mayores que lo que esperaban y se sienten demasiado inferiores en número y en recursos militares. Son entonces los primeros a huir, mientras que los simples ciudadanos permanecen en su puesto y saben morir en él. Este contraste se vio patentemente en Hermaeum{67}: los ciudadanos se avergonzaron de huir, y les pareció preferible la muerte a una salvación conseguida a costa de su honor. Los soldados se presentaron desde luego ante el peligro confiados en que eran los más fuertes; y cuando se apercibieron de que no era así, se [79] desbandaron al momento, temiendo la muerte más que la deshonra. Esto no lo hace el hombre de valor.

Algunas veces se toma también por valor la cólera, que se confunde con él; se tiene por hombres valientes a los que sólo están animados por la cólera, a la manera que embisten las bestias feroces cuando se arrojan sobre los que las hieren. Si en este punto puede haber alguna equivocación, es que, en efecto, los valientes son muy propensos a encolerizarse; y además, no hay nada como la cólera para despreciar los peligros. Por esto Homero ha dicho{68}:

«La cólera que siente ha redoblado sus fuerzas.»

O bien:

«Él despierta en su seno su fuerza y su cólera.»

Y también:

«Una viva cólera ha hinchado sus narices
Y la sangre agitada hernia en su corazón.»

Expresiones todas que pintan el comienzo y el estrépito de la cólera.

Los verdaderamente valientes no obran sino movidos por el sentimiento del honor; la cólera no hace más que venir en su auxilio y ayudarles. Las bestias, por lo contrario, sólo tienen valor excitadas por el dolor; es preciso que se las castigue o que tengan miedo; y jamás se echan sobre el hombre cuando se las deja en paz en sus bosques o pantanos. Cuando se ven estrechadas por el sufrimiento o la cólera, entonces se arrojan al peligro sin apercibirse de nada de lo que les amenaza; pero esto no es obra del valor; de otro modo resultarla que los asnos mismos{69}, cuando tienen hambre, manifiestan valor; porque entonces, por más que se les castigue, no abandonan por eso el pasto. De igual manera los libertinos, arrastrados por sus deseos libidinosos, hacen con frecuencia las cosas más audaces.

No puede, pues, decirse que los sentimientos que hacen que nos arrojemos violentamente al peligro, impulsados por la ira o por el dolor, constituyan el valor. Sin embargo, el valor que parece más natural es el que produce en nosotros la cólera; y se [80] convierte en verdadero valor cuando a la cólera se une la reflexión y elección libre de un fin racional. La cólera, por otra parte, es siempre un sentimiento que causa pena; la venganza, por lo contrario, es un placer. Puede dejarse uno arrastrar a la lucha por estas pasiones; pero esto no quiere decir que se tenga valor; porque entonces no es el honor ni la razón lo que nos determina; es la pasión. Todo lo que puede concederse es que estos sentimientos tienen alguna analogía con el valor.

Tampoco es uno valiente cuando lo es por la esperanza y confianza en el éxito; porque sólo por haber conseguido frecuentes ventajas sobre numerosos enemigos, es como puede tenerse confianza en los momentos del peligro. El punto de semejanza entre ambos casos consiste en la seguridad y confianza que se tiene. Pero los hombres verdaderamente valientes sacan esta confianza de los motivos nobles que indicamos arriba; mientras que los otros, si se presentan tan resueltos, es porque se creen los más fuertes, y porque nada temen por sí mismos. Tales gentes se forjan las mismas ilusiones que los que se embriagan, y como estos están siempre llenos de esperanza; pero cuando la empresa sale mal, echan a correr. Por lo contrario, el hombre de verdadero valor, como hemos visto, arrostra todo lo que puede ser o parecer temible al corazón, porque es siempre digno arrostrar el peligro, así como cosa indigna no arrostrarlo. Por esto hay un mayor grado de valor en conservar la intrepidez y la serenidad en los peligros súbitos{70} que en los peligros previstos largo tiempo antes; porque la intrepidez en tal caso parece proceder más del carácter habitual que de una reflexión tenida tiempo antes para prepararse. Los peligros que se han previsto no pueden aceptar por consideraciones diversas y en nombre de la razón; pero sólo el hábito anteriormente adquirido es el que nos decide en los peligros imprevistos y repentinos.

En fin, basta en ocasiones ignorar el peligro para parecer valiente. Los que sólo apoyan su firmeza en esta ignorancia, no se diferencian mucho de los que tienen valor, fundados en la esperanza del éxito; pero tienen menos mérito, porque ninguna cuenta tienen de sí mismos, mientras que los otros tienen alguna. Estos últimos, por lo menos, se mantienen firmes por [81] algunos instantes; pero los que lo hacen por ignorancia, tan pronto como ven que se han engañado y que las cosas aparecen distintas de como creían, se apresuran a huir. Esto fue lo que sucedió a los argivos cuando cayeron sobre los espartanos, creyendo que eran los habitantes de Sicione.

Ya puede verse claramente, por lo que precede, cuáles son los hombres de verdadero valor y los que sólo tienen las apariencias del mismo.

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{64} Canto XXII, v. 100. Canto VIII, v. 148.

{65} Aristóteles se equivoca al poner en boca de Héctor las amenazas que profiere Agamenon. Iliada, canto II, v. 391. Cita también estos versos en la Política, lib. III, cap IX, pero atribuyéndolos ya a Agamenon.

{66} Véase el Laques y el Protágoras de Platón.

{67} Hermaeum, lugar de la Beocia. Los soldados beocios se acobardaron, y los ciudadanos de Coronea, que habían cerrado las puertas de su ciudad para no poder entrar en ella huyendo, resistieron con valor y pelearon sin quedar uno vivo.

{68} Iliada, canto XVI, v. 529. Odisea, canto XXIV, v. 318. El verso último no se encuentra en el texto actual de Homero.

{69} Alusión a la famosa comparación de que se sirve Hornero para representar a Agax, tan poco turbado por los ataques de los troyanos, como lo es el asno hambriento por los golpes que le dan los muchachos para echarle del campo en que pasta.

{70} Explicación muy ingeniosa de un hecho incontestable. En este concepto se admira tanto el valor de Fabricio, que no se conmovió a la vista repentina del elefante de Pirro.

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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 1, páginas 77-81