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Moral a Nicómaco · libro cuarto, capítulo primero

De la liberalidad

Después de la intemperancia hablemos de la liberalidad, la cual puede decirse que es el medio prudente en todo lo relativo a la riqueza. Cuando se alaba a alguno por ser liberal y generoso, no es por sus altos hechos como militar, ni a causa de lo que se admira en el como sabio, ni por su equidad en los juicios; sino por la manera cómo da y recibe las riquezas, y sobre todo, por lo primero. Llamamos riqueza a todo aquello cuyo valor se gradúa por la moneda y el dinero. La prodigalidad y la avaricia son excesos y defectos en lo que concierne a las riquezas. Se aplica siempre la idea de avaricia a los que dan más importancia que la debida a los bienes de fortuna. Pero a veces se mezcla la idea de prodigalidad con la de intemperancia, poniendo una en lugar de la otra; porque llamamos también pródigos a los que, no sabiendo dominarse, gastan locamente para satisfacer su intemperancia. Estos nos parecen los más viciosos, porque, en efecto, reúnen muchos vicios a la vez; mas, sin embargo, el nombre de pródigos que se les da, propiamente no les conviene. El verdaderamente pródigo sólo tiene un vicio completamente especial, el de disipar su fortuna; el pródigo, como lo indica la etimología misma del término en la lengua griega, es el que se arruina por su gusto. La disipación [90] insensata de sus propios bienes es una especie de destrucción de sí mismo; puesto que sólo se vive con lo que se tiene. Este es el sentido verdadero en que debe entenderse la palabra prodigalidad.

Pero a todas las cosas de que puede disponer el hombre puede darse un destino bueno o malo; y la riqueza es una de estas cosas. Se sirve lo mejor posible de una cosa, cuando se posee la virtud especial que corresponde a esta cosa; y el que tiene la virtud referente a las riquezas, se servirá lo mejor posible de la fortuna. Este es precisamente el hombre generoso y liberal. El uso de las riquezas no puede consistir, a lo que parece, más que en un gasto o en una donación. Recibir y conservar es más bien poseer que usar. Y así, lo propio de la liberalidad es más bien el dar cuando es preciso, que el recibir cuando es preciso y el no recibir cuando no procede. La virtud consiste mucho más en hacer el bien que en recibirlo uno mismo; mucho más en hacer cosas buenas que en no hacer cosas vergonzosas. ¿Y quién no ve que el acto de dar reúne necesariamente estas dos condiciones, la de hacer bien y la de hacer una cosa buena? ¿Quién no ve que el hecho de aceptar es limitarse a recibir un beneficio, o a hacer una cosa que no es vergonzosa? ¿Quién no ve que el reconocimiento recae sobre el que da y no sobre el que recibe, y que la alabanza está reservada más bien para el primero? Por otra parte es más fácil no recibir que dar, porque se ve uno más inclinado en general a no aceptar el beneficio de otro que a privarse de lo que tiene. Los hombres que con razón pueden llamarse generosos, son los que dan; los que no aceptan lo que se les ofrece, no son alabados por su liberalidad, aunque puedan serlo por su justicia. Los que reciben los donativos que se les hace, no merecen absolutamente ninguna alabanza. La liberalidad es quizá de todas las virtudes la que más se hace amar, porque los que la poseen son útiles a sus semejantes; y lo son sobre todo los que hacen donaciones.

