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Moral a Nicómaco · libro tercero, capítulo XIII

Comparación de la intemperancia con la cobardía

La intemperancia al parecer es un acto más voluntario que la cobardía; es producido por el placer, mientras que la cobardía es siempre causada por un dolor; y el hombre busca el primero de estos dos sentimientos, mientras que huye del segundo. Añádase a esto que el dolor trastorna y destruye la naturaleza del ser que le sufre, al paso que el placer no produce nada semejante y depende más de nuestra voluntad; y he aquí por qué se nos puede hacer respecto a él cargos más legítimos. también nos habituamos más fácilmente a las sensaciones que produce; como que las ocasiones de placer que se presentan en la vida son numerosas, y estos hábitos no parecen peligrosos; mientras que sucede todo lo contrario con los objetos que inspiran temor. Sin embargo, la cobardía no se presenta igualmente voluntaria en todos los casos, cuando se la examina con más detención. Si directamente no es un dolor, por lo menos las circunstancias que la rodean causan una pena que pone al hombre fuera de sí; le obligan hasta arrojar sus armas y cometer otros actos igualmente deshonrosos; y esto es lo que hace que parezca entonces como una verdadera violencia. Respecto del intemperante, sucede todo lo contrario; todos los actos particulares a que se deja arrastrar son voluntarios, puesto que son el efecto de su deseo y de su inclinación. Pero el resultado general lo es menos; porque nadie desea ser intemperante y desarreglado. La misma palabra de intemperancia y de desorden incorregible aplicamos a las faltas de los niños, porque tienen analogía con aquellas. Poco importa saber en este momento cuál de las dos faltas ha dado su nombre a la otra; pero es evidente que cronológicamente la segunda ha recibido su nombre de la primera. Y al parecer no sin razón se ha torcido así el sentido de esta palabra; porque conviene templar y corregir todo lo que puede hacer nacer el gusto por las cosas bajas y desenvolverse en seguida de una manera fea; que es el caso precisamente en que se hallan el deseo y el joven. Los jóvenes sólo viven del deseo y de la pasión, y nada iguala en ellos al amor desenfrenado por el placer. Luego si esta parte del alma no es [88] dócil ni se somete a la que debe mandarla ella puede caminar muy lejos; porque el gusto del placer es insaciable y se reproduce por todas partes en el corazón del insensato que no se conduce según la razón. Además, toda satisfacción del deseo aumenta el hábito moral correspondiente, y una vez que estas pasiones se han agrandado y se han fortificado hasta la violencia, rechazan por completo hasta la razón. Es preciso, pues, que los deseos sean siempre moderados, poco numerosos y que no tengan en sí nada que sea contrario a la razón. Cuando se obedecen las ordenes de esta, entonces puede decirse que el hombre es dócil, obediente y templado; y esta sumisión que el joven debe mostrar en toda su conducta a las ordenes de su preceptor, es la misma que en nosotros debe prestar siempre la parte apasionada del alma a la razón. Y así, en el hombre templado la parte apasionada de su ser no debe concebir jamás otros deseos que los que sean conformes a la razón que los aprueba; porque el sabio, como la razón, no tiene otro fin que el bien; sólo desea lo que debe desear, como debe desearlo, y cuando debe desearse; y esto es precisamente lo que la razón ordena.

He aquí todo lo que teníamos que decir acerca de la templanza.

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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 1, páginas 87-88