Obras de Aristóteles La gran moral 1 2 Patricio de Azcárate

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La gran moral · libro primero, capítulo XVI

De la preferencia reflexiva

Nos resta aún por examinar si la preferencia reflexiva, que determina nuestra elección, debe o no pasar por un apetito. El apetito se encuentra en los demás animales como en el hombre, pero la preferencia que escoge no aparece en ellos. La causa de esto es, que la preferencia va siempre acompañada de la razón, y de la razón no participa ningún otro animal. De aquí podría concluirse, que la preferencia no es un apetito. Pero, cuando menos, la preferencia, ¿no es la voluntad? ¿O tampoco lo es? La voluntad puede aplicarse hasta a las cosas imposibles; por ejemplo, podemos querer ser inmortales. Pero nosotros no preferimos esto por efecto de una elección reflexiva. Además, la preferencia no se aplica al objeto mismo que se busca, sino a los medios que conducen a él; por ejemplo, no puede decirse que se prefiere la salud, sino que se prefieren, entre las cosas, las que la procuran, como el paseo, el ejercicio, &c., y lo que queremos es el fin mismo, puesto que queremos la salud. Esta distinción nos indica evidentemente la profunda diferencia que hay entre la voluntad y la preferencia reflexiva que decide de nuestra elección. La preferencia, como su nombre lo expresa claramente, significa que preferimos tal cosa a tal otra; por ejemplo, lo mejor a lo menos bueno. Cuando comparamos lo menos bueno con lo mejor y tenemos libertad de elección, entonces puede decirse propiamente que hay preferencia.

La preferencia no se confunde ni con el apetito ni con la voluntad. ¿Pero el pensamiento es en el fondo la preferencia? ¿O bien la preferencia no es tampoco el pensamiento? Pensamos e imaginamos una multitud de cosas en nuestro pensamiento. Pero lo que pensamos, ¿puede ser también objeto de nuestra preferencia y de nuestra elección? ¿O no puede ser? Por ejemplo, pensamos [31] muchas veces en los sucesos que pasan entre los indios; ¿y podemos aplicar nuestra preferencia a esto como aplicamos nuestro pensamiento? Por esto se ve que la preferencia no se confunde absolutamente con el pensamiento.

Puesto que la preferencia no se refiere aisladamente a ninguna de las facultades del espíritu, que acabamos de enumerar y que son todos los fenómenos del alma, es necesario que la preferencia sea la combinación de algunas de estas facultades tomadas dos a dos. Pero como la preferencia o la elección se aplica, como acabo de decir, no al fin mismo que se busca sino a los medios que a él conducen; como por otra parte sólo se aplica a cosas que sean posibles y en los casos en que ocurre la cuestión de saber si tal o cual cosa debe ser escogida, es claro que es preciso pensar previamente sobre estas cosas y deliberar sobre ellas, y solamente después que nos ha parecido preferible uno de los dos partidos y después de bien reflexionado, es cuando se produce en nosotros cierto impulso que nos lleva a ejecutar la cosa. entonces, obrando de esta manera, podemos decir que obramos por preferencia.

Luego si la preferencia es una especie de apetito de deseo precedido y acompañado de un pensamiento reflexivo, el acto voluntario no es un acto de preferencia. En efecto, hay una multitud de actos que hacemos con plena voluntad antes de haber pensado y reflexionado en ellos. Nos sentamos, nos levantamos y realizamos otras mil acciones voluntarias sin pensar ni remotamente en ellas, al paso que, visto lo que se acaba de decir, todo acto que se hace por preferencia siempre va acompañado de pensamiento. En este concepto el acto voluntario no es un acto de preferencia, pero el acto de preferencia siempre es voluntario; y si preferimos hacer tal o cual cosa después de una madura deliberación, la hacemos con plena y entera voluntad. Legisladores ha habido, aunque en corto número, que han hecho la distinción entre el acto voluntario y el acto premeditado, formando con ellos distintas clases, e imponiendo penas menores por los actos de voluntad que por los de premeditación.

La preferencia sólo cabe en las cosas que el hombre puede hacer, y en los casos en que depende de nosotros obrar o no obrar, obrar de tal manera o de tal otra, en una palabra, en todas las cosas en que puede saberse el por qué de lo que se hace. Pero el por qué o la causa no es absolutamente simple. [32] En geometría, cuando se dice que el cuadrilátero tiene sus cuatro ángulos iguales a cuatro ángulos rectos, y se pregunta el por qué, se responde: porque el triángulo tiene sus tres ángulos iguales a dos rectos. En las cosas de este género, remontándose a un principio determinado, al instante se sabe el por qué. Pero en los casos en que es preciso obrar y en que son posibles la elección y la preferencia, no sucede lo mismo, porque ninguna preferencia es fija, ni está determinada. Mas si se pregunta: ¿por qué habéis hecho eso?, no se puede menos de responder: porque no podía hacerlo de otra manera: o bien, porque tuve eso por mejor. Se escoge el partido que parece mejor sólo en vista de las circunstancias, porque estas son las que nos deciden a obrar. Además en las cosas de este género es posible la deliberación para saber cómo se debe obrar. Pero es muy distinto cuando se trata de cosas que se saben a ciencia cierta. No hay precisión de deliberar para saber cómo se escribe el nombre de Arquicles, porque la ortografía lo dice, y se sabe positivamente cómo debe escribirse. Si en esto se comete una falta, no está en el espíritu; estará únicamente en el acto mismo de escribir. Y es que en todos los casos en fue no cabe error en el espíritu, no se delibera, y sólo en las cosas en que la manera como estas deben de ser no está exactamente determinada, es cuando puede tener lugar el error. Pero la indeterminación se encuentra en todas las cosas que el hombre puede hacer, y en todas aquellas en que puede ser la falta doble y en dos sentidos diferentes. Nos engañamos en las cosas que tocan a la acción, y por consiguiente también en las cosas que se refieren a las virtudes. Fijos los ojos en la virtud, nos extraviamos sin embargo en los caminos que nos son naturales y conocidos. entonces puede encontrarse la falta lo mismo en el exceso que en el defecto, y podemos vernos arrastrados a uno o a otro de estos extremos por el placer o por el dolor. El placer nos arrastra a obrar mal, y el dolor a huir del deber y del bien.

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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 2, páginas 30-32