Pero todas las acciones que la virtud inspira son bellas, y todas ellas están hechas en vista del bien y de la belleza. Así el hombre liberal y generoso dará, porque es bello dar; y dará convenientemente, es decir, a los que debe dar, lo que debe dar, cuando debe dar, y con todas las demás condiciones que constituyen una donación bien hecha. Añádase a esto que hará sus donativos con gusto o por lo menos sin sentirlo; porque [91] todo acto que es conforme con la virtud es agradable; o por lo menos, está exento de dolor, y no puede ser nunca verdaderamente penoso. Cuando se da a quien no debe darse, o cuando no se da siendo bueno dar, y se hace un donativo por cualquier otro motivo, no es uno realmente generoso, y debe dársele otro nombre, cualquiera que él sea. El que da sintiendo pena, no es tampoco generoso; porque si se atreviera, preferiría su dinero a la acción buena que hace; y no es esto lo que debe sentir un hombre verdaderamente liberal. Tampoco recibirá de quien no debe recibir; porque aceptar un don bajo estas condiciones dudosas, no es propio de quien no estima en mucho las riquezas. Si no recibe, tampoco pedirá; porque no es propio de un hombre que sabe hacer bien a los demás, obligarse fácilmente él mismo. No tomará dinero sino donde deba tomarlo, es decir, de sus propios bienes; y no porque a sus ojos haya en esto algo que sea laudable, sino únicamente porque es condición absolutamente necesaria para tener la posibilidad de dar. Así no despreciará su fortuna personal, puesto que en ella ha de encontrar el medio de auxiliar a los demás cuando venga la ocasión. Tampoco la prodigará dándosela al primero que se presente a fin de reservarse para dar a quien deba, cuando deba y lo que deba, como lo exija el honor. también es muy digno de un corazón liberal dar mucho, y hasta con exceso, reservándose para sí la menor parte; porque tenerse poco en cuenta a sí mismo es propio de un alma generosa. Por lo demás, la liberalidad debe apreciarse siempre según la fortuna. La verdadera liberalidad depende, no del valor de lo que se da, sino de la posición del que da; el hombre liberal ofrece sus donativos según su riqueza; y bien puede suceder que el que da menos sea en realidad más generoso, si saca sus donativos de una menor fortuna.

Generalmente el hombre es más generoso{74} cuando no es él mismo el que ha adquirido la fortuna que posee, sino que la ha recibido de otros por herencia; porque el que se encuentra en este caso no ha conocido la necesidad; y además todo el mundo se siente mucho más apegado a lo que ha producido por sí mismo, como sucede con los padres y los poetas. El hombre liberal tiene por otra parte gran dificultad en [92] enriquecerse, porque no le lleva su inclinación ni a recibir ni a guardar; lejos de esto, está dispuesto siempre a hacer partícipes a los demás de lo que tiene; y no estimando las riquezas en sí mismas, sólo las aprecia en cuanto le permiten hacer donativos. He aquí lo que explica los cargos que se dirigen muchas veces a la fortuna, de que enriquece menos a los más dignos de enriquecerse. Pero a esto se contesta de un modo muy sencillo: y es que con el dinero sucede lo que con todas las demás cosas; que no es posible tenerlo, cuando no se toma ningún trabajo en adquirirlo. Sin embargo, el hombre liberal no da a quien no debe dar, ni en las ocasiones en que no debe hacerlo; no falta a ninguna de las condiciones de oportunidad que hemos indicado; porque si no lo hiciera así, no ejercería actos de liberalidad; y si gastase de esta manera su dinero, carecería de él en las circunstancias en que seria conveniente hacerlo. Lo repito, sólo es verdaderamente liberal aquel que gasta sus bienes y los gasta de una manera conveniente. El que pasa de este límite, es un pródigo; y esto explica el por qué no puede decirse de los tiranos que sean pródigos; puesto que sus riquezas son generalmente tan inmensas, que al parecer es difícil que las agoten, aunque gasten locamente y con profusión.

Así, siendo la liberalidad un justo medio en todo lo relativo a las riquezas, ya se den, ya se reciban, el liberal sólo dará y recibirá cuando deba y en la cantidad que deba, lo mismo en las cosas pequeñas que en las grandes; y además deberá hacerlo siempre con gusto. Por otra parte recibirá cuando deba y en la cantidad que deba recibir. La virtud que le distingue consiste en ocupar este medio relativamente a los dos actos de dar y recibir, por diferentes que ellos sean, mostrándose en uno y en otro tal como debe ser. Cuando se sabe dar con oportunidad, es una consecuencia natural que se sepa igualmente recibir con la misma; si sucediese de otra manera, recibir en este caso sería lo contrario de dar y no una consecuencia. Pero las cualidades que son consecuencia unas de otras, pueden encontrarse a la vez en el mismo individuo, mientras que las contrarias evidentemente no pueden estar jamás en este caso.

Cuando el hombre liberal tiene que hacer un gasto imprudente o indebido, siente tristeza, pero con moderación y como conviene; porque es propio del hombre virtuoso no afligirse ni regocijarse sino sólo por cosas que lo merezcan, y eso hasta [93] cierto punto. El liberal es también sumamente expedito para los negocios; con facilidad se le perjudica precisamente porque hace poco aprecio del dinero; y estaría más pesaroso de no haber hecho el gasto que debía hacer, que de haber hecho un gasto inútil; lo cual no conforma con el dictamen de Simónides{75}.

El pródigo no está, respecto de todos estos puntos, libre de error; no sabe regocijarse ni afligirse de lo que debe ni como debe. Más adelante aparecerá con mayor claridad todo esto.

Hemos sentado más arriba, que en punto a liberalidad el exceso y el defecto son la prodigalidad y la avaricia; y que se producen bajo dos conceptos: dar y recibir. Nosotros confundimos por otra parte el gastar y el dar. La prodigalidad es un exceso en dar y en no recibir; es un defecto en recibir. La avaricia, por lo contrario, es un defecto en dar y un exceso en tomar, entendiéndose siempre en cosas muy pequeñas. Y así, las dos condiciones de la prodigalidad no pueden marchar a la par mucho tiempo; porque no es fácil dar a todo el mundo cuando no se recibe de nadie, y la fortuna falta bien pronto a los simples particulares, cuando quieren dar con esa profusión que caracteriza precisamente a los que se llaman pródigos. Por lo demás, este vicio debe parecer mucho menos reprensible quo el de la avaricia. La edad, la estrechez misma pueden fácilmente corregir al pródigo y reducirle a un justo medio; tiene cualidades del liberal que da y no recibe, sin saber por otra parte usar de una y otra cuando es preciso, ni de una manera conveniente. Pero le bastaría contraer hábitos racionales o modificarse mediante cualquiera otra causa, para hacerse un hombre liberal; daría entonces cuando debía darse, y no recibiría cuando no debiese recibir. Y así, la naturaleza del pródigo en el fondo, no es mala; nada hay de vicioso ni de bajo en esta tendencia excesiva a dar mucho y a no recibir nada; no es más que una locura. Lo que hace que el pródigo deba aparecer por encima del avaro, independientemente de los motivos que acabo de decir, es que el [94] uno obliga a una multitud de gentes, y que el otro no obliga a nadie, ni a sí mismo. Es cierto, que la mayor parte de los pródigos, como ya hemos hecho observar, reciben cuando no deberían recibir; y que en esto se muestran poco liberales. Se hacen ávidos y toman a manos llenas, porque quieren gastar siempre, y se ven bien pronto en situación de no poder gastar a su gusto. No tardando en agotarse sus propios recursos, se proporcionan recursos extraños; y como se cuidan poco de su dignidad ni de su honor, toman a la ligera y de cualquier manera. Lo que desean es dar. Como pueden dar, ni de donde han de sacarlo, no les importa nada. He aquí también por qué sus donativos no son verdaderamente liberales; ni son honrosos, porque no son inspirados por el sentimiento del bien, ni están hechos como deberían estarlo. A veces enriquecen a gentes que valdría más dejar en la pobreza, y no hacen nada en favor de personas de la más respetable conducta. Dan a manos llenas a aduladores o a quienes les proporcionan placeres tan poco dignos como los que produce la adulación. Por esta causa, la mayor parte de los pródigos son intemperantes. Disipando su dinero con tanta facilidad, con la misma lo gastan en sus excesos; y se entregan a todos los desórdenes de los placeres, porque no viven, ni para la virtud, ni para el deber.

El pródigo, por otra parte, repitámoslo, se entrega a estos excesos porque ha vivido abandonado, sin dirección y sin maestro; si se hubiera puesto algún cuidado en su educación, habría entrado en el camino del justo medio y del bien.

Por el contrario, la avaricia es incurable. La vejez y la debilidad en todos sus modos de ser son las que forman los avaros. La avaricia, por lo demás, es más natural al hombre que la prodigalidad, porque los más preferimos conservar nuestros bienes a darlos. Este vicio puede alcanzar una intensidad extrema, y revestir las formas más diversas. La causa de tener tantos matices la avaricia, consiste en no ser completa en todos los individuos la igualdad de los dos elementos principales que la constituyen: defecto en dar, exceso en recibir. Algunas veces se divide, mostrando unos más el exceso de recibir y otros el defecto de dar. Y así todos esos a quienes se califica de cicateros, ruines, mezquinos, todos pecan por defecto en dar; pero, sin embargo, no desean ni querrían tomar los bienes de otro. En algunos es una especie de miramiento y de prudencia la que les hace retroceder ante la [95] opinión pública; porque hay gentes que parecen, o que, por lo menos, pretenden demostrar esta parsimonia para no verse precisados a cometer ninguna bajeza. En esta clase debe colocarse al roñoso y a todos aquellos que, capaces como aquel de cortar un cabello en el aire{76}, merecen este nombre porque llevan al exceso el cuidado de no dar nunca nada a nadie. Los otros se abstienen de recibir de los demás por un sentimiento de temor; porque no es fácil, en efecto, recibir de los demás y no dar jamás parte de lo suyo; y por esto prefieren no recibir nada, para no dar tampoco nada.

Otros avaros, por lo contrario, se distinguen por el exceso en recibir a manos llenas y coger todo lo que pueden: por ejemplo, todos los que se entregan a especulaciones innobles, los rufianes y todos los hombres de esta clase, los usureros y todos los que prestan pequeñas sumas a crecido interés. Todos estos cogen donde no deberían coger, y más que deberían coger. El ávido deseo del más vergonzoso lucro parece ser el vicio común a todos estos corazones degradados; no hay infamia que no cometan con tal que saquen de ella algún fruto, que es siempre bien miserable, porque sería un error llamar avaros a los que sacan provechos inmensos de donde no deberían sacarlos, o que se apropian de lo que no deberían apropiarse; los tiranos, por ejemplo, que roban las ciudades y despojan y violan los templos. A estos debe llamárseles más bien pícaros, impíos, malvados. Debe colocarse también entre los avaros al jugador, al salteador de caminos, al bandido; sólo van en busca de ganancias vergonzosas y llevados de un amor desenfrenado del lucro; unos y otros obran y desprecian la infamia; estos, arrostrando los más horribles peligros para arrancar el botín que codician, y aquellos enriqueciéndose bajamente a expensas de sus amigos, a quienes más bien deberían hacer donativos. Estas dos clases de gentes, haciendo con conocimiento ganancias donde no deberían hacerlas, tienen un corazón sórdido; y todas estas maneras de procurarse dinero no son más que formas de la avaricia.

Por lo demás, hemos opuesto con mucha razón la avaricia a la liberalidad, como su contraria; porque, repito, la avaricia es [96] un vicio más reprensible que la prodigalidad; y hace cometer más faltas a los hombres que la prodigalidad, tal como yo la he descrito.

He aquí lo que teníamos que decir sobre la liberalidad y sobre los vicios opuestos a ella.

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{74} Todo este pensamiento está tomado de Platón. República, lib. I.

{75} Simónides, interrogado por la mujer de Hieron, le respondió, que prefería el dinero a la sabiduría. también decía que prefería enriquecer a sus enemigos después de su muerte, que tener necesidad de sus amigos durante la vida. Es sabido por otra parte, que Simónides tenía fama de avaro; y se dice que fue el primero que traficó con la poesía cerca de los tiranos y de los ricos.

{76} Esta expresión familiar de nuestra lengua corresponde a la metáfora análoga del texto.

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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 1, páginas 89-96